UNA FIESTA
Las voces de los hombres llegaban hasta más allá del río, cruzando la carretera. Con la cosecha en casa, celebraban en la cantina el final de las eras. Desde las ventanas empañadas por el polvo, entre las rendijas de la agrietada puerta, los chicos miraban a los padres cantar y bailar al rítmico son de las botellas. Hasta los pastores bajaron de los puertos para la matanza del gallo, y el presidente no olvidó llamar a los dos jóvenes y únicos peones de la mina carbonera en las afueras del pueblo. Uno de estos, llamado Chana, ahuecó el pecho y gritó:
—¡Qué canten ahora los de la tierra del corcho!
Y el más joven de los pastores, afinando la voz, entonó unas alegrías. Fuera, los chicos reían, pero los padres, en la penumbra cálida iluminada por la luz del carburo, seguían con cuidado, como en un rito, cada uno de los furtivos registros del cantor. Al final hubo un silencio que rompió el presidente exclamando:
—¡Así cantes igual, dentro de cien años en el cielo!
—¡Eres más grande que Romanones! —gritó otro.
Y los chicos, en la noche, volvieron a reír. También ellos habían trabajado como los hombres durante todo el estío, y vestían, heredados, sus viejos trajes, las chaquetas largas hasta media pierna, sus astrosos pantalones. Los cuerpos, los rostros infantiles estaban quemados por el sol de la siega, y sus labios cortados por el hálito caliginoso que hace madurar las mieses a finales de julio.
Si los mayores mataban el gallo al concluir el pan, ellos también tenían derecho a organizar su pequeña fiesta y, de mutuo acuerdo, robaron una de las garrafas que, ya mediada, aguardaba su suerte en el corral de la cantina.
Los hombres salían de cuando en cuando a llenar los jarrillos que traían en la mano, y fue preciso esperar, para en uno de los intervalos llevarse el vino.
—Ahora; agárrala ahora.
Las voces arreciaban. Todos los hombres, los padres, los pastores, los mineros, cantan a pleno pulmón, a coro, y sus gritos debían tener en vela al pueblo entero.
—Cógela, que salen.
Se decidieron en el momento en que la puerta se abría, iluminando con su halo de luz las tapias del corral. Sin embargo, Chana no los vio y con paso vacilante fue tanteando las otras garrafas mientras los chicos huían con la suya, en las tinieblas.
Una ráfaga cálida hinchó las camisas, acariciando sus pechos, arrastrando el eco de su apresurada carrera lejos, más allá del pueblo solitario. La luna se cernía inmóvil, en un cielo amarillento, sin estrellas, contemplándoles cruzar el río sobre las piedras, mojándose los pies en la crecida de la madrugada. Brillaba el agua, y uno a uno los sapos de la ribera fueron enmudeciendo, mas cuando el último de los chicos pisó el césped del otro lado, llegó por la carretera un rumor de cascos que les hizo tenderse en la cuneta, bien pegados al suelo.
—Son los guardias.
—No son. Vienen de arriba. Además traen caballos.
—¿Y qué? Los de Asturias los tienen.
—¡Qué van a tener!
—Son asturianos.
Eran tres asturianas sobre caballos zainos. Dos de ellas charlando en alta voz y la tercera descabezando un sueño sobre el aparejo. También los animales parecían dormir, con sus abultados párpados a medio caer, trotando al borde mismo del camino. Cruzaron rumbo a la cantina, y los chicos se alzaron, viéndoles alejarse. En la cantina, la juerga había cesado y ahora se alzaba un rumor de voces agrias y violentas.
Los chicos formaron, en torno a Antonio, el mayor, un círculo apretado y medroso.
—Ya lo saben, ya se dieron cuenta.
—¿Qué hacemos? —preguntó uno, mirando con prevención a la garrafa—, ¿devolverla?
—¿Quieres llevarla tú? —respondió Antonio—. ¿Quieres? Pero el que había hablado no quería, ni ninguno de los otros.
—¡Si me ve mi padre llegar con el vino! ¡Menudas chispas tiene!
Un farol se encendió. Tras mucho ir y venir salió a la carretera alumbrando al confuso grupo de hombres que le seguían. Las voces se hacían más claras, y los chicos, vadeando el río de nuevo, quedaron al abrigo del puente, entre las matas de sangoneas. El arco de piedra recogía netamente las palabras de los que venían acercándose y a medida que temblaban los fugitivos, entre los mimbres las iban reconociendo.
—Ese es mi padre.
—Y el mío viene también —musitó Antonio.
—Y mi tío. Traen las correas en la mano.
—¿Qué correas?
—Los cintos. Asómate y ya verás.
Los hombres llegaron, deteniéndose en el puente, casi sobre sus cabezas. Hablaban de dar un escarmiento. A veces, cuando las lenguas se atascaban, otro intervenía y un conato de disputa estallaba, abortada al punto por una voz que no se cansaba de repetir:
—¡Hay que encontrarlos! Se les busca…
Sin embargo los de la mina estaban en contra y hacían causa común con los pastores que querían continuar la juerga por las casas del pueblo.
—Hay coñac para todos. ¿Quién piensa en críos, ahora?
—Nada de coñac. Hay que enseñarlos. Hay que cogerlos. Aunque esté mi hijo entre ellos. Con esta —el chasquido de la correa estremeció a Antonio, abajo— le voy a enseñar esta noche a tener respeto a los hombres.
—Así anda el mundo.
—Así anda todo.
Pero los mineros, más tranquilos a pesar del vino, insistían:
—Si les dio para esconderse ya puedes traer faroles para buscarles.
—Tú calla, que no es tu hijo el que lo ha hecho.
—Aunque lo fuera. Cosas de críos.
—Se les coge…
—Calla ya, hombre, calla ya.
Pero la voz machacona continuó insistiendo a solas, aun después que los otros se hubieron alejado. Algo debió moverse abajo, entre las sangoneas, cerca del agua, porque de pronto cambió de tema, amenazando a los chicos con echar sobre ellos todas las piedras sueltas en el pretil del puente. La primera cayó en el río con seco chasquido, alzando una onda que se deshizo al estrellarse contra la basa del arco. Los compañeros de Antonio tiritaban bajo la fina llovizna que se abatió sobre ellos de rechazo. Maldecían a media voz, insultando al hombre que desde arriba los mantenía quietos en la ribera sin poder moverse, sin toser siquiera para no delatarse.
Sin embargo, tras la primera piedra, ninguna otra siguió. Inesperadamente arriba se hizo el silencio.
—Se debe haber dormido.
—¿Lo echamos al agua?
—Vámonos. Vámonos antes que vuelvan.
Iban siguiendo el curso del río en silencio, huyendo de las voces que ahora sonaban por todo el pueblo.
En la fragua, sentados sobre el chasis de un viejo camión, fueron pasándose la media garrafa. Era un vino negro que rascaba el paladar. Uno de los chicos no bebía. Sacó una galleta del bolsillo y comenzó a roerla con placidez. Los otros le gritaban:
—¡Anda, bebe!
—Vaya tío…
Con los mayores lejos, olvidaba ya la fugaz persecución, bebían apresuradamente sosteniendo el vino en sus manos callosas que temblaban ya un poco como las de sus padres. Frente al portal de la fragua, las ramas de un castaño crecían tumbadas oblicuamente sobre el agua. A veces una hoja picuda, dentada, se desprendía hundiéndose con breve giro en la corriente. Alguien propuso bañarse y todos se desnudaron, pero el primero que entró en el agua salió bufando, amoratado. Fue preciso encender una hoguera y echarle encima las chaquetas, toda la ropa de los otros.
Antonio miraba el río ante sí. El verdín de las lávanas ondulaba en el fondo. Parecía las oscuras manos del agua. Y el agua reflejaba, al resplandor del fuego, las escuálidas siluetas de los muchachos en calzoncillos, saltando sobre el césped. Un especial frenesí parecía embargarles, una gran prisa por apurar su júbilo antes del alba, antes de que el día siguiente les sorprendiera trabajando, tras aquel paréntesis festivo.
Uno de los pequeños, abandonando la hoguera, se acercó a Antonio.
—¡Cómo baja el río! —exclamó jadeante, como si también él lo viera por primera vez, y antes de que Antonio hallara en su imaginación algo que contestarle, confesó—: Me estoy poniendo malo.
—Es el vino.
—Será. Además tengo frío.
—¿Por qué no te vistes?
—Es que tiene la ropa ese.
Señaló al que temblaba bajo las chaquetas, junto a la hoguera, y como para olvidar su propia tiritona miró de nuevo el limo del fondo.
—¿Qué es?
—¿Eso? Nada… el agua que lo hace.
Tiraron a la corriente la garrafa vacía, viéndola hundirse y reaparecer al punto, perdiéndose en la oscuridad, río abajo, como un barco escorado.
Todos sentían un sueño pesado, el sueño del vino, y allí mismo, en la orilla, se tumbaron, tosiendo muchas veces por la humedad del césped. Cruzaban sobre sus cabezas nubes más blancas que la luna, tan bajas que dejaban flecos de bruma en las cumbres de los montes. Los muchachos, cara al cielo, miraban más allá de las estrellas, las constelaciones complicadas que ahora no veían pero que en las negras noches de diciembre habían aprendido a distinguir, y Antonio se preguntaba si, como la maestra decía, había un mundo en cada uno de aquellos relámpagos de luz que cada noche se encendían, con sus árboles, y sus muchachos trabajando todo el verano del alba a la noche, sin un solo día de respiro.
Amaneciendo despertó. Los compañeros se habían ido poco a poco retirando. Ante él, una borrosa silueta cuya voz reconoció, dijo.
—Anda, levántate.
—¿Qué pasa?
—Que vayas a acostarte.
Las piernas le dolían, envaradas, entumecidas.
—Tienes que acostarte —repitió el padre—, si no mañana no vas a tirar del cuerpo.
—Será hoy…
—Hoy.
Y los dos, serios, casi desconocidos de nuevo el uno para el otro, marcharon despacio, en la luz amarillenta de la mañana, rumbo a casa.