NOTAS Y OTRAS MENCIONES DE INTERÉS

A continuación, para el curioso que desee conocer algo más sobre el mundo y la historia real que han dado cabida a Assur, se incluyen algunas referencias y aclaraciones que pueden ser de interés.

Antes de nada, permítame, querido lector, rogarle disculpas por las posibles incorrecciones que haya podido encontrar. He intentado ser coherente y preciso, y he realizado un arduo trabajo de investigación, sin embargo, hay muchos casos en los que las decisiones han sido difíciles, especialmente cuando no he tenido otra fuente que la escasa documentación conservada de algunos períodos o eventos, entiéndase que ha habido quien ha dedicado toda su vida a lo que en esta novela son solo unas pocas páginas.

En este sentido, precisamente, me veo obligado a nombrar el trabajo realizado por numerosos historiadores y estudiosos. Si no fuese por los excelentes trabajos de Sánchez-Albornoz, Morales Romero, Clements, Pérez de Urgel, Hall, Griffith y muchos otros (pues no solo se trata de historia, sino también de esgrima, arquería, cetrería, navegación, etc.), esta novela no habría pasado de ser una simple idea. A ellos, a sus libros y textos, a su esfuerzo y a su legado les debo la posibilidad de haber podido construir esta narración.

El conocido como mapa de Vinland representado en las guardas traseras de esta edición, de discutida valía y autenticidad, podría o no demostrar la presencia vikinga en el llamado Nuevo Continente. Sin embargo, hay otros sobre los que no se duda en tal medida en cuanto a su veracidad y que también hacen mención a las tierras que, hoy en día, sabemos que existen al otro lado del Atlántico. De hecho, aunque los detalles pueden ser escurridizos y los datos difíciles de interpretar, casi ningún estudioso niega la posibilidad fehaciente de que fueran los vikingos los primeros europeos en echar pie a tierra en lo que se conocería como el Nuevo Continente (dejando a un lado relatos mucho más confusos y legendarios como el de san Brandán).

Baste como muestra el asentamiento de L’Anse aux Meadows, descubierto en 1960 en la isla de Terranova y declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco unos años después, prueba irrefutable de la presencia de estos viajeros nórdicos en América quinientos años antes de que Colón hubiera llegado a imaginar su grandioso viaje.

Assur no es, desde luego, un nombre común. De hecho, no parece haber un acuerdo completo en cuanto a la grafía, encontrándose también las versiones Ansur y Asur. Elegí Assur simplemente porque fue la variante que más me gustó, ahora bien, a pesar de ser también el nombre de uno de los dioses de más relevancia de la mitología asiria, me gustaría aclarar que, sea cual sea la versión que quieran aceptar los historiadores, existen datos suficientes como para afirmar que fue usado en el noroeste español. Ejemplo de ello es el primer conde de Monzón: Assur, Asur o Ansur Fernández, mencionado en distintos anales castellanos como fiel al rey Ramiro II, que, en su encargo de repoblar tierras palentinas durante la Reconquista, funda el mencionado condado.

Por cierto, respecto a Furco, me he animado a hacer de un lobo un animal de compañía porque, además de rumores y habladurías, yo, personalmente, he tenido referencias cercanas de dos casos similares al de Assur y Furco. Además, desde que escribí Los lobos del centeno esos preciosos cánidos tienen un lugar muy especial en mi corazón (ya desde antes si contamos con la influencia del genial London). Por otro lado, los experimentos llevados a cabo en Rumanía con lobeznos demostraron que en las camadas estudiadas estos animales solían ser mucho menos dóciles y obedientes, incluso recibiendo la misma educación que los cachorros de perro que sirvieron de control; sin embargo, en Rusia llevan cincuenta años eligiendo a las crías más dóciles de zorro plateado para obtener un animal que podría calificarse de doméstico. En conclusión, aunque es cierto que el caso de Furco sería excepcional, es plausible.

En cuanto a los animales que aparecen en la novela, también cabe una breve nota respecto al topillo que hace ademán de comerse unas colmenillas; pues, como bien es sabido por los aficionados a la micología, la ingesta de morchellas en crudo ha sido causa de envenenamientos, sin embargo, sin saber si estos roedores pueden o no digerirlas, recurrí a este hongo por ser típicamente primaveral, lo que servía como refuerzo del esquema temporal del texto.

La cronología de la novela podría no ser exacta en todos sus puntos. En primer lugar, yo he adaptado todas las fechas al calendario que seguimos hoy en día, a fin de simplificar, algo que me pareció más cómodo para el lector que incluir referencias cruzadas del calendario gregoriano, del juliano, el musulmán o el judío, pues de todos ellos hay fechas importantes que se mencionan en la obra. Y, en segundo lugar, yo he precipitado la sucesión de acontecimientos en beneficio del ritmo de la narración. Por ejemplo, el ataque de los vikingos a Galicia en el 968 (según nuestro actual calendario en Occidente y tomando como cierta la versión de los hechos con la que más historiadores concuerdan) también podría haber sucedido en el 966, o incluso el 971. Cualquiera de esos años podría ser el correcto, incluso bien podría haber ocurrido unos años antes o unos después. Además, los invasores nórdicos permanecieron en el caótico reino durante tres o cuatro años (aunque no parece estar muy claro, hay quien razona que hasta siete) y no el año escaso que yo represento. En el caso del descubrimiento de Vinland se suele aceptar el año 1000 de nuestro calendario, asumiendo una horquilla de unos diez años antes o después, y a mí me resultaba conveniente tomar la versión más temprana posible a fin de que Assur no fuese demasiado mayor en ese momento, de ahí que la historia transcurra algo antes del milenio. Y que su regreso a España se produzca justo después de los ataques de Al-Mansur a Barcelona y Compostela; que si bien se produjeron en el 985 y 997 respectivamente, yo presento en la novela más cercanos en el tiempo. Digamos que he combinado las posibles fechas de los hechos relevantes (dentro de los intervalos más o menos aceptados) eligiendo las que más me convenían a fin de hacer la historia más fluida y con menos tiempos muertos. Principalmente para respetar la edad del protagonista.

En cuanto a los lugares en los que transcurre la novela, he intentado usar únicamente aquellos para los que tenía fundadas razones de su existencia y habitabilidad en el siglo X, y los he nombrado respetando las formas medievales, que, a su vez, son en muchas ocasiones herencia de topónimos más antiguos. Por ejemplo, en Agolada la propia etimología nos lleva a un nombre latino cedido por los ocupantes romanos; además, existen referencias a su inclusión en el condado del Deza ya en el siglo VI. También parece lógico asumir lo mismo para Brocos y, obviamente, Lugo o León. Y, por supuesto, Compostela, si bien es cierto que el topónimo es discutible, eso no voy a negarlo. Aunque, en el caso de las poblaciones más pequeñas, el problema estriba en saber con certeza si, tras la desocupación que produjo la conquista de los musulmanes, esos pueblos y ciudades se volvieron a repoblar. Algo similar, si cabe todavía más enrevesado, sucede con los topónimos (y también antropónimos) nórdicos, sobre los que (además de alguna otra nota que dejo caer en los siguientes párrafos) debo decir que me he limitado a apropiarme de las formas que me resultaran más convenientes en cada momento, ya que las diferencias de alfabeto y las dificultades en la pronunciación me obligaron a pensar con detenimiento cada una de esas elecciones (siempre bajo criterios literarios).

Merece la pena mencionar que Adóbrica se refiere a Ferrol, y no quise usar el nombre actual por tener demasiadas reminiscencias contemporáneas. Lo mismo que sucede con Brigantium, Betanzos; y Crunia, A Coruña. Y en este punto me debo referir aquí a mi querido amigo Fernando y a su familia, todos ellos tuvieron la paciencia y el cariño necesario para perder tardes en mi compañía, enseñándome la bella ría de Ferrol y el golfo de Ártabros. Gracias.

El caso de la marinera Barcelona de la novela es distinto, sobre ella tenía algo más de documentación al alcance de la mano y, aunque quizá hubiera sido más lógico elegir a un navegante luso o franco para llevar a cabo la tarea de traer a Assur al norte de España, creo que la propia historia de Eudald del Port guarda una veracidad bien argumentada. Y yo no pude resistirme a incluir esta bella ciudad en esta historia, ya que en Barcelona paso gran parte de mi tiempo, y a Barcelona me atan mis muy queridos César, Iván y Jesús, a los que les debo toneladas de cariño y paciencia. Los tres me han ayudado de manera inestimable.

Continuando con asuntos de la novela, de la misma manera que con los lugares, el lenguaje empleado se ha basado en la gramática y ortografía actuales a pesar de que debiera yo decir Castiella y no Castilla, o poner en labios de los cargos de la iglesia el latín escolástico. Sin embargo, he intentado no incluir expresiones anacrónicas y me he decidido por usar el tratamiento formal en algunos diálogos porque me ha parecido que se asociaba mejor al momento histórico, aun no siendo la forma real del habla de aquellos tiempos. Ejemplo de mis intenciones es el no haber usado el término vikingo, que, aun siendo tan cotidiano hoy en día, no era el modo en el que los habitantes de los reinos de la Reconquista hispana se referían a los invasores escandinavos. Nota curiosa para algunos historiadores es el pueblo de Lordemanos, en León, supuestamente «lugar de normandos». Por otro lado, si bien es cierto que el idioma usado por los nórdicos parece haber sido muy similar entre todos los territorios de la península escandinava, el norte de Alemania y la actual Dinamarca, no sucede lo mismo con el español, que era en la Edad Media una mezcla confusa en la que el galaicoportugués, el catalán y las formas castellanas tenían sus diferencias claras, incluso en el propio León y otras zonas, como aún hoy ponen de manifiesto la multitud de expresiones típicas de lugares como Salamanca o la existencia de una lengua oficial distinta al portugués en el propio Portugal, el conocido como mirandés y que, muy probablemente, no es tan distinto a lo que se hablaba en la Castilla occidental de la Alta Edad Media. Resumiendo, yo me he tomado la licencia de asumir un idioma común que pudiera permitir a los personajes de la historia entenderse sin problemas, incluso en el momento del tercer libro en que un naviero barcelonés se cruza con Assur, algo que hubiera sido posible, aunque más complejo de lo que aquí se muestra.

Al hilo de esta cuestión cabe hablar de la docena escasa de frases que he preferido dejar en nórdico original. En este asunto todo el mérito lo tienen Lisbeth Johansson, de la Universidad de Bergen, que tuvo la paciencia de ayudarme, y mi ya apreciado amigo, el profesor dr. art. Bergsveinn Birgisson, que no solo me facilitó las traducciones sino también comentarios sobre los distintos matices y las posibles variaciones; sinceramente, gracias a ambos por su buena disposición, cariño y ayuda.

La iglesia de Santa María de Pidre existe aún a día de hoy, aunque se trata de un precioso templo románico del siglo XII. Y, si bien es cierto que no he sido capaz de encontrar ninguna prueba de que previamente existiese en el mismo lugar una construcción más modesta, me he tomado la libertad de suponerlo así, como lo es, de hecho, en muchos otros casos. Lo que, además, se encuadra con lógica en el escenario de ese puñado de pueblos que surgieron al sur de la actual Palas de Rei a raíz de las reocupaciones de la Reconquista. Sin embargo, el cenobio de Caaveiro, en los bosques ribereños del Eume (bellísimo lugar que recomiendo visitar), se menciona en la novela respetando con mimo datos fehacientes, pues, tal y como se narra, fue el propio obispo Rosendo el que fomentó su desarrollo.

El encuentro del Ulla con sus afluentes, donde establezco el campamento vikingo, es, como los del lugar habrán adivinado, el actual embalse de Portodemouros (para algunos entendible como «Puerto de moros»).

Los condes se servían en el siglo X de sayones y merinos para el gobierno de sus condados y, si bien es cierto que he encontrado referencias a estas dos figuras en el condado de León, no las he encontrado en el gallego de Présaras, sin embargo, me ha parecido lícito suponerlo. Por otro lado, aunque las referencias a los sayones suelen situarlos en la población más importante dentro del mismo condado (que imagino debió de ser el lugar que aún hoy en día sigue llevando el nombre de Présaras), me he tomado la libertad de suponer al sayón del conde de Présaras viviendo en Outeiro, conjeturando que no resultaba imposible que este tipo de delegados eligieran para vivir algún lugar de menor relevancia si el condado carecía de una gran población significativa.

En lo que respecta a la cronología y árbol genealógico de las familias reales mencionadas en el texto, la gran mayoría hacen referencia a hechos contrastados y aceptados por la opinión general de los historiadores. Aunque podría decirse que existen algunos puntos controvertidos que yo he tomado como más me convenía a la hora de hilar la historia; por ejemplo, el que sería conocido como Bermudo II el Gotoso (presentado en la novela en sus años mozos) pudo ser hijo ilegítimo de Ordoño III, lo cierto es que no parece existir unanimidad sobre si era o no realmente nieto del conde Fernán González. Al hilo de estos asuntos de corte, cabe explicar también que las conspiraciones de los nobles obligaron a Sancho el Craso a apartarse del trono por unos años, un asunto que se obvia en la trama de la novela para no recargarla excesivamente con detalles históricos, pero que no resulta baladí, pues demuestra la díscola voluntad de ciertas facciones nobiliarias, como se muestra en la novela, que auparon al trono a su adlátere Ordoño IV por un par de años, hasta que el propio Sancho recuperó la corona.

Aunque en la novela se eluden las explicaciones para no complicar la trama, quede claro que el obispado que en el siglo X regía Compostela era el de la cercana Iria Flavia. De hecho, la dignidad episcopal no fue trasladada a la ciudad del apóstol hasta años después, y lo fue, precisamente, por los ataques vikingos que llegaban desde el Ulla.

Como los lectores más ávidos habrán notado, el médico hebreo Jesse ben Benjamín es mi particular y humilde homenaje al grandioso personaje de Noah Gordon, y debo confesar que hubiera disfrutado acercando más al comedido judío de mis páginas al Robert J. Cole de Gordon si no hubiera sido por el anacronismo, ya que entre ambas historias existe un desfase de unos sesenta años, lo que, por ejemplo, me obliga a no considerar la madraza de Ispahán y sí a usar como centro universitario de Jesse la escuela de Bagdad. Además, de modo similar, y también como un sincero y rendido homenaje a Alberto Vázquez-Figueroa, cuyos libros poblaron mi adolescencia de aventureros sueños, me he permitido darle a Assur el sobrenombre de Brazofuerte durante su estancia en Brattahlid, tal y como lo llevó el inmortal personaje Cienfuegos del genial escritor canario. Y, del mismo modo, presto consideración al genial poeta Neruda en el capítulo en el que Assur y Thyre hacen el amor por primera vez, de ahí la inclusión del inmortal verso, «A veces, cuando callas…». Dicho quede, con toda humildad.

Aunque no conozco ningún caso semejante en Galicia, para desgracia del monarca parisino Carlos el Calvo, una traición muy similar a la aquí planteada en manos del vikingo Weland la sufrió el rey francés tras contar con los servicios de un noruego homónimo por un largo período.

Los datos y explicaciones referentes a los templos anteriores a la actual catedral de Santiago son escasos y poco fundamentados, principalmente por la destrucción de la que fueron objeto tras el incendio provocado por el caudillo Al-Mansur en el año 997. De hecho, a pesar de resultar un hecho ampliamente aceptado, incluso existe cierta disensión respecto a si las supuestas reliquias del apóstol sufrieron o no un traslado desde un primitivo templo más humilde en la actual calle del Franco hasta el emplazamiento contemporáneo de la seo. Sin embargo, he intentado, con menos detalles de los que hubiera querido, basarme en lo poco que he podido descubrir al tiempo que procuraba que la profusión de pormenores no entorpeciese la lectura.

El tributo de cien mil sueldos, aun sonando exagerado, bien podría haber sido verdad, ya que, un siglo antes, se había pagado una suma ligeramente inferior por la liberación del rey navarro García Íñiguez, precisamente capturado por una incursión vikinga que remontó el Ebro.

La batalla de Adóbrica, actual Ferrol, es un acontecimiento sobre el que no he logrado encontrar más que leves referencias que, además, eran parciales, pues siempre se trataba de textos escritos por religiosos en crónicas que, innegablemente, resultan favorables a las fuerzas reunidas por san Rosendo. De modo que, asumiendo cierto el hecho, las estrategias, consecuencias y resultados son fruto de mi imaginación.

En el segundo libro se hacen muchas referencias a la geografía de la apasionante Noruega, quede claro que la mayoría son reales, y que he intentado, en todo momento, ser fiel a las fuentes del siglo X. Por ejemplo, aunque Nidaros (actual Trondheim) no fue fundada oficialmente hasta el año 997, se acepta oficiosamente que antes de dicha fundación, debida a Olav Tryggvasson, la desembocadura del río Nid ya albergaba un puerto comercial de especial importancia. Además, su preciosa catedral, imbuida de importantes retazos de la historia noruega, y atribuida al más tardío san Olav, convierte a este maravilloso lugar en centro de peregrinaje desde tiempos medievales, lo que, humildemente, me ha permitido hacer un guiño al papel de Compostela en la historia de Assur (siendo ambos lugares de peregrinación); asumiendo a la vez que el propio Tryggvasson iniciase la construcción de un templo previo a la seo del rey santo. Por otro lado, en cuanto a los detalles urbanos de la propia ciudad, me he permitido tomar lo que se sabe con certeza de la antigua Trondheim (que no es mucho, pues el mismo hecho de que continúe habitada impide, lógicamente, trabajos arqueológicos de gran envergadura) y aderezarlo con detalles constatados de otros lugares como Kaupang, Hedeby o Birka, intentando que allá donde no había certeza histórica mi imaginación se prendiese en algo, al menos, veraz. Jòrvik, la actual York, ha sido un poco más fácil, pues sí hay bastantes detalles proporcionados por las excavaciones que se han venido realizando.

Al hilo de York, en cuanto a los topónimos de la actual Gran Bretaña, me he decidido, de modo similar a como he mencionado en párrafos anteriores, por mantener la forma antigua, incluso para aquellos que tienen a día de hoy una traducción concreta en su forma escrita. De ahí el uso de Lundenwic y London en lugar de Londres, o de Lindon en lugar de Lincoln, a fin de usar en todos los casos el mismo criterio.

Para los lectores que tengan curiosidad también diré que el fiordo en el que sitúo los dominios de Sigurd Barba de Hierro no está lejos de Stavanger, en la provincia de Rogaland; territorio de inmensa belleza que recomiendo encarecidamente visitar.

Hay un tema curioso e interesante que acotar respecto a los barcos de los normandos. Hasta escribir esta novela y pasarme tantas y tantas horas investigando, yo entendía, y supongo que así lo pensarán muchos lectores, que los vikingos tenían navíos llamados drakkar, o drakar. Sin embargo, en el curso de mis indagaciones para escribir la novela descubrí que no era cierto. Según parece, aunque hay más de una discusión al respecto en foros de un nivel cultural muy por encima del mío, drakkar no es más que una mala transformación del antiguo francés de lo que en nórdico sería drekar, que a su vez es el plural de dreki, que significa «dragón» y que vendría a resultar una metonimia, ya que no sería el nombre de los barcos, sino de los típicos mascarones con los que los carpinteros nórdicos decoraban las rodas de sus barcos de guerra. Dicho esto, cabe añadir que barcos nórdicos en los que sí parece haber consenso son los knörr, de plural knerrir, los langskip, los herskip, los skeith y algunos otros de diferente nombre según el tamaño y las características.

Por cierto, continuando con lo nórdico, esa terrible tortura denominada águila roja, en la que los pulmones de la víctima son extraídos por la espalda, es cuestionada por más de un historiador, sin embargo, es indiscutiblemente cierto que es mencionada en las sagas.

En cuanto a la biografía de Leif Eiriksson y los hechos de su vida que se narran en la novela, tengo que confesar que me he servido únicamente de aquellas partes que me parecieron más adaptables a la historia de Assur del modo en que yo quería contarla. El problema que subyace al relato es que ni de él, ni de su padre, ni del propio Olav I (también involucrado tangencialmente), se tienen detalles suficientes como para formarse una idea clara, ya que muchas referencias se desdicen. De hecho, cuando comencé a documentarme para escribir esta novela, leí frecuentes menciones a las contradicciones entre las sagas nórdicas, pero no fui capaz de imaginar las dificultades que supondría a la hora de incluir en la trama las apasionantes vidas de estos personajes.

Quede claro que, a pesar de que en la novela se habla con asiduidad del crudo invierno y los rigores del clima del norte, los expertos parecen ponerse de acuerdo en que en esos siglos de la Alta Edad Media el clima resultó ser más benigno que en tiempos anteriores o posteriores, algo que suele referirse como óptimo climático medieval y que precede a la conocida como pequeña edad de hielo (posterior al tiempo de esta novela).

En cuanto a la actividad ballenera de Assur, no he encontrado ningún documento que avale esas migraciones según temporada de los balleneros, sin embargo, es más que plausible que así fuera, y así han coincidido conmigo algunos de los expertos con los que lo he comentado; además, creo que era importante incluir en la epopeya de Assur por Noruega un elemento tan relevante en la cultura de ese país como la caza de ballenas, que, de hecho, sigue siendo en el día en que escribo estas letras una práctica habitual, asunto sobre el que mi discordante opinión no es importante en este foro.

Respecto a las unidades de medida, en el entorno hispano he usado referencias al sistema romano, absolutamente vigente en aquellos días. Sin embargo, en el entorno normando y sajón la decisión fue mucho más difícil. Las expresiones marinas eran asumibles, pues su antigüedad está bien constatada. Pero otras, como yarda, podrían ser discutibles, sin embargo, la falta de palabras adecuadas en castellano como lo serían las inglesas rod, pole o perch, por ejemplo, me ha animado a decantarme por yarda, que bien pudo usarse en los tiempos de la novela aunque no se formalizara hasta algo después.

Eirik el Rojo parece haber sido el primero en conseguir establecer una colonia sostenible en Groenlandia, así como el que le dio el publicitario nombre de tierra verde, sin embargo, no fue el primero que llegó a esas tierras, pues parece que Gunnbjörn Ulfsson y Snaebjörn Galti conocieron primero esta increíble y mítica isla de titánicas proporciones.

En cuanto al fraile Clom, simpático personaje creado con todo mi cariño (va por ti, Brian), debo reconocer que es, en realidad, una mezcla convenientemente literaria de la figura de san Brandán y la de san Columba, con pinceladas de otros como san Columbano o Juan Escoto.

Es también necesario hacer notar que, cuando Leif cuenta la historia de su padre, Eirik el Rojo, su monólogo es, casi en su totalidad, una versión un poco retocada de la traducción de la saga de Eirik el Rojo que hicieron Antón y Pedro Casariego de Córdoba, a los que debemos este trabajo meticuloso y excepcional a cuya lectura invito.

Los detalles sobre el barco de Bjarni (al que yo doy el nombre de Gnod), la tripulación, los avatares de su travesía, y la ruta que siguieron los hombres de Leif hasta América del Norte, son en gran parte invención propia, y no se trata de que haya yo querido saltarme los pormenores históricos, sino que las sagas que sirven de fuente se contradicen en varios puntos. En cualquier caso, los grandes rasgos que definieron esa travesía que cambió la historia del mundo son, o al menos pueden considerarse, verídicos.

La talla labrada por Assur es una forma propia de hacer referencia a la denominada cajita de San Isidoro, conservada a día de hoy en el museo de la Real Colegiata de San Isidoro de León, lugar que aparece en la novela todavía en su etapa como modesto cenobio dedicado al niño mártir Pelayo. Yo asumo que está tallado en colmillo de morsa, aunque otros expertos suponen que es otro tipo de asta o hueso, siendo la cornamenta de ciervo el candidato con más opciones. En cualquier caso, la extraña historia de esta fantástica pieza me ha permitido elucubrar que fuese Assur, en su regreso a la península ibérica, el portador de tan curiosa manufactura, de inclasificable artesanía por tratarse de una mezcla indeterminada de los estilos artísticos de los nórdicos y por no conocerse su verdadera procedencia. Y si bien es cierto que es poco probable que fuese una de las primeras cajas para moscas artificiales del mundo, tampoco existe modo de negarlo. Al hilo de este asunto también comentaré que parece haber pruebas suficientes como para asumir que la pesca con anzuelos vestidos de pluma e hilo fuera algo ya extendido en la Edad Media, sirviendo de semilla a los manuscritos que, pocos siglos después, ya en el Renacimiento, se escribirían, precisamente, en España, tanto en tierras aragonesas como leonesas; ejemplos tenemos en el texto de Basurto de 1539 y en el más conocido Manuscrito de Astorga de ochenta años después. Por otro lado, en este asunto de anzuelos y plumas, tengo que mostrarle aquí mi agradecimiento a mi buen amigo y compadre pescador Julio, indiscutible señor de las moscas, a quien he acompañado en el río y en el torno de montaje muchas tardes. Gracias, Xulen.

En el viaje a poniente de Leif me he permitido asumir la ruta más comúnmente aceptada por los historiadores, entendiendo que Helluland sería el extremo meridional de la actual isla de Baffin; Markland, la costa de Labrador, y Vinland, el territorio norte de Terranova, coincidiendo con el asentamiento, actual patrimonio de la humanidad, de L’Anse aux Meadows. Por cierto, el caso de Vinland, tal y como se cuenta en el libro, es curioso en cuanto al nombre, pues Tyrkir (que existió en realidad), probablemente porque el paso de los años había empañado sus recuerdos, confundió cepas de uvas, como las de su Alemania natal, con los arándanos azules nativos de Norteamérica, de modo que el apelativo de tierra del vino sería en realidad un error. Como debió de serlo el caldo que resultó del basto intento que procuró Leif, pues, como en la novela, toda la alharaca resaltada en las sagas sobre el descubrimiento de las «cepas» de Vinland se apaga tras el regreso a Groenland.

Y esos extraños árboles en los que se fijan los tripulantes del Gnod son alerces americanos, desconocidos en Europa y de los que se han encontrado maderos en distintos asentamientos vikingos, demostrando que estos exploradores los llevaron a sus tierras natales desde el continente americano.

En este punto cabe también mencionar que, desafortunadamente, mi experiencia en el mar, como navegante o tripulante, es mucho más escasa de lo que me gustaría. Y si bien es cierto que yo he hecho todo lo posible porque las descripciones y técnicas de navegación sean fidedignas y veraces, he podido equivocarme en más de una ocasión, así que vayan en este párrafo mis disculpas más sinceras para los marinos y hombres de mar que hayan podido encontrar alguno de esos errores.

La saga de los groenlandeses no menciona que el propio Leif tuviera problemas con los indios algonquinos, pero sí lo hace con los que siguieron los pasos del hijo de Eirik el Rojo. Y aquellos enfrentamientos fueron sangrientos en más de una ocasión. Por cierto, también se menciona que en su regreso a Groenland, Leif asiste a la tripulación naufragada de un tal Thorir, sin embargo, en la novela yo he preferido cambiar un poco estos hechos para, sin abandonar la veracidad, dotar de un poco más de acción a la historia sin dejar de centrarla en el propio Assur.

Existe cierta controversia entre los estudiosos con respecto a la tribu exacta de algonquinos (skraelingar para los vikingos) con la que se enfrentaron los nórdicos. En cualquier caso, yo he basado mis investigaciones asumiendo que se trataba de los indios mi’kmaq. Y he intentado ser fiel a sus usos y costumbres, aunque me he tomado la libertad de asumir que se tocaban con plumas cuando, en realidad, hay muchos expertos que opinan que este pueblo no lo hizo hasta siglos después, imitando a los sioux. Permítaseme además comentar aquí que no solo ellos, sino todas las tribus cree, hoppi, sioux, etcétera, han sido siempre para mí portadoras de una cultura maravillosa y digna de ser conservada. Además, espero sinceramente que la visión que de ellos presento en estas páginas les resulte satisfactoria, pues siento por todas ellas (especialmente por los navajos, con los que compartí más de una charla durante el tiempo que residí en el sudoeste norteamericano) un profundo respeto y afecto, Ah-sheh’heh.

Aunque es cierto que a su regreso de Vinland, Leif tuvo que asumir el liderazgo de Groenland, yo no he conseguido encontrar detalles sobre los funerales del propio Eirik el Rojo, por lo que me he permitido recrear una versión veraz que, al tiempo, sirviese para mostrar una parte de la cultura funeraria de los vikingos.

Las curiosas ballenas «astadas» que descubre la tripulación del Gnod en las costas de poniente son, en realidad, narvales. Y es cierto que uno de sus colmillos, recordando a los cuernos de los unicornios, se proyecta desde su boca hasta superar el metro de longitud. Además, estos misteriosos animales han sido siempre fuente de extravagantes historias entre los marinos.

Por otro lado, hablando de cuernos, no parece haber ningún hallazgo arqueológico que certifique la clásica imagen de los cascos vikingos, tocados con grandes cuernos, algo que, acorde a los textos de muchos estudiosos, se debe, más bien, al legado cinematográfico de Hollywood y no a la realidad histórica.

Y en cuanto al Gnod, permítaseme aclarar que yo no he tenido constancia de que ninguno de los barcos vikingos encontrados hasta el presente tuviera un bote auxiliar como el que describo, sin embargo, en las sagas se hace frecuente mención a los denominados «botes de remolque». Aunque no he hallado explicaciones más concretas sobre la técnica de transporte de estas falúas.

El tipo de duelo denominado hólmgang es una versión más civilizada de la antigua tradición del einvigi que Víkar clama, en el que no había juez ni límites y que solía terminar con la muerte de uno de los contrincantes, lo que provocaba, de hecho, una espiral de muerte y venganza entre los familiares de uno y otro luchador.

La boda entre Assur y Thyre la he contado respetando muchas de las cosas que, a día de hoy, se aceptan como ciertas en esas ceremonias, sin embargo, hay varios aspectos que he tenido que retocar. Por ejemplo, he pasado de puntillas sobre el asunto del «pago por la novia», porque me ha parecido algo difícil de aceptar para el lector de hoy en día; incluso a pesar de haber intentado dejar claro que la mujer tenía una preponderancia en la sociedad vikinga muy superior a la de épocas más modernas en otros lugares del mundo. Por ejemplo, aunque el matrimonio fuese concertado, no se solía aceptar que la novia estuviese en contra, pues se sabía que sería una pareja condenada al fracaso. Además, la mujer tenía el derecho a divorciarse y, como se ha mencionado en la novela, era la mujer la que guardaba la casa y se hacía responsable de la hacienda.

Por último, y para todos aquellos que quieran saborear algo de ese mundo vikingo del que se habla en Assur, permítanme que les proponga visitar la península escandinava y, muy especialmente, Noruega. Aunque, dicho esto, me une a mi tierra una obligación moral que no me perdonaría olvidar: hay en esta vieja Hispania desde la que escribo un lugar mágico que, todos los veranos, encuentra un día para festejar la libertad que consiguieron sus habitantes enfrentándose a los temibles demonios normandos: un lugar llamado Catoira, en las costas gallegas, un pueblo cuyas maravillosas gentes nos recuerdan cada agosto cómo aquellos difíciles tiempos de sangre y lucha marcaron el destino de las generaciones venideras con una sonada representación de un ataque vikingo. Vaya entonces para el Ayuntamiento y las gentes de Catoira mi más sincera felicitación y mi más sentida dedicatoria.

Escribiendo estas últimas líneas me siento también en la obligación de recordar a todo el que lo desee que, aunque su planta no es la de la época en la que transcurre la novela, el castillo de Sarracín, en la preciosa vega del río Valcarce, sigue ahí, en pie, para quien desee visitarlo y contemplar las mismas montañas de las que se habla en esta novela.

Y, cómo no, tampoco puedo dejar de recomendar el viaje a Santiago de Compostela, que hoy en día sigue siendo tan mágica y bella como en el siglo X. Una visita obligada, ya sea por una de las rutas de peregrinación establecidas (como el camino de los ingleses o norteño que sigue Assur), o por el mero placer del turismo.

Seguro que algo se me queda en el tintero, en cualquier caso, permítame, querido lector, recomendarle que se acerque a algunas de las referencias aquí hechas, estoy seguro de que encontrará tantas satisfacciones como yo mismo.

Por lo demás, gracias, de todo corazón, gracias.