Iglesia de Santa María de la Almudena,
Madrid (España)
Martes, 23 de abril de 1585
Algo había oído de la austeridad de las construcciones religiosas de la villa de Madrid, pero hasta que no cruzó el pórtico de la iglesia de Santa María, Marlowe no descubrió cuán triste era. Acostumbrados a las esbeltas arquerías y fachadas de la catedral de su Canterbury natal, sus ojos no alcanzaban a comprender que aquel pobre edificio pudiera considerarse el más importante de la capital de las Españas. Incluso las modestas construcciones de San Bene’t y San Botolph, junto al Corpus Christi de Cambridge, parecían templos gigantes en comparación con este de Santa María de la Almudena.
Los habitantes de Madrid se justificaban diciendo que había sido levantada sobre los restos de un antiguo santuario romano dedicado a Júpiter. Su conversión a la verdadera fe se debía a san Calocero, un discípulo del apóstol Santiago que a su paso por España fue dejando aquí y allá improntas de su piadosa huella. Pero ellos mismos sabían que tal afirmación, como aquella otra que defendía su antigüedad retrasándola a las invasiones de los bárbaros, no era más que una burda coletilla para defender lo indefendible, que Madrid no tenía una gran iglesia catedral digna de su calidad y virtud.
No había más que dar una vuelta a su alrededor para descubrirlo.
El agente no había tardado en encontrar la iglesia ayudándose del plano que le había entregado su amigo Faunt pocos días antes. Sin embargo, en el dibujo no se mostraba la modestia del templo.
No lejos del pórtico de tres sencillos arcos que servía de entrada, abierto sobre la llamada calle de la Almudena, se levantaban al norte las casas de los duques de Pastrana, en una vía tan estrecha que apenas cabía un carro con dos mulas. En el lado contrario, en la llamada Puerta de Reyes, abierta a la plazuela de Santa María, estaba la entrada de los monarcas españoles, acceso más cómodo ya que su palacio se encontraba a poca distancia de esta portada real.
Las capillas adosadas recientemente al edificio original, como la de los Vozmediano, eran, si cabe, más suntuosas que la propia iglesia. Fueron levantadas en buena piedra de sillería, más nobles en cualquier caso que los menesterosos lienzos de ladrillo que servían de paredes al templo.
Observó con detalle todos estos aspectos en la arquitectura del edificio. Intentaba ver en él algunas de las características que de memoria podía recordar de las iglesias inglesas. Y desde luego no había por dónde comparar.
El agente subió la escalinata de la calle y cruzó aquel sobrio pórtico evitando como pudo el gran número de mendigos y pordioseros que poblaban la entrada, verdadera lacra de la villa. Se quitó el gorro de fieltro, comprado por unos pocos maravedíes, que dicen en España, a un artesano no lejos de la ciudad de León y guardó silencio.
Entró sin separarse del hatillo de cuero. Estaba oscuro como la boca de un lobo. Unos modestos candiles de hojalata iluminaban parcialmente el interior, haciéndolo, si cabe, más tenebroso.
Miró las paredes y, al contrario que en las iglesias de su país, las vidrieras y los grandes vanos brillaban por su ausencia, haciendo obligado, pues, el uso de esas lámparas que todo lo ennegrecían y ensuciaban.
La fábrica de la supuesta catedral estaba formada por tres naves separadas por dos hileras de cinco columnas, todo el conjunto miraba hacia oriente, es decir, la diestra según se entraba en el templo desde la calle de la Almudena.
Justo frente a la puerta estaba el lugar en donde la documentación entregada por Faunt le decía que debía esperar.
La capilla de Juan de Vozmediano, levantada junto a la torre ile ladrillo que se alzaba sobre los tejados de Santa María, era uno de los pocos lugares que podrían salvarse de todo el lugar. Erigida en el lado del evangelio, menos austera en su construcción, su diseño y elegancia la convertían en noble enterramiento ile los ricos personajes que allí descansaban. Las ventanas que cubrían su estructura ochavada casi daban más luz que el resto de los candiles juntos de toda la iglesia.
A aquella hora de la mañana, rondando el mediodía, no había oficios en el lugar. Era, pues, un sitio tranquilo y quieto.
Caminó unos pasos hacia el interior de la nave central y se detuvo en un banco de madera para descansar y contemplar con detenimiento la vida y el arte de aquel sitio. No lejos de él, la verja de hierro que cerraba la capilla de Juan de Vozmediano fue abierta por un grupo de hombres. Cargaban la pesada imagen de un santo, dirigidos por alguien que parecía ser el jefe de los artesanos o el propio escultor.
Los miró con curiosidad. ¿Qué pretendían hacer con aquella hermosa escultura?
La talla fue depositada con cuidado en un nicho abierto, junto al arco de medio punto que servía de entrada a la capilla. El santo I orinaba parte de un pequeño retablo que se descubría incompleto sobre la pared más oriental de la capilla, dando la espalda al altar mayor de la iglesia.
Uno de los porteadores midió, ayudándose de su brazo, la abertura del nicho cotejando su resultado con la anchura de la talla. Brazos en jarras, miró con preocupación el espacio. Su rostro reflejaba un gesto de frustración.
La medida no parecía ser la que él esperaba, por lo que pitando con los dedos de la mano derecha llamó la atención de su superior.
—Don Alonso, sigue sobrando una cuarta por este lado.
El maestro se acercó. Observó guardando silencio y, rascándose la poblada barba, reflexionó durante unos instantes. Miró la escultura y después el nicho vacío de la pared de piedra. Repitió el gesto, una y otra vez mientras los aprendices se miraban entre sí, extrañados ante aquella situación rocambolesca.
—En efecto, sigue sobrando una cuarta —dijo el hombre al fin—. Hoy parece que no es nuestro día. Lo mejor será dejarlo para mañana. Entonces, con la ayuda de Dios, decidiremos qué hacer con el retablo, que no es mala cosa.
Los aprendices se miraron extrañados y, encogiéndose de hombros, abandonaron la capilla en dirección al altar mayor dejando a su maestro acompañado del santo, quien tampoco parecía dejar de mirarle sorprendido.
—Sobra una cuarta, sobra una cuarta. ¿Qué sabrán estos mentecatos de artes y otros menesteres? Las medidas están correctas. Son iguales a las del contrato que firmé. En la carta están bien expresadas. Yo no tengo la culpa de que estos majaderos midan mal y hagan peor las cosas.
Divertido, Kit seguía esperando mientras permanecía como un testigo mudo de aquella escena. Seguía sentado cerca de la verja de la capilla, alerta a lo que ocurriera a su alrededor. Con la espalda rozaba el respaldo del banco confirmando que su inseparable cuchillo seguía donde debía estar. Mientras, continuó escuchando el soliloquio de aquel curioso hombre.
—Escultura, escultura… ¡Pamplinas! Yo no soy escultor. Ninguna de estas tallas se acerca ni en belleza ni en perfección a cualquiera de mis óleos de pincel. Pero, claro, cualquiera le dice que no a Su Ilustrísima. ¿No lo creéis así vos?
El hombre se detuvo y con los brazos levantados sorprendió a Kit con aquella pregunta.
—No conozco a Su Ilustrísima —respondió sin saber qué decir.
—Eso es lo de menos. ¿Habéis oído hablar del maestro Leonardo, al que llaman el Divino?
El agente movió la cabeza reconociendo su ignorancia.
—¿Rafael Sanzio? —añadió el artista, mientras Kit se limitaba a repetir el gesto—. ¿Quizás a su maestro Perugino? —Más de lo mismo—. No me puedo creer que no hayáis oído elogios de Fra Angélico. Hasta nuestro rey cuenta con algunas de sus tablas en palacio.
—Yo prefiero escribir —reconoció llevando el desafío a su terreno—, Ovidio, Séneca, Lucano… ¿Habéis leído algo de ellos?
—Lo siento, pero de mi lengua lo justo, y de latín y griego también lo imprescindible para saber que son lenguas de las que no comprendo nada. Pero he de reconocer que escribir…, no es mala cosa. No, no lo es…
El hombre continuaba hablando mientras intentaba anclar la imagen en el retablo. Pero era evidente a una legua de distancia que, como ya habían avisado los aprendices, sobraba, como poco, una cuarta.
—A veces he ido a ver las representaciones que se hacen en el Corral del Príncipe o en Santa Cruz y he de reconocer que el trabajo de don Lope de Rueda… ¿Habéis asistido vos en alguna ocasión al teatro? —El maestro abandonó momentáneamente la tarea para secarse el sudor que le corría por la frente con la manga de su camisa y mirarle.
—No, no he tenido esa suerte…, Llevo poco tiempo aquí, en la villa.
—Pues no perdáis oportunidad de asistir a alguna representación. Os recomiendo las de Velázquez y Juan de Ávila. Buena compañía, sí… —El maestro reanudó sin éxito sus esfuerzos por anclar la talla—. Sí, vos tenéis aspecto extranjero. ¿De dónde sois, joven? —dijo al fin.
—Me llamo Thomas Shelton y vengo de Inglaterra. Soy estudiante de Alcalá.
La Universidad de Alcalá de Henares era una de las más conocidas de España. Su cercanía a Madrid era una de las coartadas que su amigo y colega de trabajos, Nicholas Faunt, le hizo llegar través de la documentación que le había entregado la semana anterior en Laredo.
—Yo soy Alonso de Coloma y, en cualquier caso, seáis bienvenido a esta villa y Corte de Madrid. Como habréis podido intuir, vuestra merced, mi arte no es precisamente la talla de imágenes, sino la pintura. La escultura es algo que prefiero dejar para hombres más hábiles que yo, como mi buen amigo Nicolás de Vergara. Él sí que sabe hablar con la piedra y la buena madera de pino. Yo, en cambio, me defiendo con el pincel y el óleo…
Don Alonso dejó por imposible el anclaje de la imagen en el pequeño altar. Dándole la espalda al santo, entre sofocos por el esfuerzo inútil que acababa de realizar, miró las ocho paredes de la capilla.
—Sí —continuó el artista—, todas las pinturas que veis en esta sala son mías. He de reconocer que los temas son muy comunes. En todas las iglesias podemos encontrar misterios evangélicos aquí y allá, pero es lo que piden los clientes, y nuestro arte muchas veces se reduce a eso: pintar para comer…
Desconfiado, Kit miró alrededor y no vio a nadie en el templo. Se levantó del banco y se acercó adonde se encontraba don Alonso, invitado por sus gestos y comentarios.
El maestro observaba con orgullo sus últimos trabajos en la capilla de los Vozmediano. Sobre las paredes colgaban enormes cuadros en los que se podían ver diferentes escenas de la vida de Jesús, protagonizadas por figuras esbeltas a la vez que musculosas, cubiertas con gruesos paños recorridos por un millar de pliegues que daban volumen al lienzo. Todo estaba envuelto en un haz de luz tenebrosa. No debían de llevar mucho tiempo allí. Sus colores, al contrario de otras pinturas de Santa María, eran aún muy vivos y estaban todavía lejos de adquirir el tono sombrío que mostraban debido a los humos de los candiles y los humores de los que allí paseaban y oraban.
—¿Y sólo hacéis pintura religiosa? —preguntó Kit en un intento de alargar aquella conversación. El tema realmente nunca le había atraído. Sobre él podía admitir sin rubor su más absoluta ignorancia.
—No, no. He de reconocer que cuento con relativo tiempo para mis propias devociones. Entonces es cuando pinto escenas de Corte, pasajes mitológicos que seguramente vuestra merced conocerá perfectamente a decir de vuestros gustos literarios, y algún que otro retrato. Me distrae, gano algunos ducados y…, no es mala cosa.
—Imagino entonces que tendréis un buen taller.
—Sí, sí…, y no está lejos de aquí. ¿Conocéis la villa, señor Shelton?
—Más bien poco. Como os he dicho, no llevo mucho tiempo aquí.
—Está en la corredera de San Pablo, a menos de media legua de aquí. Cerca de los arrabales del norte y de las fábricas de madera. Ya sé que no es el barrio de los pintores pero es mi taller… Allí trabajo ayudado por mi sobrina y, en ocasiones, por todos esos mentecatos que me han traído la talla. Si los dejaba se la volvían a llevar y recortaban una cuarta de los pliegues del santo.
El pintor volvió a mirar la imagen chasqueando con los labios. La escultura, a pesar de los comentarios de su creador, como era natural, no había cambiado un ápice la afligida expresión de su rostro.
Apoyado en la verja de hierro de la capilla, el maestro Alonso se despidió.
—Bueno, señor…
—Shelton, Thomas Shelton.
—Eso, señor Shelton. Disculpadme. Os dejo porque tengo que seguir trabajando antes de que estos necios acaben derruyendo la iglesia. Va a dar la una y tengo mucha faena pendiente.
—Ha sido realmente un placer, maestro Alonso. Espero que nos volvamos a ver.
—Claro que sí. Cómo no. Madrid no es tan grande como muchos piensan al hablar de la Corte. —El pintor no parecía irse nunca—. Viví muchos años en Italia cuando era joven. Allí sí que había ciudades grandes. Yo nací en Toledo. Pero pronto cogí mis cosas y acabé en Roma de taller en taller, de maestro en maestro, intentando aprender y formarme como lo que soy, pintor de lienzos. Pero nada de esculturas. Allí conocí la obra de los maestros que antes os he mencionado. Es un crimen que vos no hayáis oído hablar de ellos. ¿Por qué no visitáis un día mi taller? En él conservo bosquejos y trabajos de mi juventud, copias de retratos e imágenes que de allí me traje. Suelo trabajar desde el alba. No os resultará difícil encontrarme. Además podría enseñaros algunos lienzos con temas mitológicos a la última moda italiana que seguramente serán de vuestro agrado, señor Shelton.
—Así lo haré, maestro, aunque no sé cuánto tiempo más estaré en la villa.
—En cualquier caso, será un placer poderos recibir en mi taller y mostraros estos trabajos que os digo. Y no lo olvidéis, nada es lo que realmente parece. No, no lo olvidéis nunca…, que no es mala cosa.
Aquellas palabras a modo de improvisada coletilla de despedida habían helado la sangre a Kit. El maestro Alonso de Coloma abandonó la capilla de los Vozmediano en dirección al altar mayor de Santa María. Llevaba tiempo hablando con él y hasta ese momento no se había percatado de quién era.
Estaba claro. Por su inexperiencia en los trabajos en los que ahora se veía inmerso, podía cometer un error en cualquier momento que le provocara, como al santo del maestro don Alonso, hacerle sobrar una cuarta; la cuarta de acero que cualquier cuchillero de Madrid pudiera atravesarle por encima del ombligo, algo de lo que sí podría decir que era «mala cosa».
Kit volvió a salir de la capilla y se sentó de nuevo en el mismo banco de madera en el que había descansado hasta el encuentro con don Alonso. Allí no había más almas que dos ancianas postradas en una de las primeras filas.
Mirando hacia el altar mayor, Kit observó la imagen de santa María de la Almudena, enclaustrada en un estrecho camarín que rebosaba la calle por el exterior de la fábrica del edificio. De ella hablaban las gentes de Madrid alegando un origen milagroso al que había que añadir la una y mil peripecias que debió de protagonizar en la antigüedad la mencionada talla mariana, protegiendo a los habitantes de la villa de herejes, invasiones y toda suerte de desastres.
Era hora de abandonar el lugar santo y alcanzar su alojamiento. Recorrió el perímetro de la iglesia por el coro para no llamar la atención entre las sombras del templo y abrió la puerta del lado sur que daba al pórtico de entrada y a la calle de la Almudena.
En algunas losas del suelo se podían leer inscripciones en latín. Se trataba de simples lápidas romanas, muy antiguas, eso sí, pero que de ninguna forma justificaban la asimilación de aquel sitio con un remoto templo jupiterino, tal y como defendían los ignorantes habitantes de la villa de Madrid.
Una de ellas decía:
DOMITIO II LICAUGINP O MARITO CA.
Repitiendo para sí esas mismas palabras, Kit caminó en dirección a la calle Mayor. No lejos de allí se encontraba lo que había tomado como alojamiento provisional.
Al cerrar tras de sí la puerta de la iglesia y caminar unos pasos en dirección a la salida, Kit se percató de que algo extraño sucedía a sus espaldas. A pesar de que no había visto alma alguna en el interior, salvo las dos viejas de las primeras filas, la puerta se volvió a abrir. Tras ella apareció la figura de un hombre alto, de buen porte y embozado en un traje totalmente negro. Ajustó la cazoleta de la espada en su tahalí, se acomodó su sombrero emplumado y, sin ninguna prisa, comenzó a caminar entre el bullicio de los puestos callejeros siguiendo sin perder de vista un instante el rastro del joven agente.
Kit no le dio mayor importancia y se dejó seguir. A no ser que fuera necesario no intervendría. Aquel hombre podía sentirse afortunado por conservar la vida.