Este verano

ESTE VERANO

1

El otoño se anticipó aquel año. Bajo las amplias hojas de los plátanos que entre los farolillos relucían, las parejas se afanaban en torno a la orquesta. Surgían espaciados los disparos a las cintas, el grito de los borrachos en el bar instalado entre aspilleras y el timbre insistente de la barraca que adivina el porvenir. A veces un agrio claxon se abría paso entre la multitud, dividiéndola a ambos lados de la carretera, juntándola tras sí, perdiéndose a lo lejos, en la penumbra incierta de los pinos. Los rumores, las risas, las protestas se acallaban; renacía el canto de la orquesta por encima de todas las voces, y la brisa llevaba sus ecos sobre el verde vaivén de la alameda, a ras de agua, por los rincones remotos de toda la bahía. Bajo la mancha azul del cielo, era la verbena una ampolla de luz bajo otra luz, bajo el haz intermitente del faro.

Pablo, en la playa, limpió de arena las piernas de su pareja.

—Te quiero mucho —repitió la muchacha.

Pablo, mirando el halo circular en el que el agua se deshacía con su estrépito, no contestó.

—¿Nos vamos?

—Hace frío. Un poco de humedad.

La marea estallaba como una carga, rompiendo paulatinamente todo su frente.

—Tú también tienes el pelo sucio.

Al levantarse, sacudió muchas veces la cabeza, pero la arena, húmeda aún, no se desprendió. Tanto daba. Después de la fiesta, en casa, se ducharía. Ahora era sólo una molestia más en todo el cuerpo.

Vino un golpe de brisa que abrió paso a la luna a través de los pinos. Las copas se estremecieron y un haz blanco iluminó la carretera. Pablo miró la luna y la muchacha se acercó más, ciñéndolo por la cintura mientras andaban.

—Dame un beso.

Él la abrazó a su vez, besando su mejilla. La muchacha pareció conformarse, pero en seguida preguntó:

—¿Cuándo nos vemos otro día?

Hizo memoria de las fiestas venideras hasta octubre.

—Para el quince —respondió—. Para Nuestra Señora.

—¿De veras vas a ir?

—Claro que voy.

—¿En el autobús?

—En el tren. En el coche de más que ponen ese día. Ahí voy yo.

—¿Me lo prometes?

—Mi palabra.

La muchacha se arrimó aún más. Pablo se preguntaba dónde andarían los amigos. De la penumbra, junto al camino, vino un rumor de palabras. Un murmullo que se acalló a su paso. Quizá Luis o Tonecho o Marcial. Estarían allí o, como ellos, también de vuelta.

Las luces se reflejaban en el agua del malecón, a lo largo de la carretera. Las parejas se unían estrechamente un poco por el amor y un poco por el frío. Antes de entrar en el pueblo, cruzaron ante un viejo autobús, apagado, inmóvil frente a la iglesia. En las gradas de la cruz, ante el pórtico, tres muchachas cantaban. Callaron un instante oyéndolos pasar y, apoco, las voces se alzaron a sus espaldas, en tono más alto, intencionado.

—Cursis…

—¿Las conoces?

—Venían en el mismo coche. Veraneantes… —Dijo el nombre de un pueblo—. ¿No las has visto esperando para volver?

—¿No bailan?

—¿Quién va a mirar para ellas?

Los músicos sudaban. Dos saxofonistas se erguían interpretando el solo, en tanto el cantor se enjuagaba con una gaseosa. Entró de nuevo toda la orquesta, concluyendo con un toque agudo y prolongado.

—Bueno, esto se acabó.

—Parece que nos estaban esperando —se lamentaba la muchacha, pero la gente aplaudía y vino la propina.

—¿Bailamos esta última? La despedida… Me estoy quedando fría.

Entraron en el baile, pero el baile pareció rechazarles, abriéndose ante los dos, cediendo ante su paso. Al otro extremo de la pista apareció Marcial gritando:

—¡Ya estamos, ya estamos como siempre!

—Los ojos le temblaban tras los cristales de aros infinitos.

—¿Quién? ¿Tonecho?

Marcial sacudió los hombros asintiendo. El baile se había suspendido a medias aunque los músicos tocaban siguiendo de reojo la escena.

Ya Pablo se abría paso con Marcial lamentándose a su espalda.

Lo último que oyó, entre las protestas de la gente, fueron los gritos de la muchacha:

—¡Te matan…! ¡Te matan!

Las sombras entrechocaban jadeantes. Retrocedían rodando por el suelo, envueltas en el polvo mate que la luz del bar revelaba. En torno, un grupo confuso intervenía a veces, blasfemando. Se oyó un golpe seco y Tonecho llevó ambas manos a la cara, saltando la sangre entre sus dedos. Pablo golpeó ciegamente ante sí. Al punto, como un eco, la fiesta entera pareció desplomarse en su cabeza, atrás, junto a la nuca. Luchando por acercarse al amigo consiguió guardar la espalda contra el tronco de un castaño. Desde allí entre las demás sombras que le agredían vio a Tonecho caer y levantarse una y otra vez. Trató de encoger su cuerpo tras sus puños, tras sus propios pies, pero también a él le llegó su turno y mientras caía, sintiendo en sus espaldas los pies de los otros, aún alcanzó a oír el grito de Luis que se acercaba con los amigos:

—¡Ya está aquí el sindicato de la leña!

La música cesó. Vino la voz del director a través del micrófono:

—Pongo en su conocimiento que de continuar estos actos de incivismo…

Nadie escuchaba. La batalla saliendo de las sombras ganó el campo del baile. Las chicas huían intentando arrastrar a los hombres consigo. Grupos de muchachos desde las bacas de los coches jaleaban a ambos bandos, en especial al dueño del bar que provisto de un vergajo abandonó el mostrador con paso sereno.

—Ya vas a ver —exclamó uno—, ese sabe lo que se hace.

El del bar se acercó al grupo más próximo. Dio un golpe seco que restalló como un árbol tronchado, y un hombre se vino abajo.

—¡Dios, qué piña!

—¡Allí va otra vez!

De nuevo el restallido y otra víctima en el suelo. El altavoz proseguía:

—… actos de incivismo indignos de esta villa… Alguien se acercó al estrado, gritando al director palabras que el rumor del tumulto cubrió en parte.

—… tu madre.

—¡La tuya…! —respondió el acordeonista y, mientras protegía el instrumento, intentó detener al otro que ya se izaba sobre el estrado. El cantor alzó una silla derribando a los dos. La silla fue hasta la pista con ellos y el cartel que lució toda la noche el nombre de la orquesta: CHICOS DEL JAZZ.

El del vergajo, sentado ahora en la cuneta, intentaba cortar la sangre que manaba de su cara cortada, y los gritos, el crujir de las sillas, las blasfemias ahogadas, el opaco entrechocar de los cuerpos, toda la sorda furia nacida en un instante, sólo acabó cuando los civiles llegaron a buen paso, con el fusil cogido por el caño.

La gente huyó, sólo continuó insistente, en la noche, el claxon agudo de los autos llamando a los viajeros. Cinco hombres durmieron en el cuartelillo. Unos en autobús, otros en lancha, cruzando la bahía, cada cual volvió a su casa de amanecida.

2

Las estrellas cabeceaban arriba, al compás de la motora, brillando más allá de la bruma sutil que el vapor del gasoil hacía volar sobre las cabezas de Pablo y los amigos. Nadie sentía ganas de cantar como otras veces. Los cuerpos magullados descansaban a popa sobre las sogas embreadas, entre las cestas con olor a congrio. Pablo se acercó a Tonecho que con un pañuelo humedecido intentaba contener la hinchazón de la cara.

—¿Qué tal?

Tonecho le miró desde su único ojo descubierto.

—Si me hace caso a mí —respondió Luis por él—, a estas horas aún tiene el ojo sano.

—¿Tú qué sabrás?

—Claro, hombre, claro que lo sé. Por eso hablo, porque si estoy yo allí, en esta no te metes.

—Siempre anda armando sarracinas —se lamentó Antonio en la oscuridad—. Debías vivir en el Oeste.

—En Corea del Sur que es la más brava…

Antonio, luchando con el viento, encendió un cigarro. Por un instante su silueta afilada se reveló a la luz rojiza del mechero. Murmuró:

—Siempre mujeres…

—¿Qué mujeres? ¡Dos guarras!

Se oyó a Tonecho maldecir y cómo intentaba levantarse.

—¿Pero vais a empezar vosotros ahora?

—¿Por qué tiene que insultar?

—¿Quién está insultando?

—¡Tú! A ver si callas de una vez esa lengua que tienes. Pero Luis continuó:

—Y eso que estabas sobre aviso. Se lo dije yo. Con esas un rato y fuera. Ellas querrán más, pero tú fuera… Y de invitar, nada. Todo cariño.

Antonio rio por lo bajo y Pablo dijo, lamentándose:

—Ya la tenemos otra vez.

—Tu ahí tenías que haber ido en plan loco y no haciéndote el simpático.

Tonecho no respondió esta vez. Pablo pensaba que mucho debía dolerle el cuerpo para callar así.

—¿Pero el otro las llegó a pegar? —preguntó aún Antonio.

—Tanto como pegarlas… Así anduvo la cosa.

—Vamos, un capricho.

Un capricho, pensaba Pablo palpándose la nuca, que de estar sus padres en el pueblo aún, hubiera costado una explicación larga y penosa. Sin embargo, los padres marcharon tierra adentro, al balneario, hacía dos meses, con la hermana. Su vuelta marcaba cada año el fin del verano, un tiempo que, con agua o viento, con calor o sudeste, comenzaba para él a finales de mayo. Días interminables en la alcoba, con la ventana abierta al rumor del agua, largas siestas en la casa cerrada, comidas en la fonda de la tía; y a la noche, con los viajantes en broma perpetua, el claxon de las motoras desde el mar alto, frente a la galería.

El claxon de la lancha dio un toque breve frente al espigón. El patrón cortó gas, y el pueblo entero fue desfilando silencioso, en lo alto, ante los muchachos que a popa se incorporaban soñolientos. Allá va la iglesia maciza, incrustada en la roca, resguardada del viento por el montecillo que remata el istmo; el viejo cementerio que los nichos en alto, como pequeños hórreos, el bar de Justo cuya puerta entreabierta deja ver a la criada encendiendo la cafetera exprés para los pescadores.

La galería de la fonda parece iluminada. Brillan sus cristales en el amanecer. Tras ella cruza el cuartelillo con la ropa de los guardias ondeando en la brisa, y la casa de Pablo con su pino real y la fachada blanca que sirve a los patrones para tomar el rumbo cuando entran en la dársena.

Luis lanza el ancla frente al taller mecánico. Va soltando el cabo con cuidado y presteza. Aún desfilan el cine, una de las farmacias y el Banco. Vistos así, desde este lado, con su jardín y el mirador cara al mar sobre columnas de cemento, no parecen locales de negocio, apenas se distinguen de los otros edificios.

La lancha se detiene al extremo opuesto, en las afueras, donde la carretera se bifurca a la entrada del pueblo.

3

Despertó tarde, al son de las maderas golpeando en la ventana. Cuando trató de levantarse, el cuerpo se aferraba al lecho. Sentía la cama dura, ásperos el paladar y la garganta. Intentando cerrar las contraventanas, fue hasta el muro. Más allá del cristal, sobre el mar y la costa, caía la lluvia, y el sudeste soplaba como todos los días. En los alambres de la ropa, el bañador, tendido a secar, se mojaba de nuevo. Si el agua y el otoño comenzaban ya, sería difícil esperar hasta la vuelta de los padres sin fiestas y sin playa. Pero con la Universidad cerrada, los amigos andarían lejos hasta octubre, consumiendo su tedio como él, en cualquier pueblo remoto. Algunos salían fuera, al extranjero, para ver mundo y aprender idiomas, otros volvían a casa a descansar —¿a descansar de qué?—, a engordar un poco, según su madre.

Con tiempo y un poco de constancia podría haber sacado al padre el dinero para el viaje a Inglaterra o a París o a Alemania, cruzar incluso al sector ruso y volver a la facultad con el sabor acre, un poco misterioso de la fruta prohibida.

Sin embargo cada año pasaba la ocasión. Cuando en la capital tomaba el coche conocido, el viejo autobús verde y celeste que a través de los campos de maíz, playas de pinos, por caminos que borran las mareas, le iba acercando a casa, ya en su interior, junto a rostros amigos, cerca de Fermín el conductor, era como volver a lo de siempre, como volver a ser uno, uno mismo.

Un viaje monótono, largo de una tarde entera, pero que le iba acostumbrando al otro silencio, a la vida nueva del verano.

Quedaba atrás la Facultad, el paseo, el opaco rumor de las tabernas, preludio a los trenes estivales de Madrid, a los hoteles totalmente reservados, a las casas repletas. Terrazas al sol, playas y calles próximas al mar rebosantes de un eterno fluir bajo las nuevas luminarias, a los sones perdidos de la orquesta traída por el Ayuntamiento para las fiestas de verano.

Con el último sol, a la postrer hora de la tarde, quedaba el autobús vacío, solos Fermín y Pablo, con algún paisano silencioso. El mar se aproximaba a cada vuelta y los pinos se hundían a ras de la ribera. Por las aguas en calma subía una goleta sirgada desde tierra por hombres cenicientos.

La llegada, la salida, por fin, a campo abierto, cara a alta mar, al halo de los pinos, a la profunda voz de las mareas. Tras el último bosque la casa, el bar de Justo y los amigos. Llegaban las primeras visitas, los primeros vasos, el primer baile al otro lado de la ría. Después, con el calor y el recuerdo de los años anteriores, el hastío.

El viento trajo de lejos el zumbido de un motor. No era el de las lanchas que Pablo conocía bien, ni el camión con el pescado de la lonja, ni el coche de la línea. Calzó las zapatillas y fue a mirar desde las ventanas de la fachada opuesta. El agua repicaba en el cemento de la calle vacía, hasta más allá de las dunas. Entre los pinos que coronaban el último tramo se alzó con fatiga un pequeño automóvil. Pareció detenerse en lo alto y luego, hendiendo la cortina de lluvia, se fue acercando para detenerse ante la fonda.

La criada apareció en la puerta recogiendo las maletas que el conductor alto y desvaído le tendía. Tras él, salió del coche una muchacha. «Franceses», pensó Pablo y lo último que desde la ventana pudo saber fue que el hombre llevaba barbita pequeña y recortada.

4

En el bar de Justo, semidesierto, dos pescadores dialogaban a gritos golpeando con brío, sobre el mármol, las fichas del dominó. Tras el mostrador, al amparo del alto muro repleto de botellas, Marcial, viendo entrar a Pablo, interrumpió su charla con el dueño.

—Buenos días muchacho. ¿Qué ponemos, blanco o tinto?

—Lo que más rabia le dé. Un blanco…

—¿Castilla?

—Bueno.

—¡Un blanco! —se gritó a sí mismo Justo, ahuecando la voz, parodiándose en tanto le servía.

¿Qué? ¿Anoche hubo fiesta?

—Hubo movimiento —respondió Marcial.

—¿Sabéis que ya anduvo el cabo indagando esta mañana? Andaros con ojo, chicos…

Pablo no respondió, como si el asunto le fuese ajeno, pidiendo el periódico tras apurar el vaso.

—Ahí va…, el periódico. Del sábado, que ayer no vino.

Páginas borrosas, mal impresas. Noticias con dos fechas de retraso, fútbol y seis planas anunciando fiestas en los pueblos de la provincia. Fotos de aldeas junto al mar, siempre con un paseo bordeando el muelle. Vírgenes patronas, todas parecidas. Alcaldes declarando sobre el progreso de sus villas respectivas. Editoriales piadosos.

Cuando alzó la cabeza, ya Mariscal no estaba. Justo preguntó señalando la puerta:

—Este, ayer, también nos dio la espantada…

—¿Qué dijo antes de los guardias?

—Que ya anda el cabo buscando a los de anoche.

—¿Vino por aquí?

Entró Tonecho con los ojos enrojecidos por el sueño, y la moradura de la noche extendida del pómulo a la ceja.

—A este no hace falta que le pregunten dónde estuvo. Tonecho pidió un blanco y bostezó.

—¿Qué hay?

—Hay —repuso el dueño—, que no te andes exhibiendo.

—¿Pues qué pasa?

—Nada… Como pasar, no pasa nada.

Tampoco Luis y Antonio traían mucha gana de comentarios. A Luis lo de los guardias no pareció preocuparle.

—Tú crees —decía Tonecho—, que a ti, por los galones no te detienen. Justo, con la pipa entre los dientes, negaba moviendo la cabeza.

—No, señor, a este no le ponen la mano encima.

—Pero la multa la ponen si el cabo quiere.

—¿Desde cuándo le pone un cabo multas a un sargento? Lo que entiendes, muchacho…

—Bueno, dejarlo ya —concluyó Luis, buscando en los bolsillos de su camisa militar el paquete de los cigarros.

A poco, era Antonio el que insistía:

—Desde luego. ¡Cómo vivís los de aviación…!

—Encendió con placer el rubio que el otro le ofrecía. Ropa, tabaco y sueldo, sin dar golpe. Tonecho miró un instante al que hablaba.

—¿Y qué golpe va a dar, estando de permiso? Ya le tocará arrimar el hombro luego, como todos.

—Pero son los que mejor marchan —insistía el amigo—. Tú fíjate… —Pasó revista con un gesto a la camisa gris y a los flamantes pantalones abiertos por cremalleras en los tobillos—. Toma nota. Los amos. ¿Y el tabaco? ¿A cuánto les sale?

Tonecho, con gesto de hastío, fue a ver la lluvia desde la puerta.

—… Cogen el avión y se traen de donde quieren, tabaco para un mes…

—Aburres ya, muchacho.

—¿Qué? ¿Vosotros no os cambiabais?

—¿Y tú? —preguntó Pablo, a su vez.

—Yo, como ingrese… Ya verás este invierno en Madrid. Tengo yo allí un primo que se lo conoce todo: teatros, cabarets… ¡Se sabe cada sitio! ¡Y no te digo nada del uniforme, lo que hace el uniforme! En Madrid, de uniforme, los amos.

—¡Sí, hombre, sí, los amos siempre…! Justo retiró los vasos vacíos.

—Me parece —dijo—, que los estudios tuyos de este invierno, ya los veo yo.

La sirena de la Lonja dio un toque largo para los asentadores de pescado. Entraron los muchachos en el portal frontero al bar, sobre cuyo balcón se erguía el mástil para el pendón del municipio en los días de fiesta. Un grupo de mujeres arrojaba sobre el suelo de cemento, piezas de congrio relucientes.

Andaban discutiendo con el alguacil las pesadas de la báscula cuando Tonecho llamó de fuera:

—Eh, Luis. Venid para acá.

A espaldas de la Lonja cruzaba el coche gris, camino del cabo.

—Un dos caballos. ¿Qué tiene de raro?

—¿No viste la chavala dentro? Luis hizo un gesto aburrido.

—Turistas.

—Franceses… —concluyó Antonio.

—¿Ya lo sabes tú?

—Como que paran en casa de este —dio con el codo a Luis—, en la fonda. Míralos, al santuario van.

—Buen tiempo para excursiones.

—¿Y a ellos qué más les da, si van en coche?

Llegaban los asentadores. Los primeros se detuvieron en el bar. Uno se acercó al grupo. Lanzó una ojeada a los muchachos sentados en hilera a lo largo del malecón.

—¿Y esto qué es? ¿La bolsa del trabajo?

—La bolsa de la leche —respondió Tonecho.

—Eso —replicó el otro— será por la que te dieron a ti anoche.

—O por la que te pueden dar a ti si te descuidas.

—Haya paz, haya paz —intervino Luis, en tanto el asentador medía a Tonecho con la mirada.

La niebla arreció, cerrando el cielo. Una racha de brisa barrió el malecón llenando el bar de nuevo.

—Hay que irse de aquí.

—Adiós, playa, por hoy.

Otra vez el bar. Pidieron blancos menos Tonecho que tomaba café.

—Yo lo siento por la playa —insistió Antonio—, por ver en bañador a la francesa.

—Valiente cosa.

—¿Ya la has visto tú?

—Como que la subí las maletas al cuarto… —respondió Luis.

—¿Y no hay plan?

—¿Quién? ¿En mi casa? Tú estás mal…

—Ya, ya…, a ti, solteras…

—¡Lo que sabéis de la vida! Si son casadas mejor. Y para que acabéis de espabilar: estos, tan casados como tú y como yo.

—¿Les miraste el anillo?

Luis hizo un gesto aburrido mientras apuraba el vaso.

Crujían los cristales por la fuerza del viento que más allá de la carretera azotaba el agua. Cerraron la puerta del bar y las voces subieron de tono con los golpes agudos del dominó y los gritos de Justo:

—Callos, vermut, pulpo, calamares, caldo del día… ¡Pidan, muchachos, pidan!

Algún patrón volvía la cabeza riendo. Antonio y Tonecho comenzaron una partida de póquer, tras el mostrador, con Marcial y otro, en tanto Luis sacaba de nuevo sus cigarros.

Por vez primera, en la mañana, pareció descubrir a Pablo:

—¿Qué? ¿Fumamos?

—Fumaremos…

—Estás meditabundo…

—Con eso que dijiste. Lo de la francesa… Luis hizo un gesto de disgusto.

—¡Bah, tonterías…! Ganas de hablar…

—¿Por qué decías que eran solteros?

—Hombre, o recién casados… Tienen otra alegría, otro aire, otra cosa… Que no traen cara de aburrirse, vamos…

5

Aún fluía, abriéndose paso, barriendo los residuos de arena y algas, el arroyo que desde el montecillo baja tras la lluvia. Su cálido remanso hacía girar lentamente en la playa el espectro esponjoso de las estrellas marinas, secas ya por el sol y el yodo de la brisa. Los bañistas saltaban sobre la corriente, lejos de la espuma, evitando las aristas del lecho.

—¿Cuánto va a que trae bikini?

—¿Cómo bikini?

—Dos piezas; de los cortos…

—Aunque lo traiga, ¿tú crees que se lo pone? Aquí, en España, no hay quien se plante así en medio de la playa.

—¿Cómo que no? En Palma las he visto yo. Yo aquí y ella tal que ahí. Allí hay más libertad para eso.

—Por los americanos…

—¡Qué americanos! Alemanes todos… Los nombres de las tascas, en alemán… Parece que estás fuera de España.

—Mira, se va más lejos. Está andando otra vez.

—Pues ya tarda en encontrar sitio.

—Será que es caprichosa.

De lejos llegaron voces. Gritos de niños y el murmullo del mar.

—¡Eh, Antonio! ¡A ver esa pelota!

—Ya está bien de mirar, hombre…

Luis y Antonio volvieron la cabeza y en tanto uno lanzaba por el aire el balón de goma, el otro hacía señas pidiendo paciencia a los amigos.

—Vaya, se acabó. Ahora sí que ni verla.

—Esa se va a bañar a la otra playa.

—Si no fuera por el bigardo —comentó Antonio con nostalgia—, uno que se animaba…

—Pues ya puedes animarte porque el bigardo se marchó esta mañana.

—¿Qué se fue?

—Sí, señor —aseguró Luis—, bien temprano. Pagó; subió al coche y hasta ahora.

—Iría de excursión.

—Sí. De excursión con todo el equipaje.

—¿Con el de ella también?

—No, hombre, no… El de ella le dejó.

—¿Y ella qué dice?

—Ya daba yo algo bueno por saberlo. Antonio miró hacia la otra playa.

—¿Vamos a preguntárselo?

—¿Moverme yo por una de esas? —Se volvió a detener la pelota que en aquel instante llegaba por el aire y fijándola en el suelo, avanzó con ella, tierra adentro.

—Hombre —protestaba Antonio, en tanto le seguía—, yo solo, así, con la cara, sin nadie al quite…

—Díselo a Pablo.

—Ese no quiere.

—Pues vete tú… ¡Si se ve que la gusta la soledad! A lo mejor la inspiras.

Luis se metió de lleno en el partido pero Antonio, sin resignarse, preguntó a Tonecho:

—Oye, ¿tú lo sabías?

—¡El qué!

—Lo de la francesa…

—¿Qué cada cual durmió en su cuarto? ¡Vaya novedad!

—¿Quién te lo dijo?

—Luis… Creí que estabais allí, hablando de eso. Antonio miró ofendido hacia el lugar donde Luis hacía exhibiciones con la pelota.

—Ese no me cuenta a mí nada… —Luego volvió a Tonecho su atención—. ¿Pero ellos no son…?

—¿Son qué? ¿Un apaño? ¡Ni hablar…!

—Pues entonces ¿qué? Tonecho se reía.

—Buenos amigos, como en las películas. —Y huyó, también, tras la pelota.

Antonio quedó cabizbajo, en tanto el otro corría bajo el sol. Después, viendo a Pablo, tumbado a la sombra del toldo, fue hacia él lanzando aún miradas hostiles al grupo.

Bajo el techo tejido de cañizo, entre los cuatro listones, enhiestos en la arena, el aire parecía más denso, relajando el cuerpo como un sedante. Se tendió sobre el vientre, y Pablo, sintiéndole llegar, abrió los ojos.

—¿Qué? ¿Se medita?

Volvió a cerrarlos. El cielo se hacía rojo a través de los párpados.

—¿En qué piensas? —insistió Antonio.

—En nada, en el calor.

—Vamos.

En el borde mismo de las olas quedó Antonio ensimismado, mirando la línea del agua, el ir y venir del agua hasta el pequeño cabo que cerraba, lejos, la playa, donde la segunda comenzaba.

—¿Pero no entras?

Se volvió a responder:

—Estaba de inspección, mirando.

—¿Se la ve?

—¿A quién?

Dudó un momento.

—¿A quién va a ser?

—Debe andar en el agua. Seguro que nada bien. A estas las enseñan de pequeñas. ¿Tú sabías que quedó libre?

—Lo dijo Luis, en el bar, esta mañana.

—¡Pues yo sin enterarme! —Volvió el tono ofendido—. ¡Cómo vosotros andáis zanganeando todo el día!

—¿Y tú? Además, a Luis mañana se le acaba el permiso.

—Y Tonecho se marcha también un día de estos, por las oposiciones. Nos vamos a quedar mano a mano tú y yo.

—¿Para qué?

—Hombre, para la francesa…

Cogió impulso sobre la arena y de un salto se sumergió en el agua, apareciendo a poco, mar adentro, más allá de las olas que rompían.

6

Viendo a Antonio alejarse, Pablo pensó de pronto que el verano había terminado. Luis deseaba reengancharse en Aviación y casar antes de fin de año si le ascendían. Tonecho a la capital y Antonio intentando ingresar en la Academia. Viendo a los amigos correr por la playa, desnudos, con la única mancha oscura del calzón de baño, le parecieron, de pronto, envejecidos, como si el sol implacable de las dos, denunciara ahora en sus cabezas alguna calvicie prematura. Luis se fatigaba, iba y venía, tras los otros con poco entusiasmo. Tonecho hurtaba a la luz su ojo enfermo, cubriéndose cada vez que la pelota llegaba desde arriba. El vientre de Marcial flotaba en el calzón. Seguramente las familias sentadas bajo el toldo le verían a él, a Pablo, también así, como él veía y juzgaba a Justo el del bar, cuando cada mañana se metía en el agua, viejo, impúdicamente blanco, antes de que las señoras bajaran a tostarse.

Huyendo de esta idea, huyendo de la imagen de su propio cuerpo, entró de bruces en las olas, como en un refugio.

El agua, tras el sopor del toldo, estremecía el cuerpo. Se dejó mecer y el oleaje le fue arrastrando. Como antes el bochorno, ahuyentaba cualquier pensamiento, dejando sólo una helada sensación de vacío, borrando el recuerdo, los rostros de la playa.

Cuando el frío le hizo doler la espalda dio vuelta sobre sí, cortando el agua paralelo a tierra, hasta salvar el delta de musgos y detritus que allí el mar mantenía. Entre las rocas de la pequeña punta, dos niños acechaban cazando pulpos. La costa se veía desierta hasta el cabo siguiente.

Buscaba un lugar donde izarse. Dio vuelta al promontorio mientras los cazadores, con sus bolsas de tela cruzadas sobre el pecho, le seguían desde arriba. Uno le hizo seña de continuar, en tanto gritaba algo que sólo entendió confusamente. Debían pensar que el mar le arrastraría hacia las rocas si quedaba a su altura, allí donde las aguas se poblaban de manchas oscuras, retumbando en las calas batidas por la espuma.

En la vertiente opuesta surgió una angosta ensenada. Los dos chicos le esperaban.

—¿Pescáis mucho?

No respondieron. Tampoco hicieron ningún comentario cuando miró el interior de las bolsas repletas de percebes. Con el hierro para arrancarlos, siguieron acechando las cavernas diminutas. Debían bajar de las colinas para guardar las vacas que pastaban en la falda.

La brisa trajo un eco remoto de palabras. La playa vacía se animaba ahora al paso lento de la muchacha saliendo del agua. La vio estremecer, arrancarse el gorro de goma que dejó el pelo al descubierto.

Siguiendo hasta el mar la línea que sus huellas trazaban en la arena, vio Pablo a Antonio, flotando en la marea, asido al tronco de un pino calcinado. Parecía el último resto de un naufragio. Debía esperar a que el madero encallase. Al fin hizo pie y por segunda vez trajo el viento hasta la cala el rumor de su voz. Pero la muchacha no se detuvo, siguió su camino hasta el oscuro montón de ropa. Tumbada al sol ahora, con los brazos en cruz, parecía entregarse a la brillante luz que de arriba llegaba. Ya salía Antonio del mar, empujado por la resaca. Se dirigió hacia la chica. Le estaba hablando y ella, alzando el rostro, le respondía, aunque pronto clavó de nuevo la nuca en la arena.

Sin embargo Antonio insistió. Apoyaba ambas manos sobre las rodillas, cerniéndose a media altura. La conversación no había concluido.

La tercera etapa fue tumbarse cara al suelo, en diagonal, los cuerpos próximos, los rostros coincidiendo. La soledad completa de la ensenada otorgaba un carácter especial a la pareja, envuelta en el mugir de la marea, bajo el llanto errante de las gaviotas.

Antonio se levantó. Quizá vendrían nuevas palabras, porque allí, de rodillas proponía algo. Quizá una cita o un nuevo baño. A veces señalaba el mar. Sin embargo la muchacha continuó inmóvil y aun después de que Antonio se alejase, aguantó sobre la arena largo rato. Después se vistió pausadamente y rodeando el cabo, enfiló, sola, la carretera rumbo al pueblo.

7

En casa, a la vuelta de la cena, halló Pablo carta de sus padres. Debió venir en el coche de la tarde y el de correos la había deslizado bajo la puerta. Llegaban el sábado. Dos días aún. Desde la galería miró las estrellas y el mar bruñido, negro hasta el faro. Si la familia llegaba quizá pudiese ir él a la capital, a matar los últimos días antes del otoño. Calculaba el dinero que sería necesario cuando llegó de abajo la voz de Antonio.

—¿Qué hay? ¿Qué pasa? —preguntó.

—Oye, ábreme… Llevo una hora llamando desde el otro lado.

Por la voz le notó un poco preocupado.

—Chico, mi madre otra vez —le oyó exclamar apenas entreabrió la puerta.

—¿Qué le pasa?

—Pues lo mismo de siempre: el hígado. ¿Qué va a ser?

—¿Llamaste al médico?

—Lleva allí una hora —respondió en tono de fastidio—. Yo voy a la farmacia.

El tono quedo, un poco circunstancial, fue cediendo cuando tras el informe de la enfermedad, pasó a la razón de la visita.

—Verás… venía por la francesa.

—¿Y qué quieres que yo haga, si no hablé ni dos palabras con ella?

—Es lo mismo, ella te conoce.

—De vista será…

—La hablé yo de ti esta mañana.

—Anda, no inventes…

—Es igual. Tú la dices que yo no puedo ir. La cuentas lo que pasa. Y viéndole indeciso, concluyó:

—¡Hombre, que te traspaso los poderes!

—Pero y yo… ¿cómo voy? Dime por lo menos cómo se llama.

—¿Y cómo quieres que lo sepa si no hablé con ella ni un cuarto de hora? Ahí está la gracia… Además ¿tú qué pierdes?

Mientras llamaba quedamente en la puerta de la muchacha, pensó Pablo que nada arriesgaba. En su ademán silencioso, un poco furtivo, pesaba aún la mirada de su tía, viéndole cruzar ante la cocina, camino del segundo piso.

La muchacha respondió desde el interior algo confuso que Pablo interpretó como una petición de que esperase.

A poco apareció. No era muy guapa. Rubia, quemada por el sol. Debía entender el español, pues comprendió las razones de Pablo. O al menos lo aparentaba, y cuando él preguntó si deseaba ir al cine, se encogió de hombros. ¿No te gusta?

—No mucho. No cuando hay una mala película.

—A mí tampoco. Tampoco cuando la hay buena.

Era mentira pero pensó que resultaba divertido. La chica rio un poco, y ambos, volviendo sobre sus pasos, cruzando de nuevo ante la fonda, tomaron el callejón que bajaba hasta la dársena.

En el extremo del paseo sonaba el altavoz del cine: una rumba. Las parejas bailaban a la entrada, ante las carteleras teñidas por el azul del neón.

—¿Bailamos? ¿Te gusta bailar?

Dudó antes de responder preguntando a su vez:

—¿Por qué no andamos hasta el faro?

—Yo pensaba que fuésemos después.

—¿Después? —preguntó ella.

—Después del baile. Cuando la gente entre en el cine, nosotros… —hizo un ademán señalando el cabo— hasta el faro…

—Mejor ahora.

—¿Te gusta? —Y posó la mano sobre su hombro, atrayéndola hacia sí.

—Mucho.

—Yo hablo del faro.

—Yo también.

De camino, a medida que cruzaban el istmo, crecía el ímpetu del viento. La chica iba contando un poco de su vida y Pablo un poco de su pueblo.

Alzó la mano hasta un recio armazón de cañas y madera donde, como posados en sueño bajo la luna, cientos de pescados pendían.

—Eso es el congrio.

—¿Qué hacen arriba así?

—Secándose. ¿No sientes cómo huele?

Llegaba un hedor nuevo, envuelto en el aroma del salitre. Había hasta cuatro o cinco secaderos, varados entre los arrecifes como viejos veleros.

—¿Es bueno?

—¿El congrio?

—Ese pescado que huele tan mal.

—Muy bueno no debe ser.

—¿Entonces por qué está ahí? ¿Quién lo come?

—Alguien… No sé.

—¿Alguien?

—Alguien lo comerá cuando está secándose.

—¿Tú eres de esos españoles que no hablan mal nunca de España?

No había pensado en ello, pero se imaginó defendiendo a su país, y sin saber por qué, sintió una vaga admiración por sí mismo.

—No, claro que no —contestó—. No me gusta. Por lo menos mientras pueda.

Y en tanto lo decía se dio cuenta que no hablaba por él sino en razón de lo que la chica esperaba que respondiera. Por evitar nuevas preguntas, huyendo de representar ante ella su propio personaje, le fue explicando, bajo el tibio resplandor de la luna, el nombre de las ruinas, la historia de los muros desmochados sobre los que el haz del faro resbalaba, deshaciéndose en sutiles destellos. El santuario, poblado en su interior de banderas y restos de naufragios, la asolada abadía con su historia de frailes irredentos, y en la punta misma del acantilado, la cueva donde un sastre devoto vivió vida de ermitaño, vestido de sayal, comiendo raíces, hasta que los vecinos lo internaron en un manicomio, diez años antes de la guerra.

—¿Hay muchos locos en este pueblo?

La chica, mientras hacía la pregunta, le miraba de nuevo con aire divertido.

—No; como en todas partes…

—Bueno, locos no… —Dudaba, buscando la palabra—. Yo quiero decir así… —Hizo un ademán como de ópera.

—No te entiendo.

—Yo digo los que gritan… Así, que hablan con grandes voces…

—Exaltados. Exaltados… —repitió con dificultad.

—Sí, de esos hay bastantes, empezando por mí, claro. Yo cuando estoy aquí, aquí mismo, o en el pueblo, en invierno, cuando el mar llega casi hasta la plaza, me paso las horas muertas sin hacer nada, sin pensar en nada, sólo mirando. A mí me sacan de aquí un año entero y me muero. Bastante hago saliendo los inviernos.

—¿A dónde sales?

—A la capital. A estudiar.

—¿A Madrid?

—La capital de provincia.

—¿Y fuera de España?

—Fuera, nunca —suspiró—. No creo que vaya en la vida.

—¿Por qué?

—Bueno, sí, algún día.

—Dices «si» y luego que no.

—Es que no sé… Me da igual. ¿Cómo voy a saberlo?

—No tienes dinero…

—Agallas es lo que no tengo.

—¿Cómo dices?

—Quiero decir valor, ganas, pereza… ¡Vete a saber! Anda, ven para acá.

Cogiéndola del brazo, fueron bajando hasta llegar a ras del oleaje. El mar zumbaba allí por los canales. Chocaba violentamente, giraba sobre sí alzándose en ráfagas, en cortinas de espuma. La muchacha se estremecía cada vez que el agua llegaba anunciándose con un fragor remoto.

—¿Sabes el nombre de este sitio? —preguntó Pablo.

Ella miró, y antes de que volviera el rostro la besaba. Luego dijo:

—Se llama la Cueva de los Amantes.

Arriba, ante el santuario, se detuvieron empapados de espuma. Tras el clamor del oleaje, era el silencio más duro ahora, y Pablo, sintiendo callar a la muchacha, adivinó que en un instante habían perdido toda la intimidad fraguada en el camino. Intentó besarla de nuevo, pero la chica mostró poco entusiasmo.

—No lo hagas.

—¿Y por qué?

—Porque no me gustan las cosas a medias.

—A mí tampoco… pero tiene buen arreglo.

Hablaba sin convicción. Apenas en el aire las palabras, se había arrepentido. Pero la muchacha no le oía, miraba la luna entre las nubes altas, su luz tamizada en los vientres enormes que rodaban deshechos, desgajados, por las violentas ráfagas, en los vientos poderosos que se adivinaban allá arriba.

—No hay estrellas.

—No las hay por la luna.

—¿Qué hora será?

—No sé… Más de las doce.

—¿Ha terminado el cine?

—Faltará poco.

De pronto miró hacia arriba, hacia sus ojos diciendo:

—Pablito…

—¿Qué hay?

—¿En qué piensas?

—En ti —mintió—. ¿En quién quieres que piense?

—¿Estás enfadado?

—No. ¿Por qué?

De nuevo, al hablar, salió la entonación que no reconocía.

—Vamos a andar un poco.

Nuevos muros dividían hasta el mar prados infinitos, hirvientes sus pastos en el fulgor blanquecino de la noche, oscuras las retamas quemadas por el viento.

—A este lado, el salitre lo quema todo.

Acabaron las paredes divisorias. La abadía y los secaderos quedaron atrás. Ante los dos sólo una sucesión de playas hasta el lejano cabo donde otra luz giraba centelleando entre la bruma.

—Pablito…

—¿Qué hay?

—¿Cuándo vas a París?

—No sé —respondió con más tristeza de la que en realidad sentía.

—¿Tienes pena?

—Un poco.

—Entonces, ¿por qué no vas?

—¿Para qué?

—Conocerías gente. Personas como tú.

—Iría por verte a ti, pero tú no me quieres.

—No hagas la coqueta. Pablo rio.

—Es verdad —repuso—, que te quiero.

—Yo también. Un poco.

Volvieron al pueblo. La gente, tras el cine, dormía ya. Sólo ante el bar de Justo, en el varadero, un grupo de hombres discutía preparando aparejos para la madrugada.

Ante la fonda se detuvieron. Ahora Pablo pensando en el día siguiente, no hizo intención de besarla.

—¿Y mañana?

—Mañana… ¿Qué cosa?

—Mañana, ¿cuándo te veo? ¿Bajas a la playa?

—No puedo.

—¿Por qué? —Pablo pensó en el acompañante del coche—. ¿Por alguien? Ella le miraba sin responder.

—¿Por Antonio?

¿Quién es Antonio?… No… es que me marcho.

—¿De aquí?

—De aquí…, de España.

Por un instante, adivinó en sus ojos toda la monotonía de la pequeña aldea, el largo hastío de un verano prolongado, y como un viento amargo llegó la imagen de un mundo más allá del faro, del tren, de la Universidad, de la espaciada sucesión de romerías estivales. Pensó en la vida lejos, en Madrid, en París o más allá aún, en circunstancias que no podía imaginar pero que otros conocían; y lentamente, sin decidir si debía mostrarse triste o feliz, enojado o resentido, tendió la mano a la muchacha y se alejó.

Sintió el rumor de la puerta cerrándose, antes que el claxon de las lanchas lo ahogara definitivamente y, haciendo tiempo para llamar al sueño, deambuló por las calles desiertas y la playa. Arriba el cielo se mantenía despejado ahora, con todas sus estrellas. A sus pies, la marea iba borrando los nombres de todos los niños, escritos uno tras otro en la arena, que como cada año rubricaban con sus trazos inciertos la despedida, el adiós al último día del verano.