Pasaron las horas del camino en un reconfortante silencio cómplice, solo interrumpido por los sonidos de la naturaleza que los rodeaba y los resoplidos de la montura.

Cuando llegaron, tras abrir el postigo de madera, que aún desprendía un fuerte olor a resina, Assur tomó en brazos a su esposa. Ella se lo había pedido y a él le había parecido bien seguir la tradición de los nórdicos. Thyre, contenta de sentirse alzada entre aquellos fuertes brazos, rodeó el cuello de Assur y recostó su cabeza en el amplio hombro de su esposo. Assur flexionó los brazos y pegó el cuerpo de Thyre al suyo. Y así, en volandas, ella entró por primera vez en el hogar que compartiría hasta la primavera con su esposo, evitando llamar la atención de los poderosos espíritus que habitaban en el lugar más mítico de la skali, el umbral.

Él prendió el hogar para calentar la estancia y ella dispuso las pieles que habían traído en un hatillo. El olor de la madera recién labrada los envolvía y el rumor del mar se oía a lo lejos, como un cariñoso susurro dicho con el tono de voz justo.

Ambos se sentían arropados por una indescriptible sensación reconfortante y en cada ocasión que sus miradas se cruzaban no podían evitar sonreírse el uno al otro, llenos de deleite por la sola verdad de la mutua compañía.

Mientras las llamas empezaban a bailar sobre los leños, los esposos se encontraron junto al hogar, se tomaron las manos y se contemplaron con feliz devoción. Dejaron que sus bocas hallasen caminos a los reinos de la pasión. Se acariciaron recuperando el tiempo perdido y sus manos recorrieron los cabos de las ropas hasta encontrar el modo de desnudarse y caer rendidos sobre las pieles.

—Te he amado desde el primer día, desde el primer instante… Te he amado siempre —confesó ella con palabras entrecortadas por los besos de él.

Assur se alzó apoyándose en un antebrazo y la miró a los ojos durante una apacible eternidad en la que Thyre se olvidó de respirar.

—Eres la parte de mí que he echado en falta toda mi vida —repuso él con la voz tomada.

Thyre lo abrazó y le cubrió el nacimiento del pecho de besos suaves y dulces, delicados como semillas de diente de león al viento. Y él correspondió tomándola de la cintura y obligándola a acercarse.

Assur descendió. Besó las mejillas arrobadas, lamió las curvas del cuello y, recogiéndolos entre sus manos, rodeó los pechos de Thyre con suaves lametones que erizaron los pezones, volviéndolos maduros para su boca. Ella ronroneaba complacida, enredando sus dedos en los cabellos de él.

Assur siguió descendiendo, entreteniéndose en el ombligo, pequeño y bien formado, escondido entre los pliegues de su vientre plano; y su barba le hizo cosquillas, y ella rio cohibida y feliz. Luego, estirando sus brazos para volver a coger sus senos, hundió el rostro en la horquilla de los muslos de ella y probó su humedad almizclada.

Thyre gimió y corcoveó llevada por el placer, acercando su cuerpo a la boca de él. Pronto Assur se ayudó con los dedos, que resbalaron con facilidad en el interior de ella logrando que sus nalgas se elevaran por un instante al tiempo que se le escapaba un largo gorjeo.

Ella cayó rendida tras el clímax y, alzando la cabeza, vio los ojos de Assur mirándola con picardía entre las curvas de sus muslos. Se incorporó tomándolo de la nuca en la ambuesta de sus manos entrelazadas para obligarlo a acercarse y besarla, y notó su propio sabor en los labios de él. Luego siguió inclinándose y lo forzó a tumbarse haciendo que la espalda de su esposo quedase fuera de las pieles. Entonces ella también recorrió el torso de él con besos suaves. También mordisqueó los abultados músculos del pecho y tironeó del vello apretándolo entre los dientes.

Las manos de Thyre recorrieron los costados de Assur, deteniéndose amorosamente en las cicatrices, y su boca buscó la virilidad de su esposo. La tomó entre sus labios y la sintió crecer y endurecerse. Movió la boca y la lengua al tiempo que subía y bajaba y la sintió palpitar.

Assur, enloquecido de placer, se alzó con brusquedad y, con movimientos tan recios como para demostrar su ansiedad pero tan suaves como para probar su amor, la obligó a tenderse sobre las pieles.

Sus cuerpos se unieron como si fuera la primera vez, reencontrándose para olvidar el dolor de la separación. Al principio con ímpetu nervioso, luego con el mismo ritmo constante de las olas del cercano mar. Assur alzaba sus caderas con rapidez para dejarlas caer en lenta agonía y Thyre clavaba sus uñas en la espalda de su hombre.

Se amaron hasta que el hogar se apagó, dejando solo una fina capa de ascuas que ya viraban al negro.

Cuando la mañana llegó, Thyre abrió los ojos para descubrir a su esposo mirándola con devoción. En el lar había leños ardiendo y en un cuenco había gachas con frutos rojos. Se sintió afortunada porque se sabía amada. Rieron juntos y compartieron confidencias. Thyre le confesó que aquella primera vez que se habían visto, en casa de su tío, ella había estado a punto de derramarle la bebida encima porque no sabía dejar de mirar en el fondo de aquellos ojos azules. Assur le contó algunos de sus recuerdos de infancia, y le habló entre sonrisas de los juegos con Ezequiel o de las bromas que gastaban los mozos del pueblo el último día de cuaresma.

Salieron fuera y pasearon por su humilde hacienda, viéndola con los ojos comprensivos de propietarios complacidos.

Él le dio las llaves de su hogar y ella aceptó su papel de husfreya recogiendo su pelo, que, como mujer casada, no volvería a llevar suelto a no ser en la intimidad del hogar. Para su esposo.

El invierno fue mucho más suave de lo que todos habían esperado y únicamente la colonia del norte tuvo que resguardar a los animales. La nieve solo se mantuvo unas pocas semanas con una capa fina que crujía cada mañana.

No hubo ninguna muerte, aunque el viejo Jormunrekk estuvo a punto de perder la vida cuando se cayó de la escalera en la que se había subido para reparar la techumbre de su skali. Poco le faltó para romperse la crisma y, de no ser por la ayuda de Assur, el viejo godi no hubiera sido capaz de enderezar los huesos rotos de las piernas del granjero, que a pesar de su edad, o quizá gracias a la enorme cantidad de cerveza que despachaba cada día, se mantenían robustas como robles centenarios. Hubo dos matrimonios más y dos enrabietados bebés lloraron por primera vez para recibir la espada que su padre les entregaba.

En la ribera los carpinteros remozaron los barcos de los terratenientes y, entre ellos, el Gnod y el Mora, que quedaron listos para la primavera.

Leif, asumiendo su papel como líder, resolvió disputas, entabló amistades, y forjó alianzas cubierto por los humos de la skali de Brattahlid, donde colgó sus propios escudos y espadas para hacer compañía a los que su padre había dejado. Y, como patrón y armador, renunció a su vida de marino para poder atender sus nuevas obligaciones, pero eligió tripulantes para las expediciones de la temporada; Tyrkir se haría cargo del mando del Mora, los años empezaban a pesarle y Leif quería asegurarse de que su viejo amigo no tendría que enfrentarse a los skraelingar de las tierras de poniente, por eso lo designó para hacerse cargo del menor de sus navíos y llevarlo a Jòrvik, además, quería cerciorarse de que Assur contase con un buen patrón. Para el Gnod, Leif destacó a todos los supervivientes de la temporada anterior, completando la tripulación con muchos voluntarios, incluyendo a Erp, el hermano menor de Helgi y Finnbogi. Para cederle el mando eligió a Sinfiotli, pues Tyrkir le dijo que el callado marino había luchado con arrojo contra los nativos de Vinland y siempre había demostrado valía y mesura.

Thojdhild llegó a pensar en viajar al sur y encerrarse en una de aquellas skalis sagradas en las que las mujeres cristianas pasaban el día rezando a su dios crucificado, pero Leif prometió suficiente hidromiel a Clom para que la convenciese de lo contrario.

Bjarni pasó un enfriamiento muy fuerte y Thyre se separó de Assur unos días para ayudar a Hiodris a cuidar a su tío, pero el viejo explorador les chistaba ordenándoles que le sirvieran carne fresca en lugar de insípidos caldos. Era evidente que el anciano no quería dejar de ser el centro de atención de los que lo rodeaban.

Las mujeres tejieron vathmal y prepararon salazones y ahumados. Además, remendaron velas y cajetas, y rehicieron los nudos de las redes. Los hombres presumieron de hazañas pasadas. La vida siguió en las colonias de Groenland y, como no llegaron barcos, no se recibieron noticias de Svend Barba Hendida y su alianza con los jarls de Haldr.

Víkar rumió su odio durante semanas, encerrado como una fiera enjaulada y, mientras su brazo se recuperaba, juró venganza. Él, digno hijo de Starkard, recuperaría el honor que creía perdido. Antes o después encontraría el modo y acabaría con Ulfr Brazofuerte. Lo machacaría hasta convertirlo en polvo, aunque tuviese que perseguirlo hasta los mismísimos confines del Hel. Sabía que no podía mover pieza en Groenland, bajo la atenta mirada de Leif, al que el extranjero había engatusado, pero su padre le había hecho llegar las noticias: Assur partiría a Jòrvik en la primavera, y ella iría con él. Y Víkar pasó muchas noches en vela, imaginando mil modos de matar a aquel advenedizo que había dejado en entredicho su valía.

Lo perseguiría allá donde fuese y le daría caza. Como a la más vil de las alimañas.

Si el invierno había sido suave, la primavera, por el contrario, llegó con el ímpetu de una mujerzuela entrando en una tabernucha en busca de un pardillo dispuesto a gastarse la bolsa; caldeando el ambiente hasta que el más retorcido de los arbustos castigados por el viento brotó con lujuriosa fertilidad.

Los vientos cambiaron pronto llamando a los marinos y muchas mujeres se sintieron incómodas al saber que sus hombres se marcharían en unos pocos días. Los niños protestaron por saberse excluidos de las aventuras que emprenderían sus mayores en mares lejanos y tierras perdidas. Todos ellos querían crecer pronto para labrarse su propio futuro y forjar sus propias leyendas, ellos también deseaban escuchar algún día a los escaldos narrar sus hazañas.

Las bodegas de los barcos se llenaron de provisiones, bastimentos y barriles de agua dulce. Se plegaron velas de repuesto y los patrones repasaron hasta el último de los clavos de los tingladillos recién embreados. Cada uno de ellos examinó sus naves con maniática eficiencia, todos conscientes de que la vida de sus hombres y la suya propia dependerían de cómo los knerrir aguantasen los embates del mar.

La mañana del día en que habían fijado la partida del Mora, Assur y Thyre llegaron a Brattahlid a lomos del mismo animal que habían montado tras su boda. Assur entregó las llaves de su hacienda a Leif y este no quiso aceptarlas porque deseaba poder albergar la esperanza de que su amigo regresaría algún día. Assur no insistió y cambió de tema, hablándole de cómo planeaba atravesar de norte a sur la isla de los anglos, con la intención de alcanzar los grandes puertos meridionales, en los que se hacía la ilusión de poder encontrar un navío que cruzase el brazo de mar hasta Frisia, o que llegase hasta la propia Jacobsland.

Los dos amigos se dijeron adiós sin más palabras y, aunque ambos sabían que nunca volverían a encontrarse, escondieron su disgusto con halagüeñas predicciones y promesas de largos viajes para volver a verse.

Thyre se despidió entre lágrimas de su prima Hiodris e incluso el rancio Bjarni se animó a levantar su cuerno y desear suerte a la pareja.

Con la luz plena y radiante del mediodía el Mora surcó las suaves olas contenidas del Eirkisfjord rumbo a mar abierto. En formación con otros navíos que partían hacia otras tierras y bajo las órdenes que gruñía Tyrkir, el knörr maniobró mientras la pareja contemplaba Brattahlid más allá del bamboleo del codaste labrado. Iban cogidos de la mano y, aunque se sentían nerviosos e inquietos, albergaban grandes esperanzas.

Pero ellos no sabían que, rumbo a las tierras de los escotos, en un pequeño barco que cargaba ámbar para intercambiarlo por esteatita, también alguien navegaba para, como ellos, atravesar la isla de los anglos de norte a sur, pero él iba de cacería, no de paso hacia un destino mucho más lejano.

La plata había comprado el silencio del patrón y, como había embarcado auspiciado por la oscuridad de la noche, para esperar la mañana escondido entre las bancadas, Leif no lo sabría hasta que fuera demasiado tarde. Además del secreto, las influencias de su padre le habían granjeado un cómodo y disimulado pasaje gracias al que no tendría que trabajar como cualquier otro marino, así tendría tiempo para afilar sus armas y alimentar su insaciable cólera. Aunque Víkar, mientras balanceaba suavemente su brazo, todavía dolorido, en un ademán que se había convertido en costumbre, no llegó a imaginar el interminable suplicio que le supondría la espera.

—Creo que la mitad de esos hacinados infelices no sabe siquiera a quién debe lealtad —dijo Tyrkir señalando con el brazo extendido—. La ciudad ha cambiado demasiadas veces de manos…

Ayudado por el esfuerzo de los remeros, el Mora remontaba el estuario abierto de un gran río, primero al oeste y luego hacia el norte, poco a poco se internaban en un valle cercado por erosionadas colinas redondeadas que delimitaban el discurrir del cauce. Eran tierras verdes de suaves lomas en las que se adivinaban grandes bosques e interminables cercos de brezo que marcaban las vaguadas. Desde la proa del knörr, bajo una colcha de nubes bajas y grises, ya se distinguía la silueta de la muralla romana que Jòrvik había heredado, coronada por las almenas que formaban las humaredas de los hogares.

Assur y Thyre miraban hacia el horizonte preguntándose sobre su futuro mientras Tyrkir les hablaba.

—Es un puerto demasiado jugoso, siempre lo ha sido. Varios señores del norte han derramado sangre en los adarves de esas mismas murallas —dijo el nuevo patrón del Mora con un desprecio evidente de raíces desconocidas para el matrimonio—. Ahora lleva varios años bajo el control de los sajones, pero esos mentecatos son demasiado avariciosos para cerrarnos las puertas, quieren nuestro oro y nuestra plata. Además, muchos de los nuestros siguen viviendo en esta isla…

»Cualquier día algún jarl armará a un par de centenares de hombres y se hará con este pantanal inmundo cruzado por canales llenos de mierda —aseguró el Sureño antes de escupir por la borda y continuar—, lo único que espero es que no suceda mientras yo mantengo mi nave aquí —concluyó Tyrkir con un chasquido al tiempo que se giraba para ladrarle órdenes a su recién nombrado contramaestre.

Respetuosa con el patrón, Thyre esperó hasta que el Sureño se alejó unos pasos por cubierta, gruñendo improperios al timonel para que mantuviera estable el rumbo, pues se acercaban a unos bajíos del río que amenazaban con hacer encallar el Mora.

—¿Qué vamos a hacer cuando desembarquemos?

Su esposo miró con atención la ciudad que iba creciendo ante ellos, tenía un aspecto gris y apagado, triste.

—Viajar al sur —contestó el ballenero volviéndose hacia ella—, tengo entendido que allí hay grandes ciudades con barcos que parten al reino de los francos, a Wendland, a Frisia, e incluso a Jacobsland —dijo recordando lo que, años atrás, había planeado con su hermano Sebastián—. Debemos conseguir pasaje en uno de ellos, lo importante es cruzar el canal que separa esta enorme isla de las grandes tierras del sur.

Thyre asintió, eso ya lo sabía, pero en lugar de preguntar de nuevo esperó. Assur la miró, comprendiendo, y se explicó.

—He estado hablando con Tyrkir —dijo haciendo un gesto vago con la mano hacia sus espaldas—, un próspero talabartero que se ha asentado aquí fue uno de los hombres del Rojo hace años. Tyrkir dice que nos ayudará.

Thyre volvió a asentir y apretó la mano de él en la suya. Tenerlo cerca le daba la seguridad que necesitaba para continuar adelante con aquella aventura.

La confluencia de los dos ríos que creaban el puerto, que había traído prosperidad a la villa desde su fundación por las huestes de Roma, también la convertía en un intrincado laberinto de canales y albañales en los que el barro era un invitado permanente. Y los malos olores de tantas almas apiladas en un reducto tan pequeño les explicaron a Assur y Thyre las razones del desprecio que Tyrkir parecía sentir por el lugar.

Todo a su alrededor eran diminutas parcelas alargadas con reducidas viviendas de apenas ocho o nueve yardas de largo y unas pocas varas de ancho. En la frontal de casi todas ellas, organizados por barrios, se abrían tenderetes de mayor o menor fortuna en los que se vendían toda clase de objetos y mercancías. Había menestrales de baja estofa que elaboraban fraudulentas preseas de la plata pobre y cargada de plomo de las minas cercanas, pero también vieron algunos orfebres de la más digna mención que le recordaron a Assur a los artesanos hebreos que tantos años atrás había visto en Compostela.

Observando el delicado trabajo de unas fíbulas, las viejas enseñanzas de Jesse regresaron a la mente del ballenero. Aquel lugar, con sus dos millares de habitantes, tenía que tratarse de la próspera ciudadela en la que el primer emperador cristiano, Constantino, había sido aupado al poder por aquellos que lo habían visto luchar una vez se había deshecho de sus rivales.

La tripulación había recibido el encargo de permanecer a bordo, Tyrkir no se fiaba de las gentes de Jòrvik. Y al nuevo contramaestre se le había ordenado dirigirse a un lugar llamado Coppergate, para empezar las negociaciones que los habían traído hasta allí. Mientras, aprovechando que casi cualquiera al que paraban sabía hablar nórdico, Tyrkir pedía indicaciones para llegar al barrio de los curtidores y los artesanos del cuero.

De haber querido, Assur podría haber vaciado su bolsa en apenas un centenar de pasos; tras los orfebres aparecieron las herrerías, con armas y cuchillos de todo tipo, y, cruzando un pequeño puente, pasaron al barrio de las pañerías y las tiendas de lana e hilo. Luego caminaron entre puestos que ofrecían pieles, y unas pocas miradas intrusas a través de puertas abiertas le descubrieron a Assur que algunas de las casas contaban con sótanos que los propietarios usaban como almacenes para su género.

Tyrkir le dio un dírham sarraceno a un tullido y, siguiendo sus tartamudas indicaciones de desagradable aliento, doblaron un par de esquinas para recibir de golpe el fuerte olor a orines de la zona de los curtidores, capaz de cubrir las pestes acumuladas de los muladares de las traseras de las viviendas.

El Sureño lanzaba imprecaciones por lo bajo, arrugando cómicamente la nariz, y a Thyre se le escaparon risillas tímidas al ver a aquel serio y curtido marino quejándose como un niño.

En breve, tras las atarazanas de los cordeleros, pasaron frente a los talleres de los zapateros y, anticipando su destino, Tyrkir preguntó una vez más por el lugar que buscaban.

Apenas veinte pasos más allá encontraron un pulcro taller en el que se exhibían correajes, tahalíes, bridas y cinturones entre mil objetos más de bonito acabado fabricados con todo tipo de cueros. Tras el mostrador de madera basta, una gruesa mujer con los brazos de un herrero y la cofia desatada los miró inquisitiva con grandes ojos pardos que se abrían sobre una nariz recta y bien formada. De no ser por el exceso de grasa que le redondeaba las facciones, hubiera sido una mujer atractiva.

—Busco a Odd, hijo de Sturli…

La mujerona, en lugar de contestar, examinó a los tres extraños con aire circunspecto.

—¿Y quién lo busca?

—Eso es algo que trataremos entre él y yo —replicó Tyrkir con cierta dureza.

La matrona resopló con un gesto cansino que hizo reverberar sus labios rollizos y cogió del mostrador un sacabocados que alzó amenazadoramente, logrando que el Sureño y Assur dieran instintivamente un paso para ponerse delante de Thyre.

Luego, más por sí misma que por el gesto de los hombres, la mujer pareció dudar y se miró la mano como si fuera la de otra persona. Finalmente, bajando los ojos, depositó la herramienta ante sí y, cuando volvió a alzar su rostro, la evidente expresión de resignación que lo colmaba le recordó a Assur las tallas de penitentes que tantos años atrás había visto en el obispado de Compostela.

—¿Qué ha hecho ese botarate? ¿En qué lío se ha metido esta vez? —preguntó con la estoica entereza del que se enfrenta una vez más a un dilema conocido.

A Víkar le daban igual pictos que sajones o anglos, por lo que vio de ellos, todos eran miserables follaovejas que se refugiaban de las fuertes lluvias que azotaban esas tierras de rocas negras y matojos en tristes chozas escondidas entre cañada y cañada.

Era un lugar barrido por vientos que pelaban los montes condenándolos a poco más que rastrojales y, entre los impasibles mares de hierba y musgo, la única nota discordante la ponían los enormes rebaños de ovejas, cuya pelambre húmeda se olía desde millas antes.

Desde el mismo día en que desembarcó se propuso un ritmo infernal capaz de quebrar las piernas de cualquier otro con menos odio. Sabía que la inestable carraca en la que había viajado era mucho más lenta que el knörr de Leif, y no quería que la ventaja que pudieran haber cobrado sus presas aumentase.

A la primera oportunidad que tuvo degolló a un jinete desprevenido frente a una hoguera para, después de engullir el estofado de carnero viejo que había estado preparando el desdichado, robarle la montura y apurarla hasta que la pobre bestia desfalleció con los ollares ahuecados y los flancos cubiertos de espumarajos de sudor.

Para su sorpresa, las leyendas que hablaban de los muros que los romanos habían levantado para dominar a aquellas gentes indómitas resultaron ser ciertas. Después de dos jornadas de penosa caminata, con el segundo caballo que robó, al que daba los descansos justos no por piedad, sino por no verse obligado a perder tiempo sustituyéndolo, atravesó en apenas un par de días más los restos imprecisos de la pareja de murallas que las legiones del antiguo imperio habían dejado tras de sí.

Así, movido por su ira, Víkar no reposaba más que lo imprescindible para no reventar al caballo y, si podía fiarse del camino, descabezaba cortos sueños sin siquiera desmontar. La sed de venganza le emponzoñaba el alma extendiéndose como la capa mohosa y glauca que cubría la corrupción de los cadáveres a la intemperie. No le hacía falta comer, ni beber. Para reunir fuerzas y seguir adelante le bastaba imaginar la muerte lenta y agónica con la que pensaba despachar a aquel desgraciado. Y, si en algún momento los lamentos que imaginaba surgiendo de los labios apretados de aquel indeseable no eran suficientes, entonces, se deleitaba recordando los detalles del cuerpo de ella y se prometía recorrerlos con lenta satisfacción; porque ahora ya no le importaba si ella se negaba o no, sería suya, solo suya.

Faltaba poco, muy poco, y todo su odio vibraba emocionado con la sola posibilidad de encontrarlos en Jòrvik.

Había sido extenuante, una sucesión de días fríos y grises con la única escolta del cansancio y el ansia de venganza, pero ya podía ver la bruma del valle, las curvas del río, la silueta de las murallas de la ciudad. Estaba cerca.

—¿Cómo diantres pude aceptar las llaves de su casa? —se preguntó a sí misma la matrona—. ¡Es una calamidad con barba y patas! ¡Un desastre! Sería capaz de perderse en su propio taller…

Los tres que habían llegado de Groenland la miraban con asombro, sin decidirse a interrumpir la parrafada, incómodos. La mujerona, indiferente a las impresiones que causaba, pasó de las resignadas protestas a la indignación y fue alzando el tono de voz a medida que continuaba hablando.

—… ¡Tres días! ¡Tres! Lo único que sabe hacer es contar las mismas batallas una y otra vez, una y otra vez… Siempre alardeando de las viejas historias, que si en Breidabolstad esto, que si en Thorsnes aquello —apuntilló haciendo que su voz sonase más grave y engolada, imitando burdamente a un hombre con demasiada cerveza a cuestas—. Hace tres días que lo mandé a buscar género, solo tres —recalcó levantando los dedos apropiados de su gruesa mano ante sus ojos chispeantes—, y le ha sobrado tiempo para meterse en líos. —La matrona volvió a mirar a sus sorprendidos interlocutores—. ¿Qué ha sido esta vez?, ¿una apuesta?, ¿una deuda?… A ver, ¿qué ha hecho? —preguntó de nuevo con la severidad de una abuela, como si Assur y Tyrkir no fuesen más que los compinches de la última travesura de su nieto.

El Sureño miró al hispano en busca de ayuda, en un abrir y cerrar de ojos, ante el ímpetu de la mujer, había pasado de ser el orgulloso patrón de un carguero con grandes glorias a sus espaldas a convertirse en un mocoso reprendido por sus mayores.

La matrona esperaba explicaciones, Assur se encogía de hombros, desconcertado. Tyrkir empezaba a recomponerse formando una cínica sonrisa en sus labios cuando alguien habló desde el interior de la vivienda.

—Madre, ¿va todo bien?

La mujer contestó con un gruñido y, del rebullir que surgió tras ella, apareció un joven de generosas carnes en cuyo rostro el Sureño adivinó los mismos rasgos que años atrás había visto en el propio Odd.

Ante la mirada interrogativa del recién llegado el Sureño terminó de recobrar la compostura y, obviando la severa mirada de la matrona, decidió comenzar de nuevo.

Thyre lo observaba todo divertida, encantada con la rotundidad de la talabartera.

—Soy Tyrkir, patrón del Mora, y busco a Odd, hijo de Sturli…

El rostro del otro, desproporcionado y anguloso, todavía con cuentas por saldar con la adolescencia, se iluminó de inmediato.

—¿Tyrkir? ¿Tyrkir el Sureño? ¿El hombre de Eirik el Rojo?

La matrona resopló una vez más, anticipando la larga sarta de fanfarronadas de los hombres. Y ante aquel gesto de cansina resignación la sonrisa de Thyre se ensanchó.

La vivienda era una versión reducida de los grandes salones de las boer nórdicas que Assur había conocido. Y pese a que el exiguo espacio entre las murallas de Jòrvik obligaba a sus gentes a la modestia, alejando aquellas casas de las haciendas que el hispano había visto en el paso del norte, era obvio que la esposa del talabartero resultaba una propietaria esmerada, preocupada por mantener su lar pulcro y digno: las piedras que cercaban el rectángulo del fuego central estaban libres de hollín.

Todo parecía ocupar su lugar y los recién llegados sintieron el sabor a hogar que se desprendía de aquellas paredes. En una esquina, junto a un cubo de abedul con roscos de esteatita, había un telar con la urdimbre bien tensada y una labor de colores neutros recién empezada. De las vigas de la techumbre, libres de telarañas, colgaban dos grandes pucheros de hierro y algunos útiles, todos limpios y sin manchas de óxido. Y a un lado de la pequeña estancia central también había un par de redondas muelas de granito para quebrantar el grano y, junto a ellas, un par de capazos de bramante entretejido. A un costado del fuego se asentaba un tarimón bellamente labrado que servía de acomodo y lecho; sobre él habían dejado varias pieles y frazadas pulcramente dobladas. Y no había escudos o hachas que embellecieran las paredes, solo bonitas piezas de cuero: algunos cinturones y correajes, mucho más llamativos que los expuestos en el exterior, y también pulcros trabajos de repujado en cordobán y fina anca de potro.

La mañana, que aún seguía cubierta, era fresca, de vientos revueltos que se entretenían en las esquinas de los callejones y que hacían agradecer a los visitantes el amor del fuego ante el que se habían sentado. Thyre, con las piernas recogidas y la saya tensa, extendió tímidamente las manos al frente para calentarse, pensando por un momento en aquellos inviernos suaves del sur de los que su esposo le había hablado.

—¡Madre! ¿Dónde ha quedado nuestra hospitalidad? Tráenos algo de beber, haz el favor, ¡hay mucho que celebrar! —bramó entusiasmado el joven hijo del talabartero sin dejar de mirar al Sureño.

Bebieron un primer trago de cerveza, servida en copas de bronce similares a las que los recién llegados habían visto al atravesar Jòrvik, y comenzaron las presentaciones.

—Yo soy Sturli, hijo de Odd, llevo el nombre de mi abuelo —anunció el joven con seriedad—. Y ella es mi madre, Brýnhild. —La aludida los miró a todos con rubicunda suspicacia, calibrando si la idea de su hijo de haberle granjeado el paso a los forasteros le gustaba o no—. Y en el nombre de mi padre debo decir que es un honor compartir nuestra cerveza con vosotros, mi padre me ha contado más de cien veces cómo le salvaste la vida luchando contra Thorgest de Breidabolstad.

Como era debido, Tyrkir asintió con humildad y habló de las virtudes de Odd en batallas pasadas, que habían sido luchadas una vez, pero servidas cien, cuando el frío de las noches del norte dejaba que el mjöd desatase las lenguas de los hombres. Brýnhild rezongó de tanto en tanto, si es que las exageraciones parecían demasiado descaradas; pero también le dejó hacer a su hijo, mirándolo con aire de reprimenda cuando, interrumpiendo al Sureño, se puso en pie, vociferando emocionado mientras revivía la gloria de la lucha de su padre en Breidabolstad, en la que Odd y Tyrkir habían ayudado a Eirik el Rojo a recuperar las tablas de su sitial.

Cuando la husfreya se cansó definitivamente de las fanfarronadas de los hombres, se sirvió de una mirada cómplice para convencer a Thyre de que había llegado el momento de que las mujeres, mucho más sensatas y productivas, hicieran un aparte.

Thyre entendió a la primera y, tras un leve apretón cariñoso, soltó la mano de Assur para unirse a la mujerona, dispuesta a charlar sobre asuntos más juiciosos que viejos combates y a preparar algo de comer para todos.

Assur se perdió parte de la conversación entre el Sureño y el hijo del talabartero, estaba mirando cómo su esposa hablaba amistosamente con Brýnhild mientras ambas troceaban nabos y se ocupaban de los pucheros, condescendientes con sus aburridos hombres.

Al volver a prestar atención, Sturli había dispuesto ante Tyrkir un tablero de juego y colocaba las piezas, animado a plantarle batalla al viejo compañero de armas de su padre. Al tiempo que disponía su línea de soldados, tallados como enfebrecidos berserker que mordían el canto de sus escudos, el joven pareció entender que la debida diplomacia había sido suficiente y se animó a ir al grano.

—Mi padre está de viaje, tardará unos días en volver, pero podéis considerar esta vuestra casa hasta su regreso —anunció buscando de reojo la aprobación de su madre—. Estoy seguro de que su alegría será inmensa al encontraros aquí, y querrá escuchar él mismo las tristes nuevas que habéis traído —añadió haciendo evidente para todos cuánto lamentaba las noticias sobre la muerte de Eirik el Rojo—. Compartiréis el fuego de nuestro hogar y, mientras mi padre esté ausente, haré cuanto esté en mi mano para que no tengáis ocasión de echarlo en falta —añadió como orgulloso anfitrión antes de preguntar sin tapujos—: ¿Qué puedo hacer por vosotros?

Tyrkir correspondió con una sonrisa cortés antes de contestar. Y Thyre ahogó la risa que le provocó el gesto de fastidio de Brýnhild ante la pretendida hombría de su hijo, que hablaba como si fuese ya el señor de la casa, esforzándose por cumplir con lo que su padre hubiese deseado.

—Como ya sabías antes de preguntar —replicó el Sureño recobrando un aire afectado al tiempo que inclinaba el rostro hacia el hijo del talabartero—, estoy aquí para pedirle un favor a tu padre no solo en mi nombre, o en el de Ulfr —añadió señalando al hispano con el pulgar—, sino en el del mismo Leif Eiriksson, que responde por nosotros —aclaró haciendo girar ahora el índice como para abarcarse a sí mismo y a Assur.

Sturli, juiciosamente, imaginando la actitud severa que hubiera mantenido su padre ante semejantes referencias, no se molestó en alabar al hijo del Rojo o en perder el tiempo con palabras vanas; terminó de colocar las piezas sobre el tablero de escaques pardos y claros y, después de mover uno de sus soldados centrales, revolvió con afectación sus dedos rechonchos, unos sobre otros, animando a Tyrkir a continuar y arrancándole un nuevo mohín a su madre.

—Ulfr y Thyre han abrazado la fe del Cristo Blanco —dijo el Sureño con tono severo—, y quieren llegar hasta los puertos del sur para hacer peregrinaje a las tierras santas de su nueva religión, desean llegar a Jacobsland…

El hijo del talabartero, aun pese a su juventud, caló enseguida la mentira; le bastó mirar al viejo amigo de su padre para saber que aquellas palabras tenían mucha menos enjundia de la que callaban.

Assur no pudo evitar encoger los hombros. Habían acordado simplificar la historia e intentar evitar excusas innecesarias, pero, ahora que la oía por primera vez de labios de Tyrkir, el hispano temió las preguntas que pudieran surgir.

Sin embargo, tras cruzar una mirada con los serios ojos de su madre, que se había detenido en su labor, Sturli fingió lo mejor que pudo, sabedor de que no sería apropiado cuestionar a sus huéspedes.

—Jòrvik es un buen lugar para comenzar —dijo el hijo del talabartero atusando su joven barba antes de rascarse la bulbosa nariz sonrojada que había heredado de su padre—, hasta aquí llegan caminos desde cualquier punto de la isla. —Assur miró al joven con suspicacia, todavía inseguro—. Los artesanos siempre necesitan material para trabajar y permitir que los mercados sigan abiertos… Y por donde se puede llegar también se puede partir.

Tyrkir asintió, complacido de que el otro se reservase las preguntas que, sin duda, tenía; y Assur respiró algo más tranquilo.

Sturli, sin olvidarse de maldecir a los bandoleros y ladrones que se refugiaban en los bosques, detalló algunas de las posibles rutas hasta el sur de la isla y, recordando viejas promesas y compromisos sin dejar de mencionar en varias ocasiones más la memoria del Rojo, Sturli dio su palabra: estaba dispuesto a ayudar a la pareja que el Sureño patrocinaba, pues eso mismo hubiera hecho su padre.

—En ese caso, yo volveré a mi barco antes de que esa tripulación de pazguatos todavía secos encuentre el modo de hundirlo mientras está atracado en el puerto.

Sturli bajó los ojos hacia el tablero con aire de disgusto.

—¿Tanta prisa llevas? —preguntó fingiéndose un anfitrión ofendido—. Mi padre lamentará no poder compartir un barril contigo a su regreso. —El hijo del talabartero pareció meditar por un instante, valorando la expresión del patrón y sus propias obligaciones, quizá pensando en lo que hubiera hecho el propio Odd—. Sea, ten por seguro que mañana me encargaré de que tus amigos encuentren montura y avíos, y yo mismo les daré cuantas indicaciones necesiten —dijo zanjando el asunto sin más preámbulos—, pero quedaos hoy con nosotros, por favor.

»Me encantaría escuchar vuestra versión de las historias que tantas veces le he oído contar a mi padre al amor del fuego —confesó con aire infantil—. Ten al menos la paciencia de perder una batalla —añadió con picardía señalando el tablero con la mano abierta, ansioso por compartir, gracias al juego, las viejas glorias que a él mismo se le habían escapado—. Que si esta vida apacible de tendero no me ha servido para igualar las hazañas de mi padre, permíteme al menos que derrote a tu ejército en el tablero…

Tyrkir, condescendiente, estaba a punto de asentir cuando la matrona intervino con sorna.

—¡Pero sin apuestas! —advirtió Brýnhild amenazando con uno de los nabos como si fuera un cuchillo.

Assur vio que su esposa tensaba la boca con una sonrisa tierna que obligaba a las pecas que pintaban sus mejillas a perseguirse unas a otras y él sonrió a su vez.

Cuando llegó la noche, la familia del talabartero y los llegados de Groenland seguían charlando, disfrutando de la mutua compañía entre agradables recuerdos, amables risas y las compuestas reprimendas de Brýnhild.

El caballo murió reventado a las puertas de la ciudad, pero una vez en Jórvik, todo fue mucho más fácil de lo que había podido imaginar, le bastó acercarse a los muelles y, con discreción, soltar unos cuantos trozos de hacksilver en las manos adecuadas. A pesar de lo populoso de la ciudad, antes de media tarde ya había seguido el rastro hasta la casa y taller del viejo talabartero. Podía ver el humo del hogar que se escapaba del tiro en la techumbre.

Resguardándose de miradas indiscretas, templando su impaciencia, Víkar esperó la noche en un sucio antro cercano. Tapó el olor a vómito reseco con largos tragos de rasposo hidromiel e intentó matar el tiempo pateando las grandes ratas que correteaban entre los barriles mohosos que servían de escaños.

Y cuando la oscuridad se cernió sobre los techos de paja, la usó como aliada. En la madrugada de borrachos y meretrices maltratadas, con la pesadez de los albañales de la villa colándosele en el pecho, embozado en su capa, Víkar caminó al abrigo de los muros de zarzo, sorteando estrechas callejuelas entre canales, escuchando el coro nocturno de los gatos encelados por la primavera.

—¿Dónde?

La voz sonaba como el rugir de una fiera herida. Era un hombre corpulento de espaldas anchas y guedejas pardas que caían en mechones húmedos sobre la amplia frente, enmarcada por cejas abundantes que hacían resaltar el gris de sus ojos crispados. Tenía el aspecto desastrado y sucio del que ha pasado largo tiempo sorteando los barros del camino; las prendas roídas, las salpicaduras resecas y los rotos de su capa servían para acrecentar su aire de perro rabioso.

—¡Contesta, maldito viejo!

Y Brýnhild vio horrorizada como Odd recibía una serie de rápidos puñetazos. La magullada cabeza de su esposo se sacudió con violencia desprendiendo gotas de sangre que volaron trazando arcos que se le hicieron eternos.

—¿Adónde han ido?

Había entrado en plena noche, arramplando todo a su paso como una avalancha. Su hijo Sturli había intentado interponerse. Ahora, su cuerpo exangüe, caído sobre las brasas del hogar con un terrible tajo que le abría la garganta, se empeñaba en recordarle que aquello no era una simple pesadilla traída por las maras.

Su hijo estaba muerto. Ella estaba atada y amordazada, con tiras del mismo cuero crudo que trabajaban en su taller; y su esposo se tambaleaba con las manos a la espalda, apenas sentado en un pequeño escabel, recibiendo un golpe tras otro mientras aquel furibundo desconocido preguntaba una y otra vez por Thyre y Ulfr. Y, por lo que parecía, estaba dispuesto a arrancarle la cabeza a golpes.

Víkar estaba harto del persistente silencio de aquel decrépito vejestorio. La tozudez del anciano estaba entorpeciendo la buena marcha de su persecución y Víkar empezaba a perder la paciencia.

Los sorprendió dormidos, abrazados como recién casados, y su ira se desbordó. Acabó con el joven antes de que tuviera tiempo de dar la voz de alarma. A los viejos los golpeó con furia asesina. Y, después de trabarle las manos a la espalda con el primer correaje que encontró, sentó al gordo talabartero en un taburete y comenzó su interrogatorio.

Pero estaba resultando que el viejo guerrero conservaba parte del arrojo que le había granjeado un puesto entre los hombres de confianza de Eirik el Rojo. A excepción de la barba blanca, salpicada de goterones, el rostro ya no era más que una masa sanguinolenta y deforme. De la nariz, rota y aplastada, surgían lastimeros silbidos a cada respiración en los que una mezcolanza de esputo y sangre burbujeaba. Sin embargo, los ojos, clareados por la edad, seguían firmes y serenos, plantando batalla. Llenos de una convicción que Víkar estaba dispuesto a doblegar a cualquier precio.

—No sé de qué hablas —insistió Odd con la voz entrecortada por toses carrasposas.

Víkar sabía que el viejo mentía. Sus sobornos en los pantalanes le habían permitido averiguar que el Mora había estado atracado allí mismo unos días antes. Pero esa certeza no resolvía sus problemas ni calmaba su ira, no le quedaba otra opción que arrancarle la verdad al artesano. Del modo que fuese. Sus presas se le habían escapado entre los dedos y, si quería tener una oportunidad de atraparlos, necesitaba saber hacia dónde y cuándo habían partido. Cuanto antes para evitar que pudiesen cobrar aún más ventaja.

La mujer sollozaba desprendiendo lagrimones que rodaban por su mejillas con cada convulsión. Hacía rato que sus fuerzas se habían agotado y ya no intentaba vencer la mordaza con gritos de auxilio asordados por la ligadura que le cruzaba el rostro.

Fuera de sí, Víkar usó el canto de la espada para golpear las rodillas, haciéndolas crujir como ramas secas, y escuchó impaciente los aullidos del vejancón, acompañados por los chirridos de madera ajada de las sufridas patas del tambaleante escabel.

—¿Adónde se dirigen? ¿Qué ruta siguen? ¿Cuándo partieron?

Brýnhild comenzó de nuevo a luchar con su mordaza intentando pedirle a aquel monstruo que parase. Odd respiraba con dificultad, procurando contener sus quejas, pretendía mostrarle al intruso que no sentía ningún miedo.

—En Iceland conocí a una muchacha que respondía al nombre de Thyre —dijo Odd con la voz tomada—, pero no he vuelto a verla…

Víkar, harto, clavó su puñal en uno de los gruesos muslos del viejo y lo revolvió consiguiendo de él gritos que le aclararon la voz de pronto.

—… De todos modos —continuó Odd resoplando trabajosamente y sin preocuparse por echar un vistazo a la sangre que manaba de la nueva herida en su pierna—, tampoco es que fuese una gran pérdida, tenía más bigote que yo mismo…

Consumido por su propio odio, a Víkar se le hincharon las venas del cuello y le rechinaron los dientes, su paciencia se estaba agotando rápidamente.

Odd se dio cuenta de la reacción airada del intruso y no supo callarse. Y su esposa, que lo conocía a la perfección, se encogió llena de temor.

—Aunque puede que a ti te guste que te rasque los bajos un buen mostacho…

Ante la retorcida sonrisa que el viejo intentaba componer con sus labios partidos Víkar estalló. Cogió la cabeza del anciano con ambas manos y descargó con brutal impulso un rodillazo en la mejilla derecha del magullado rostro de Odd. Cuando el crujido de los huesos rotos se apagó, el talabartero perdió el sentido y quedó desparramado como un muñeco de trapo desmadejado. Su propio peso lo fue venciendo y cayó al suelo de costado haciendo saltar con un repiqueteo de madera el pequeño taburete en el que había estado sentado.

Brýnhild se agitó despellejándose las muñecas ligadas. Loca de preocupación y temiendo haber perdido al hombre que llevaba tantos años a su lado. Cuando consiguió calmarse y las lágrimas que bañaban sus ojos le dieron un respiro, pudo distinguir con alivio cómo el pecho de Odd subía y bajaba, lenta pero regularmente. Para ella ya había sido más que suficiente, ya no podía aguantarlo. Luchando con la mordaza, gritó cuanto pudo, ya no para pedir ayuda, sino para decirle a aquel engendro maldito salido de la noche todo lo que quisiera con tal de que parase.

Los gritos amortiguados traían palabras que sonaban familiares y Víkar se giró hacia la mujerona, que, con el rostro descompuesto, hacía esfuerzos que amenazaban con descoyuntarle la mandíbula. Tenía los mofletes hinchados, brillantes por la humedad de sus lágrimas, que se mezclaban con goterones de sudor y reavivaban el rubor que le cubría el rostro. El camisón basto que vestía abría el escote para mostrar el nacimiento de sus pechos, grandes y flácidos, y en la penumbra Víkar distinguió la multitud de arrugas que los años habían dejado como muestra, y pudo ver las estrías nacaradas de la lactancia. Sus tobillos gruesos forcejeaban intentando colocar los pies. Se movía con espasmos que sus sollozos hacían inconexos y descoordinados. Hedía a miedo y él supo que tenía una oportunidad.

Solo para asegurarse de que no se equivocaba, Víkar lanzó un puntapié desalmado al pecho del caído consiguiendo nuevos crujidos atroces al romperse las costillas del talabartero.

La reacción de la mujer, que intentaba aullar a través de la mordaza, le confirmó lo que había intuido. Echando un último vistazo al desfallecido artesano, Víkar se acercó con pasos calmos a la matrona. La mujer, en actitud suplicante, rogaba con los ojos en blanco. Era evidente que le hubiera vendido su alma con tal de que parase.

Le sacó la mordaza estirando hilos de saliva, rojiza por las heridas que los cueros habían provocado en las comisuras de los labios.

—¡A Lundenwic! ¡Han ido a Lundenwic! —chilló Brýnhild entre espumarajos—. Buscan un barco que los lleve a Jacobsland —concluyó dejando caer la cabeza en un gesto triste y malsano.

Víkar llevaba el tiempo suficiente en la isla como para saber que la mujer se refería al fuerte de London.

Odd había recuperado la consciencia y negaba con melancolía, barriendo el suelo con sus cabellos blancos.

—¿Qué ruta? —preguntó Víkar librando su hierro de la funda.

Brýnhild no respondió, aliviada al ver que su marido había recobrado el ánimo y asustada por las consecuencias que intuía.

—¿Qué ruta? —insistió el intruso alzando el mentón de la mujer con la punta de su espada desenvainada.

Ella vio cómo su marido negaba una y otra vez, pero una infantil esperanza le había sorbido el seso y no supo hacer otra cosa que contestar.

—Por Lindon y Venonis, siguiendo las antiguas calzadas romanas, es la mejor opción…

Víkar gruñó contrayendo el rostro con una sonrisa fiera y brutal que le arrugó el entrecejo.

—¿Cuándo?

Ella no contestó.

—¿Cuándo?

Odd, sabiendo lo que les esperaba a ambos, tras un último vistazo al cadáver de su hijo, buscó los ojos de su mujer y, cuando los encontró, juntó dolorosamente los labios para susurrarle palabras de amor. Ella tuvo el tiempo justo de corresponderle.

Víkar sabía que, como mucho, le llevaban cinco o seis días de ventaja, no se habrían marchado antes de que el Mora abandonase los muelles.

La espada atravesó la garganta de la mujer con la última sílaba con la que le dijo a su esposo cuánto lo amaba. Y lo último en lo que pudo pensar fue en el humilde e incongruente consuelo de no haberle contado a aquel monstruo toda la verdad. Pues aun con la amenaza del miedo había sido capaz de guardar un secreto.

El talabartero contuvo como pudo la mano que le apretó el corazón al ver a su mujer desangrarse, una clase de imagen que pensaba que había quedado para siempre atrás, lejos, cuando había abandonado una vida de luchas y batallas para instalarse en Jòrvik con esperanzas de un nuevo futuro rebosante de ilusión.

Víkar se giró hacia el anciano y señaló el cuerpo de la mujer y el del muchacho.

—Ahí tienes el pago a tu silencio…

Odd solo lamentó tener que morir como un bastardo cobarde, con las manos a la espalda y sin posibilidad de defenderse.

Víkar no concedió un instante a la reflexión, tenía prisa. Ni siquiera limpió su espada de la sangre de la mujer antes de hundirla en el pecho del hombre, que murió con los ojos destilando un odio que no le afectó.

Antes del amanecer abandonaba la villa por la puerta orientada al sur. Todo dependería de cuán rápido se moviera Ulfr, Víkar sabía que si aumentaba su ritmo lo suficiente, podría alcanzarlos antes de llegar a la gran ciudad.

Habían pasado ya cinco días. Sin embargo, todavía tenían el amargo regusto del adiós en la conciencia, porque con ese adiós dejaban atrás el calor de lo conocido y se convertían en extranjeros en aquella tierra desconocida.

Thyre se había sentido incómoda ante la despedida; entre su esposo y el viejo marino se habían forjado lazos desconocidos para ella, pero no le había costado intuir la desazón de Assur. Y, aun a pesar de las halagüeñas palabras de la esposa del talabartero, que le palmeaba el vientre cariñosamente, no pudo evitar sentirse dolida por la tristeza del hombre que amaba cuando el hispano le había dicho adiós a Tyrkir.

Antes de partir, Brýnhild aún había reunido aliento para despedir severamente a su hijo, amenazando a Sturli con las consecuencias que le supondría entretenerse en los curros donde se celebraban los combates de caballos. La mujerona había hablado en falsete con pretendida severidad y no les había dejado marchar hasta que se había cansado de pasar sus manos por los hombros de la pelliza que había dispuesto para su hijo.

Colmada de un fresco que parecía rastro del invierno, la mañana no había sido mucho mejor que la del día anterior y la humedad persistente de aquel lugar se había pegado a sus capas.

Con la ayuda de Sturli, además de algunas viandas y pertrechos, habían comprado dos caballos bretones, de poca alzada y pecho amplio. Animales de escasa gracia, pero fuertes y resistentes; un par de castrados de crines pardas y enmarañadas que les daban un curioso aspecto entrañable que sus grandes ojos redondos completaban. Además, sirviéndose de la pericia de un mulero tuerto con el que el padre de Sturli parecía mantener una larga amistad, se habían hecho con una bestia de carga de brillante pelaje perlado a la que, entre sonrisas, Thyre había dado el nombre de Thojdhild mientras Assur, recordando las mañas de Nuño, le había rascado cariñosamente el interior de las largas y velludas orejas.

—… Debéis manteneros siempre en las antiguas vías romanas, son los caminos más seguros —se había explicado el hijo del talabartero haciendo que el hispano, recordando las enseñanzas de Gutier, asintiese—. Las gentes del rey no las rozan tanto como debieran, están demasiado ocupados matándose los unos a los otros… Algunas son ahora poco más que caminos comidos por los rastrojos, pero aun así son el modo más efectivo de evitar bandoleros y facinerosos, que por estos andurriales abundan como los hongos en otoño, siempre esperando las mercancías y pagos que entran y salen de la ciudad —había dicho Sturli escupiendo hacia la maleza que rascaba el borde del camino con sus espinas—. Además, así no os perderéis…

Libertos sin fortuna, ladrones y malnacidos los había en cualquier lugar, pero el ímpetu de las advertencias que el hijo del talabartero había hecho con respecto a los que se refugiaban en los bosques de la isla había conseguido que Assur se alegrase de portar sus armas.

—Debéis seguir por esta misma calzada hasta la villa de Lindon —continuó el artesano insistiendo de nuevo en los detalles de la ruta que les había recomendado—, poco más que cuatro casuchas apretujadas en un pantano. De ahí, continuar marcha hacia el suroeste, hasta el cruce de Venonis, y luego, la etapa final, al antiguo fuerte de London, como lo llaman los sajones… Aunque para mí sigue siendo Lundenwic. Allí está el mayor puerto de toda la isla, apretujado en un gran río calmo y lodoso por el que en más de una ocasión los nuestros han mandado sus drekar —terminó Sturli con una sonrisa feroz que hablaba de viejos tiempos narrados mil veces al amor del fuego—. Si todo va bien, tardaréis tres o cuatro jornadas entre cada encrucijada, en poco menos de media luna llegaréis a destino.

Cuando finalmente el hijo del talabartero había dado media vuelta, dejando caer sus últimas palabras con prisa, casi con toda seguridad para ir a apostar desobedeciendo a su madre, la pareja se había quedado a solas contemplando el viejo camino empedrado. Thojdhild había rebuznado, como apremiándolos, y Thyre pasó a reír con carcajadas francas que le iluminaron el rostro, obligando a Assur a inclinarse en su montura y besarla dulcemente.

Ninguno de los dos había imaginado que, pocos días después, aquel joven alegre estaría muerto.

El camino transcurría entre praderías en las que el verano empezaba a asomar a la sombra de las montañas que dividían aquella isla de norte a sur. Era una franja de tierra que, a pesar de los esfuerzos de los nativos, había estado dominada durante décadas por los normandos de Danemark, bajo el estandarte del cuervo, con poderosos jarls que imponían su ley y su capricho, y aunque hacía años que la influencia nórdica había ido debilitándose gracias al empeño de los gobernantes anglos, Assur y Thyre seguían encontrándose con gentes y lugares que les recordaban a Groenland, Iceland o al paso del norte, incluso en la lengua, pues la mayoría de aquellos con los que se cruzaban entendían sus palabras.

Para Assur y Thyre fueron días que atesorarían de por vida. Avanzaban complacidos por sus expectativas, felices por saberse el uno al lado del otro, contentos con lo poco que tenían y sin necesitar más que las miradas cómplices, los gestos cariñosos y las sonrisas sinceras que compartían. Había mucho que desconocían, pero el disfrute del amor que sentían, envuelto por la extraña intimidad que proporcionaban los bosques que los rodeaban, colmaba sus inquietudes.

Aquella tarde, a medida que viajaban hacia el sur, el cielo se fue despejando de las nubes de los últimos días, librándose del agua como un cachorro saliendo de un charco. La temperatura fue mejorando poco a poco y la noche se prometía agradable, casi como si pudiese ser la precursora del estío que pronto llegaría.

Con el ocaso acamparon en un claro entre fresnos y abedules que todavía tenían las hojas tiernas. Comieron algo del pan moreno y el queso que habían comprado en Jòrvik, y dejaron que el tiempo pasase charlando, sentados uno junto a otro frente a la fogata que Assur había prendido.

—… Cuando oímos como el hielo se rompía, Sebastián y yo nos quedamos mudos del susto —le contaba el hispano a su esposa—. El río se lo tragó en un suspiro con un gran chapoteo, el pobre se asustó tanto que ni siquiera gritó… Y nosotros salimos corriendo como si nos hubieran prendido fuego a los calzones, pero antes de que pudiéramos llegar a la orilla, vimos que Ezequiel sacaba la cabeza por entre los pedazos del hielo roto, resoplando y chorreando, con el aspecto de un pollo en un día de lluvia —comparó Assur pasándose las manos por el pelo y el rostro—. Estaba tan asustado y temía tanto que lo riñésemos por haber desobedecido que no se atrevió a protestar, aunque era evidente que estaba muerto de frío…

Thyre sonreía y disfrutaba de los recuerdos que su esposo compartía con ella, feliz por conocer los momentos alegres que la vida había dispuesto para él; deseosa de saber más y más sobre aquellos años que habían transcurrido antes de conocerse y encantada con las cariñosas descripciones que el hispano hacía de su tierra natal. Y no podía evitar percatarse de la amarga contradicción cada vez que recordaba que, de no ser por las pérdidas y el dolor del pasado de su esposo, ahora no podría estar con él.

Envueltos en una gruesa frazada que Assur había comprado en Jòrvik y acostados sobre la piel de oso que habían traído desde Groenland, sentían que nunca tendrían suficiente el uno del otro. Con caricias tiernas y largas hicieron el amor al ritmo suave y dulce de una balada melancólica, susurrándose palabras melosas y permitiendo que sus cuerpos se reclamasen con ansia.

Poco antes de quedarse dormida, agotada y henchida, Thyre sintió cómo su esposo se escabullía con suavidad del improvisado lecho. Lo oyó alejarse sin poder evitar el absurdo miedo de que no volviese y se sintió intranquila, pero no se atrevió a abrir los ojos. Por el ruido rasgado y chispeante supo que su esposo había añadido unos leños al fuego, después, lo oyó apartarse un poco más para orinar largamente. Cuando regresó hasta ella, sumergiéndose con cariñosa parsimonia para no importunarla, Thyre se dio la vuelta y se dejó recoger por los fuertes brazos, sintiendo el calor de Assur. En ese mismo instante una plenitud desconocida la bañó haciendo que un escalofrío le recorriese la columna. Se acurrucó encogiendo las piernas y pegando la espalda al vientre de su marido, ansiosa por fundirse con él y enloquecida de pasión en cuanto pudo notar como él reaccionaba endureciéndose.

Volvieron a hacer el amor, entregándose con una inexplicable urgencia que desató sus bocas con mordiscos y sus dedos con arañazos que les dejaron marcas. Como si, de repente, sus días fueran a acabarse y aquella fuera la última oportunidad que tenían de desfogar su deseo. Después, con la modorra de la pasión agotada, rieron como niños cuando Thyre le pidió que le dijera el nombre de las partes de sus cuerpos en su extraña lengua. Ella porque el castellano se le engolaba en la lengua y él porque aquellos labios que adoraba titubeaban como los de un bebé sin saber dónde colocar cada letra para que las palabras sonasen como debían.

A la mañana siguiente se toparon con un riachuelo de aguas transparentes que, intuyeron, debía de ser uno de los tributarios del gran río que servía a Lindon y sobre el que Sturli les había hablado. Como muchos otros de los que habían visto allí, era un largo cauce que perdía el ímpetu de la caída desde las estribaciones de las montañas, olvidando la prisa que traía desde las arribes para calmar sus aguas en las llanadas de hierba verde, salpicadas de las flores abiertas de la primavera, que llenaban el aire con aromas de miel.

Los herrerillos les disputaban el protagonismo a los petirrojos y, gracias al sol que brillaba en un cielo limpio de nubes, todo a su alrededor resplandecía con colores tibios que transmitían los olores contrapuestos de la primavera, prendidos de las flores y los brotes verdegales que salpicaban el paisaje.

No sabían que, tras ellos, dejando tras de sí el cadáver de su última montura, Víkar atravesaba las puertas de Jòrvik, cercándolos, ansioso por despellejarlos y, como no tenían prisa, pensaron en aprovechar la mañana para concederse algo de asueto. Decidieron detenerse en la ribera para dejar que los caballos y la mula abrevasen y pastasen a su antojo, y eligieron un suave meandro de taludes apenas tensados por el cauce. Thyre trasteó preparando un acomodo y Assur perdió un buen rato buscando unas varas flexibles con las que granjearse el almuerzo en las aguas limpias del riachuelo.

El verano aún no era más que un presagio, pero Assur encontró verdes saltamontes de grandes alas con los que cebar el anzuelo y, mientras Thyre disfrutaba del sol del mediodía, riendo como una niña cuando la cariñosa mula le hocicó en la espalda buscando atenciones, él caminó aguas arriba estudiando el cauce y buscando los apostaderos de las truchas que, a buen seguro, tenía el río.

Aunque intentaba encontrar las sombras ahusadas de las pintonas en las colas de las chorreras que mecían las ovas, Assur no podía evitar descentrarse de tanto en tanto. Algo en su interior lo obligaba a echar la vista atrás y buscar a su esposa para contemplarla embobado durante unos instantes. Ella se había soltado la melena y los espesos bucles de largas ondas se desparramaban devolviéndole al sol reflejos de cereal maduro. Llevaba un vestido amplio de vathmal que no lograba disimular su femineidad. Y, por encima de todo, mucho más importante que la belleza que irradiaba era el modo en el que ella conseguía que se sintiese; porque sus sonrisas, sus gestos amables, su dulce trato con los animales, su desprendida generosidad al atreverse a marcharse con él hacia tierras desconocidas, y sus comprensivos silencios hacían de Assur un hombre feliz.

Esta vez, después de tantas decepciones, el hispano sentía que podía aspirar a mucho más que a vagabundear sin pena ni gloria. Regresaba a casa, tenía la esperanza de reencontrar a su hermana, Thyre estaba a su lado y, gracias a la munificencia de Leif, contaba con fondos suficientes para vivir con despreocupación. A punto de abrazar una felicidad esquiva y traicionera que había sabido evitarlo por años; sus sentimientos eran tan dispares y novedosos que le costaba encontrar el modo de aceptarlos.

Por su parte, aunque llena de los nimios miedos que la asaltaban ante lo incierto de su futuro, Thyre tampoco dudaba. Iba camino a un lugar del que solo conocía lo que él le había contado y lo único que sabía de la vida que le esperaba era que tenerlo a su lado era pago suficiente para olvidar cualquier sufrimiento.

Mientras lo veía agazapado en la orilla del río, procurando comida para ambos, Thyre se acarició el vientre y recordó los consejos de Brýnhild. La agitación de los últimos tiempos no había hecho fácil llevar la cuenta, pero ahora estaba segura.

Esa tarde llegaron a Lindon y, aunque tuvieron que capear algunas miradas hostiles arrancadas por su evidente origen norteño, encontraron una posada regentada por un nórdico en donde pasaron una agradable noche, ajenos a que, mientras ellos se amaban, Víkar torturaba a Odd en Jòrvik.

El posadero, un manco rubicundo que se había instalado en la encrucijada de Lindon para huir de los fríos inviernos de Rogaland cuando los suyos todavía dominaban aquel estrecho de la tierra de los anglos, miró a su compatriota con aire suspicaz y luego bajó los ojos hasta el grueso pedazo de hacksilver que el otro había depositado ante él.

—¿Una pareja?

Víkar asintió restregándose con la manga los rastros espumosos que había dejado la cerveza en sus barbas. Sus ojos refulgían impacientes.

El cantinero parecía dudar y un nuevo trozo de plata se unió al primero gracias a un imperioso gesto en el que abandonar la jarra de madera y rebuscar en la faltriquera pareció todo uno.

—¿Hace cuántos días?

Las cejas del posadero oscilaron dubitativas antes de echar un último vistazo a la plata y recogerla con la mano buena.

—Durmieron aquí hace cuatro noches…

Les había ganado una o dos jornadas, recortaba la distancia. Si podía mantener el ritmo, los alcanzaría antes de que llegasen al fuerte de London.

Salió de la posada a toda prisa y, ante la atónita mirada de dos francos que llegaban desde el norte buscando donde avituallarse, apaleó a un pobre desgraciado con el que se cruzó y le robó el caballo.

—¿Embarazada?

Assur parpadeó con una incredulidad que Thyre encontró adorable.

—¿Embarazada? —volvió a preguntar el hispano como si su insistencia pudiese aclarar en algo el asunto.

Ella asintió una vez más y le pasó una mano dulce por la frente, apartando un par de mechones rebeldes en un gesto como el que le había visto hacer a la mujer del talabartero con su hijo.

—Sí… Brýnhild me lo dijo, según ella bastaba mirarme para saberlo —comentó Thyre abriendo sus manos delicadas ante su rostro—. Pero yo no estaba segura, tenía mis sospechas, pero… Bueno, hasta ahora, ahora estoy segura.

De pronto ante Assur pasaron recuerdos que se agolparon con prisa, recordó los gestos de Toda, lo que había pasado con Sebastián. Pero también pensó en el pequeño Ezequiel, y en Ilduara, incluso en los vagos recuerdos que tenía de cuando sus hermanos eran solo bebés indefensos en el regazo de su madre. En su padre, en Gutier, en Jesse, en Weland, y en todo lo que ellos le habían enseñado y cuánto había significado para él tenerlos a su lado.

Thyre, nerviosa, esperaba a que su esposo asimilase la noticia. Incluso sintió un ridículo escalofrío de angustia, dudando de si él se mostraría tan inmensamente feliz como ella.

Assur, recomponiendo la boca descoyuntada por el asombro, giró el rostro hacia su mujer.

Como era su costumbre en las últimas jornadas, estaban acampados en un claro al borde del camino. Con su lenta marcha apenas habían avanzado, demasiado entretenidos con la compañía mutua. Habían dejado atrás la encrucijada de Venonis el día anterior, y todavía tenían varios más por delante antes de llegar a los embarcaderos del puerto del gran Thames, en London.

El hispano sintió cómo el corazón se le embotaba en la garganta impidiéndole hablar y ella esperó impaciente sin saber si debía o no añadir algo más a lo que ya había dicho.

—Pero yo no sé si seré un buen padre —dijo Assur con una cómica expresión de incertidumbre.

Por un instante, Thyre notó el arrebato del enojo, pero luego se dio cuenta de que el hecho de que él se viese abrumado por las dudas demostraba su verdadera valía.

—Estoy segura de que serás un padre maravilloso… —le dijo ella atrapada en el calor del profundo amor que la inundó.

Entonces se abrazaron y, apreciando el apoyo que su esposa le brindaba, la alegría se desató en el pecho de Assur y se abrió paso a borbotones que traían consigo cientos de sentimientos gozosos.

—¡Embarazada! ¡Embarazada! ¡Seremos una familia!

Cuando se separaron, bajando las manos para entrelazarlas, ella vio el resplandor en los ojos de él y se sintió afortunada.

—¿Y qué es? ¿Niño o niña? —preguntó Assur sin pensar siquiera.

Thyre rio con franqueza y Assur, avergonzado por la tontería, agachó la cabeza.

—Lo único que espero —dijo entonces ella— es que si es niña no salga con tu barba…

Assur, riendo también, apoyó la mano en el vientre de su mujer con un gesto que la duda volvió delicado, temiendo que el solo contacto rompiese la magia de la vida que allí se estaba gestando.

—Y si es niño…, mejor será que no herede esos bracitos enclenques —repuso él.

Volvieron a abrazarse y solo se separaron para entregarse a largos besos calmos que compartieron hasta que les faltó el aire.

Durmieron abrazados, cerca de la fogata que iluminaba las sombras alargadas de los árboles que rodeaban su campamento, y ambos encontraron el sueño pensando en lo que significarían para sus vidas los cambios que se avecinaban.

Por la mañana, que se abrió radiante, Assur se despertó con una indescriptible sensación que no supo identificar hasta que recordó. Luego, dejó a su esposa arrebujada en las pieles del lecho para atender el fuego, que ya se había consumido y, mientras tostaba algo de pan seco al calor de las llamas, ella abrió los ojos y se desperezó.

Las monturas se acercaron al trote, buscando las caricias y golosinas que ella tan complacientemente les brindaba.

—¿Para cuándo? —preguntó él con impaciencia.

Thyre lo miró con severidad mientras recogía los rizos rebeldes de su larga melena y hacía un mohín de falso disgusto arrugando los labios.

Assur comprendió que a ella no le había gustado ese modo de recibir su despertar. Se acercó hasta ella abandonando el pan al lado del fuego. Le posó una mano en la mejilla y se inclinó para besarla. Y ella, ya satisfecha, contestó:

—No estoy segura, pero creo que será para el final del verano… Principios del otoño.

El hispano bajó el mentón para afirmar y meditó unos instantes.

—¿Y crees que podrás viajar?

—No lo sé —confesó ella encogiendo los hombros. Recordaba las historias sobre náuseas matutinas, dolores de espalda y calores inesperados que había oído desde niña—. Yo por ahora no me siento diferente…

Assur empezó a considerar las opciones que tenían, lo poco que sabía de la preñez de las mujeres se limitaba a lo que podía recordar de los últimos embarazos de madre, a lo que había visto en el caso de Toda y a las escasas referencias que los años, en sus idas y venidas, le habían brindado. Y no tenía idea de si tardarían mucho en encontrar un barco que los transportase al sur, de cuánto llevaría la travesía y desde dónde deberían continuar viaje para poder acercarse a Compostela, donde pensaba llegarse al obispado e intentar seguir la pista de Ilduara.

Sabía que existían varias rutas posibles: en lugar de navegar hasta Galicia, podían buscar un navío que los llevase a Frisia o Wendland y seguir el camino franco a la seo del apóstol, así pasarían menos tiempo embarcados, pero luego tendrían que afrontar un viaje por tierra mucho más largo. Aunque, en cualquiera de los casos, seguir pretendiendo pasar como devotos en santo peregrinaje parecía la opción más asequible.

—Será mejor que vayamos paso a paso —dijo aturullado—, lo primero será llegar a Lundenwic, luego ya veremos…

Thyre decidió que lo dejaría a él encargarse de tomar esas decisiones y, sin darse cuenta de que era su embarazo el que la obligaba, desayunó con glotonería; comiendo una ración mayor incluso que la del propio Assur.

Al día siguiente, sin embargo, Thyre entendió mucho de lo que hasta entonces había sido un misterio para ella. Como si el hecho de haber anunciado su condición hubiera servido para ponerla de manifiesto. Se despertó perezosa y derrengada, sintiendo que las últimas millas del día anterior le pesaban como una losa, y no solo no fue capaz de desayunar ni una sola migaja, sino que terminó vomitando los restos de la cena, presa de violentas arcadas.

Assur la atendió con todo cariño, sujetándole la frente y apartando los largos cabellos, susurrándole palabras animosas. Y luego, mientras ella se quejaba de fuertes olores que él no podía percibir, le preparó una tisana con las hojas de una mata de camomila que encontró a la vera de la travesía.

No se pusieron en camino hasta bien entrada la tarde y, a partir de entonces, ralentizaron la marcha para que ella no se sintiera incómoda. Necesitaron todavía tres días más para llegar hasta la gran urbe de los anglos.

El rey Egbert, encumbrado por sus vasallos tras ser capaz de someter a los pueblos de Kent, Mercia, Northumbría y a los rebeldes de la Anglia Occidental, dejando solo para los nórdicos la vieja franja del este de la isla que los de Danemark habían arrasado años atrás, había nombrado a la villa de Winton como la más importante de todos sus dominios, unificados por fin bajo su gobierno desde las antiguas invasiones de jutos y sajones a aquellas tierras aisladas por un hosco mar. Sin embargo, en aquellos convulsos tiempos en que los anglos debían seguir defendiéndose de la sempiterna amenaza normanda, la antigua Lundenwic le había ganado la partida a la ciudad elegida por el viejo rey.

Con gran parte de las murallas que los romanos habían construido allí todavía en pie, la población, servida por el navegable Thames, había medrado en la ribera norte hasta extenderse mucho más allá de la fortificación que los legionarios del antiguo imperio habían levantado. A pesar de los continuos ataques a la ciudad y a todas las costas del sur de la isla, los comercios de London crecían sin parar y sus barrios se llenaban de gentes llegadas desde todos los rincones de aquellos territorios unificados por el viejo Egbert; inmigrantes que se mezclaban con exiliados de las presiones carolingias, con buscadores de fortuna que esperaban medrar en la promesa de la gran ciudad y con más y más clérigos, que fundaban una iglesia tras otra e intentaban encaminar las almas descarriadas que llegaban hasta allí expandiendo con sus monasterios y cenobios el imparable arraigo de la nueva regla de San Benito.

El gremio de los carpinteros construía a destajo, y casas de toda condición se levantaban en la ribera del Thames albergando a nobles, mercaderes y artesanos cuyos dineros atraían a furcias desesperadas y tahúres ansiosos que se refugiaban en las tabernas y posadas que brotaban cerca de los embarcaderos.

Si para Assur, que había conocido Compostela y Nidaros, el asombro fue absoluto, para Thyre, que apenas recordaba otra cosa que las colonias de las tierras verdes, lo que sus ojos veían resultaba tan fantástico como los cuentos de dragones y orcos que había oído de niña.

Todo a su alrededor era un maremágnum. Gentes de todo tipo esquivaban carros y carretas cargadas con mercancías ordinarias y exóticas, y también evitaban palanquines en los que nobles y ricos de ampulosas hopalandas de terciopelo presumían de condición y posición. Grandes calles abiertas se enredaban con oscuros callejones apestosos cubiertos por charcos de orín. Y entre las enormes casas de los gremios y los ostentosos palacios de los mercaderes afortunados en los negocios se inmiscuían las casuchas apretujadas de los oficiales y maestros, las de los comerciantes con menos éxito y las de simples desgraciados que se apilaban unos sobre otros en exiguas chozas levantadas entre callejuelas.

Había judíos que dejaban ver los flecos blanquiazules de sus tzitzit bajo las costuras de sus jubones, y algunos eran francos que hablaban con el mismo deje que tantos años atrás Assur había escuchado de labios de Jesse. También germanos de voces que recordaban al nórdico, algún sarraceno despistado que había sabido encontrar destino y que llenaba los mercados de melodiosos regateos, y frailes que utilizaban el latín para discutir con sacerdotes de aspecto serio.

La pareja descubrió pronto que los anglos hablaban entre sí en un idioma que les era desconocido y, aunque muchas palabras les resultaron familiares, enseguida entendieron que sus ropas y acento causaban recelo en aquellos a los que preguntaban; y Assur supuso que sería, precisamente, por los continuos ataques que sufrían a manos de los nórdicos de Danemark, una ironía que no se le escapó al hispano, pues también se cruzaron con otros normandos que se dedicaban, simplemente, al mercadeo.

Era su primer día en la ciudad. Habían llegado acompañados de vientos racheados que anunciaban chubascos y, a medida que las nubes se fueron oscureciendo, ellos se introdujeron en el dédalo de calles.

Dieron vueltas y vueltas hasta encontrar la orilla del río y ver los grandes embarcaderos de pilotes en los que bosques de mástiles se alzaban entre pasarelas por las que se descargaban todas las mercaderías imaginables; casi siempre gracias al ingente esfuerzo de desgraciados esclavos de cabeza rapada que, vestidos con harapos deshilachados, sufrían bajo el peso de sus cargas llenando el aire con el hedor reseco y salino de sudores pasados, jugándose la vida entre carromatos sobrecargados y tiros de enormes caballos.

Pero, por más que preguntaron, no consiguieron terminar de entenderse con ninguno de aquellos con los que se toparon. Y se vieron obligados a seguir avanzando, inmersos en la marabunta, buscando alternativas entre miradas reprobatorias y algún gesto obsceno que les recordaban la opinión que los suyos merecían en el lugar.

Cuando comenzaron a caer las primeras gotas, buscando refugio descendieron por la vera del río hacia el este y llegaron a una gran confluencia de calles apelotonadas que alimentaba un espectacular puente que cruzaba las mansas aguas del Thames hasta la orilla sur, donde un pequeño barrio parecía emerger de entre las ciénagas, como si la vida de la ciudad, imparable, no pudiera ser contenida ni siquiera por el enorme brazo de agua. Y Assur se dio cuenta de que, mientras aquellas gentes no se decidieran a fortificar las riberas con torres y castillos como los que el obispo Sisnando había levantado en el Ulla, seguirían sufriendo la acometida de los afilados barcos de los nórdicos.

Sin lograr decidirse por una alternativa mejor, a medida que la lluvia calaba sus ropas, continuaron moviéndose por la populosa ribera septentrional y, ya por la tarde, cruzaron un enorme mercado en el que se exhibían gordas truchas, salmones, sábalos, platijas y mil pescados más de curioso aspecto bajo los gritos e improperios de tenderos descarados que parecían capaces de jurar en todas las lenguas conocidas.

Allí encontraron a un mercio que, entre aspavientos de manos cubiertas de brillantes escamas que llevaban hasta ellos el olor punzante del pescado, fue capaz de chapurrear en nórdico lo suficiente como para que averiguasen que estaban en un lugar llamado Billingsgate y que, si querían buscar acomodo, podían hacerlo si regresaban sobre sus pasos hasta la desembocadura del arroyo Walbrook, cerca de donde los inmigrantes se instalaban, en un barrio llamado Dowgate.

Agotados y desesperados, empapados por el aguacero que arreciaba, tras muchos intentos infructuosos por entre las callejuelas de aquel lugar, consiguieron establo para las monturas y un rincón en la sala de una tabernucha de los aledaños del embarcadero; un lugar umbrío donde se durmieron preocupados y apretando su bolsa, temiendo un robo.

Por la mañana tomaron con desgana unas desagradables gachas aguadas acompañadas de pan mohoso. Y Thyre se sintió incómoda desde que abrió los ojos, con el estómago revuelto y un apetito indeciso que le impedía optar entre el ayuno y la gula.

Cuando salieron del cargado ambiente de la taberna, les pareció haber sido cacheteados por la densa mezcla de olores que les sacudió el rostro. Era un bochornoso día que, bajo nubes que crecían alimentándose con la humedad del río, se prometía agobiante y largo.

—Será mejor que seamos pacientes —dijo Assur con resignación.

Thyre se limitó a asentir con desgana.

Fueron a comprobar que el dueño de los establos no les había engañado y, tras ver que la mula y los caballos estaban bien atendidos, se dispusieron a pasar otra jornada callejeando por la zona portuaria, intentando encontrar barcos que partiesen al sur esa temporada y sin imaginar que, en cualquier esquina, podían encontrarse con el hombre que venía dándoles caza desde su partida de Groenland.

Cubriendo la jornada al galope, Víkar alcanzó la orilla del Thames a tiempo para adelantarse al aguacero que ensombrecía el horizonte. Sin embargo, para su desesperación, entre todos aquellos a los que rebasó en su enfebrecida carrera hacia London, no distinguió a sus presas.

A pesar de sus denodados esfuerzos, se le habían escapado. Por poco; pues en Venonis había sabido que solo le llevaban dos días de ventaja. Únicamente dos, pero se le habían escapado igualmente.

No podían haber llegado mucho antes, aunque eso no le sirvió de consuelo. Fuera como fuese, no había conseguido atraparlos, y Víkar, viendo la lluvia bañar aquel millar de callejuelas, comprendió con rencor que encontrar a aquella pareja entre la turbamulta que atestaba la ciudad iba a ser desesperantemente difícil.

Aquel lugar era enorme, un auténtico laberinto en el que resultaba impensable mantener el rastro fresco. Y enseguida se dio cuenta de que, si esos dos todavía seguían allí, la única opción que tenía era patrullar incansablemente el gigantesco puerto. Sabía que buscaban transporte al sur e imaginó que, quizá con las preguntas adecuadas en manos cargadas de la plata de la que estaba dispuesto a desprenderse, podría dar con ellos. Y su odio no le permitió desfallecer, no pensaba rendirse. Estaba dispuesto a encontrarlos, costase lo que costase.

En su primera noche, resguardándose del chaparrón, consiguió ahogar su ira a base de fuerte licor especiado que le sirvieron abundantemente en cuanto apoyó un trozo de hacksilver del tamaño de un huevo de gorrión en el mostrador de uno de los tugurios cercano a los pantalanes.

Y en cuanto despertó, con el palpitar de la resaca royéndole el cogote, su ira se reavivó al recordar lo cerca que había estado de capturarlos. Lo que sirvió para que la oleada de odio que lo embargó reafirmara su empeño; los encontraría antes de que consiguiesen un pasaje al sur.

Parecía haber pulgas suficientes para que hasta el más canijo y tiñoso de los perros callejeros cargase en su lomo regimientos enteros y, cuando se cansaron de pasar los días rascándose desesperadamente las molestas picaduras, dedicaron toda una jornada a buscar un nuevo alojamiento saneado y limpio que, además, les procurase algo de la intimidad que deseaban, ausente en los salones comunes, los tugurios y las posadas que habían probado. Sin embargo, sus esfuerzos resultaron infructuosos, o bien no lograban hacerse entender, o bien recibían frías contestaciones en las que, por las pocas palabras que comprendían y los ademanes de sus interlocutores, el desprecio era obvio.

Después de dos largos días sin pena ni gloria en los que el cese de las náuseas de Thyre fue la novedad más relevante, la suerte se les puso por fin de cara por pura casualidad. En una calle que parecía responder al nombre de Bush Lane encontraron una coqueta tahona en la que se vendían tortas de pan ácimo como las que elaboraban los nórdicos. Y a Thyre, después de las grasosas y pobres comidas de tabernas y cantinas, se le antojó recuperar aquel sabor de infancia.

Entornando los ojos como una niña traviesa, le pidió a Assur que comprase unas cuantas de aquellas piezas redondeadas de blanca corteza y escasa miga.

Contento de ver renovado el baqueteado apetito de su esposa, el hispano se preparó para un duelo de signos y palabras entrecortadas chapurreadas con esfuerzo y, con aire paciente, se dispuso a cumplirle el capricho a Thyre. Pero le bastó ver el aspecto del panadero para, después de la sorpresa inicial, soltar un suspiro de alivio.

De no ser por la corta talla que, aun subido en una tarima, apenas le dejaba mostrar el cuello y la cabeza por encima del mostrador de la tahona, el panadero podría haber pasado por un todopoderoso jarl de las tierras del norte. Aunque la neblina harinosa que desprendía en cada uno de sus movimientos rompía un tanto la ilusión, el pequeño hombre de largas guedejas y barba tupida tenía los fieros ojos claros de los nórdicos. Sus rasgos, apenas disimulados por su enanismo, recordaban a aquellos que tantas veces Assur había visto en los hombres con los que se había topado en sus viajes. Vestía ropas de vathmal sin teñir, un brazalete de oro labrado como un dragón se enredaba en el músculo de uno de sus cortos brazos combados, y de su escaso pero grueso cuello pendía un enorme colgante tallado con la forma del martillo sagrado de Thor. De haber estado rodeado de escudos y espadas en lugar de panes y palas, bien hubiera podido pensarse que el menudo hombrecillo se preparaba para la guerra.

Y algo no muy distinto debió de pasar por la mente del panadero porque, después de mirar a Assur de hito en hito, le habló directamente en nórdico.

—¿Y se puede saber de que knörr te has caído tú? —Había descaro y seguridad socarrona en la voz del tahonero, tan ronca y poderosa que desentonaba con el escaso cuerpecillo de su dueño.

Assur sonrió encantado, sin responder, consiguiendo que el otro lo mirase con evidente suspicacia.

—¿O es que te han tirado por la borda? Si vienes a por provisiones y no eres el patrón, no haré tratos contigo —le advirtió el enano con gesto hosco—. Bastantes líos tengo ya…

—No estoy embarcado —contestó al fin Assur.

—Ya me parecía a mí, hubiera sido mucha fortuna la mía hacer un negocio semejante… ¡En estos tiempos! ¡Has tenido suerte de que no te hayan linchado!

Assur no entendió a qué venía semejante afirmación y el enano se dio cuenta.

—No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad? —lo instó el panadero con aire circunspecto.

Assur oyó a Thyre, que traspasaba el umbral y se acercaba hasta él. Después de girarse hacia ella y volver de nuevo a mirar al pequeño tahonero de aires tan suficientes, negó moviendo la cabeza de un lado a otro.

El enano miraba a la mujer que había entrado en su negocio con evidente interés y siguió hablando con aquella voz atronadora sin apartar los ojos de ella.

—A saber de qué guindo te has caído tú… Svend Barba Hendida anda como perro rabioso, después de quitarle el sitial a Olav de debajo de su mismo culo, ahora quiere cobrarle las rentas a Ethelred por haberlo ayudado a destronar a los de Haldr —dijo apresuradamente—. Cualquier día aparecerán dos centenares de navíos negros por ese apestoso río y quemarán esta ciudad hasta sus cimientos, o eso, o Svend colocará algún pariente en el trono de Ethelred. —A Assur le sonaba vagamente la cantinela, después de lo que había oído en Groenland aquello parecía lógico—. Así que ahora, mientras Ethelred siga temiendo que le arranquen los calzones a mordiscos, hasta el último de los vendedores de vinos francos que se ha instalado en la ciudad se atreve a mirarnos a nosotros con desprecio —aseguró el enano haciendo un gesto con su mano de dedos amartillados, como pretendiendo envolverlos a los tres en aquella disquisición—. ¿Podéis imaginarlo? Yo, que nací en estas tierras, en uno de los campamentos que instaló Ivar el Sin Huesos cuando arrasó esta maldita isla… ¡Desgraciados!

Assur supuso que el enano sería descendiente de alguno de los hombres que habían dominado aquella franja de la isla de los anglos que él mismo y Thyre habían atravesado para llegar a London.

—Nosotros hemos venido por tierra, desde Jòrvik, y pretendemos seguir viaje al sur. No queremos líos —aclaró el hispano—, solo un barco que nos lleve a Jacobsland o, si no hay otra opción, a Aquitania o Frisia.

El panadero rumió aquellas palabras tasando con la mirada a la pareja.

—Así que solo queréis cruzar el canal… —repuso el enano con aire pensativo.

Por un momento todos guardaron silencio, calibrándose mutuamente. Y, de improviso, el tahonero dio dos palmadas secas que levantaron nubecillas de harina, y Thyre no pudo evitar echar un pie atrás, sobresaltada por el ímpetu de aquel curioso personaje, vestido como guerrero, pero que parecía ejercer de pacífico panadero.

—¡Por Odín y todos los dioses! ¿Y dónde está mi hospitalidad? Pasad, pasad, tomaremos algo y brindaremos por este encuentro. Creo que tengo por ahí algo de hidromiel traído desde la mismísima isla del hielo

Y el enano se echó a andar con ajetreo de sus piernas arqueadas, lleno de una seguridad y decisión que el propio Grettir el Fuerte hubiera envidiado.

Assur y Thyre, encantados de poder escuchar palabras que comprendían por primera vez en días, lo siguieron sonriéndose cómplices, animados por la arrolladora personalidad del hombrecillo.

Tras el mostrador y los anaqueles llenos de bollos, roscas, tortas y panes de toda condición, estaba el horno, caliente aún a esa hora gracias a la piedra con la que estaba hecho. A un lado había un pequeño almacén, pulcramente ordenado, con una abundante provisión de leña menuda a lo largo de una de las paredes y, en la opuesta, montones de sacos de harina; del techo colgaban roldanas, poleas y anchas cinchas de cuero curtido que, según supuso el hispano, servirían al panadero para manejar aquellos pesos sin problema a pesar de su escasa talla. Más allá se veían en penumbra unas escaleras que debían conducir al piso superior, que, por lo que Assur intuyó, debía de ser la vivienda.

En la pared del fondo, aprovechando el tiro para dar calor a las piezas que hubiera en el piso de arriba, destacaba el horno, cerrado con dos grandes postigos de hierro, el superior para dar acceso a la gran solera de piedra donde se depositaban los bollos de masa y el inferior para servir de boca al quemadero, este último solado por una portezuela que permitía vaciar las cenizas. A su lado había una gran artesa de oscura madera y sencilla factura; la tapa, pulida por la continua labor del amasado, tenía una fina pátina de harina que la blanqueaba, y a los pies corría una tarima alargada con dos escalones para dejarle a Dvalin llegar al interior y poder trabajar.

El panadero rebuscó entre los sacos hasta hacerse con un barrilete que agitó con ansia, llenando el almacén de sonidos acuosos. Después consiguió para Assur un vaso mellado de cobre, para Thyre una sencilla copa de madera y, para él mismo, un bello cuerno labrado con filigranas. Tras servir raciones raquíticas a sus visitantes y llenarse su propio cuenco hasta rebosar, miró a la pareja con sus agudos ojos claros.

—¿Y qué se les ha perdido a dos nórdicos en un lugar como Jacobsland?

La respuesta solo podía ser la que ya habían dado en tantas ocasiones y, una vez más, no pareció resultar demasiado convincente.

—¿Peregrinos? Ya, y yo fui una vez tan alto como el mismo Thor, pero un chaparrón me cogió desprevenido y terminé encogiendo…

Assur no contestó y Thyre solo sonrió. El tono del enano les decía que su incredulidad también incluía la aceptación de la mentira, como si el panadero asumiese que el motivo del viaje de la pareja no era asunto suyo.

El tahonero apuró el contenido de su cuerno y se volvió a servir antes de hablar.

—Será mejor que empecemos de nuevo… Yo soy Dvalin, hijo de Hamal…

El enano hizo una pausa intencionada y Assur contuvo la pregunta a tiempo al notar la suspicacia del curioso panadero. Dvalin era, precisamente, uno de los nombres clásicos de los mitológicos enanos de las sagas nórdicas, pero era evidente que el tahonero no necesitaba que se lo recordasen, pues en sus ojos se veía un hartazgo palpable a las frecuentes chufas que su nombre debía de provocar.

—… Nací en Lindon, en los antiguos dominios del Danelagen conquistados bajo el estandarte del cuervo por los bravos Halfdan Ragnarsson e Ivar el Sin Huesos…

Thyre, encantada con el singular personaje, no pudo evitar sonreír al oír como el enano hablaba de sí mismo como si fuera el protagonista de una de las eddas recitadas por los escaldos. Pero ni ella ni Assur quisieron preguntar cómo, con tan nobles antecedentes, aquel que lucía aspecto de guerrero se dedicaba a amasar harinas y grano.

—Yo soy Ulfr Brazofuerte, y ella es Thyre, venimos de Groenland —presentó Assur escuetamente.

Dvalin contrajo el rostro valorando lo que intuía gracias a lo que aquella pareja callaba. Le habían caído bien, no habían hecho una sola mención a su estatura. Y tampoco habían puesto en duda su historia, a la que le faltaba algo de la sinceridad que siempre resultaba más fácil ocultar que revelar.

—Y… ¿ya tenéis barco apalabrado?

El enano Dvalin resultó un excelente aliado en aquella ciudad hostil. Aun a pesar de sus maneras grandilocuentes y su origen nórdico, parecía tener amigos hasta bajo las piedras de la vieja muralla romana; esa misma noche les consiguió alojamiento gracias a una viuda de imponente aspecto que respondía al rotundo nombre de Francesca Della Torre, una lombarda de pura cepa que tiempo atrás había huido de su Milán natal por culpa de las gabelas carolingias y un oscuro lío con un obispo implicado. Con la talla de un hombre corpulento, verla derrochando picardía al lado de Dvalin se antojaba más una broma que cualquier otra cosa, aunque, para regocijo de Thyre, la estrambótica pareja parecía llevar años manteniendo una curiosa relación íntima.

Después de un breve período de prosperidad, en el que las influencias traídas desde Milán habían servido a Francesca y a su marido para conseguir labrarse un modesto porvenir mercadeando con vinos en la llamada barriada de Vintry, donde los aquitanos tenían abiertas múltiples bodegas desde tiempo atrás, todo se había complicado. Un día su esposo, Pelagio, murió fulminado, sin aviso previo, quejándose de grave opresión en el pecho y de falta de aire y, desde entonces, Francesca había tenido que ir recurriendo a sus mañas para salir adelante. Había terminado en algún lugar a medio camino entre convertirse en meretriz, casera, mercachifle y adivina, gracias a una abuela mitad agarena mitad veneciana que le había enseñado a decir la buenaventura.

Tenía una casita de una planta, escondida en un rincón entre las tapias cubiertas de hiedra del caótico barrio de inmigrantes que crecía descontroladamente entre las anchas calles Cannon y Thames, ambas paralelas al cauce del gran río y próximas al arroyo Walbrook, que las cruzaba como queriendo desaguar los rumores y borrachos del cercano puerto. Era una vivienda bien arreglada, con un salón amplio y abierto a la luz del día y un par de estancias que estaban separadas por simples colgaduras de lana basta y apretada. Sin duda, había conocido tiempos mejores, aunque ahora había que conformarse con el enjalbegado que la viuda le daba una vez al año a las paredes. Se mantenía a medias vacía, con los restos de los muebles que Francesca no había querido o no había podido vender. Estaba cerca de la iglesia dedicada al santo Stephen y del gran mercado de la zona de Cheap, lo que les permitía acudir a misa para dar sentido a su pretendida peregrinación y, de tanto en tanto, darse algún capricho gastronómico comprando arceas o alondras con las que satisfacer los eventuales antojos de Thyre.

Gracias a la intermediación de Dvalin, la viuda accedió a cederles uno de los modestos cuartos de la casa por un precio módico que no los obligaría a rascar el fondo de su bolsa si su espera hasta encontrar transporte se prolongaba. Además, desde la mañana siguiente, contento de ayudar a sus compatriotas en aquellas tierras extranjeras, el enano se comprometió a emplearse a fondo y hacer correr la voz entre sus conocidos. El panadero, que bien parecía tener tratos hasta con las ratas de los embarcaderos y las palomas de los campanarios, les aseguró que antes o después encontrarían el modo de salir de aquel albañal inmundo lleno de cobardes anglos.

Pero Assur y Thyre, que no podían saber los esfuerzos que Víkar hacía por encontrarlos, no se tomaron a mal la espera, la grandilocuente Francesca los cuidaba con mimo; les preparaba excelentes comilonas en las que abundaban el ajo y los quesos, y Assur disfrutaba compartiendo con Thyre los avances del embarazo. Muchas noches Dvalin se acercaba a visitarlos y les daba nuevas sobre la ciudad, el puerto y, sobre todo, los barcos; y después de disfrutar de alguno de los rustidos de la lombarda, que parecía querer alimentar al panadero como si pudiera conseguir que creciese tres palmos más, los jóvenes salían con alguna excusa sencilla y le dejaban intimidad a la discordante pareja; sin hacer preguntas indiscretas, conformándose con sonrisas cómplices, incluso cuando entendieron que Dvalin pasaba más tiempo en la residencia de la viuda que en la vivienda que tenía sobre su propio negocio.

Thyre empezó pronto a descubrir que la carga del pequeño que crecía en su interior tenía reservados para ella muchos más inconvenientes de los que imaginaba. Ahora que las náuseas parecían haber quedado definitivamente atrás, la pesadez y el dolor de espalda se convirtieron en la novedad y, muchos días, al llegar la tarde se sentía ya derrengada y sin fuerzas. Assur, esforzado y siempre dispuesto, la atendía con todo el mimo posible, preguntándole a menudo por cómo se sentía y si es que tenía algún antojo y, cuando no las traía el propio Dvalin en sus frecuentes visitas, el arponero se encargaba de acercarse a la tahona para conseguir las tortas que tanto le gustaban a ella; aunque él mismo seguía echando en falta, después de tantos años, el fuerte y macizo pan que su madre cocía en el horno de la pequeña casa de Outeiro.

Los dos esposos hablaban con frecuencia de sus expectativas de futuro y, mientras las prácticas de castellano de Thyre se prolongaban en amorosas veladas de cuchicheos en baja voz para no importunar a la viuda, apartada de ellos únicamente por los bastos cortinajes, Assur le contaba a Thyre cosas sobre las verdes montañas y las interminables praderías garabateadas por ríos y arroyos. Le explicaba cómo sería su hogar, le hablaba sobre la bondad del clima y ella parpadeaba incrédula cuando él le decía que allí, en el sur, la nieve y el hielo solo estaban presentes en lo más crudo del invierno. Pensaban qué nombre le darían a sus hijos, qué cultivarían en sus huertos, qué animales comprarían: soñaban, y esos sueños los hacían felices.

Víkar vagó por la ciudad evitando y provocando líos por igual, pasando la mayor parte del tiempo en largos recorridos por el puerto, siempre ansioso por la posibilidad de encontrarse con sus presas.

Cada noche buscaba una taberna distinta en la que hacer preguntas discretas y dejar incentivos; no obstante, indefectiblemente, terminaba siempre borracho de alcohol y ahíto de frustración, desesperado por tener la oportunidad de despellejar a Ulfr. Sin embargo, necesitaba averiguar mucho más sobre los ritmos de los cargueros o las idas y venidas de los mercantes en el puerto y, aunque prefería pensar que había llegado a tiempo para evitar que se le escapasen, la incertidumbre lo carcomía.

Para resolver el problema del idioma optó por las bravas y, a las pocas noches de estar en London, buscó la más concurrida de las cantinas, un antro pestilente no lejos del mercado de Billingsgate cuyo descascarillado cartel de madera apolillada anunciaba como The Bald Swan. Y, tras pagar un par de jarras de carísimo vino franco, se puso a gritar a voz en cuello hasta que un ceniciento tipejo barbilampiño y escuálido que prolongaba las eses como si le fuera la vida en ello se le acercó.

—Yo puedo entender tu lengua…

Al tiempo que la concurrencia se olvidaba del revuelo y los más nerviosos enfundaban sus puñales, Víkar estudió al hombre. El pelo parcheado y las calvas delataban sarna, y los brazos huesudos y las piernas nudosas hablaban de hambre.

—¿De veras?

Tenía ojos saltones estampillados por pequeños iris castaños y una boca mugrienta de labios agrietados.

—Sí… Soy hijo de un esclavo liberado de uno de los burgos del Danelagen —aclaró como toda explicación.

El acento era, sin lugar a dudas, repelente, pero era evidente que sabía hablar la lengua de los nórdicos. Satisfecho, Víkar abrió las manos señalando las jarras de vino que le habían traído y el otro comprendió al instante.

—Estoy buscando a alguien —dijo cuando el sarnoso se hubo sentado.

—Pues esta es una ciudad muy grande —repuso el recién llegado mirando hacia el vino y pidiendo permiso con sus ojos de rana bien abiertos.

Víkar asintió y el otro se sirvió con impaciencia.

—¿Y de qué infecto agujero hediondo te has escapado? —preguntó el nórdico deseando saber algo más sobre su interlocutor antes de entrar en detalles.

—Mi nombre es Henry Smithson y nací en Dover, aunque ya no recuerdo cuándo —contestó volviendo a interesarse por el contenido de las jarras—. Parientes tuyos nos atacaron, mataron a mi padre y a mis hermanos, violaron a mi madre, quemaron la mitad de la aldea y yo y muchos como yo, los más jóvenes, fuimos vendidos en Jòrvik…

Resultó inquietante la apatía del relato, como si al propio Smithson no le hubiera importado. Víkar sabía que no habían sido los suyos los que se habían dedicado a expoliar las costas anglas, sino los de Danemark, como delataban los dejes del espantoso nórdico que el otro había aprendido, pero creyó más importante centrar la conversación en temas más interesantes.

—¿Y cómo sé yo que puedo fiarme?

Henry Smithson se encogió de hombros haciendo que el gesto lo emparentase con una comadreja tiñosa.

—Eso dependerá del pago, cuanto más alto sea, mayor la confianza —dijo con pasmosa naturalidad.

A Víkar le gustó la respuesta. Él necesitaba a un intérprete capaz de moverse por los barrios más pobres y por los embarcaderos, y también pretendía valerse de un correveidile que lo ayudase a esparcir las nuevas de la recompensa que estaba dispuesto a ofrecer, así que, evitando detalles, le explicó al anglo a quién estaba buscando, lo que dio tiempo al de Dover a vaciar la primera de las jarras.

—Bueno…, ahora, con las pretensiones de Svend, el ambiente vuelve a revolverse, pero los antiguos tratados de paz aún tienen algo de valía y sigue habiendo muchos como tú en la ciudad —aclaró pensativo—, la mayoría venidos desde el Danelagen, como yo mismo… Supongo que el mejor lugar para empezar a buscar sería el barrio de Dowgate, es donde suelen acabar todos los extranjeros…

Aquello era tan buen comienzo como cualquier otro para Víkar y, aunque no se esforzó por darle más detalles, se aseguró especialmente de recordarle que la recompensa sería cuantiosa; y también de sugerir que, no sin discreción, se corriera la voz de que estaba dispuesto a pagar por cualquier información que le llevara hasta aquellos que buscaba.

Henry valoró sus posibilidades, pero no le hizo falta pensar demasiado para caer en la cuenta de lo que le convenía hacer. Aquel nórdico de gesto hosco parecía muy capaz de quebrarle la cerviz de un golpe seco, pero también semejaba tan impaciente por encontrar a aquella pareja como para pagar un precio desmedido. Así, aunque sus tripas le decían que no, como solía pasarle a los hombres de poco espíritu, su avaricia pudo fácilmente vencer su escasa prudencia.

Faltaba poco para la festividad del santo Paul, patrono de la ciudad, y el verano se volvía pesado con días húmedos y largos. Thyre se sentía cada día más embargada por las sensaciones que la colmaban a medida que su cuerpo cambiaba y el hijo de Assur crecía; el primer día que el bebé se había movido en su interior se sintió tan feliz que a punto estuvo de llorar. Ahora, con el estío encima, el tiempo bochornoso que el río proporcionaba a la ciudad no le ayudaba a sobrellevar la pesadez de su vientre, pero aun así, e incluso cuando la espalda y las corvas le dolían pidiendo un descanso, se sentía inmensamente alegre. Impaciente y deseosa de que llegase el día del nacimiento de su primer hijo.

Assur, tan encantado como su esposa, disfrutaba compartiendo con ella todas y cada una de las novedades, y muchas noches se dormía apoyando su mano en el vientre abultado de Thyre, sintiendo la vida que luchaba allí por abrirse camino. Sin embargo, un tanto más práctico que ella, también era consciente de que debía empezar a preocuparse por otros asuntos.

—O nos vamos antes de una semana, o tendremos que esperar a que el bebé haya crecido lo suficiente, no podemos afrontar un viaje tan largo de otro modo…

Dvalin asintió distraídamente, pues había centrado su atención en los devaneos de Francesca, que, con manos grasosas por las lonjas de tocino, mechaba pequeños pichones rellenos de olivas majadas, explicándole a Thyre lo que hacía en una espesa mezcolanza de todos los idiomas que chapurreaba. La islandesa asentía como si comprendiese mientras preparaba los espetones que usarían y, entre sonrisas, miraba de tanto en tanto a su esposo buscando de él algún gesto cómplice.

En un cacharro al fuego se pochaban las verduras de temporada que habían troceado como guarnición y toda la estancia se llenaba del olor de sus preparados.

Mientras las mujeres terminaban con la cena, Assur y el panadero, después de haber contribuido limpiando y troceando un hato de abrojos frescos, charlaban sentados a la mesa de roble que la viuda conservaba. Dvalin trasegaba cerveza y el hispano, con la silla de costado y las piernas dobladas para apoyar los pies en el travesaño que unía las patas, terminaba los detalles del labrado de aquella cajeta de colmillo de morsa que había empezado a trabajar tanto tiempo atrás, cuando se embarcara en el Gnod rumbo a las desconocidas tierras de poniente.

—Si apareciese ahora mismo un barco con destino a Jacobsland, no sabría qué decisión tomar…

El enano, después de voltear los ojos, probablemente imaginando lo que esperaba de la viuda para esa noche, centró de nuevo su atención en Assur antes de contestarle.

—Ya te dije que ese carguero a Bayonne de hace un par de semanas era una buena opción, te lo advertí.

—Lo sé, lo sé, pero de habernos embarcado, hubiera significado tener que completar treinta o cuarenta jornadas más a pie hasta Compostela —se quejó el hispano—, aunque nos llevásemos nuestras monturas o comprásemos otras, una vez cruzado el canal, sería un esfuerzo demasiado grande para ella —afirmó girándose para mirar hacia donde las dos mujeres trasteaban—. No puedo abordar sin más cualquier cascarón que cruce el canal…

Assur no quiso enredar con sus dudas, la ayuda del otro estaba resultando inestimable y haber dejado en sus manos la búsqueda de pasaje los libraba a él y a Thyre de largas caminatas infructuosas por los embarcaderos.

Por su parte, Dvalin empezaba a pensar que, para su inmenso tamaño, el otro resultaba un tanto blando, y aunque estaba encantado de ayudar a dos que sentía como compatriotas, temía que sus esfuerzos fueran en vano.

—Creo que te preocupas demasiado, ella es fuerte y, sea lo que sea lo que crece en su interior, también lo será, a fin de cuentas, tú eres el padre —añadió el panadero pinchando con su índice achatado el músculo del brazo que Assur apoyaba sobre la rodilla mientras labraba el colmillo—. Habéis llegado hasta aquí, ¿no?

El hispano abandonó por un momento el cuchillo y pensó en lo que acababa de decirle su nuevo amigo.

Aquella misma noche, mirando el perfil dormido de su esposa y todavía con el sabor ajado de los guisados de Francesca en el gaznate, Assur luchó contra la falta de sueño pensando en las palabras de Dvalin.

Desde aquella aciaga mañana en que su vida se había roto a la vez que su hogar ardía, Assur había estado deseando recuperar lo que había perdido. Y sabía que muchos habían quedado atrás, pero aun así también había querido construirse un refugio de esperanzas que le había servido para seguir adelante sin rendirse ante las adversidades. Sin embargo, ahora que aquello con lo que había soñado estaba tan cerca, la sinceridad sin tapujos del enano le hacía darse cuenta de que deseaba, tanto como temía, lo que iba a suceder. Incluso sin imaginar que, no muy lejos, el esmirriado Henry Smithson obedecía las órdenes de Víkar, buscándolo a él y a su esposa.

La noche se fue encontrando más cómoda a medida que las horas avanzaban al ritmo de las campanadas del más del centenar de iglesias que atestaban London. Y, buscando respuestas que el entramado de vigas del techo no escondía, Assur oyó como Dvalin se despedía de Francesca entre susurros y se marchaba a la tahona para amasar la hornada del día.

Cuando el enano se fue, Assur, hastiado, se levantó procurando no hacer ruido y, teniendo cuidado de que los herrajes del portón no chirriasen, salió al fresco de la noche. Pero no encontró la paz que esperaba, demasiado acostumbrado a los espacios abiertos y a las cubiertas de los navíos, el opresivo horizonte de aquella callejuela de la ciudad, con sus altos muros, sus hedores y su desolado aspecto, le pareció una prisión.

Algo abatido, se dejó caer en el escalón de entrada y, mirando al suelo, se dio cuenta de que, tumbo tras tumbo, había terminado por convertirse en un paria desarraigado.

Cuando alzó de nuevo la vista, vio a un gato que, desde el otro lado de la calle, lo miraba con suspicacia entornando enormes ojos amarillos. Era un bonito animal de largo pelaje gris rayado de oscuro, sentado sobre los cuartos traseros y con el rabo enrollado sobre las cuatro patas, apretadas en apenas una pulgada.

Assur extendió uno de sus brazos con la mano abierta y le chistó suavemente animándolo a acercarse. El gato inclinó la cabeza a un lado, como valorando la proposición, pero no se movió. Testarudo, el hispano movió los dedos queriendo llamar la atención del animal, invitándolo de nuevo a acercarse, y como respuesta solo recibió un corto maullido grave.

Olvidándose de sus preocupaciones, el antiguo ballenero entró en la casa procurando no hacer ruido y se hizo con una de las carcasas que habían quedado tras la cena. Al girarse de nuevo hacia el quicio de la entrada, descubrió que el gato había cruzado la calle y lo miraba con curiosidad desde el ruedo de la puerta.

Assur se acercó con pasos tranquilos y movimientos suaves, desmigando los restos de carne pegados a los huesecillos del pichón y el felino respondió con un nuevo maullido circunspecto.

Al llegar al umbral, bajo la escasa luz de una luna menguante y las pocas estrellas que se libraban del manto de nubes, el animal se echó atrás sin dejar de mirarlo, indeciso pero demasiado tentado como para salir corriendo.

Acuclillándose, Assur extendió de nuevo el brazo y le tendió las migajas al animal, que movía cómicamente el hocico, anticipando el bocado sin llegar a atreverse. Durante un buen rato, ambos se estudiaron valorando sus opciones hasta que, finalmente, y no sin desconfianza, el felino encontró los redaños que le hacían falta para acercarse.

A Assur se le combaron los labios con una sonrisa y el gato respondió con un maullido corto y bajo. Seguía mirando al humano con recelo, pero era evidente que el incentivo le resultaba apetitoso. Posando sus patas como si el suelo quemase, alzó el rabo plumoso y agitó sus orejas, decoradas con largos pincelillos de pelos grises. Y, cuando ya estaba a su lado, estiró el cuello arrugando el hocico negro y sacudiendo los largos bigotes. Dio un paso alejándose tímidamente y, arrepentido, miró a Assur con una expresión franca, sopesando una vez más la situación. Luego, lanzándose hacia delante con la rapidez de la suspicacia, cogió entre los afilados dientes la carne que Assur le ofrecía. Se echó de nuevo atrás, dejó caer el bocado al suelo y, solo tras olisquearlo, se decidió a comerlo.

Después de tragar se pasó la lengua rasposa por el canto de su mano peluda y, con simpáticos gestos hacendosos, se frotó los morros y bigotes para limpiarse los restos de grasa.

Assur le ofreció entonces la carcasa entera y el gato, algo más confiado, se acercó de nuevo, dándole tiempo esta vez a acariciarlo por un momento, con el pudor de una jovencita tímida. Luego echó los dientes a los restos del pájaro y se alejó corriendo con ellos, abriendo mucho las patas delanteras para hacer sitio a la carcasa del pichón.

Viéndolo marchar en dirección a los desaguaderos que daban al Thames, Assur sonrió de nuevo, sintiéndose de pronto mucho mejor.

Henry Smithson le había mentido a su nuevo patrocinador, había pasado su infancia y adolescencia como esclavo, pero jamás había sido liberado, se había escapado y había sobrevivido como fugitivo en los convulsos bosques de Sherwood, en pleno Danelagen, huyendo de nórdicos y anglos por igual mientras unos y otros se peleaban por el control de la zona.

Con el paso de los años, a medio camino entre la mendicidad y la delincuencia, el hijo del herrero de Dover había ido sobreviviendo a duras penas sin más gloria que la de ocasionales robos afortunados a algún acaudalado despistado, ya fuera en los abastos de Cheap o en cualquier otro de los populosos mercados de London, donde había terminado cuando el hambre del frío invierno de los bosques lo había empujado a buscar las provisiones de la ciudad.

Ahora, encantado de sacar ventaja a la lengua aprendida en sus años de cautiverio, aprovechaba la oportunidad que el hosco Víkar le brindaba para reunir unos buenos dineros. Contento como una comadreja en un corral cerrado y dispuesto a conseguirse el mayor beneficio posible, cumplía escrupulosamente las órdenes del nórdico, tomándose únicamente la libertad de sisar lo justo de la plata y preseas que Víkar le proporcionaba para sobornar a estibadores, cantineros, capataces y tenderos de medio London.

Sin embargo, a pesar del insondable dispendio del nórdico, Henry no conseguía encontrar a la pareja que buscaba su patrón y era consciente de que Víkar comenzaba a impacientarse. El verano avanzaba y la enormidad de la ciudad empezaba a resultar una excusa pobre e inútil a la que su jefe se había acostumbrado demasiado rápido.

Sabedor de su necesidad de prontos resultados, Henry tentó a Víkar con algunos rumores ingeniados, pretendiendo darle ciertas esperanzas sobre posibles pistas que sirvieran para soltarle los cordones de la faltriquera y así, continuar aprovechándose. Además, para distraer el ímpetu del nórdico, Henry le buscaba con asiduidad díscola compañía femenina que lo desfogase. Sin embargo, aquella misma noche, cuando se encontraron en una de las mesas del Bald Swan, tal y como habían acordado, el ceño fruncido de Víkar fue acicate suficiente para que Henry se diese cuenta de que la paciencia de su patrón se estaba terminando.

—Tengo buenas noticias —mintió el de Dover sentándose frente al nórdico—, conozco a un raterillo que se gana el pan en las cercanías de la iglesia del santo Botolph —se inventó Henry sobre la marcha—, y esta misma tarde me ha contado algo interesante —dijo abriendo aún más sus ojos saltones y dejando la frase en suspenso.

Víkar no pareció impresionarse y pidió otra jarra del vino especiado al que se había hecho desde su llegada a London.

—Está seguro de que los vio hace un par de días saliendo de la iglesia, después del servicio…

El nórdico resopló cansinamente mientras se vertía una abundante ración.

—¡No hay duda! Tenían que ser ellos —insistió Henry encogiéndose al ver que el rostro del nórdico se mantenía impasible.

Víkar vació el vaso de barro y se pasó el dorso de la mano por los labios y el bigote.

Henry se estrujó sus dedos mugrientos de largas uñas sucias pensando en algo más convincente que decir.

Era temprano y había pocos parroquianos: unos cuantos canteros cubiertos del polvo de la piedra que se pasaban el día picando, el maestro jefe del gremio de curtidores, un obeso beodo que siempre llegaba al Bald Swan a tiempo para ser el primero en emborracharse, y dos tipos con pinta de caballeros venidos a menos que, con sus gambesones raídos y sus botas agujereadas, parecían esperar una guerra que les granjease una oportunidad sobre la que solo ellos sabían la verdad.

Víkar se alzó de pronto, haciendo bailar la mesa y tirando el taburete en el que había estado sentado, y echó la mano al pescuezo de Henry con un gesto brusco que tumbó la jarra y desperdició el vino. Antes de que el otro pudiera reaccionar ya le apretaba la gorguera imberbe con dedos de hierro.

—¡Escúchame, sapo inmundo! Tienes una semana…

Todos se giraron ante el estruendo, pero nadie dijo nada, mientras la gresca se quedase en una sola mesa no pensaban intervenir, así solía ser en el Bald Swan, donde cada cual sabía que no debía probarse las botas del vecino.

Henry, boqueando como una caballa en la red, empezaba a palidecer al mismo ritmo que sus labios azuleaban.

—Si no los encuentras antes de una semana, te rajaré tu mugriento vientre, te sacaré las tripas, las ataré a un pilote del puerto, te tiraré al río y te obligaré a nadar dejando tras de ti las inmundicias que guardas en tu merdoso ser…

Y luego lanzó al pobre desgraciado como a un pelele.

Mientras Henry gateaba intentando recuperar el aliento con roncos silbidos, Víkar retomó el asiento y pidió otra jarra de vino.

—¡Una semana!

—Os están buscando —anunció Dvalin sin preámbulos.

Assur se alegró de que Thyre hubiese ido con Francesca al mercado.

—¿Estás seguro? ¿A nosotros?

Dvalin, tras su mostrador, inclinó la cabeza y se rascó el cogote con gestos absurdamente exagerados.

—A lo mejor —dijo el enano con retranca—, te crees que aquí los gigantones con acento raro y cicatriz en la mano derecha brotan en las esquinas, especialmente ahora que ha llegado el calor, que es cuando florecen los de ojos azules con preciosas muñequitas de pelo ondulado colgadas del brazo… ¡Claro que estoy seguro!

Assur no tuvo que pedir detalles para imaginarse quién los estaba buscando. Sin embargo, Dvalin lo miraba esperando respuestas y el hispano se sintió obligado a decirle la verdad.

—Es una larga historia…

El enano salió de detrás del mostrador sacudiéndose malamente la harina que lo cubría y se acercó a Assur echando la cabeza atrás para mirarlo a los ojos.

—Hace tiempo que no me emborracho antes del mediodía, los años me han hecho perder las buenas costumbres. Pero creo que hoy es una ocasión tan buena como cualquier otra… Cerramos el negocio, nos vamos a una taberna que conozco en la calle Lombard y me cuentas lo que te apetezca —le dijo sonriendo con sorna—. Y mañana, cuando se nos pase la resaca, nos vamos a buscar a ese malnacido, le arrancamos la cabeza a golpes y escupimos en su garganta palpitante a tiempo para que sus ojos moribundos lo vean…

—¿Recuerdas cuando el otro día me preguntaste de dónde venía eso de Brazofuerte?

El enano inclinó su rostro repetidas veces, asintiendo con impaciencia, y Assur contó su historia, pero solo a partir del momento en que, gracias a aquel lanzamiento de ochenta yardas, había conseguido un puesto en el Mora. El resto se lo guardó. Procuró ser escueto y ceñirse a lo fundamental y, mientras hablaba, Dvalin no interrumpió; se dedicó a beber la abundante cerveza tibia que les iban sirviendo en aquella covacha que había elegido en la calle de los inmigrantes lombardos. Un lugar en el que, por lo que Assur pudo ver mientras sorteaban carretas y porteadores, todo el mundo saludaba con respeto y cariño a su pequeño amigo, y el hispano supuso que la relación de aquel con Francesca era la explicación.

El figón era un local estrecho como las caderas de una de esas beatas del Cristo Blanco, según el propio Dvalin. Y al enano le gustaba porque tenía buena amistad con el tabernero, un tipo obeso de rechonchas mejillas que era hijo de emigrados lombardos y llevaba el nombre de Carlo; ya que era precisamente allí donde solía adquirir olivas importadas de la Brixia natal de Francesca, un antojo caro y difícil de encontrar en London, pero que, como bien sabía Dvalin, la viuda adoraba. Y, gracias a la confianza con el cantinero que sus frecuentes compras le habían granjeado al tahonero, los dos amigos habían conseguido un tranquilo rincón al fondo del angosto tugurio, lejos de miradas indiscretas.

—O sea, que el responsable no es ese sapo escurrido de ojos saltones que lleva semanas cagando plata en todos los mentideros de la ciudad…, sino ese tal Víkar.

Assur asintió jugueteando con su propio vaso y pensando en su esposa y en su futuro.

—Y… ¿qué piensas hacer?

No hubo contestación y el flemático enano porfió.

—¿Se te ha comido la lengua el gato?

Assur no pudo evitar reírse recordando al glotón felino con el que se había topado la noche anterior y Dvalin estuvo a punto de estampar la rebosante copa de cerveza que acababa de servirse en la cabeza del hispano.

—¿Se puede saber qué te resulta tan gracioso? —dijo conteniéndose.

—Es solo que me has recordado algo —repuso Assur relajando la expresión mientras el enano lo miraba inquisitivamente.

—¿Algo relacionado con mi estatura? —preguntó Dvalin con un frío aire suspicaz sin soltar su copa.

El hispano negó con la cabeza mientras contestaba.

—Oh, vamos… Claro que no, ya sabes que el único problema con tu estatura lo tengo cuando he de preocuparme de cogerte en brazos para que puedas besar a Francesca…

Assur terminó la frase sonriendo y cambiando la seriedad inicial por un tono mucho más gentil.

—¿Por qué no te tiras al río a ver si encuentras ranas con pelo? —replicó el panadero haciendo aspavientos con las manos y echándose hacia atrás en su silla.

Dvalin, más por orgullo que por haberse sentido realmente ofendido, mantuvo su pose enfurruñada durante un buen rato, echándose al coleto pequeños sorbos de la amarga y espesa cerveza, lo que le dio tiempo al hispano para pensar con calma.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? —preguntó finalmente el enano cuando la curiosidad pudo más que la soberbia.

Assur se tomó su tiempo antes de responder.

—Nada…

Al pequeño panadero se le destensó el rostro con un gesto que aniñó aún más sus rasgos infantiles.

—Nada —repitió el hispano con pesadumbre—, estoy cansado. Ya ha habido suficientes muertes…

Dvalin se revolvió rápidamente, como un animalillo al que hubieran pisado el rabo.

—¿Es que piensas que se va a cansar de ir tras vosotros? ¿O es que crees que os está buscando para invitaros a cerveza? —preguntó inclinándose sobre la mesa y cogiendo la jarra tan bruscamente como para salpicar goterones de espuma en la tablazón—. ¿Acaso piensas esconderte como un cobarde?

Algo brilló en los profundos ojos azules de Assur y el enano calló de golpe.

—No se trata de ser o no cobarde… No es una cuestión de agallas, es solo que estoy harto…

Dvalin se había pasado su vida deseando ser grande y fuerte como lo era Ulfr, capaz de quebrarle el pescuezo a cualquiera sin otra arma que las propias manos. Blanco continuo de las burlas más crueles desde su infancia, hacía ya muchos años que el enano se había prometido a sí mismo que jamás permitiría que una ofensa quedase sin respuesta, por lo que no entendía a qué venía la calma de su amigo.

Sin embargo, a pesar de sus dudas, el tahonero consideró un momento lo que le estaban diciendo, y terminó asintiendo después de que Assur hubiera tenido tiempo de juguetear un poco más con su sobada copa.

—Pero… hasta ahora solo hemos tenido noticias vagas sobre barcos con destino a Jacobsland. Aquí ya hay más iglesias que burdeles y aun así parece que los anglos prefieren ser putañeros antes que peregrinos…

Assur no podía negar lo evidente. El enano tenía la razón consigo, en las lunas que llevaban en London las referencias sobre navíos en travesía al norte hispano habían sido escasas y poco fiables.

—Puede que tengas que esperar hasta la temporada que viene —insistió Dvalin.

—Puede. Especialmente con el embarazo de Thyre… Pero no buscaré una confrontación —añadió Assur con una firmeza obviamente inquebrantable.

El enano se guardó lo que hubiera querido decir, convencido de que su amigo se equivocaba. Pero también seguro de que, sabiendo como sabía que la cabeza del otro era aún más dura que un canto, Ulfr no cambiaría de opinión.

Sin darle oportunidad al panadero de decir algo más, el tabernero se acercó para charlar afablemente y, de paso, como si el asunto no fuese de su incumbencia, comentar que había recibido nuevos barriles de olivas. Ni Assur ni Dvalin lo interrumpieron y, mientras el cantinero hablaba, el enano miraba de tanto en tanto al arponero, que actuaba como si la conversación que acababan de mantener no hubiera existido jamás.

Perdida la atención de Dvalin, que no parecía interesado en la ganga que le ofrecía, el tabernero, sintiéndose incómodo, pero no queriendo ser descortés, buscó cualquier otro tema de conversación, para no despedirse sin más. Resultó que, como muchos otros en aquella isla cuajada de arroyos, tenía afición por ir al río y, caña en ristre, solía pasear las riberas en busca de escalos, cachos y anguilas. Lo que Ulfr aprovechó para seguirle la corriente hablando de anzuelos y liñas, contándole también sobre aquellas truchas de vivos colores que había pescado en Vinland.

El hispano habló de todo lo que se le ocurrió con tal de no darle oportunidad a Dvalin para retomar la charla que habían dejado pendiente.

Se entretuvieron hasta la tarde, charlando amistosamente sin más preocupaciones que el suministro de cerveza. Y, un tanto ebrios, se despidieron con promesas grandilocuentes y palabras efusivas, como amigos de toda la vida. El tabernero, imbuido de la amistad promovida por el alcohol, incluso le regaló a Assur unos anzuelos vestidos con plumas e hilos atados, a la sazón de bichos y moscas de ribera que, según dijo, estaban muy en boga entre los de la isla. Agradecido, el hispano pagó con generosidad y, sin saber en qué otro sitio ponerlos, se guardó aquellos curiosos anzuelos, que casi parecían vestidos para una recepción real, en la cajeta de colmillo de morsa que había venido labrando.

Dvalin había conseguido disimular después de la cuarta o quinta ración de cerveza, pero ya había tomado su decisión antes de que los dos pescadores empezasen a contarse mentiras sobre el tamaño de los peces que habían capturado. Para el enano no había sentido alguno en la reacción de Ulfr. Y él sabía bien que, cuando se deja a un matón campar a sus anchas, al final, se pagan las consecuencias; por lo que Dvalin rumiaba cómo y qué hacer al respecto.

Al llegar a casa de Francesca fueron recibidos por las reprobadoras miradas de sus mujeres, que no supieron ver con buenos ojos el hosco talante de la tajada del enano ni el ausente temperamento de la borrachera de Assur. Pero ambas estaban enamoradas y, aun sabiéndose con la razón, perdonaron los excesos de aquellos niños grandes y les pidieron que aguardaran y se comportaran como debían mientras terminaban de asar la pitanza.

La casita estaba llena de los olores de la receta de Francesca. La noche se anunciaba con la pereza del verano, anticipando las nieblas de la amanecida siguiente. Fuera, en la calle, las madres llamaban a sus hijos para que dejasen de corretear y se preparasen para la cena.

Mientras esperaban a que el par de liebres que la viuda rustía al fuego terminase de hacerse, Dvalin supo que no podía dejar tras de sí todo aquel asunto así, sin más.

Henry Smithson nunca dudó de la veracidad de las amenazas de Víkar. Y el cañuto ya suponía que no le quedaría otro remedio que huir y esconderse en la espesura de los bosques anglos, de nuevo entre forajidos y bandoleros, cuando un golpe de suerte le permitió convencer a su patrón de que había encontrado, por fin, un rastro fiable.

De hecho, como si hubiera podido intuir los sentimientos de su confidente, Víkar no esperaba que aquel enclenque de ojos saltones se presentase a la cita, pero lo hizo, luciendo una grimosa sonrisa que le causó al nórdico la misma sensación incómoda que meter la mano en las entrañas de una becada que llevaba demasiado tiempo oreada.

Dvalin sabía que su estatura podía resultar llamativa, pero también que le permitía ocultarse fácilmente en las calles atestadas, y no le costó seguir a aquel tipejo con aspecto de sapo arrollado por las ruedas de un carro recién cargado en las dársenas. A media tarde, cuando dejaba preparados el fermento y la harina para la masa del día siguiente, lo vio husmeando a la entrada del negocio y recordó las palabras de quienes lo habían advertido días antes. Tenía que tratarse del indeseable contratado por el tal Víkar para encontrar a Ulfr.

Y así, por el poco cuidado que tuvo Henry al cumplir el encargo, Dvalin pudo tomar partido en aquel enrevesado asunto, aun a pesar de lo que su nuevo amigo le había dicho.

Después de ver a aquel indeseable fingiendo ante su negocio, el panadero siguió pretendiendo indiferencia y, entre las visitas al mostrador para atender a alguna matrona que se había retrasado con las compras del día o a los desdichados que, por ahorrar, pedían pan rancio, continuó con sus quehaceres. Valiéndose de sus poleas y artilugios, trasladó los sacos de harina que necesitaría y amontonó la leña que le haría falta para templar el horno en la madrugada. Y hubo de pasar un buen rato disimulando antes de que el otro se decidiera a marcharse.

Echando un vistazo distraído a la concurrida calle, lo vio alejarse dejando tras de sí un olor a albañal reseco y Dvalin se apuró a cerrar el negocio. Mientras daba vueltas a la llave buscó a un chiquillo harapiento al que darle uno de los nuevos mancusos acuñados por el rey Ethelred a cambio de llevar recado a casa de Francesca: esa noche se retrasaría.

Había ido tras él, sorteando a otros transeúntes y manteniendo una distancia prudencial. En su camino ambos se fueron cruzando con los carpinteros de ribera y los oficiales de los astilleros, que habían terminado su jornada, con los tenderos que, como Dvalin, habían echado ya el pestillo, con niños roñosos que jugaban a la piedra o luchaban, con los carboneros del puerto, cubiertos por el negro polvo que les dejaba el trajín diario, con yegüerizos y mozos de cuadras, con cordeleros, herreros y una legión de menestrales, capataces, oficiales y aprendices; la ciudad se recogía y, como si hubieran recibido una señal, también pasaron junto a las fulanas que empezaban a surgir de los callejones, como gusanos de una manzana al fuego.

Tras unas cuantas vueltas por callejuelas cada vez más estrechas, Dvalin vio girar a su presa bajo el letrero desportillado del Bald Swan y, sabiendo que llamaría demasiado la atención si se metía en la taberna, se dispuso a esperar. Compró una empanada de carne en un puesto callejero que inundaba los alrededores con el olor del sebo cocinado y buscó una esquina oscura en la que acechar sin ser visto.

Aún no había terminado de chupetearse los dedos grasientos cuando aquel esmirriado con más ojos que cara salió de la taberna con una amplia sonrisa que le retorcía el mentón. Entonces, Dvalin tuvo que tomar una decisión y optó por aguardar. Si lo había despachado con tanta premura, probablemente se debía a que Víkar querría más detalles, así que el enano se imaginó que, antes o después, sorprendería a aquel tipejo rondando su negocio en busca de Ulfr o Thyre, o quizá para seguirlo a él mismo.

El nórdico tardó un buen rato en salir del Bald Swan y, cuando lo hizo, se tambaleaba ebrio de un lado a otro. Era obvio que había aprovechado su tiempo en la taberna, pero aun borracho como estaba resultó evidente para Dvalin que aquel era un tipo peligroso.

Parecía un poco más bajo que Ulfr, pero más grueso, con el vientre hinchado por la cerveza y los excesos de carne, aunque el enano se hubiera apostado el valor de dos hornadas a que se mantenía firme, sin restarle agilidad a su dueño. Sus brazos eran fornidos y de muñecas gruesas, acostumbrados a alzar las armas que portaba a la cintura. Tenía el cabello y la barba oscuros y sus ojos eran claros, aunque Dvalin, por la distancia, no pudo distinguir el color. Era todo lo que el enano hubiera querido ser y parecer, y Dvalin no pudo evitar sentir un resquemor bilioso que le sirvió de acicate.

Lo siguió ayudado por la oscuridad y las sombras de la noche que se cernía en la ciudad, llenándolo todo con una brisa fresca que revolvía los hedores y las miasmas de los miles de almas que llenaban la ribera del Thames. Las ratas del puerto campaban pegándose a los frisos de las fachadas, camino a los muladares y, mientras los vagabundos las cazaban para evitar morir de hambre, los noctámbulos buscaban entretenimiento.

Cuando llegaron a los embarcaderos el nórdico se detuvo junto al río. Dvalin, que no lo perdía de vista, se agazapó entre cajas vacías, en un tramo de adoquines que brillaba por las escamas sueltas del pescado que se había trajinado en el cercano mercado de Billingsgate. Víkar, pese a su ebriedad, se subió con equilibrio envidiable en uno de los pilotes y orinó ruidosamente haciendo su aportación alcohólica al maltratado Thames, que a esa altura ya recibía las aguas de las sangraduras, achiques y desagües de gran parte de la populosa ciudad.

Luego lo vio rondar con familiaridad hacia el oeste, remontando el río hasta el salón de la cofradía de boteros para, después de titubear en un par de bocacalles, internarse en los callejones transversales a la vía del Thames. Después de un centenar de pasos se acercó a un corrillo de mujeres que, por los apretados corpiños y los llamativos colores con los que se habían pintarrajeado, anunciaban su oficio eficientemente.

Víkar eligió a la más alta, una mujerona corpulenta de amplias curvas con cierto aire a potranca desgarbada. Entre risas y palabras incoherentes que solo necesitaron la traducción que aportaron las monedas que le entregó, se echaron a andar.

Torcieron varias veces, regresando hacia el este. Y Dvalin la vio a ella hacerle arrumacos cariñosos al nórdico. Acabaron en una posada de mala muerte en el primer piso de un caserón ajado oculto en uno de los callejones que daban a la calle del puente.

Viéndolos subir por la escalera que corría por el lateral de la vivienda para dar acceso a los hospedados, Dvalin se dio por contento. Ya sabía lo que necesitaba. Ahora solo le faltaba esperar a que el otro volviese a rondar alguna vez la panadería.

Thyre se sentía muy pesada y torpe, casi incapaz de hacer hasta las tareas más pequeñas. Y aunque no estaba segura, por sus cuentas todavía faltaba, al menos, una luna para el parto. Sin embargo, le daba la impresión de que la vida en su interior luchaba ya por abrirse paso, el bebé parecía ser inquieto y se movía a menudo. A veces le dolía la cabeza y se sentía mareada, con fiebres ligeras que le cuarteaban los labios, y sus manos y pies estaban siempre tan hinchados que a ella le resultaban grotescos por mucho que su esposo le dijese una y otra vez que seguía siendo bella y hermosa. Y, pese a que obedecía a la viuda como una chiquilla complaciente, empezaba a hartarse de la cantidad de ajo que Francesca la obligaba a comer para, según decía, ayudarla a sobrellevar los males de la gravidez.

Assur se esforzaba por recordar lo poco que Jesse le había contado sobre el milagro de la preñez de las mujeres, pero entre los años pasados y el poco tiempo que el médico hebreo había dedicado a aquel misterio en sus lecciones, poco más podía hacer que intentar convencer a su esposa de que todo saldría bien.

—Los escotos, cuando las ovejas están preñadas, las llevan a los peores pastos de los terrenos altos. Una madre debe pasar hambre —dijo Dvalin con vehemencia.

Francesca negó enérgicamente. Y, como siempre, mezcló el dialecto de su tierra natal, el idioma de los anglos y el nórdico que había aprendido del enano para chapurrear su desacuerdo.

—No, no… Tiene que comer por ella y por el bebé…

Thyre los miró a ambos divertida, ahogando un gemido de dolor porque el bebé parecía un poco más revoltoso de lo normal. Assur se dio cuenta y la miró con preocupación hasta que ella negó suavemente con la cabeza.

Estaban todos en la casa de la viuda, disfrutando tranquilamente de la charla de sobremesa tras la cena y, aunque Assur quería preguntarle al enano por su curioso comportamiento de esos días, la conversación, como tantas veces en los últimos tiempos, la acaparaban las mujeres con los detalles del embarazo.

—¿Y tú qué sabrás de embarazos y partos? —preguntó Francesca con retranca mal disimulada—. ¿Te piensas que como apenas has crecido lo recuerdas mejor? —terminó la viuda entre risas.

Dvalin, que no le hubiera consentido una chanza así ni al mismísimo rey Ethelred, contuvo la risa y fingió enfado. Estuvo a punto de decir una grosería, mentando lo poco que parecía importarle su estatura a la lombarda cuando en el asunto estaba la cama de por medio, pero calló por deferencia a Thyre, que sonreía con mesura.

Assur, pensando que la charla podía desembocar en palabras menos agradables si se empezaba a hablar del tamaño de los críos, pensó en aprovechar para preguntarle a Dvalin por las escapadas tempranas de las últimas noches, pero Thyre se le adelantó.

—Nunca me has hablado de tus partos… —insinuó Thyre con curiosidad, pero sin atreverse a preguntar de modo directo.

Una sombra cruzó la expresión de la viuda y Dvalin la miró consternado, haciendo que Thyre se sintiera mal al instante, sabedora de que, por algún motivo que desconocía, había metido la pata.

Francesca, recuperando su habitual aire de jovialidad, mudó pronto el gesto, pero sin llegar a decir nada.

—Esa es una historia triste y larga que no merece la pena ser contada —intervino el enano mirando a su amante con preocupación.

La viuda siguió en silencio, intentando componer su rostro con un aire de indiferencia y Thyre, haciendo un esfuerzo notable, se levantó para ponerse tras ella y apoyarle las manos en los hombros.

Assur miró a su esposa intentando decirle que no se preocupara, pero veía en sus ojos la consternación que sentía.

—Pues no te quejas de mi estatura cuando me bajo los pantalones. Para eso, parece que he crecido lo suficiente… —los sorprendió a todos Dvalin soltando de golpe la grosería que se había guardado para sí poco antes.

Francesca rio con franqueza, y negó una vez más con la cabeza limpiándose una lágrima furtiva que se le escurría por la mejilla derecha.

El embarazo de Thyre volvió pronto a centrar la conversación y no fue hasta algo más tarde, cuando ya pensaban en acostarse y las mujeres se entretenían charlando la una con la otra, que Assur pudo hablar con el enano.

Sin muchos detalles, Dvalin le explicó la triste historia de la viuda, que antes de perder a su esposo había dado a luz a casi media docena de niños que nacieron muertos y a dos que solo vivieron un par de días, algo de lo que Francesca no había podido recuperarse jamás y, según el enano, la causa segura de que la lombarda hubiera tomado tanto cariño a Thyre.

Después de escuchar a su amigo, Assur le preguntó finalmente por aquellos escarceos de los últimos días. Pero Dvalin respondió con mentiras y el hispano, que empezaba a conocerlo bien, se temió lo peor.

Dvalin no había vuelto a ver a aquel enclenque de ojos saltones, al que uno de los estibadores del puerto, que había recibido las monedas de Víkar, identificó como Henry gracias a un nuevo soborno del enano. Aunque el tahonero supuso que el hecho de no haberlo pillado espiándolo no significaba demasiado y, por eso, cada día se aseguraba muy mucho de no seguir la misma ruta para llegar hasta casa de Francesca, haciendo siempre paradas incoherentes en cualquier taberna e intentando despistar a cualquier posible perseguidor con alguna carrera entre bocacalle y bocacalle después de haber tomado una intersección. De hecho, en un par de ocasiones hasta se había quedado a dormir en el negocio, acomodado entre los sacos de harina, aunque le supusiera levantarse con los cuadriles doloridos y el cuello castigado.

Sin embargo, aprovechando esas noches en la panadería y otras excusas varias que se inventó al vuelo ante la severa mirada de Francesca, había buscado el modo de tener sus buenos ratos libres en los últimos días, porque además del tal Henry, también pretendía ocuparse de Víkar.

Pasando irónicamente de un papel al opuesto, Dvalin dedicaba todas sus escapadas a seguir con disimulo al nórdico, para intentar averiguar lo que podía sobre el que ya consideraba su enemigo. Y después de haberle pisado los talones a Víkar durante todos aquellos ratos robados, el enano empezaba a sentirse razonablemente seguro de los hábitos que su enemigo había adoptado en el ajetreo de la ciudad.

Por lo que averiguó el tahonero, su rival llevaba una vida bastante disoluta, buscando jarana y mujeres de escasa reputación en las noches y sobrellevando las resacas durante el día sin más preocupación que elegir la taberna en la que comería. Víkar solo parecía fiel a dos citas en cada una de sus jornadas: invariablemente y sin que importase la cantidad de alcohol que hubiese ventilado en la víspera, cada mañana, con aire resacoso, retiraba a su montura de los establos que había contratado y cabalgaba hasta cruzar el puente sobre el Thames y alejarse hacia los primeros bosques fuera de la ciudad; allí, como descubrió Dvalin escondido entre arbustos, el nórdico se dedicaba a la práctica con las armas hasta bien entrada la mañana, incluso se había hecho varios peleles con atados de heno y, tras vestirse con cota de malla, los usaba para probar su espada al tiempo que mantenía la guardia con una rodela; y, por las noches, acudía siempre al Bald Swan, donde, por lo que supuso el enano, aguardaba bebiendo por si aparecía su soplón a darle nuevas.

Después de casi una semana siguiendo al nórdico y sin noticias de Henry, Dvalin sopesó largamente sus opciones al calor sofocante del horno, entre paletada y paletada de bollos y panes. Pronto entendió que había una mejor que las demás: lo primero debía ser eliminar a aquel andrajoso con pinta de sapo. Así, después de acabar con el informador, el patrocinador estaría ciego y sordo, falto de las confidencias de aquella sabandija. De ese modo, razonó Dvalin, tendría tiempo de encontrar la manera de acabar para siempre con Víkar.

Dvalin no tuvo que esperar mucho para que la oportunidad surgiese. A los pocos días de haber tomado su determinación, cerca de la festividad que los anglos dedicaban al santo Timothy, mientras el bochornoso verano de la ciudad del río avanzaba hacia su final, sorprendió al tal Henry Smithson rondando la panadería a la hora en la que el enano tenía por costumbre echar el cierre. Dvalin se hizo una rápida composición de lugar y supuso que aquella sabandija lo esperaba para que lo guiase hasta Thyre y Ulfr; y razonó que, probablemente, aquel soplón se había vuelto más atrevido porque, gracias a sus esfuerzos de los últimos tiempos, había conseguido despistarlo en más de una ocasión.

Y allí estaba, medio escondido por el umbral de un portal vecino, rumiando algo que parecía carne seca y mirando a todos lados con aquellos ojos abultados. Con la pinta impaciente de un sabueso babeando ante una liebre recién desollada.

Unos críos, en alguno de sus juegos llenos de imaginaciones alimentadas por viejas leyendas, pasaron persiguiéndose con rostros cubiertos de mugre. Y un carnicero, anunciado por su mandilón pegoteado y la carga de menudos de su carro, les gritó enfurecido cuando pasaron ante los caballos del tiro y los encabritaron. Las risas de los chiquillos se fueron apagando a medida que avanzaban en su carrera y un botero de gorro calado a pesar de los calores del día le dio la razón al del carro quejándose de la alocada juventud de la ciudad, que parecía haber perdido el respeto por sus mayores.

Henry volvía a sentirse apremiado por la necesidad de resultados, había logrado seguir los rumores hasta la panadería del enano, basándose en las palabras de las lenguas que había soltado el dinero de Víkar, pero desde entonces no había avanzado. Sus esfuerzos habían resultado inútiles, por más veces que había pasado delante de la panadería o que había intentado seguir al tal Dvalin, no había conseguido nada digno de mención para su patrón. Ni el hombre ni su mujer se habían pasado por el negocio, y callejear tras el tahonero para llegar hasta ellos solo había servido para perderlo entre las esquinas de la ciudad.

Un corrillo de meretrices pasaron ante él dejando tras de sí aromas a potingues y ungüentos. Las alegres jovencitas se cruzaron con dos comadres de aspecto serio que llevaban cestas llenas de verduras frescas y las miraron con severidad.

Henry escuchó a las fulanas burlarse de las mujeronas que regresaban del mercado de Cheap y a las mayores replicar sin pudor. Perdido en las curvas de las jóvenes, se limpió la saliva que se le acumuló en la comisura de los labios, resecos por la cecina que había estado masticando. Cuando volvió a mirar hacia la panadería, vio al enano preparándose para cerrar y se agazapó en las sombras del quicio en el que intentaba disimular su presencia, dispuesto a intentar seguirlo una vez más y esperando que en esta ocasión no lograse despistarlo. Tenía muy presente que la prórroga que Víkar le había concedido después de las primeras buenas noticias estaba a punto de caducar. Y, como varias otras veces en los últimos tiempos, el de Dover había decidido abandonar el filo por el que caminaba, o conseguía algo esa noche, o huía a los bosques evitando las furias de su patrón.

Unos herreros de gruesos antebrazos y ropas marcadas por chispas rebeldes de la fragua pasaron haciéndose bromas obscenas sobre unas fulanas con las que acababan de cruzarse. Girando de tanto en tanto la cabeza para echar últimos vistazos a los traseros de las muchachas, caminaban hacia el salón de su cofradía.

Dvalin, ansioso como un muchacho a punto de perder la virginidad, repasaba la ruta que había ideado. Sabía lo que quería hacer y cómo, y se sentía impaciente porque todo comenzase.

Uno de los molineros del Walbrook pasó por allí y le desbarató los planes.

—Buen día, Dvalin, ¿te es tarde ya? —preguntó el recién llegado viendo al otro en disposición de echar el cierre.

El enano se giró sorprendido, probablemente el aceñero venía a buscar la cuota de la hornada que le correspondía por la harina que le había entregado a buen precio unos días antes, cobrada a su vez como gabela del grano que hasta su ingenio llevaban los campesinos que tenían la venia del rey.

—No, no —contestó el panadero con afabilidad echando un vistazo de reojo al portal en el que se resguardaba Henry.

El molinero, un hombre correoso de largos brazos y piernas, con pinta de tallo reseco en otoño, correspondió con media sonrisa que saltó en su rostro al asentir, haciendo que sus ojos verdes, lo único con gracia en un rostro cuarteado como el pergamino viejo, brillaran con curiosidad.

—Prepararemos un saco en un momento —dijo Dvalin invitando al otro a entrar con un gesto de su pequeña mano, fingiéndose amable, pero lamentando el retraso.

Henry vio como el otro despachaba a un tipo de aspecto desgarbado con las ropas cubiertas por un polvillo blanquecino. Y, cuando el enano se puso por fin en marcha, aguardó unos instantes antes de seguirlo manteniendo el hombro pegado a las fachadas.

Nervioso, cuestionándose el propio ritmo de sus andares para no levantar sospechas, Dvalin dudó. Para seguir su plan original tenía que dirigirse, precisamente, hacia el arroyo Walbrook; hacia donde también se encaminaba el molinero, con un saco lleno de sus panes a la espalda. Así que, para evitar compañía, el enano giró sobre sus talones y se volvió, preguntándose en qué lugar retomar sus intenciones sin levantar sospechas.

Sin otra idea, callejeó hasta la taberna en la que conseguía las olivas que tanto gustaban a Francesca y allí disimuló por un rato mientras el cantinero le preguntaba si su amigo Ulfr había probado ya los anzuelos emplumados que le había regalado.

Cuando salió no vio a Henry, y temió que el otro se hubiera hartado de esperar. Pero se encaminó al Walbrook esperando que, en cualquier bocacalle del camino, aquella sanguijuela de ojos saltones lo sorprendiese.

Mientras andaba, el enano tanteaba el cuchillo que llevaba a la cintura y se hacía preguntas.

En un principio Henry se ilusionó, por primera vez parecía que el enano no se le escaparía. Pero cuando lo vio entrar en un figón no lejos de la zona lombarda, temió que el panadero pretendiese despistarlo saliendo por la trasera del local y se apuró a dar la vuelta, escamado por sus anteriores fracasos.

Cuando se cansó de esperar en el callejón oscuro, regresó hasta la entrada principal y se sintió afortunado de tener el tiempo justo de tomarle el paso al enano cuando Dvalin se alejaba de la cantina.

El calor de la ciudad, arrebujada de gente, y la bondad del verano caldeaban la anochecida. Una luna tempranera se veía por levante, decorada por las filigranas de humo de los hogares.

Como había esperado, en un giro hacia el norte abandonando Beerbinder Lane, Dvalin vio a su perseguidor con el rabillo del ojo.

A partir de entonces todo fue rápido, y la mezquindad de Henry, que era comparable a su desmaña como luchador, lo hizo fácil. Conocedor de su ciudad, el enano viró en un callejón umbrío y sin salida donde los gatos acorralaban a las ratas y la porquería se acumulaba entre restos rotos y abandonados. Era el lugar que había previsto, cuando el otro girase tras él se lo encontraría de frente, esperándolo agazapado entre viejas cajas desfondadas con olor a pescado que había sacado de entre los desechos del puerto.

Henry, antes de morir, se convirtió por momentos, a capricho de los recuerdos de Dvalin, en cada uno de sus enemigos pasados. Y el panadero desfogó en aquel chivato inmundo todas las iras que las burlas y mofas acumuladas durante años habían alimentado.

Dvalin salió de aquel callejón haciendo dos cosas, sonriendo y limpiando la sangre de su arma en los bajos de su camisa. Ahora solo faltaba Víkar.

Aunque había oído hablar de ello y Francesca se había preocupado de contarle lo que sabía al respecto, cuando sucedió, Thyre no pudo evitar asustarse. Además, le pareció que era demasiado pronto.

Entre susurros y confesiones, abrazada a su esposo, había estado charlando con Assur hasta tarde, incluso habían escuchado como Dvalin se marchaba a tiempo para sacar la primera hornada antes del amanecer. Lo último que recordaba era haberse dormido entre los fuertes y reconfortantes brazos de él; el olor de su piel, el vello bermejo del dorso de sus muñecas, que devolvía pequeños destellos en la penumbra. Todo había sido placidez, envuelta en la protección de aquel pecho que había aprendido a recorrer con dedos ansiosos y ojos cerrados, sintiendo en su espalda los rítmicos y enérgicos latidos del corazón de su esposo. Sin embargo, ahora se despertaba de golpe, sobresaltada, empapada por el tibio embalse que se había liberado sin previo aviso entre las sábanas.

Assur también lo sintió, con un vago recuerdo de las noches en las que dormía con el pequeño Ezequiel y el pobre no podía contenerse. Estuvo a punto de decirle a su hermano que no se preocupase, que él lo limpiaría todo. Iba a abrir la boca cuando la somnolencia se desvaneció, como niebla al calor de la mañana, y se dio cuenta de lo que realmente sucedía.

—¿Estás bien? —le preguntó a su esposa intentando mantener la compostura.

Ella asintió con los ojos muy abiertos.

—Francesca me ha dicho que debe ser transparente, que si hay restos de sangre o si tiene un color oscuro, puede que algo vaya mal…

Lo había dicho de sopetón, sin pensar en otra cosa, con el aire de una niña recitando la lección, y Assur no pudo evitar sonreír.

—… Creo que todavía tenemos algo de tiempo hasta el parto —continuó ella hablando con aire dubitativo.

Assur le pasó una mano por la frente recogiendo cariñosamente un par de mechones de largos rizos trigueños.

—Tranquila, todo está bien —dijo contestándose a sí mismo al tiempo que intentaba tranquilizar a su esposa—. Todo irá bien.

El hispano no sabía si las aguas eran o no claras, no había luz, lo había dicho porque había sentido que ella necesitaba oírlo. Y tampoco estaba seguro de lo que debía hacer, por primera vez en su vida desde que se había convertido en un hombre sintió verdadero miedo. En un instante revelador entendió que podía superar sus propias desgracias e infortunios, que siempre habría un paso más allá, pero al tiempo comprendió que el solo hecho de imaginar que le sucediese algo a su esposa, o al hijo que iba a nacer, servía para engendrar un terror helado que le reptaba por la cerviz. No le importaba pensar en su propio dolor, pero la sola posibilidad de que a ellos, a los suyos, les pasase algo le aterraba.

Tuvo que hacer un esfuerzo por serenarse y desterrar la terrible premonición que lo golpeó al figurarse cómo sería su vida si la perdía a ella o al pequeño que estaba a punto de venir al mundo.

Desechó aquellas funestas ideas de su mente y cobró el aplomo que, estaba seguro, ambos necesitaban. Volvió a acariciar la mejilla de su esposa y bajó el brazo hasta cogerle la mano y apretarla con suavidad.

—Será mejor que despertemos a Francesca, y habrá que ir a buscar a la partera de la que nos habló Dvalin.

Thyre afirmó bajando el rostro, pero antes de que tuvieran tiempo de hacer nada más que volver a apretarse las manos, Francesca, descorriendo los paños colgados de vathmal, apareció ante ellos, con el pelo revuelto, los bastos tirantes de su camisón de sayal arremolinados en los hombros, y una pregunta abierta en su rotundo rostro.

—¿Ha llegado?

Thyre miró a Assur, como si necesitase una confirmación, y no contestó hasta que él asintió.

—Sí, eso creo…

Francesca se desperezó abriendo los brazos y soltando un último bostezo, ruidoso y desvergonzado.

—Pues entonces hay que prepararse… ¡Tú! —le gritó a Assur—. Déjala tranquila, que no se va a romper, búscale ropa seca y reaviva el fuego…

El hispano no pudo evitar asombrarse ante la evidente autoridad de la mujer, cuyo tono de voz, aun con el estrambótico acento que gastaba, resultaba tan vehemente como el del más enfurecido Tyrkir en plena galerna.

—¡Vamos! ¿A qué esperas?

Assur, después de echar un último vistazo a su esposa, se dispuso a cumplir con lo que le ordenaban. Se levantó y, por un instante, titubeó, estuvo a punto de echar mano de sus ropas, dobladas sobre un arcón anejo a la cama, pero se dio cuenta de que la viuda ya habría visto en la vida todo lo que los hombres le hubieran podido enseñar. Así que se quedó con los largos calzones sueltos con los que había dormido y ni se calzó ni se tomó la molestia de cubrirse el torso desnudo.

—Y tú, mi pequeña niña —le dijo ahora la viuda a Thyre—, relájate, esto solo acaba de empezar, permanece tranquila y deja que la naturaleza siga su curso. Además, hoy es un buen día para nacer, es el día de la Natividad de Nuestra Señora la Virgen María… Sí, es un buen día.

Y se acercó hasta la asustada joven dispuesta a sentarse a su lado y a esperar pacientemente a que la labor del parto empezase.

Assur regresó pronto, traía el rostro encendido por el calor y los músculos de su pecho brillaban por el sudor. A su espalda se distinguía el cimbreante resplandor de las llamas, que lo rodeaba de un halo anaranjado; se podía asegurar que había hecho un buen trabajo con el fuego.

—¿Acaso pretendes convertir mi casa en la antesala del infierno? Te dije que avivaras el fuego, no que le hicieras competencia al mismísimo demonio —dijo Francesca con irónica malicia, sorprendiendo con las palabras elegidas a Assur, que llevaba demasiados años entre los nórdicos oyendo hablar del Hel y de los dioses del Asgard—. Anda, tráele algo seco para que se cambie, ¡y paños! Y pon un par de ollas al fuego para calentar agua. ¡Ah! Y trae también un trapo para que se limpie… ¡Vamos! ¡Vamos!

Sonriendo, recordó de nuevo al viejo contramaestre. Assur se volvió para hacer lo que le pedían al tiempo que negaba con la cabeza, incrédulo.

—Estos hombres son unos inútiles —le dijo la mayor a la joven mientras intentaba recolocarse los cabellos—, ¿qué sería de ellos sin nosotras?

Thyre se sintió reconfortada, como a su llegada a Jòrvik. Tanto Francesca como Brýnhild habían sabido brindarle su apoyo y librarla de las preocupaciones que la embargaban. Eran mujeres fuertes y duras, acostumbradas a los rigores de la vida. Su calor y sus atenciones, aunque rudos, habían resultado un alivio para ella, que no podía evitar echar de menos a los suyos.

Oyeron cacharrear a Assur entre el chisporrotear de los leños, y pudieron notar el olor ceniciento del fuego inundando la casa entre volutas de humo.

Él, complaciente, volvió pronto con los brazos ocupados y dispuso todo según las indicaciones de la viuda. Luego, igual que un muchacho que vuelve con los mandados, se quedó en pie esperando, seguro de que recibiría alguna otra orden.

Francesca lo miró y sonrió.

—¿Has puesto las ollas de agua al fuego?

Assur solo asintió.

—En ese caso será mejor que vayas a buscar a Dvalin y que traigáis a la partera; antes de que acabe el día serás padre…

El hispano pensó por un momento en lo que acababa de oír. Luego se acercó hasta donde estaba su esposa, conteniendo las protestas de Francesca con una mirada severa.

—¿Estás bien? —le preguntó a Thyre ante la mueca escéptica de la viuda.

Ella tardó en responder.

—Sí, creo que sí…

—De acuerdo, voy a buscar a Dvalin y a la comadrona…

Al tiempo que Thyre asentía, Francesca arremolinaba las manos como si pretendiese quejarse de que el hispano hubiera puesto en duda sus órdenes.

Assur se puso las botas, se echó un sobretodo encima de los hombros y se aseguró de coger unas monedas para la comadrona; antes de salir miró una última vez hacia su esposa.

Dvalin no llegó a darse cuenta de nada. Solo tuvo tiempo de escuchar el golpe que lo aturdió, amortiguado como el último retronar de una tormenta alejándose. Luego percibió el dolor que fue creciendo desde la nuca y todo se volvió confuso, con imágenes desvaídas que semejaban pasados recuerdos de infancia.

Viviendo la escena como si fuese un mero espectador, se sintió alzado en vilo. Lo transportaron hasta el interior de su propia panadería y lo ataron con las cuerdas de sus propias poleas. No recobró del todo la consciencia hasta que le echaron encima el agua del cubo cincado que él mismo había apartado la noche anterior para preparar la masa del día.

—¿Eres Dvalin?

El panadero se sacudió salpicando todo a su alrededor con las gotas que salían despedidas de los mechones de su cabello y sus barbas. Miró al hombre que tenía en frente, era Víkar.

—Eres Dvalin, no creo que haya muchos otros panaderos enanos en este lugar infecto lleno de follaovejas… ¿Dónde están?

Víkar se había cansado de esperar. Su paciencia había llegado al límite y quería acabar con aquella persecución.

Dvalin, que tenía un arrojo que desbordaba su menudo cuerpo, no se sintió intimidado.

—Voy a destriparte como hice con tu soplón con cara de rana —dijo con los ojos encendidos por la furia.

Ya lo había supuesto, pero aun así, el bravo reconocimiento del enano no dejó de sorprenderlo. Para Víkar lo único útil que podía haberse hecho con aquel engendro diminuto era haberlo rechazado al nacer, aquel ser deforme debía haber sido un úborin börn. Y pensaba que si el padre de aquel bichejo no había tenido redaños para renegar de él tras el parto, no había explicación para el valor que el panadero parecía demostrar.

Víkar estaba harto, y no se sentía dispuesto a revivir un interrogatorio como el de Jòrvik, si aquel ogro en miniatura de ojos encendidos no le decía pronto dónde encontrar a Ulfr, le rebanaría el pescuezo y esperaría allí hasta que el otro apareciese.

Si, como le había dicho Henry, ambos eran amigos, antes o después el ballenero querría saber qué había sido del enano, con algo de suerte se presentaría en la tahona antes de que cayera la noche. Y darse cuenta de que aquel monstruo podía resultarle simpático a Ulfr hizo que su odio creciese.

—¿Dónde están?

Dvalin no hubiera traicionado jamás a sus nuevos amigos, esa oportunidad para demostrar su valía era algo que llevaba esperando toda su vida. Se sentía lleno de una determinación que no había conocido. Además, ellos estaban ahora con Francesca.

—No hablaré —dijo sin molestarse en negar que lo supiese.

Víkar descargó un brutal puñetazo que mandó al enano dos pasos más allá. Y, caminando hacia él, desenvainó su espada.

—Solo lo preguntaré una vez más, ¿dónde están? —repitió apoyando la punta de su espada en el cuello del enano.

Dvalin escupió una flema sanguinolenta que dejó hilillos rojizos pendiendo de sus labios. Cuando oyó el repiqueteo de sus propios dientes desprendidos, rodando por el suelo y formando coágulos con la harina que lo envolvía todo, sonrió sin importarle el dolor que se extendía por su rostro y lo atenazaba con la hinchazón que empezaba a palpitarle en la mejilla izquierda.

—No te lo diré…