Palacio Real de Madrid (España)
Jueves, 9 de mayo de 1585
Juan de Idiáquez sonreía mientras echaba el último vistazo a la carta que Mateo Vázquez acababa de recibir del rey.
… paréceme que he entreoído algo de que todavía hay mensajes entre Antonio Pérez y la princesa de Éboli, que ni a uno ni a otro le está bien. Lo mejor será que en secreto y con disimulo procuréis saber lo que hay de cierto en ello y si es así, lo atajéis.
—Resulta increíble que el monarca, despachando tantos negocios al cabo del día, todavía tenga tiempo para enterarse de si estos dos siguen escribiéndose cartas o no, habiendo pasado tanto tiempo.
Idiáquez devolvió el papel a Vázquez sin perder la sonrisa.
—Hace apenas un par de semanas —comentó el secretario del rey—, durante la Pascua, la carta desde Inglaterra avisándonos de la llegada de un agente llamado…
—Marlowe, Christopher Marlowe —apuntó Idiáquez—. Ese Christopher Marlowe…, y ahora este comentario en forma de reprimenda. No creo que sea casual, amigo mío.
Mateo Vázquez se levantó de su asiento y se dirigió hacia la ventana de su despacho desde donde observó en silencio la tranquilidad del patio del palacio en aquella mañana primaveral.
—¿Por qué intuís que pueda haber alguna relación? Yo no veo razón alguna para pensar así.
Las palabras del político vasco sacaron a su compañero del ensimismamiento.
—Amigo mío, las desgracias nunca vienen solas. No olvidéis que Antonio Pérez sigue contando con información importante sobre nuestra política exterior. No os extrañéis, pues, de que los ingleses hayan mandado a alguien a buscarla a España. El antiguo secretario es el primer interesado en venderla para conseguir algo a cambio aunque todavía no sé el qué.
—Pero Antonio sigue encerrado en Turégano. ¿De qué le sirve vender información al enemigo? Lo único que conseguiría es reforzar la prisión o incluso perder la vida por traidor si esa trama fuera verdad y llegara a destaparse. Es posible que sepa algo del plan que nos traemos entre manos, pero no es menos cierto que ni nosotros mismos somos capaces de ver en qué va a acabar todo. No olvidéis, Mateo, que solamente es una idea. ¿Cómo puede amenazarnos Antonio Pérez de saber algo de nuestros planes, de algo que ni nosotros mismos somos capaces de conocer?
Mateo Vázquez sabía que Idiáquez tenía razón. Se acercó de nuevo a su mesa de trabajo y volvió a releer la misiva enviada por el rey avisando de los movimientos de los dos cautivos. Junto a una lámpara de aceite, ahora apagada, el secretario tenía una carpeta de color negro en la que iba colocando toda la documentación de Pérez. Introdujo el aviso del monarca y de ella extrajo varios papeles más. Después de leer el membrete de algunos de ellos se los acercó a Idiáquez, quien permanecía sentado impasible, frente a la mesa del secretario.
—Aun encerrado, Pérez sigue contando con importantes bazas para chantajear a la Corte. Muchos están hostigando a Felipe para que dulcifique su encierro y lo devuelva a Madrid con el fin de que pueda hacerse cargo de su hacienda y de su familia. Estos favores, como imaginaréis, no son en absoluto desinteresados. Únicamente se deben al miedo que tienen de que desvelen al rey secretos inconfesables que podrían acabar con ellos en un santiamén. Incluso me temo que el propio monarca les tiene miedo.
Idiáquez echó un vistazo a las cartas que le había entregado Vázquez.
—Sigue contando con muchos amigos —continuó el secretario—. Aunque a simple vista parezca que todos le dan la espalda. Seguramente son unos meros interesados, pero no por ello debemos dejarlos de lado. No olvidéis, Idiáquez, que Su Majestad podría haber mandado ajusticiarlo hace años tal y como hizo con Juan de Escobedo. ¿No os habéis preguntado por qué no lo ha hecho y sigue jugando con él falsamente al gato y al ratón?
—No creo que la vida de un hombre merezca tantos quebraderos de cabeza.
—Pues parece que al rey sí le merece tal menester. Si no lo ha hecho es porque teme algo. No me preguntéis qué, pero nuestro rey Felipe teme algo de ese oscuro secretario…, algo que me hace estremecer y que en ocasiones me ha hecho pensar incluso si nuestro soberano es o no trigo limpio…
El político vasco siguió hojeando las cartas sin poner apenas atención a las duras palabras que acababa de lanzar su compañero.
—Idiáquez, ¿contamos con los nombres de los ingleses que han entrado en Madrid en las últimas semanas?
—Sí. Y tenemos suerte porque, como suponíamos, tampoco son muy numerosos. La lista que hemos confeccionado está basada en los datos de las fechas más próximas al mensaje recibido desde Inglaterra.
Idiáquez acercó al secretario un documento en el que aparecían no más de una docena de nombres.
El sacerdote leyó uno a uno los nombres de las personas de la lista con gesto de cierta satisfacción.
—Ciertamente no hay mucho donde elegir. No creo que nos resulte difícil dar con nuestro hombre. Existen varios de los que seguramente contamos con algunos informes de sus visitas en otras ocasiones a Madrid. Eso nos puede ayudar a eliminar sospechosos.
Vázquez repasó el registro una vez más y fijó su atención en varios nombres.
—Creo que podríamos descartar algunos de ellos…, sí…, por ejemplo, Henry Roth y Anthony Glass. Se trata de dos religiosos católicos que han visitado en numerosas ocasiones nuestro país. Ya los seguimos no hace mucho tiempo y fue una situación algo incómoda. Son inofensivos. No creo que con ellos exista ningún problema.
—También podríamos eliminar al conde de Rawtenstall —añadió Idiáquez—. Lo conozco personalmente. Ha asistido en algunas ocasiones a recepciones del rey y, por descontado, su animadversión a la Corona de su país lo convierte en un personaje de nuestro lado.
—Podría ser un agente… No debemos dejarnos llevar por las apariencias externas —añadió el secretario, desconfiado.
—Tranquilo, Mateo. Ya se hizo un trabajo exhaustivo que casi le cuesta la vida al propio conde. Es un buen hombre. Todo está bajo control.
Vázquez llevaba varios minutos sin levantar la vista del listado. Su silencio intrigó al político. Idiáquez se percató de la preocupación de su compañero.
—¿Habéis visto algo?
—No estoy muy seguro. El 23 de abril entró en la villa Thomas Shelton. Qué curioso. ¿Quién es este Thomas Shelton? —dijo al fin el secretario del rey.
—Según el informe es estudiante de la Universidad de Alcalá. También ha venido a nuestro país por asuntos de su familia. Al parecer, cuenta con un negocio de tejidos y era su intención establecer nuevos lazos comerciales con la villa. A pesar de ser inglés, es católico. ¿Por qué decís que es curioso?
—Creo no equivocarme. —El sacerdote levantó la mirada y clavó sus ojos en los de Idiáquez con una expresión de conmoción—. Thomas Shelton es el mismo que acompañó a Su Ilustrísima, el cardenal arzobispo de Toledo, a ver a la princesa de Éboli a su palacio de Pastrana la pasada semana.
—El cardenal es una persona de confianza y de total solvencia en lo que respecta a la figura de Felipe —dijo Idiáquez sin dar crédito a la intuición del secretario—. No veo por qué hay que desconfiar de él.
—Cierto, Idiáquez, don Gaspar de Quiroga es de total confianza para nuestro rey, pero no olvidéis un detalle que puede resultar esclarecedor. Todavía es uno de los miembros más activos del bando del fallecido Ruy Gómez de Silva, antiguo esposo de doña Ana. Por lo tanto, cuenta con la misma confianza de la princesa y, por ende, no sería de extrañar que se viera inclinado o tuviera alguna simpatía por Antonio Pérez. Fue precisamente él uno de los principales baluartes para convencer a Su Majestad de que la princesa debía abandonar el encierro de la Torre de Pinto, y luego el castillo de Santorcaz, para habitar su palacio ducal de Pastrana, en donde todavía sigue.
Ciertamente la argumentación parecía encajar. Juan de Idiáquez reflexionó sobre las palabras que acababa de espetarle el clérigo.
Mientras se atusaba la barba no pudo reprimir la pregunta que una vez conocidos los hechos parecía más que evidente.
—¿Creéis entonces que Thomas Shelton y Christopher Marlowe son la misma persona? ¿El hombre de quien nos avisó Robert Cecil?
—No estoy seguro, Idiáquez, pero resulta muy extraño que ese individuo aparezca en la vida del bando de Éboli, la carta de Cecil y, además, la misiva de Felipe avisándonos de la existencia de correos secretos entre doña Ana y Pérez. Todo al mismo tiempo, ¿no lo creéis así?
—Podemos detenerlo e interrogarlo. Aunque no haya pruebas contra él, un par de vueltas serán suficientes para hacerle cambiar de opinión. Ahora mismo se encuentra en Madrid. Al parecer, da más importancia a sus negocios familiares que a los estudios de la universidad.
En ese momento sonó la puerta del despacho del secretario.
—Adelante.
La voz de Idiáquez sonó con fuerza en la habitación. Un joven entró en el despacho. Tras realizar los saludos de rigor se adelantó hasta la mesa del secretario. En la mano llevaba una bandeja de plata que acercó al político. Sobre ella había un sobre lacrado. Vázquez e Idiáquez reconocieron al momento el símbolo de la posta. La carta de Inglaterra no podía llegar en momento más oportuno.
Mateo Vázquez la tomó y miró la fecha de salida, mientras que con la mano izquierda hacía una seña al joven lacayo para que abandonara el despacho.
—Parece que el asunto les corre prisa a los amigos de la reina Isabel. El servicio de mensajeros cada vez está más acelerado. Me pregunto qué será lo que se traman.
—Leed el mensaje. Quizás en su interior esté la respuesta a vuestra pregunta.
Vázquez hizo caso al político vasco. Rompió el lacre. Le llamó la atención que la carta de Robert Cecil estuviera sin cifrar.
—El billete no viene cifrado —dijo Vázquez—, un gesto de excesiva confianza con el secretario del monarca español.
Leyó el papel con atención. Al acabarlo, sin mover un músculo de su cuerpo, el secretario se limitó a levantar la mirada hacia su compañero. Sus ojos denotaban una mezcla de sorpresa y alegría.
Idiáquez leyó seguidamente la carta que le tendía el religioso.
—Me pregunto qué interés tendrá Robert Cecil en minar de esta forma los servicios de los Walsingham. En cualquier caso, parece que no va a ser necesario detener e interrogar a ese tal Thomas Shelton.
—En efecto, mi querido Idiáquez. Mejor no. Dejémoslo correr a sus anchas. —El rostro del sacerdote se iluminó con un destello de malicia—. Finalmente, quizá sea cierto que no es más que un simple alumno de Alcalá. Quién sabe. En cualquier caso, si no lo fuera no hay que olvidar que los traidores nunca trabajan solos. Siempre se ayudan de otros de su misma calaña. Sigámoslo, pues, muy de cerca. Seguramente nos llevará hasta su contacto. Éste no puede ser el cardenal, ha de ser alguien que se encuentre a mitad de camino…
—Sí, pero ¿quién?
—Si Robert Cecil no nos miente, Thomas Shelton nos puede llevar hasta el último eslabón de esta cadena.