El sargento

EL SARGENTO

Volvimos a Caimanera después de pasar días tan frescos en la sierra. Nos trajeron a toda prisa, a matacaballos, para relevar a un batallón de voluntarios que marcha a Baracoa. ¡Qué hombres de cuerpo entero estos voluntarios! Todos soldados viejos, muchos de las otras campañas que se conocen el país como la palma de la mano.

En el Jovito, a punto estuvieron de coger prisionero al mismo Máximo Gómez, matándole el caballo y haciéndole correr en el del ordenanza. Así se puede hacer carrera y ganar estrellas. En las guerrillas de voluntarios, o asciendes o te matan, pero aquí, en el puerto, no hay quien te saque de sargento. Hasta parece que de tanto bregar con los quintos nuevos, te meten en el cuerpo el miedo que traen a la manigua y a los insurrectos.

Todo el día lo pasan con preguntas.

—Mi sargento, ¿es verdad que los insurrectos nos llaman patones?

—Sí, es verdad.

—¿Por qué, mi sargento?

—Por las patas. ¿Por qué ha de ser?

—¿Cuándo vamos al frente, mi sargento?

No se les acaba de meter en la cabeza que no hay frente, que lo mismo le dan a uno el tiro aquí que a dos leguas de Santiago.

Había que verlos el día que los llevamos a foguear… Fuimos al cerro de las Palomas, porque allí siempre hay gente alzada, y nada más acercarse, tirotean por los cuatro costados. Por más que les mandaron pegar al suelo y no moverse, corrían como liebres, hasta que el capitán, que ya se barruntaba algo por lo que otras veces vino sucediendo, me mandó a mí con otros tres sargentos guardar la retaguardia y con el plano del sable repartimos tantos mandobles que ni a uno se le volvió a ocurrir darle a las piernas. Cuando a la vuelta pasamos lista, nos habían diezmado la compañía. Llegamos casi tantos heridos como sanos, y, como toda la noche estuvo lloviendo, a muchos les entró la fiebre en los huesos.

Esto nos pasa por no llevar la tropa en condiciones. ¿Qué van a hacer estos mozos, si hasta ahora no habían salido de su pueblo? Si el Gobierno dejara a los voluntarios arreglárselas por su cuenta, acababan con la insurrección. ¡Cómo que es de razón que un hombre como el general Caniella que ya era coronel en la otra guerra y pidió el mando nada más sublevarse Máximo Gómez, sabe de guerra más que todos los bisoños que vienen de Madrid a pedirle cuentas!

Entre heridos y enfermos tenemos ciento treinta y dos, casi todos con fiebres. Parecen muertos a los tres días de estar en la cama. Ha empezado a llover y seguirá lloviendo un mes, por lo menos. No hay nada que hacer más que tumbarse y oír cómo cae el agua en las chapas del tejado y en el patio, sobre las cenizas del estiércol que quemamos cada noche para espantar a los mosquitos.

Todas las mañanas, antes de tocar diana, hay que formar un piquete para enterrar a los que mueren por la noche. Me encargan a mí de ello porque soy el sargento más antiguo, el de más confianza. Los metemos en sacos de los que llegan con fríjoles de La Habana, y en las camillas van, como si fuesen heridos, al cementerio.

El cementerio ha habido que agrandarle porque ya se quedó chico en el otro alzamiento.

El capitán siempre dice que vayamos sin ruido, dando rodeos para que no nos vean los del pueblo, pero desde que Weyler hizo venir a todos los criollos y mulatos de las plantaciones, hay mucha gente aquí, y siempre nos tropezamos con alguno. En cuanto nos ven, corren como si llevaran el diablo entre las piernas. Un negro congo que tropezamos la última noche, junto al puerto, se quedó santiguándose cuando pasamos, y, al volver, aún estaba allí como viendo visiones. Los camilleros querían tirarlo al agua, a ver si se le pasaba el pasmo.

Con las lluvias, la gente que antes dormía al raso, ha tenido que meterse en la iglesia. Muchos heridos fueron a La Habana. De todos modos, aquí no caben y ha habido que techar parte del patio y colocar hamacas, así que ahora nadie duerme; ni los enfermos dentro, sudando; ni los sanos fuera, porque los mosquiteros los necesitan los enfermos…

La noche del jueves murieron otros seis. Llevaban varios días con los ojos como fuego y fiebre de cuarenta. Cuando empiezan así todo se les vuelve llamar a su madre y a la novia, y hay que quitarles la luz porque les daña. Se pusieron amarillos; se les fue pegando la piel a los huesos, se secaron por dentro…

El teniente pasa por aquí cada mañana; les da agua con limón y hielo para el vientre. Se ve que algo les alivia porque se duermen un poco, aunque siguen sudando.

El sargento del batallón del Príncipe me hizo señas. Había cogido las fiebres en Mayanabo y lo trajeron aquí porque en la otra orilla andan aún peor de camas. Me contó que estuvieron cerca de una semana sin rancho, que el pan no les llega y que el agua está revuelta y rancia. Por eso cogió las fiebres.

—Compañero, ¿sabes qué esperan todos esos insurrectos?

—¿Qué, sargento?

—Que cojamos las fiebres todos y tengamos que marcharnos.

Se levantó a medias y puso sobre el embozo de la cama el sable que estaba en el suelo.

—Oye…

—¿Qué quieres?

—Oye hermano, si esos marranos se salen con la suya.

—¡Qué han de salir!

—Calla, calla… —movía la mano como los viejos cuando se enfadan—. Si me muero, no te olvides de mandar el sable a mi familia.

Le dije que sí, que se lo mandaría, aunque los oficiales tienen orden de recogerlos, pero quedó tranquilo y se durmió. Según llegaba la noche, le fue subiendo la fiebre y deliraba: ¡Qué cosas debe uno ver! No hacía más que repetir: «¡Marranos, marranos!», y sudaba como un pollo. Luego vino el vómito, y allí quedó aquello negro hasta que los enfermeros lo fregaron. El olor no se iba, y por si era poco, el sargento se puso a tiritar tan fuerte que parecía que el catre iba a saltar. Cayó rendido. Se puso a cantar. Respiraba hondamente y cantaba en voz tan baja que apenas se le oía.

Dice un general mambís

que en esta revolución

no ha de quedar un patrón…

Dejó una carta para la familia y nadie se molestó en echarla al correo porque todo el mundo sabe que las cartas nunca llegan a España.

Ayer estuve en La Habana. Como soy el sargento más antiguo, me llamó el capitán para que le llevara un despacho. ¡Si también se acordara de mí a la hora del traslado! ¡Si me sacara de entre tanto enfermo y me llevara a Baracoa con los voluntarios! Los voluntarios no tienen que enterrar a los muertos todas las mañanas. Dicen que la semana pasada hicieron un copo de cincuenta insurrectos y no escapó ni uno. Toda la noche, con el agua a la cintura. Tres quintos ganaron galones, y al día siguiente ya estaban en Cayoquian, en la otra punta como quien dice.

La Habana está que ya no se conoce. Si aquí van mal las cosas, allí tampoco marchan. Las tiendas de la calle del Obispo están cerradas casi todas. No se ve un alma por los paseos. Se conoce que tienen pocas ganas de juerga. Solamente la viuda del general Artigas ha dicho que estará allí mientras no la echen los americanos, y todas las tardes pasea en volanta con un calesero negro, como si no hubiera guerra, ni insurrectos, ni nada. El teatro Villanueva le cerraron y lo mismo el del Tacón. Todo el mundo dice que los americanos van a entrar en la guerra y nos echarán al agua.

¡Qué buenos tiempos, cuando la noche, en el paseo de Isabel II, había tantos coches que ni pasar se podía! Los señores iban a caballo, y tocaba la banda en el templete. ¡Quién iba a decir lo poco que todo duraría! Ahora las calles están vacías y en mi vida torné con más gusto el tren para Santiago.

Íbamos casi todos militares, menos nueve o diez mulatos, que, como ven que tienen la guerra casi en la mano, no se andaban tapando para cantar. Veníamos medio dormidos, y empezaron a tocar palmas acompañándose unos a otros:

Ha venío un generá llamao Martine Campo

con mucho sordao blanco para vení a operá…

Se marchó a la Vuelta Abajo y aumentó la insurrecció

echó las llave al ma y para España volvió.

Esto no se hubieran atrevido a cantarlo hace un año, pero ahora vamos de cabeza. El tren no llevaba más que heridos para el hospital de sangre de Santiago, pero aun así contestamos:

En el fuego del Jovito

donde Robles se batió

Antonio Maceo gritó:

¡Machete, que son poquitos!

Todos reíamos, hasta los mulatos, porque para ellos es la música como el ron, que no pueden pasarse sin ella, y por oír unas coplas bien cantadas son capaces de andar diez leguas y hasta olvidar que somos españoles.

Seguía lloviendo cuando llegué a Guantánamo. Era ya noche cerrada, y calado como estaba tuve que irme hasta Caimanera porque no encontré un mal caballo, ni un chamizo donde aguantar el agua. Cuando me metí en la cama, sentí un ramalazo frío por todo el cuerpo. Me asusté, pero tapándome bien, se me pasó. Entré en calor y dejé de temblar.

A la mañana siguiente, cuando me fui a levantar, todo el barracón me daba vueltas; me dolía el espinazo y sentía el estómago como si me dieran en él con un martillo. El teniente vino a verme. Me preguntó si tenía ganas de arrojar y le contesté que no, pero no era verdad, todo el día anduve con angustia.

—Mi teniente, ¿son las fiebres?

Se lo pregunté cuando tenía la cara tan cerca de mí que le podía hablar bajito.

Me tomó el pulso, mirándome lo blanco de los ojos. Como hay tan mala luz, le trajeron un farol de queroseno.

—Mi teniente, ¿son las fiebres?

—No sé, sargento, ya veremos mañana.

Aquel día me dejaron en el petate sin llevarme al hospital. ¡Qué de cosas se ocurren, mirando al techo, cuando se figura uno que está en capilla! Todo el día pensando… Cosas buenas cuando por la mañana no hay fiebre y entra un poco de sol por las rendijas del techo; cosas tristes, malas, cuando empieza el dolor en el estómago y va subiendo poco a poco la calentura.

Ahora, en el hospital, donde hay tantos como yo, echo más cuentas que un mercader. Si me salvaré…, si no me salvaré…, si volveré a España, si me enterrarán aquí…, si el teniente dice la verdad o miente para animarme.

Como he visto tantas veces morir de esto, cada día me fijo en cómo me tratan y recuerdo lo que hacía yo con los otros cuando era enfermero. Hace días estaba un poco mejor y pensé escribir a la familia, pero me acordé de lo que hacen todos al morir y me eché a temblar. Además, las cartas nunca llegan… A la noche me subió la fiebre a cuarenta, pero al fin pude escribir, aunque mi trabajo me costó. También quise pedir el sable, pero me estaba acordando, con sólo verle, del otro sargento, el que cantaba…

No sé por qué cuando uno está enfermo se empeña en escribir. Será porque se está solo y se piensa así que tiene a la familia cerca. Eso debe ser, porque llené tres hojas diciéndoles que estoy bien y que la guerra acabará pronto. ¡Y tan pronto…!

Devuelvo todas las noches. Siempre mancho el embozo que luego huele. Los enfermeros me riñen. Parece que no se den cuenta de que uno no puede levantarse tan pronto como le vienen las ansias. Se lo conté al teniente que los mandó llamar y los cuadró, y les echó una bronca. Yo creo que los muy zorros se ceban en mí porque soy sargento y no puedo valerme. Yo siempre los traté bien, a dos de ellos ni siquiera los conozco, pero les gusta reñirme. No sé por qué, pero les gusta…

El teniente viene todos los días. Me toma el pulso y la fiebre y la anota en la tablilla. Se ve que trabaja mucho. Cada vez está más delgado, y se le hunden los ojos en la cara. A veces cierra los ojos si se sienta a charlar conmigo. Él también tiene la familia en España. Tiene mujer y dos hijos, y lleva cerca de tres meses sin saber nada de ellos. Me dice que no me apure, que ha curado a muchos, que lo principal es querer ponerse bien y hacer al pie de la letra, justo, lo que él manda.

Lo hago, tomo todas las medicinas que me da, pero veo que el tiempo pasa y esto no adelanta. Ya salió aquello negro, y sé, también como el teniente, que cuando aparece hay que irse preparando…

Anoche soñé con los voluntarios. El capitán me había hecho caso, al fin, y estaba con Vaquero. Íbamos entre la manigua hasta Baracoa. Debía ser algo grande aquello, porque el general iba muy serio en su caballo. Yo estaba muy contento. No era más que eso que digo, pero en mi vida me encontré mejor.

Ya sueño siempre, de día y de noche. Hay veces que despierto, y viendo el barracón, no sé si es otro día. Abro los ojos y veo el techo del barracón o las sábanas sucias o la cara del teniente que me mira. No sé lo que dice, no le oigo, debe ser lo mismo de siempre, lo mismo que a los otros. Todo es sudar y oír siempre un silbido muy fuerte en los oídos. Anoche oí a los caballos de los guerrilleros en el patio. Pasaron tan cerca de mí que creí que me aplastaban. Pasaron al galope…

¡Qué gente de pelo en pecho esta de las guerrillas! ¡Y la viuda del general Artigas paseando sola por La Habana! Esa sí que tiene agallas, también. Va a venir un general en visita de inspección… Van a afeitarnos a todos… Nos sacaron al patio para blanquear el barracón. Va a venir un general y nos afeitarán a todos…

Ha venido un general llamado Martínez Campos…