Apenas había gente, aún era temprano. Y el Thames, ahora que el amanecer estaba próximo, empezaba a desprenderse de jirones de niebla que se revolvían entre las esquinas de las casas. Solo se cruzó con trasnochadores borrachos y con aprendices apresurados de oficios que requerían empezar la jornada temprano, como los que tenían que prender la forja o los que, al igual que Dvalin, tenían que preparar el horno y la masa para que, al despertar, los londinenses tuvieran pan recién cocido, o pescado fresco o leche todavía tibia.

Corría inspirando bocanadas del aire pesado de la ciudad, al que no llegaba a acostumbrarse. Y a cada poco se tocaba la faltriquera para asegurarse de que llevaba los dineros que necesitaría para el pago de los servicios de la partera.

Cuando llegó resollando hasta la tahona del enano, supo enseguida que algo no andaba bien, en lugar de encontrar una puerta abierta con franqueza y toparse con los olores del horno y el fermento, halló la hoja entornada en el vano y un silencio que no le pareció natural.

Echó la mano a la cintura buscando sus armas y lamentó no haber sido más precavido. Empujó suavemente la puerta procurando no hacer ruido. Avanzó despacio, posando los pies con cuidado. En el zaguán de entrada todo le pareció normal, el enano todavía no había sacado la primera remesa del horno, en los anaqueles y el mostrador solo se veían restos de harina y migas irregulares desprendidas de la corteza de las hogazas y los bollos.

Gracias a que había dejado la puerta abierta algo de la escasa claridad de la noche se colaba haciendo largas las sombras. A un lado estaba el almacén de Dvalin y Assur avanzó cruzando sus pasos calmos.

—No te lo diré…

La silueta de Víkar era inconfundible, incluso en aquella penumbra. Y la espada desenvainada recogía la poca luz enseñando sus filos con perversidad.

Su amigo estaba tendido en el suelo, hecho un revoltijo desmadejado.

—Creo que me buscas a mí.

Víkar se giró sin demostrar sobresalto alguno y Dvalin intentó retreparse alzando la cabeza.

La sonrisa que Assur vio en su oponente tenía el fiero aspecto de las alimañas enfebrecidas por la rabia.

Se oyeron algunos gritos y risas que llegaron desde la calle y el hispano avanzó con calma considerando sus posibilidades.

Dvalin forcejeaba con sus ligaduras y retrocedía hacia el leñero. Allí no había armas disponibles, solo las que portaba el propio Víkar. Al otro lado, los sacos de harina amontonados y al fondo, el horno abovedado, con sus portezuelas de hierro entreabiertas y su gran solana de piedra que, como Assur sabía, podía mantenerse templada de un día para otro.

Colgando del entramado de vigas que sostenía la tablazón del piso superior estaban las roldanas que el menudo panadero usaba para mover los pesados costales de harina y los maderos. Tramos de cuerdas sueltas se combaban entre las poleas y las pértigas que las sostenían, los cabos deshilachados recordaban a las pelambres de las sencillas muñecas de trapo con las que jugaban las niñas de los estibadores del puerto.

Olía al aroma acre de la harina y del fermento. Aquellos borrachos que habían gritado reían ahora con la algarabía de la juerga que proporciona el alcohol.

Víkar dio un paso hacia Assur levantando su espada y desenfundando la daga que llevaba al cinto con la izquierda.

—Morirás.

Assur asintió imperturbable.

—Y luego ella será mía…

El hispano se limitó a volver a asentir al tiempo que daba otro paso hacia su rival.

—Y cuando me canse de ella la mataré también.

Assur se contuvo apretando los dientes, sabía que no podía dejarse llevar por las provocaciones del otro.

Víkar se lanzó de pronto con la espada al frente y la daga mortíferamente preparada bajo la estocada. El hispano giró sobre sus pies con habilidad, dejando que el otro pasase a su costado como una exhalación. Se volvieron a un tiempo y quedaron enfrentados recuperando el equilibrio. Assur cogió una de las roldanas de Dvalin, que pendía de un tramo de maroma como un péndulo y, alzándola por encima de su cabeza, la envió con fuerza hacia el otro.

Pero Víkar también era hábil en el combate y esquivó el vuelo de la polea con facilidad, preparándose para asestar una nueva estocada con una finta con la que esperaba engañar al arponero.

Mientras los otros dos se enzarzaban, Dvalin se acercaba al leñero al desesperante paso de un bebé gateando. Forcejeaba lastimándose las muñecas con las ligaduras, pero solo podía pensar en la pequeña hacha que usaba para abrir los leños cuando eran demasiado gruesos o cuando tenían una rama ahorquillada que los hacía demasiado aparatosos para la boca del quemador del horno.

Con las piernas flexionadas Assur recibió el envite de Víkar resoplando un gemido sordo por el esfuerzo. Ambos eran hombres fornidos y sus torsos chocaron con un estruendo mullido por las ropas. Assur, empujando con su hombro el pecho de su rival, sujetaba con ambas manos la muñeca derecha de Víkar intentando obligarlo a soltar la espada, pero el nórdico no perdía el tiempo y revolvía la mano libre buscando clavar su daga entre las costillas del arponero.

Assur se dio cuenta y continuó girando, empeñando todo su peso y dejando un pie atrás.

La cuchillada de Víkar cortó la tela basta y abrió el costado del hispano a la altura de los riñones salpicando sangre. Había fallado por poco y ahora, entre el impulso en balde y la fuerza del otro, sintió como perdía el equilibrio a la vez que los huesos de su muñeca se partían sonando como ramillas que se pisan en un suelo otoñal.

Víkar cayó con estruendo, ahogando con los dientes apretados el grito de dolor por la muñeca quebrada. La espada retumbó un poco más allá haciendo cimbrear el hierro y Assur se echó atrás llevándose la mano a la herida abierta. Entonces ambos lo vieron, una sombra sobre ellos.

Dvalin cortó la cuerda con un golpe seco del hacha y el costal de harina se precipitó sobre Víkar dejando volutas blanquecinas suspendidas tras de sí.

Instintivamente Assur dio otro paso atrás, a tiempo para ver caer el saco sobre su rival. El costal se abrió rasgando la fina tela con un reproche de fibras tensas que se rompieron como los calabrotes viejos de un knörr sobrecargado agitado en el puerto por una tormenta. Al abrirse el saco, todo a su alrededor se cubrió de pronto con una irónica bruma blanquecina y las cinchas, libres súbitamente del peso del costal, chocaron con un sonido que sonó como el aplauso cohibido de una mozuela.

Antes de que Assur pudiera reaccionar Víkar surgió a través de los delicados encajes entretejidos que formaba la harina. Había perdido la daga con la maniobra del enano, pero, sin importarle no tener otra arma a mano, embestía al arponero con los brazos al frente y la cabeza gacha, resoplando igual que un buey en estampida.

A Dvalin le pareció que dos montañas colisionaban y pensó en los grandes bloques de hielo que navegaban a la deriva desde las banquisas del norte, tal y como le habían contado los marinos.

El impacto le arrancó avariciosamente el aire del pecho y Assur se vio arrastrado hacia el fondo del almacén. La escarcela del hispano se desgarró y los mancusos cayeron repiqueteando. Chocaron con la pared del horno haciendo rebotar los postigos. Assur apoyó la mano en el saliente de la piedra todavía tibia de la solera e intentó tomar impulso para derribar a su oponente. Víkar se resistía, gruñía como un verraco lanzando puñetazos con su mano sana a las costillas del hispano y embistiendo con su hombro izquierdo el vientre de Assur. Forcejaron así por un rato, en una macabra pausa frente al suave calor del horno apagado, hasta que el arponero entrelazó sus dedos uniendo ambas manos y descargó toda su fuerza entre las paletillas del nórdico.

Víkar cayó de bruces y Assur saltó a un lado sintiendo la sangre que le caía por el costado escurrirse hasta la cadera. Se agachó un instante y aprovechó la portezuela que daba servicio a la caldera del horno. La cerró con todo el ímpetu del que fue capaz y la plancha de forjado golpeó la cabeza de Víkar sonando como una de las campanadas de las iglesias de London.

Una brecha se abrió en la sien del nórdico, pero él solo gruñó, e intentó levantarse como si el brutal golpe no hubiera sido más que un roce insignificante.

Antes de que Assur pudiese evitar que su amigo se inmiscuyese, Dvalin saltó sobre la espalda de Víkar gritando como un poseso. En su mano cuadrada de cortos dedos aferraba un hacha con una hoja poco mayor que la palma del propio Assur.

—¡No!

Assur no quería que el enano tuviera que internarse de ese modo en las alcantarillas de su propio pasado. Pero Dvalin no escuchó y descargó el filo en la espalda de Víkar consiguiendo que este se desplomase.

El enano sintió como las fuerzas escapaban del cuerpo del nórdico y lo dio todo por terminado dejándose caer a un lado y aceptando la mano que Assur le ofrecía para levantarse.

El hispano se quedó mirando el cuerpo de Víkar, la pequeña hacha enterrada en las carnes del nórdico hasta la madera del mango sobresalía en un ángulo extraño. Como la aleta deforme de un enorme pez.

—No tenías que haberlo hecho…

Dvalin lo miró, su ojo empezaba a cerrarse entre párpados abolsados y cárdenos.

—Sí, sí que tenía…

Assur lo observó indeciso, sin saber si deseaba preguntar o si prefería que el otro se guardase las respuestas. Pero el enano no tenía dudas, parecía satisfecho y dispuesto a zanjar el asunto sin más.

—¿Se ha puesto de parto?

El arponero alzó las cejas sorprendido. Recordó de pronto y las prisas que se apoderaron de él lo volvieron descuidado. Y el enano se dio cuenta de que había acertado por la expresión de Ulfr.

—No creo que tuvieras otra razón mejor para aparecer por aquí… —dijo haciendo que Assur reconociera la obviedad.

Dvalin resopló abriendo y cerrando el ojo amoratado con cuidado.

—Esto me va a doler toda la semana —añadió llevándose la mano a la mejilla—. Supongo que has venido para que vayamos a por la partera… Pues será mejor que nos apuremos, si no lo que me hará Francesca será peor todavía —dijo de nuevo abriendo los brazos y abarcando el desastre en el que se había convertido su almacén.

Assur seguía callado.

—¡Vamos! Cerraré y ya volveremos esta noche para tirar ese despojo al río —comentó sin darle importancia al tiempo que señalaba con el mentón el cuerpo de Víkar.

El hispano miró a su alrededor, negó una última vez moviendo pesarosamente la cabeza y aceptó lo que su amigo le decía, ahora tenía que pensar en su esposa.

Apenas habían dado dos pasos cuando lo oyeron y Dvalin cerró la boca antes de sugerir que se adecentaran un poco para ir en busca de la comadrona.

Assur se giró a tiempo de ver como Víkar corría hacia ellos a trompicones. Abriendo las narices como un caballo desbocado.

Tuvo solo un instante para apartarse. Luchando con el dolor de la herida al abrirse por el esfuerzo, alargó un brazo para coger las cinchas que pendían de otra de las sogas del enano.

Cuando Víkar los alcanzó Assur se cruzó y giró enredando la cuerda en el cuello del nórdico y, sin perder un instante, dio dos pasos rápidos hasta la polea que correspondía al cordaje de las eslingas. El cabo que pendía de la roldana se le escurrió entre los dedos. Víkar forcejeaba intentando librarse y haciendo bailar la maroma igual que una víbora en celo. Assur tuvo el tiempo justo de atrapar el extremo de la cuerda antes de que se colase en las guías de la rueda de madera. Ágilmente, en el último momento, sintiendo la cuerda deslizarse quemando las yemas de sus dedos, se volteó, echó su peso hacia delante con los brazos sobre la cabeza, y cogió con ambas manos la áspera soga.

Dvalin había usado muchas veces aquellas poleas, le había llevado años terminar la instalación para que su trabajo resultase fácil y cómodo aun pese a las limitaciones de su tamaño. Y, aunque comprendió la intención de su amigo, pensó que sería imposible, Víkar era un enorme bigardo que pesaba mucho más que el mayor de los costales de harina y ahora, después de la reyerta, el pulcro sistema que tantos esfuerzos le había costado idear no era más que una serie de enredos y nudos sueltos que colgaban sin gracia de las poleas.

La soga rechinó en los surcos de madera, tensándose y soltando volutas de harina. Y un lazo que se había formado con el ajetreo se aplastó atascando la guía y anudando la cuerda sobre sí misma. Assur gruñó sintiendo la sangre manar del corte en su herida y, volcándose sobre las puntas de los pies, intentó estirar los brazos haciendo que sus músculos protestasen por el envite.

Las manos de Víkar palmeaban en torno a su pescuezo, esforzándose por soltar las dos vueltas de cuerda que, prendidas con la polea, le atenazaban el cuello. Maldecía con la voz ahogada y ronca por la presión.

Dvalin no daba crédito, poco a poco los talones de Víkar se iban alzando y las punteras de sus botas se apoyaban escasamente en el suelo de la tahona. Sin embargo, estaba seguro de que Ulfr no lo conseguiría, era imposible, cuando había enredado el cabo alrededor del cuello de Víkar, todo el ingenio se había agitado liándose, las poleas ya no trabajaban para ayudarle y un nudo en la cuerda se apretaba en uno de los surcos de las roldanas; la guía de metal que evitaba que la soga se saliese del carril labrado en la rueda de madera empezaba a doblarse.

Afuera, el amanecer empezaba a sacar colores de las oscuras aguas del Thames y los miles de almas de London se desperezaban para enfrentarse a un nuevo día.

Sus brazos protestaban y Assur notaba como los músculos temblaban reclamando un descanso. La herida de su costado servía sangre que empapaba su ropa. Podía oír cada gota que caía al suelo con un suave chapoteo amortiguado. Sus manos entrelazadas empezaban a despellejarse y la cicatriz de su derecha se resentía, ya las tenía a la altura de la frente al final de brazos que vibraban por el esfuerzo, pero cuando echó la vista atrás vio que las botas de Víkar todavía rascaban el suelo de la tahona.

Recordó la vieja barca del molino del Mácara. Casi pudo oler el cieno revuelto de la orilla y la sensación de frío en sus pies descalzos, por un momento incluso creyó escuchar los gruñidos de Furco, que, arrugando los belfos, mostraba sus dientes a los normandos que los perseguían.

Como aquel día de tantos años atrás, Assur puso cuanto tenía dentro en juego. Porque sabía que no le quedaba otra salida, o acababa con Víkar, o el riesgo de que los encontrase y pudiese hacerle daño a Thyre lo perseguiría para siempre. Por desgracia y muy a su pesar, aquel hombre albergaba demasiado odio en su interior.

Haló con todas sus fuerzas, despellejándose los dedos y las palmas, y le pareció que era otro el que sufría, como si estuviera viéndose a sí mismo desde la platea de un anfiteatro, pensó que sus huesos iban a quebrarse, vibraban; y sus dientes rechinaban. Tiró aún con más fuerza. Y poco a poco aquellos brazos que no sentía suyos se fueron estirando ante él. Vio sus manos crispadas de nudillos blanqueados pasar ante sus ojos. En su espalda el dolor lo asaetaba con latigazos que hacían reverberar sus músculos y algo entre sus costillas se desgarró. Pero siguió jalando de aquel cabo, percibiendo con un leve tremor cada vuelta del esparto retorcido apretarse en la polea para hacer pasar bajo la guía el nudo que se había formado. Sintió el cambio de peso al elevarse el nórdico unas pulgadas sobre el suelo. Notó el pataleo que hacía vibrar la soga. Oyó, a lo lejos, la llamada perdida de Víkar maldiciéndolo a él y a toda su descendencia.

Víkar murió con un último gorjeo acuoso que se desvaneció entre las campanadas de maitines. Su lengua hinchada asomó entre los dientes. Su miembro erecto abultaba el tiro de sus pantalones.

Assur siguió manteniendo los brazos estirados, temblando por el esfuerzo. El sudor que le caía en los ojos le picaba, sus manos estaban doloridas, sus dedos agarrotados.

—Ya está, se ha acabado —le dijo Dvalin acercándose.

Y, antes de que el enano lograse que su amigo le creyese, la maltratada guía se abrió por fin, Assur cayó de bruces, vencido por su propio esfuerzo, y la soga, ya libre, siseó en la polea. El cadáver de Víkar se desplomó con el coro sibilante de las cuerdas corriendo por los surcos gastados de las roldanas.

Desde el suelo, alzándose en uno de sus codos, Assur miró una vez más al que se había convertido en su enemigo sin haberlo pretendido y lamentó profundamente lo que había sucedido.

—No podemos tirarlo sin más al Walbrook, se merece algo mejor…

La partera, una enjuta mujer que parecía hecha de ramas secas y cuero sin curtir que había sido remojado y abandonado al sol, estaba acostumbrada a que se presentasen ante su puerta en cualquier momento del día gentes de toda condición. Y a ella le venía a dar igual traer al mundo al retoño de un carpintero, de un herrero, de un cordelero o de un botero, pero al ver a aquellos dos lo último que imaginó es que tenían la intención de contratarla.

Su buen trabajo les costó a los inquietos Assur y Dvalin convencerla, y la mujeruca, desconfiada, no se dejó acompañar hasta que el hispano, trabucando las palabras de un idioma que aún no dominaba, le propuso que fuera con ellos uno de sus hijos mayores. Un muchacho igual de esmirriado que ella que servía de aprendiz en el negocio de un sastre de Dowgate. Eso la tranquilizó, aun cuando el chico pareciese incapaz de matar a una mosca de un papirotazo.

El camino se le hizo eterno a Assur. La comadrona renqueaba y el crío, que portaba un hatillo con los útiles de la mujer, andaba alelado mirando a todas partes como si cualquiera de los detalles de la ciudad tuviera la capacidad de sorprenderle.

Dvalin se palpaba de tanto en tanto su rostro dolorido y Assur mantenía la presión en la herida de su costado, intentando que no sangrase. Apenas había tenido tiempo de echarle un vistazo, pero sabía que necesitaría unas cuantas puntadas para cerrarla. Aunque la sangre era clara y eso lo mantenía tranquilo, por lo visto, no había tocado el hígado o los riñones.

La puerta se abrió de un tirón seco antes de que Dvalin pudiese dejar caer sus nudillos por segunda vez.

—Pero ¿adónde…? —Francesca, plantada en el umbral, envuelta en los aires de su evidente enfado, calló de pronto al ver el lamentable estado de la pareja. Luego, al distinguir a la partera despuntando tras el enano, práctica como era, prefirió dejar para más tarde el interrogatorio al que pensaba someter a aquellos dos y le hizo señas a la mujeruca para que entrase—. ¿Habéis ido a buscarla entre los parisii, al otro lado del canal? —remató con gesto hosco sin esperar realmente una respuesta.

Antes de que ellos pudieran hacer un vano intento por contestar, la comadrona, tan pragmática como la lombarda, se adelantó.

—¿Dónde está?

La viuda señaló hacia el fondo de su vivienda y se hizo a un lado para dejar pasar a la partera y al chico que la seguía con cara de lelo.

—¿Está bien? —preguntó Assur inquieto.

Mirando al interior para ver si la mujeruca se las apañaba, Francesca, para disgusto del hispano, tardó en contestar.

—Sí, de momento sí, pero creo que va a ser complicado —dijo sin ser consciente de la preocupación que causaba.

—¿Cómo? ¿Qué sucede?

La viuda iba a responder cuando la comadrona gritó algo desde el interior de la casa que ni Assur ni Dvalin entendieron.

—Bueno, ya está bien, ¿por qué no vais a emborracharos? ¿O a bañaros al río? —les instó echando un nuevo vistazo a su desastrado aspecto—. Aquí hay mucho que hacer.

Y Francesca cerró con un portazo que les revolvió los cabellos e hizo que las maderas de la hoja resonasen; a lo que Assur iba a responder llamando y exigiendo que le permitieran entrar cuando la puerta volvió a abrirse y el hijo de la partera salió a trompicones con la cara pálida y los ojos abiertos como platos.

—A ver si aprovecháis y lo convertís en un hombre —dijo la viuda cerrando de nuevo tras de sí.

Assur retomaba su idea y se disponía a golpear con los nudillos, pero Dvalin lo interrumpió.

—Será mejor que las dejes, es cosa de mujeres…

El hispano dudó sin responder.

—Tranquilo, está en buenas manos. Anda, vayamos a la taberna de Carlo, si conseguimos que no nos cuente su último día de pesca, puede que nos dé algo de beber y que nos permita atender ese feo corte —aventuró señalando la mancha de sangre del costado de su amigo.

Al hijo de la partera se le iluminó el rostro pensando en la cerveza y Dvalin, intuyendo las cuitas de Ulfr, llamó a un pilluelo andrajoso que pasaba corriendo, inmerso en algún juego de fieras persecuciones.

—¿Quieres ganarte una moneda? —le dijo al crío cuando se detuvo.

El niño, uno más de entre los cientos que correteaban descalzos, bailó inquieto sobre la punta de los pies cuando vio al enano revolver en su bolsa y sacar una de las brillantes piezas de calderilla acuñadas por el rey Ethelred.

Le pendían dos velas verdosas de las narices y en su cara había tanta porquería como para hacer un montón tan alto como él mismo.

—¿Quieres o no? —lo tentó el enano mostrándole una moneda.

—Sí, sí que quiero —contestó restregándose las manos en los restos andrajosos de sus pantalones, que apenas le cubrían las canillas huesudas y enlodadas.

—¿Cómo te llamas?

—Nathanael.

El enano esperó y el niño comprendió.

—Nathanael Jackson.

Dvalin afirmó inclinando su rostro cuadrado, ya sabía de quién se trataba, era el menor de los hijos de uno de los armeros que vivían unas calles más arriba. Una familia humilde pero honesta; sabía que podía fiarse de él.

—Te quedarás aquí —le dijo el enano al crío tendiéndole una moneda—, hasta que esta puerta se abra, ¿entiendes? —Y ante la inclinación de cabeza, que hizo bailar los mocos en aquella sucia nariz, siguió hablando—. Antes o después se abrirá y saldrá una mujer, dile que nosotros te hemos mandado quedarte aquí y pregúntale si tiene algún recado. Cuando te lo diga vienes corriendo a buscarnos a la taberna de Carlo, ¿la conoces?, ¿la del lombardo?

El niño volvió a asentir sin dejar de mirar su recién conseguido tesoro.

—Si lo haces bien, te ganarás otra moneda.

Promesa que consiguió que el crío volviese a alzar el rostro, lleno de evidentes ilusiones. Y que, acto seguido, se sentara complaciente en el escalón ante la puerta, aguardando como un perrillo obediente y dando vueltas y más vueltas a la moneda entre sus dedos roñosos.

El hijo de la partera estaba borracho como una cuba antes de terminar la primera jarra de cerveza tostada. Y no llegó a acabar la segunda porque se quedó dormido sobre sus antebrazos, babeando entre labios fruncidos por una estúpida sonrisa.

Al llegar le habían pedido a Carlo una palangana y agua, y aunque Assur no había podido coserse la herida, se la había vendado envolviendo trapos limpios alrededor de la cintura. En esos momentos se sentía mucho más preocupado por Thyre y el bebé que por su propia salud.

Assur apenas bebía, y Dvalin, quizá por su mejilla dolorida y su cuerpo magullado, compensaba la inapetencia del hispano intentando evitar que el zagal de la comadrona reventase en lugar de caer rendido.

Para Assur el tiempo parecía detenido y las últimas palabras de Francesca pasaban una y otra vez por su mente, sin poder evitar preguntarse cómo estaría Thyre, deseando estar a su lado.

Cuando ya pedían la tercera jarra, el pequeño Nathanael apareció corriendo.

Dejaron al hijo de la partera durmiendo al arrullo del alcohol y salieron a toda prisa, abandonando algo de plata al corte en la mesa. A punto estuvieron de arrollar a Carlo, que se acercaba animadamente para charlar de pesca con Ulfr y el enano, cuando apareció el pequeño Nathanael corriendo a toda prisa tras su propia mugre.

El arponero marchaba como si le fuera la vida en ello y Dvalin era incapaz de seguirle el ritmo. La gente se apartaba cediéndoles paso y más de uno se llevó un empellón. Cayeron cestas con verduras y hortalizas y una yegua se espantó y alzó las manos con cabriolas nerviosas. Se oían insultos y maledicencias, pero Assur no se detenía y, aunque el enano apuraba cuanto podía las zancadas de sus cortas piernas, a cada poco se iba alejando más y más. Doblando la primera esquina, hacia una calleja un poco menos concurrida, entre las gentes desairadas que se acordaban de todos los parientes de su amigo, vio a Ulfr girarse hacia él y adivinó sus intenciones enseguida.

—Como pretendas cogerme en brazos, te muerdo los huevos, me quedan a la altura justa —le gritó engallándose.

Assur no lo oyó todo, pero sí lo suficiente. Sonrió abiertamente y se encogió de hombros sin dejar de correr de espaldas.

—¡Ve! ¡Ve! No pierdas tiempo.

Y el hispano se giró de nuevo para salir como alma que lleva el diablo. Estaba tan ansioso que podía notar su corazón saltando en el pecho. Quería saber cuanto antes si Thyre estaba bien. Y el bebé. No le preocupaba si era niño o niña, solo quería que estuviera sano. Eso era lo que realmente le importaba, que madre e hijo estuviesen bien.

Entró en la casa como una tromba de agua que desbarata un pantalán, haciendo que la puerta se tambalease en sus herrajes y que la luz que por allí entraba parpadease. Se topó de frente con Francesca, que sostenía entre sus brazos un gurruño de mantas que parecían estar llorando.

El hispano se paró en seco, intentando asimilar.

—¿Y Thyre?

La viuda le ofreció al bebé y Assur vio un pequeño rostro contorsionado y enrojecido.

—¿Cómo está? —volvió a preguntar temiendo lo que se escondía en el silencio de Francesca y sin atreverse a coger al pequeño.

La mujer volvió a pegar al niño a su pecho y, acunándolo hasta que empezó a calmarse, suspiró.

—Hay complicaciones, todavía está con la partera —dijo sin tapujos.

Y Assur estuvo a punto de derrumbarse. Fue un instante de debilidad en el que todos sus temores se avivaron como carbón ardiendo al soplo de un enorme fuelle.

La viuda lo miraba sin saber qué decir. Assur parecía dudar, presa de la indecisión, luego, por un instante, posó su mano en la pequeña cabeza, el bebé se había callado.

—Voy a ver.

Un par de frases dulces tentaron a Francesca, pero al darse cuenta la viuda de que él iba a averiguarlo por sí mismo en breve, prefirió callar. Ella, que no podía olvidar sus propias desgracias, sentía ya la honda pena de imaginar que todo estaba perdido.

Cuando llegó hasta aquel lecho en el que se había despertado unas horas antes, encontró a la partera ante su esposa. Thyre, mal sentada, a horcajadas y cubierta apenas por un camisón sucio y arrugado, parecía consumida. Había un aguamanil con su bacina y otro par de palanganas, y trapos sucios con restos bermellones, el agua de todos los recipientes tenía un escalofriante color tinto. La mujeruca, al sentir que él estaba allí, se giró y habló con la naturalidad de su experiencia, pero sus palabras, comprendidas solo a medias, no tranquilizaron al hispano.

—El primero ha salido como si lo hubieran aceitado, pero este cabroncete se ha retorcido como una enredadera…

Assur, que aún no se había hecho con el hablar de los lugareños, tardó un momento en asimilar lo que había escuchado. Y, mientras lo hacía, vio como la partera se restregaba las manos con grasa, dispuesta a hurgar de nuevo en el interior de Thyre. Un olor, entre mantecoso y rancio, lo llenaba todo, y a pesar de la luz que entraba en la casa, a él todo a su alrededor le parecía en tinieblas. Fue su esposa, llamándolo a su lado en nórdico, quien lo sacó de su ensimismamiento.

Él se acercó recordando la granja de su infancia, lo que solía pasar cuando un ternero no se presentaba como debía al parto y las pocas cosas sobre el alumbramiento que le había contado Jesse años atrás. Y se asustó.

Se sentó a su lado y buscó su mano, la encontró fría y seca. Ella parecía agotada, tenía los ojos entrecerrados y mechones desmañados de su cabello, húmedo de sudor y pegado a las sienes, caían desordenados hasta el escote de su camisón, dibujando oscuras telarañas entre las pecas y lunares. Pese al esfuerzo aparecía pálida, solo un poco de rubor tímido le cubría las mejillas. Tenía los labios agrietados y apenas le apretaba la mano hablándole entre susurros. Él temió perderla y le dijo que la amaba, le explicó que gracias a ella había vuelto a soñar con algo más que el día siguiente, le habló de lo afortunado que se sentía por tenerla junto a él.

Thyre preguntó por el bebé, no entendía lo que estaba sucediendo. Y no podía hacer otra cosa que cuestionar a su esposo sobre el pequeño, quería saber si su hijo estaba bien, insistía una y otra vez cargada con la escasa paciencia que le permitía su estado. Entonces los ojos se le crispaban y la mano de la partera convertía sus entrañas en un lugar de tortura. Luego volvía a preguntar y su esposo no sabía qué contestar.

Assur le pasaba la mano por la frente, con suavidad. Y le decía que estaba allí, con ella, que todo iba a salir bien; y se odiaba por mentirle, pero le faltaba valor para hacer otra cosa.

Se oyó el húmedo entrechocar de piel contra piel entre los gemidos de Thyre y, de improviso, la partera alzó el rostro.

—Este es más pequeño, y creo que ahora está como debe —anunció sacudiéndose la mano sucia de grasa y sangre.

Tomando el último de los trapos que la viuda le había dejado a mano, se limpió.

La comadrona se arregló de nuevo los cabellos, que se le habían desmandado, se pasó por el rostro algo de la poca agua limpia que quedaba en uno de los cacharros esparcidos y, mirando con severidad maternal a Thyre, le hizo una advertencia rotunda que la joven apenas escuchó, pero que sirvió para erizarle el vello a su esposo.

—¡Mocita! Sé que estás cansada —afirmó sin preocuparse por cuánto de lo que decía entendería la joven—. Pero vas a tener que empujar otra vez. Y tienes que hacerlo ahora, ¡y con todas tus fuerzas! No podemos perder más tiempo, si esperamos más…

A Assur no le hizo falta seguir escuchando, quiso preguntar si su esposa corría peligro y tuvo que callarse, la mujeruca había vuelto a concentrarse en su trabajo. Así que el hispano hizo lo único que podía hacer, consolarla con sus palabras más dulces, y animarla con sus frases más tiernas. Y cuando la sintió desfallecer y no supo de qué otro modo actuar, le rogó que no se rindiera, le ordenó que no se dejara vencer.

La partera murmuraba para sí. Dvalin llegó y Francesca lo sentó y lo mandó callar, ambos escuchaban los gemidos, los rumores, el roce de las telas.

Thyre empujó y Assur no se separó de ella.

La más sorprendida fue Francesca, que, obligada al pesimismo por sus propios temores, no había esperado otra cosa que salvar únicamente al primero de los bebés.

Ahora, mirando por la ventana descubierta mientras sostenía al pequeño en los brazos, se regocijó con el bonito día que comenzaba. La luz y el sol en el cielo sin nubes le alegraban la mañana, y, notando como el bebé acomodaba su diminuta cabeza, se sintió maravillada por el milagro de la vida.

Acariciaba la nuca del crío con solo las yemas de los dedos cuando oyó a Dvalin trastear con el pestillo. Desde el parto había cerrado siempre pronto y hoy, de nuevo, también regresaba temprano.

Antes de que Dvalin cruzase el umbral ya llegaba hasta ella el embriagador aroma del pan recién hecho que él traía consigo, aunque apenas lo pudo disfrutar, un penetrante olor mucho menos agradable la obligó a arrugar la nariz.

Habían pasado unos pocos días desde el alumbramiento, intensos y extraños, llenos de novedades. Y esa mañana, mientras Francesca cambiaba los pañales, Dvalin se acercó sonriendo. Acarreaba a duras penas un aparatoso saco lleno de todas sus especialidades.

En casa de una viuda sin hijos que se arrejuntaba con un panadero no tuvieron otro recurso mejor con el que aviarse; así que, para disponer de cuna, habían acomodado una vieja artesa acolchándola con mantas y frazadas. Lo que obligó al panadero a subirse a un escabel para mirar al interior a la vez que la viuda se inclinaba para depositar al bebé. Lo primero que vio fue el revoltijo de colchas y lanas, luego se encontró con dos pequeñas caras redondas, de carrillos hinchados y expresión plácida que destacaban entre el barullo de frisas.

Niño y niña. El varón había sido el primogénito, más grande y protestón, siempre hambriento; y la pequeña, que era más menuda que su hermano, parecía que solo supiese dormir plácidamente. Los ojos de ella recordaban al azul profundo de su padre, y en el rubicundo rostro de él destacaban los inconfundibles iris de su madre.

El enano los miraba con curiosidad, deseando verlos crecidos para que hicieran algo más interesante que moverse con torpeza y chupetear el aire.

—Espero que al chico, aparte de los ojos, no se le ocurra sacar el culo de la madre… ¡Menuda pinta tendría!

Y Francesca rio feliz, tanto que Dvalin temió que a la viuda fuera a darle un aire. Eran carcajadas fáciles y sinceras que brotaban desde lo más profundo de su alma; ella estaba más que complacida con la situación. Se serenó a trompicones, como una mula coja en una cuesta bacheada, volviendo a reírse de tanto en tanto cuando recordaba el comentario del enano. Y no fue hasta después de un buen rato, mientras se limpiaba las comisuras de los párpados con la manga de la camisola, cuando acertó a librarse de esa risa floja que Dvalin le había provocado.

Más calmada, se dio cuenta de que la algarabía podía haber llamado la atención de los otros. Así que levantó a los niños de su rústica cuna y acogió a uno en cada brazo, luego se agachó para besar al panadero y susurrarle palabras risueñas que hicieron a Dvalin pensar en la noche que les esperaba.

Y, con la mirada fija del enano en sus ancas, la viuda se acercó contoneando las caderas al lecho en el que, tras los mantones colgados que le daban algo de intimidad, Thyre descansaba. Assur no se separaba nunca de ella, la velaba cada noche y dormitaba a su lado de día, turnándose de mala gana con el enano o la viuda para echar cabezadas despistadas en cualquier esquina. Y, aunque ya había conocido a sus dos hijos, los había dejado al cuidado de la viuda, que parecía estar encantada con la sola idea de ocuparse de ellos.

Thyre parecía dormitar con ligereza y Ulfr, sentado a su lado, tenía una de las manos de ella entre las suyas. La viuda notó los ojos hinchados y el rostro cansado, pero no quiso decir nada, él sonreía y Francesca supuso que había oído la broma de Dvalin o sus propias risas.

—¿Qué tal ha dormido? —preguntó sin más.

—Bien, creo que lo peor ya ha pasado —contestó el ballenero entre bostezos.

El día siguiente había sido el peor, Thyre había tenido calenturas y le había costado mantenerse serena. La partera no les había explicado mucho, solo que le dieran aceites y cataplasmas y que, con el segundo bebé, algo se había desgarrado. Assur había estado a punto de enloquecer, habían llamado a un médico, un gordinflón con la bata negra llena de restos de sangre coagulada que quiso cobrarles una fortuna por sangrarla. El hispano no solo se lo impidió, teniendo muy presentes las lecciones del hebreo, sino que, de no ser por Dvalin, lo hubiera despachado a golpes.

Le habían dado infusiones de verdolaga, de hierbaluisa, de zarza. Le pasaban compresas empapadas por la frente y, poco a poco, las fiebres remitían. Era fuerte y había luchado como una jabata, quería vivir. Y ahora, todos pensaban que el peligro ya había pasado.

Thyre abrió los ojos, a tiempo para ver a su esposo sonriendo y a la viuda acercándole a sus hijos. Intentó hablar, pero tenía la boca reseca. Assur, complaciente, se dio cuenta y se apuró a ofrecerle un poco de agua en un cuenco de madera.

Cuando Francesca depositó a los pequeños en el regazo de la madre y palmeó el hombro del padre, la niña, limpia y aceitada, dormía, y el niño abría sus ojos y boqueaba como un arenque en la red. Thyre se acomodó retrepándose en la cabecera del lecho y Assur, para ayudarla, se hizo cargo de la pequeña, cogiéndola como si fuera a romperse y sorprendiéndose una vez más de que fuera tan chica como para coger en la ambuesta de sus manos apenas abiertas.

—Creo que ya sé cómo deberíamos llamarla —anunció Thyre abriendo el escote para dejar que el pequeño se aferrase a su pecho.

Assur la miró, todavía no se daba mucha maña, pero el bebé sabía lo que tenía que hacer mejor que la madre y empezó pronto a comer, haciendo que Thyre retorciese de tanto en tanto los labios, dolorida por los tirones ansiosos de aquel pequeño glotón.

—Me parece que Ilduara es el nombre adecuado…

El antiguo arponero miró agradecido a su esposa. Y sonrió, porque ella, que aún arrastraba el castellano con el mismo deje que su propia lengua, había pronunciado el nombre de modo extravagante. Sin embargo, no dijo nada, no hacía falta, los dos sabían lo que significaba.

Entonces Assur pensó que sería justo darle al chico un nombre nórdico, pues tenía muy presente que no podía negarle a su esposa todas sus raíces.

—En ese caso, creo que a él —dijo señalando al bebé con el mentón— deberíamos llamarlo Weland.

Thyre conocía la historia y le pareció un bonito gesto.

Las exageraciones podían hacerse habladurías a fuerza de repetirse, y esa era la única explicación que aquellos con algo más de dos dedos de frente podían dar cuando los recién llegados preguntaban. Y es que abundaban los que, incluso sobrios, aseguraban que la ciudad de London pasaba ya de las diez mil almas, algo impensable para los muchos que apenas sabían contarse los dedos de las manos.

Sin embargo, lo populoso de la ciudad, que se desbordaba por la orilla sur del Thames y anegaba la ribera norte con más y más casuchas, no servía para tranquilizar al rey Ethelred, que seguía sometido a los empeños de Svend Barba Hendida, dando razones para los chismorreos de las tabernas.

Todavía con el buen tiempo del final del estío habían llegado rumores de incursiones acometidas por los hombres del jarl, y las luchas por el poder político arrasaban las villas costeras y le hacían ganar al monarca el sobrenombre de Indeciso; pues parecía vencer en una batalla, rendirse en dos, perder media y arrasar pírricamente en la siguiente sin lograr que su pueblo se librase de la amenaza de aquellos salvajes y consiguiendo que muchos recordasen al viejo y gran Egbert. Y prueba de esa ineficacia eran los continuos tiras y aflojas entre los rápidos barcos de los nórdicos, que no se amedrentaban, y las pesadas naves de combate del gobernante anglo, que no eran capaces de imponerse; incluyendo los duros enfrentamientos de Escanceaster y Dewnens.

Aun así, las calles de Dowgate, los callejones que partían la avenida del Thames, los laberintos que rodeaban Billingsgate, y las grandes y lujosas casas que los nobles y ricos empezaban a construir en el este de la ciudad, la zona donde se congregaban mayor cantidad de influencias y chanchullos políticos, seguían albergando a gentes que vivían y morían con muchas otras preocupaciones que quedaban lejos de las de Ethelred el Indeciso.

Para casi todos ellos había cosas mucho más importantes en el devenir de los días: una pequeña deuda con el carnicero, una apuesta cobrada, la mirada de una jovencita sobre los puestos de verduras del Cheap, el constipado de un hijo, el acuerdo de una dote, la primera menstruación de una hija, o simplemente el placer de llegar al hogar cada anochecida y encontrarse con los seres queridos sabiendo que en la mesa había comida suficiente y en el hogar madera abundante.

El otoño había sido suave, las cosechas generosas y muchos sonreían contentos por los réditos; cruzando las puertas de la ciudad, los campesinos que podían traían su propio grano y los señores recolectaban los diezmos. Los mancusos de oro acuñados por el rey Ethelred circulaban de mano en mano pasando entre los oficiales y maestros de las cofradías de artesanos, de los boteros, de los mercaderes y, como no podía ser de otro modo, de las fulanas, que llevaban allí desde que la ciudad no había sido otra cosa que un campamento de legiones romanas.

No nevó por primera vez hasta unos días antes de Navidad, cuando los abastos del mercado de Cheap se llenaban de gordas ocas cebadas que los afortunados compraban y los desgraciados miraban con ojos espantados por los precios; con las lenguas ahogadas y las manos rascando bolsillos vacíos.

En la casita de la viuda los días pasaban despacio y, cada cual a su modo, todos disfrutaban de la novedad que suponían los dos pequeños. La propia Francesca en especial, que vivía a través de Thyre la maravillosa experiencia que había aguardado por tantos años. Y el que menos Dvalin, que, cansado de los lloros nocturnos, solía encontrar más excusas de las habituales para dormir en la panadería en lugar de hacerle compañía a la viuda. Algo de lo que Thyre y Assur sacaban provecho, pues, cuando el enano marchaba, la lombarda se hacía cargo de los bebés gustosa, y los jóvenes compartían breves veladas de pasión entre las tomas que los pequeños reclamaban.

En lo que les correspondía, que era poco más que comer, dormir y hacer sonreír a sus padres, Weland e Ilduara crecían sanos y fuertes. A medida que los días pasaban, los gemelos ganaban peso y aprendían nuevas habilidades, como usar sus manos, lo que les permitía regocijarse agarrando todo lo que caía a su alcance para luego lanzarlo tan lejos como podían.

Un día, poco después de año nuevo, se llevaron todos un buen susto cuando el pequeño Weland se atragantó con la cuenta de vidrio de uno de los collares de la viuda. Como si no le hubiera bastado con haberlo roto y esparcir los abalorios por toda la casa, el crío había decidido probar una de aquellas relumbrantes bolitas. Había acabado pasando por todos los colores hasta que sus labios se azularon y un asustado Assur lo puso boca abajo para palmearle la espalda. Cuando logró toserla, reluciente de saliva, se puso a llorar hecho un basilisco y todos respiraron aliviados menos su hermana, a la que pareció contagiársele el miedo de su gemelo y decidió unirse a coro.

Con los fríos del invierno Assur sonreía a menudo viendo cómo Francesca y su esposa amantaban a los niños hasta ponerlos colorados y, de tanto en tanto, pensaba en el viaje que tenían todos por delante; haciéndose preguntas sobre Compostela, el obispo Rosendo, el propio Gutier y el bueno de Jesse, imaginando que encontraba a su hermana y podía presentarle a su familia, estaba seguro de que Ilduara sería inmensamente feliz al conocer a sus pequeños sobrinos.

Durante esa época, la más cruda del año londinense, el gran canal se volvía peligroso y los mercantes se resguardaban en los embarcaderos, pero Dvalin se ocupó de que la voz siguiese corriendo. Para cuando llegara la primavera hasta los habituales de la más infecta de las tabernas del puerto sabrían que se recompensaría el aviso de algún patrón que viajase a Jacobsland.

No sin dudar, Assur había valorado muchas opciones y, siguiendo el consejo de Dvalin, había tomado una decisión. Esperarían hasta el siguiente otoño, al final de la temporada que vendría y, si hasta entonces no había aparecido ningún barco con el destino que les convenía, se limitarían a cruzar el canal hasta la tierra de los francos, bajarían hacia las montañas de la Marca del imperio magno y harían por tierra el resto del camino a Compostela.

Sus monturas y la mula Thojdhild estaban gordas por la falta de ejercicio, y Assur intentó venderlas en las caballerizas que habían contratado. Pero Thyre se había encariñado con la acémila y, aunque no le puso objeciones para llegar a un acuerdo por los caballos, cedieron parte de lo obtenido para seguir manteniendo al animal en los establos, hasta saber si podrían o no llevarla con ellos.

El gato al que Assur había dado los restos de los pichones cocinados por Francesca poco antes de que nacieran los niños se acostumbró pronto a la rutina y, antes de que pudiesen evitarlo, se atrevió a tomarse confianzas. Se hizo habitual que se colase por las mañanas para dormir al calorcillo del fuego del hogar y que, antes de salir de ronda cada noche, aprovechase las sobras de los platos.

Dvalin se hizo rápidamente su amigo y no era raro ver al animal acurrucado en las rodillas del enano, entornando los ojos mientras el panadero le rascaba entre las orejas provocando ronroneos graves. Aunque con quien se llevaba mejor era con Thyre, que le regalaba siempre los restos de los apetitosos guisos de la viuda. Y, cuando ya era evidente que el felino se había convertido en el verdadero dueño de aquel hogar, Dvalin decidió llamarlo Sleipnir, pues viéndolo correr tras el cabo de un torzal con el que Francesca andaba cosiendo remiendos, al enano le pareció que bien se podía decir que el gato parecía tener ocho patas.

Eudald del Port siempre le decía a quien quisiera escucharlo que solo había dos verdades absolutas e inamovibles que podían tomarse como dogma de fe cierta y auténtica: que Barcelona era la mejor y más bonita ciudad del mundo conocido y que, a medida que uno se alejaba de ella, el número de mentecatos sin seso crecía y crecía hasta parecer que no tendría fin.

Hijo de la miseria arrastrada por dos payeses que buscaran fortuna entre las murallas de Barcelona, la disentería lo había convertido en huérfano antes de que sus padres pudieran librarse siquiera del hambre que los había desahuciado del alfoz. Y el zagal, a medio camino entre ladronzuelo que escapaba de los hombres del Veguer y recadero de cualquiera de las naves atracadas en las dársenas de la gran ciudad, había crecido en la indigencia, durmiendo apretujado entre las nasas desastradas del puerto, ansiando cada bocado de fruta robada y rabeando tras escarcelas abultadas en cintos descuidados; hambriento y casi raquítico mientras la urbe, como queriendo llevarle la contraria, medraba con ostentosa prosperidad gracias a las encomiendas y dineros de las casas condales que, para salvaguardar su frontera más meridional, habían sido instauradas en la Marca Hispánica por los herederos del imperio carolingio.

En aquellos años de su infancia Barcelona brillaba en el Medi Terraneum. En liza con la Genua ligurina o la misteriosa Venezia, en la que las gentes nadaban en lugar de caminar; la ciudad de los condes luchaba por forjar un comercio que trajera caudales hasta los negocios de sus gentes. Hasta los ancladeros barceloneses llegaban naves de Calabria, de Apulia y hasta de lugares de impronunciables nombres como Ishm o Gru, y el joven Eudald, deseando dejar atrás el miedo a que las ratas le comiesen los pies mientras dormía entre desperdicios, consiguió, gracias a su pillería y descaro, un puesto de grumete en la Matosinha, una altiva galera bajo el mando de un ascético luso de nombre João Florez.

Cuando le mandaban limpiar las cubiertas de los galeotes, le asaltaban arcadas que el cómitre cortaba haciendo restallar el rebenque, pero el recuerdo del hambre era mucho mejor acicate que el látigo y Eudald, que no tenía otra cosa que su voluntad, temiendo ser abandonado en cualquier puerto si no se mostraba útil, la puso toda en el empeño.

Para cuando la barba empezó a espesarle ya era timonel, y en pocos años más un severo contramaestre que atesoraba con esmero cuanto ganaba para librarse de los recuerdos de tanta miseria.

A la muerte del patrón Florez, Eudald, al que todos conocían como del Port, se convirtió en dueño de la Matosinha y, tal y como había hecho el luso, se ganó la vida con lo que cargaba en su nao. Sin embargo, para colmo de su desgracia, al poco de disfrutar de su nueva condición, cuando ya se había atrevido a pensar que las penurias podían olvidarse, las tornas se volvieron de nuevo.

En una terrible, dura y cruel arremetida contra los dominios de la resistencia cristiana, el caudillo muslime Al-Mansur había decidido arrasar con aquellos descreídos infieles que molestaban al inefable atreviéndose a campar por los límites de los dominios del único dios verdadero, llegando incluso a adorar falsos ídolos y, lo que era casi igual de grave, atreviéndose a robarles preponderancia a los mercados del califato.

Como buen creyente, Al-Mansur sabía que solo acontecía aquello que el mismo y único Allh deseaba; Él, cuya voluntad era destino, en su plenitud, en sus noventa y nueve nombres, era todo y todo lo podía. Por eso, liderando miles de bereberes armados hasta los dientes con alfanjes afilados, el caudillo había iniciado la yihad, para llevar a cualquier extremo del mundo conocido la grandeza y la fe del único y todopoderoso. Y Barcelona, con sus mesas de cambistas judíos, su palestra en el floreciente mercado de esclavos y su extenso Mercadal, había sido uno de los primeros objetivos del líder agareno.

Eudald regresaba de una última escala en Apulia con un cargamento de lana y telas adamascadas que había conseguido vendiendo delicados corales tallados, exquisita cerámica decorada y densos aceites hechos de las mejores olivas. Llegó a tiempo para ver la destrucción que, después de medio año de ocupación, había dejado tras de sí Al-Mansur. Barcelona había sido pasada a sangre y fuego, y además del salvaje saqueo de sus arcas, el moro había raptado a prohombres de la ciudad como el vizconde Udalardo o el arcediano Arnulfo, presos en Córdoba. Tal fue la magnitud de los desmanes del caudillo mahometano que tras él quedaron las cenizas de monasterios barceloneses y de la mismísima catedral.

Las únicas beneficiadas fueron las descendientes de aquellas ratas del puerto que tanto había temido Eudald, el comercio se fue al traste y la pobreza y las penurias se extendieron adelantándose a la peste. Siguieron años terribles aun a pesar de los esfuerzos de la casa condal, que se negaba a renunciar a la prosperidad de sus señoríos y que, con el apoyo del discutido papa Silvestre II, del que se decía que dominaba la cábala y otras artes esotéricas, incluso se atrevió a romper el juramento de lealtad que les habían venido exigiendo los reyes francos.

El miedo a la miseria de la que con tanto ahínco había escapado se instauró de nuevo en su ánimo y Eudald del Port, en aquellos escabrosos tiempos, se devanó los sesos buscando el modo de garantizarse el pan.

Recordó que el viejo patrón Florez había empezado sus días como navegante llevando hasta las islas de los anglos el vino de sus tierras lusas, que era allí muy apreciado, y el barcelonés, que había escuchado aquellas historias en múltiples guardias al timón, había tomado la decisión en un instante.

Era un lance del que no sabía otra cosa que aquellos rumores de cubierta y sollado, hubo mucho que disponer y más aún en lo que gastar: más de un doloroso soborno que entregar y la obligación de contratar a un liberto de nombre Yusuf para que le sirviera de intérprete en las tierras del antiguo patrón, bajo el dominio sarraceno aun a pesar de los esfuerzos de los reinos cristianos de la península.

A algunos les pareció que era imposible, sin embargo, remontando el río que los anglos llamaban Thames, se llegaba, tal y como había explicado el viejo João, a una gran ciudad portuaria de nombre London en la que los vinos lusos se vendían a buen precio. Y Eudald, obligado por sus viejos miedos, pronto encontró otras mercancías que merecían el viaje de ida y vuelta; cruzando el estrecho al sur de la roca de Tariq, bojeando los dominios sarracenos hasta llegar a las primeras tierras cristianas, navegando hasta Anglia a través de un mar bravío y oscuro muy distinto al que Eudald había visto y conocido frente a su puerto natal.

Era un largo recorrido que, con el auge de Compostela, le había brindado inesperados mercados nuevos. Pues, a pesar de las malas temporadas que siguieron a las razias de Al-Mansur, que habían llegado a la misma ciudad del apóstol, las reliquias de Santiago habían convertido a Galicia en un lugar al que toda la cristiandad quería peregrinar. Y en London, además de vender los vinos lusos, los encajes que compraba en Barcelona llegados desde territorio franco y las telas de Apulia, Eudald del Port hacía también negocio transportando a devotos anglos cuya ansia de visitar los restos del Zebedeo los llevaba a emprender tan larga travesía.

Y, una vez más, atracado en los embarcaderos del Thames antes de sexta, y dejando en manos de la tripulación estar pendientes de la carga, Eudald desembarcó dispuesto a pagar los impuestos que le exigieran y a tomarse un descanso en una taberna del distrito lombardo en la que conseguía unas fantásticas olivas que le libraban de la morriña que sentía siempre que estaba lejos de Barcelona, pues su fresco sabor agrio le recordaba a las que se cultivaban en los campos de olivos que había cerca de su propia ciudad natal.

Lo que el marino jamás hubiera esperado era que, antes incluso de terminar la primera jarra de vino, fuera a encontrarse allí mismo con un enano de estrambótico aspecto. Con la pinta de una talla hecha por un habilidoso artesano, el curioso personaje parecía una versión reducida de los norteños contra los que los anglos llevaban años peleando.

El enano iba vestido al modo normando, tenía el rostro barbado, llevaba brazaletes en sus cortos brazos y del cuello le pendía uno de esos colgantes en forma de martillo que tan abundantes eran entre aquellas gentes. Lo trajo a la mesa el tabernero y aquel peculiar personaje se sentó sin ser invitado con una seguridad que, de no ser por los restos de harina que le manchaban el corto tabardo, le hubiera servido al barcelonés para suponer que se encontraba ante uno de aquellos terribles guerreros sobre los que los isleños hablaban con temor.

Antes de que Eudald pudiese hablarle o quejarse al tabernero, el enano empezó a dirigirse al patrón con hoscas formas en una inverosímil mezcolanza de idiomas.

—Dvalin ya ha salido, pronto sabremos si es algo más que un rumor —le dijo a su esposa.

Thyre, que amamantaba a Weland, alzó el rostro y miró a Assur. El pequeño se revolvió inquieto y la madre acomodó el brazo.

El tahonero solo había parado un instante en la casa de la viuda para darles recado a sus amigos; la noticia había llegado desde el puerto y, poco después, su amigo común, el tabernero de origen lombardo, le había hecho llegar la confirmación a través de uno de los chicuelos de la ciudad, que se había presentado en el negocio de Dvalin sin resuello y pidiendo una moneda a cambio del mensaje.

—¿Y crees que ese tal Carlo está en lo cierto? ¿A Jacobsland?

Assur consideró la pregunta de su esposa antes de responder. Apenas conocía al cantinero, pero sí tenía confianza en el criterio del enano. Y, si a su regreso el panadero les confirmaba las noticias, sabrían a qué atenerse.

—Dvalin y Francesca lo conocen desde hace años, y los rumores corren en las cantinas más rápido que la cerveza… Sí, supongo que sí, puede que haya llegado el momento.

El hispano no se olvidaba de que la opinión de Carlo apenas podía tenerse en cuenta en poco más que en lo referente a vinos y pesca, pero también sabía que no podía ser tan difícil reconocer a un navegante llegado desde un lugar como la Marca, y mucho menos pasar por alto que en el puerto ya se hubieran empezado a arremolinar otros peregrinos.

Ilduara gateaba tras Sleipnir entre gorgoritos felices y el gato, falto de paciencia ante los abusos de la pequeña, que encontraba de lo más divertido tirarle del rabo, buscaba algún lugar al que subirse para echar una siesta en paz.

Thyre miró los recreos de su hija por un momento. Luego su sonrisa se apagó, no sabía si sentirse emocionada o contrariada, se había acostumbrado a la vida que llevaban en la casita de Francesca y, aunque sabía que ese momento llegaría, no podía dejar de temer el incierto futuro que se abría ante ellos. Estaba dispuesta a seguir a su esposo adonde fuera y como fuera, pero el inmenso amor que sentía por él no siempre era suficiente para librarla de todas las incertidumbres que, de tanto en tanto, se empeñaban en asaltarla.

Assur se dio cuenta de las tribulaciones de su esposa y se acercó hasta ella. Acarició suavemente la cabeza de su hijo, en la que ya se distinguían los mismos rizos lánguidos que tenía la madre, y luego se sentó junto a su esposa.

—Podría ir yo solo y volver tras haber encontrado a mi hermana…

Ella miró a su esposo agradecida, una vez más le demostraba su amor. No dijo nada y se limitó a cogerle la mano.

—¿El gato también?

Ante el mudo gesto de asentimiento, decorado con un inocente parpadeo, Assur se desarmó.

—Pero… ¿qué pretendes? Con dos chiquillos, una mula y un gato… parecerá que somos una panda de artistas callejeros, lo único que nos va a faltar es una cabra…

Thyre solo sonrió y Dvalin, divertido, intervino.

—Os faltaría un enano…

Assur lo miró asombrado, con palabras sin pronunciar colgadas en los labios y pendientes protestas inacabadas que no supo cómo formular.

—Podría aprender a hacer malabarismos —dijo el tahonero moviendo sus manos como si estuviese haciendo rebotar pelotas de colores.

El hispano no pudo evitar que se le escapase una carcajada que terminó por desarmarlo y arruinar por completo sus quejas.

—Está bien, está bien, nos llevaremos al gato… ¿Crees que el patrón pondrá problemas? —preguntó dirigiéndose al enano.

—No, supongo que no, aunque os saldrá caro, especialmente por la mula —contestó Dvalin dejando de mover sus manos.

—Supongo que eso es lo de menos —concedió el hispano meditabundo—, lo importante es saber si nos podemos fiar…

—Eso no lo pongo en duda —aseveró Dvalin—. Carlo dice que lo recuerda, por lo visto, no es la primera vez que ese patrón viene hasta London. Aparece por aquí cada par de años, trayendo vino luso, telas y cerámica. Y también algún peregrino que otro… —dijo con intención—. Y por más que él y yo hemos preguntado, nadie tiene queja de sus tratos o su valía, de no ser así, no te lo hubiera dicho —aclaró—. Que sepamos, siempre cumple su palabra. Y ya ha habido otros que han contratado su pasaje para Jacobsland…

Assur asintió satisfecho. Conociendo al enano y su capacidad para amigarse con oídos adecuados en todas las tabernas de London, el hispano era consciente de que, si ese patrón no fuera fiable, Dvalin lo sabría; siempre era fácil soltar la lengua de los rencorosos.

—Está bien, ¿y cuándo planea zarpar?

Una vez más, lo más desagradable había sido la despedida, endulzada tan solo por las promesas de enviarse noticias cuando fuese posible. Pero aun así, no fue fácil. Las dos parejas habían compartido mucho y se hacía imposible pensar en desprenderse de todo ello para dejarlo únicamente a los vientos de la memoria.

Francesca y Thyre habían llorado haciendo que los pequeños se asustasen y se decidiesen a acompañarlas. Assur y Dvalin se habían dado la mano, en el gesto firme que hubieran compartido dos guerreros que hubiesen formado parte, codo con codo, del mismo muro de escudos. Les había bastado mirarse con franqueza a los ojos.

Y cuando el chapoteo de los remos había empezado a alejarlos de las dársenas de London, a Thyre se le escaparon lágrimas furtivas. Dvalin, subido a uno de los pilotes de los embarcaderos, se había despedido agitando su mano, y Francesca, a su lado, había hecho revolotear sus dedos ante sus labios, enviándoles besos a los críos.

Ahora, recuperando sensaciones por un tiempo olvidadas, Assur notaba el viento en el rostro y el penetrante salitre del mar que le llenaba los pulmones. Navegaban hacia el sudoeste, rodeando las peñas de la isla de los anglos, cortando aguas oscuras con la proa chata de la galera del barcelonés y sabiendo que en unos días más echarían pie a tierra. A babor veían en la lejanía la mancha difusa de las costas de la Armórica franca, hacia donde muchos britanos habían huido a lo largo de los años para librarse de los continuos ataques normandos a su isla.

A bordo de la Matosinha había otra media docena de peregrinos con destino a Jacobsland, formaban un grupo variopinto que viajaba ligero y con el que no cruzaban más palabras que las obligadas por la cortesía. Thyre y Assur mantenían una actitud discreta, y se preocupaban de evitar que, cuando había que amamantar a los pequeños, hubiese ojos ansiosos mirando impertinentemente.

Aunque el mar se mantenía tranquilo, sin llegar a alborotarse más que con aceitosas marejadas, no estaba resultando un viaje cómodo, cada uno pensaba a su modo en lo que les esperaba una vez llegasen a destino, sentimientos que engrosaban penosamente su equipaje. Y el rudo ambiente de la nave del barcelonés no era grato para una pareja joven con sus hijos, trastos y animales.

Por evitarse explicaciones, imbuido de un humor voluble y dubitativo, Assur mantuvo su papel de Ulfr. Y, aunque entendía mucho de lo que el patrón Eudald del Port les decía a sus hombres, prefirió escuchar sin hablar. Había demasiado en lo que pensar y, además, las preguntas que hubiera deseado hacerle al barcelonés solo tenían respuestas que no estaba seguro de querer escuchar. Así que el ballenero mantuvo su silencio hasta que, en la cuarta noche, mirando por la borda a la vez que revolvía en sus manos la caja de colmillo de morsa, mientras el patrón hablaba distraídamente con el timonel y Thyre dormía con los niños, escuchó algo que no pudo dejar pasar por alto.

—¿Compostela? ¿Habéis dicho Compostela? —preguntó girándose hacia los marinos.

El barcelonés calló de golpe y miró a su pasajero, primero con asombro, luego con suspicacia y, por último, con una comprensión que le sirvió para guardarse las dudas que su propia experiencia sabía responder. Eran ya muchos años llevando gentes que preferían reservarse sus pasados. Y aquel tipo y su mujer podían ser muchas cosas, pero desde luego, no peregrinos; llevaban demasiados trastos, y una mula, hasta un gato. Podían ser fugitivos buscando empezar una nueva vida, o gente honrada que pasaba por una mala época. Sin embargo, habían pagado generosamente y el propio Eudald sabía que los secretos no tienen por qué ocultar maldades.

—Sí, Compostela —concedió observando con suspicacia al gigantón de anchas espaldas que ocupaba sus manos con una pequeña caja tallada.

El acento le resultaba extraño y Assur no sabía si era por el tiempo que llevaba sin escuchar su propio idioma o si era porque el barcelonés lo hablaba de un modo peculiar.

—¿Los sarracenos?

Del Port asintió con pesadumbre y, suponiendo que algo de importancia debía irle al otro en el asunto, se decidió a explayarse después de rascarse el cogote por un instante.

—Sí, un caudillo de nombre Al-Mansur. Lleva años castigándonos de cutio, como un buitre famélico. Y yo lo sé bien —afirmó pesaroso—, Barcelona fue de las primeras en caer bajo sus garras, tras él no quedó otra cosa que desolación y cenizas, hemos tardado años en recuperar influencias y poder, el arcediano Arnulfo aún sigue cautivo en alguna de las mazmorras del califa… Y mientras, los puertos de Genua y Venezia se han ido comiendo el trozo de pastel que nos hubiera correspondido…

Assur enarcó una ceja al tiempo que se guardaba la cajita labrada. No quería interrumpir, pero deseaba que el patrón de la Matosinha llegase a la parte del relato que se refería a Compostela.

—… Pero el muy hideputa no se conformó —continuó Eudald dándose cuenta de las inquietudes de su pasajero—. A lo largo de los años se fue internando más y más en los reinos cristianos. Cayeron tierras como las de Sahagún y Zamora, y, como no podía ser de otro modo, Compostela, que era un dulce que el muy bastardo no pensaba olvidar… Por lo que he oído, obligó a los prisioneros a cargar con las campanas del templo del apóstol hasta la misma Córdoba…

Hablaron un rato más y el barcelonés tuvo la delicadeza de no hacer preguntas, pero tampoco tenía todas las respuestas que el antiguo arponero necesitaba. Barcelona parecía ser la única preocupación del patrón y lo poco más que pudo sacar en claro Assur se limitó a noticias vagas; referencias que no sirvieron para aliviar sus dudas, sino, más bien al contrario, para generar nuevas incertidumbres.

Los normandos, tras el fracaso de Gunrød el Berserker, del que todavía se contaban rumores y mentiras, parecían no haber vuelto a encontrar los ánimos o recursos necesarios para atacar Jacobsland. Y, tal y como le había dicho Eudald a Assur, ahora, el peligro para el reino de Galicia y las demás reservas cristianas de la península venía de los islamitas.

Los mahometanos, bien asentados en los territorios sureños que habían conquistado en su desembarco desde las costas africanas, habían cobrado fuerza desde su invasión. El admirado Abd al-Rahman III había convertido el inicial emirato, subordinado al poder abasí de Bagdad, en un próspero califato independiente que sus herederos seguían gobernando con la sola idea de hacer grande al único y verdadero, a Allh, permitiéndose incluso burlar los pactos firmados con los reyes cristianos y soñando con conquistar los reductos de la resistencia de los adoradores del crucificado. Una fuerza moral que el caudillo Al-Mansur había aprovechado para ver patrocinadas sus despiadadas campañas, contenidas escasamente por las imperturbables montañas que convertían el norte hispano en una gigantesca fortaleza natural prácticamente inexpugnable.

Gracias a esas cordilleras que impedían el avance moro y a la falta de presión de los normandos, las villas costeras, resguardadas entre el mar y los montes, habían cobrado mucha más importancia de la que Assur podía recordar. Aunque hubo muchas otras cosas que avivaron su memoria desde el primer instante.

El horizonte tenía el preciso tono de verde lujurioso que se le había grabado a fuego en su infancia, y entre los oscuros berruecos que coronaban las muelas y riscos destacaban los mismos árboles retorcidos que parecían estar a punto de caer, apenas tintados por los amarillos secos del final del estío. Las montañas, viejas y pulidas, se abrían en innumerables valles angostos que hacían desaguar ríos y arroyos de aguas vidriosas.

Lo primero que habían visto, inmersos en harapos de bruma que les hablaron sobre la humedad de aquellas costas, fueron los arcos y monumentales columnas de pizarra y esquisto punteado que el océano había labrado con capricho. Increíbles acantilados trabajados por las olas que, en la bajamar, dotaban a los abruptos batientes de sus propios castillos y torres.

Siguieron navegando a vista de tierra, primero al oeste y luego al sur; hasta que el gran golfo de Ártabros los recibió haciendo que Assur recordase las palabras que Gutier le dijera tantos años atrás. Las bahías de sus cuatro ríos endulzaban la gran porción de mar contenida entre aquel laberinto de brazos de tierra y, cuando la proa de la Matosinha se internó por la estrecha bocana de la ría del Iubia, el niño que había escapado de la esclavitud para hacerse un hombre sintió algo en su interior que no supo discernir, los recuerdos se agolpaban con demasiada prisa.

Adóbrica ya no era el sencillo villorrio de pescadores que Assur recordaba. El puerto seguía en el mismo lugar, acunado entre las lenguas de tierra afilada que tanto tiempo atrás habían bebido la sangre de aquella terrible batalla en la que hispanos y nórdicos habían dejado mucho más que sus vidas. Reconocía las pequeñas calas, los oteros y, al tiempo que todo parecía igual, Assur sabía que, en realidad, era distinto.

Había otros barcos atracados, una colección de navíos de todas las condiciones imaginables en la que incluso había algunas naos de larga eslora y poca borda que recordaban a los drekar nórdicos. El movimiento de gentes y cargas era abundante, y entre las barquichuelas de los pescadores zigzagueaban los botes de los grandes cargueros. Antes de echar el hierro de la Matosinha al agua, con solo una cubierta de galeotes ayudando al timonel a maniobrar cautelosamente, ya podían oír el griterío y el barullo de las gentes de Adóbrica. El humilde ancladero ribereño se había convertido en una ciudad con todas las de la ley.

Al despedirse, sin mucha alharaca, el propio Eudald, alzando la voz por encima del barullo de los pantalanes, les recomendó un establo donde adquirir monturas. Y Weland e Ilduara pisaron por primera vez la tierra de su padre cuando Thyre los dejó gatear en un pequeño prado anguloso de hierba raquítica que quedaba marcado entre los cercados del caballerizo.

Mientras sus hijos se caían y levantaban entre risas felices, Assur examinó los animales y, aunque había espléndidos garañones de estilizadas ancas que levantaban briosos la cola cuando se arrancaban, eligió un pío ruano y un tordo de aspecto fuerte que sirvieran para tiro. Por último, compraron un robusto carromato cubierto en el que poder acomodar los trastos y a los niños, y en el que Sleipnir pareció sentirse a gusto desde el primer día, pues, esa misma tarde, a medida que iban dejando atrás el pueblo de Adóbrica, el gato se subió al pescante, muy ufano, contemplando con ojos orgullosos el mundo por el que avanzaban y acompasando los chirridos de las ruedas con maullidos ocasionales.

—¿Cuánto tardaremos en llegar? —dijo Thyre intentando que su esposo abandonase las abstracciones que lo distraían.

Él, ocupado preparando yesca y un nido de ramillas secas, tardó en contestar.

Se lo habían tomado con calma, Assur no había querido sacar al tiro de caballos del paso y ella había preferido no decir nada, no tenía prisa y sabía que su esposo necesitaba algo de tiempo para sí mismo. Y con aquel ritmo tan lento apenas habían avanzado, todavía se cruzaban con gentes que iban o venían: peregrinos que, como ellos, abandonaban la ciudad portuaria, y mercaderes o campesinos que regresaban después de haber cerrado sus tratos en los abastos de Adóbrica.

Siguiendo las indicaciones que les había dado el caballerizo, habían ido sorteando la ribera norte de la ría del Iubia. Y ahora estaban acampados en un bosquecillo de robles que escondía una pequeña iglesia dedicada a san Martín, un hito en el camino que, según el palafrenero, deberían haber dejado ya atrás, pero que a ambos les había parecido un buen lugar para pernoctar.

Assur prendía una fogata para asar algo de la carne de la que se habían provisto en Adóbrica, y Thyre dudaba sobre la conveniencia de hablarle o no. Su esposo se había mantenido adusto y silencioso desde que echaran pie a tierra.

Los niños, recién cambiados y aceitados, retozaban en una frazada que Thyre había tendido entre dos de los carvallos, entendiéndose a su manera con palabras incompletas y gorjeos entrecortados por risas agudas. Su madre miraba hacia ellos de tanto en tanto y sonreía con complacencia. Sleipnir, después de haberse entretenido rascando el hocico en todas las esquinas del pescante para reclamarlo como propiedad, estaba echado en el asiento del carromato cuan largo era, y miraba la carne que estaban a punto de cocinar sus amos, moviendo de tanto en tanto el extremo de su cola como si la impaciencia pudiese con él; y Thojdhild, junto a los dos caballos del tiro, mordisqueaba la alta hierba que crecía al pie de los sencillos muros de la humilde iglesia, buscando los mejores brotes.

—Unos pocos días… —reaccionó Assur después de avivar las primeras llamas con un par de soplidos.

Thyre se dio cuenta de que él había contestado sin saber si ella se refería a Compostela o al pueblecito en el que establecerían su hogar y cuyo nombre seguía resultándole impronunciable.

Pero conocía bien a su hombre y, como había supuesto, después de que los niños se durmieran, cuando la noche se cerró y la fogata les brindaba sus luces cimbreantes, él se decidió a hablar.

Cuando algo dentro de sí le dijo que era el momento, mientras revolvía las brasas con una ramilla, Assur se desahogó. Le contó detalles de una historia que ella apenas conocía y Thyre entendió algunos de los flecos tristes que moraban en los ánimos de su esposo, rincones de su alma que guardaban con avaricia penas incurables. Él había sido un niño y ella se daba cuenta de que había tenido que enfrentarse a situaciones en las que hombres adultos no hubieran sabido hacer otra cosa que esconderse.

Cuando él calló ella se acercó y se dejó recoger en sus brazos, al amor del fuego. Y, como no supo qué palabras podían servir para aliviar la pena de él, lo besó tiernamente en el cuello y la mejilla. Al principio, Assur no reaccionó, demasiado absorto en los lugares de su pasado que acababa de visitar, pero luego una mano dulce correspondió el beso con caricias suaves que recorrieron los surcos de su espalda. Finalmente, él se giró hacia ella y sus bocas se encontraron con la torpeza de una primera vez, y tardaron unos instantes en reconocerse, después se apresuraron robándose el aire y sus lenguas dibujaron arabescos familiares que despertaron deseos que quisieron conservar por siempre. Ambos sintieron la urgencia de la pasión y ambos se entregaron a ella.

Bajo la mirada curiosa de un autillo, que acechaba los bichos atraídos por las luces de las llamas de la hoguera; envueltos por los aromas secos del fin de la estación y cubiertos por las estrellas que punteaban el horizonte, hicieron el amor suavemente, colgándose de los oídos palabras dulces, enseñando a sus manos a recorrerse como si no hubieran hecho otra cosa en toda su vida, y acariciándose como si tuvieran miedo de romperse. Él la necesitaba y ella lo adoraba, se amaban.

Viajaban hacia el sol de mediodía encontrando los mismos recovecos que tantos años antes Assur había rodeado para dirigirse a Adóbrica. Y el camino estaba lleno de recuerdos, atrapados en los arriates de flores que flanqueaban la vía, colgados de las ramas que abovedaban los pasos, prendidos en los aromas que arrezagaba la brisa.

Cruzaron vados y pasaron por valles y collados, remontaron montes de gruesos bosques. Eran tierras de rocas y ríos, con nombres como Regueiro y Conces que se las describían. Y en cada paso Assur se sentía a punto de encontrar el rastro que él mismo, Furco y Gutier habían dejado. Como si en la siguiente cañada pudiese toparse con la silueta del infanzón leonés recortada a contraluz, caminando ante ellos.

Cruzaron el Eume, limpio y rabioso, aprovechando la pausa de su estuario. Gracias a los servicios de un botero con el rostro picado por alguna enfermedad de juventud, las piernas nudosas y la nariz corva; un tiparraco con aspecto de buitre famélico que les habló con un acento tan cerrado que Thyre fue incapaz de comprender una sola palabra. Al paso de la barcaza espantaron un banco de sábalos que arrancaron destellos en las aguas calmas del cálido día y, una vez en la orilla sur, remontaron el impetuoso río hasta que Assur le pudo enseñar a su esposa las piedras del monasterio de Caaveiro, colgadas de forma inverosímil en la pared del valle de la ribera opuesta. Allí, él le contó lo que recordaba del obispo Rosendo y volvió a hablar de lo que Karlsefni le había dicho en Vinland.

—Entonces…, ¿irás a verlo cuando lleguemos a Compostela? —le preguntó Thyre mientras le tendía al pequeño Weland un currusco de pan duro para que aliviase el dolor de las encías mordiéndolo.

—Sí, estoy convencido de que el religioso del que hablaba Karlsefni es el obispo…

Ella asintió, contenta al ver la sonrisa cohibida que la esperanza blandía en los labios de su esposo.

—Seguro que sí… Seguro que sí…

Y, como no tenían prisa, dejaron a los pequeños jugar persiguiendo con pasos inseguros libélulas de brillantes azules metálicos que revoloteaban a la vera del río.

Con la mañana llena se toparon con un pescador de larga vara y rostro enjuto que descendía hacia una de las villas de la ría. Le compraron dos reos que habían caído en la tentación de las gusarapas que el hombre había movido entre las peñas de las corrientes. Se había hecho con media docena de plateados peces de dos palmos de largo con los que había llenado una rama de sauce, en la que los llevaba ensartados por las agallas, ya limpios de entrañas.

Se tomaron un tiempo para aliviar el hambre. Asándolos al fuego, acompañaron los reos con el último trozo del tocino que habían conseguido en Adóbrica y, tal y como tenía por costumbre su padre, Assur aderezó la jugosa carne con brotes de menta que recogió en la umbría del bosque. Luego se regalaron con las avellanas que encontraron entre las ramas de los viejos ablanos que se colgaban entre los berruecos de la orilla, y dejaron a los críos sestear tranquilos bajo la sombra de un enorme fresno. Mientras, los caballos y la mula abrevaron y buscaron la hierba fresca de la ribera, que despuntaba entre helechos añejados por el calor y matas de zarza y tojo allá donde las piedras lo permitían.

El pescador, encantado con el pago fácil y generoso que le había dado Assur a cambio, les había hablado dicharachero, comentando el remonte de los reos y salmones de ese año, el suave verano y las virtudes de las cosechas que se esperaban, lo que Assur había aprovechado para hacer algunas preguntas; y las respuestas les sirvieron para conocer los mejores lugares de pernocta en su viaje al sur. Así, antes de acabar la tarde ya habían pagado acomodo en una posada de las afueras de Brigantium a la que habían llegado gracias a las indicaciones recibidas. Un lugar modesto, pero limpio y cuidado, en el que les sirvieron un potaje ligero hecho con verduras de temporada acompañadas por escasos trozos de carne y en donde, por un par de monedas más, les dejaron ocupar una habitación para ellos cuatro y un rincón del establo para sus animales.

Al día siguiente, virando ya al suroeste, el paso a Compostela se les hizo evidente al alcanzar la parroquia de Mesía, donde se cruzaron con otros peregrinos que, desde el puerto de Crunia, también se dirigían al templo del apóstol. Allí se unían los caminos que llegaban de la costa y vieron y oyeron a gentes que, como ellos, habían llegado desde lugares del norte en barco. Sus ropas y palabras los delataban, e incluso hubo una pareja de desgarbados ancianos de Rogaland, recién convertidos a la fe del crucificado, que les pidieron indicaciones y con los que compartieron afablemente una frugal comida en la que Thyre se dio cuenta, no sin melancolía, de que podía ser la última vez que escucharía su lengua natal de labios de gente como ella misma. Aunque esa nostalgia incómoda desapareció sin más en cuanto miró a sus hijos, que, plácidamente, dormían una larga siesta.

Habían avanzado con parsimonia y no fue hasta la mañana de su sexto día en tierras hispanas que cruzaron la puerta nordeste de la empalizada que el obispo Sisnando había construido para proteger Compostela.

Entre enormes pinos bordearon la capilla que los benedictinos ítalos habían construido en honor a san Martín, para tener un lugar en el que orar al apóstol. Maestros canteros se esforzaban porque el lugar recuperara el esplendor pasado y Assur entendió, por primera vez, lo terrible y devastador que debía de haber sido el brutal ataque de Al-Mansur.

Toda la ciudad parecía esforzarse para levantarse de nuevo tras la cruel aceifa mora y, entre peregrinos, mercaderes y campesinos que se movían de un lado a otro, se veían innumerables carros cargados con grandes vigas de madera y sillares tallados.

El desvencijado aspecto de cuanto los rodeaba no ayudaba, pero Assur, ahora un hombre, miraba a su alrededor sin encontrar la magnificencia que sus ojos de niño recordaban de su anterior visita a Compostela, cuando siendo solo un crío había acompañado a Gutier. Pero aun así, la ciudad vibraba mágicamente entre las piedras de sus cimientos, decoradas por los mismos trazos de humedad de tantos años atrás.

Populosa y embotada de los olores de sus gentes y cocinas, Compostela le agobió enseguida y, como le había pasado en London, Assur echó pronto en falta los espacios abiertos y el horizonte infinito que le descubría la borda del Gnod.

Thyre, asombrada, se había sentado en el pescante junto a su esposo, robándole el sitio a Sleipnir, y miraba a todos lados, observando las grandes construcciones de granito y entendiendo solo palabras sueltas entre las frases de los variopintos caminantes que pasaban a su lado.

Los recuerdos de Assur eran vagos, pero antes de que las campanas de la ciudad tocasen sexta, ya habían llegado al corazón de Compostela, hasta el templo dedicado a resguardar los venerados restos de Santiago el Mayor, al lado de la residencia episcopal.

Bartolomé Fillol había sentido una temprana vocación; una llamada inspiradora que le hizo entender el incomparable regocijo de la seguridad, pues a partir de aquel momento vivió con el convencimiento de haber sido arropado por un mandato divino que habría de guiarlo por siempre. Fue en su último verano en Maiorica. Había nacido en él una fe capaz de romper cualquier resquicio de incertidumbre y, de pronto, aun siendo solo un crío, había sabido, sin asomo de duda, que las díscolas cabras y su pastoreo eran tareas mundanas, el Señor lo quería a su lado.

Su isla natal, codiciado enclave estratégico del mar Medi Terraneaum, llevaba décadas bajo el dominio moro y, aunque Bartolomé lamentaba estar tan lejos de casa, agradecía cada mañana en los oficios de laudes el buen hacer de su padre cuando, en una barquichuela de contrabando, lo había enviado con una carta de recomendación y una escasa donación para la Iglesia a la gran Barcelona, para estudiar y formarse en su camino hacia Dios.

En la inmensa ciudad, ya antes de ordenarse, Bartolomé había oído sobre las reliquias del santo apóstol Santiago y no lo había dudado. Arrebujado por el mismo impulso divino que lo había obligado a rogarle a su padre sin cesar, el mallorquín porfió en su empeño hasta que sus continuas peticiones fueron aceptadas por sus superiores. A los pocos meses le habían concedido el permiso que tanto ansiaba y Bartolomé había peregrinado hasta Compostela, donde los años y avatares de la vida lo llevaron de un lado a otro, contento de cumplir con su voto de obediencia mientras pudiera seguir cerca del bonito templo que el rey Casto había empezado a levantar en honor al discípulo Zebedeo.

Con el paso del tiempo las obligaciones fueron medrando y, por pura casualidad, terminó trabajando en la tutela del obispado, muy necesitado de hombres laboriosos, pues la institución aún tenía infinidad de tareas pendientes desde su traslado, años atrás, cuando el impulso de las reliquias de Santiago había movido al antiguo obispo a reubicar su residencia, abandonando la cercana Iria Flavia, mucho más sensible a los ataques moros y normandos que llegaban por el río Ulla. Y tanto quedaba por hacer que, desde la dignidad del papado, ni el predecesor Gregorio V ni el actual Silvestre II habían enviado todavía embajada alguna que bendijese y aprobase el cambio de la cátedra episcopal; si bien era cierto que los problemas en Roma eran acuciantes, pues el propio Silvestre y el mismo emperador Otón habían tenido que huir a Rávena para evitar la furia del populacho. Aunque Bartolomé, que había preferido mantenerse en cometidos más humildes, poco sabía de aquellas disquisiciones entre los altos círculos de la Iglesia.

Él era un hombre tranquilo, gustoso de la vida sencilla y laboriosa que su amor a Dios le había granjeado. Con el cuerpo ya trajinado por sesenta largos inviernos en los que el persistente orvallo compostelano había tenido tiempo de metérsele hasta las juntas de los huesos. Era de gestos comedidos, casi avaros, que cuadraban con su rostro bonachón de ojos redondos y profundos. Pero abrazaba cada jornada con entusiasmo, dando gracias al Señor por tener tareas sencillas a las que enfrentarse y por saberse dueño de la oportunidad de salir cada tarde a rezar ante los restos del Zebedeo, que había predicado en aquellas mismas tierras para expandir y hacer conocer las santas enseñanzas de Jesús crucificado.

Hasta su mesa en la entrada del obispado, donde ejercía labores a medias aguas entre cillerero y portero, llegaban gentes de toda condición; y Bartolomé estaba acostumbrado a templar malos humores y malsanas ínfulas. Apenas veía al obispo, que era un hombre ocupado y pendiente de cometidos mayores, pero cuadraba las peticiones de los que se acercaban hasta la casa episcopal con el secretario, un manso de nombre Adosindo que le recordaba al mallorquín a un mirlo acicalándose las plumas, pero que, aun pese a sus floridas maneras, cumplía con eficiencia, como demostraba el tiempo que llevaba en el cargo, pues había sido ya ministro del anterior obispo, Rosendo Gutiérrez.

Aquella tarde, que anunciaba otoño con las nubes que empezaban a labrarse su camino en el cielo, estaba resultando ajetreada; habían llegado mensajeros de Oviedo y León, también del obispado de Mondoñedo, y Bartolomé, cansado, esperaba impaciente la llegada del oficio de vísperas, pues deseaba cenar y retirarse. Pero la curiosidad venció con facilidad al desánimo cuando vio al extravagante personaje que cruzó el umbral de la sede.

Al contraluz que enmarcaba el quicio del portón, dejando un gesto en el aire como si alguien lo esperase fuera, había un hombretón barbado de largas greñas con pinta de norteño. Alto como una columna y con las hechuras de un buey, le hizo presagiar al mallorquín que se avecinaban problemas, incluso pensó en llamar a los guardas que franqueaban el paso en la puerta.

El recién llegado se movió hacia Bartolomé con andares pesados. Tenía grandes manos curtidas que delataban trabajos duros y la piel de su rostro, tensada por los pómulos angulosos, estaba curada por la intemperie, lo que le hizo suponer a Bartolomé que el que tenía frente a sí era marino.

—Buen día —saludó el otro sorprendiendo a Bartolomé por la falta de acento.

—Buen día, hijo, bien hallado seáis, ¿qué se os ofrece?

Tenía profundos ojos azules ribeteados de tristeza y el sacerdote supuso que aquel era uno de esos hombres cuyo aspecto traiciona la bondad de su alma y, con una puntada de contrición, comprendió que se había apresurado en su juicio.

—Mi nombre es Assur Ribadulla y quisiera pedir audiencia con el obispo Rosendo. —El portero entrecerró los ojos y Assur dudó—. Sé que su dignidad es un hombre ocupado, pero si le pasáis recado de que yo fui…

—Hijo —interrumpió Bartolomé—, el obispo Rosendo murió hace años…

Assur no supo qué decir, por muy natural que fuese, no se le había ocurrido pensar que algo así hubiera podido ocurrir. El patrón Eudald del Port le había contado algunas de las cosas acaecidas durante sus años en el norte, pero no había incluido aquel detalle en su relato.

—… El señor lo tenga en su gloria. El obispado está ahora en manos de Pedro de Mezonzo…

A Bartolomé, que calló al ver el gesto contrito del otro, le pareció muy extraño que aquel hombre no tuviera idea de los cambios acontecidos en la cátedra episcopal. Ya desde que el bienaventurado Pedro acompañara al bendito Rosendo al concilio celebrado en León para eliminar la sede de Simancas, años atrás, todos sabían que el de Mezonzo apuntaba maneras para la sucesión.

—Sí, hijo mío, Pedro de Mezonzo —repitió.

El rostro ahora impasible le dijo al mallorquín que aquel extraño que se había presentado como Assur no había oído hablar jamás del nuevo obispo, y mucho menos de los abundantes y jugosos rumores que habían llenado los tiempos sucesorios por las disquisiciones con Payo Rodríguez. Por lo que Bartolomé se reafirmó en la idea de que el tal Ribadulla debía de ser un marino al que sus viajes lo habían llevado lejos por mucho tiempo.

—Sea —dijo Assur recomponiéndose—, pues, Pedro de Mezonzo, ¿y podría solicitar audiencia?

Bartolomé juzgó una vez más el rudo aspecto del visitante, que bien parecía capaz de terminar él solo la invasión del caudillo Al-Mansur a la ciudad.

—Habría de hablarse con el padre Adosindo, su secretario y amanuense, pero —acotó el mallorquín—, sea como fuere, el obispo no se encuentra en Compostela, su arrojo frente al moro le ha ganado una llamada a León, pues el nuevo rey, quinto de los Alfonsos, y el regente, el conde Menendo, lo han reclamado para la corte.

Assur contrajo el rostro una vez más, eran demasiadas novedades para las que las palabras del marino barcelonés no le habían preparado. Y, en el silencio de aquel extraño, Bartolomé no pudo evitar caer en el pecado de soberbia presumiendo de las acertadas decisiones del obispo, que había hecho evacuar la ciudad antes de la llegada de las huestes de Al-Mansur.

—El obispo Pedro se ocupó de llevar a los compostelanos a las montañas en cuanto llegaron noticias del avance de los muslimes. Y él permaneció en la ciudad, ¡él solo! Rezando frente al sepulcro de Santiago —las palabras se le atropellaban con la emoción de contar las hazañas de su prelado—. Y cuando llegó el moro, encontró la ciudad vacía. Aun así, Al-Mansur decidió arrasarlo todo a su paso, ¡todo! Hasta que llegó al templo del apóstol y se encontró al de Mezonzo orando…

—¿El nuevo rey? —preguntó Assur coartando la historia de cómo el fervor y la fe del obispo habían conmovido al caudillo agareno salvando así el sepulcro y el templo de Santiago.

El mallorquín resopló buscando algo de paciencia y dejó a un lado su relato.

—Sí, hijo, sí, al bueno de Bermudo el Gotoso —calificó Bartolomé por evitar discusiones políticas— lo llamó el Señor a su lado hace ya unos años y ahora la corona reposa en la testa de su hijo Alfonso, que gobierna con la regencia de su madre y la del conde Menendo González.

El antiguo ballenero, que había sido capturado mientras reinaba el niño Ramiro, ni siquiera quiso seguir cuestionando cómo el joven rey había perdido el trono a favor del tal Bermudo, o cómo había muerto este para que su hijo pequeño llevase ahora la corona, y tampoco por qué era un conde quien parecía ostentar el verdadero poder; y comprendió que no debía haber esperado que las cosas fueran tan sencillas. Nunca lo habían sido.

—Asaz perdido os veo, hijo… ¿Por qué no empezáis por el principio? ¿Qué necesitáis del obispo? —preguntó Bartolomé queriendo ayudar.

—¿Cuándo regresará?

El mallorquín inclinó el rostro y se rascó con aire dubitativo la tonsura, con un gesto blando y sin ánimo, como si temiese abrirse la tapa de los sesos si emplease demasiado ímpetu.

—No estoy seguro… Pero aún tardará —aclaró mirándose los dedos con los que acababa de rascarse—, partió hace unos pocos días, en las calendas de septiembre. No creo que haya llegado a León…

La puerta que comunicaba la antesala de la portería con el interior de la residencia episcopal se abrió y, entre pasitos tímidos, asomó el impecable hábito holgado de Adosindo.

—¿Ha llegado recado de Mondoñedo? —preguntó mirando con curiosidad al gigantón que estaba frente a la mesa del portero.

Bartolomé rebuscó entre los legajos que tenía ante sí y, alzándose a medias, le tendió el mensaje, que había recibido poco antes, al ministro del obispo que se acercaba a su mesa.

—Tendré respuesta esta misma tarde y quiero que la lleve alguien de las mesnadas, avisadlos —dijo Adosindo con vehemencia, haciendo un gesto vago a los guardas de más allá del umbral y arrancando un severo asentimiento del portero.

Cuando el mallorquín volvió a retreparse en su asiento, después de que Adosindo se retirase, descubrió que su curioso visitante se había marchado ya y se preguntó si volvería a verlo.

—¡Lo recuerdo! —exclamó Assur de improviso.

El día amenazaba con terminarse colgando algunas nubes más en el cielo y todos en Compostela sabían que pronto se volverían grises y madurarían hasta descargar. A la ciudad le gustaba la lluvia.

Avanzaban con calma, vagaban sin saber qué esperar o cómo actuar. Llevaban toda la tarde callejeando en busca de acomodo y no habían encontrado nada que les satisficiera, lo que no ayudaba a mejorar el mustio humor de Assur, abatido por haber perdido la pista de su hermana. Incluso habían hablado de acampar en las afueras hasta decidir qué hacer tras las desalentadoras noticias. Y Thyre empezaba a preguntarse si no hubiera sido mejor idea permanecer en Groenland, ya que aquel viaje parecía no servir para otra cosa que para amargarle la existencia a su esposo.

—Lo recuerdo…

Girándose en el pescante, Thyre vio a los críos jugar con el gato en la colcha que había dispuesto en la trasera del carromato, entre sus trastos. Los pequeños estaban entretenidos, ajenos al alboroto repentino de su padre, y Sleipnir lo sobrellevaba como podía con algún bufido cansino.

—¿El qué? —preguntó, eligiendo las palabras con cuidado, todavía se sentía insegura con el idioma que aprendía a marchas forzadas.

—Bueno, no me acuerdo del nombre, pero lo he reconocido, trabajaba para Rosendo…

Y como si el gesto lo aclarase todo, Assur dejó las riendas entre las rodillas y revoloteó delicadamente con sus manos.

Thyre, que había esperado pacientemente mientras su esposo entraba al obispado tras responder a las preguntas de la guardia, y que había adivinado en cuanto él había salido que algo andaba mal, no entendió a qué se refería Assur.

—Ya estaba aquí cuando yo vine con Gutier, si pudiera hablar con él… Seguro que recuerda algo…

Thyre no lo comprendió, le costaba entender a su esposo cuando hablaba tan apresurado. Assur se percató de la perplejidad de ella y cambió al nórdico para explicarse, consiguiendo que su mujer se diese cuenta al fin de que existía una nueva posibilidad de encontrar a Ilduara.

—Entonces, ¿nos quedamos?

Assur miró por un instante el sol ya tendido sobre las pizarras de las techumbres de Compostela. Y sintió la humedad que llenaba el aire presagiando la lluvia.

—Ya es tarde, y todavía tenemos que encontrar dónde pasar la noche, pero volveré mañana e intentaré hablar con él… Estaba al servicio de Rosendo cuando todo sucedió —repitió—, tiene que saber algo sobre mi hermana.

No conseguía conciliar el sueño. El ritmo de las campanadas que marcaban el paso de las horas se hacía eterno, y cada vez que los badajos blandían el bronce, a Assur le fallaban las cuentas y echaba en falta alguno de los toques. Y por más veces que se empeñaba en contarlos, siempre eran menos de los que hubiera querido escuchar, el tiempo parecía detenido.

En la bulliciosa zona de los francos, un barrio donde el continuo ir y venir de peregrinos dejaba habitaciones de toda condición libres con rapidez, habían encontrado acomodo a precio razonable. En una posada regentada por un inmigrante aquitano que respondía al rimbombante apodo de le petit Duc y que había elegido para su negocio el nombre de La Guyenne, como si así pudiese presumir de gobernar su propio ducado. El personaje, que hablaba melosamente endulzando las consonantes, no le gustó a Thyre, pero fue la única hospedería con la que toparon que tenía también suficiente espacio en los establos para acomodar a sus bestias y el carromato, por lo que tuvieron que conformarse.

La noche tenía los silencios mentirosos de una ciudad como Compostela y Assur, harto de los gritos de los noctámbulos, estaba ya cansado de enredarse en los mantos de su insomnio. Comprobando el dormir plácido de sus hijos, que, acostados entre ambos padres, soñaban encogiendo sus labios de tanto en tanto, se levantó con cuidado. Sin saber qué otra cosa hacer se abrigó y, susurrándole al oído a Thyre sus intenciones, que asintió somnolienta, salió a vagabundear y despejarse.

Deambuló sin rumbo, oyendo sus pasos resonar en las piedras y adoquines, inmerso en sus pensamientos. Y sus pies o sus recuerdos, sin que pudiera estar seguro de a cuáles culpar, lo llevaron hasta la calle de la Rainha; donde el alboroto de la madrugada y los borrachos impenitentes obviaban lo sacro de la ciudad ofreciéndose amistades eternas y duelos enfebrecidos por el exceso de vino barato.

Incómodo e impaciente, sin dejar de pensar en Ilduara, Assur tuvo que rebuscar en sus rincones más amables a fin de encontrar la calma que necesitaba para negarle sus servicios al par de fulanas que se acercaron.

En una esquina, encima del travesaño ajado de un dintel carcomido, había un cartel desportillado y caído, inclinado como si cumpliera una vieja penitencia y sujeto solo por un par de eslabones oxidados. Era la abandonada proclama de una taberna ya cerrada que le trajo a la memoria imágenes de Nuño, Lope, Ariolfo, Velasco; de Froilo. Y del propio Gutier. Recuerdos que surgieron de algún lugar de su memoria para llenar sus ánimos de una melancolía de la que solo se pudo librar una vez pensó en la esposa y los niños que lo esperaban.

Dejó atrás el tablón, grabado con letras amplias para que los parroquianos lo encontrasen con facilidad; el tiempo lo había cubierto de mugre y apenas se leían una o y una r mayúsculas, decoradas con pequeñas hojas, como si los trazos fueran ramas cubiertas de brotes.

Assur giró en la primera esquina y se topó con dos que discutían sobre el mejor tiempo para la siembra. Y de entre la penumbra humeante que se deslizaba desde el interior de otra cantina vio a un tabernero echando a un borracho balbuceante sobre el que vertía pestes; y se dio cuenta de que, como sucedía con los reyes, entre los que la caída de uno propiciaba el auge de otro, los negocios del callejón de la Rainha vivían de las rentas que había propiciado el cierre de O Recuncho.

Se acordó también de las bruscas caricias de aquella mujer que Ariolfo le consiguiera aquella noche de tantos años atrás, y de las bromas de Velasco en la mañana siguiente, antes de partir a Caaveiro.

Se dio la vuelta, dispuesto a buscar lugares más tranquilos para su paseo cuando una puerta se abrió ante él y a punto estuvo de dejarse las narices entre las juntas de la tablazón. Paró en seco y tras la hoja apareció una figura embozada que retrocedía saliendo de la vivienda.

—¿Volverás mañana? —oyó Assur que alguien decía con voz engolada desde el interior de la casa.

Las sombras que cimbrearon a la luz de los hachones y el susurro de los pies en los adoquines le contaron a Assur que el que acababa de salir se arrepentía de su decisión. El hombre se acercó de nuevo al umbral y el ballenero escuchó el chasquido de un beso.

—Si puedo, volveré…

Assur dio un paso atrás para dejar intimidad a los amantes que se despedían y, cuando empezó a girarse para buscar la soledad que deseaba, distinguió de reojo la sombra del que salía, y algo indefinible le hizo detenerse. Pudo ver la punta de un borceguí de fino cordobán, un largo dobladillo, y entre los claroscuros de la capa de amplia cogulla tuvo la fugaz visión de un rostro fino y blanquecino.

Los dos borrachos que discutían habían llegado ya a las manos en su absurda disputa, y los secos sonidos de puñetazos reverberaron entre la cháchara dispersa que se colaba por las rendijas de los postigos de las tabernas.

Assur tardó un momento en darse cuenta. Pero, como le había sucedido horas antes, el recuerdo le golpeó como si fuera uno más en aquella necia reyerta. El nombre seguía esquivando los esfuerzos de su memoria. Sin embargo, reconoció aquel rostro zalamero. Era el amanuense del obispado.

Los sesos le decían que sí, pero la sorpresa lo retenía. Aun así, el ballenero se recompuso con rapidez.

Los dos borrachos llevaban la trifulca a su punto más álgido y Assur estaba dispuesto a hablarle al secretario del prelado, contento por la oportunidad que la casualidad le brindaba. Pero, antes de abrir la boca, el que se había quedado en la casa cruzó el umbral con rapidez para decirle algo más al sacerdote. El arponero estaba en la penumbra que le daban el par de pasos que se había retrasado y solo vio la escena entrecortada por la hoja de la puerta.

Era un joven delgado, con largos cabellos lisos arreglados al estilo occitano, cubierto a medias por una manta que abrazaba en el pecho, con las mejillas cubiertas por el arrobo de la pasión.

—Pues haz por poder… Haz por poder… Ya te estoy echando en falta.

Se movieron como una pareja bailando con timidez cohibida, el secretario empujaba poniéndole las manos en el pecho a su amante para refrenarlo.

—¡Quieto! Podrían vernos…

Assur oyó el beso de despedida, y el leve chirrido del abisagrado, y no volvió a ver al secretario del obispo hasta que la puerta se cerró con suavidad.

Con su mano todavía apoyada en la hoja de la puerta, Adosindo sonrió con el regusto del amor en los labios y solo entonces se dio cuenta de que había alguien más en la calle, un hombre corpulento con un pie en vilo, como si al abrir el postigo hubieran interrumpido su paseo.

Los dos borrachos se pedían disculpas pastosamente, arrepentidos ambos por los golpes dados y recibidos.

Asustado, Adosindo miró a aquel extraño por un momento, sopesando la situación, dudando sobre lo que el desconocido podía haber visto. No creía que mucho, pero no le gustó. Por poco que fuese, podía resultar comprometido. Y, mientras titubeaba, se dio cuenta de que no era la primera vez que sus caminos se cruzaban, era el mismo normando con el que se había topado esa mañana en la portería del obispado, recordaba los bonitos ojos azules. Entonces se tranquilizó, porque suponía que el nórdico apenas haría otra cosa que chapurrear el castellano, además imaginó que no lo reconocería, por lo que se dispuso a regresar al reciento episcopal.

—¡Disculpad! Quisiera hablaros —dijo Assur sin más intención que preguntar por su hermana.

Adosindo tardó un momento en asimilar lo que había oído, pero en cuanto lo hizo, no se le ocurrió otra cosa que echar a correr, primero con pasos indecisos, después como si el mismísimo Satanás le hubiese echado lumbre a los bajos del hábito. Y Assur se dio cuenta al instante de que el sacerdote lo había malinterpretado, y de que ya era tarde para explicarle que a él le importaba bien poco saber o no saber que el otro violentaba su voto de castidad, y mucho menos con quién decidía calentar su lecho. Lo último que vio fue el revuelo de la cogulla, que se entretuvo tras los talones de su dueño después de que el secretario del obispo torciese en la siguiente esquina.

Luego empezó a llover mansamente, con finas gotas que bañaban la ciudad perezosamente, haciendo que sus piedras encontrasen resplandores que aparecieron con la fina pátina de humedad que las cubrió.

Sin otra cosa que hacer, Assur regresó pensativo a La Guyenne. Deseaba hablar sobre lo sucedido con Thyre. No podía evitar lamentarse, era consciente de que existían muchas posibilidades de que hubiera estropeado la última oportunidad de encontrar a su hermana, y esperaba contárselo a su esposa para escuchar lo que ella le diría.

—Hijo, no sé qué ha pasado —le dijo Bartolomé por encima de los brazos cruzados de los guardias—. O qué habréis hecho, pero él lo ha dejado muy claro, no quiere veros…

—Pero…

—En cuanto le he mencionado quién erais —continuó el mallorquín sin dejar que Assur terminase su queja—, se ha dado cuenta de que ya habíais estado ayer aquí… Y no va a recibiros…

El portero no creía que fuese el momento de entrar en detalles, aunque lo dicho ya resumía con acierto la respuesta de Adosindo ante la petición de audiencia. Aquella mañana Bartolomé se había encontrado con el secretario, como cada día, y había notado que Adosindo andaba más saltarín e inquieto de lo que tenía por costumbre, hasta se atrevió a figurarse, con cierta picaresca, que al amanuense se le había colado un avispero en el hábito.

Sin embargo, cuando aquel gigantón barbado se volvió a presentar en la portería de la casa episcopal, Bartolomé no pudo llegar a imaginarse que Adosindo reaccionaría de semejante modo al pasarle recado de que, a falta del obispo, había quien quería hablar con él.

—No va a recibiros —insistió el mallorquín sin querer añadir las blasfemias que se le habían escapado al secretario en la negación.

—Pero…

—O callas, o te callo —le espetó uno de los guardias amenazante entre vaharadas de un aliento que confesaba que en la cena de la noche pasada había abusado de los puerros.

Estaban todos apelotonados bajo el quicio de la entrada, el ballenero a un lado, el portero a otro, lo guardias en medio.

Assur tuvo por un momento la tentación de acabar con los guardias y granjearse el paso, pero la desechó con presteza al imaginar tan solo las primeras consecuencias.

—Ha dicho que no sois bienvenido en esta santa casa… Y me temo que aún podría ser peor…

En las prisas del momento Assur no llegó a entrever la amenaza velada, y tampoco entendió que el portero intentaba hacer el rechazo cordial. El tal Adosindo, para salvar su propio pellejo, bien podría haberle acusado falsamente de brujería o de cualquier barbarie, condenándolo a sufrir una ordalía y a verse preso. Algo bastante común en esos tiempos convulsos, en los que una ciudad como Compostela atraía a gentuza de todos lados, incluidos facinerosos y timadores que escapaban de los dominios del rígido régimen del sacro imperio, más allá de los Pirineos.

Thyre, al pie del carromato, veía la escena con preocupación, sin llegar a comprender todo lo que sucedía, pero entendiéndolo sin necesidad de acertar el significado de cada palabra. Mucho más calmada y lúcida que su esposo, ella adivinaba lo sucedido. Asustado por el encuentro de la noche anterior, el sacerdote había preferido agazaparse como una cochinilla sorprendida al levantar un pedrusco y, enrollado sobre sí mismo, cerraba a cal y canto cualquier posibilidad de ponerse al descubierto por las palabras de Assur. Y, aunque Thyre era consciente de que a su esposo le importaba muy poco con quién se encamaba el ayudante del obispo, también lo era de que el secretario no podía saberlo. Y bien podía el tal Adosindo imaginar que Assur quisiera chantajearlo, o que se animase a denunciarlo ante el tribunal eclesiástico por la pura vileza de hacerlo.

—No os recibirá, hijo, y no creo que os convenga volver a acercaros por aquí —dijo el portero con una conmiseración de la que no supo explicar el porqué al recordar las pestes vertidas por Adosindo al negarse a recibir al de Ribadulla.

—Me conoce, me conoce…

Uno de los guardias, menos propenso al mal humor que su compañero, murmuró unas cuantas palabras en voz baja.

—Deberíais obedecer, solo puede ir a peor…

Era un hombre de las mesnadas mantenidas por el episcopado en acuerdo a las viejas leyes góticas; y por su rostro sufrido y la cicatriz que le cruzaba la ceja, bien podía tratarse de un veterano de la batalla de Fornelos, en la que los normandos habían dado una muerte cruel al obispo Sisnando, y esa suposición hizo que a Assur le extrañase el gesto; pues el antiguo arponero sabía bien que su aspecto y sus formas le hacían parecer un nórdico a los ojos de muchos de sus paisanos.

Pero el ballenero no sabía que aquel hombre, que respondía al nombre de Malaquías y que no solo había estado en la feroz lucha del sur de Compostela durante el ataque de Gunrød, sino que también había sido uno de los que levantaran el desfigurado cadáver del obispo, intuía, de hecho, lo que estaba sucediendo.

El guardia Malaquías llevaba tantos años en la sede episcopal que incluso podría haberle hablado a Assur de su hermana, pues recordaba perfectamente a la agradable niña que Rosendo había rescatado de las manos normandas, y conocía muy bien a todos los que allí trabajaban, así como todos los rumores que corrían de un extremo a otro. Además, había visto a Adosindo en más de una de sus furtivas escapadas nocturnas, en madrugadas en las que un hombre solo podía escabullirse si tenía en mente una de entre dos o tres posibilidades, lo que cuadraba con las habladurías que años atrás había hecho correr un joven palafrenero.

—Marchaos —volvió a susurrar Malaquías, consiguiendo una mirada de reproche del otro guardia.

Tras los mesnaderos, desde el umbral de la residencia episcopal, Bartolomé seguía intentando explicarse sin saber qué decir, pues a él tampoco le habían expuesto razones.

Thyre conocía bien a su esposo y, cuando lo vio apretar los puños de las manos que tenía a los costados, se acercó por detrás, abandonando el carromato un momento, y le tocó la muñeca suavemente. Él se giró y no hicieron falta palabras, Assur entendió que no merecía la pena enzarzarse en una pelea que a nada bueno conduciría.

Se retiraron cabizbajos, sin otro signo de despecho que un maullido ronco de Slepnir y un detalle humeante y caliente que la mula Thojdhild dejó tras de sí, como si con ello quisiera rubricar lo que pensaba su amo de los recelos del secretario del obispo.

—¿Y ahora qué haremos?

Él había hecho la pregunta en castellano, pero Thyre prefirió contestar en su propio idioma.

—Creo que te has cegado… Lo que importa es que has encontrado un nuevo cabo del que tirar para encontrar a tu hermana, eso es lo que deberías tener presente —dijo ella girándose hacia su esposo en el pescante y reacomodando al pequeño Weland en su regazo—. ¿Qué importa que no desee recibirte por culpa de sus miedos? —Assur intentó hablar y ella lo detuvo alzando su única mano libre—. ¿Es que no te das cuenta?

El arponero calló por no hablar en vano y dejó a su esposa explicarse.

—Ahora, estás al tanto de que es probable que él sepa algo sobre tu hermana. Es más de lo que tenías ayer, cuando supimos que ese tal Rosendus —Assur no se molestó en corregirla— había muerto. Así que basta esperar una temporada a que el miedo se le escurra del cuerpo…

—Pero yo no voy a airear sus trapos sucios, a mí me la trae al pairo lo que haga y cómo lo haga —intervino él sin poder evitarlo.

—… Bastará con esperar —insistió ella—. Luego, cuando ese Adosindo haya tenido tiempo de sacudirse el desasosiego, podemos enviar recado. Podríamos pedírselo a otra persona, para que no se le vuelvan a retorcer las tripas al saber que eres tú de nuevo. O escribir un mensaje haciéndote pasar por Sebastián o alguno de tus hermanos, o de cualquier otro que pudiera interesarse por el paradero de tu hermana —sugirió—, no creo que él sepa los detalles de lo que sucedió con el resto de vosotros. Y después, bastará con esperar respuesta…

A Assur se le iluminaron los ojos y, en un arrebato feliz, le plantó un sonoro beso a su esposa en los labios.

—Parezco idiota —confesó él cuando se separó, aprovechando para acariciar tiernamente la cabeza de su hijo mientras con la otra mano tensó las riendas para recuperar el rumbo correcto.

Thyre no quiso echar más leña al fuego y prefirió no decir nada más al respecto, por lo que se limitó a añadir:

—Todo saldrá bien…

Entonces el arponero cayó en la cuenta de algo y volvió a girarse hacia ella.

—¿Y dónde esperaremos? ¿Qué haremos mientras tanto?

Ella sonrió antes de contestar. Era algo en lo que ya había pensado, y mucho, pues ansiaba cambiar aquella vida errante que llevaban.

—Creo que podemos ir hasta esa casa de la que tanto me has hablado, me parece que va siendo hora de que tengamos un hogar… No podemos pasarnos la vida dando tumbos por el mundo en un carromato… ¿O es que no tienes intención de cederme las llaves? —preguntó con picardía—. Porque va siendo hora…

Ambos se miraron sonriendo, llenos, gracias a ella, de un buen humor que despejaba todos los inconvenientes y que acompañaba al día que, librándose de las nubes que habían traído la lluvia la noche anterior, empezaba a solearse.

Y él volvió a besarla con una expresión risueña cubriéndole el rostro, y la pequeña Ilduara, que había estado durmiendo en la trasera, se echó a llorar disputándole la atención de su madre a su padre.

Antes de salir de Compostela se entretuvieron haciendo algunas compras en los abastos y, además de víveres y un par de paños de muaré de los que se encaprichó Thyre, Assur adquirió varios rulos de torzal de seda y unos cuantos metros de cordel trenzado, hecho con crines de caballo y tratado con aceite de linaza.

Por primera vez en mucho tiempo Thyre volvió a ver cómo su esposo sonreía cada mañana y, aunque esperaba que todo saliese bien, no podía alejar de sí las incertidumbres que esa nueva vida que pensaban emprender despertaba en ella, pero no compartió esos miedos con Assur. Estaba encantada participando de las esperanzas de él y prefería mantener el buen ánimo sin dejarle rincones abiertos a las dudas.

Siguieron camino hacia el sur, hasta los hitos de Iria Flavia y, continuando por una vieja calzada romana, viraron a levante, remontando el Ulla, el mismo río del que tantas veces él le había hablado; y Thyre se sintió complacida recordando los días felices en los que habían viajado al sur desde Jòrvik, en la isla de los britanos.

Assur reconocía ahora lugares del camino, pero lo hacía con un regocijo que alivió las inquietudes de su esposa y, como ya habían hecho en las tierras verdes, hablaron de lo que harían en su hogar, de lo que cultivarían y de los animales que criarían.

En su avance hacia el este pasaron por bosques cerrados que a Thyre se le hicieron extraños por la multitud de árboles y plantas que no conocía, pues parecía haber mil clases más que en las tierras del norte. Y, en esas soleadas tardes cubiertas del benigno calor del final del verano, aprovechaban lo que la naturaleza les brindaba para acompañar sus comidas.

Antes de llegar a un lugar llamado Aixón, hicieron noche cerca de los restos de grandes construcciones vejadas por el devenir de los años, y Assur le explicó a su esposa que se trataba de las fortalezas de los pueblos que habían dominado aquellas tierras de montes y ríos antes de que los romanos conquistaran el intrincado territorio. Y Thyre, que se había criado entre gentes acostumbradas a abrir su propio camino y a conquistar tierras baldías para expandirse, se asombró al saber que en lugares como aquel los hombres llevaban cientos de años labrando su lugar.

Al pie de los grandes murallones derruidos, casi asimilados por las ondulaciones del propio paisaje, había crecidas matas de zarzamoras llenas de frutos maduros, y los gemelos comieron golosos hasta acabar con sus manitas y sus rostros llenos de manchurrones tintos y pegajosos.

Y, cuando sus hijos se durmieron y Sleipnir salió de ronda para conocer los alrededores y acallar los maullidos de alguna ardorosa gata en celo, Assur y Thyre se acostaron satisfechos bajo las estrellas que brillaban en un cielo despejado, punteando los escasos huecos que las ramas llenas de hojas de los árboles dejaban. Ella apoyó la mejilla en el pecho de su esposo y lo rodeó con un brazo cariñoso mientras hablaban del futuro que les aguardaba y Assur, que contestaba a las preguntas de Thyre con paciencia amorosa, peinaba entre sus dedos los largos rizos trigueños.

Del bosque, con los golpes tímidos de la brisa, llegaban los olores secos que anunciaban el otoño, confirmado por los colores dorados de las espigas maduras de los campos de cereal que habían ido dejando tras de sí al avanzar en el camino.

En la espesura se movieron las matas de jaras, levantando murmullos y obligando a una lechuza a cambiar de apostadero. Una gineta avispada que había estado al tanto se adelantó a la rapaz y cazó a un gazapo despistado que buscaba aliviar el hambre. Era una noche serena, y las cigarras entonaban sus cantos llenando el aire de llamadas que solo ellas entendían.

Gozosos, Assur y Thyre se entregaron el uno al otro, disfrutando de la madurez de sus cuerpos, sin que el amor les dejase ver las huellas que el tiempo había ido dejando poco a poco.

Cuando terminaron se recostaron de nuevo el uno al lado del otro, en silencio, disfrutando sin más de la mutua compañía y, mientras Thyre acariciaba el hombro firme de su esposo con yemas delicadas que recorrían las líneas que marcaban los músculos, una nueva vida empezó a nacer en su interior sin que ninguno de los dos supiese que, al abrazarse para dormir aquella noche, entre ambos quedaría su próximo hijo, un varón que heredaría el rudo aspecto de los ancestros de Thyre y al que llamarían Gutier.

En el lugar de Brevis, al que muchos llamaban Melide por ser hito de un miliario en la vía que habían ideado y abierto los conquistadores romanos, se desviaron al sur para cruzar el río de Furelos; donde se toparon con un grupo de peregrinos francos que llevaban más de un mes recorriendo el norte hispano. A lo lejos, si el camino coincidía con una loma, ya podían ver las cimas de Outeiro y, más allá, el pico de Ludeiro. Estaban cerca.

Era día de mercado en Melide y, antes de dejar el pueblo atrás, se decidieron por completar las compras que habían empezado en Compostela. A lo largo de la vía principal se tendían puestos hechos con cuatro paños y unos pocos vientos, o en las mismas traseras de carros y carretas. Las voces vibraban y todo se llenaba de los aromas de las últimas frutas del verano y las primeras del otoño. En un tablón entre dos tocones una obesa mujer vestida de arriba abajo con rudas prendas de lana basta teñida de negro ofrecía algo de carne de ciervo, premio de algún cazador afortunado, y también los restos de un puerco que, sospechosamente, había pasado por la matanza antes de tiempo. Y, envueltos entre capas de helechos y rodajas de un peculiar fruto amarillento que les era desconocido a ambos, también vieron algunos pescados traídos desde la costa, pero el arponero no quiso comprar ninguno, pues en los ojos velados se veía que estaban pasados.

Assur y Thyre sí compraron cestos de mimbre, un par de cajas de madera, algo de manteca y un rollo de unto acordelado y ahumado. Y, hasta que decidieron que les resultaría muy difícil hacerse cargo de tanto bicho, estuvieron a punto de adquirir media docena de cabritos del año con bonitos mantos pardos, pues fueron de los pocos que encontraron que eran animales de buena raza.

Una vez dejaron Melide, con la bolsa algo más vacía, pero el ánimo lleno, tuvieron que buscar los servicios de un herrero al que comprarle nuevas herraduras para el tiro del carromato y para Thojdhild. Y un campesino que traía a la feria cestas de pequeñas manzanas de áspera piel parda les indicó que, río abajo, había un molino de mazo en el que encontrarían una forja.

El ingenio, adosado a la vivienda del menestral y acodado en un meandro del impetuoso río Furelos, que bajaba hacia el sur para ceder sus aguas al Ulla, contaba con una rueda de palas que el flujo del cauce mantenía en movimiento para prestar su fuerza a la chumacera de una rueda menor; que a su vez, gracias a las grandes muescas de su borde, hacía saltar el cabo del eje del enorme mazo que servía al artesano para afinar láminas de hierro y aleación. Y el herrero, un escapado de los moros que había llegado desde Ébora, lugar donde los valíes agarenos cargaban con orgullo fama de crueles y sanguinarios, era conocido por templar los mejores hierros de la comarca.

Era un hombre mediano, ni grande ni pequeño en la complexión o la talla, de brazos correosos por el oficio y sonrisa fácil a pesar de las dificultades de la vida. Los recibió enguantado y vestido con un gran mandil de cuero salpicado por las quemaduras de los chisporrotazos de la fragua. Un personaje afable que admiró las armas de Assur y se sintió complacido cuando el antiguo arponero le cedió su espada, gesto que les sirvió a los dos hombres para aburrir a Thyre por un buen rato, mientras el artesano le explicaba a Assur las propiedades del metal según el calor de la forja, lo que se venía sabiendo por complicados matices de color.

El herrero, de nombre Juan, pero al que todos llamaban, simplemente, Ferreiro, les cedió su propio establo para pasar la noche, y la pareja y sus hijos durmieron cómodamente entre heno recién segado; envueltos en el penetrante olor dulzón de la cosecha.

En la mañana, después de un hospitalario desayuno a base de gachas que compartieron con el herrero, su esposa, y sus cuatro hijos, el artesano ayudó a Assur a calzar las bestias; y todo fue bien a excepción del trabajo con la mula, que, haciendo honor a su fama, se empeñó en actuar de modo tozudo y caprichoso. No terminaron hasta que tercia había pasado ya y el sol se movía hacia el mediodía; sudorosos y cansados de bregar con la terquedad de Thojdhild.

Antes de marcharse, queriendo ser cortés, Assur decidió comprar allí mismo los aperos que necesitaría en su nueva vida. Y pagando un precio justo sobre el que no hubo regateos, se hizo con varias hojas de arado, unos barretones, un par de sachos con mango de fresno, una zuela, una pareja de guadañas y dos hoces de largo brazo que sirvieron para que Thyre aprendiese una palabra de la zona, pues allí recibían el nombre de gateños. Un término para el que jamás encontraría el modo de librarse de una peculiar forma de pronunciarlo, ni siquiera con la ayuda del paso de los muchos años que viviría en Galicia.

Con el carromato cargado y los útiles bien asegurados y envueltos, para evitar que los niños pudieran hacerse daño, se despidieron como buenos amigos y marcharon rozando sexta para comenzar la última etapa de su camino.

El paso que franqueaba el río Pambre, un antiguo puente de modestos pilotes de aliso, no había sido reconstruido desde el ataque normando que había marcado por siempre el destino de Assur. Se encontraron los restos carbonizados y rotos que el ímpetu del río había respetado, convirtiendo el frágil viaducto en un amasijo enmarañado en el que se enredaban las ovas y hasta el que llegaban, enmarañadas, las ramas de las matas de zarza de las orillas. Y observar la construcción derruida, con los postes vencidos atravesados de modo extraño en el agua, le causó al arponero una desazón incómoda que nada tenía que ver con el desvío en el camino al que se veían obligados. Quizá porque se dio cuenta de que el regreso a un lugar amado no siempre resultaba posible si lo que se pretendía era seguir una ruta sencilla y familiar.

Habían pasado demasiados años y los lugareños, habituados a los malos tiempos por la fuerza, habían buscado su propia alternativa para que la devastación de los normandos no coartase los quehaceres de sus días. A la izquierda de la vía, casi en la misma orilla, se abría una senda que, en apenas un par de millas, los llevó hasta una suave curva de aguas poco profundas cuyos playones tendidos eran prueba suficiente de que aquel lugar se usaba como vado; y Assur supuso que el tiempo había relajado las presiones del conde de Présaras en sus dominios, de no ser así, no comprendía por qué el noble no se había ocupado de reconstruir el puente.

Para no perder la costumbre solo tuvieron problemas con Thojdhild. El agua no llegaba siquiera a cubrir los bujes de las ruedas, pero la mula debía de ver en ella abismos insondables, pues hizo falta que Assur la dejase en la orilla y regresase a por ella para, pacientemente, obligarla a vadear al paso mientras su familia, que había cruzado en el carromato con el primer viaje, lo esperaba en la ribera opuesta; donde Thyre desenredaba ya las ovas que se habían prendido en los radios y los niños correteaban torpemente de un lado a otro haciendo callar a las últimas ranas del verano.

Sujetaba el bocado de la mula con una mano, con el brazo libre extendido mantenía el equilibrio; y mientras cruzaba el Pambre con el agua por las rodillas, sintiendo la arena dorada colarse entre los dedos de sus pies, Assur miraba río abajo, observando el túnel verdoso que formaba el espejo de la suave corriente bajo la larga bóveda del bosque. Veía ondear las manchas glaucas de los ranúnculos, y libélulas de brillantes colores cazar al vuelo mosquitos desprevenidos. Observaba el agua tomar brillos tostados de las piedras del lecho y ondularse entre las raíces lavadas de los árboles de las orillas. Los vencejos volaban a ras de agua haciendo cabriolas imposibles entre las ramas que colgaban, señalando una gran piedra que, despuntando entre los pliegues de la corriente, aguardaba el paso de los días con calma impertérrita. Y no solo se dio cuenta de que podía reconocer aquel tramo de río: aguas arriba había un trecho de rabiones y chorreras que se descolgaban de una presa anguilera y, apenas media milla río abajo, había un gran pozo donde se detenían los salmones a descansar en su remonte; también se percató de que un poco más allá, río abajo, en una tabla tranquila rodeada de praderías que hubiera podido alcanzar antes de que llegase la tarde, estaba el lugar en el que todo había empezado. Y los recuerdos de aquella mañana se apresuraron en su memoria.

Furco a su lado, pendiente del pastoreo, y las vacas aprovechando la fresca para hociquear entre las matas, la hierba alta entre la que buscaba saltamontes con los que engañar a las truchas, su hermana trayéndole el almuerzo; y el humo, las grandes columnas de humo que habían visto. Y lo que habían significado.

Thyre, alzando el rostro, lo vio detenerse en medio del vado y, en un principio, imaginó que la mula le estaba dando problemas, luego se dio cuenta de cómo su esposo miraba fijamente río abajo y estuvo a punto de preguntarle si necesitaba ayuda, entonces comprendió que era mejor dejarlo a su aire por un rato. Lo conocía bien, y supo que su esposo necesitaba uno de sus frecuentes instantes a solas. Porque del mismo modo que había sabido desde el primer momento que él era el hombre con el que deseaba pasar el resto de sus días, también había adivinado que en su alma había rincones oscuros cubiertos de tierras baldías por las que él necesitaba caminar sin más compañía que su propio dolor; y ella había aprendido a aceptarlo, porque conocía la historia y se esforzaba por no olvidarla, ni siquiera las partes más terribles.

Cuando Assur, con taimada paciencia, logró convencer a la mula para que ascendiese por la suave pendiente de la orilla, Thyre se acercó a él y lo besó con ternura en la mejilla, él correspondió el gesto con una suave caricia y no les hicieron falta palabras. Pero ambos se sintieron mejor.

Desde el valle del Pambre, el terreno comenzó a subir suavemente, escondiendo el camino en recovecos que negociaban la pendiente con curvas arropadas por las sombras de castaños en los que maduraban erizos verdes.

Llegaron a lugares en los que Assur reencontró escenas de sus juegos infantiles. E incluso hicieron un alto en el camino para perder un rato en una caminata que les llevó hasta el terreno en el que había estado la madriguera en la que, siendo un niño, Assur se había hecho con su lobo Furco. Y Thyre escuchó el relato una vez más, con una sonrisa sensible que le iluminaba el rostro, encantada al ver a su esposo gesticular mientras señalaba lugares concretos, hablándole con una pasión y un regocijo que embellecían sus palabras y emociones.

Tan cerca del que había sido su hogar, Assur sintió toda la intensa melancolía nostálgica que había anidado en su interior durante largos años y, curiosamente, ahora que estaba tan próximo el final del camino, la impaciencia era mayor de lo que había sido nunca. Pues, si hasta aquel momento el regreso había sido solo un sueño con el que entibiar sus noches de más triste soledad, ahora era una realidad que se hacía arrebatadoramente presente. Y las preguntas, para las que solo el tiempo tendría respuestas, se le apelotonaban obligándolo a espantar las dudas y a coger a menudo la mano de su esposa para darle un apretón leve que servía para reconfortarlo; sintiéndose afortunado una y mil veces más por haberla encontrado.

Todas sus prisas tuvieron que aguardar a que el ánimo se sintiese preparado y, en el modesto alfoz de Outeiro, en un campo de centeno que solo reconoció gracias al viejo castaño castigado por los rayos en el que había jugado de niño, hicieron noche por última vez antes de llegar a su destino. Y, a la cimbreante luz de la fogata que armaron para cocinarse algo de cena, las malas pasadas de la memoria le obligaron a contarle a Thyre como su hermana solía usar aquel inmenso tronco ahuecado por las tormentas para esconderse, cuando las tareas de la casa les dejaban tiempo con el que entretenerse con juegos de agachadizas.

Los pequeños Weland e Ilduara durmieron mal, despertándose a menudo y reclamando atenciones, como si presintiesen el ánimo revuelto de su padre, que parecía no saber si estaba preparado para que aquellas raíces que llevaban tantos años en barbecho brotasen de nuevo.

A lo largo de la noche, entre los llantos de los gemelos, el cielo fue encapotándose como si se viese obligado a cubrir las vergüenzas de la luna creciente y la mañana los recibió con una luz grisácea y difuminada que cargó el aire de las pesadas humedades del otoño; portadoras de sonidos lejanos y de los olores de los campos de cosecha.

Con las prisas contenidas por el parsimonioso tiro del lento carromato y la impaciencia desbocada, Assur tuvo que reunir todo su aplomo para acometer el último trecho, que empezaba a parecer empeñado en convertirse en eterno.

Ascendían poco a poco las ondulaciones que llevaban al otero que cedía el nombre al pueblo y, entre campos nuevos de cultivo, Assur descubrió fincas a las que podía darles el nombre de las familias que las habían poseído cuando él era niño; y se los fue enumerando a Thyre contándole las mismas anécdotas que su propio padre había desgranado para él al responder a sus preguntas infantiles, entendiendo ahora, gracias a su paso a la adultez, las razones de algunos sobrenombres que, siendo un crío, no había comprendido.

Pronto vieron la que había sido la casa del sayón del conde de Présaras, defendida por un muro de piedras que la cercaba. Y también la que había sido de Osorio o zoqueiro, y Assur le habló a su esposa de aquel viejo amable que siempre había estado dispuesto a tallar algún juguete de madera para los zagales del pueblo.

Se cruzaron con un muchacho que guiaba una docena de vacas rucias de regreso al establo tras el pastoreo de la mañana, y algo en las facciones le resultó familiar a Assur, lo que le despistó por el tiempo suficiente como para perderse los detalles de las pequeñas casas de granito que iban dejando atrás.

Un par de gallinas pardas con manchas blancas se atravesó en el camino y se escabulló del tiro del carromato con cacareos estridentes. Desaparecieron con pequeños saltos indignados por el espacio cubierto de matas entre dos de las viviendas, una remozada y en buen estado, la otra, apenas una estructura cuadrangular de piedras amontonadas, tocada con maderos que mostraban los restos del incendio que habían provocado los normandos.

No muy lejos oyeron la voz de una mujer que ordenaba algo que no entendieron. Y en la escasa luz que filtraban las nubes vieron a un gato rayado tendido en las pizarras del enlosado de un alpendre, disfrutando del exiguo sol.

Outeiro era un pueblo pequeño, y aunque parecía que muchas de las familias habían conseguido rehacer sus vidas tras la estela de destrucción que había llegado desde el mar del Norte, el villorrio no había crecido desde que el arponero lo viera por última vez; tan solo se había moldeado en función de la fortuna de sus habitantes, buena para unos, mala para otros. Y pronto estuvieron en el extremo opuesto, donde debían encontrarse con la casa en la que Assur había nacido.

Había perdido la cuenta hacía ya tiempo, su cautiverio y la larga escapada desde el fiordo de Sigurd Barba de Hierro, así como las eternas temporadas ganándose la vida como ballenero, habían sido los períodos más confusos, pero estaba seguro de que, al menos, habían pasado veinte años.

Assur no esperaba encontrar otra cosa que un montón informe de pedruscos y, con suerte, algún resto de las cruces que él mismo había plantado en las tumbas que se había visto obligado a cavar para su familia, en las que, ahora que podía hacerlo, esperaba poder disponer lápidas con nombres tallados, algo digno y respetable que guardase a los suyos. Porque, tal y como le había enseñado Gutier, un hombre debe cumplir siempre con la palabra dada. Sin embargo, las cosas no podían haber sido más distintas.

Thyre no sabía muy bien lo que esperar, pero lo que vio era, sin duda alguna, muy diferente a cualquier versión que hubiese podido dar si alguien hubiera preguntado. Había imaginado una casa abandonada y derruida, destrozos entre los que despuntarían matojos de zarzas y otros arbustos, salteados por maderos ennegrecidos por el fuego que habrían sido lavados por inviernos lluviosos, largos y húmedos, pero mucho más suaves que los que ella había conocido en el norte. Había supuesto que encontraría algo similar a los escombros que, salteados, podía descubrir a su alrededor, destacando incongruentemente entre las viviendas que sí habían sido reconstruidas y atendidas. Por eso, al principio, pensó que su esposo se había dejado engañar por una mala pasada jugada por los años.

Assur dudaba. Miraba con fija intensidad, atendiendo a cada detalle y buscando en el paisaje las señales que guardaba en su memoria. Volvía el rostro a ambos lados y se preguntaba cómo había podido equivocarse. Y solo después de un buen rato fue capaz de encontrar los mismos matices que recordaba, en las piedras, en los árboles, incluso en el travesaño que dintelaba la entrada; a su alrededor.

No debería haber sido así, pero parecía recién construida. La que había sido su casa, la que esperaba convertir en su hogar. Lucía impecable, mejor aún. El huerto de madre estaba impoluto, incluso habían levantado una pequeña cerca de estacas enceradas que guardaba las tumbas. Y la antigua techumbre de paja, que ardiera durante el ataque, había sido reemplazada por el mismo entramado de pizarras acopladas que se podían permitir las familias más pudientes, incluso hasta los anexos del establo y el horno, que también parecían mayores. Toda la parcela estaba libre de maleza, con la hierba alta, precisando un corte, pero cuidada. Y la puerta era nueva, de grandes tablones de madera bien cepillados que habían sido ahumados. Hasta habían allanado y labrado un buen trozo del terreno tras la casa, como si alguien hubiera querido prepararlo para que sirviera como nueva huerta.

Assur sacudió las riendas y las ruedas chirriaron. A lo lejos se oyeron algunas voces y un gallo se hizo notar. A medida que se acercaban percibió los detalles: las hiladas superiores de las piedras tenían un color ligeramente distinto, más claro, menos castigado, habían reparado los muros para acomodar la nueva techumbre y, de cada poco, en huecos dejados adrede, se veían las codas de las vigas, que también habían sido ahumadas y enceradas para protegerlas de la intemperie y la carcoma; pasaba lo mismo con el horno, que si antes había sido modesto, ahora parecía suficiente para asar un buey entero; y habían añadido una chimenea que se alzaba grácilmente desde un costado para mirar a todo el pueblo y darles una excusa a las cigüeñas para detenerse a tomar un descanso.

Y las tumbas, dentro del cuidado cercado, estaban libres de maleza. Cada una con su propia lápida de granito, las cuatro amorosamente talladas por un cantero que conocía bien su oficio, sin los nombres, pero con el apellido Ribadulla meticulosamente grabado.

De no ser porque todos los postigos aparecían cerrados, y porque no había humo que delatase que el hogar estuviese prendido, bien podrían haber visto como el niño Ezequiel salía de la casa para jugar con su pequeño carro ante la puerta hasta que madre lo llamase a comer.

De no haber sabido la verdad, juzgando la hierba alta y algunas telarañas que pendían de las esquinas del alero, más bien podía parecer que los dueños se habían ausentado por un tiempo, sin más.

Assur estaba a punto de hablarle a su esposa, roído por la estupefacción, cuando oyó ruido de cascos tras el carromato y, aunque al principio pensó que le había dado a la mula por arrancarse, ahora que ya habían vuelto a detenerse, se dio cuenta de su error cuando, con el rabillo del ojo, vio que los adelantaba una montura.

—¡No tenéis permiso para estar aquí! —resonó una voz masculina demasiado aguda.

El caballo avanzó arrastrando las palabras de su jinete y pronto vieron a un hombre obeso que los miraba hoscamente por encima de abultadas mejillas ridículamente sonrosadas.

—Los buhoneros y los caldereros —dijo juzgando el cargado carro con un vistazo— no son bienvenidos en el condado.

El arponero lo miró con suspicacia, calibrando a su enemigo con ojo crítico. Sleipnir, molesto, abandonó el pescante y se refugió en la trasera del carromato con un resoplido indignado.

Era un hombre gordo de carnes blandas con escaso pelo castaño de hebras finas y ojillos porcinos que los miraban con abierto desdén. Vestía telas finas y llevaba la capa sujeta con una aparatosa fíbula que, junto con sus modos, y la enseña acuartelada de la frazada que acomodaba la silla, lo anunciaban como sayón del conde o noble que en esos días dominase aquellas tierras.

—Esta es la propiedad del capellán de San Pelayo de León y los intrusos no son bienvenidos.

Llegaron dos jinetes más sobre monturas igualmente anchas, bestias de combate, y Assur se dio cuenta de que examinaban el carro con ojos codiciosos y sintió cómo observaban las armas de su cintura, constreñidas por el pescante del carromato. Pero lo que más le preocupó fue el destello libidinoso que vio en los ojos del que parecía ser el sayón cuando miró a Thyre, pues no le hicieron falta palabras para entender que aquel seboso desnudaba a su esposa con la mirada.

El antiguo ballenero valoró de inmediato sus posibilidades, y se acomodó librando la vaina de su espada a pesar de permanecer sentado. El líder era un saco de grasa al que estaba seguro se le iría la fuerza por la boca, pero los otros dos podían ser peligrosos.

Assur notó como Thyre acercaba su mano hasta él y se percató de que a ella le gustaba tan poco como a él la situación.

—¿Es que estáis sordos? Son tierras del capellán de San Pelayo y los extraños no son bienvenidos —insistió el que Assur había tomado por sayón con voz mucho menos firme de lo que hubiera pretendido.

Sus pequeños ojos recorrían sin culpa la sensual curva del cuello de Thyre, descubierto por el pelo recogido. Y la piel tensa y brillante que llegaba al nacimiento de los pechos, henchidos todavía por la lactancia.

Si hubiera estado solo, Assur estaba seguro de que no habría sido capaz de contener la ira que burbujeaba en su interior. Se había prometido que no habría más muertos, pero si su esposa y sus hijos no hubieran estado allí, no habría podido evitarlo.

—Es la última vez que os lo advierto, u os marcháis o podéis daros por presos.

Su ridícula voz aguda seguía falta de la vehemencia que sí tenían sus lujuriosas miradas y Assur se dio cuenta de que los otros dos miraban al supuesto sayón con desaprobación acostumbrada, como si los excesos de las tropelías que se intuían fueran algo común.

Thyre apretó con nerviosa intensidad la mano de su esposo y Assur, lamentando que desde su regreso los malos modos y las negativas fueran tan habituales, cedió por no poner en riesgo a su familia.

—No os preocupéis, no queremos problemas, ya nos marchamos —anunció con displicencia al tiempo que volvía a agitar las riendas.

Assur, con la rebeldía justa, dirigió el tiro de modo tal que obligó a los jinetes a abrirse para cederle paso al carromato.

Cuando se hubieron alejado lo suficiente, Thyre le rogó que le explicase lo que había sucedido y Assur no pudo darle todas las respuestas que hubiera deseado, ya que él mismo se repetía iguales preguntas que las que asaltaban a su esposa.

Al tiempo que iban apartándose del que habían esperado que sería su hogar, Assur echó un último vistazo atrás para ver las cuatro lápidas y recordar una vez más que allí quedaban el pequeño Ezequiel, Zacarías, su padre, Rodrigo, y madre.

De nuevo atrapados por las circunstancias, en esta ocasión fue Thyre la que no vio solución alguna.

—¿Y ahora? ¿Iremos a otro lugar? ¿Quieres volver a Compostela? Si encontramos a Ilduara, quizá ella podría acogernos…

Incluso pensó por un momento en regresar al norte, a Groenland, pero no creyó que fuese el momento de sugerirlo.

Assur se giró para mirar a su esposa a los ojos mientras hablaba.

—No, iremos a León. Ese sapo seboso ha dicho que estas eran ahora las tierras del capellán de San Pelayo. Así que iremos a León. Lo primero que debemos hacer es recuperar lo que nos pertenece —dijo Assur con vehemencia—. Fue mi familia la que reclamó este lugar después de que fuera reconquistado a los moros, y no voy a consentir que ese legado se pierda sin más.

Y Thyre lo entendió, porque eso mismo habrían hecho de haber estado en el norte, donde los suyos habrían estado dispuestos a recurrir a la violencia sin remilgos si cualquier godi inmundo se hubiera atrevido a arrebatarle sus tierras a un hombre libre.

Assur creía haber conocido los límites de su impaciencia de camino a Outeiro, pero el largo trayecto a León fue una prueba mucho más dura. Especialmente cuando, por culpa de los primeros vientos fríos del otoño, que los azotaron al cruzar las altas sierras que separaban los agrestes territorios galaicos de las mesetas castellanas, la pequeña Ilduara enfermó con altas fiebres que ninguno de los remedios que conocía pudo aliviar. Cuando su hermanito Weland se contagió de los mismos males, Thyre y Assur habían tomado la decisión de detenerse en Astorga, transidos de preocupación por los fuertes estornudos que convulsionaban los pequeños cuerpecitos y las calenturas que parecían consumirlos.

Sin que pudieran hacer mucho más que cuidar con toda ternura a sus hijos, la pausa se prolongó por dos largas semanas, de cuarta a cuarta feria. Y después de pasar el primer par de días al raso, acampando en las afueras de la villa, terminaron por buscar hospedaje para resguardarse de las frías noches, privadas de la templanza del día por las brisas secas que descendían del alto pico Teleno, destacado en el accidentado horizonte de poniente.

Encontraron cama y establo en una pequeña cantina no lejos de la iglesia que fundara san Toribio, un humilde lugar que sobrevivía a duras penas, sin más negocio que el de los peregrinos eventuales, pues la ciudad había sido abandonada ante la arremetida del caudillo Al-Mansur y la villa todavía no había logrado recuperarse como para atraer mercaderes y viajeros que garantizasen la prosperidad de sus posaderos y taberneros.

Los dueños de la hospedería, una pareja de ancianos arrugados que habían perdido a sus hijos en las continuas guerras contra los islamitas, tomaron cariño enseguida a los jóvenes. La mujer, una paciente matrona que cargaba con la experiencia de haber criado a sus propios vástagos, preparó cada día tisanas de milenrama y sopas de bayas de saúco que, finalmente, consiguieron aliviar poco a poco los males de los chiquillos.

A partir de entonces, el camino fue mucho más llevadero. Habían dejado atrás el difícil paso de las enconadas montañas y el ritmo de la marcha aumentó ostensiblemente, permitiéndoles llegar ante las murallas de León treinta jornadas después de haber abandonado Outeiro. A la vez que los primeros síntomas del recrudecimiento del otoño.

A Thyre, despreocupada ahora que la salud de sus retoños no estaba en un brete, le resultó curioso constatar los cambios que habían ido apareciendo en el paisaje. Al descender la sierra ya había podido ver que ante ella se abrían grandes planicies cruzadas por ríos calmos y anchos que nada tenían que ver con los rabiosos arroyos escondidos en agrestes florestas que habían quedado atrás. En Castilla, las tierras del reino de León eran fincas tostadas por el sol del verano en las que había grandes campos de cereal que teñían la vista con los colores de la madurez, asociados a la arcilla parda con la que los lugareños fabricaban los ladrillos de adobe que sostenían sus casas.

León, al igual que Compostela, y tantos otros lugares, había sufrido el cruel e imparable ataque de las huestes del caudillo Al-Mansur; y del mismo modo que en Outeiro, entre comercios y negocios de la villa se alternaban aquellas casas que habían podido ser reparadas y vueltas a levantar con las que todavía mostraban la evidencia del ímpetu conquistador de los mahometanos.

En el antiguo campamento de la Legio VII gemina, mezclándose con los lugareños, se movían multitud de artesanos, carpinteros y albañiles, de esportilleros, de ceramistas manchados de arcilla fresca hasta los codos, y también aprendices que acarreaban pequeñas cargas o acometían los recados de los maestros.

Entraron en la vieja ciudad por la puerta que llamaban Cauriense y, como Assur y Thyre no sabían llegar a su destino, se pasaron de largo sin darse cuenta de ello. Giraron en dos esquinas, esquivando el ajetreo de la población, y se internaron buscando el centro de la villa a través de la que decían vía de los Escuderos. Preguntaron por los nombres y supieron que pasaban ante las cortes de Pelagiz y Muñiz, que lindaban con el templo de San Juan, en donde un tuerto de manos agarrotadas mendigaba con frases educadas, de noble venido a menos, una limosna piadosa.

—Disculpad —dijo Assur lanzándole una moneda al pordiosero desde su asiento en el carromato—, ¿podéis indicarnos dónde se encuentra San Pelayo? —le preguntó no queriendo seguir avanzando en balde.

El menesteroso, aun pese a su tara, cazó la moneda al vuelo con pasmosa habilidad y, retorciendo el rostro para mirar como era debido a su benefactor, respondió complaciente, deseando agradar.

—Pues, si como parece, acabáis de llegar desde la entrada Cauriense, me temo que ya habéis dejado atrás la esquina en la que debíais haber virado…

Assur temió por un momento que el mendigo no pretendiese otra cosa que enredarlos con alguna engañifa y lo miró dudando de la bondad de sus palabras. Pero el tuerto, que intuyó los recelos del gigantón del carromato, se apresuró a explicarse, con la lengua suelta por la propina y el ingenio aguzado ante la posibilidad de recibir una moneda más.

—Aunque si venís de la puerta del Conde, bien podríais haberlo pasado por alto, pues no queda mucho más que lo que andan ahora levantando con humildes ladrillos —dijo con lo que parecía sincera resignación—, como en San Marcelo o San Miguel. Los hideputas de los moros arrasaron con todo y el rey Alfonso… —el pordiosero miró rápidamente a ambos lados con suspicacia— no parece en disposición de ceder dineros suficientes… Ahora son los propios curas y monjas los que andan en procura de medios.

»Cuando se divisó la polvareda de las caballerías del moro en la lontananza, huyeron remangándose los hábitos y llevándose las reliquias del niño mártir, pero han regresado y hacen esfuerzos por levantar de nuevo los sagrados sitios, aunque lo hacen con pobres ladrillos y adobe, en lugar de las piedras y cantería que deberían emplearse para gloria del Señor… ¡Ni siquiera han traído de nuevo los restos del mártir Pelayo!

El antiguo arponero no se sorprendió con la historia, era la misma de tantos otros lugares. Pero después de tanto tiempo dando vueltas en vano estaba inquieto y no deseaba perder ni un instante más.

—Comprendo —dijo intentando ser paciente—. Pero ¿dónde está? —preguntó lanzándole una moneda más que, de nuevo, el mendigo atrapó con habilidad.

—Debéis volver sobre vuestros pasos —contestó con rápida complacencia guardando ambas monedas en la bolsa con trabajosos gestos de sus manos tullidas—. Después, habéis de cruzar la vía Cauriense y continuar al norte, hacia la puerta del Conde. Allí veréis parte del antiguo murallón romano, que intentan aprovechar ahora para apuntalar la iglesia. Y allí encontraréis el lugar de San Pelayo, y el más antiguo de San Juan Bautista. Lo distinguiréis porque, como ya os he dicho, andan haciendo esfuerzos por levantarlo de nuevo con los escasos fondos que ha provisto el rey. Veréis menestrales y oficiales en labores propias, y grandes montones de ladrillos…

Assur, dedicándole un gesto de asentimiento al pordiosero, sacudió las riendas, le chistó a los caballos del tiro y comenzó a maniobrar para dar la vuelta.

No les llevó mucho, y pronto encontraron una escena como la descrita por el menesteroso.

Ante ellos se revolvía un ajetreo de gentes entre las que se movían carros y cargas con materiales diversos, y podían ver cómo, de los escombros de la iglesia y monasterio de San Pelayo, iban renaciendo ambos lugares consagrados. Colgados de entramados desnudos de maderos, defendidos por andamiajes que, como había dicho el tuerto, parecían aprovechar un trecho de la antigua muralla para asentar la reconstrucción; que, por lo que parecía, resultaría modesta, de planta sencilla con testero dividido en tres y anexo a otro pequeño lugar dedicado a la que debía de ser la humilde iglesia nombrada a favor de San Juan Bautista.

Había jóvenes aprendices; unos trabajaban a buen ritmo obedeciendo las órdenes que les habían dado, otros recibían regañinas altisonantes adornadas con coscorrones. También oficiales que preparaban argamasa y supervisaban los cargamentos de ladrillos pellizcándoles los cantos con ojo crítico. Y los maestros, que prestaban atención a las líneas que poco a poco se iban definiendo, se descolgaban desde la alta muralla y bosquejaban los edificios en ciernes.

Pero, aunque vieron pasar a un par de monjitas de corta talla, enfundadas en largos hábitos oscuros, no distinguieron lugar al que dirigirse para preguntar por el capellán. No había portería o, al menos, no la había todavía. Aunque tampoco se adivinaba mucho de la iglesia: poco más que el trazado de la planta y sus cimientos, de la alzada del cenobio apenas se distinguía una primera hilada de celdas. Gran parte del solar era poco más que un erial vacío donde se acumulaban escombros.

Assur detuvo el carromato y le pidió a Thyre que esperase. Después se apeó y se dirigió al primer hombre que encontró que, aun pareciendo ostentar algo de autoridad, se veía desocupado.

—Perdonad, maestro…

El hombre, un fornido moreno cejijunto de hombros cargados, lo miró con rostro indiferente.

—¿Podríais indicarme dónde está la portería? ¿O dónde debería estar?

El otro sonrió, dándose cuenta de que la pregunta pretendía guardar las maneras aun cuando era evidente que allí faltaba mucho para que hubiese algo a lo que llamar portería.

—Esperad aquí y mandaré a uno de los aprendices a por la hermana Leocadia, que es la que se encarga de esos asuntos…

Assur asintió y giró el rostro lo justo para mirar a su esposa con un gesto de aquiescencia, luego aguardó, tal y como le habían indicado.

Al poco, saliendo de aquella primera planta a medio hacer del cenobio, apareció una rechoncha mujer de corta estatura, con aspecto de trompo. Caminaba bamboleándose sobre castigados tobillos y, arrugando el rostro con resignación, seguía al muchacho al que el maestro constructor había dado recado de ir a buscarla.

La mujerona, arropada en las amplias telas gruesas de su hábito, tenía el rostro perlado por el sudor que le había generado el esfuerzo del corto trecho, haciendo evidente que los años y las gorduras ganadas la obligaban a acometer cualquier tarea física con suprema voluntad.

Tenía un enorme rostro redondo que no cuadraba con su severa expresión, afeada por un par de vellosas verrugas que le abultaban una de las mejillas. Y torcía la boca con impaciencia, como si la interrupción de sus labores que había provocado la visita fuera imperdonable.

—¿Qué queréis? —preguntó con mala cara.

A Assur no se le escapó que la monja Leocadia parecía valorar su tiempo más que las mismas Escrituras.

—Buen día, hermana —dijo con complacencia—, lamento interrumpir vuestra afanosa jornada —continuó sonriendo, lo que provocó que la religiosa torciese el rostro con suspicacia—, comprendo que debéis tener el tiempo muy tasado. Más aún ahora, que la comunidad debe acometer la reconstrucción de este santo lugar. —Frase con la que consiguió arrancarle un asentimiento displicente a la religiosa—. Pero seré breve, tan solo he pedido que os llamasen porque busco al capellán…

La monja miró al antiguo arponero de hito en hito antes de echar un vistazo al carromato, desde el que Thyre, que tenía a sus dos hijos en el regazo, correspondió con una radiante sonrisa, contrapunto de la presumida y seria expresión de Sleipnir, que ojeaba todo aquel ajetreo con evidente desprecio molesto.

—¿Y quién lo busca? —preguntó volviendo a centrar sus redondos ojos perspicaces en aquel curioso visitante.

El ballenero se dio cuenta de que, tan ofuscado como había estado intentando ganarse la simpatía de la monja, había cometido el desliz de no presentarse.

—Mi nombre es Assur, Assur Ribadulla, y hemos venido desde las tierras del conde de Présaras.

La hermana Leocadia hizo saltar las verrugas de su mejilla con un encogimiento extraño de los labios.

—Hijo, de más lejos debéis de venir cuando no sabéis que las tierras del conde de Présaras las cedió la corte a Martín Placentiz ya en tiempos del obispo Rosendo…

Eso podía explicar por qué el puente sobre el Pambre aún no había sido reparado, y por qué el sayón se servía de la compañía de hombres armados. Debían de haber sido tiempos revueltos.

La monja lo miraba con intensidad, tirándose de los pelillos que decoraban sus verrugas con rostro circunspecto.

—Así que mejor será que me digáis la verdad…

A Assur se le escapó una enigmática sonrisa que intrigó a Leocadia. El ballenero se daba cuenta de que, si le contaba su historia a la religiosa, lo más probable era que no le creyese, y que, por embustero, llamase a alguno de los maestros para que lo echasen de allí a mazazos, tanto a él como a su familia. Sin embargo, también comprendió que sería difícil inventarse sobre la marcha cualquier otra versión.

—Me da en la nariz que la verdad va a pareceros una sarta de mentiras…

En los ojos de la religiosa, de un castaño brillante que los años no habían apagado, despuntó una chispa de interés curioso.

—La verdad, como Dios nuestro Señor, es única… Y lo que se conoce por la nariz es la caza y no las mentiras.

Assur sonrió una vez más, recordando palabras parecidas en boca de Nuño, luego se encogió de hombros con resignación y tomó aire.

—Nos tomará parte de vuestro valioso tiempo. Quizá fuera mejor que nos sentásemos…

La religiosa revolvió las manos en el aire, invitando a hablar con un gesto impaciente que dejaba claro que ya tomarían asiento después si ella lo consideraba prudente.

El arponero lo había dicho intentando hacer que la monja cambiase de opinión, pero al comprender que la hermana Leocadia no pensaba ceder, asintió y, después de pasarse las manos por el rostro reuniendo voluntad, comenzó:

—Como os decía, mi nombre es Assur Ribadulla, y nací en un pueblo llamado Outeiro, en el condado de Présaras… En el antiguo condado de Présaras —se corrigió—. En una granja tomada por behetría por mis mayores, después de que las tierras fueran reconquistadas a los mahometanos. Era uno de los hijos medianos de una familia cristiana y piadosa —añadió queriendo ganarse el favor de la religiosa—. Vivíamos…

—¿Era? —preguntó la monja interrumpiendo.

Assur volvió a afirmar, bajando y subiendo el rostro. Luego, continuó con su historia alargando la mañana aun a pesar de intentar ser breve.

Terminaron los cuatro siguiendo a la hermana Leocadia a las cocinas y compartiendo las viandas de la comunidad. El arponero había pretendido ser conciso, pero la monja tenía más preguntas que las cuentas de un rosario y, a cada poco, interrumpía para pedir más detalles, haciendo eterna la narración.

Había pasado nona, dando a las religiosas tiempo de sobra para encariñarse con Weland e Ilduara, cuando Assur pudo acabar.

—Y un sayón con cara de pocos amigos nos dijo que las tierras de mi familia son ahora propiedad del capellán de San Pelayo…

Leocadia asintió estirando un brazo para ofrecer un currusco empapado en miel al pequeño Weland, que caminaba hacia ella con pasos indecisos y evidente regocijo contorsionando su rostro sonrosado.

Assur, queriendo refrescarse, echó un trago del vino rebajado que le habían servido las monjas.

—Han pasado muchos años… Es de sentido común que no todo siga igual. Sin embargo, conozco al capellán, es un buen hombre, y no entiendo…

—No pongo en duda que lo sea, pero ¿creéis que podríamos verlo ya? —interrumpió Assur con impaciencia consiguiendo que las verrugas de la monja bailasen de nuevo al llevar el paso de una sonrisa agitada.

—Sí, hijo, habéis sido sincero, no me cabe duda. Y, después de tantas pruebas, os merecéis recuperar vuestro hogar… Aunque ya os digo que me extraña del capellán haber abusado de su posición para apropiarse…

—¿De su posición? —preguntó el arponero sin comprender cómo el sacerdote de un convento podía ostentar el poder de reclamar unas tierras tan lejos de los muros en los que no tendría más cometidos que los piadosos oficios de un cenobio.

La monja dejó pendiente lo que pensaba decir y contestó a la pregunta.

—Sí, de su posición, pues si bien ahora lleva una vida humilde, fue hombre de confianza del obispo Rosendo, y sigue manteniendo buena relación con el episcopado. Y debió de ser también hombre de armas, él nos guio cuando huimos a Oviedo. Tanto es así que, por mandato del rey Alfonso, será recompensado con el cargo de los camposantos que se van a abrir en estos mismos terrenos —continuó la hermana Leocadia enredándose en su propia narración al tiempo que señalaba con sus manos gruesas el suelo que pisaba—. Aquí quiere la corte que, desde ahora, haya dos cementerios para nobles y notables: uno a la cabecera para obispos y traslado de los restos de reyes pasados, sobre el que habrá de alzarse un altar a Martín de Tours; y otro a los pies de la muralla, como un atrio sin cubrir, dedicado a enterramiento regio, para los mismos padres del rey…

—Entiendo, pero ¿dónde…?

—¿Dónde podéis encontrarlo? —adivinó la hermana Leocadia, que aceptó no caer en pecado de soberbia y dejó a un lado el orgulloso discurso sobre los cambios en su convento—. Ya, hijo, ya… Bueno, veréis, él es hombre de San Justo de Ardón y, aunque antes del ataque del moro tenía aquí sus propias dependencias, a día de hoy, mientras terminamos la reconstrucción, ha regresado a su antiguo monasterio. Basta con que os acerquéis hasta allí y preguntéis por Gutier de León.

La copa de madera que Assur sostenía se le escapó de las manos derramando el vino y sonando con un repiqueteo que arrancó risas felices de la pequeña Ilduara.

—¿Gutier? —preguntó Thyre mirando a su esposo.

Nadie le aclaró su duda, Assur miraba a la monja con el rostro cruzado por el asombro y Leocadia le pedía a una novicia que limpiase el estropicio.

Entonces fue el propio Assur el que habló.

—¡Gutier de León! ¿El infanzón del conde Gonzalo Sánchez?

La religiosa, satisfecha con la pulcritud de la muchacha, que se encargaba de secar el vino derramado, se volvió hacia el arponero.

—Pues no lo sé, pero ya os he dicho que, por lo que parece, fue hombre de armas…

—¡Describidlo!

La monja miró a Assur con aire de severa reprimenda torciendo el rostro con ironía.

—Hijo, ¿acaso os parece que una mujer como yo va por el mundo fijándose en el aspecto de los varones?

A Thyre, que había comprendido lo suficiente, se le escapó una carcajada, y Assur se sintió extrañamente incómodo al comprender que le había pedido algo impropio a la monja.

—¿Estará allí ahora? ¿En San Justo?

La hermana Leocadia no comprendía a qué venía tanto interés y premura.

—¿No estaréis pensando en matarlo por lo de esas tierras?

Ahora fue Assur el que rio con desenfado.

—No, por supuesto que no. Es solo que quizá lo conozca…

El rostro de la monja se iluminó con la repentina comprensión.

—¡El infanzón! ¿Es el infanzón que os acogió?, ¿el que os llevó a Valcarce?

El arponero asintió.

—¿Pero cómo no lo habéis dicho antes?

Assur resopló pensando en que ya había dado más detalles de los que pretendía por culpa de las persistentes preguntas de la monja.

—¿Estará en San Justo? —insistió el arponero entre ademanes urgentes.

La hermana Leocadia asintió comprensivamente, batiendo sus verrugas con un gesto beatífico de comprensiva paciencia.

—Pues imagino que sí, no creo que le haya surgido un compromiso en la corte de Apulia —replicó la religiosa con sorna.

Antes de que la monja terminase la frase, Assur se estaba levantando a la vez que tiraba con una mano de su mujer y alargaba el otro brazo para recoger del regazo de una novicia a la pequeña Ilduara.

Thyre se levantó trastabillando y se encargó de Weland, que jugaba con dos cacharros viejos que le había prestado otra de las novicias. Salieron a toda prisa dejando a la monja que hiciese bailar sus verrugas.

Lo primero que vieron aparecer fue media docena de cachorros de orejas caídas y pelo oscuro que trotaban con prisa hacia el centro del atrio, donde habían detenido el carromato.

Tras los perrillos apareció un hombre alto y delgado, de pómulos marcados y cabellos canos. Con intenciones que dejaban a sus zancadas rezagadas, renqueaba estropeando sus pasos con un pie que se quedaba atrás, y el sol de la tarde lo obligaba a entrecerrar los ojos.

Assur había tardado en darse cuenta de que conocía a Adosindo, pero ahora no le cupo duda alguna de quién era aquel que avanzaba hacia él trabajosamente. Lo hubiera reconocido en cualquier momento y lugar, hasta encerrado en la más profunda y oscura de las mazmorras.

Los recuerdos lo sacudieron, las emociones se derramaron. Era Gutier.

Sin embargo, el antiguo infanzón no supo quién era aquel hombre corpulento que lo esperaba al pie de un carromato junto a una llamativa mujer que sostenía a dos niños inquietos en brazos. Vio las grandes manos, la barba cenicienta, las armas que portaba, el aspecto rudo, las ropas majadas por un largo viaje.

Algo le resultó familiar. La mujer dejó a los niños en el suelo y los cachorros los rodearon brincando. Ella sonrió y él alzó los brazos. Sus ojos ya no eran los mismos de años atrás y Gutier no supo qué era aquello que le recorría el espinazo haciéndole sentir lo mismo que cuando regresaba al castillo de Sarracín tras un largo viaje.

La mujer, que llevaba recogido el largo pelo del color del cereal a punto de ser segado, se apartó respetuosamente y con palabras que le resultaron extrañas al infanzón, les pidió a sus hijos que se comportasen. Y el hombre dio una zancada al frente alzando aún más sus brazos.

Con el siguiente paso los aleros de San Justo taparon el sol y Gutier vio claramente el rostro del desconocido, marcado por dos profundos ojos azules, graves y serenos. Tenían los tonos recónditos del mar y lo miraban con un deje de alegría.

Entonces, con la intensidad de una epifanía divina y la agilidad de un relámpago rompiendo una galerna, se dio cuenta. Lo supo.

—¿Muchacho? ¿Eres tú?

Assur dio otro paso al frente y lo envolvió en un asfixiante abrazo que a Gutier se le antojó parecido al que le hubiera dado un oso.

—¡Eres tú!

A Thyre se le escapó una lágrima furtiva y, sin saberlo siquiera, los pequeños Weland e Ilduara compartieron la alegría de sus padres jugando con los traviesos cachorros.

—¡Eres tú! Muchacho… Muchacho… ¡Eres tú!

El tiempo pareció detenerse, las piedras resplandecían con el seco ocaso de Castilla y solo el arrullo de la suave brisa que jugaba con el polvo del atrio del cenobio acompañó el trepidante ritmo de las emociones que embargaron el corazón de Assur. Thyre no pudo contenerse por más tiempo y empezó a sollozar mientras apoyaba una mano temblorosa en la espalda de su esposo.

Y los pequeños y los cachorros, que no podían comprender, pero sí sentir, abandonaron sus juegos para mirar absortos a los adultos.

Cuando se separaron llegó el tiempo de las preguntas y las respuestas. Todas atropelladas e impacientes.

—¿Y estos perros? —preguntó Assur sin saber por dónde empezar.

Gutier rio con franqueza.

—Son nietos de ese saco de dientes que siempre andaba contigo.

—¿De Furco?

—Sí, sí —afirmó el infanzón a través de una ancha sonrisa—. Creo que no hay perro en León que no sea hijo o nieto de ese alocado bicho. A lo largo de los años he tenido que soltar más de una vez un buen puñado de monedas para evitar que el dueño de una galga lebrera no quisiera despellejarlo por arruinarle una camada.

Assur sonrió con melancolía al recordar a su lobo. Sentía en su pecho una presión que encogía su corazón, acorralado por tal cantidad de sentimientos abrumadores que ni siquiera hubiera podido describirlos.

El infanzón miró con intensidad a su antiguo pupilo, viendo en él al hombre que tantas veces había imaginado y el pecho se le llenó de orgullo paternal.

—Será mejor que paséis y os acomodéis, hay mucho de que hablar —dijo el leonés con la voz tomada por la emoción.

Y hablaron. Durante horas. De hechos gozosos y de circunstancias menos dichosas, compartiendo el paso de los años. Aprisionados por las emociones, riendo un momento, llenos de hilaridad contagiosa, y acongojados por la pena al siguiente. Y las preguntas de Gutier hicieron que las de la hermana Leocadia pareciesen pocas.

Y esta vez, aunque no se lo había contado a la monja, Assur sí le dijo a Gutier lo que había pasado con Víkar en la tahona del enano Dvalin, entristeciendo a Thyre por unos instantes en los que se embargó de preocupación por lo que hubiera podido haber sucedido. Aunque se le pasó pronto, cuando Assur le pidió que le hablara al antiguo infanzón de cómo habían venido sus hijos al mundo, haciendo que Gutier sonriera entre ojos enrojecidos al saber que al chico le habían dado el nombre de Weland.

Jesse había muerto años atrás, vencido por las desgracias y el dolor, aunque, como habían sospechado en su momento, su hijo Mirdin había sobrevivido al ataque de los normandos gracias a estar de viaje por la Ruta de la Plata, pero aquel regocijo no había sido suficiente para apagar las penas del médico hebreo; que se había ido consumiendo poco a poco presa de su propio dolor hondo y profundo.

E Ilduara, como Assur había sospechado, había sido rescatada por el obispo Rosendo, más aún, estaba en León, en San Pelayo, como muchas jóvenes de la nobleza que, entregando una cuantiosa dote, ingresaban en el cenobio para servir a Dios. Y fueron necesarios todos los esfuerzos conjuntos del propio Gutier y de Thyre para que Assur, a pesar de la hora, que ya pasaba de completas, no pretendiese entrar en San Pelayo por la fuerza y despertar a todas las monjas hasta encontrar a su hermana.

El antiguo infanzón le explicó a Assur cómo, también gracias a las venias del obispo Rosendo, había conseguido el derecho de propiedad de la casita de Outeiro, y cómo se había encargado de tratar de recomponerla con tan buen juicio como Dios le había dado a entender. Y le reveló al arponero que había arreglado las tumbas con todo respeto y que solo había encargado que labrasen el apellido porque nunca había perdido la esperanza de que regresase y que él mismo pudiese ocuparse de los nombres. Y a Assur le costó encontrar el modo de expresar el sincero y sentido agradecimiento que deseaba mostrarle al infanzón.

Y al hilo de aquellas palabras, hablaron del desagradable encuentro de Assur con el sayón del nuevo conde. Y Gutier le contó que se trataba de Berrondo, el mismo crío que, junto a Ilduara, había sido rescatado de manos normandas por el obispo Rosendo. Por lo que podía recordar, el conde Placentiz, en virtud del título que había ostentado el padre de Berrondo, le concedió el cargo. Aunque el nuevo cómite nunca se había preocupado en exceso de aquellos territorios que la corona le había obligado a anexionar a los propios. Por lo que Gutier imaginaba que para alguien de la catadura de Berrondo habían sido años de libre albedrío. Sin embargo, el infanzón le aseguró a Assur que hablaría sobre ello con el nuevo obispo, Pedro, e incluso con el regente, Menendo, pues gracias a su papel en la evacuación de León, Gutier estaba seguro de que conseguiría convencer al prelado y al regente de que le permitiesen a Assur sustituir a Berrondo como sayón de los Placentiz en las tierras de Outeiro, especialmente si, como imaginaban, Berrondo había estado abusando de su posición.

Sin más compañía que los perrillos, que dormían acurrucados entre los críos en una manta que Thyre había tendido junto a la mesa, conversaron hasta que al pobre Gutier, esclavo de los años que le habían cruzado el rostro de pequeñas arrugas, empezaron a fallarle los párpados.

A la mañana siguiente, bajo la severa mirada de la hermana Leocadia, que pretendía aparentar que la escena no era tal como para dejarse llevar por la ternura, y el cariñoso gesto de Gutier, que había mandado a paseo las apariencias y sonreía con la misma ilusión de los pequeños gemelos, los dos hermanos se encontraron al fin, tras tantos años, y en el largo abrazo que obligó a albañiles y aprendices a girar sus rostros con curiosidad, Assur pudo sentir en su pecho, a través de la tela humedecida de su camisa, las calientes lágrimas de Ilduara. Cuando se separaron, ambos se hablaron atropelladamente, mezclando sus palabras con risas entrecortadas, capaces de iluminar el alma del viejo infanzón, quien, renqueando, se acercó más a Thyre y a los pequeños, que, contagiados por la alegría que los rodeaba, armaban su propia algarabía llenando a los mayores de felicidad.

—Nunca perdí la esperanza… Nunca… —confesó el infanzón conteniendo como pudo el arrebato que le embargaba el alma.

Thyre asintió con una sonrisa radiante, y recibió con regocijo el pellizco cómplice del viejo mentor de su esposo. Luego puso a sus hijos en el suelo y, con sendas palmaditas, los instó a caminar hacia su padre y su tía para presentarse como era debido.

Después de esas jubilosas jornadas que siguieron a su llegada, pasaron casi un mes más en León, adscritos a la hospitalidad de los monjes de San Justo de Ardón, y solo se marcharon cuando empezaban a temer que la nieve cerrase los pasos de las montañas impidiéndoles regresar a Outeiro antes del deshielo de la siguiente primavera.

Se dejaban las mañanas en San Pelayo, con Ilduara, que se había echado a llorar de nuevo al saber que su sobrina llevaba su nombre. Y entre las charlas y los paseos Assur ayudó a colocar algunos ladrillos, pues llegó a trabar buenas migas con el maestro albañil al que había preguntado por la portería. Al tiempo, la hermana Leocadia, incapaz de seguir aparentando su disciplinada lealtad, compartía la felicidad de aquel curioso grupo y se ocupaba de que la abadesa dispensase a Ilduara de la mayoría de las tareas, a fin de que la familia reunida disfrutase de tiempo que compartir.

Ilduara le habló a Assur de cómo habían sido capturados, de lo que Berrondo había hecho y de cómo el obispo Rosendo la había acogido y ayudado. Lamentaron haberse cruzado en Compostela, sin comprender lo tortuoso de los caminos que el Señor los obligaba a recorrer. Y Assur le contó a su hermana cómo obtendrían una compensación, pues según parecía, el mismo rey Alfonso firmaría petición para que lo aceptaran a él como sayón de las tierras de Outeiro.

Y Assur también oyó de labios de su hermana cómo se había encontrado con Gutier, y del susto que le había dado Furco. Y en una ocasión, sentados los tres en las cocinas de San Pelayo, su hermana y el infanzón le contaron cómo, durante muchas tardes de invierno, sin más amor que el calor de la lumbre y su propia memoria, habían dejado correr el tiempo hablando sobre los recuerdos que cada uno tenía de él.

Hubo momentos mucho menos alegres, pues aun a pesar del reencuentro había dolorosas historias que necesitaban ser liberadas. Assur le contó a Ilduara el triste final de Sebastián, al que había encontrado para perderlo al poco, aunque obvió la triste intervención de la codicia de Toda, buscando proteger los sentimientos de su hermana.

Otros días, Gutier acaparaba los ratos libres de los que disponía charlando con Assur mientras las dos Ilduaras, el pequeño Weland y Thyre se entretenían con juegos infantiles gracias a los que la propia hermana de Assur reencontró el gozo de la niñez.

Y el arponero se sintió afortunado al darse cuenta de que su hermana y su esposa se llevaban tan bien, pues parecían capaces de hablarse durante horas incluso a pesar de que Thyre todavía no tuviese soltura con el castellano. Además, Ilduara parecía la mujer más feliz del mundo cuando la dejaban hacerse cargo de los pequeños. Algo que aprovecharon Assur y Thyre para, durante su estancia en León, disponer de algunas tardes para sí mismos, pues estaban necesitados de compartir en su propia intimidad la inmensidad de los acontecimientos.

Gutier también llevó a Assur a conocer a sus propias hermanas, todas ellas felizmente casadas con hombres insignes de la ciudad gracias a los esfuerzos del infanzón. Y el antiguo arponero acompañó tardes de amables charlas y anécdotas repetidas en las que el de León le sacó los colores ante Thyre hablando de los tiempos en Valcarce o del arrojo que había demostrado en Adóbrica.

Cuando se despidieron con la amargura que velaba el saberse reencontrados, Gutier se empeñó en hacer el trecho hasta Astorga con ellos.

—Mis huesos ya no dan para más —dijo con expresión resignada—, pero compartiremos camino por unos días, como en los viejos tiempos.

Las mujeres se dieron adioses francos entre lágrimas sinceras, incluyendo las de la hermana Leocadia. Y acometieron la travesía con la calma sosegada de las metas cumplidas, contentos de disfrutar los unos de los otros. Además, el día en que partieron el infanzón le regaló a Assur a la más traviesa de los cachorros de la camada, una inquieta revoltosa que parecía haber heredado mucho del lobo que había sido su abuelo, como auguraban sus gruesas patas marcadas por una franja oscura y el afilado hocico. Y Thyre, que la acogió rápidamente como uno más de la familia, le puso el sonoro nombre de Garmr, como el mitológico cancerbero que, en las eddas, guardaba la morada de Hela.

En Astorga, después de compartir un par de noches en la misma posada en la que habían cuidado de los pequeños, se despidieron por fin con promesas de visitas y compromisos adquiridos con felicidad.

—Cuida bien de él —le dijo Gutier a Thyre—. Y tú no dejes de tratarla siempre como la reina que es —le advirtió a Assur—, o yo mismo te moleré a palos.

Luego se inclinó en la montura y, dejándose caer hacia los hijos que la madre sostenía en sus brazos, les tendió a los gemelos dos varillas de regaliz que había comprado en una botica de Astorga.

—A vuestro padre le encantaban cuando era un crío, siempre se lo andaba escamoteando a un buen amigo…

Y Gutier y Assur sonrieron recordando a Jesse al tiempo que los críos empezaban a mordisquear los palitroques. Y ya con los labios manchados, ante la admonición de Thyre por la falta de modales, los gemelos consiguieron arrancarles risas impetuosas a todos los adultos cuando, entre titubeos, la pequeña dio las gracias en nórdico y el chico las dio en castellano.

—Cuidaos, Gutier, nos veremos pronto.

—Cuídate, muchacho…

E, inclinándose de nuevo sobre la silla de su montura, Gutier volvió a abrazar a Assur, consiguiendo que su pupilo le hiciese temer por la integridad de sus huesos.

Luego, el leonés puso a su tranquila montura rumbo al Este y el antiguo ballenero y los suyos se subieron al carro para emprender por última vez un largo viaje.

Assur viró el carromato hacia poniente, hacia los picos que rompían el horizonte. Las riendas chistaron, uno de los caballos bufó y los ejes chirriaron. Se pusieron en marcha y Sleipnir, sin nadie cerca de quien desconfiar, se sentó en el pescante con su típico aire ufano, mirando en derredor a medida que el tiro avanzaba con parsimonia por la vieja calzada romana, hacia el paso entre las montañas, camino a Outeiro. Al hogar.