Capítulo 3

Chislehurst, Kent (Inglaterra)

Jueves, 28 de febrero de 1585

Al día siguiente, durante la tarde, el paisaje se había tornado de un verde brillante. Todo olía a hierba y a frescor. Dejaron atrás el oscuro aspecto de la lluvia de la mañana y el sol intentaba asomarse en lo alto del cielo.

El viaje había transcurrido con total normalidad. Tuvieron incluso tiempo de hacer un par de paradas para cambiar de caballos y descansar durante el camino.

La noche anterior habían llegado a la zona norte de Londres y tras pernoctar allí, a eso del mediodía del jueves, después de que Ingram Frizer aprovechara la ocasión para arreglar ciertas transacciones de las que no dio explicación a Kit, el coche reanudó el viaje una vez más en dirección sur, atravesando la localidad de Greenwich.

Durante el último tramo del trayecto hacia un destino desconocido, Kit tuvo tiempo de pensar por enésima vez en la azarosa suerte que lo había acompañado en las últimas horas. A pesar de llevar una vida solitaria en el Corpus Christi no olvidaba a su familia de Canterbury. Intentaba imaginar la cara que pondrían sus hermanas o el pequeño Thomas si supieran en qué se había metido. Cuando todavía le recorría cierto remordimiento por la rapidez y lo osada que le parecía la decisión que había tomado, el joven se preguntaba qué pensaría su madre, Katherine, si le contara lo que le estaba pasando. En cambio, estaba seguro de que su padre, John, aprobaría su juicio espetándole a la madre que no se preocupara, que ya era un hombre hecho y derecho y que sabía perfectamente los vericuetos y andanzas en que podía meterse. Además, confiaba en el dinero que podría reportarle tal negocio y la ayuda que podría prestarles desde ese momento, dejando atrás la mala fortuna que en ocasiones les había obligado a cambiar de casa por no poder pagar el arriendo. Nada de eso volvería a suceder.

Pero su destino empezaba a ir ligado a una premisa de la que no podría zafarse nunca: el silencio. ¿Qué importancia podría tener que su familia lo supiera? Seguramente les acarrearía más problemas que ventajas. ¿Qué iba a saber un joven de poco más de veinte años cuyo destino se le presentaba de tan ambigua manera?

En el fondo se consideraba una persona afortunada. No sin tristeza por la familia que dejaba atrás, pudo salir de aquella miseria gracias a la colaboración de sir Roger Manwood, un noble de Kent para quien trabajaba su padre como zapatero, y que se fijó en él como un chico inteligente y aplicado para la escuela. Seguramente sir Roger Manwood pensó que era un desperdicio imperdonable que un joven como él permaneciera por más tiempo en la zapatería de su padre. Por ello, hizo todo lo posible para que lo aceptaran con quince años en el King’s School de Canterbury. Kit todavía recordaba a aquel hombre firme y fuerte, de mirada penetrante e inquisitiva, luciendo su capa, los guantes asidos con la mano derecha y la magnífica cadena de oro con varias «S» entrelazadas entre gruesos eslabones también de oro que corrían bajo los hombros del manto.

De vuelta a la realidad, Frizer continuaba igual de mudo que durante el resto del viaje. Solamente había abierto la boca para comunicarle la llegada de las paradas y el descanso, así como el momento de reanudación del viaje. Sin embargo, el joven agente no perdía de vista uno solo de los gestos que hacía Kit, ensimismado en sus pensamientos. En esta ocasión se debió de percatar de la suave sonrisa que le hacía brillar el rostro, sumido ya entonces en una nube de recuerdos que iba desplegando a cada vuelta de rueda sobre el verde paisaje que se abría al sur de Londres.

No recordaba cuánto tiempo había pasado desde la salida de la biblioteca del colegio la tarde anterior, pero no transcurrió mucho más desde que regresó a la presencia de Frizer y el coche.

Los caballos giraron repentinamente para pasar por debajo de un gran arco de piedra que se abría junto al lado derecho del camino. Su acompañante hizo un amago de cambiar la postura y aferró con su mano derecha el sombrero de fieltro que había dejado sobre su asiento. Kit dedujo entonces que habían llegado a su destino.

Había comenzado a lloviznar de nuevo hacía pocos minutos y a pesar de que el sol ya estaba comenzando a ponerse, aún había luz suficiente para ver el frondoso jardín que se abría frente a la fachada de una gran casa. Tras cruzar un estrecho puente de madera, el joven estudiante descubrió que a ambos lados del camino se levantaban pies de bronce con lámparas. Las teas empezaban a arder gracias al fuego que un mozo del servicio traía en un caldero con brasas. Rica casa, por cierto, a juzgar por lo ostentoso de su fachada, que pudo estudiar con detalle a medida que se acercaban a ella.

La mansión, que debía de tener más de doscientos años de antigüedad, estaba protegida por un profundo foso. Parecía tratarse de un lago. Su anchura era enorme. Sin embargo, como pudo descubrir después, en realidad se trataba de una obra mandada realizar por los dueños de la casa, de suerte que la vivienda quedaba encerrada en una enorme isla inexpugnable.

Todo a su alrededor estaba cubierto de bosques y prados. No lejos de allí descubrió un huerto con manzanos; frutos que en tres meses harían las delicias de los habitantes.

La casa en sí, al igual que las construcciones tradicionales de la zona, estaba levantada con piedra y madera. La fachada estaba repleta de grandes ventanales. Aquello parecía más el palacio de cristal de un mago que la vivienda de un hombre adinerado; por ello era evidente que en una villa de tal excelencia tendría que vivir alguien de esa condición.

El coche se había detenido al pie del camino de piedra que daba a la puerta. Sin embargo, Kit no hizo ningún movimiento por temor a errar en su proceder. No reaccionó hasta que vio a Ingram Frizer hacer lo propio y abandonar el carruaje por una de las puertas. Lo siguió con apremio. Cuando quiso darse cuenta, el muchacho ya había alcanzado la entrada y el coche abandonaba el patio, seguramente en dirección a las cocheras.

Frizer lo esperaba frente a la enorme puerta de madera, mientras él se abotonaba la capa lo más rápido que podía.

Cuando llegó a la entrada, el portón ya había sido abierto. Sobre él, una enorme piedra decorada con motivos de hojarasca hacía de dintel, otorgando al lugar cierto aire de lujo y sobriedad al mismo tiempo.

Le resultaba terriblemente extraño que un desconocido, al menos para él, invitara a un advenedizo a su residencia haciéndole, además, entrar a ella por la puerta principal y dejando para otra ocasión la costumbre de las entradas de servicio tan usadas por amantes y tramposos. Sintiéndose halagado, no le dio más importancia y se dejó arrobar por la belleza de la decoración de la gran estancia que a modo de recibidor se abría al comienzo de la casa.

El joven estudiante se encontraba a gusto. En otras circunstancias ya habría puesto la mano en el mango de su puñal. Pero en esta ocasión, sin saber por qué, todo parecía estar bajo control.

Frente a él había un coro con balaustrada, todo fabricado en madera ricamente trabajada y decorada. A la izquierda del salón, cuya cubierta estaba formada por una techumbre a dos aguas, sobre una puerta de roble y cubriendo la pared, había cuatro cuadros en los que se podía ver el retrato de las que imaginó personas importantes de la familia. En el lado contrario, sucedía lo mismo pero con dos formidables tapices flamencos que alcanzaban casi hasta el entarimado del suelo.

Aunque la luz macilenta que descendía generosa de la lámpara colgada del techo no era la más idónea para disfrutar de los detalles de aquel cartón, a simple vista parecía que los tapices estaban decorados con motivos militares.

En un momento descubrió que se había quedado solo en aquel gran recibidor. Frizer había desaparecido y únicamente pudo ver un sirviente que permanecía hierático, esperando, seguro, alguna orden para acompañarlo hacia otra estancia de la residencia. Efectivamente, a los pocos segundos el muchacho se le acercó y con un mayestático «acompañadme, señor» dio media vuelta atravesando la puerta de roble que se abría en la pared del fondo, la que estaba enmarcada por los tapices.

Solamente entonces se dio cuenta del lugar en donde se encontraba. Sobre la entrada pendía una divisa de madera cubierta de pan de oro. En ella, protegida por la cabeza de un feroz tigre con una corona ducal al cuello, podía verse el escudo de una cruz ajedrezada. Eran las armas de la familia Walsingham.

Consternado por el descubrimiento que acababa de realizar y con el corazón latiéndole en el pecho a un ritmo infernal, el joven estudiante decidió no despegarse del sirviente y seguir al pie de la letra cada una de las instrucciones que tuviera a bien transmitirle.

Al atravesar la puerta, el muchacho cogió de una mesita que había junto a la entrada una lámpara con un velón. Lo encendió en una de las teas que ardían cerca y comenzó a andar por un pasillo con paredes desnudas, protegiendo la llama con su mano. Solo se veían sus sombras avanzando por el corredor. Ahora sí que estaba sorprendido por la situación. Lo habían hecho entrar por la puerta principal para luego tener una entrevista a hurtadillas con alguien a quien todavía desconocía, en algún lugar más allá del tenebroso pasadizo. Pero, después de ver aquel escudo y meditar mínimamente en el poder que implicaba, se preparó para cualquier cosa.

Al final había una modesta entrada. El mozo sacó de su bolsillo derecho un llavón de hierro y, tras introducirlo en la cerradura, la hizo girar en dos ocasiones. Entonces, la lámpara se topó con lo que parecía un cortinaje bermellón pegado al mismo marro de la puerta.

Habían llegado hasta allí a través de un pasillo secreto, lo que daba más tensión, si cabe, al encuentro que suponía iba a tener a continuación.

El muchacho retiró la cortina y accedió a una habitación fría y negra como el azabache. La luz de la lámpara le dejaba ver algunos muebles, una mesa grande y los elementos propios de lo que cualquiera tendría a bien entender como un escritorio. Kit observaba desde un lado del cortinaje. El despacho no tenía más salida que otra puerta, mucho más elegante que la que acababan de pasar. Dedujo, pues, que aquélla era su meta.

Encendió cinco grandes lámparas que había distribuidas entre la mesa y las paredes, empezando por las dos que había sobre el escritorio, cuya ventana, descubrió, daba a la fachada de la casa. Encendidas las lámparas, el mozo se sirvió de una de ellas para encender la chimenea que se abría en un lado del cuarto.

Acabado su quehacer, se dio la vuelta hacia donde se encontraba el recién llegado y con un gesto le dio a entender que esperara allí. Apagó el velón que había tomado al comienzo del pasadizo, cerró de nuevo con llave la puerta por la que habían entrado y, cruzando la estancia, se despidió, desapareciendo por la entrada principal.

En pocos minutos el agradable calor del fuego se expandió por la habitación. Kit comenzó a sentir que la capa le sobraba.

Pudo oír unas campanas lejanas que marcaban las seis de la tarde. Ya era noche cerrada según podía ver por el gran ventanal que se abría en la pared.

La luna apenas había crecido desde la noche pasada. Observaba con detenimiento el exterior de la finca y su jardín desde su nueva posición. Todo parecía tranquilo. La paz de fuera solamente se veía perturbada por la presencia de algún sirviente que marchaba de un lugar a otro de la casa para cumplir algún aviso.

Sólo entonces pudo tener una idea más adecuada del lugar en el que se encontraba. Efectivamente, aquello era un escritorio con las paredes cubiertas por cortinillas a través de una de las cuales habían entrado.

La habitación, de forma rectangular, era muy espaciosa, lo suficientemente grande como para abrigar en su interior un buen número de estanterías como la que atrajo su atención por los volúmenes que había en sus baldas. El joven estudiante descubrió que la gran mayoría de ellos eran impresiones antiguas de autores clásicos e incluso algunos manuscritos árabes y hebreos, cuya lectura en aquel momento le era todavía ignorada. Entre los libros había trabajos de Virgilio, Herodoto, Homero, Plutarco y, para su sorpresa y agrado, diferentes ediciones de la Eneida de Virgilio, publicadas en Italia, Francia, Alemania y España.

Sobre la mesa del escritorio había papeles oficiales de mero trámite burocrático. El sello del Corpus Christi estaba grabado sobre un montón de hojas aferradas a modo de legajo. Se acercó unos pasos y se agachó sobre el tablero, atraído por aquellos sellos. Su curiosidad le llevó a abrir una de las esquinas para conocer el contenido del documento. Antes de cometer su primera indiscreción se acercó a la entrada falsa por la que había accedido y a la puerta de la misma. No escuchó ruido alguno. Amparado por la supuesta soledad de aquella parte del edificio, regresó a la mesa sobre la que se encontraba el curioso escrito y comenzó a ojearlo. A simple vista parecían copias manuscritas de versos.

Entonces soltó el caballo; y de repente desde el interior de sus entrañas, Neoptolomeo, dejando su lanza sobre el suelo, saltó adelante y tras él, mil griegos más, en cuyos rudos rostros brillaba el fuego sofocado que había quemado el orgullo de Asia.

Mientras, el ejército se acercó a los muros y atravesándolos marchó por sus calles en donde, uniéndose al resto, gritaba «¡Muerte, Muerte!».

No pudo seguir. Ahora, quien quería gritar era él. Aquellas palabras del príncipe troyano Eneas eran una transcripción exacta de su Dido, reina de Cartago. ¿Cómo era posible que hubiera llegado hasta allí una copia de la obra que había escrito el año interior?

Desconcertado al comprender la persecución de la que había sido objeto en los últimos meses, apartó la vista de los papeles. Incapaz de comprender lo que le sucedía se acercó a uno de los ventanales y durante unos instantes observó el reflejo cié su rostro en el cristal. ¿Dónde se había metido? ¿Quién más sabía de los trabajos que había escrito a escondidas en el Corpus?

Pálido, igual que la cera de una vela, los sentimientos de incertidumbre se arremolinaron en su cabeza.

Como una aparición fantasmal, junto a su reflejo del ventanal, descubrió a su espalda la figura erguida de un individuo.

—Bienvenido, señor Marlowe. Considérese en su casa. Mi nombre es Thomas Walsingham.

La voz venía de la pared opuesta del escritorio. Se volvió y ante él vio a un joven lord que vestía con calzón negro, jubón amarillo abotonado hasta el cuello, sin golilla, y camisa blanca con cuello abierto, decorado con puntillas de encaje. Walsingham debía de tener su misma edad. Más tarde descubriría que aquel brazo armado de la política regia de la reina Isabel era sólo un año mayor que él, por lo que cuando aquella tarde de invierno lo conoció en el despacho de trabajo, no tenía más de veintidós años.

El cabello ondulado, largo y negro, le caía a ambos lados de la cabeza sobre los hombros. Alrededor de la boca de aquel joven de aspecto aniñado, pugnaba por destacar un incipiente y aflojado bigote, acompañado por una perilla, menos espesa aún.

No había duda.

Se encontraba delante de Thomas Walsingham, el cuarto de la estirpe en llevar con orgullo ese nombre y el mismo que había sellado con su anillo la carta que días antes recibió en su cuarto del Corpus Christi.

Nicholas Faunt le había hablado en ocasiones de él. Era el hijo menor de Thomas y Dorothy Walsingham, primo segundo del gran sir Francis Walsingham, secretario de la reina y el verdadero superior del servicio secreto de Su Majestad. Hacía más de cinco años que aquel infante trabajaba en el servicio secreto llevando y trayendo correos desde Francia, igual que su amigo Faunt. Desde hacía unos meses se había asentado en Kent para gestionar el reclutamiento de nuevos agentes que lo sucedieran en su puesto en diferentes destinos. Los Walsingham contaban con una amplia red de hombres distribuidos entre los lugares más estratégicos de Europa. Contaba con doce en otras tantas comarcas de Francia, nueve en Alemania, cuatro en Italia, entre ellos el famoso Giordano Bruno, decían, otros cuatro en España y tres en los Países Bajos, sin contar con los informadores que había fuera de Europa en lugares como Constantinopla, Argel y Trípoli.

Esa había sido la razón de la carta que recibió, seguramente porque Faunt lo había recomendado como uno de los alumnos más idóneos. No era extraña, pues, la sorpresa de Kit.

Tras el saludo de rigor se dirigió al sillón que presidía su mesa de escritorio y se aposentó.

—Tenga la bondad de tomar asiento —añadió el anfitrión en tono solemne—. Le ruego sepa disculpar la descortesía de haberle hecho llegar hasta aquí por el lúgubre pasillo del recibidor.

El joven estudiante no contestó y se limitó a sonreír. La voz de Walsingham sonaba tranquila en un claro intento de transmitirle serenidad. Pero la boca de Kit todavía no había sido capaz de abrirse para decir una sola palabra.

Tampoco se había sentado. Su nerviosismo aumentó cuando observó horrorizado que Walsingham descubría que los papeles de la mesa habían sido desordenados. Por un momento se creyó hombre muerto.

—Me agrada su forma de escribir y la temática de su obra, señor Marlowe. Espero que no le haya molestado que me hiciera con una copia de su Dido, reina de Cartago.

El diálogo sonaba conciliador y no parecía mostrar ningún tipo de molestia porque un plebeyo le hubiera revuelto los papeles en su ausencia.

Señalándole un sillón de terciopelo rojo, a juego con las cortinas de la habitación en la que estaban, le repitió:

—He dicho que puede tomar asiento.

Y antes de que acabara la frase el recién llegado ya descansaba en el suave terciopelo. Walsingham esbozó una sonrisa y prosiguió con una mirada distraída a los papeles de la mesa.

—No pretendo que esta conversación se convierta en un monólogo. ¿Me entiende?

—Sí, señor —asintió al fin captando la ironía.

Se rio por dentro con aquella ocurrencia. Efectivamente, la situación se había convertido en un tanto absurda. Él estaba atónito y su anfitrión sobreactuaba intentando estar lo más próximo posible a su invitado. En definitiva, por mucho que se intentara esforzar, cualquiera podría notar desde una legua de distancia que Walsingham estaba interpretando un nuevo papel. Habiendo dejado atrás el trabajo sucio de simple mensajero, el joven ahora había ascendido un nuevo peldaño en su honorable trabajo para la Corona de Inglaterra. Aunque no supiera cómo hacerlo, debía ofrecer una imagen de persona tenaz e inflexible, algo para lo que no tardó en descubrir que aún estaba por madurar.

Kit se tranquilizó y comenzó a sentirse más sereno.

—Le decía que me agradó mucho su forma de escribir. Virgilio es uno de mis autores favoritos, como seguro que ha podido descubrir en mi biblioteca.

—He observado —respondió el estudiante del Corpus— que contáis con una magnífica colección de autores antiguos y, como bien decís, entre ellos destaca la profusión de ediciones de La Eneida de Virgilio, lúcida obra en la que basé mi Dido, reina de Cartago.

—Será un placer ayudarle a representarla en un futuro y por supuesto a publicarla. Conozco varios libreros de Londres que lo harán con sumo gusto. Será un honor, créame. Imagino que sabrá que tengo muy buenos apoyos para conseguirlo sin dificultad. Le auguro un futuro prometedor en el mundo de las letras.

Walsingham seguía sobreactuando. Su semblante intentaba cambiar una vez más de registro. Pero aquel joven apenas conseguía sorprenderle ya. Con el leve gesto de las cejas, una mezcla de sorpresa y asentimiento, lo invitó a seguir despachándole sobre el negocio que se traía entre manos y para el cual se había tomado tantas molestias.

—No tenemos prisa, querido amigo. ¿Desea beber un poco de vino?

Kit asintió con un movimiento firme de su mano izquierda. Walsingham hizo lo propio con un cordel de seda que pendía de la pared. Al instante apareció el mismo muchacho que le había acompañado hasta la estancia. Tras recibir el encargo de su señor, desapareció como un espectro por donde había venido, sin hacer ruido alguno, dispuesto a cumplir el cometido que se le había indicado.

La verdad es que sí le apetecía tomar algo. Habían pasado tantas horas desde la comida que su estómago, no habituado a tales emociones y cercana ya la hora de su acostumbrada cena, comenzaba a dar bramidos de impaciencia en busca de algo para digerir.

Al poco tiempo, otro sirviente entró acompañado del primer mozo portando una bandeja. En ella había dos copas de plata, una jarra del mismo metal y una pequeña fuente repleta de lo que parecían ser deliciosos bollos y fruta.

Mientras bebían y comían algo ligero, siguieron hablando, o sería más correcto decir que Kit siguió escuchando sus comentarios sobre el teatro y el futuro de su trabajo como autor. Luego lo asaltó con su formación en el Corpus Christi y las asignaturas que estudiaba.

—Sabemos que fue bautizado el 26 de febrero de 1564 en la iglesia de San Jorge Mártir de Canterbury, y que sus padres son John y Katherine Marlowe, residentes todavía en esta localidad, leñemos muy buenas referencias de usted, señor Marlowe. Sin lugar a dudas es uno de los mejores alumnos del Corpus Christi… ¿No es así?

Thomas Walsingham fue desgranando algunos párrafos de los papeles que formaban el escueto legajo del que había sacado la copia de Dido, reina de Cartago. A esas alturas, a Kit ya no le sorprendía descubrir la cantidad de detalles que aquel joven sabía de su vida, hasta ese momento, privada. Asintió con la cabeza y sin moverse de su asiento. Mientras, Walsingham siguió destripando los principales rasgos de su biografía.

—Después de estudiar en una de las escuelas de su localidad natal, pasó al King’s School. De allí fue al Corpus Christi de Cambridge, institución en la que actualmente reside. No cabe duda de que se tiene ganada la pensión que le permite estudiaren tan laureado colegio. Su expediente es magnífico. Aunque no es menos cierto que su espíritu alocado le ha llevado a participar en más de una pelea. Al parecer, señor Marlowe, es usted de temple irascible; algo que no crea que en absoluto me desagrada. Frizer, nuestro enlace, nos ha señalado el desencuentro que tuvo con vos en la biblioteca.

—Más vale prevenir que curar.

—Ahora hablaremos de eso.

Walsingham siguió echando un vistazo a los papeles sonsacando frases y comentarios de aquí y de allá. Al parecer se tenía más que estudiado el informe que alguien, no era difícil imaginarse quién, le había proporcionado dándole ingentes datos sobre él. Acabado lo cual, cerró el expediente y mirándole fijamente le espetó:

—Precisamente, imagino que también supondrá que no le he hecho venir hasta mi casa para hablar de teatro o de su expediente. ¿No es así, señor Marlowe?

Su semblante pareció transformarse.

—¿Sabe para qué le hemos traído hasta aquí? —añadió por si aún quedaba alguna duda.

—Creo conocer algo, pero me gustaría que se me informara de cuál es mi papel en toda esta trama, señor Walsingham.

La boca del joven noble dibujó una sonrisa perfecta al percatarse de su disposición a colaborar.

—La situación de nuestro frente a nuestros enemigos de siempre —comenzó a disertar de forma solemne— no se presenta en los últimos meses como algo tranquilo y sosegado. Imagino que sabrá, señor Marlowe, que la Corona de Inglaterra cuenta con dos grandes enemigos. Éstos son España y Francia. No sabría decirle con precisión cuál de los dos es más peligroso. En cualquier caso, suponen una grave afrenta para los intereses de Su Majestad y como tal deben ser eliminados o, si esto parece imposible, destemplados al máximo para que su poder quede mermado en el marco internacional y no perjudique un ápice nuestros intereses en el exterior.

El joven Walsingham separó el sillón del escritorio acomodándose sobre el respaldo.

Marlowe escuchaba atentamente lo que le contaba sin mover un solo músculo. Su anfitrión bebió un poco de vino apurando la jarra que había traído el sirviente y prosiguió:

—Por un lado están los católicos franceses. Con ellos conseguimos limar algunas asperezas en 1559 con la Paz de Cateau-Cambrésis, todo un negocio para los españoles, que recuperaban su hegemonía en Italia y en gran parte de Europa, pero un desastre para nosotros, que, una vez más, nos quedábamos reducidos a un segmento ínfimo, totalmente en desventaja con el resto de las potencias europeas. Y los católicos están detrás de muchos ile estos agravios. No puedo negar que el actual estado de guerra civil que vive Francia por problemas religiosos, los mismos que nosotros superamos hace más de dos décadas, nos benefician de muy buena manera. Pero en ocasiones estos inconvenientes superan las fronteras y se entrometen en las nuestras reavivando los viejos fantasmas del catolicismo.

»Son muchos los católicos que defienden la vuelta de su religión clamando a María Estuardo como legítima reina de Inglaterra. Por ello debemos andarnos con cuidado y andar con pies de plomo en cada cosa que hacemos. Cuando yo era muy niño, recuerdo que mis padres me contaban las horribles noticias que venían de París. La rivalidad entre católicos y protestantes había llegado hasta tal punto que los primeros decidieron acabar con los segundos de forma drástica. De esta manera, el antiguo rey Carlos IX, que Dios lo haya mandado al infierno, ordenó el asesinato de miles de nuestros correligionarios para evitar que llegaran al poder. La pesadilla comenzó en la noche de San Bartolomé en París y poco después se extendió por toda Francia. Fueron decenas de miles de almas inocentes. Personalmente, no tengo ningún interés especial en que los católicos no gobiernen Francia, pero, por favor, que nos dejen en paz.

Walsingham se detuvo durante unos instantes para dar un mordisco a un trozo de pan e intentar sacar alguna gota más de vino de la jarra que había junto a los papeles. Olvidó que ya la había apurado. Volvió a tirar el cordón con el que llamaba al servicio. De nuevo apareció el mismo mozo con otra jarra de vino.

Kit no quiso interrumpir a Walsingham. Era evidente que disfrutaba relatando aquellos tejemanejes que, por cierto, parecía dominar a la perfección.

—Por otra parte —continuó tras acabar el vaso—, los españoles se mueren de ganas por invadirnos. No le voy a descubrir nada nuevo, señor Marlowe, si le digo que desde hace años esos perros hacen todo lo posible por desestabilizar nuestra Corona. Desde antiguo se rumorea que hubo cierto intento por parte del hermanastro del rey Felipe, de nombre Don Juan, de hacerse con el poder de Inglaterra casándose con la encarcelada María Estuardo, desplegando posteriormente sus tropas sobre nuestro país. Eso es algo que, gracias a Dios, nunca llegó a ocurrir, si es que realmente el plan existió. Pero los españoles en ocasiones son tan torpes que son capaces de hacer por los demás el trabajo sucio. Al parecer, el secretario de Don Juan fue asesinado en Madrid en extrañas circunstancias. Nunca se supo quién pagó la bolsa que cobraron los matarifes por hacer aquel trabajo. Eso ahora no nos interesa. El caso es que nos benefició de forma indirecta y punto.

»Nosotros no movimos ficha en aquel juego y, desde la distancia, observamos atónitos cómo nuestros problemas con los españoles se resolvían solos con la grotesca ayuda de los propios españoles. Ver para creer, pero fue así. Para colmo de buena fortuna, Don Juan murió tiempo después, a los pocos meses. Corrieron rumores de que el rey Felipe había mandado acabar con la vida de su hermanastro para evitar así la traición.

Walsingham buscó unos nombres en los papeles que había esparcido sobre su mesa y prosiguió:

—Detrás de toda esta historia se encontraba la figura de un oscuro secretario… ¿Cómo se llamaba? —El noble removió las cartas en busca de una respuesta hasta encontrarla—. Sí…, aquí está: un tal Antonio Pérez de quien se rumoreaba que era el amante de una mujer no menos misteriosa, Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli; una damisela de armas tomar que, según dicen, fue la que urdió junto a Pérez toda la trama para hacer que uno de sus hijos se hiciera con el trono de Portugal, trono al que aspiraba el propio Felipe. Oscuros personajes, sí. La historia contiene innumerables contradicciones y no creo que nunca se pueda esclarecer la verdad de lo que pasó para que corriera tanta sangre y se generara tanto odio entre nobles que siempre habían sentido afecto entre ellos.

»Nos consta que la mujer y el secretario fueron usados de cabezas de turco en toda esta afrenta. Ella permanece todavía hoy encarcelada en su palacio. En cambio, con él tienen más cuidado debido a los secretos de Estado con que seguro cuenta el bueno del secretario. Información comprometedora para el rey de España. Información muy valiosa, vive Dios, que habrá que conseguir de alguna forma u otra.

Walsingham remarcó sus últimas palabras mirando directamente a Kit. Se incorporó sobre la mesa para volver a llenar los vasos con la nueva jarra de vino. Luego prosiguió, desplegando en un escenario imaginario los personajes de aquella misteriosa trama internacional.

—Nuestros agentes desplazados hasta allí han podido hacerse con algunos datos categóricos sobre la posible expedición pero, en definitiva, son poco claros. Oír campanas y no saber dónde. La invasión es muy difícil que se produzca. No lo sabemos. Quizás incluso es posible que haya ocurrido esta misma mañana y todavía no haya dado tiempo a los mensajeros reales a llegar hasta aquí —bromeó el joven lord.

El anfitrión permaneció con los brazos cruzados sobre la mesa. En los últimos minutos había disertado de forma brillante, exponiendo con minuciosidad el panorama político de Inglaterra y sus conexiones en el exterior con otras grandes potencias. Conocía perfectamente los entresijos de todo lo que sucedía dentro y fuera de las fronteras. Pero nada de lo que había comentado podía considerarse materia sensible para Su Majestad ni mucho menos para los intereses de Inglaterra.

—¿Qué es lo que os hace pensar que voy a poder ayudaros en su empresa? No creo que un buen estudiante sirva de mucho en una operación de este tipo.

—Además de su cultura, nos consta un detalle en su brillante expediente que, he de reconocerle, en un primer momento nos hizo reflexionar profundamente sobre el acierto o no de proponerle este trabajo. Ya le anuncié algo antes.

El semblante de Walsingham se tornó grave y serio. Kit intuía a qué se estaba refiriendo.

—Tengo entendido que es usted igual de diestro con la pluma que con el acero. No son formas de recibir a uno de mis hombres colocándole la punta de su cuchillo en el cuello.

—Creí que había peligro —intentó defenderse el joven estudiante.

—No se lo voy a negar, mi nuevo amigo. Pero eso no le da derecho a estar tomándose la ley por su cuenta en cada momento.

—Señor Walsingham, no voy a esperar a que nadie juzgue por mí cuando ya esté muerto. Entonces ¿he sido elegido porque tengo fama de malhechor?

—Lo que le quiero decir es que su presencia en peleas, reyertas y toda clase de altercados es más frecuente de lo que sería nuestro deseo. ¿Cómo un joven como usted es capaz de combinar literatura y pelea con esa habilidad?

La mirada de Walsingham demostraba que la pregunta no era ninguna broma.

—Creo que una cosa no impide la otra. Las obras de los clásicos están repletas de escenas de sangre y venganza. Solamente me he visto en situaciones similares cuando he tratado de defender mi honor. Y, en definitiva, debe de ser un argumento que les ha agradado, de lo contrario no creo que estuviera aquí sentado.

—Por favor, señor Marlowe…, entiendo que el trabajo que está a punto de comenzar conlleva cierto riesgo para su persona, pero no utilice nunca la violencia a no ser que sea estrictamente necesario y que de ello dependa su vida o el éxito de la misión. ¿Me comprende? No quiero decir con ello que no vaya armado. —Walsingham extendió las manos tratando de mostrar una señal de condescendencia—. Como puede ver nadie lo hace, pero guarde su acero en la medida de lo posible para afilar la pluma cuando escriba nuevos versos. No se inmiscuya en peleas ni, por supuesto, las genere. ¿Me ha entendido?

Kit se sintió algo incómodo por el comentario. Tomó nota del aviso de Walsingham y cambió de tema, creyendo desviar así la atención de su interlocutor volviendo a la confabulación histórica.

—Sí, pero todavía no me habéis dicho cuál será mi papel en esta complicada trama —explicó continuando la charla en el ambiente cálido que había sabido generar Walsingham.

—Otro de los motivos que nos han hecho fijarnos en usted es su extraordinario conocimiento de otras lenguas, más allá del latín y del griego. Sabemos —prosiguió reabriendo el legajo de documentos en el que se amontonaban los papeles sobre sus informes— que habla usted francés y español. ¿Dónde los aprendió?

—En Cambridge no es extraño encontrarse con jóvenes españoles. Además, he traducido algunas obras del español y del francés. Tienen palabras parecidas al latín.

—¿Ha estado en alguna ocasión fuera de Inglaterra?

—No, señor.

—Muy bien. Seré conciso en la explicación de su tarea. Nosotros le daremos un destino, le proporcionaremos una forma de llegar y sólo tendrá que despachar unas cartas y traer otras tantas. Ver y oír. Un hombre de letras como usted no tendrá problema alguno en realizar esta última parte del trabajo. Entrométase en cuantas conversaciones pueda. No valore su utilidad antes de haber participado en ellas. Vaya a posadas, tabernas, acuéstese con fulanas si es necesario. Cualquiera puede ser importante. Un nombre, un lugar, un destino…, todo, absolutamente todo puede resultar de vital importancia para nuestra empresa.

—¿Sólo eso? Ese trabajo de mensajería lo podría desempeñar cualquier comerciante y llamaría menos la atención. Creo que no es menester contar con los servicios de alguien más preparado, como yo.

Walsingham se retorció en su asiento, incómodo.

—Hay algo más. Algo más serio que el simple trueque de correspondencia. Una tarea para la que solamente usted, creemos, está preparado y puede desempeñar un papel de gran valor en beneficio de Su Majestad y del futuro de Inglaterra.

Transformando su expresión en un rictus serio, Walsingham dejó de jugar con sus dedos sobre el borde de una copa y se incorporó sobre el tablero de su mesa.

—Hasta ahora no era más que un simple rumor, pero hace dos semanas nuestros agentes comenzaron a barajar la posibilidad del nacimiento de un complot contra Su Majestad. Quizás es pronto para lanzarse a valorar esta fatalidad. Pero sabemos que venga de donde venga, los católicos del continente están detrás de él. Armar una buena intriga en la Corte siempre es más fácil que la invasión militar, algo irrealizable según están las cosas. Pero debe usted investigar. Y eso le llevará un tiempo.

Kit no tardó en comprender la nueva situación. De marcharse ahora, su salida implicaría, al menos, dos meses fuera de la universidad y perder el ritmo de las aulas.

—Pero… ¿mi licenciatura?

La cara del joven fue un reflejo de la preocupación que le embargaba, lectura que perfectamente supo interpretar Walsingham.

—No se preocupe por nada concerniente al Corpus Christi, señor Marlowe. —Hizo una parada para tomar aire y prosiguió—: Las autoridades competentes del condado de Kent ya están informadas de su nueva situación y del servicio que está a punto de realizar para la Corona de Su Majestad. En esta nueva empresa le proporcionaremos ropa, una documentación falsa y las guías necesarias para realizar los contactos y su trabajo sin ninguna clase de problemas. Además dispondrá de una bolsa para no sufrir contratiempo alguno en el transcurso de las operaciones. Cuenta con unos honorarios de 15 libras como gratificación por el servicio prestado. Ahora se le hará entrega de las diez primeras libras y al regreso, tras la confirmación de la misión, se le dará un depósito firmado por el secretario de la reina para cobrar el resto en el Tesoro. He de decirle que su perfil se adapta perfectamente al hombre que buscábamos. No me queda más que darle la bienvenida al servicio secreto de Su Majestad, si está de acuerdo.

Kit asintió.

Su nuevo superior se levantó del sillón y le extendió la mano. El bautizado agente hizo lo propio y se acercó para estrecharla. El sirviente ya estaba junto a la cortina tras la cual se escondía la puerta secreta. Sobraban las palabras. La reunión había terminado.

—Ya conoce las instrucciones. Tome de momento este dinero.

Walsingham le entregó una pequeña bolsa de cuero cuyo tintineo delataba el dinero habido en su interior.

—Creo que será más que suficiente para la tarea que le ha sido encomendada. Si sabe manejarse, el riesgo es mínimo y el beneficio, tanto para usted como para Inglaterra, grande. No lo olvide.

De pronto, Walsingham se quedó pensativo, como si estuviera haciendo memoria por algo que quedaba en el tintero. Al cabo de unos segundos añadió:

—Una última cosa, señor Marlowe. En lo que respecta a la documentación hay un detalle que me gustaría que fuera conociendo. No es oportuno que se dedique a dar vueltas por el mundo prestando servicio con el mismo nombre. Evidentemente, no le voy a requerir que adquiera un apodo descabellado, pero sí que lo cambie aunque delate su lugar de origen. Eso no importa. Abusando de su confianza, había pensado que desde este mismo momento y una vez embarcado en su misión pase a llamarse Thomas Shelton. Después de todo —agregó echando un vistazo a los papeles que tenía sobre la mesa— en su propio colegio aparecéis en los listados como «Marlin», «Marlor», «Marlen» e incluso «Merling»… Tiene gracia. Espero que no se moleste por esta nueva licencia bautismal que nos hemos tomado.

—Estoy de acuerdo, señor. Me parece una idea excelente.

Efectivamente, la propuesta le parecía acertada y razonable. Además, Thomas Shelton no sonaba nada mal, por lo que desde un principio le agradó el detalle de cambiar su nombre para desarrollar este tipo de negocios sin complicarse la existencia futura. No podía decir otra cosa. En cierto modo aquella decisión parecía tener cierta lógica. Lo que hacía Walsingham era adueñarse de su trabajo con el nuevo apelativo. No era más que una suerte de juego criptográfico. Thomas era el propio nombre de Walsingham y Shelton, el apellido de soltera de su mujer, Audrey Todo quedaba en familia.

—Muy bien, señor Marlowe, o debería decir ya señor Shelton —sonrió—. A lo largo de los próximos días recibirá las oportunas órdenes de nuestro servicio. No se impaciente si éstas tardan un poco en llegar porque, seguro, lo harán. Ya conoce nuestra eficacia y nuestra discreción. En una de las cartas encontrará el nombre del lugar en donde debe realizarse el contacto. Una vez allí, no tendrá más que ponerse a su servicio. Ellos se encargarán de todo. No se preocupe, señor Ma…, Shelton. —Walsingham volvió a sonreír después de su inapreciable tropiezo.

Kit observó la bolsa que le había dado con el dinero. Al tacto también pudo descubrir que, efectivamente, contenía una serie de documentos. Sin más dilación se volvió para acompañar al sirviente.

Se detuvo un instante. Se le había ocurrido una última pregunta. Sin lugar a dudas, la más crucial de todas. No lo pensó dos veces y con decisión miró fijamente a los ojos de Walsingham que todavía permanecía de pie tras su mesa de escritorio con las manos apoyadas sobre el tablero de la mesa.

—Por cierto…, señor Walsingham.

—Sí, señor Shelton, en qué puedo servirle ahora.

—¿Cuál va a ser mi primer destino?

—Ah, tiene razón, señor Shelton. Qué estúpido por mi parte. Se me olvidaba decírselo. Su primer destino será España, por supuesto.