Día de caza

DÍA DE CAZA

El humor de mi tío mejoraba cuando, pasada la veda, algún domingo prometía:

—Este año, vamos a matar tú y yo un rebeco.

Los rebecos son como cabras monteses; un poco más pequeños, con cuernos cortos y puntiagudos que crecen hacia atrás parecidos a anzuelos. Se les puede ver en rebaños, pero por lo común aman la soledad, vagan, cruzando a un lado y a otro la raya de los puertos.

Así andaba mi tío todo el año, cosechando en verano, solitario en invierno, sin hijos, con amigos contados, trabajando o de caza, con el macuto a cuestas. Visto al pronto, se le podían echar, como a su mujer, unos cincuenta años, sin embargo aún no había cumplido los cuarenta.

Llegó de la Ribera para casarse y, a poco, tras la boda, los días se agriaron. La edad, las cuñadas, parecieron separarlos, envejecerlos pronto. Primero reñían a menudo, vino la época de los largos silencios y al final, aun procurando fingir fuera de casa, apenas llegaban a dirigirse la palabra. Las cuñadas le achacaron la falta de hijos y algo de verdad debía haber en ello porque mi tío, que les reprochaba muchas cosas, nunca admitió discusiones respecto a esto.

Le gustaban los niños. Solía charlar conmigo que le aceptaba sus mentiras, sobre todo, sus aventuras de la guerra. Yo sabía respetar su mutismo cuando, tras cualquier disputa, dejaba la cocina, cerrando a sus espaldas la puerta con violencia. Fue un día de estos, tras la pausa huraña de costumbre, cuando me dijo señalando a las montañas:

—Mañana subimos a verlos.

Y así fuimos; él con su escopeta de pistón; yo con otra más vieja de las que aún disparan cartuchos de aguja, en compañía de tres hombres barbudos y pequeños.

Los tres con la boina calada hasta los ojos, apenas hablaban. Cuando decían algo, sus palabras parecían surgir ajenas a ellos, porque ninguno miraba a los demás, y a mí ni siquiera me habrían visto a no ser por mi tío, que de vez en cuando se volvía:

—¡Hala, vamos; no te quedes atrás!

Yo debía seguirlos, bien a mi pesar, porque conocían las veredas y avivaban el paso. El mundo del amanecer se revelaba para mí: el rumor, el eco de nuestras pisadas, el río rutilante, cada vez más lejano, el susurro de todos esos pequeños animales que gritan o se lamentan hasta que el día nace.

De pronto, como de mutuo acuerdo, los tres amigos comenzaron a hablar: un suave murmullo en el que las palabras de unos y otros se sucedían sin sentido, casi sin ilación. Discutían de cosechas, de pastos y caballos; luego criticaron a mi tío por llevarme con ellos.

Las estrellas comenzaron a borrarse. Me entró esa flojedad que viene siempre al tiempo que amanece, y cuando el sol se alzó y fue pleno día, el pueblo, el río ya no estaban abajo, sólo simas cubiertas por bancos de niebla que llegaban hasta nuestros pies desde el fondo del valle.

Hicimos un alto. Cada cual sacó la navaja, su pan y su cecina. Tras el almuerzo, de nuevo andando, aunque ya no por el paso de los rebaños sino por sendero de montaña, llano, sin polvo ni guijarros, sólo con rocío brillando aún en las retamas. En la Raya, cerca de una vaguada que da a Asturias, los de la partida se dividieron. Mi tío y yo alcanzamos una gran mole de piedra cortada a pico con una cruz de cantería que era la divisoria de la provincia. Nos sentamos y él lio un cigarro.

—¿Ha matado usted algún rebeco este año?

—Ni este año, ni nunca.

—Pues Antonia dijo que sí. Uno en Asturias, hace mucho tiempo.

Antonia era la más joven de las cuñadas. Mi tío se volvió exclamando:

—Esa mata mucho con el pico.

—¿Pero ella los vio alguna vez?

—En el plato, como tú.

—¿Y los otros?

—¿En el pueblo? Nadie mató ninguno todavía. Verlos los vimos muchas veces y les llegamos a tirar, pero son animales muy finos. Te huelen de lejos. Si les da el viento ya saben dónde estás. Además los asturianos les espantan.

Me contó que de Asturias subían las partidas el mismo día de concluir la veda. Llegaban con mucho aparato de escopetas, en un gran automóvil. Batían toda la sierra y espantaban la caza para tres meses. Siempre a la tarde acababan bebiendo y cierta vez estuvo a punto de estallar una guerra con los de este lado por cuestión de derechos.

—Los tuvimos que asustar… A uno le dieron un tiro de bala en la cadera.

Cuando el cigarro se hubo consumido, anduvimos cosa de media hora. Otro alto.

—Tú me esperas aquí. Yo subo hasta la cima por si los veo. No te alejes.

Le vi perderse, con la larga escopeta a la espalda, subiendo en zigzag hasta confundirse con las rocas de la cima. Me senté, contando los cartuchos, teniendo buen cuidado de que ninguno cayera. Sentía ganas de disparar, pero en torno a mí todo se hallaba inmóvil, ni un pájaro volaba. Al fin cruzó un grajo a buena altura. Me eché el arma a la cara y le fui siguiendo. Quise asegurar tanto el tiro que al apretar el gatillo ya el animal estaba lejos. No logré ni rozarle siquiera; pero había perdido el miedo a los cartuchos, y no deseaba sino una nueva ocasión para hacer fuego.

La ocasión llegó al cabo de media hora, junto al primer manantial en que me entretuve agazapado. También fallé, alzando inútilmente una bandada de palomas. Aún me hallaba acechando, cuando noté que el cielo estaba encapotado. La hierba, agostada por la canícula, me hacía resbalar. Los piornos, los helechos, la montaña quemada me parecieron de mal agüero, y antes de calcular siquiera el riesgo de una tormenta en aquella altura, las cumbres se iluminaron. Tronaba. A lo lejos se alzaban luminarias color violeta. Yo temblaba porque todos los años morían en los montes pastores y ganado, y mi tío guardaba una navaja de otro sobrino suyo, única reliquia sana que quedó del cuerpo quemado por el rayo.

Pensé en su negra silueta agazapada aún, como lo hallaron, bajo el esqueleto del paraguas. Quizá fuera una chispa blanca como la que surgió en un instante de la tierra, a cien metros lejos de mis pies, parecida a la pelada rama de un árbol.

Corrí envuelto en las ráfagas de lluvia, en el trueno que sobre mi cabeza pareció desgajar la montaña entera.

* * *

El refugio calizo caía a pico sobre Asturias, sobre un valle menor velado por la lluvia. De improviso el aguacero cesó y, abajo, en el lecho del río, vi cruzar al rebeco. La tormenta lo había espantado y él también vagaba perdido. Se detuvo un instante. Después, pausadamente, fue borrándose en las cortinas de niebla que, otra vez, tras la lluvia, se abatían. Me pareció distinto, gris, más pequeño que en las historias que mi tío había imaginado. Demasiado real para justificar tantas palabras, tantas noches de charla, tantas apuestas. Incluso la fama, la fortuna de un hombre en el pueblo, dependía de algo tan pacífico como aquel animal.

Yo sabía que mi tío no iba a creerme. Así fue. Apenas hizo comentarios cuando se lo dije, lo cual era en él signo de no conceder a mis palabras crédito ninguno. Sentado, miraba caer la lluvia tan borrosa, tan gris como sus ojos. Viéndolo, pensaba yo en el animal, abajo, entre la niebla.

A poco dijo:

—Ya no cae nada; vamos.

Era agradable sentir fuera la humedad tras el calor del día. El río había crecido, venía turbio, sucio, de color rojizo como de arcilla. De la tierra se desprendía un vaho penetrante. Íbamos bajando y estaba el aire tan diáfano y tranquilo como si la tormenta hubiese barrido todo el calor y el polvo de este mundo. Mi tío debía estar alegre porque comenzó a hablar, a contarme cosas de cuando estuvo en África, en la guerra, y aunque algunas debían ser verdad, otras se veía que no lo eran. Siguió con sus historias hasta llegar al pueblo. Nada más avistar la gente enmudeció y no hubo modo de sacarle una sola palabra. Cuando entramos en casa ya estaba serio, de mal humor como todos los días.