Corpus Christi College.
Universidad de Cambridge (Inglaterra)
Miércoles, 27 de febrero de 1585
Al día siguiente los nervios habían vuelto. El joven estudiante sospechaba que la causa era la tensión de aquellos últimos días. Pero ese miércoles, después de dar un comedido repaso al almuerzo por el cual casi había perdido prácticamente el apetito, abandonó apresurado el comedor poco antes de la una de la tarde.
El tiempo tampoco acompañaba. Rápidamente el día se estropeó con las oscuras nubes que cubrieron el cerúleo cielo que hasta ese momento brillaba con todo su esplendor sobre el colegio. No se consideraba, en absoluto, supersticioso, pero reconocía que aquella situación, un cambio tan extremo en el escenario del día, le hizo reflexionar sobre lo recomendable o no de la empresa que estaba a punto de iniciar.
Siguiendo las instrucciones que la noche anterior le había transmitido su amigo Nicholas Faunt, no tendría más que devolver el libro a la biblioteca como si nada hubiera sucedido, añadiendo una pequeña nota de aceptación de la oferta. Y así lo haría.
Allí, sobre la mesa, permanecía la Pharsalia de Lucano. Nervioso pero al mismo tiempo convencido de lo que hacía, se acercó al libro y lo cogió, como quien ase un acero cubierto de sangre después de haber cometido un delito con él. Del mismo modo, entendía que todo ello tampoco tenía mucho sentido. De ninguna forma se sentía obligado a dar ese paso tan importante en su vida. Faunt se lo había dejado muy claro. No obstante, una laguna repleta de incertidumbres colmaba su cabeza bramando sobre sus sienes con pesimistas preguntas acerca de una decisión que ya tenía tomada.
¿Cómo cambiaría su vida desde aquel momento? ¿En qué sentido reaccionarían las autoridades del colegio ante la presencia entre los alumnos de un nuevo agente al servicio de Su Majestad? ¿En qué peligros y enrevesadas situaciones se vería inmerso desde ese instante?
Ahora todas esas incógnitas no tenían respuesta. Le parecía precipitado buscar una solución, aunque al mismo tiempo también pensaba que quizás era tarde para echarse atrás.
Al final del primer capítulo había depositado la nota. Un escueto «acepto» firmado con sus iniciales era suficiente para dar un enérgico comienzo al girar de la rueda de la Fortuna.
Decidido, cerró la puerta aferrado al libro como si de él dependiera su vida. Abandonó el cuarto y caminó en dirección a la biblioteca del Corpus Christi, junto a la iglesia de San Botolph, situada en el extremo contrario del colegio. Andando por el pasillo no tardó en alcanzar el New Court.
En el trayecto solamente se topó con un par de muchachos del primer curso. Ensimismado en sus propios pensamientos no los vio, y golpeó a uno de ellos. Los libros del primerizo se desparramaron por el empedrado.
—Mira bien por dónde vas —le espetó Kit sin ni siquiera detenerse.
Los dos adolescentes, asustados por el desencuentro, recogieron sus bártulos, marchándose casi a la carrera.
La lluvia seguía cayendo con fuerza sobre Cambridge. El encapotado cielo que cubría la universidad había adelantado la noche con sorprendente celeridad. Desde el enorme patio que se abría junto a la entrada se podía ver la calle Trumpington, otrora atestada de gente y de comerciantes que entraban a la ciudad por este camino, La fuerte lluvia había hecho descender el número de carruajes y viandantes hasta hacerlos prácticamente inexistentes.
Nadie en su sano juicio se aventuraba a emprender un viaje bajo esa lluvia torrencial.
Desde el otro extremo del patio, y en línea recta, podía verse la entrada a la biblioteca. Se cubrió como pudo con su capa y ocultando entre sus ropas el libro de Lucano, como si estuviera cometiendo algo prohibido, se apresuró a alcanzar la entrada lo antes posible.
Kit caminó pegado a la pared del patio para evitar mojarse. Sorteando los contrafuertes del muro, cubiertos por completo de densas hiedras que se aferraban a la piedra, alcanzó la entrada de la capilla del colegio. Lo plano de su blanca fachada no dejaba el más mínimo resquicio para cobijarse. Un día más, llovía sobre Cambridge.
Aprovechó aquel improvisado alto en el camino para levantar la cabeza y volver a contemplar las nubes. Nada había cambiado.
Kit reanudó su carrera y, sorteando las goteras como pudo, no tardó en alcanzar el edificio de la biblioteca.
Se llevó una sorpresa cuando comprobó que la gruesa puerta de madera que servía de entrada estaba cerrada. Se asomó a uno de los ventanales cercanos y descubrió, con alivio, luz en el interior. Introdujo la mano atravesando el agua y llamó con fuerza para hacerse oír. En pocos segundos, el señor Dekker, el bibliotecario del colegio, dejó un montón de libros sobre una de las mesas de la sala de lectura y asomó la cabeza por el cristal. Señalándole la entrada, Kit le hizo saber que la puerta estaba cerrada.
Al instante, el portón de la biblioteca se abrió.
—Lo siento, señor Marlowe —vociferó el bibliotecario entre el estruendo producido por el agua, mientras rápidamente se hacía a un lado para dejarle subir los escalones y pasar—. No esperaba tan pronto a ningún alumno en la biblioteca. La lluvia es tan intensa que temía que entrara en el edificio, como sucedió el mes pasado, por eso he preferido dejar la puerta firmemente cerrada para que el viento no la abriera.
—No os preocupéis, señor Dekker —le respondió con una sonrisa mientras se escurría como podía el agua del uniforme.
—No me extraña que esta tarde de perros nadie se atreva a venir a estudiar.
Los dos hablaban en voz alta. La ausencia de alumnos a los que perturbar en el interior de la dependencia invitaba a ello. Tras sus pasos, el bibliotecario volvió a cerrar la puerta. Kit se desató como pudo la capa, empapada de agua, al igual que el resto de sus ropas. Las huellas de sus suelas mojadas habían quedado marcadas en el entablado del suelo, delatando el camino recorrido hasta el mostrador del señor Dekker.
Había otras huellas. El joven estudiante se quedó extrañado, ya que los zapatos del bibliotecario, aparentemente, estaban secos. Resultaba imposible que pudieran haber dejado marca alguna sobre las tablas del suelo. Las pisadas, además, parecían pertenecer a unos pies mucho más ligeros que los del anciano funcionario. Eran zancadas amplias e iban directas hacia uno de los pasillos de la planta baja. Y a pesar de la extrañeza que le causó, no le dio más importancia.
El bibliotecario permanecía quieto y sonriente, mirándolo desde detrás del mostrador.
—Decís que no hay nadie más en la biblioteca —comentó en un susurro apenas imperceptible echando un vistazo al interior del enorme salón.
—¿Cómo decís, señor Marlowe?
—No, nada, disculpad, señor Dekker.
Prefirió reprimir la inquietud. No sabía cómo empezar a explicarle al viejo bibliotecario qué es lo que estaba pasando.
—Vos diréis lo que deseáis, señor Marlowe. Como os he dicho, sois el primero en llegar esta tarde, por lo que no tendréis problema alguno en encontrar el escritorio que más os plazca. Como no había trabajo cuando he venido después de la comida, he aprovechado el tiempo para colocar algunos de los volúmenes que tenía pendientes de ordenamiento. Bien sabéis que con la llegada de los exámenes del trimestre, los alumnos se lanzan sin rodeos a la caza y captura de las obras más preciadas para sus estudios.
El señor Dekker se arrimó a uno de los montones de libros y le mostro algunos de ellos.
—¿Lo veis? —añadió jugueteando con algunas de las obras—. Herodoto, Estrabón, Cicerón, los dos Plinios…
—Sólo quería devolver este libro que… tomé prestado hace unos días.
Kit sacó con cuidado del interior de su camisa el libro de Lucano. El señor Dekker se hizo a un lado para consultar la cajonera de préstamos. Era un hombre de avanzada edad, baja estatura y ligeramente encorvado. Su aspecto no podía ir más acorde con la idea que cualquiera pudiera tener de un bibliotecario. Sus lentes de aumento reposaban sobre una nariz aguileña mientras dos alambres se estiraban hasta unas enormes orejas cubiertas de pelos blancos, el mismo color que los pocos cabellos que aún cubrían su cabeza. Como de costumbre, lucía un chaleco verde sobre una camisa blanca que para nada compaginaban con el color azul de sus pantalones, detalle que, seguramente, no sería de ninguna importancia para una persona que pasa la mayor parte del día a la luz de velones de sebo, rodeado de inmensas torres de libros.
Como si fuera un ratoncillo, el señor Dekker pasaba una a una las tarjetas del cajón correspondientes a la letra «M» de Marlowe. Entre ellas buscaba la referencia del préstamo.
—Disculpadme…, señor Marlowe… ¿Cuándo habéis dicho que os llevasteis el libro…? No veo ninguna obra de ese autor en su apartado…
Kit no tardó en descubrir el error. El señor Dekker no podría encontrar la referencia de la ficha en su cajón. Él no había tomado prestada nunca aquella obra. Debió de haber sido recogida por Faunt, por lo que su nombre no podría estar allí.
—Oh, lo siento, señor Dekker. Acabo de recordar que fue prestado a mi compañero el señor Faunt, Nicholas Faunt, por lo que su tarjeta debe de encontrarse en la letra «F»… —Su anuncio, intentando reaccionar a tiempo, resultó en vano.
—No, señor Marlowe, yo estaba equivocado… Aquí está la tarjeta…, la Pharsalia de Lucano. Eso es…, en la «M» de Marlowe. Os lo llevasteis vos mismo el lunes día 25, hace exactamente dos días, como habíais dicho. Ojalá todos los alumnos fueran tan eficientes como vos, señor Marlowe. Espero que sepáis disculpar mi error.
El bibliotecario le extendió la tarjeta. Kit no cabía dentro de sí del asombro que en aquel momento le embargaba. En la mano, el señor Dekker le mostraba una ficha en la que aparecían sus datos, el nombre del libro y, lo más extraordinario, aquéllas eran su letra y su firma de estudiante.
Un sudor frío empezó a recorrer su rostro y espalda. Se entremezclaba con el agua de la lluvia que ya por entonces le estaba calando los huesos, erizándole el vello del cuerpo.
Reflexionó durante unos segundos sobre toda la trama que Nicholas Faunt le había ofrecido pocas horas antes en su cuarto del Corpus Christi y a la que de forma voluntaria estaba a punto de sumarse. ¿Quiénes eran esos hombres capaces de duplicar la letra de otro como si emplearan magia oscura?
El camino hacia su destino parecía estar trazado con antelación y se veía arrastrado por los acontecimientos. Aquello comenzó a desagradarle.
La voz del bibliotecario lo sacó de sus dubitativos pensamientos.
—Hacedme un favor, señor Marlowe. Como no hay nadie en la biblioteca y es tan pesado el trabajo que tengo con estos manuales, me haría un gran favor si fuerais vos mismo quien devolviera a Lucano a su lugar. Es muy sencillo. No tenéis más que dirigiros al pasillo norte de esta planta baja, en la estantería 85. Allí veréis otras obras colocadas por orden alfabético. Seguramente hay un hueco en la estantería que se corresponde con la suya. Yo estaré aquí por si tenéis algún problema.
Su voz estridente resonó con eco en el vacío de la biblioteca. Sorprendido aún por lo que acababa de ver, Kit no tuvo tiempo de reaccionar. Asintió con un leve movimiento de cabeza y una sonrisa comprometida, y se quedó allí clavado como una estatua frente al mostrador del señor Dekker, mientras éste continuaba con su trabajo.
Conocía perfectamente dónde estaba el pasillo norte de la planta baja y en concreto la estantería número S3. La había consultado en cientos de ocasiones para leer las obras de sus autores griegos favoritos. Giró sobre sus pasos, e intentando reponerse del sobresalto, se encaminó hacia el pasillo.
Para hacerlo no tuvo más que seguir las misteriosas pisadas que todavía brillaban húmedas sobre la madera del suelo.
Con una precisión absoluta, las marcas se detenían en el número 85 del pasillo norte para después volatilizarse como por arte de magia. Kit miró a ambos lados pero no encontró alma alguna. En el silencio del edificio se podía escuchar únicamente en la lejanía al señor Dekker en su rutinario trabajo de llevar de aquí para allá libros y cajas.
A la altura de sus ojos, la balda en cuestión, atestada de tomos como todas las demás, mostraba un vacío. Junto a la Epistula de Lucio Luceyo, se abría el espacio dejado para la Pbarsalia de Marco Anneo Lucano que tenía en sus manos.
Se detuvo un instante a mirar por última vez el libro. ¿Debía dejarlo con la carta en su interior o sin ésta? Abrió el volumen por su primera página y comprobó que, a pesar de la carrera bajo la lluvia, todo seguía en orden. La nota estaba en su sitio.
Tirado por una fuerza interior, a caballo entre el miedo que le creaba aquella situación y la confianza que por otro lado le daba su amigo Nicholas Faunt, Kit dudó durante unos segundos sobre qué hacer.
Finalmente, una vez comprobados los sencillos pormenores que tenía que llevar a cabo, cerró con cuidado el libro, asegurándose de que la nota permaneciera aferrada por la encuademación de sus páginas. Tras secar algunas gotas de agua que, de forma irremediable, habían caído sobre la cubierta de piel que lo protegía, depositó el volumen en el sitio donde debía estar.
Dio un paso atrás y durante unos instantes permaneció quieto observando la colocación exacta del libro, asegurándose de que eran el pasillo y la estantería correctos.
Allí estaba su incierto destino, rodeado de papeles y obras de autores clásicos.
Se dio la vuelta y comenzó a desandar el camino hacia el mostrador del señor Dekker. Pero, por tercera vez, las huellas estaban ahí de nuevo. No pudo ni caminar un par de pasos.
—¡Diablos…! —exclamó con un grito apagado en su interior, asombrado por el inesperado hallazgo.
Ante él, como debido a un requiebro del demonio, reaparecían sobre el suelo las huellas húmedas del tercer invitado. Estaban aún frescas aunque podría jurar que poco antes allí no había absolutamente nada. Las pisadas dibujaban sobre el entarimado un giro al final de las estanterías en dirección al corredor contiguo al que se encontraba.
Comenzó a oír cerca de él algo similar al ruido que produce una persona al pasar las páginas de un libro. El intrigante sonido parecía proceder del pasillo contiguo.
Alarmado, Kit se acercó a las baldas. Apenas había espacio suficiente entre ellas para poder ver lo que sucedía en el otro extremo. Temeroso, al siguiente ruido, en esta ocasión justo detrás de él, su invisible contrincante no tuvo tiempo de decir nada cuando en un giro raudo se vio con la punta del cuchillo del estudiante en el cuello.
—¿Quién eres y qué haces aquí?
—Muy mal, señor Marlowe —señaló el estupefacto aparecido—. No se precipite ni se deje llevar por lo que crean ver sus ojos o lo que escuchen sus oídos. De lo contrario acabará perdiéndolos. Nada es lo que realmente parece. No lo olvide nunca.
Kit soltó de inmediato a su oponente. Este se echó la mano al cuello para limpiarse la gota de sangre que le había provocado la punta del cuchillo. Era un joven espigado cuya edad debía de ser ligeramente superior a la suya. El sombrero y la chaqueta verdes demostraban que no se trataba de ningún alumno del colegio. De espaldas a una de las cristaleras no pudo distinguir su rostro hasta que, una vez pasado el susto inicial, se volvió a un lado para que la escasa luz que podía entrar por la vidriera de la biblioteca iluminara su semblante.
La aparición se tornó más cercana cuando pudo comprobar sus facciones. Tenía toda la cara rasurada. Podría decirse que se trataba de un joven de rostro ambiguo, la mejor manera, quizá, de llevar a cabo aquel misterioso trabajo sin dejar huellas de procedencia o intención.
—¿Quién eres? —preguntó Kit intentando mantener la calma.
—Mi nombre es Frizer, Ingram Frizer. Ya habrá tiempo para conocernos. No se preocupe. Ahora, sinceramente, eso no tiene importancia alguna. Nos queda mucho por hacer y el día no acompaña. —Frizer señaló el diluvio que aún continuaba fuera del colegio.
Detuvo su discurso y con una sonrisa levantó la mano derecha mostrándole un libro. Aquel joven tenía la obra de Lucano que Kit acababa de dejar en la estantería 85 del pasillo norte de la planta baja.
—Lo siento. No pensé que todo fuera a ser tan rápido. Apenas he tenido tiempo de sobreponerme al sobresalto que supuso ayer mismo la oferta de mi amigo Faunt en mi c…
—No es momento de explicaciones, señor Marlowe —añadió casi amenazante aquel joven altivo—. Tenemos que irnos. Solamente le doy un primer consejo de bienvenida. Desde este mismo momento no conoce al señor Faunt. No olvide lo que le he dicho antes. Nada es lo que realmente parece.
Sus palabras sonaban inquietantes y no dejaban lugar a ninguna clase de dudas. Sin embargo, aún le costó más de un requiebro el adaptarse a la situación.
—Entiendo…, recojo dos cosas en mi cuarto y regreso al instante.
—No, señor Marlowe. Parece que todavía no ha entendido nada. —La mirada de Frizer parecía más hosca que antes—. No hay tiempo. Nos están esperando. A partir de este momento no debe preocuparse por nada. Vuelva al mostrador del bibliotecario, recoja su capa y salga por la puerta como si no sucediera nada extraño. Nos espera un viaje largo y, como usted mismo puede ver, el tiempo no acompaña.
Ingram Frizer volvió a señalar la vidriera a través de la cual aún podía verse la lluvia. Apenas imperceptible, el murmullo del agua sobre la sólida techumbre de la biblioteca anunciaba que el temporal iba amainando lentamente.
Sin más palabras, el misterioso joven dio media vuelta, perdiéndose poco después entre las estanterías del lado norte de la biblioteca del Corpus Christi.
Aún consternado por la rapidez con la que se sucedían los hechos que estaba viviendo, Kit obedeció y caminó hasta el mostrador del señor Dekker sin mediar palabra. Tampoco era su intención el comenzar en su nuevo oficio, del cual ignoraba todavía cualquier tipo de detalle o pormenor, irritando a los que a la postre podrían ser superiores suyos o simples compañeros.
Cuando Kit llegó al mostrador del bibliotecario, éste no se encontraba en su sitio. Sobre la mesa de entrada estaba su capa negra. Observó que la puerta ya estaba abierta. A un lado apareció el señor Dekker.
—¡Ah!, Señor Marlowe. Ya estáis aquí. ¿Todo en orden? ¿Tuvisteis algún problema con el libro?
—Pues no, está todo correcto… Muchas gracias y hasta la próxima.
—Esperemos que el tiempo haya mejorado. Al menos ahora ya no llueve con tanta fuerza como cuando vos entrasteis. He dejado la puerta abierta porque a esta hora seguramente comenzarán a venir más alumnos. Con un poco de suerte podréis alcanzar de nuevo vuestro cuarto sin apenas mojaros. Buenas tardes, señor Marlowe.
Efectivamente, la puerta estaba abierta y, una vez más, atravesada por las huellas mojadas del misterioso joven. Hacia ella se dirigió siguiendo inconsciente sus pasos. Descubrió al pie de la escalinata un coche con cuatro caballos negros. Lo estaban esperando.
La portezuela abierta le invitaba a subir. Desconfiado o no, ya no podía renegar de su suerte. De un salto, evitando así los chapiteles que todavía caían del tejado como alabardas, se introdujo en el interior del carruaje dando un paso más hacia su incierto destino.
Dentro lo esperaba Ingram Frizer. Al cerrar la puerta, el cochero golpeó el aire con el látigo, a lo que los caballos respondieron con un fuerte movimiento que estuvo a punto de hacer perder el equilibrio del coche. Éste giró por el patio dando media vuelta para salir a la calle Trumpington.
Abandonaron Cambridge en dirección hacia Londres, dejando a la izquierda la iglesia de San Botolph y las casas y tiendas que discurrían a lo largo de la entrada a la población.
Fue la primera vez, aunque no sería la última, que tomaba un coche como aquél. Estaba cubierto por gruesas cortinas verdes con cordones dorados, el mismo color que cubría las dos filas de asientos del interior. No había divisa ninguna en el exterior, cosa extraña viniendo la carroza de alta cuna como seguro que lo era aquélla.
Todo ese esplendor hizo que durante unos segundos su mente se dispersara, olvidando el motivo de su estancia en el vehículo.
—¿Puedo saber hacia dónde nos dirigimos, señor Frizer?
La pregunta que formulaba a su acompañante parecía más que clara. Sin embargo, Frizer no contestó. Ni siquiera se dignó retirar su mirada del paisaje.
—Nada es lo que realmente parece, ¿no es así? —añadió, no sin cierta sorna, y lo dejó por imposible.
Aquel joven alto y delgado que hacía unos minutos había mantenido una breve charla con él en el interior de la biblioteca parecía mudo, como si su lengua se la hubiera devorado el demonio. No insistió y se acercó a una de las ventanas para retirar la cortinilla y contemplar el paisaje.
El cielo se había cansado de lanzar sobre los hombres tanta agua. La lluvia había cesado y poco a poco el cielo comenzaba a abrirse a medida que se alejaban de Cambridge. No habrían recorrido ni dos leguas desde que salieron de la ciudad cuando el coclic continuó por el camino de Londres en dirección sur, siempre siguiendo el curso del Cam.