HISTORIA DE JUANA
En un instante ardió la retama, y la leña húmeda estalló en una serie de chasquidos haciendo surgir al humo recto por el tiro. Juana estiró sus brazos dormidos, cerrando con placer los ojos en tanto de arriba llegaba la voz del padre:
—Juana…
—Ya va.
—El almuerzo. ¿Está?
—Ya va, ya va… Está casi. Está en la lumbre.
Burbujeaba el agua en la cazuela; el olor de la leche inundó la cocina, y Juana, ante el espejo, tentó su pelo para arreglárselo. Por más que hizo lo vio caer seco, lacio, junto a las sienes. Amanecía; la habitación comenzaba a surgir de la penumbra, brillando en las paredes los contornos de cobre, los cazos dorados.
—Dale un pienso al caballo, que no se te olvide.
—¿Va a venir a comer usted?
—Puede que venga tarde, si me entretienen.
Juana bajó los escalones macizos de la cuadra, con el farol en la derecha y la gran llave, fría, en la otra mano. En el vaho oloroso del establo, la luz reveló los grandes bueyes, dormitando al fondo, moviendo silenciosamente la cabeza, para alzarla, luego, mirándola un instante con dulzura.
El caballo, inmóvil, al extremo opuesto, golpeando inquieto, con los cascos las losas del suelo. Cuando la vio llegar, alzó rápido su pequeña cabeza, siguiéndola en todas sus idas y venidas hasta que estuvo aparejado. Fue tras ella dócilmente estremeciéndose con el frío del corral cuando salieron fuera. Unas suaves palmadas en el lomo:
—Quieto, caballo, quieto.
Fue preciso hincar con la rodilla en la panza para hacerle expulsar el aire y cincharle luego. Por fin, todo quedó listo: la leche hirviendo arriba y el caballo aparejado en el corral.
El padre desayunaba leyendo el periódico atrasado que cubría la mesa. Bajó calzándose los guantes de piel. Juana arrimó el animal al porche, para que montara, y durante un instante aún se oyó en el callejón el rumor de los cascos antes de perderse.
Hubo un tiempo en que fueron tres hermanas: Carmen, Herminia y Juana, pero al casarse las otras dos, quedó ella sola a vivir en la casa del padre.
Después de las bodas, sólo volvían por las fiestas del santo, con los trajes nuevos al brazo, envueltos en papeles, y los zapatos duros, sin estrenar, en la mano.
El padre, viudo desde hacía algunos años, subía el correo de cuatro pueblos, pero cuando no podía bajar a la estafeta, era Juana la que montando en el caballo, llevaba la valija.
Iba la muchacha acompasando el movimiento de su cuerpo al de las ancas del caballo, mirando pensativa los prados florecidos, los barrancos, las rocas cubiertas de helechos que parecían marcar sobre el camino, la calzada sinuosa hasta el puente romano. El caballo, siempre al paso, siempre sobre las huellas del día anterior, ni siquiera intentaba forzar la marcha cuando otras cabalgaduras le adelantaban.
—Adiós, Juana.
—Hasta mañana…
Y un hombre sobre un burro, con la guadaña al hombro como una muerte pequeñita, cruzaba entre ellos, volviendo de la siega.
¡Qué fiestas las de Juana, al cuidado de los sobrinos, haciendo el mazapán para los tres curas de la misa grande; preparando la mesa para la cena, después del baile!
Ella iba a la tarde, y volvía pronto, apenas comenzaba a anochecer. A veces la invitaban a tomar una copita en los puestos de la feria o la regalaban alguna baratija que guardaba con celo. Muchos la querían por su buen conformar, y en el invierno, cuando cuidaba de la limpieza de la iglesia, y de que no faltara vinagre en las vinagreras, ni vino para consagrar, el cura decía, hablando de ella, que ganaría el Cielo por los trabajos que pasaba y lo buena que era aquí, en la Tierra.
—¿Sin pasar por el Purgatorio?
—¡Sin rozarlo siquiera!
Llegó el primo de Asturias enfermo, amarillo del polvo del carbón, tosiendo con la muerte dentro. El padre del muchacho sólo estuvo quince días y volvió a Asturias, dejándolo en sus manos.
—Cuídamelo mucho, ¿eh?
—Ya verá qué bueno se pone en unos meses.
Los quince años del primo, pudieron al fin enderezarse. Su rostro fue poco a poco tomando otro color. Con el buen tiempo se acabó el quedar en la cocina. Salió al campo, con los demás muchachos, y como no tenía oficio ni trabajo alguno se aburría.
Juana, entonces, decidió un día subirlo al aparejo y bajarlo con ella a buscar el correo.
Iba el chico derecho sobre la cabalgadura silbando algún aire de su tierra, y Juana detrás, el brazo en su cintura, sujetándole. A veces el caballo volvía la cabeza, oyendo la canción y acompasaba el paso.
A los que le preguntaban, Juana respondía:
—Es mi primo. El primo que te dije, que ha venido de Asturias.
Cuando el muchacho quería galopar, Juana no se oponía, aun a sabiendas de que el padre no quería verla volver con el animal sudado.
Iban los dos unidos, corriendo sobre el césped mullido como un blando colchón, al borde de la calzada. El primo, cuando el animal recobraba el paso, exclamaba:
—¡Qué bien estuvo esto!
—¡Con tal que no se entere mi padre!
—¡Por qué se va a enterar!
Al paso del caballo recobraban la calma y, más tranquilos, seguían cabalgando bajo el sol brillante de las doce del día.
La costumbre hizo al chico imprescindible. Juana no volvió a bajar sola, y una noche que el padre se acostó temprano, quedaron los dos en la cocina, cenando frente a frente.
—¿No tienes gana?
—No —respondió la muchacha.
—¿Por qué?
—¡Qué sé yo, será por el calor!
—Se le quedó mirando.
—¿Por qué me miras así?
—¿Cómo?
—Así, de esa manera.
—Por nada.
Una nube roja cruzó el rostro de la muchacha. El chico sacó una carta del bolsillo y comenzó a leerla.
—¿Cuándo te marchas?
—Dice mi padre que me espere hasta que venga él a buscarme.
—¿Va a venir ahora?
—En septiembre. ¿Qué? ¿No te alegras?
—Claro… ¿Cómo no?
Al día siguiente y un mes aún, continuó bajando Juana con sus veintisiete feos años, unida al primo sobre la cabalgadura.
Se reunieron en un corral, tras el cementerio. Eran cuatro; cinco con el primo más tarde, en la cantina siguieron charlando entre el olor a pez de los pellejos.
—Tú pídeselo, ya verás si te lo da… No puedo.
—A ti lo que te pasa es que te da miedo.
—¿Y por qué me va a dar miedo si es mi prima?
—¡Si está por ti, hombre! ¡Vaya si te lo da! ¡Tú pídele cariño! A la hora de la siesta, entró el primo en la cocina.
—Hola, Juana…
La muchacha alzó los ojos y le vio en el quicio, dudando.
—¿Está tu padre por ahí?
—Ha salido. A ver al presidente. ¿Qué querías? El primo tragó saliva y comenzó:
—Verte…