Mesón La Espada, Madrid (España)
Miércoles, 24 de abril de 1585
El tabernero acercó el vaso con la bebida a la mesa en la que estaba Kit con aquel hombre. Hasta el dueño de La Espada se había percatado de la tensión creada entre ellos.
Al agente no le extrañó que el misterioso personaje conociera su nombre. Pero lo que no esperaba es que le sacudiera con esa respuesta tan rotunda y contundente. Su misión en Madrid solamente era conocida, supuestamente, por menos de un puñado de personas.
Miró a ambos lados buscando algo que pudiera suponer algún peligro en el local.
Solamente había en la otra esquina del salón un viejo medio ebrio que tonteaba con una mujer, y no lejos de allí un grupo de hombres jugando a las cartas. Kit no perdió los nervios ni se dejó amedrentar por su compañero de mesa. Tras meditar la respuesta, al fin se decidió a hablar.
—Sólo habéis respondido a la segunda pregunta. ¿Quién sois?
—Disculpad mi falta de cortesía. Mi nombre es Diego Martínez. Tengo entendido que mañana vais a Pastrana, acompañando al cardenal arzobispo de Toledo.
Aunque Kit no movió ni un músculo del rostro al escuchar aquella frase, el sorbo de aguardiente se le heló en los labios.
Aquel sujeto debía de conocer los movimientos de don Alonso. ¿De qué lado estaba?
—No os digo cosa nueva si os recuerdo que nada es lo que realmente parece. ¿No es así, señor Shelton? —Por primera vez, Diego Martínez sonrió—. Don Alonso es buen amigo de mi señor. Numerosas veces ha atendido sus encargos de retratos y retablos para las capillas de su familia. Ahora, por ejemplo, está trabajando en la capilla de los Vozmediano, en Santa María. Creo que allí se conocieron.
El joven asintió sin destensar ninguno de sus músculos.
—Esa capilla pertenece a la familia de la esposa de mi señor, doña Juana Coello.
—Podríais haber ido directamente al grano y os hubierais ahorrado estar siguiéndome desde tan de mañana por todo Madrid. Habríamos ganado tiempo y vuestra vida no habría corrido peligro, os lo garantizo.
—No estábamos seguros de que fuerais vos a quien buscábamos —añadió Diego sin hacer caso a la bravuconada de su interlocutor—. Las cosas no están como para ir cometiendo errores, dejando el camino abierto para nuestros adversarios.
A Kit le hizo gracia que el hombre que a punto estuvo de exhalar el último suspiro bajo el tajo de su acero ahora estuviera en el mismo bando que él. Aun así, dudó.
—¿Cómo puedo saber que no me estáis tendiendo una trampa?
—Mi señor estaría muy agradecido de que pudierais ayudarle.
—¿Quién es vuestro señor? —La pregunta no se hizo esperar.
—Don Antonio Pérez, antiguo secretario de Su Majestad.
—¿El traidor que robó documentos al rey Felipe?
El comentario no fue del agrado de Diego Martínez.
—Su Sagrada Católica y Real Majestad aún tiene que saldar muchas cuentas con su pueblo. Don Antonio no tiene nada que ver con ello. Esas cartas están en poder de mi señor. A eso nadie le puede llamar traición sino…, tutela de documentos. —Diego pareció medir sus palabras hasta el extremo.
—¿Por qué no viene él mismo a pedirme ese favor tan especial?
—No seáis ingenuo. Don Antonio se encuentra en cautiverio en el castillo de Turégano, en Segovia. Está a muchas leguas de aquí. Eso es imposible. Doy gracias a Dios de que yo mismo no esté en prisión, cosa que si no me doy prisa seguramente no tardará en producirse.
El inglés hizo un gesto al mesonero para que trajera más aguardiente. El hombre se acercó con una jarra en la mano derecha y un trapo en la otra. Sonrió al joven, a quien recordaba como uno de sus nuevos huéspedes. Llenó los dos vasos y una vez solos, Diego prosiguió:
—Como le he dicho, señor Shelton, no tenemos mucho tiempo. Es deseo de don Antonio que llevéis estas cartas a la princesa de Éboli.
Diego levantó el sombrero que había a su lado sobre la mesa, dejando ver el legajo que ocultaba.
—¿Y qué gano yo con todo esto?
La pregunta del inglés fue rápida y directa.
—No os engañéis. La princesa y don Antonio os gratificarán generosamente. La información que está en su poder y los contactos que aún conservan pueden ser de gran valor para la peligrosa empresa que os ha traído hasta Madrid. Vos queréis nombres y ellos os los darán. Mi señor teme por su vida, no tiene mucho tiempo y os pide encarecidamente vuestra ayuda. Seréis recompensado como os merecéis.
Kit observaba distraídamente al grupo de hombres que ahora discutían lances del juego en otro extremo del mesón. Hubo unos segundos de silencio que a Diego Martínez acabaron por aclararle las ideas sobre los posibles miedos que veía en el joven.
—Ya veo. Teme al cardenal, ¿no es así? Si es por eso, no se preocupe. No puedo decirle que sea uno de los nuestros porque mentiría, pero le aseguro que deja trabajar y que no se mete en problemas de terceros. Siente una gran admiración por la princesa y es capaz de cualquier cosa por agradarla. Precisamente el llevarle el retrato del taller de don Alonso es una buena prueba de ello. Siempre reconoció y consintió su… amistad con mi señor, don Antonio. Si en esta ocasión vos le lleváis este legajo, estad seguro de que os ganaréis la amistad de la princesa y el afecto del cardenal.
—Si es así, ¿entonces por qué no las lleva él mismo?
La pregunta de Kit parecía, una vez más, ingenua y de respuesta previsible.
—Os acabo de decir que el cardenal es una persona que aunque deje actuar, es absolutamente neutral. —Don Diego empezaba a impacientarse ante la postura adoptada por su interlocutor—. No puede ayudarnos en nada en lo que respecta a nuestro rey Felipe. Sería incapaz de mover una pieza del tablero para desestabilizar a Su Majestad. Sin embargo, vos sí.
El hombre de negro dijo las últimas palabras clavando su mirada en los ojos de Kit y señalando al joven con su mano enguantada.
El agente no necesitó meditar la decisión que debía tomar. No había tiempo para más y, al menos, eso era mejor que nada. Se trataba de un gran e inesperado paso en su primera campaña en España.
—¿Qué he de hacer entonces?
Diego Martínez sonrió en señal de alivio y satisfacción.
—Vos seréis un simple correo. La princesa no recibe visitas que no estén relacionadas con su propia familia o sus más íntimos. Casi puede considerarse al cardenal como si fuera de la familia. Además es uno de los hombres más influyentes del reino. Pasaréis totalmente inadvertido ante los ojos de Pedro Palomino, gestor de los bienes de la princesa y su verdadero carcelero.
—Me consta la importancia del cardenal, aunque de ser así no entiendo la situación actual de la princesa.
Diego Martínez hizo caso omiso del reiterativo comentario y siguió desglosando su propuesta.
—Contad con valiosa información para vuestro proyecto, señor Shelton. Yo os podría narrar infinidad de chismorreos sobre lo que se dice aquí y allá de las intenciones de nuestro rey en Europa. Del cómo y el porqué actuar de una manera o de otra. Pero don Antonio cuenta con los documentos que demuestran la existencia de esa trama contra Inglaterra. La conspiración que, me consta, habéis venido a buscar a España.
—Todo el mundo sabe que desde hace años Felipe quiere invadir Inglaterra para hacerse con su trono. —El agente se mostró sobrado desviando la mirada de Diego hacia una de las paredes de local—. Lo intentó de buena gana probando a casarse con la reina Isabel, pero cuando ésta lo rechazó, el propósito de la invasión se hizo público. Eso lo conocen hasta los mendigos.
—Sí, y vos también sabéis que la invasión es muy costosa. Eso también lo sabe todo el mundo. Lo que no se sabe es que antes intentarán otra operación. Más económica y efectiva. Algo que seguramente no le agradará a la cabeza de la reina Isabel. Ahora vos decidís si os interesa llevar estas cartas o no.
Aquello sí era novedoso. Walsingham y Faunt se lo habían comentado como una posibilidad. Pero nunca antes lo había oído de boca de un español con buenos contactos y de una forma tan directa. ¿A qué se refería con esa «otra operación»? Debía darse prisa si quería sacar algo en claro.
Miró las cartas bajo el sombrero de Diego Martínez y dudó durante unos segundos.
—¿Estáis hablando de que España se quiere hacer con el trono inglés por medio de un simple complot contra la reina? —añadió bajando la voz—. ¿Cómo sé que decís la verdad y no es más que una fanfarronada de taberna?
—No tenéis nada que temer, amigo mío. Reconozco que mis palabras no tienen ningún respaldo y que pueden sonar a broma como vos decís, pero os ruego que seáis paciente y confiéis en mí. La propia princesa al ver las cartas de mi señor os confirmará su autenticidad y os dará una nueva clave de lo que acabo de deciros. El riesgo es mínimo y, en cambio, la compensación podría aseguraros un exitoso retorno al seno de los Walsingham. En este juego contáis con todos los naipes ganadores. Y lo más importante de todo, con nuestra discreción e interés en que la empresa salga adelante con éxito.
Diego Martínez dejó el vaso vacío a un lado. Kit levantó el sombrero de su acompañante y tomó el lote de cartas. Todas estaban selladas con la misma divisa. El lacre reproducía el dibujo de un enigmático laberinto roto por multitud de partes en cuyo centro podía verse la figura de un centauro. Sobre él se leía el texto latino Usque ad bue.
—¿«Hasta aquí»? Curiosa leyenda para un misterioso sello. Está bien.
No hubo más comentario por parte de Kit. Las colocó discretamente bajo su gorro, junto al puñal. Satisfecho, Diego Martínez se levantó presto para marcharse.
—Nos encontraremos entonces al regreso de Pastrana. No os arrepentiréis, señor Shelton. Estamos en deuda con vos. Don Antonio sabrá agradecéroslo. De momento quizá necesitéis esto para el viaje.
Diego le dejó una bolsa repleta de monedas. Se acercó al mesonero, pagó las bebidas y abandonó el mesón mientras se encajaba con esmero la capa y el sombrero.
Kit se quedó pensando unos minutos en lo que acababa de hacer a la luz de la lámpara. Guardó el dinero a buen recaudo bajo el jubón y subió a su cuarto para descansar y preparar el viaje que al día siguiente lo iba a llevar a la Alcarria.
Hechas las tareas y tumbado en la cama, sacó uno de los documentos que le acababa de entregar Diego Martínez. Observó con detalle el precioso dibujo del lacre. Un centauro en un laberinto. A nada que conociera de la historia de Antonio Pérez, sabía perfectamente que pocos emblemas habrían definido en mejor medida la situación del antiguo secretario, conocedor de secretos en un verdadero laberinto de pasiones humanas y políticas. Secretos que, según Diego Martínez, aún poseía y que con arreglo a lo pactado pasarían a su poder en poco tiempo, al regreso de Pastrana.
Sonrió al pensar que, de alguna forma, aquella historia le había convertido en una especie de Teseo. Había cruzado la puerta de entrada al Laberinto aferrado a un invisible hilo de Ariadna que en cualquier momento podía romperse dejándolo en medio de un dédalo imprevisible. Pero no quiso pensarlo. Dejó las cartas en una bolsa y fijó la vista en el libro que había sobre la mesa. Se incorporó para cogerlo. Era la Historia del Gran Tamerlán que le había obsequiado tan amablemente el sacerdote dominico en su viaje a Laredo.
Entre las primeras páginas del libro, Kit rescató la hoja con las líneas que ya había escrito de su nuevo trabajo inspirado en aquel itinerario de Ruy González de Clavijo. Leyó lo que había copiado y, tomando la pluma y la tinta que nunca dejaba más allá de la mesilla junto a la cama, corrigió algunos versos y escribió otros nuevos. Acto a acto y escena a escena, fue avanzando en su historia del Gran Tamerlán, evadiéndose en cierto modo de toda la realidad que por momentos lo asfixiaba entre las cuatro paredes de aquella habitación.
Después de llenar de versos, tachones y enmiendas varios pliegos, el cansancio fue más fuerte y se quedó dormido escuchando el bullicio de las gentes y los carros mercadeando junto a la Puerta del Sol.