Llegar a más

LLEGAR A MÁS

De niño, la noche solía sorprenderle contemplando las sombras del solitario paredón, al otro lado del valle, frente a la casa. Se alzaba vertical, lejano, comido por el agua y las nieves. Formaba con la colina en que las reses de la venta pastaban, el puerto por donde la carretera discurría, rumbo a la otra provincia y al mar, luego. A veces los milanos, en las tardes breves del otoño, se cernían inmóviles, gravitando sobre la cumbre hasta perderse en los otros picos más altos de la cordillera. Él los seguía con la vista hasta cegar, hasta que la oscuridad le sorprendía, y, juntando los animales, volvía a casa, a través de los prados florecidos, apenas rescatados de la escarcha.

En la venta, sobre el arca negra de la cocina, o en el quicio de la puerta, si el tiempo venía cálido, se sentaba el patrón, de charla con los pastores, y el dueño de la piara que cada año venía de Extremadura con su gente para alquilar el chozo y la dehesa.

El patrón le había sacado del hospicio, hacía tanto tiempo que ya ni recordaba. Su vida era tan sólo, por entonces, montañas desgajadas en aludes de grava, los valles interiores, poblados de humildes reses, y aquel murmullo, el soliloquio, la voz de los pastores, en la tertulia al pie de la ventana.

Aprendió a conocer todos los seres que pueblan la retama y la jara: el alacrán, cuya punzada ardiente sube en pos de la sangre, el vástago, que chupa dulcemente la leche a las cabras, la zorra, el lobo, las brillantes lisas, la vaquiruela, huésped medrosa de las lluvias, y abajo, en los umbrosos rincones de los ríos, la nutria.

—La nutria sabe distinta, a caza o a pescado, según se la mate en monte o en el agua.

—¿La vio usted? ¿Vio usted alguna?

—Unas cuantas. Más de una y de dos…

—¿En qué río?

—¿Qué más da? En alguno sería. ¿A que no sabes tú cómo se desuella una nutria?

El chico no contestaba. No lo sabía. Como siempre, desde la oscuridad, acechaba la respuesta.

—Se la coge —respondía el pastor, alzando el brazo como si manejara un cuchillo— y desde el hocico, de adentro afuera, se va cortando, cortando, hasta separar la piel. Se saca entera para que sirva. Así…

Hacía una pausa y seguía preguntando:

—¿Sabes por qué tiene ese hocico?

—¿Qué hocico?

—En punta, como un perro. Para las truchas. Las sigue y las saca de las piedras. Hasta el fondo se mete.

Otras veces enseñaba al muchacho, atento y silencioso, cómo curar el veneno del alacrán, matando el bicho, friéndole y posando el cadáver como una cataplasma sobre la picadura.

—¿Y la historia del vástago? ¿Sabes la historia del vástago? ¿No sabes que hubo uno que conocía al pastor por la manera de silbar? Le silbaba y salía. Se ponía tieso, así… —blandía el brazo erecto, a un lado y a otro—; el pastor le ponía leche en una lata y la bebía.

—A todas las gusta —comentaba el de la piara—; a todas las culebras. Si una vaca echa sangre en la leche, es que ya el vástago estuvo allí.

—Cuando le llegó el tiempo de la mili, el pastor se fue, y al volver, después de que cumplió, subió al monte otra vez a silbarle al vástago. —Hacía una pausa como si la historia hubiese terminado—. ¡Pues le reconoció! Ahí tienes… Fíjate si son listos esos bichos. Mira si tienen memoria.

La eterna compañía de los hombres en casa, y la soledad de los valles, arriba, le hicieron poco hablador, tan silencioso, que los chicos del pueblo, cuando bajó el primer día, le miraron con prevención. Pero el trabajo común le fue uniendo a ellos y acabaron por aceptarlo tal como era. No se admiraron más de los largos pantalones impropios de su edad, ni de aquellas abarcas sujetas con correas, capaces de cortar el pie de un hombre. Supieron que era zurdo viéndole coger la barra, y la pica más tarde, cuando el carbón apareció.

* * *

Ahora recuerda el valle, apenas surgido el mineral, antes de que agotaran su riqueza, antes de que el filón, caprichoso, huyera hasta desaparecer montaña adentro.

Fue preciso tallar un estrecho sendero en la falda de roca, subiendo hasta media ladera en abiertos meandros, volando con cartuchos grandes bloques de pizarra que brillaban bajo el sol, rezumando aceite al desgajarse.

Iba un hombre delante. Trazaba con su varita el nuevo derrotero, deteniéndose a ratos tentando con ella los bloques de granito, como yendo a alumbrar algún tesoro.

—Aquí hay que dar un tiro —decía.

Y proseguía incansablemente, montaña arriba, sin volverse a mirar cómo el ayudante marcaba con tres piedras el lugar del barreno.

El hombre de la varita vino de Asturias, donde había carbón en abundancia y la gente medraba en poco tiempo. Los chicos, espalando, mientras los hombres picaban, oían contar a menudo, cómo había entrado en la mina a los diez y seis años, y a fuerza de aguantar, trabajando cada día, había llegado a capataz, a poseer filones propios. Era cuestión de hacer cada día un poco más, y guardar también más que ninguno, igual que allá en América los indianos.

Así, el chico, por ser más que ninguno, quiso suplir a un barrenista gallego que el compañero dejó sin una pierna, al írsele la cabeza de la maza. El gallego mantenía firme la barra, haciéndola girar suavemente después de cada golpe que el compañero descargaba. Después, cuando ya el barreno iba profundo, metía la afilada cucharilla de hierro hasta que el mango interminable desaparecía, sacándola repleta de un polvo sutil: el alma de la piedra. Una mañana el mango se rompió, y el gallego, tras llevarse ambas manos a la rodilla, se perdió monte abajo, gritando. Bajaron los hombres tras él, seguidos de los otros barrenistas y los chicos. Tuvieron que buscar de firme hasta encontrarlo entre los abedules del río, con la pierna en el agua. Pero la pierna estaba negra, y días después, el médico tuvo que amputarla.

El compañero anduvo todo un día sin aparecer por el tajo y el chico no pudo presentarse, aunque el mismo miedo de la carne negra y tumefacta le espoleaba.

Cuando al amanecer, el otro volvió, el muchacho ya estaba en el monte, a medio camino. Le fue siguiendo en silencio. Al fin, el compañero hizo un alto, adivinando la pequeña sombra, que en el amanecer subía tropezando a sus talones.

—¿Tú qué quieres?

El chico vio el gesto violento; reconoció la voz quebrada de tanto maldecir, y calló. No supo qué decir, temiendo la respuesta.

* * *

Al año siguiente, con el camino franco, los compañeros comenzaron a llamarle «el Largo», porque el invierno le hizo crecer desmesuradamente. Ahora sí podía ser más. Pidió trabajo en la mina, y a pesar de que la galería no había crecido mucho consiguió que lo aceptaran. Ayudó a colocar el carril, y más tarde, a empujar la vagoneta que muy de mañana alimentaba el vertedero, con el sólido fluir del mineral.

Un par de veces ha bajado ahora hasta la boca, buscando los senderos que el nuevo trabajo, entonces, le fue haciendo conocer. Descubrió las entrañas de su monte, de aquella ladera vertical, azotada por los cierzos, viendo por vez primera su otra cara, para él desconocida: el húmedo y tibio corazón de la tierra.

Allí picaban Marcial y Verbenas. Verbenas viéndole tan largo le decía:

—Tú crece, crece, que cuanto más alto subas más vas a agacharte luego.

Él callaba, porque nunca supo contestar a las bromas de los otros, pero a veces pensaba si su altura no le impediría con el tiempo llegar a más, dentro de la galería.

Aprendió a conocer las capas, la pica, los barrenos, el crujir agorero del entibado, la humedad, la máscara opaca que el agua pega al rostro, y la marca negra que deja sobre la carne, cada herida en la mina. A veces oía hablar de otro mal, de la enfermedad cuyo nombre nunca recordaba, pero aquella era una galería húmeda y bien ventilada, y el agua no dejaba saltar el polvo de la piedra.

—El polvo de la piedra salta, y tú, que estás respirando encima, te lo tragas. Te hace en el pulmón unas heridas pequeñitas, así… —Marcial señalaba entre sus dedos un punto infinitamente pequeño—. El pulmón es como una esponja. Es como el asma que no te deja respirar…

El chico no sabía qué era el asma, pero callaba.

—Estás con fatiga y con ansias todo el día, y cuanto más lo fuerzas, más se daña.

Aunque escuchaba atento, nunca llegó a tomarse en serio aquella historia. Ahora que ganaba su primer dinero, quedando libre al atardecer, ahora que, si el trabajo dura un año, pensaba echar bicicleta como los otros, no iba a preocuparse por algo que apenas alcanzaba a comprender, algo tan insignificante que ni ver se puede. Además, ninguno de los picadores perdía romería, sobre todo Verbenas, cuyo nombre jamás pudo descubrir a fuerza de oírle llamar por el apodo con que su afán constante le había bautizado. Opuesto en todo a los pastores, sus viejos amigos, nunca les vio guardar un sueldo para las malas rachas, ni callar un secreto, ni cazar los domingos una pieza que no fuera compartida.

Durante un tiempo, temió que el carbón fuera a terminarse antes de poder él comprar la bicicleta entera. Observaba el filón junto al picador de turno, preguntando.

—No tengas miedo —le contestaba Marcial—. ¿Qué importa que se acabe?

—¿A ti te viene igual?

—¿Crees que no hay más carbón en este mundo? Aquí están estos dos brazos para darme de comer adonde vaya.

Los blandía, confiaba en ellos como en dos fieles herramientas, como en dos robustos hijos. Debían constituir todo su capital, la única riqueza de Marcial y Verbenas.

* * *

Frente a la casa, las cumbres se han borrado, fundiendo su último perfil en la noche que avanza. El viento huyó; hay una pausa cálida. El camino no es empinado y, sin embargo, hay que hacer un alto para recuperar la respiración perdida. El pecho retumba.

Allí junto a las tablas de la cohorte está arrimada la vieja bicicleta que el hijo del nuevo patrón le pide prestada algunos días para bajar al pueblo. Tanto da ya, regalarla. La trajo pensando alguna vez volver a utilizarla y porque en cierto modo es como un viejo animal al que su destino estuviera ligado. Esas llantas cubiertas de grietas remendadas le llevaron a Asturias en su viaje inicial, a la fonda de la primera noche, a casa del primer capataz, en busca de trabajo.

Por entonces se acordó mucho de su amigo Verbenas, pues también él conoció fiesta tras fiesta, y como su maestro, en las húmedas noches de la cuenca aprendió a buscarse la buena compañía.

—¿Qué, rubia?; ¿bailamos?

La rubia le echaba una rápida ojeada y tras previa y tácita consulta con la amiga, aceptaba o no, según el fallo.

El fallo fue poco a poco mejorando hasta tornarse siempre favorable al año en que llegó a picador de primera. Como los veteranos, se acostumbró a prescindir de la máscara, porque sofocaba y era como respirar un viento cálido y denso.

El capataz, a menudo le prevenía; pero ni él mismo debía creer en la eficacia de la esponja.

—El polvo malo, el fino, pasa igual; y el otro no daña, el otro lo escupes con la tos —decían los compañeros.

Y aun había quien lo respiraba adrede por pasar los tres grados y cobrar el retiro, y quien picó siempre desnudo sin temer al grisú, capaz de abrasar toda la piel en un segundo.

Así andaban las cosas cuando el médico le mandó llamar.

* * *

¿Por qué —piensa, caminando de nuevo— el cuerpo enfermo recuerda siempre el valle en que nació? Al fin y al cabo él había nacido allí, ese es su valle: los puertos, las montañas, la antigua carretera cruzando rumbo al mar, ante la casa. El patrón es otro. Tiene un hijo pequeño que cada semana baja al pueblo, a buscar el correo y el dinero que para el huésped manda la Compañía puntualmente. También son otros los pastores y el hombre de la piara. Él mismo es ya un extraño.

Los pastos que el verano no llegará a agostar vibran bajo la vaga luz del cielo. Llegando a los corrales, busca la llave que la patrona, antes de acostarse, ha dejado escondida en el quicio de la puerta. También en la cocina está el vaso de leche. Sólo queda dormir. Al cabo de una hora, saldrá la luna y bañará la venta. Los perros ladrarán; irán borrándose, una por una, todas las estrellas.