Palacio Real de Madrid (España)
Miércoles, 24 de abril de 1585
A primera hora del día, el sonido de una carrera por el patio del rey en el Palacio Real rompió la tranquilidad de la mañana. Bajo los soportales de la arquería, unos zapatos golpeaban rítmicamente el húmedo enlosado del suelo en dirección a una de las escaleras. Por la noche había llovido copiosamente y el piso estaba brillante y resbaladizo.
El sonido desapareció para comenzar a oírse instantes después en el fondo del pasillo de las oficinas del palacio.
A escasos pasos de la puerta de su despacho, el secretario Mateo Vázquez percibió que las zancadas habían ralentizado su ritmo desenfrenado. Se habían convertido en pasos simples y pausados.
Vázquez notó cómo se detenían frente a su puerta. Luego llegó el murmullo con el guardián de la entrada.
Mateo Vázquez, secretario del rey Felipe II, vestía totalmente de negro. Este sacerdote llevaba años al servicio del soberano, para muchos madrileños él era el causante de que su rival en la política, don Antonio Pérez, fuera relevado de su puesto, acusado de asesinar al secretario de don Juan de Austria, Juan de Escobedo.
Era un hombre sin escrúpulos que a sus cuarenta y tres años, y a pesar de su naturaleza sacerdotal, en poco tiempo se había hecho con un nutrido grupo de enemigos y rivales en la Corte, circunstancia que compensaba con una impecable dedicación a la política del monarca.
Dejó momentáneamente su tarea y dirigió la mirada hacia la puerta de su despacho. Su intuición no lo defraudó y un instante después se abrió dejando pasar a un correo escoltado por un guarda. El joven apenas podía articular palabra por la fatiga.
—S…, señor… —acertó a decir al fin inclinando tanto el espinazo que casi toca el suelo con la frente.
Vázquez agradeció el gesto y se levantó para ir junto a él.
—No se ahogue, muchacho. De poco me valdría un correo muerto.
En ocasiones el secretario mostraba aquellos contrastes de aparente y fingida buena voluntad para con sus súbditos. Con una señal de su mano, ordenó al guarda que le sirviera un poco de agua al recién llegado. El alguacil asomó la cabeza al pasillo y al instante entró en el despacho un camarero que ofreció con rapidez un vaso de agua.
El mensajero lo bebió en un santiamén. Incrédulo con aquella esponja humana, el camarero volvió a llenar el vaso con agua fresca de la jarra de barro, repitiéndose el milagro. A la tercera vez el secretario frenó aquel drenaje.
—Bueno, bueno, ya está bien…, que vas a acabar con el Manzanares. —Mateo Vázquez cambió de gesto y volvió a ser el habitual secretario sin escrúpulos—. Imagino que no habrás venido hasta aquí a primera hora de la mañana para beber agua fresca, ¿o me equivoco?
El secretario había regresado a su mesa sentándose en el borde, cruzando los brazos y mostrando una mueca hosca.
—Lo…, lo siento, señor.
El joven se disculpó dejando al instante el vaso en la bandeja del camarero. Hizo un amago de secarse la boca con la manga pero no le pareció oportuno hacerlo ante el secretario, por lo que, con los labios aún mojados, echó mano de la bolsa de cuero que pendía junto a su cinturón.
1) e entre el montón de papeles y cartas que llevaba, sacó una.
Tras confirmar el destino, se la entregó a Vázquez. Acto seguido volvió a doblar el espinazo y caminó hasta la salida. Junto a él desapareció también el camarero.
Su marcha fue inadvertida por el secretario. Se había quedado solo en el despacho concentrando todos sus instintos en la carta. No tenía remitente, detalle que no le sorprendió. Se imaginaba quién podría estar detrás de tanto misterio.
Se acercó a la ventana que daba al patio y leyó su propio nombre completo sobre el papel: «Mateo Vázquez de Leca».
El remitente de aquella enigmática misiva pretendía estar bien seguro de que llegaba a su destino y que no se perdía por el camino en alguna confusión de nombres.
Rompió el sello con cuidado y leyó. Por un lado estaba la misiva cifrada y por el otro, la transcripción realizada en la oficina del servicio secreto.
En el encabezamiento se podía leer «Muy Ilustre Señor», y estaba seguido de un corto mensaje de apenas cinco líneas. Después de leerlo, levantó la mirada y esbozando una sonrisa cínica, observó distraído por la ventana cómo el mensajero en aquel momento volvía a cruzar el claustro en dirección opuesta, hacia la salida del palacio.
El ruido de la puerta al cerrarse le sacó de sus pensamientos. Vázquez se giró y observó la silueta de Juan de Idiáquez. Los dos secretarios se miraron en silencio. Vázquez no hizo ningún gesto para ocultar el importante documento que acababa de recibir. Luciendo su habitual sonrisa falsa se acercó al político vasco.
—¿Os han subido ya el billete que llegó con vuestro nombre esta misma mañana?
El religioso le entregó la carta en señal de afirmación.
Idiáquez tomó el papel sin separar la mirada del secretario.
—¿Sabéis quién lo envía? —preguntó Idiáquez.
—¿No lo sabéis vos? Vaya oficina de agentes que dirigís, Idiáquez. Está más que claro.
El secretario volvió a leer el corto mensaje prestando más atención a cualquier pequeño detalle.
—¿Cecil? ¿Robert Cecil? —dijo devolviéndole la carta a su dueño.
—¿Quién si no? Ese jorobado es capaz de vender a su madre por un puesto junto a su reina, ya sea la zorra de Isabel, María Estuardo o la puta que las parió. Seguramente el Christopher Marlowe que aquí menciona trabaja para el servicio de Walsingham.
—Algunos de nuestros espías han detectado ciertos movimientos de reclutamiento en los colegios universitarios de Inglaterra —añadió Idiáquez—. Incluso contamos con dos agentes dobles que nos ponen al día de todo lo que sucede en el servicio de Walsingham. Robert Cecil, contraviniendo normas de su padre, suele meter las narices en donde no le llaman para generar ambientes viciosos en su familia rival. No me cabe la menor duda de que esta carta no pretende más que eso. Ponernos en alerta para ver si le hacemos un favor y cazar por él a este nuevo agente. ¿Y ahora qué vais a hacer? ¿Creéis que sospechan algo de nuestros propósitos?
—Seguramente así es. Pero no sabemos a qué ha venido este nuevo agente y, sobre todo, desconocemos si realmente lo es. No se puede hacer nada. Hemos de proceder con sumo cuidado. Me tranquiliza el hecho de que nuestro plan es aun solamente un simple bosquejo. Por mucho que descubrieran, solamente podrían dar con el nombre de los cabecillas, no con las personas que lo van a ejecutar…, si es que finalmente se lleva a cabo.
Mateo Vázquez se revolvió diciendo las últimas palabras, levantando las manos con bruscos aspavientos.
—Llevamos años detrás de ello —añadió furioso— y Felipe se obstina en tener una paciencia con nuestros enemigos que lo único que hace es desarmarnos a cada día que pasa, engrandeciéndolos a ellos. En un sentido o en otro, sean cuales sean nuestras intenciones y movamos la pieza que movamos, un error podría alertarles de la certeza de sus sospechas. Porque, de eso no me cabe la menor duda, las albergan. Este tipo de mensajes lo único que hace es colocar la miel en los labios para luego arrebatártela de un manotazo. De nada nos sirve conocer que un tal… —Vázquez buscó el nombre en el papel— Christopher… Marlowe está en Madrid, cosa que ni siquiera es segura.
El secretario arrojó la carta sobre la mesa y se acercó a su sillón para sentarse.
—¿Y si se trata de una trampa? —Idiáquez se aproximó a una de las sillas del despacho e imitó a su compañero—. No es la primera vez que un mensaje de este tipo nos hace levantar ingenuamente los naipes para que nuestro contrincante nos descubra la jugada. En cualquier caso, deberíais dar aviso para que registraran las entradas de ingleses o irlandeses en la villa en la última semana.
Idiáquez volvió a coger el billete y estudió con detenimiento el sello que lacraba el papel. Sobre él no había señal alguna de escudo o divisa.
—Muy astuto este misterioso Robert Cecil —añadió el político vasco—. A veces creo que no se merece el dinero que se le paga. De todas formas, debemos estar alerta. Habrá que jugar sin llegar a descubrir todas nuestras bazas. No creo que hayan sido muchos los ingleses que han entrado en Madrid en los últimos días. Es más, si contamos con algún sospechoso que entre a partir de ahora, podemos seguirlo hasta que se deje ver. Mateo, no olvidemos que al igual que nosotros contamos con agentes propios allí, también los hay aquí.
Juan de Idiáquez se levantó de la silla alejándose hacia la puerta del despacho. Se detuvo un instante y con la mano en la barbilla reflexionó.
—Ya me diréis qué es lo que hacéis y en qué queda todo este asunto, pero os aconsejo que no llegue a oídos de Su Majestad —dijo en tono preventivo—. El nerviosismo podría hacer que se precipitase y moviese una pieza en falso. Aún quedan muchos meses de trabajo para finalizar la construcción de una flota sólida. Si se pusiera nervioso sería capaz de enviarnos a la destrucción segura con el armamento que tenemos ahora. No quiero ni pensarlo…
Idiáquez abrió la puerta. Antes de salir se dirigió por última vez a su compañero.
—«Christopher Marlowe». No suena mal, me gusta. Si fuera escritor, lo utilizaría a modo de seudónimo. «Christopher Marlowe», sí, decididamente, me gusta cómo suena.
—Idiáquez, os prometo que si acabáis con él os regalaré su nombre, su espada y sus calzones. Que no os quepa la menor duda. Aunque no creo que viaje llamándose de esa forma. Es más, seguramente ese nombre sea también falso y no exista. Un… seudónimo de ésos, como vos decís. Demasiada musicalidad en un nombre como para ser cierto, ¿no creéis?
Idiáquez le devolvió la sonrisa y cerró la puerta tras él.
Mateo Vázquez se quedó solo ante su mesa de trabajo.
—Christopher Marlowe… —repitió en alto deteniéndose en su musicalidad.
Tomó de nuevo la carta y, acercándola a la llama de un candil que brillaba en el extremo del tablero, la quemó.