La vocación

LA VOCACIÓN

Falta apenas un minuto para la hora. El gran reloj del locutorio mueve su aguja hasta dejarla vertical y, desde lejos, a través del altavoz que preside el estudio, llegan vibrando ocho campanadas. Antonio ha ensayado mentalmente sus primeras palabras. Ha leído con cuidado los cinco folios que tiene ante sí, confusamente impresos en la multicopista de la radio. Teme habérselos aprendido de memoria. A veces sucede así de tanto repetirlos. Entonces cuando los nervios apuran, la memoria va más aprisa que la letra y se roza una frase.

El micrófono no impresiona tanto cuando al otro lado de la mesa está el compañero para sacarlo del apuro, pero ahora, en la soledad de la habitación guatada, donde ni el rumor de las oficinas llega, siente que está sudando. Seguramente en ese momento, el director ha encendido su receptor en casa. Dicen que oye constantemente los programas. «Si este día —piensa Antonio— quedo bien, seguro que me aceptan, seguro que me quedo de plantilla». Se acabó, entonces, el vagar por los pasillos, las visitas monótonas a la redacción, el tedio de todo un año perdido.

Él sabe que muchos de los que hoy figuran en puestos de importancia, incluso su amigo Agustín, llegaron silenciosamente, casi de contrabando, como un humilde huésped cuya presencia no desea hacerse notar. Desde entonces, jornadas aburridas de despacho en despacho, cigarros consumidos en tardes vacías, en el ir y venir de los departamentos en pequeños trabajos que por ignorados no suponen ningún mérito concreto, hasta cierta mañana —ellos no sabrían ya decir cuándo la voluntad invisible que rige la emisora ha uncido a esta su vocación y su destino.

Cuando la música de sintonía cesa, la luz verde desaparece. Se enciende la roja y el encargado del control, desde su puesto iluminado, hace a Antonio un gesto que quiere decir: «Ahora».

Ya está dicha la cabecera. Vuelve la luz verde en tanto gira un disco. Un son lento, melodioso, a tono con la mañana que comienza. Antonio, más tranquilo, contempla al lado opuesto de la mesa, el otro lugar vacío. En el programa hay párrafos para locutora. Si esta no llega a tiempo, deberá llenar él los intervalos. Más difícil. ¡Ojalá quién lo escribió no haya matizado mucho!

El disco termina. De nuevo el gesto del otro, más allá del cristal.

El director quiere optimismo por las mañanas; un tono amistoso, confidencial en los programas. Publicidad de las once en adelante, y las tragedias a las seis, en los seriales. Ahora hay que hablar a cada escucha individualmente, en coloquio cordial, como a un amigo a quien se quiere mandar contento a la oficina.

Antonio piensa en su padre. ¿Irá su padre contento a la oficina? No. Su padre nunca escucha la radio, y menos a esa hora.

En los platos del control se agotan veloces los discos. Cada vez que el hombre en mangas de camisa le hace seña. Antonio habla, cara al micrófono, ni muy lejos, ni demasiado cerca, como le han enseñado. Ahora dice las palabras con menos dificultad, casi con soltura, sin la penosa sensación de expulsarlas, como al principio.

Al fin alguien aparece en el locutorio.

Raquel lleva seis años en la emisora. Empezó muy joven. Se desliza por la puerta silenciosamente y llega a tiempo para leer su parte con aplomo y rutina. A pesar de su rostro indiferente, recién salido del sueño, la voz surge amable, cargada de cálidos matices. Una de esas voces que el público conoce sin saber su nombre, tan sólo de oírla día tras día.

Tras concluir el santoral, mira.

—¿Qué tal?

—¿Yo? Regular… —duda Antonio.

—Paco dice que bien. Me lo dijo al entrar.

Paco es el del control. Le miran y él, como si supiera de qué hablan, asiente.

—¿Tú eres amigo de Agustín?

—Sí. He venido algunas veces con él.

Agustín le recomendó que se dejara ver por la redacción, por el estudio. Es la táctica de muchos, es mejor que llegar de pronto, una mañana, pretendiendo trabajo. Al fin se ha presentado una ocasión, una vacante temporal por afonía, porque el otoño es la estación más peligrosa para los locutores. Antonio reemplazará provisionalmente al compañero enfermo y Agustín puede sondear al director, mientras tanto.

Ahora, las efemérides del día: En tal día como el que corre, Alejandro Magno acaba de someter la Capadocia; cuatro siglos después, la virgen Eufemia sufre prisión y muerte bajo Diocleciano. En 1502 Cristóbal Colón, durante su cuarto viaje a América, avista la costa de Veragua.

—¿Nunca hablaste en la radio?

—Una vez, en un concurso, con otros. Nada…

—¿Solo, nunca?

Mueve la cabeza, negando otra vez, mientras con el índice señala su parte en el papel. Raquel, vista a la luz de la pequeña lámpara, parece joven, con esa juventud un poco ya pasada, que realza la luz artificial. Del cuerpo no se puede juzgar. Entró con el abrigo sobre los hombros y se lo quitó sentada, un poco hombrunamente, mientras leía.

Antonio va leyendo y de pronto, incomprensiblemente, el texto acaba al volver una hoja. La garganta se seca en un instante, mientras vuelve atrás, buscando el final de la frase. Mas por allí ya pasó y cuando comprende que el chico de la multicopista, al grapar los folios, metió entre ellos uno blanco, ya Raquel hilvana sus últimas palabras dando entrada al disco siguiente.

—¡Si tuvieran cuidado! —arranca la hoja con rabia.

—No lo notaron. Pasa en todos los programas. Cuanto peor parece aquí, mejor sale fuera.

Nadie lo ha notado porque a esa hora la casa duerme aún. Cerrado el despacho del director, desiertos los pasillos y la redacción, sólo una mecanógrafa ha madrugado para copiar dos recetas de cocina. La chica escribe: «Leche frita», y a su tecleo suave, distanciado, sirve de fondo el rumor lejano de la calle.

Los muros acolchados del estudio grande guardan aún los aplausos de la noche anterior. Las sillas revueltas perpetúan la confusión de última hora, y en tanto el salón vacío parece descansar del estentóreo diálogo de las voces, el piano enfundado, los micrófonos cubiertos, esperan que la mujer de la limpieza los reintegre puntualmente brillantes al público de las cinco, de las seis, de las diez de la noche.

Sólo en el hall, ante la puerta de entrada, el conserje y el guardia de turno bostezan. El conserje, tras su pequeño mostrador, hace cábalas sobre los puntos a cobrar; el guardia, cruzadas sus flacas piernas, dormita. Los primeros en llegar son los botones.

—… y calcula, toda la tarde bailando.

—¿Con la negra?

—Con la morena.

—Parece una negra. ¿Y después de bailar?

—Después, nada.

—¿De lo otro nada? ¿Pero dónde fue la cosa?

—En una reunión. La casa de un amigo.

—Se la saca de allí, hombre.

—¿Y si no sale? ¡Allí te querría yo haber visto!

Entran en el guardarropa y de mala gana visten sus guerreras galonadas. El mayor suspira.

—¡Cuándo seremos viejos para cobrar el subsidio!

—El conserje les ha seguido con la mirada.

—¿Has visto? Ni los buenos días.

El guardia no comenta. El otro continúa:

—… ni educación ni nada.

La puerta de hall se abre para la señorita Carmen. Al tiempo que avanza, los dos hombres la contemplan, la envuelven en la mirada ociosa y triste de todos los días y ella, también como cada mañana, la ignora preguntando:

—¿Ha venido el señor Anaya? El conserje mueve la cabeza.

—¿Y el señor Masavé?

—No ha venido nadie. Es usted la primera.

—Bueno, deme la llave.

—Ya está dentro la señorita Pepita.

Desaparece. La señorita Carmen, cuando quiere, hace valer su jerarquía, su puesto privilegiado de secretaria del director. Extiende con arte y habilidad una helada barrera en torno a la cálida admiración que nace de su cuerpo.

A poco, suena el timbre del avisador.

—Acaba de llegar y ya está llamando.

Nadie acude. El timbre suena hasta que el conserje le hace callar, atravesando el hall, camino del guardarropas.

—¿Pero qué? ¿Os vais a pasar ahí toda la mañana? Los botones, sorprendidos, se ofenden:

—Ya va, hombre, ya va.

El pequeño, más tímido, sale primero.

—No correrá tanta prisa, digo yo.

—¿Y cuándo hay prisa para vosotros? La señorita Carmen está llamando. El mayor se apresura.

—Ahí voy yo.

—¿Pero qué pasa ahora?

—¡Qué voy yo, te digo!

A las nueve empieza la vida. Llegan las mecanógrafas, sonámbulas por el cansancio del domingo, un poco aburridas de antemano, bajo el brazo la toalla limpia para las manos que los clisés de la ciclostil embadurnan muchas veces al día. Entra Andrés, el jefe de programas, y Agustín, el amigo de Antonio; llegan los redactores, los locutores de estudiada eufonía, el viejo zarzuelista fracasado que archiva los discos, y la encargada de publicidad con sus años, su tos, y su genio irascible. Entran en tandas, según el ascensor los sube, y luego que el reloj del hall ha marcado sus tarjetas con un timbrazo agudo, van quedando en el laberinto de puertas anónimas que sin rótulo, ni número, jalonan el pasillo; puertas cuyo destino sólo enseña la costumbre, el repetido peregrinar de cada día.

Por último, a eso de las once, llega el director.

* * *

Hasta la ventana abierta llega el húmedo vaho del otoño. La calle, más allá del cristal, siete pisos abajo, fluye bajo la niebla. Cuando el director, entra en su despacho, ya Andrés y Agustín esperan allí. Andrés charla con la novia. Agustín espera que el jefe encienda el receptor para, con la voz del amigo, presente, recomendarle.

El director, como todos los lunes, llega un poco cansado. Se sienta a su mesa frente a su propio retrato que le contempla desde la pared al lado de una vieja fotografía de Alfonso XIII inaugurando la emisora.

—¿Han leído ustedes esto? —Deja caer un periódico del domingo.

Todos conocen el artículo excepto Agustín. Mientras lo va leyendo piensa en Antonio.

… el hecho de que la radio, en las condiciones actuales, constituya el elemento de difusión nacional que más directamente llega a las clases populares es lo que nos hace llamar la atención hoy, no sólo sobre la baja calidad de los programas, sino acerca de la ignorancia que del idioma hacen gala nuestros locutores. Toda licencia a este respecto redunda a la larga…

—¿Qué les parece?

Agustín interrumpe la lectura. Andrés responde:

—¡Para esto sí que debía haber censura!

—Lo de siempre, ¿no? —opina Agustín.

El director no hace ningún comentario. Dobla el periódico cuidadosamente y lo guarda.

—¿Ustedes creen que hablan tan mal nuestros locutores?

—Los periódicos piensan siempre lo mismo: sólo ellos tienen razón. Debe ser porque nadie les hace caso. La radio es un negocio. Cualquiera diría que regalan los periódicos.

Andrés sigue aún explicando sus razones, pero el director ya ha olvidado el asunto. Pide los programas de la semana que Carmen deposita sobre la mesa.

«Letras y mundo». Inauguración de una casa de mecanografía. (Intervienen los dueños que harán declaraciones). Orfeón Mejicano. Serial. Crítica deportiva patrocinada. Tres guías comerciales. Sederías, boleras, zapatos, espectáculos. Pan tostado y aleluyas de anuncios. Seriales más importantes y dos concursos cara al público. Un breve concierto de Chopin. Más guías. Oranges. Retales. Sederías. Camas. Champán. Gabardinas. Purgantes. Regalos de vespas y automóviles. Saldos. El serial de éxito…

La directora de publicidad quiere cargar la mano pero los redactores se resisten. Aunque ellos no lo dicen, el artículo del diario pesa.

De pronto, tras un final melodioso, la voz que Agustín espera, les envuelve inesperadamente. Carmen, mientras discuten, ha encendido el aparato del despacho. Todos quedan por un instante, vagamente suspensos ante el locutor desconocido. El director pregunta.

—Está enfermo Castellón —contesta Agustín eludiendo la respuesta.

—¿Pero este chico quién es?

—Había que llenar ese turno, tan temprano…

—¿Es amigo suyo?

También al director el periódico le preocupa. ¿A qué viene, si no, tanta pregunta?

—Este año imposible. No me metan a nadie. Vamos muy mal de nómina. Al que viene ya hablaremos.

La voz de Antonio llega, sigue durante la mañana.

Gabardinas. Muebles. Tapicerías. Ron. Galletas. Tejidos. Medias. Día de la Madre. Café. Maltas. Comentario del día.

La voz de Antonio sigue. Antonio sigue. Cada mañana un poco. Pasa el hall y se asoma un momento en el departamento de su amigo. Todos los días. El portero, el conserje, le conocen. Algunos locutores recuerdan vagamente su cara. Agustín, su amigo, le ha dicho saliendo por la tarde el día de prueba:

—Tú sigue viniendo por aquí; tú no lo dejes. Es cuestión de acostumbrarlos, es cuestión de paciencia.