El doble

EL DOBLE

Desde que la úlcera le retiró, nunca estuvo a su alcance tanto dinero. Sin embargo, el riesgo no debía compensar, pues en la antesala sólo halló tres muchachos y ninguna cara conocida. Al entrar, le examinaron fugazmente y volvieron a su charla. Hablaba de faenas, de pueblos y de toreros que él no conocía, ni aun a través de los periódicos que por las tiendas, de vez en cuando, caían en sus manos.

Apareció un hombre con gafas oscuras de concha, en mangas de camisa.

—¿Gregorio Flores?

—Servidor.

Uno de los jóvenes se había levantado. El hombre le mandó pasar y Gregorio Flores desapareció tras él, luego de hacer una leve seña a sus compañeros. Ellos, asimismo, alzaron la mano levemente, respondiendo:

—Suerte.

No hablaban ahora. De nuevo observaban al recién llegado, estudiándole con ese leve matiz hostil y desdeñoso que para todo rival de más edad tienen siempre los jóvenes.

La habitación, la casa, los amplios ventanales que el frío de fuera mantenía opacos, le desconcertaban. Estaba acostumbrado a otra clase de oficinas menos elegantes. Se alegró de haber dejado en la pensión la cartera abarrotada de muestras. Se alegró de vestir el último traje de los buenos tiempos, y, preguntándose si acaso irían a volver, pasó revista a las fotos que adornaban las paredes. Mujeres parecidas a las que conoció en su época, y, sin embargo, lejanas ya, tanto como el lujo un poco de ocasión, apenas estrenado, de aquella oficina.

Pensó en su vagar de cada invierno por las tiendas, siempre con el muestrario en la maleta, las largas parrafadas junto al mostrador, adaptándose al humor del cliente, las cenas solitarias en las fondas, los viajes interminables.

El hombre de las gafas oscuras, apareció de nuevo, precediendo al chico.

—Ustedes, esta tarde a las cinco.

Así que no habían contratado al muchacho y él había perdido la mañana. Ya estaba pensando en volver, cuando la misma voz le quitó la última esperanza.

—¿Usted vino también por el anuncio?

Miró atrás, dudando. También se detuvieron los otros tres y escucharon desde la puerta:

—¿Qué edad tiene usted?

—Cuarenta y dos años.

El de las gafas pareció meditar, como si de memoria calculara algo.

—Usted no venga —falló al fin con ademán negativo—, son muchos años. ¿Con quién toreó?

Esta vez mintió más. Le dijo un nombre al azar, sacado de la prensa, siempre con el temor de que los chicos, desde la puerta, le descubrieran.

—¿Cuánto hace de eso?

—Dos temporadas.

—No sirve. Usted debe saber lo que es una cogida en esas condiciones. No querrían cubrir el seguro.

Debía referirse a la edad. Sin embargo él no se sentía viejo. Quizá lo fuera para torear de verdad, pero no para fingir una cogida.

El hombre, cortés pero inflexible, le despidió.

Por el rellano del segundo piso encontró a Pastor. A pesar de la oscuridad, conoció su rostro. Quiso zafarse, buscando la penumbra del rincón, pero el viejo compañero fue hacia él. Como años atrás, en el café, le abrazó espectacularmente. Luego, retrocedió y, llamándole muchas veces por su nombre, comenzó a examinarle de arriba abajo.

—¡Deja que te mire! ¡Las veces que pregunté por ti a los compañeros! ¿Dónde te metes? ¿No vas ya al café? ¡Calcula; hasta me aseguraron que te habías muerto! Lo que yo dije. Ni hablar, Fermín no se muere sin avisarme a mí.

Tras las risas quedaron en silencio. Luego, Pastor, más serio, tentó con el envés de la mano el vientre del otro.

—¿Qué tal eso? ¿Te operaron?

—Va para dos años.

—¿Qué tal quedaste?

—Así…

—Tú siempre te quejabas… ¿No andas mejor ahora? —Y, dando un cambio brusco que les trajo al presente, al Pastor habitual, añadió—: Hay que olvidar las penas. Ven; sube conmigo.

Fue siempre así, simpático, cordial; parecía preocuparse por las cosas, pero, en el fondo, el dolor, la miseria, le aterraban. Como torero no llegó a interesar. Ahora debían irle bien las cosas, a juzgar por su apariencia. Hizo un alto mientras subían, para preguntar aún:

—¿Qué hacías aquí?

Por el tono, parecía un habitual de la casa.

—Vine por el anuncio.

—¿Qué anuncio?

Le enseñó el recorte del periódico, que el otro pareció comprender a la primera hojeada, repitiendo el gesto del hombre de las gafas.

—Eso tiene su riesgo. ¿Qué te han dicho?

—Que no…

El amigo se encogió de hombros.

—¿Pero por qué? ¿Te dieron alguna razón?

—Por viejo.

El viejo torero se había detenido. No deseaba volver otra vez a la oficina, pero Pastor, como en los viejos tiempos, le echó la mano sobre el hombro, convenciéndole.

—Tú sube. Ya veremos.

* * *

Así supo que trabajaba ahora en asuntos de cine. Estaba de moda sacar en las películas toreros auténticos y él tenía planta, y un rostro cetrino, aniñado, especial para esa clase de papeles. Le había hecho pasar. Había tuteado al hombre de la oficina, y, poco a poco, luego de mucho dialogar, concertó otra entrevista para el día siguiente.

La segunda fue bastante más larga y aburrida. El viejo torero vio caras nuevas, poco propicias a transigir. Se maravilló oyendo a Pastor discutir por él con tanto empeño.

Al día siguiente llegaron a un acuerdo. Le dieron la mitad como anticipo y firmó un seguro para caso de muerte o inutilidad. Salieron de la oficina como siempre: el amigo a su lado, triunfador, risueño; él, a la sombra de su afán protector, lidiando con la cara peor de la suerte. Y, sin embargo, el trance no era nuevo entre los dos. Ya en cierta ocasión, hacia el año cuarenta, se hizo coger por él a la salida de un quite, en la Monumental de Barcelona. Pastor salvó rodando en torbellino, con la cara guardada entre los codos; a él le tocó perder, lanzado al aire, buscado por el toro con codicia. Ahora, la suerte iba a repetirse. Uno se luciría con sus enemigos y, a la hora de fingir la cogida, de nuevo el otro correría con el riesgo.

* * *

La cartulina se desdobla en dos como un viejo programa de teatro. En la brillante portada el nombre del matador, con su apodo, bajo la foto oval que ciñe una greca. La multitud se adivina vagamente al término del brazo que ofrece el brindis, tendiendo la montera con ademán que parece una súplica.

En la página segunda, dice su apoderado:

«Señor Empresario: Habiéndose conferido poderes para que le represente el modesto y valiente matador de novillos Fermín Rivera (Riverita) me apresuro a dirigirme a usted por si tiene a bien tomar nota, e incluir en alguna de sus combinaciones a mi representado, en la seguridad de que le ha de gustar su trabajo.

»En cuanto a condiciones, ninguna le hago. A poco que ponga usted de su parte, llegaremos a un acuerdo sin discusiones ni regateos.

»Mi representado ha toreado con excelentes resultados en las plazas de Tetuán (Madrid), Vista Alegre, Calatayud, Plasencia, Almagro, Guadalajara».

La tarde de Guadalajara se retrató con Pastor. En el callejón de cemento fuma su último cigarro con el mozo de estoques y un hermano del tercer diestro que fue a Zaragoza a verle debutar.

De Almagro recuerda el calor. En la postal de aquella tarde el ruedo debe de arder en torno a las borrosas siluetas de los matadores. De nuevo juntos los dos amigos, esta vez con Carriles, el que murió en México dos años después. En la foto aparece desafiante, bien plantado en la arena, la mano sobre los ojos, a modo de visera. Detrás, el balconcillo corrido, repleto de mujeres. Una hilera de piernas masculinas cuelga entre los barrotes, sobre el tendido. El estrado de la música, desierto, y, al pie, unos mozos en mangas de camisa frenan la carrera a dos pares de mulas, antes de que comience el paseillo.

Más fotos con Pastor. Una en el Sardinero, y el retrato de estudio con sombrero calañés. Las postales acaban ahí. Fajos de recortes. Programas de colores que el tiempo ha ido empañando. Cuentas de fondas. Cartas de amigos que desaparecieron. Con un par de zapatillas terminan los recuerdos.

* * *

Se detuvo un instante sin saber cómo franquear aquel gran amasijo de vigas, cañas y escayola. Había llegado al estudio muy temprano, a la hora que el aviso decía, pero el portero desde su cabina le advirtió:

—No tenga prisa. Es usted el primero.

Las paredes desnudas rezumaban moho, y el vaivén de la puerta abierta traía un viento frío que estremecía su cuerpo enfundado en la vieja gabardina. Cruzaba gente apresurada, con ojos soñolientos; un viejo con un termo en la mano; un hombre tiritando, que tras golpear con la mano en el cristal del portero, avisó:

—Estoy tomando un café. Por si preguntan… El portero asentía con el halo del calentador entre las piernas, atendiendo al teléfono.

Despertó entumecido. Anduvo unos pasos para reaccionar, acercándose a la entrada. Se entretenía en contemplar una vieja carroza arrumbada en el rincón más lejano del patio, cuando le llamaron. Era el portero.

—¿Vinieron ya?

—Están en el plató.

—¿Me dice dónde es?

—En el número seis. Pase por ahí. Siga todo a lo largo.

Más pasillos vacíos, largos, enormes, de muros estucados. Una hilera de puertas numeradas. Al otro lado de la seis, en la nave rectangular, poblada de andamios, cinco hombres alzaban sobre el piso los muros blancos de un cortijo. Se dirigió al capataz.

—¿No está aquí el encargado del personal? ¿Qué encargado?

—Me dijeron que estaban trabajando en el número seis.

—¿Quién?

—El portero.

—Está bueno ese… No sabe lo que dice.

—¿No es este?

—Sí, lo es. Lo que pasa es que hoy están todo el día en el solar.

Miró de soslayo cómo sus compañeros alzaban la ventana enrejada e hizo ademán al otro de que le siguiera.

Un nuevo patio, igual que los anteriores, a excepción del rótulo en letras negras sobre la puerta del laboratorio.

—¿Ve el hilo del teléfono?

Tendido por tierra había un manojo de cables que se alejaba desde sus pies.

—Sígalo hasta el final. No hay pérdida.

De ese modo, sin separarse de su guía encontró el decorado. Antes cruzó de nuevo un campo baldío, donde permanecían estacionados media docena de automóviles. Llegaba el zumbido constante del grupo electrógeno. Cuando intentó pasar la barrera de mirones le detuvo un guardia.

—¿Dónde va usted?

—Dentro.

—No se pasa. ¿A quién busca?

Dio el nombre del encargado. A sus espaldas se agolpaban los curiosos. Dudó si arrostrar la cólera del guardia, pero ya un joven se acercaba presuroso, gritando:

—Los que no trabajen, hagan el favor de salir.

Se presentó. El joven le escuchaba sin enterarse, al parecer, de sus razones. Al fin, le miró por vez primera, para preguntarle:

—¿Trae usted el traje?

Y, antes de que llegara la respuesta, ordenó:

—Sígame. Vístase. Viene tarde…

Ya estaba con su traje oro y gualda, al pie de la barrera, en la placita de un pueblo castellano. Le maravilló que aquella complicada armazón adquiriera semejante realidad por dentro. Hasta vista de cerca podía engañar, a no ser por la gente, y a condición de no intentar abrir ninguna de las puertas. Un grupo de mujeres, en traje de fiesta, subía desde el exterior como por los andamios de una obra, ocupando dos de los falsos balcones. Los carros que cerraban el ruedo, las gradas de madera, se hallaban repletos de hombres en traje oscuro que bostezaban y comían bocadillos. El sol se ocultó un instante y surgió abajo un coro de protestas: el viento que encañonaba el callejón atería. La corriente había hecho ceder una de las ventanas, dejando, a través, el cielo raso. El joven de antes tronó desde la barrera:

—¡Esa ventana!

Y un hombre, con el martillo al cinturón, subió a asegurarla.

Pero el ayudante de dirección todavía seguía gesticulando. Alguien, a media voz, murmuró detrás del torero:

—Mírale, mírale al nene, cómo se agita.

Cuando el torero miró a su espalda, le ofrecieron un cigarro.

—¿Qué? ¿Cuándo debutamos?

Aceptó. Tres hombres vestidos con trajes de pana le contemplaban con curiosidad.

—¡Qué frío más negro!

—Sí hace…

—Usted tendrá costumbre. Ya debe soplar por esos pueblos.

—Regular.

Comenzó a liar el tabaco con cuidado.

—¿Usted a qué viene? ¿A doblar a Pastor?

—¿Pero no torea ese? —preguntó otro de los tres envolviéndose en la chaqueta como en un albornoz.

—Claro que torea, pero a quien le cogen es a este señor.

—Ese sabe cuidarse.

—Hombre, que se lo pregunten a la mujer de Llardó. A ver por quién está ese niño trabajando.

—¿Y cuánto le pagan?

Dijo la cantidad, mientras prendía el tabaco.

—Por diez veces ese dinero no me dejaba yo meter el cuerno.

—Más cornás da el hambre, como dijo Reverte.

—Ese fue el Espartero.

—¿Qué más da?

Rieron. Sin saber por qué las bromas de los otros dieron miedo al torero. Abajo los técnicos, los mandamás y los obreros trabajaban a ritmo desigual. Se alzaban voces pidiendo silencio, y las pausas se sucedían en torno a la máquina cuadrada, con su negro fuelle y su trípode especial como los de los fotógrafos de feria. Cuando se llevó a cabo el primer ensayo el tiempo había templado un poco. Ya estaba Pastor en el ruedo. Debía llevar buen rato allí, envuelto en un gabán color canela, pero el amigo no lo supo reconocer. De todos modos el traje de luces tampoco brillaba mucho bajo aquel cielo opaco. Avanzó saludando a un tendido imaginario. La cámara, con los servidores, corría sobre raíles, paralela a su paso, como un pequeño carrusel.

El ensayo se repitió hasta cuatro veces. A la quinta gritaron: «¡Silencio!». Una orden en voz confidencial y, a poco, el eco nítido de la respuesta: «Rodando».

Fuera, se oyó el zumbido del electrógeno, y Pastor, triunfante, comenzó a recorrer el ruedo. Ahora cruzaba frente a su doble, ante el amigo. Y el viejo torero, viéndole sonreír, viendo a la cuadrilla devolver los sombreros, sintió vergüenza. Era absurda aquella corrida imaginaria, empezando por el final, bajo aquel sol huidizo, en aquel coso fingido, barrido por el viento.

También los del traje de pana gritaban. Uno tiró la gorra.

El viejo torero, no entendió en un principio lo que decían; luego, fueron llegándole más claras sus palabras:

—¡Míralo! ¡Guapo él!

—¡Bonito!

—¡Presume, anda, presume, lúcete bien!

Los tres se burlaban de él, mientras aplaudían, y aunque el coro de voces ahogaba sus bromas, algo debió llegar abajo, porque Pastor desvió un instante la mirada, sin detenerse en su camino.

Reían los otros figurantes. Al viejo torero le extrañaba aquel rencor. A fin de cuentas, tampoco ellos arriesgaban nada. Recordaban al público de las nocturnas, que después de reír a sus anchas con la charlotada, parecía reservar su mala fe, su afán de herir, toda su vileza, para los viejos diestros que intentaban lucirse en el último toro. Quizá estos, también, tras la farsa silenciosa de aquella vuelta al ruedo adivinaban la verdad: el fracaso de Pastor, y él, que nunca quiso retirarse, estaba allí aguantando, repitiendo la escena hasta ocho veces, con un aplomo que hacía enrojecer al viejo compañero.

En el ruedo había cambiado la escena. Alzaron defensas para resguardar la cámara, montando otro tinglado junto a los burladeros. Al cabo de una hora soltaron el primer toro, huido y burriciego. Con guasas lo protestaron. Quedó el animal plantado, recelando. Pastor intentó meterlo a los caballos y el animal embistió terrible. Aprovechó para darle una tanda de verónicas en los medios. Pero gritaron desde el tinglado de la cámara:

—¡Acérquelo!

Pastor lo recogió en la capa, dejándolo clavado ante las tablas del practicable. Sin transición pasaron a matar. Parecía una corrida muda, sin olés ni aplausos, cortada a cada instante por la voz que ordenaba al matador los detalles de su faena:

—Perfile a la derecha. Más cerca…

Iniciando la faena de muleta detuvieron la lidia porque el sol comenzaba a ocultarse. Fue preciso entretener al toro. Pastor, nervioso, con el gabán canela sobre los hombros, escrutaba el cielo…

Al fin, volvió la claridad y el torero se aproximó nuevamente a la barrera. Le tendieron el estoque envuelto en la muleta y recogieron su abrigo. Fue entonces hacia la cámara. Preguntó algo, y los otros debieron asentir. Con brusquedad sacó la espada, ordenando a los peones que acercaran el toro. Pero tuvo que citar de lejos. Lo hizo con la muleta plegada. El toro se arrancó.

* * *

El viejo torero conoce bien ese aroma incisivo y dulzón, y la blanca puerta de cristales esmaltados. La ha cerrado tras sí, acercándose en silencio a la cama de Pastor. Este, sintiéndole llegar, abre los ojos.

—No te muevas. Ya me dijo el médico que era cosa de poco.

—Un puntazo corrido y contusiones. Eso dice él. Como en Burgos. ¿Te acuerdas?

—Total: unos días.

Pastor le mira con compasión. Luego clava los ojos en el techo.

—Bastantes para que pongan a otro; si no pierden dinero.

—¿Y de pagarte?

—Bien. El resto del contrato y todo esto. ¿Y a ti, cuándo te toca?

—A mí me licenciaron esta mañana.

—¿Por qué? ¿Ya no hay cogida?

—¡Vaya si la hay: la tuya!

El viejo amigo cuenta cómo las cámaras siguieron funcionando, recogiendo el lance hasta el final. Cuando a la tarde fue a presentarse, le citaron para el día siguiente.

—Espere a que veamos la proyección.

Al día siguiente le despidieron. Él también vio las tomas reveladas, el salto de Pastor entre los cuernos, su rostro lívido, la taleguilla ensangrentada. Sólo será preciso podar algunos metros, al final, cuando, una vez alejado el toro, los maquinistas levantan al diestro de la arena.

El herido parece ahora descansar. Sin embargo, abre los ojos y pregunta:

—¿Te pagaron todo?

—Todo… —responde el viejo, y añade con timidez, casi excusándose—: Acabo de cobrar el resto.

No sabe cómo seguir. Piensa volverle a ver, piensa en algún gran favor que el amigo pueda necesitar en tiempos venideros, pero la espera, la pausa se prolonga y no acierta a expresar su pensamiento. Busca un pretexto que le aleje de allí, pero ni aun eso es necesario. Al cabo de un rato la luz de afuera se apaga tras los cristales y Pastor, respirando hondamente, entra en un plácido sueño.