Cuando la luna ganó el cielo, lo hizo presumiendo del halo de plata con el que se cubría, resguardándose de unas pocas nubes altas que parecían trazos de ceniza en el manto oscuro del horizonte. El aire calmo olía a otoño y las estrellas se dejaban ver entre las copas de los árboles.

Ilduara escuchó aullidos y no pudo evitar pensar en Furco y recordar a Assur. Echaba de menos a su hermano, y al lobo. Estaba muy asustada; transida de hambre y frío. Luchaba por evitar que sus dientes castañeteasen porque sus ropas todavía estaban mojadas; los normandos los habían obligado a cruzar el Ulla por las piedras de los rápidos del Mácara, y cada vez que se movía los bajos húmedos de la saya rozaban la piel de sus pantorrillas con un tacto helador que la obligaba a encogerse.

Berrondo, agotado por sus continuos sollozos y lloros, se había quedado dormido en cuanto su hipo había remitido. Ahora, el hijo del sayón respiraba silbando entre mocos agarrados al gaznate, revolviéndose de vez en cuando. A Ilduara le parecía que se había acurrucado como hacía Ezequiel, en esas noches en que las historias de ánimas y lobisomes que contaba Osorio o zoqueiro al calor del hogar le llenaban el sueño de pesadillas.

La niña, incapaz de dormir o de hacer otra cosa que lamentarse, estaba sentada con sus piernas dobladas ante sí, apoyando los antebrazos en las rodillas y sujetando, con sus manos atadas, el vuelo de la falda para evitar el repeluzno que le provocaba la pesada lana mojada. El fuego que los normandos habían prendido se ahogaba entre brasas cenicientas que ya ni siquiera siseaban al calor, y el que se había quedado como vigía dormitaba con holgazanería con la espalda apoyada en un árbol. Contándolo a él, que era el único de una alzada normal, sumaban seis; y a ella los otros cinco le parecían gigantes, todos más corpulentos que padre, que era el hombre más grande que Ilduara había conocido. Hablaban soltando ásperos reniegos, como si masticasen ascuas que les quemasen la lengua, y todos tenían a mano espadas y hachas que ella no podía dejar de mirar con miedo reverencial.

Un lobo volvió a aullar en la lejanía de los cerros y, una vez más en aquel largo y desdichado día, Ilduara no pudo evitar que las lágrimas aflorasen. Sabía que Assur le hubiese dicho que tenía que mantenerse serena, y no olvidaba que padre le hubiera ordenado que guardase la dignidad. Lo sabía, pero no pudo evitar el llanto, que surgió indomable al tiempo que la pequeña deseaba escuchar a su hermano llamándola linda dama.

Fue un lloro contenido y suave, no quería que ellos la oyesen. Pero aun así, suficiente para inclinar su cabeza como un tallo tronchado, haciendo que sus desarreglados cabellos le cayesen sobre el rostro, obligándola a soltar la falda y encogerse de frío para poder recomponer la trenza una vez más. Y lo hizo con manos torpes por las ligaduras que laceraban sus muñecas.

El que debía estar vigilándolos resopló tras atragantarse con un ronquido y la niña, llevada por un impulso, tomó la decisión en un instante, se puso en pie con todo el cuidado del que fue capaz.

Sorprendida por no escuchar uno de aquellos hoscos gritos ordenándole que se estuviese quieta, reunió el valor para intentar escapar. Lo último que hizo antes de echar a andar con el mayor sigilo posible fue enjugarse las lágrimas.

No sabía adónde ir, pero le bastó avivar la certeza de que no se detendría, para albergar fe en sus posibilidades. Lo único que le importaba era alejarse y hacerlo cuanto antes. El bosque tintado de negro estaba lleno de misterios y leyendas que espoleaban su miedo y tuvo que hacer un esfuerzo por sobreponerse. El carrasposo ulular tartamudo de una lechuza la asustó, y la obligó a detenerse y a contemplar el enrejado de ramas prietas que la cubrían. Todo resultaba amenazador, sin embargo, consiguió encontrar un resquicio de esperanza con el que ilusionarse. A cada paso, encogía el rostro cuando la tela mojada la rozaba; además del desagradable frío que le transmitía, sonaba como un suave aplauso tocado con sordina.

La lechuza que había oído echó a volar ante ella enseñándole el envés blanco de sus alas silenciosas.

Se giró temiendo ver qué había asustado a la rapaz, pero solo vislumbró la penumbra resquebrajada que pintaban sobre el suelo las difusas sombras de la arboleda. Todo eran manchas oscuras que resultaban amenazantes. Y las siluetas de las ramas que la brisa mecía parecían cobrar vida transformándose en perfiles de hombres a la carrera.

Asustada, pensó en Assur y decidió que debía regresar hasta aquel lugar entre las rocas. Allí estaría su hermano, él siempre cumplía su palabra. Assur habría regresado al berrocal, lo había dicho. Y se dio cuenta de que tendría que encontrar el modo de volver a cruzar el río.

Estaba tan abstraída que no los oyó. Era difícil orientarse.

Empezó pronto a jadear, había sido un largo día, estaba cansada y dolorida, el costado le ardía y la tentación de detenerse era inmensa, quería dejarse atrapar por la languidez que la pretendía, como la cálida sensación de sueño que la arropaba cuando, en la tibieza del establo, debía encargarse del ordeño de primera hora de la mañana, cuando solo el temor a la reprimenda de padre evitaba que se quedase dormida apoyando la mejilla en la dulce calidez del vientre de Calesa, aun a pesar del incómodo taburete.

Entonces le llegó el rumor de las ásperas voces. El ruido de la carrera, el tintineo de las armas. Se sintió acorralada, como horas antes en aquellas piedras, al darse cuenta de que no era Assur quien se acercaba.

Corrió una vez más en ese aciago día. Corrió hasta que una nueva sombra cruzó ante ella, envuelta en el estruendo de gritos hoscos y chasquidos metálicos.

La pequeña dudó. Giró sobre sí misma con tiempo como para notar una vez más el desagradable tacto húmedo y frío de la falda mojada. Intentó escabullirse por un hueco entre los árboles.

Tras ella las ramas se quebraban, las voces gritaban y las pesadas botas rasgaban el manto de hojarasca. Se cernían sobre ella. La acorralaban.

Y todo acabó, demasiado pronto. Cuando Ilduara despertó, con la cabeza dolorida y un feo costrón de sangre reseca taponando la brecha que el golpe había abierto encima de su ceja, se descubrió atada al mismo fresno en el que el vigía se había apoyado.

Dos de los normandos la señalaban entre risas provocadas por palabras que no entendía. Parecían mordisquear sus almuerzos y, a pesar del dolor de cabeza y la desorientación, a la niña se le hizo la boca agua.

Berrondo lloraba de nuevo, ni siquiera le dirigió una mirada. Y a la lechuza de la víspera le respondía ahora un alcaudón que imitaba el canto de los jilgueros que aprovechaban las bayas de un escaramujo. Ilduara sabía que, en cuanto los coloridos pajarillos se confiasen, la pequeña ave de presa capturaría al más torpe para empalarlo en las púas del espino y comerlo con calma. La niña se sentía sola y asustada, muy asustada.

Antes de que los obligasen a ponerse en pie y echar a andar, Ilduara tuvo tiempo de dejarse abatir por la desdicha. Había perdido toda esperanza y miraba a todos lados aguardando ver a Assur aparecer y salvarla.

Los forzaron a ponerse en marcha con órdenes secas que no necesitaban traducción. Y la caminata a un destino sobre el que no sabía más que lo que su desbocada imaginación pretendía se volvió eterna ya antes de que el sol llegase a su cénit en el horizonte.

Confiados, los normandos descendían por una manida y ancha vereda que Ilduara creyó reconocer, pero a la que no pudo situar. En una amplia curva cubierta por ramas de grandes castaños, los nórdicos se detuvieron de pronto y el que parecía liderar la partida, un bigardo de desordenadas greñas negras que manejaba una gigantesca hacha de doble filo, mantuvo la mano libre en alto dándole a los suyos la orden de permanecer donde estaban.

Ilduara no supo por qué hasta que oyó el inconfundible chirriar de las ruedas de un carro. Alguien se acercaba en sentido opuesto.

La visión de los hábitos consiguió iluminar el rostro de la pequeña. Berrondo dio saltitos nerviosos sin atreverse a gritar. Y el más bajo de los normandos se retrasó para echar una mano sobre los hombros de los niños y refrenarlos. Los demás se prepararon para lo que mejor sabían hacer. Y los siseos de las armas en sus vainas obligaron a la pequeña a encoger los hombros.

Del carretón tiraban dos asnos de largas orejas que se arredraron con pasos nerviosos ante los normandos, tensando los arreos que dos corpulentos frailes de aspecto fiero y viejas cicatrices sostenían con firmeza. A su lado iban otros hombres con los mismos hábitos pero con menos arrestos, pues reaccionaron de modo similar a los borricos, queriendo echar los pies atrás y abriendo los ojos.

Tras el carro llegó otro hombre más, de carnes gruesas, montado en un alto caballo de reluciente pelaje con demasiados bríos para obedecer al jinete. Ilduara no había visto jamás a un sacerdote con ese aspecto, su hábito tenía una botonadura tan interminable que a la niña se le antojó que abrochársela debía de ser un suplicio eterno, y solo estuvo segura de lo que era aquel hombre gordo por el brillante crucifijo que le pendía del cuello.

—¡Laus Deo! —exclamó aquel orondo religioso haciendo que la escasa corona de ralos cabellos oscuros que tenía se agitase en torno a un curioso sombrerete de color morado que intrigó a Ilduara.

Eran ocho y solo tres parecieron capaces de mantener la calma: el jinete de extravagante bonete y los dos frailes que guiaban a los asnos, que desprendían un aire marcial. De entre los demás destacaba un amanerado curita, magro como un tallo, que cambiaba los pies con gestos nerviosos que le recordaron a Ilduara los miedos de Berrondo.

Los normandos cruzaron palabras secas y la niña vio como se abrían en formación, preparados para atacar; instintivamente arrugó los párpados entrecerrando los ojos.

—¿Estáis bien? —preguntó el jinete alzando la voz al tiempo que luchaba con las riendas para domeñar a su impetuosa montura.

Al principio Ilduara no se dio cuenta de que ella y Berrondo eran los aludidos. Escuchar su propio idioma después de un día entero con los normandos se le hizo extraño. Cuando al fin reaccionó, solo pudo asentir.

—¡Ayudadnos! ¡Ayudadnos! —gritó el hijo del sayón a tiempo para recibir un fuerte puñetazo que lo dejó despatarrado y gimiendo.

Ilduara se encontró la furibunda mirada del nórdico que había golpeado a Berrondo. El normando constataba la amenaza implícita de que algo similar le sucedería si hacía una tontería como la del hijo del sayón.

El enorme nórdico que actuaba como líder gruñó unas cuantas órdenes y los suyos avanzaron hacia los religiosos.

Entonces Ilduara vio algo aún más sorprendente que las ostentosas ropas de aquel jinete. Los dos fornidos frailes que guiaban a los asnos del carretón abrieron sus sayos y cada uno sacó una daga que resplandeció al sol de la mañana.

—¡Quietos! Haya paz, por el amor de Dios. Ya se ha derramado sangre de sobra —dijo el grueso jinete negando con la cabeza.

Y a continuación aquel curioso personaje se quitó el gran crucifijo que pendía de su grueso cuello y lo lanzó con disgusto hacia el greñudo normando.

—Basta ya de muertes, tomad lo que queráis y dejadnos seguir nuestro camino… Y liberad a los niños —ordenó señalando a los dos pequeños.

En su voz se notaba la autoridad del que está acostumbrado al mando.

El cabecilla de los normandos atrapó el crucifijo con soltura y lo examinó con cuidado. Luego, sopesando la joya en su palma, miró a sus hombres y dijo algo rudo ante lo que rieron. Cuando volvió a mirar hacia el jinete, señaló a su vez el carro levantando con su otra mano el hacha.

Ilduara, que temía albergar esperanzas fútiles, supuso que el normando estaba dispuesto a aceptar el pago, pero que quería más. A fin de cuentas, podían limitarse a recurrir a la fuerza y asaltar a aquellos religiosos sin más contemplaciones.

En el carro había unos cuantos barriles y un par de arcones. E Ilduara se preguntó cuál sería su contenido.

Los dos frailes de aspecto más rudo asentaron los pies y, para asombro de la pequeña, alzaron sus puñales y parecieron prepararse para contrarrestar la avariciosa cometida que prometían las dudas de los normandos. Sin embargo, el jinete asintió de mala gana mirando al líder de los nórdicos y volvió a señalar a los niños.

—Coged lo que deseéis… —dijo resignado a perder su carga con tal de salvar a los críos y evitar un enfrentamiento.

Entonces dio órdenes secas a los que parecían sus subalternos para que se apartasen del carro.

El nórdico al mando, mirando a aquellos fornidos frailes de rostro adusto, pareció dudar. Finalmente, bramó algo, y el que estaba al cargo de Ilduara y Berrondo se volvió hacia los críos sacando un puñal que llevaba sujeto al cinturón que aseguraba su cota de malla.

Ilduara vio aquel rostro anodino y temió que su vida fuese a acabar en ese mismo momento. Sin embargo, aunque el nórdico acercó el puñal hasta su pecho, solo lo usó para cortar las ligaduras de sus muñecas.

La niña no supo cómo reaccionar, se quedó estupefacta, quieta.

—Venid aquí, hijos míos, venid —dijo el jinete.

Berrondo salió corriendo en cuanto cortaron sus ataduras, pero Ilduara procuró mantener la dignidad. Ella echó a andar con la cabeza alta y pasos calmos.

—Dejad que esos descreídos paganos tomen lo que quieran —dijo el jinete cuando ambos niños llegaron hasta él a la vez que hacía aspavientos con la mano que no sujetaba las riendas.

Los monjes, con evidente resignación, se apartaron del carro obedientemente y el sacerdote descabalgó.

Mientras los normandos montaban una buena algarabía al descubrir el vino de los barriles, el grueso religioso se acercó a los niños con ojos brillantes.

—Bien hallados, pequeños —dijo con ternura—, soy el obispo Rosendo Gutiérrez, de Compostela.

—Mi padre también se llamaba Gutier —dijo el obispo sorprendiendo al infanzón por lo inesperado de la frase.

Tras Rosendo pasaron unos monjes arrastrando el cuchicheo de su conversación y el siseo de los hábitos, trabado por el ritmo sincopado de las pisadas de sus sandalias. Y el de León aprovechó la mirada de reproche que les lanzó el prelado para guardar silencio, asombrado por aquellas primeras palabras.

Mientras los frailes se disculpaban por la algarabía, Gutier cambió de postura, ahogando un gemido por el dolor que le recorrió la pierna herida. El frufrú de las mantas del camastro hizo que Rosendo se volviese de nuevo hacia el infanzón, olvidándose de los ruidosos monjes.

—Era un buen hombre —continuó el obispo como si no hubiera pasado nada—, temeroso de Dios. Un buen cristiano.

Gutier miró al prelado inquisitivamente, sin atreverse a decir nada por miedo a resultar irrespetuoso. Luego, pensó aludir a su pasado en San Justo de Ardón, pero no estaba seguro de lo que pretendía el obispo. Así que calló y observó, recordando al severo adjutor del monasterio leonés con el que había pasado sus años de novicio.

Rosendo se palmeó el pecho como buscando algo y, cuando no encontró otra cosa que sus botones forrados de morado, negó suavemente con la cabeza y sonrió haciendo que su papada cabriolease.

—Habéis recuperado el tributo, ¿verdad?

Gutier tomó aire antes de responder.

—Sí, así es, lo hemos traído hasta aquí, los monjes ya se han hecho cargo de él —habló por primera vez el infanzón, contento de responder a una pregunta concreta.

—Bien, bien… ¿Y los prisioneros?

—No estoy seguro, dejé al cargo a un infanzón de nombre Froilo, ni siquiera sé cuántos son… Algo más de un ciento…

—Bueno hijo —intercedió el prelado pensativamente—, pues ya recibiremos mandado de doña Elvira…

Gutier no consideró prudente apuntillar que, aun siendo un secreto a voces, hubiera sido más lógico hablar de la decisión del rey niño Ramiro que granjearle sin más el mérito a la regente.

El obispo pareció meditar unos instantes, quizá dándose cuenta del desliz y arrepintiéndose, con la mirada perdida entre los sillares del dormitorio común del cenobio. Y el infanzón lo dejó recogerse en sus pensamientos.

Las fuertes piedras aguantaban el envigado de anchos maderos de roble de la techumbre. Y, sabiendo como sabía el obispo que el monasterio estaba ahorcado en un empinado risco que había obligado a los canteros a adosar enormes contrafuertes lombardos que pendían del barranco como las raíces de un árbol, Rosendo pensó en la bondad infinita de Dios, que había permitido a sus humildes siervos construir aquel templo, sostenido de milagro en las alturas por la Providencia divina.

El infanzón también tuvo tiempo de recapitular. Tras el infructuoso intento de recuperar a Assur, Gutier había hecho de tripas corazón y, antes incluso de dejarse llevar por sus preocupaciones, decidió acercarse hasta Caaveiro para devolver el tributo a manos del obispo. Y cuando había pensado en regresar al campamento del conde Gonzalo en la ría, los benditos monjes del claustro se lo habían impedido. Sus heridas se habían abierto, y a pesar del enorme lobo que los miraba a todos con suspicacia, lo habían obligado a quedarse con ellos para ser atendido.

A la mañana siguiente el mismo obispo Rosendo se había acercado al convaleciente infanzón a pedir nuevas. Y ahora estaban ambos allí, en la amplia cámara empedrada donde los frailes pasaban sus noches.

—¿Y el muchacho? —preguntó el obispo señalando a Furco, que no se había separado del lecho de Gutier.

El infanzón, incómodo, se incorporó cuidando la postura para evitar los dolores. El lobo alzó su cabezota y lo miró con ojos tristes.

—Capturado por los normandos —dijo con pesadumbre al tiempo que acariciaba a Furco entre las orejas sin conseguir que el animal reaccionase—, estará rumbo al Norte, convertido en esclavo.

El obispo volvió a hacer amago de buscarse el crucifijo que le faltaba antes de hablar.

Y Gutier, con aquel gesto de Rosendo que buscaba la ayuda de la Santa Cruz, recordó las palabras oídas tanto tiempo atrás en aquella huerta arrasada de Outeiro y se atrevió a pedirle un favor en nombre de Assur al prelado.

—¿Padre?

Rosendo, pensativo, miró al infanzón.

—Ese muchacho… Hay algo que me gustaría hacer por él, sus padres también murieron a manos de los norteños…

—¡Hemos perdido a tantos…! ¡Demasiados! —interrumpió el obispo con aire pesaroso—. Demasiadas almas… ¿Y el cómite? —preguntó como acordándose de pronto.

El infanzón se vio obligado a dejar de lado su petición.

—Muerto —contestó Gutier con el tono y gesto propios del poco desasosiego que le producía la noticia.

El obispo miró con intensidad al infanzón, reclutando los sentimientos que los ojos de Gutier traslucían.

—Hijo mío, hasta el más malvado de los hombres es digno del perdón divino, no lo olvides.

Gutier dudó. Sabía que el obispo hablaba con la razón de su parte, pero, en el caso del cínico Gonzalo Sánchez, al infanzón le costaba creer que la piedad del Señor fuese capaz de abarcar tanta miseria.

—Entiendo que los hombres que envié a guardar el tributo también han sido llamados a descubrir el reino de los cielos…

Y ahora el infanzón asintió, recordando la añagaza de la orilla norte de Adóbrica y la parte que los hombres que él mismo había elegido habían desempeñado.

—¡Qué pena! Dios los acoja en su Gloria. Eran también buenos siervos del Señor, almas que la guerra contra el moro descarrió, pero que supieron encontrar el amor de Dios en su corazón a tiempo para arrepentirse…

Las palabras del obispo calaron profundamente en el infanzón.

Gutier sintió un arrebato que no pudo refrenar. La pírrica victoria le había traído pérdidas irrecuperables y su pasado llamaba a las puertas del presente ansioso por librar el zaguán de su conciencia.

—Padre, le ruego acoja mi confesión…

Los penetrantes ojos del obispo miraron con intensidad al infanzón. Aquella era una petición que parecía implicar desasosiegos con los que Rosendo no estaba seguro de querer cargar.

—Habla, hijo, habla… —dijo con familiaridad anteponiendo el buen oficio.

Y Gutier le contó el peso de su resignación obligada por las tristes circunstancias de su familia. Le explicó su paso a hombre de armas con la pena de abandonar su vocación temprana, y le habló de su decepción al descubrir el terrible heredero sin escrúpulos que el conde Sancho había engendrado para vestir su título.

Escondiendo el rostro en el pecho y buscando la cabeza de Furco para compartir la culpa con un compañero, Gutier confesó sus implicaciones en el envenenamiento del rey Craso y los sucios juegos en los que participó para apoyar al contrario del propio Rosendo a la cátedra de Compostela; único momento en el que el obispo torció el gesto, recordando al infame Sisnando.

Al final, mientras la mañana se deslizaba calentando los gruesos muros del monasterio, el infanzón le habló de la traición del Boca Podrida y de cómo habían muerto los hombres del obispo sin que él mismo o ningún otro de las mesnadas del conde hubiera tenido el valor de oponerse a lo que sabían no debía hacerse.

Rosendo no pareció sorprendido, y constatarlo hizo el recuerdo de los hechos aún más doloroso para Gutier.

—Hijo, los caminos del Señor son, ciertamente, tortuosos e indescifrables, pero bien es sabido que si la contrición es sincera, el alma puede volver al rebaño…

›Pero agua pasada no mueve molino. A veces en maitines hay que pensar en los salmos de laudes… Ahora que esos paganos han sido expulsados, hay mucho que hacer, y en eso debemos centrar nuestros esfuerzos. Y gracias a ello puedes encontrar la redención que buscas… Porque, hijo, creo que tú no necesitas mi perdón, sino el tuyo propio…

Y el obispo calló colgando en su rostro una sonrisa beatífica.

Gutier habría preferido obtener una fórmula más explícita que solazase su alma, pero tuvo que reconocerse que Rosendo tenía razón. Él necesitaba algo distinto al sacramento de penitencia.

—Muchos se han quedado sin nada —siguió hablando el obispo sin darle importancia a lo que acababa de decir—, y hay muchos otros que no tienen otro consuelo que la fe. Debemos reconstruir lo que esos descreídos han arrasado, y debemos ocuparnos de que el hambre y las miasmas no hagan presa en nuestras gentes. Hay mucho que hacer, mucho… Y puede que encontréis en esas labores el primer peldaño de la escalera que debéis subir, porque, hijo mío, para llegar al último escalón solo hay una cosa segura, hay que subir el primero antes…

Las últimas palabras del obispo estuvieron tintadas por un regusto enigmático que el infanzón no supo interpretar.

—Al poco de regresar al obispado de Compostela —continuó Rosendo lanzando una seria mirada de reconvención a Gutier en la que, sin palabras, ambos recordaron que había sido la intervención del infanzón, a expensas de los tejemanejes de los nobles, la que lo había privado de su dignidad en primer lugar—, fui presa del pecado del orgullo, del orgullo y también de la impaciencia. —El infanzón dudaba sobre el destino del discurso del prelado, pero escuchó en silencio—. Había tanto que hacer… Y yo quise hacerlo todo de una vez… Llené mi diócesis de reformas, impuse nuevas devociones, y quise arreglar los desaguisados de los normandos, todo de un plumazo —aclaró con un gesto expedito de su mano rechoncha—. ¡Todo a la vez! Atendiendo más frentes de los que podía abarcar, partí hacia Curtis en cuanto recibí la noticia de que Santa Olalla había sido saqueada. —Gutier recordó su conversación con el apestoso Gelmiro—. Pensaba que en un par de días podía hacer que el templo recobrase los oficios e incluso expulsar a los normandos si me los topaba. Pero el Señor supo poner freno a mi soberbia…

›Estaba de camino, pensando que yo solo podría consolar todo el dolor de este horrorum normandorum —confesó el obispo recurriendo al latín—. Pero el Señor supo pararme los pies y ponerme en mi sitio, ¡y pude aceptar mi humilde condición! Lo único que conseguí fue perder los suministros que llevaba, y mi propia cruz. —Se llevó la mano al pecho y palmeó el lugar en el que debería haber pendido—. Sin embargo, no todo fue en vano, además de verme obligado a tragarme mi soberbia y pasar un buen susto, el Señor me dio un cometido más a mi medida.

El infanzón no entendió a qué se refería el obispo.

—Topamos con una banda de nórdicos a los que, con suerte, convencimos para que nos dejasen con vida, pero nos robaron cuanto llevábamos a Curtis. Santa Olalla tuvo que esperar para volver a parecer una verdadera iglesia, aún a día de hoy quedan cosas por hacer —le dijo al infanzón mirándolo con vehemencia—. Pero el Señor me hizo ver la luz, y me hizo comprender que había otras cosas mucho más importantes de las que ocuparse; yo quería convertir estas tierras en una diócesis ejemplar, cayendo en el pecado de la soberbia. Pero recibí mi lección y, gracias a Su bondad, encontré el modo de darle un comienzo a esta enorme tarea que tenemos por delante por culpa de esos descreídos… Un comienzo mucho más importante que el vino, las tallas, el cáliz, o la parafernalia de una iglesia. El Señor me dio una primera tarea, humilde, con la que poner mi primera piedra. Me dio la oportunidad de salvar a dos huérfanos que esos paganos habían capturado.

Gracias a los que iban y venían, trayendo los recados del obispado, supo que, además de lugares de mucho más renombre, como Monforte o Chantada, Outeiro había quedado reducido a cenizas. Y aunque se aferró a la posibilidad de volver a ver a Assur algún día, porque de él no había recibido noticias, saber que había perdido todo lo demás que, hasta entonces, había dado sentido a su vida fue un mazazo del que la pequeña Ilduara no se recuperaría jamás. Pasó las primeras semanas tan abatida que el obispo encargó a todo su personal velar por la huérfana con especial cuidado, convirtiéndola en la niña mimada de la residencia episcopal. Por su parte, Berrondo recibió las noticias de un modo mucho más pragmático, pensando en el título que le correspondía heredar y descubriéndole a la niña una vileza que Ilduara no había siquiera imaginado.

Había noches en que la tristeza se le atravesaba en la garganta haciendo que el amanecer pareciese un sueño imposible. Pero las lágrimas fueron quedando atrás poco a poco y el tiempo, sabio consejero de fácil pago, le trajo las sonrisas que los recuerdos felices guardaban; consuelos pobres, pero que le servían para reunir voluntad con la que afrontar su situación.

Así, a medida que los días pasaban, Ilduara se iba adaptando. Aprendió a convencer con sonrisas al personal de cocinas y conseguir dulces que comer entre horas, o un currusco de pan fresco que podía mojar en la nata del almuerzo del obispo y mordisquear con aire pensativo recordando las mañanas de ordeño, cuando mamá la dejaba ser golosa untando en el pan la tona de la leche del día anterior y cubrirla de miel. Incluso buscó las confidencias de una de las mozas que atendían los dormitorios de Rosendo y, en más de una noche, acabó sollozando en el hombro de la paciente muchacha.

Con el devenir de las semanas, a medio camino entre el duelo y el arrepentimiento por permitirse continuar con su vida cuando los suyos no podían, consiguió descubrir el mundo que la rodeaba y pronto vislumbró lo inmenso de Compostela. Pues casi todas las mañanas había quien la animase a acompañar a alguna de las mozas al mercado, o a los esportilleros a recoger algo de la curtiduría, o a llevarle un encargo a uno de los orfebres judíos. Para Ilduara la urbe resultó un mundo impensable en el que perderse, tan enorme y distinta a cualquier otro de los lugares que había conocido que la pequeña se frotaba los ojos a menudo, intentando asimilar lo que veía. Bastaba recorrer un tramo de cualquiera de sus calles para encontrar algo nuevo y curioso.

Cada día las preguntas se le acumulaban en los labios atropellándole la lengua. Quería saber sobre los diminutos callejones que guardaban los aleros de las pequeñas casas, sobre los lugares empedrados en los que la humedad pintaba de verde el granito de las losas, sobre las gentes de todo aspecto y condición que se cruzaban en su camino. Y sobre los peregrinos; que llegaban desde lugares de los que jamás había oído hablar: anglos, frisios, aquitanos, britones, lombardos, magiares. Gentes de todo el mundo conocido, mucho mayor de lo que Ilduara había imaginado jamás, peregrinaban hasta Compostela para rendir culto a los restos del apóstol Santiago. Algunos llegaban caminando, otros a caballo, si es que venían desde el este o el sur; y, desde el norte cruzaban el mar en barcos y atracaban en Brigantium, Crunia o Adóbrica para cubrir el trecho que les faltaba a pie. Y sobre todos ellos Ilduara descubría preguntas que quería hacer.

Así, poco a poco, aun con el horror de cargar con sus penas, Ilduara se ganó el favor del personal del obispado. Adoptada por todos en la residencia episcopal, incluso por los rudos hombres de la guardia, siempre había alguien que le brindase su compañía, pero la pequeña pasaba casi todo el día al cargo del secretario del obispo; un amanerado hombrecillo de magras carnes que carecía de paciencia, que respondía al florido nombre de Adosindo, y ante el que la niña siempre reaccionaba con una sonrisa pícara.

A Berrondo lo habían despachado pronto, apenas un par de semanas después de ser acogidos por el obispo Rosendo. Sus quejas y las continuas referencias al título de su familia eran suficientes por sí solas, pero además el chiquillo fue incapaz de sentirse a gusto, sin importar las prebendas que le dispensasen. E Ilduara tuvo que sufrirlo con paciencia: Berrondo se había tomado la confianza de la cercanía e insistía en trasladarle sus quejas sobre las comidas, la estancia o el trato, como si la pequeña tuviera alguna responsabilidad. Sin embargo, tanto Adosindo como el propio Rosendo habían encontrado en breve el modo de enviar complacientes correos hasta Lugo y, a pesar de la presión normanda, que los paganos ejercían desde el campamento que habían instalado en el centro mismo del reino, el tío del muchacho, que trabajaba a las órdenes del obispo lucense Hermenegildo, aceptó hacerse cargo de él. E Ilduara no lo echó de menos.

Mientras, ella fue aprendiendo sobre los oficios. Descubrió las escrituras y se formó en los rezos de su fe. Incluso llegó a encontrar consuelo en las oraciones. Además, después de que Berrondo se hubiera marchado, la vida de Ilduara fue mucho más sencilla y, de no ser por los frecuentes ataques de melancolía de los que era presa, cuando recordaba la pérdida de los suyos, la niña parecía casi feliz.

Se acordaba de mamá y papá, del pequeño Ezequiel y de Sebastián. Y, sobre todo, de Assur. Pero las estaciones fueron pasando y la pequeña fue acostumbrándose, de a pocos, a convivir con su duelo y las sorpresas de la gran villa.

Oyó sobre los horrores de aquel primer ataque de los normandos en Fornelos en los cuchicheos de los hornos de pan, y se enteró de cómo el anterior obispo Sisnando había encontrado la muerte de forma terrible. Así aprendió a sentirse reconfortada ante la visión de las empalizadas que rodeaban la ciudad, y a temer a los hombres de la soldadesca o a los enviados de la corte leonesa que, con sus espadas, sus arcos y sus grandes caballos de batalla, le recordaban el pavor de la guerra. Siempre que uno de aquellos heraldos de la violencia aparecía por el obispado, ella escapaba a las cocinas o los establos, especialmente a los establos, donde casi siempre podía prodigarse en caricias y juegos con algún ternero o potrillo de grandes ojos dulces.

Los hombres de armas eran para ella mensajeros de horribles presagios y portadores de estampas del dolor de su pasado. Nunca llegó a entender por qué sus mayores buscaban la guerra cuando no traía más que muerte y dolor.

Solo muchos años después pudo saber que sus miedos y recelos de la soldadesca le habían privado de la oportunidad de reencontrarse con su hermano. Pues hubo un día en que un infanzón de León, de nombre Gutier, según le contó uno de lo yegüerizos, trajo mensaje del conde Gonzalo Sánchez de Sarracín; al parecer, las fuerzas cristianas habían llegado por fin a un acuerdo para echar por siempre a los normandos, pero ella, como siempre que los hombres de la guerra se acercaban al obispado, prefirió escabullirse y abandonar su curiosidad para poder olvidar también sus penas.

Las noticias de la lucha y la política le llegaban siempre de segunda o tercera mano, y si podía evitarlas, lo hacía. Ella prefería refugiarse en los oficios divinos, o escuchar de boca del propio obispo la vida de Santiago el Mayor, que había llegado desde Tierra Santa hasta Galicia para predicar la palabra del Señor. Del resultado de la batalla de Adóbrica y de la huida de los nórdicos se enteró al regreso de Rosendo, y no por gusto, sino porque a su alrededor nadie sabía hablar de otra cosa.

Viviendo al cargo del obispo, su camino pareció marcado desde el principio. El ambiente piadoso y las enseñanzas del prelado y los suyos le sirvieron para refugiarse de su dolor, y ella aceptó con gozo la paz de esos rezos y preces que la rodeaban. La niña creció y encontró un consuelo familiar y reconfortante en la fe. Dios la llamaba a su rebaño e Ilduara, a la que ya no le quedaba nada ni nadie, abrazó gustosa la cita.

La noticia de la vocación de la pequeña fue una alegría para Rosendo. Más aún que recuperar para el culto los templos que los nórdicos habían arrasado o volver a ver a su rebaño libre del yugo de aquellos paganos, pues desde aquel primer encuentro salvador de camino a Curtis, la niña se había convertido en la familia que sus votos le impedían tener.

Intentando complacer a doña Elvira, el obispo llevaba tiempo enviando a cuantas jóvenes llamaba el Señor a su seno hasta el monasterio de San Pelayo de León, que había sido un lugar santo en el que la regente vistiera los hábitos, templo fundado por el mismo Sancho el Craso para albergar las reliquias del niño mártir Pelayo, que muriera a manos de los mahometanos en Córdoba. Y ahora que Ilduara deseaba ingresar como novicia, Rosendo supo al instante adónde la enviaría y con quién.

Gutier se había sentido agradecido desde el primer momento. Y aunque sus obligaciones no le dieron descanso, las sobrellevó con gusto, pues el trabajo siempre fue honrado y honorable.

El obispo Rosendo pareció encantado de hacer borrón y cuenta nueva, y ya en los primeros meses, justo tras regresar de Caaveiro, el infanzón fue tres veces a León, un par a Oviedo y hubo de volver a Lara para enviar recado del obispo al todopoderoso Fernán González. Pasaba sus días en el camino, palmeando el cuello del obediente Zabazoque y encontrando la paz de la soledad que había descubierto en sus tiempos de novicio. Además, gracias a su continuo ir y venir, había ocasiones en las que podía tomarse una tarde de asueto en la que compartir una agradable charla y una jarra de vino con su amigo Jesse. Gutier sabía que en Monforte siempre podía encontrar una sonrisa cálida, una lumbre en la que calentar los huesos y una ración de heno sin gorgojos para Zabazoque. Lo único que lamentaba de sus visitas al hebreo era constatar el violento deterioro de su amigo, al que las penas y el dolor no solo habían cuarteado el alma, sino también el cuerpo. Y Gutier intentaba siempre consolarlo recordándole que al menos había recuperado al joven Mirdin, que había vuelto sano y salvo de su expedición de comercio por la Ruta de la Plata. Pero igualmente el pobre Jesse semejaba haber cumplido en unos pocos años todos los que le habían sido reservados, y su tez pálida y sus manos traslúcidas parecían querer anunciar que vivía de prestado.

Aparte de la de Jesse, Gutier también conservó la amistad del lobo del muchacho. Al principio, más por obligación que por deseo, pues ningún otro parecía dispuesto a adoptar al corpulento animal. Además, Furco se había mantenido con las orejas gachas y el mal humor presto a enseñar los dientes. Sin embargo, para sorpresa del infanzón, con el tiempo, hombre y animal llegaron a un acuerdo plagado de silencio en el que los dos se hicieron gruñones solitarios que solo sabían vivir si estaban cerca el uno del otro. En ocasiones, en mitad del camino, sin más techo que el cielo estrellado ni más compañía que las llamas de la hoguera, le gustaba hablarle al lobo del chico. Y el animal parecía capaz de contestarle cuando Gutier le preguntaba si recordaba cómo Assur había hecho tal o cual cosa. Y a veces, incluso se permitía soñar, imaginando que el crío había sido capaz de abrirse camino en las duras tierras del norte. Nunca perdió la fe.

El obispo Rosendo le había dado la oportunidad de redimirse sirviendo a la Iglesia y olvidando las inquinas del conde Gonzalo Sánchez. Y Gutier, aunque satisfecho por el nuevo rumbo con el que navegaba su vida, seguía sintiendo una cierta melancolía. No podía dejar de recordar aquellas agradables tardes de scriptorium en San Justo de Ardón. En los últimos meses incluso se había atrevido a sugerírselo al mismísimo obispo. Pero Rosendo parecía tener siempre para él alguna tarea que requería su atención, evitándole el retiro que tanto ansiaba.

El reino seguía viviendo tiempos confusos. Haberse librado de los normandos no había significado la paz duradera y estable que Rosendo y el propio Gutier hubieran deseado. El rey niño había crecido, pero la regente tenía que seguir al mando de nobles díscolos que trababan alianzas peligrosas; el todopoderoso conde de Lara continuaba empeñado en subir al trono a su nieto Bermudo. Y la continua amenaza de los sarracenos desde los valles del sur, empecinados en dominar la totalidad de la península ibérica, obligaba a las mesnadas a mantenerse prestas.

Por su parte, el obispo Rosendo, imbuido de su epifanía particular, se obstinó en reconstruir Galicia destinando fondos y bríos a lugares tan distintos como Chantada, Monforte o Curtis. De hecho, para el caso del templo dedicado a Santa Olalla, Rosendo encontró hueco en el perdón concedido a Gutier para indultar también al abad Pedro de Mezonzo, antiguo soporte de su enemigo Sisnando, y dedicó ímprobos esfuerzos para que los templos de Curtis y del cercano monasterio de Sobrado pudieran recobrar el esplendor que los ataques normandos habían agostado.

Pocos veranos después de la derrota de los nórdicos en Adóbrica, la compleja situación encontró un tranquilo hueco, justo en el momento en el que Gutier regresaba de entregar al noble Martín Placentiz un poder para asumir el mando del condado de Présaras.

Atendiendo las pequeñas rosas silvestres que poblaban el jardín de su residencia, el obispo Rosendo vio al infanzón departir unos instantes con Adosindo, siempre preocupado por perturbar los escasos momentos de paz de los que disponía recordándole alguno de sus infinitos quehaceres. Finalmente, Gutier alzó la mano con gesto hosco y el secretario se retiró entre gestos contrariados.

Desde Adóbrica, Gutier arrastraba una cojera provocada por el tajo mal curado de su pierna, que ya había sido lastimada con anterioridad, y el obispo imaginó que el viaje hasta las nuevas tierras de Placentiz, aunque corto, debía de haber sido duro, pues el infanzón renqueaba ostensiblemente.

—Placentiz aceptará el desempeño, pero quiere recibir recado del rey de que tiene la concesión del condado —anunció el infanzón tras las salutaciones de rigor.

—¿Qué tal la pierna? —preguntó afablemente el obispo sin dejar de mirar los pétalos de una apretada corona del color del vino, restándole importancia a la noticia que el infanzón le había traído.

Gutier ya estaba acostumbrado a las erráticas conversaciones del obispo, así que se limitó a contestar:

—Hace unos años, cuando tenía que pasar desapercibido, solía fingir alguna dolencia de la espalda o de las corvas y me hacía pasar por cojo o lisiado —dijo masajeándose la pierna—. Supongo que el Señor me ha hecho cargar con esta penitencia por aquellos pecados…

En los ojos francos del obispo brilló algo.

Furco, que ya no era un cachorro que se entretuviese lanzando dentelladas a las moscas, intuyó que los hombres hablarían por un rato más, y se tumbó con un soplido después de dar un par de vueltas sobre sí mismo para allanar la hierba al pie de los rosales del obispo.

—Fuisteis novicio de San Justo de Ardón, ¿no es así?

Gutier, que con los años había aprendido a aceptar que el obispo solía llevar sus pensamientos dos o tres pasos por delante de los de aquellos que le rodeaban, no dijo nada.

—Y respecto a esas aspiraciones de las que me habéis hablado… ¿Seguís deseando volver?

Gutier contuvo su satisfacción lo mejor que pudo, queriendo ser prudente por si las tornas cambiaban.

—Sí, claro que sí. Especialmente ahora que mi hermana menor ya se ha desposado. Nada más tengo pendiente de este mundo terrenal, y nada me gustaría más que dedicar los días que me quedan a la paz del claustro y a los textos del scriptorium.

Rosendo afirmó inclinando el rostro y echando una mirada desconfiada al lobo, que incluso con sus grandes ojos cerrados y la cabeza apoyada en las manos, como la tenía, le seguía pareciendo amenazador.

—Bien, bien…

Gutier esperó escuchar algo más.

—Por cierto, debéis partir a León para acompañar a una muchacha que entrará como novicia en el convento de San Pelayo, es la huérfana de la que ya os he hablado alguna vez, ¿la conocéis?

—No, no la conozco, pero haré lo que se me diga.

Rosendo asintió complacido.

—Bueno, no importa, la conoceréis de camino, creo que os gustará. —El obispo revolvió las manos como queriendo deshacerse de sus últimas palabras—. Hablad con Adosindo antes de partir —continuó más resuelto—, él tiene una vitela con mi sello para que se la llevéis a la abadesa de San Pelayo. No ha mucho que han trasladado los restos del niño mártir desde Córdoba, es una comunidad joven que aún precisa de guía y sentido, y creo que la abadesa agradecerá la incorporación de una nueva novicia.

Gutier, entendiendo que ya no había nada más de que hablar, se dispuso a dar media vuelta cuando Rosendo le hizo una seña.

—Por cierto…, también le menciono a la abadesa que os ayude a entrar de nuevo bajo la regla en San Justo o en cualquier otro cenobio que deseéis —anunció Rosendo con picardía.

Cuando la vio algo le resultó familiar.

La mañana, diáfana, tenía la luz tensa del otoño. Y aun con el buen tiempo Compostela olía a la humedad curtida que se enraizaba en sus piedras. El cielo limpio parecía un lienzo que alguien hubiera entintado con maestría. Y en el obispado cada uno atendía a lo suyo como en cualquier otro día, había mucho que hacer y Rosendo era un hombre exigente.

La muchacha, en esa edad en que los encantos pasan de despertar ternura a despertar interés, caminaba resuelta tras Adosindo, que le hablaba de León y de su alfoz.

Gutier, que atusaba las crines de Zabazoque con cariño, los vio acercarse con el rabillo del ojo, y no tuvo tiempo de preguntarse de qué le sonaba aquel bonito rostro de ojos vivos. Furco gañó llamando su atención y, antes de que pudiera hacer nada, el lobo salió disparado como una flecha, directo hacia el secretario del obispo y la muchacha.

Gutier se temió lo peor, él no olvidaba que el lobo le obedecía cuando le parecía conveniente, y no olvidaba que solo Assur había sido capaz de domeñarlo; si quería detener la masacre, tendría que matar al pobre animal.

El infanzón sabía que Furco era amigo de enseñar los dientes a cualquiera que armase barullo a su alrededor, o a quienquiera que intentase acariciarlo, pero no podía imaginar qué podía haberlo hecho reaccionar de un modo tan inesperado.

Aunque hasta entonces Furco no había hecho nada semejante, Gutier no pudo evitar los negros presagios que lo inundaron. Por un instante, imaginó al lobo lanzándose sobre el cuello de la muchachita.

Adosindo corría asustado. La niña se había quedado paralizada. El infanzón, comprensivamente, supuso que el horror de ver al lobo marchar hacia ella a toda prisa la había privado de voluntad.

Furco llegó hasta la muchacha antes de que Gutier tuviera tiempo de desenvainar. El lobo saltó y el leonés no pudo evitar encogerse de hombros. Pero cuando la bestia cayó encima de la joven, no le mordió el cuello como un perro sarnoso escapado del infierno, como el infanzón lo había visto hacer años atrás con los nórdicos. Le cubrió la cara de dulces lametones. Y a Gutier el mentón le llegó al pecho con la sorpresa.

—¡Furco! ¡Furco! —exclamaba la muchacha llena de júbilo.

La jovencita lloraba llenando su rostro de lágrimas. El lobo gañía como un cachorro inquieto y se movía de un lado a otro, revolviendo su cabezota parda y gris. Hocicaba en el cuello de la muchacha y le arrancaba risotadas sinceras que entrecortaban su llanto.

Adosindo, todavía con los bajos del hábito prendidos en sus frágiles manos, seguía corriendo, y dando gritos agudos que pronto reunieron a una multitud que lo miraba con incredulidad.

En un instante todo el recinto del obispado se convirtió en una casa de locos, y hubo quien dio la voz de alarma haciendo que otros salieran a toda prisa hacia las cocinas con cubos de agua con que sofocar el incendio. Y al patio principal bajaron los tres o cuatro infanzones que andaban aquellos días por el obispado, listos para el combate. Alguno hubo que pensó que atacaban los sarracenos o que volvían los nórdicos.

Aunque Adosindo, en lugar de responder a las preguntas inquietas de los alarmados curiosos, siguió corriendo sin echar la vista atrás; ante lo que las mozas de las cocinas, dándose cuenta de que no corrían peligro alguno, compartieron chanzas y burlas, imitando los gestos amanerados del endeble sacerdote.

Furco empezó a dar vueltas alrededor de la joven, que pudo incorporarse y arreglarse las ropas enmarañadas. Y, de cuando en cuando, con evidente contento, buscaba una mano que le palmease entre las orejas. Gutier solo lo había visto comportarse así con el propio Assur.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el infanzón mirando los ángulos de aquel rostro que se le hacía conocido.

—Ilduara, me llamo Ilduara Ribadulla, mi señor —contestó la joven acariciando el cuello del lobo mientras el animal cerraba los ojos encantado.

Y entonces Gutier comprendió.

Eran hombres y no pájaros, pero se movían con la habilidad y el sigilo de las grandes águilas que, tantos años atrás, Assur había visto cazar en el valle del Valcarce.

Tyrkir pasó la mano por su herida, restañando la sangre con cuidado de no mover el astil roto; pero la flecha había entrado de través y el tajo era amplio, lo que hacía difícil el gesto. Pese al cuidado movimiento del contramaestre, la fina vara de madera vibró con la presión de su mano en la carne abierta y no pudo evitar que se le escapase un gruñido ronco. El Sureño escrutaba las sombras del bosque buscando a aquellos enemigos inesperados; antes de que cayese el siguiente trueno, que lo obligó a enmudecer, tuvo el tiempo justo de advertir a Assur.

—Son rápidos, llevan arcos y mazas, pero creo que no tienen espadas o hachas… De momento no he podido abatir a ninguno, y no tengo ni idea de cuántos son… Se cubren con el bosque, son como sombras…

Assur aceptó la descripción con un leve asentimiento. Escudriñaba la noche a través de las cortinas de agua fría que el cielo descargaba. En su interior rebullían mil preguntas que necesitaban respuesta, quería seguir hablando con Karlsefni; pero tuvo que forzarse a asumir que no era el momento adecuado, había causas más inmediatas a las que prestar atención.

El tremor del trueno llegó a la vez que el resplandor del relámpago: la tormenta estaba sobre ellos. Justo antes de que el ensordecedor tamborileo creciese hasta hacer retumbar la tierra que pisaba, Assur vio una silueta que se movía agazapada entre los primeros árboles del bosque, allá donde entre los altos troncos se entremezclaban los tocones que Helgi y Finnbogi habían dejado.

—Debemos agruparnos, ¡vayamos hacia las skalis! —gritó Assur intentando hacerse oír por encima del estruendo que los envolvía.

Mirando fijamente el cadáver de Bram, Tyrkir afirmó moviendo la cabeza y el hispano comprendió que aquellos hombres llevaban demasiados años juntos como para que despedirse fuera fácil. Sin embargo, Assur no le dio al Sureño el tiempo que merecía. Tenían que buscar un lugar con el que guardar la espalda para evitar que los rodeasen.

—¡Vamos!

Su carrera fue evidente para algunos más, que intuyeron la idea y se les unieron. Assur tomó una decisión. La skali de más al sur, asentada en un meandro del río, justo aguas arriba del puente y la forja, tenía una fachada que daba al bosque, donde se amontonaban un pequeño almacén y el improvisado secadero de las pieles. Si se resguardaban allí, solo podrían ser atacados desde un angosto espacio abierto. De espaldas a la skali, aquellos hombres de las sombras solo podrían echárseles encima si cruzaban el vano entre el secadero y el almacén.

Pequeñas bolas de duro granizo empezaron a caer entre intensas rachas de viento. Al llegar al suelo bailaban chapoteando sobre los infinitos charcos. El frío los cubrió y un rayo cayó sobre la forja, y la techumbre, resecada por el calor de los fuegos, quiso prender a pesar de la intensidad de la lluvia.

Cuando Assur echó cuentas, se vio rodeado de apenas una docena de hombres. Se alegró de poder confiar en la fuerza de Helgi, la veteranía de Tyrkir, o la valentía fanfarrona de Halfdan. Pero el que más le preocupaba, porque desde poco antes se había convertido en el más importante de todos para él, no estaba allí. Karlsefni no le había caído nunca bien, era de esa clase de hombres mediocres que acude al halago y no a las acciones para hacerse valer, y nunca entendió por qué Leif lo había admitido en la tripulación del Gnod. Sin embargo, Assur necesitaba desesperadamente que Karlsefni sobreviviese, porque había preguntas que requerían respuestas que llevaban esperando años, y solo él podía dárselas.

Una flecha pasó junto a la mejilla de Assur y se clavó en el cuello de uno al que llamaban el Negro. El viento y el granizo terminaron de abatirlo, antes de lo que se tarda en recorrer cien pasos, murió desangrado, abriendo sus labios en inútiles y crueles bocanadas que trajeron hasta Assur el horror de la guerra. Todos se pusieron en guardia. Pero no sirvió de mucho. Ni siquiera veían contra quién peleaban.

Assur no sabía si los que faltaban estaban dispersos o si formaban un grupo como el suyo en algún otro lugar del campamento. O si estaban todos muertos.

—Bastardos hijos de perras tiñosas, ¡venid aquí!, ¡dad la cara! —gritó Halfdan hacia el bosque.

Kitpu no había esperado que los acontecimientos se hubieran precipitado de aquel modo; ya no había vuelta atrás. Ni siquiera sabía cómo había empezado, pero lo había hecho y ahora tenía que ponerle remedio. Y aunque no le gustaba lo que debía hacer, era pesarosamente consciente de que no le quedaba otra opción, no podía correr riesgos. A los que podían verlo les hizo las señas con las manos y les pidió que pasaran su mensaje a los demás. El sagamo sabía que antes de que el cielo volviera a abrirse con un relámpago todos los suyos conocerían sus órdenes. Ninguno de aquellos extranjeros podía quedar con vida.

Abooksigun entendió lo que las manos de Kitpu le decían. Agachado entre las grandes raíces de uno de los tocones de los árboles que aquellos extranjeros habían talado, no lejos del cadáver de su hermano y los cuerpos de dos extranjeros, el mi’kmaq intentó no pensar en cómo tendría que decirle a su padre que había perdido a uno de sus hijos en la batalla. Pero Abooksigun sabía lo que su padre le preguntaría, y también lo que su hermano hubiera querido.

Había visto a los extranjeros agruparse, uno que debía de ser su sagamo los había reunido frente a una de aquellas extrañas cabañas. Y Abooksigun decidió que era mejor empezar por los que estaban desperdigados, serían blancos más fáciles. Pese a que la noche y la tormenta le ayudaban a pasar desapercibido, se mantuvo agachado. Buscando la orilla del río, caminó encorvando, zigzagueando entre los arbustos, los árboles y los tocones. El granizo caía picando su piel y le obligaba a concentrarse en alejar el dolor. Cuando llegó a la ribera, otros dos guerreros se le habían unido.

Leif había pensado que el barullo se debía a la tormenta y no se dio cuenta de lo que sucedía hasta que, a la parpadeante luz de un relámpago, pudo ver como Bram era abatido por un extraño que no llevaba más ropa que unos pantalones estrafalarios. Al principio pensó que la luz indecisa del rayo le había jugado una mala pasada, le había parecido que aquel hombre tenía el rostro rojo como la sangre. Luego, cuatro pasos le sirvieron para descubrir que Bram y Finnbogi yacían inmóviles sobre la hierba. Antes de saber qué estaba pasando, la tormenta estalló con fuerza y Karlsefni vino corriendo hacia él entre grandes aspavientos.

—¡Nos atacan! ¡Nos atacan!

Empezó a granizar y Leif entrecerró los ojos.

Karlsefni no llegó a decir mucho más, uno de aquellos hombres surgió de la nada y saltó sobre el nórdico.

Por un instante lo único que Leif sintió fue alivio, no es que tuvieran el rostro bermellón de las bestias del Hel, lo llevaban pintado.

El viento silbaba arrastrando hielo y agua, los árboles crujían, un rayo alcanzó la forja y todo se llenó de un olor como el de una olla de hierro abandonada al fuego.

Aquel hombre cayó con la gracia de un gran felino. Sus piernas amortiguaron el salto doblándose con soltura. El brazo derecho, que había aprovechado el impulso para, en lo más alto, hacer caer sobre la cabeza de Karlsefni una enorme maza, completó un gran arco.

Leif lamentó al instante no llevar casco.

Assur estaba preocupado, allí, entre la skali y las dos construcciones menores, estaban protegidos; incluso en el peor de los casos, el de verse acorralados, podrían entrar en la vivienda y salir por algún otro de los postigos. Estaban a salvo; pero intranquilos, quietos, esperando, y él quería saber si Karlsefni estaba bien. Y Leif.

El hispano tomó una rápida decisión y afirmó tras el gruñido con el que Tyrkir contestó a su propuesta.

El granizo arreciaba haciéndose interminable, truenos y relámpagos se sucedían iluminando todo un instante para luego resonar como una montaña derrumbándose.

Abooksigun llevaba un buen trecho de la orilla recorrido. Miraba a todos lados, atento a que nadie lo sorprendiese. Rodeó una de las cabañas y, en el centro del campamento, vio a uno de los suyos usar la maza para acabar con otro de aquellos forasteros. Pensó en silbarle para hacerle una señal, pero se dio cuenta de que la barahúnda de la tormenta no se lo iba a permitir. Además, el guerrero parecía caminar decidido hacia otro de aquellos hombres barbados.

Leif retrocedió hacia el río mirando a todos lados, preguntándose dónde estaban sus marineros y cuántos de aquellos nativos con malas pulgas los estaban atacando. Aquel que tenía enfrente se acercaba. Balanceaba el garrote con el que había matado a Karlsefni en la derecha y blandía un rústico puñal de piedra en la izquierda.

Como había dicho Matoaka, Abooksigun vio que aquellos forasteros habían levantado un puente sobre el río de los salmones e hizo señas a los que lo seguían para que vadeasen el cauce y rodeasen al hombre que ya desenvainaba una larga espada, dispuesto a enfrentarse al guerrero que lo estaba encarando levantando su maza. Y Abooksigun supo que aquel extranjero era hombre muerto.

El granizo dio paso a la lluvia, que caía como si los cielos, a punto de naufragar, se esforzaran por achicar el agua que llenaba sus bodegas.

Leif empezó a preocuparse cuando descubrió a otro de aquellos hombres con el rostro pintado acercarse por la orilla del río. El patrón retrocedió con un par de pasos, hacia el puente.

Abooksigun observó cómo el guerrero mi’kmaq hacía un par de fintas y se echaba al frente con ágiles zancadas al tiempo que alzaba la maza. Echó un vistazo a la otra orilla y distinguió a los suyos trepando en el barro cuajado de guijarros de la ribera para llegar al pasadero de los extranjeros; era su oportunidad para cubrir el ataque del otro.

Leif vio el pecho descubierto, brillante por la escorrentía del agua de lluvia, tintado con chorretones de la roja arcilla grasosa que se le desprendía del rostro. Vestía extraños zahones con flecos y cuentas como las que había encontrado Tyrkir, tenía la nariz aguileña y ojos oscuros de párpados apretados. Llevaba el cabello largo y suelto, con las sienes afeitadas, y a un lado de la cresta central de pelo negro colgaban lo que parecían dos plumas deslustradas por la tormenta.

El patrón del Gnod intuyó los amagos de aquel guerrero que se movía con la soltura del que ha sobrevivido a más de una batalla. Leif no se dejó engañar. Plantó los pies firmemente sintiendo cómo la tierra aguachenta rezumaba y hacía hueco para su peso. Giró el torso. Esquivó el primer golpe y cruzó la espada hasta encontrar carne, entonces vio al otro.

Abooksigun no perdió detalle, el guerrero mi’kmaq fue hábil, pero el extranjero lo fue más. La afilada hoja de extraño y brillante material entró en los pulmones haciendo que un silbido se perdiese en el retumbar de la lluvia. Un rayo barrió la noche y Abooksigun preparó su lanza.

Leif lo vio, pero no pudo hacer nada, el primero de los guerreros, aun con la espada atravesándole las entrañas, pudo reunir fuerzas para amenazar con el puñal de piedra.

Los otros dos cruzaban el puente. Leif no lo advirtió, tuvo que evitar la cuchillada golpeando con el codo a su atacante, pero sintió la lanza robarle el aire al impactarle en el costado; de no haber vestido su brynja, hubiera muerto. Cuando se dio cuenta de que lo rodeaban, se sintió perdido.

Abooksigun no entendió por qué su acometida solo consiguió arrancarle un sufrido resoplido a aquel hombre de extraños cabellos rojos. El mi’kmaq se preguntó si aquellos forasteros pintaban su pelo en lugar de su rostro cuando iban a la guerra.

El patrón no pensaba vender su vida tan fácilmente y, después de rematar al primero de sus atacantes con una nueva estocada, movió la espada, chorreante de sangre y agua, y consiguió quebrar la vara que sostenía la punta de afilado hueso de la lanza del otro.

Varios relámpagos se apelotonaron con el sonido de los truenos.

Assur pasó como una exhalación, golpeando con el antebrazo al guerrero de la lanza y empujando a Leif a un lado, saltó sobre el cadáver de otro de aquellos nativos de las tierras del oeste.

Al otro extremo del puente había dos más y Assur aprovechó el impulso de su carrera para cargar sobre uno con el hombro y girar sobre sí mismo moviendo la espada en un círculo mortífero que alcanzó al otro. La hoja resbaló en la clavícula tras levantar un filete de aquella piel cobriza y seccionó todo el lateral del cuello. Antes de que el hispano pudiese enfrentarse al que había arrollado recibió un fuerte golpe en la mejilla derecha y notó el sabor metálico de la sangre que le llenaba la boca.

Abooksigun desechó la pértiga rota de su lanza y cogió su maza con las dos manos. Pero el extranjero pelirrojo se movió con rapidez y el golpe cayó en la parte alta de la espalda.

Assur completó su acometida y, tras estrellar su puño contra el pecho del guerrero, volvió a girar echando la espada hacia atrás bajo el arco que describió su propio brazo. La hoja entró con facilidad en las tripas del otro y Assur, sabiéndolo muerto al oír cómo caía el cuerpo al río, prestó atención a la pelea de su patrón.

El hispano vio como Leif se derrumbaba dolorido y se sintió incapaz de salvar los pasos que los separaban antes de que el extravagante guerrero pudiese matar al patrón.

La lluvia se dio un respiro momentáneo para, tras un trueno que pareció eterno, precipitarse como una cascada furiosa durante el deshielo.

A Assur solo se le ocurrió una cosa.

—¡Eh! ¡Tú! Pajarraco —gritó traduciendo al castellano la expresión del Sureño.

Abooksigun oyó hablar al otro extranjero, uno que parecía haber pintado sus cabellos con ceniza. Al que acababa de golpear había caído rendido.

Assur se dio cuenta de que lo había oído a pesar de la tormenta e insistió.

—¡Déjalo! —chilló de nuevo recurriendo a su lengua natal.

Los dos hombres, nacidos en extremos opuestos del mundo, se miraron. Assur movió la espada incitando al mi’kmaq. Abooksigun levantó su maza de pesada madera. Y sus lugares de nacimiento o sus distintas culturas no evitaron que se entendiesen. Leif yacía en el suelo y ya no era un rival digno.

Cada uno supo ver en el otro el honor del desafío.

Assur revolvió la lengua sintiendo la tibieza de su propia sangre. Tenía el pelo pegado al cuero cabelludo, empapado por la incesante lluvia, y sus ojos chispeaban.

Abooksigun equilibró su maza y estudió al corpulento hombre que lo retaba con confianza.

Leif giró sobre sí mismo en el suelo abriendo la boca para buscar aire y encontrando solo grandes gotas de agua. Con el siguiente relámpago sus ojos abiertos se deslumbraron y el patrón llegó a pensar que había visto a una valquiria buscando a los héroes caídos que tendría que llevar al Valhöll.

Assur volvió a asentir hacia su enemigo. Luego giró el rostro y escupió un gargajo de flema sanguinolenta, estiró los músculos de los hombros y volvió a mirar a su rival.

—¡Vamos! —gritó conminando al otro con un gesto de las manos.

Abooksigun no necesitó conocer las palabras en su idioma, dio un paso al frente y asintió mirando al invasor de sus tierras.

El hispano pensó una vez más en aquellos ojos dorados que lo habían mirado con ternura y se preparó para morir o matar.

Tyrkir echó de menos los escudos que habían quedado en las paredes de la skali y la regala del Gnod.

Esa no era forma de luchar, aquellos desgraciados no daban la cara, se escondían como gallinas y aprovechaban la oscuridad para enviarles sus flechas y lanzas.

Otro de los suyos recibió una saeta en el ojo y murió al instante. Al caer, los que lo rodeaban se abrieron como el agua de un lago. O se escondían en la skali como ratones asustados, o les plantaban cara, pero si se quedaban allí, irían muriendo poco a poco. Aquellos cobardes no parecían dispuestos a plantear una lucha abierta.

Tyrkir sabía que tenía que tomar una decisión. Solo quedaban nueve, dos estaban heridos, y muchas de sus espadas estaban ya melladas. El contramaestre los dividió en grupos de tres con órdenes secas y mandó que se separasen, no sin lamentar no poder conservar la fuerza del grupo y levantar un impenetrable muro de escudos en el que sentirse cómodo.

Kitpu adivinó al instante las intenciones de los extranjeros, se habían protegido en el hueco que formaban sus cabañas. Y aguardaban a que su tribu se lanzase al ataque. Pero el sagamo se dio cuenta de que con aquellas armas de filos brillantes los forasteros tenían las de ganar en un espacio cerrado. Sus enemigos habían tenido una buena idea, sin embargo, a Kitpu se le ocurrió el modo de contrarrestarla. La escasa luz no ayudaría, pero los matarían usando sus flechas, uno a uno.

Diluviaba. Los aljibes de los cielos parecían inagotables y las ráfagas de viento levantaban las enormes gotas pesadas que habían sustituido al granizo.

Abooksigun endureció el gesto y se lanzó hacia el puente con la maza dispuesta.

Leif pensó agradecido en Ulfr y se dijo a sí mismo que debería recompensar al hispano por haberle salvado la vida.

Assur pudo ver que el hijo del Rojo se incorporaba trabajosamente con el dolor reflejado en el rostro. Luego prestó atención al guerrero que corría hacia él.

Abooksigun aprovechó uno de los pilotes del puente para apoyar un pie y tomar altura. Leif consiguió sentarse y se echó la mano a la dolorida espalda. Assur se agazapó adelantando un pie sobre los maderos que él mismo había colocado. No perdía de vista la maza del guerrero.

Mientras Abooksigun caía, levantaba la maza ajustando el golpe. Assur se impulsó arrastrando los pies sobre la madera y giró encorvado. El garrote erró el golpe y los hombres acabaron mirándose frente a frente desde lados opuestos a los que tenían al comenzar el desafío.

Leif vio como Ulfr se escabullía y rehacía su guardia. Y el patrón se asombró de los rápidos reflejos del antiguo ballenero, que, aun siendo un hombre tan corpulento, se movía con la agilidad de un muchacho inquieto.

Assur tuvo muy presentes los consejos de Gutier: se balanceó en las puntas de los pies buscando el equilibrio que necesitaba y ajustó el agarre de su espada con mesura sintiendo el familiar tacto del pomo y el arriaz. El agua no ayudaba y Assur abrió y cerró los dedos un par de veces intentando no perder la sujeción que necesitaba.

El mi’kmaq supo enseguida que se enfrentaba a un formidable rival, mucho más rápido y atento que los otros forasteros. Pero Abooksigun no pensaba fallar de nuevo.

Las maderas del puente crujieron cuando los dos hombres se enzarzaron. Chorreaban el agua que caía y el río rugía empezando a acusar el imparable aguacero.

Assur consiguió esquivar un nuevo golpe, pero su rival giró la muñeca con soltura y volvió a aporrear con su maza. El duro nudo de raíces del extremo apaleó la hoja de la espada y el arma salió bruscamente del puño del hispano. El hierro cayó al agua del río con un chapoteo silenciado por un nuevo trueno. Y Assur, pese al dolor que le recorrió el brazo, consiguió revolverse evitando el codazo con el que su enemigo había buscado su rostro. Mientras lo hacía estuvo a punto de llamar a Furco a su lado y, por un instante, la melancolía casi nubló sus reflejos.

Assur logró descargar un rodillazo en el vientre del guerrero y aprovechó la reacción del otro para cogerle el antebrazo que sujetaba la maza.

Abooksigun notó los fornidos dedos del extranjero haciendo presa. Aun con el agua y la grasa que se le había desprendido del rostro, aquella mano parecía hecha de piedra, el forastero tenía una fuerza extraordinaria.

En el forcejeo, Assur volvió a levantar la rodilla e hizo palanca. El brazo del guerrero se quebró con un chasquido y el hispano apreció el valor de su rival cuando solo escuchó un gruñido como queja.

Los truenos ya no seguían a los relámpagos con la intensidad de amantes celosos, la tormenta empezaba a alejarse.

Assur soltó el brazo y giró sobre sí mismo empujando su espalda sobre la del guerrero. Antes de que su rival pudiese evitarlo, había hecho presa en el cuello.

Leif solo podía ver aquello que le permitían las parpadeantes luces de los relámpagos.

Y el patrón vio cómo Ulfr cercaba al guerrero para ponerse a su espalda. Y con el siguiente rayo vio al arponero rodear el cuello de aquel hombre de rostro pintado. Lo último que vio fue cómo el cadáver caía a las revueltas aguas del río.

Assur lamentó la vida perdida. Matar era siempre injusto. Después de mirar un rato los remolinos que se apretaban en el cauce, preñado por el diluvio de la tormenta, echó a andar hacia su patrón.

Leif recibió agradecido la mano que le tendía el ballenero para ayudarlo a levantarse.

—¿Y Karlsefni?

El patrón no entendió el interés de Ulfr, pero señaló con el mentón.

Cuando llegó hasta el cuerpo, Assur negó con la cabeza, ahora sus preguntas no tendrían respuesta. De todos modos, ya sabía lo que tenía que hacer, buscarlas por sí mismo.

Leif se masajeaba su dolorida espalda y miraba con curiosidad al ballenero, cuando Tyrkir llegó sacudiendo la cabeza como un perro empapado.

—Creo que se ha acabado —dijo el contramaestre mirando los cuerpos de los guerreros abatidos por Assur—. Pero no sé si hay alguno que haya escapado con vida.

Todos sabían lo que eso significaría: vendrían más.

—De acuerdo —asintió Leif asumiendo su papel de patrón—, hagamos recuento, atendamos a los heridos y preparémonos para marcharnos llevándonos todo lo que podamos.

Assur se alegró de saber que regresarían. Groenland tendría que ser la primera etapa hasta las respuestas que necesitaba.

Tyrkir se giró para empezar a alejarse y cumplir las órdenes de su patrón.

Leif pasó un brazo por encima de los hombros de Ulfr y dijo una sola palabra a la que el hispano respondió inclinando su cabeza.

—Gracias.

Kitpu corría lo más rápido que sus heridas le permitían. Se sabía el único superviviente y, aunque perdiese la vida por el esfuerzo, era consciente de que tenía que llegar hasta su gente para reunir al consejo. Llevaba consigo una de aquellas armas extranjeras, pesada, de hoja afilada y brillante; tendría que mostrarla y que aquellos a quienes debía pedir ayuda le creyesen al hablar de altos forasteros con enormes canoas que tenían aquellos formidables filos a su antojo.

La tormenta cerraba la oscuridad del bosque sobre él, pero no pensaba detenerse. Si su tribu quería sobrevivir, tendrían que llamar a los clanes del sur y prepararse para la guerra, y Kitpu era consciente de que no podía fallar. Tenía que llegar, con vida, y lo antes posible.

El cielo estaba limpio como el cuenco de un hambriento; el paso de la tormenta lo había dejado de un incólume azul brillante, parecía una enorme bóveda de piedra pulida, casi al alcance de la mano de un niño pequeño. El mar tenía un aspecto aceitoso, calmo, y las ondulaciones del agua jugaban con la luz radiante de la tarde robándole destellos. El viento era solo una ligera brisa que apenas llenaba el trapo y eso les obligaba a estar atentos con el cordaje y, cuando la ballena resopló, su aliento acre con un profundo regusto a pescado llegó hasta el Gnod.

Con su brazo vendado y el rostro ceñudo, Tyrkir le daba instrucciones a Ulfr con la calma y el buen hacer del maestro experimentado. Ahora que Bram había muerto y que el contramaestre estaba herido, Leif había tenido que elegir entre los pocos disponibles. Finalmente, el patrón había decidido que el hispano fuese el timonel en la travesía de regreso a Groenland.

El Sureño miraba hacia los gigantescos animales recordándose que el hombre que tenía a su lado había sido capaz de enfrentarse a ellos sin más ayuda que unos pocos arpones, a bordo de enclenques falúas, y todo para conseguir un escaso sustento. Además, durante la batalla con los belicosos nativos de Vinland, había actuado con el arrojo y valor propios de un nórdico, y le había salvado la vida al patrón. Y durante la mañana, antes de partir, había demostrado conocimientos propios de un godi same, había sido Ulfr el que le había vendado el brazo y el que había atendido a los heridos. Y Tyrkir supo que, como en el caso de Leif, Ulfr era uno de esos escasos hombres por los que él estaría dispuesto a dar la vida.

—… Si es blanco no hay problema —declaró el Sureño dejando a un lado sus valoraciones sobre el ballenero—, probablemente será una cornisa desprendida de un trozo mucho mayor, o simplemente un pequeño pedazo reciente que ha caído desde algún acantilado de la costa. Sin embargo —acotó levantando el dedo de su mano buena a modo de advertencia—, si parecen nieve meada debes tener cuidado, serán viejos y compactos. En algunos también verás estrías marrones, o verdes. Son los restos arrancados a la tierra por el glaciar al que pertenecían hasta que cayeron al mar, esos son peligrosos, auténticos bastardos sanguinarios y cobardes que se agazapan entre las olas y que son capaces de destrozar el mejor construido de los navíos…

A popa quedaban aquellas tierras del vino. Si echaban la vista atrás, todavía se distinguía el horizonte quebrado de sus costas; con sus grandes bosques de fantástica madera, y todas sus promesas de riqueza. Quedaba el campamento que tanto esfuerzo les había costado construir y sobre el que Leif albergaba la esperanza de que fuera útil para próximas expediciones. Y aquellas extrañas uvas sobre las que Assur dudaba, pero que eran suficientemente buenas como para que Leif se contentase. Pero también quedaban atrás sus peligrosos nativos.

Un punto a estribor, a proa, despuntaba la isla en la que se habían detenido a la venida, aquella mañana de meses atrás que ahora parecía tan lejana.

El amanecer los había sorprendido con la calma que siguió a la terrible tormenta. Y a su alrededor, con la luz del nuevo día que revelaba los secretos de la noche, el panorama había resultado desolador. El granizo y el agua lo habían barrido y machacado todo. La hierba aplastada, los charcos rodeados de barro reluciente, el rumor grave de las aguas enlodadas del río, las techumbres deslucidas de las skalis, todo resultaba extraño, incongruente; retocado por los brillos de la mañana en la humedad que se punteaba aquí y allá, parecía limpio, recién lavado, bien dispuesto, casi con un inexplicable aire de orden inalterable. La única excepción eran los cuerpos.

Habían salvado el Gnod y su carga, incluso el abarrotado esquife auxiliar, pero habían perdido demasiados hombres. Bram, Finnbogi, Karlsefni y muchos otros, demasiados. Y mientras recogían los cadáveres de los suyos, los nórdicos también pudieron ver los cuerpos de aquellos extraños guerreros: las prendas de fina piel estaban tiesas por la sangre y el lodo, las cuentas brillantes con las que decoraban sus perneras y cintos tenían faltas que rompían los rígidos dibujos, todos ellos llevaban el pecho descubierto y alguno aún tenía restos de la tintura roja que había usado para pintarse el rostro, casi siempre tenían cerca unas cuantas flechas, o la cabeza de un hacha de piedra, o el vástago roto de una lanza. Se habían comportado como rivales dignos y Leif ordenó que los tratasen con el respeto que merecen los hombres de honor cuando deben afrontar la muerte.

Además, el hijo del Rojo también había decidido que debían marcharse cuanto antes, y tuvieron que sobreponerse a las heridas, las pérdidas y la desgana; todos sabían que aquellos hombres de rostros pintados podían volver, y que podían hacerlo con un grupo mucho más numeroso. Y algunos de los nórdicos incluso se dieron cuenta de que, si no hubiera sido por la tormenta, podrían haber perdido el Gnod por culpa de unas pocas flechas embreadas.

Ahora, los normandos eran apenas una maltrecha docena de los treinta y cinco que habían llegado hasta las ignotas costas de poniente y, aunque llevaban las bodegas llenas de fantásticos maderos, todos tenían el regusto amargo de la decepción instalado en el paladar. Alguno pensó que no deberían haber tentado a la suerte dejando cortas las tres docenas de tripulantes que hubieran respetado la costumbre.

Era una tripulación escasa para el gran knörr y muchos estaban heridos, resultaba un trabajo titánico encargarse de tareas que antes habían sido sencillas, faltaban manos. Tan solo llevaban media jornada navegando, pero de no haber sido por la pericia de Leif y la veteranía de Tyrkir, ya habrían zozobrado en las aguas de aquel peligroso estrecho que los llevaba al nordeste. De vuelta a Groenland.

Assur intentaba acomodarse al tacto de la caña del timón y a las respuestas de la nave, escuchando de tanto en tanto el gemido del ancho correaje de cuero que sujetaba la barra de gobierno a la amura de estribor. Y, a la vez, atendía a las lecciones del Sureño sobre los peligrosos bloques de hielo de aquellos mares del norte, que derivaban sin rumbo fijo por aquellas aguas profundas, dispuestos a acuchillar la obra viva de un navío como si fuese un arenque para ahumar.

—… Los más peligrosos son también los más difíciles de ver, son viejos bastardos que merodean buscando sus presas entre las corrientes. Las olas los han ido puliendo, consumiendo la parte que sobresale y formando una cuchilla de hielo compacto y duro —dijo Tyrkir juntando los dedos de ambas manos y separando las palmas—. Aun navegando de vagar pueden rajar la nave de proa a popa, y luego seguir su camino como si nada.

Assur intentaba concentrarse en sus nuevas obligaciones, consciente de que en sus manos tenía la vida de todos los marinos del Gnod, pero en su mente rebullían demasiados asuntos pendientes. No podía dejar de analizar una y otra vez su última conversación con Karlsefni.

Tenía que ser un obispo, si el nórdico le había dicho la verdad, tenía que ser un obispo. Los años habían borrado los detalles, y ya no se acordaba de mucho de lo que el infanzón le había enseñado, se reconoció Assur acariciándose la barba y sabiendo que Gutier no la hubiese aprobado. Pero, por lo que podía recobrar de entre su memoria, solo los obispos usaban aquel bonete morado que Karlsefni había descrito. Assur se esforzaba por rememorar el nombre que Gutier le había dado a aquel tocado episcopal, pero no lo conseguía. Podía revivir la escena, en aquel gigantesco despacho con enormes tapices. Y el facistol, y el anillo dorado que llevaba el prelado. Y aquel gesto de llevarse la mano al pecho para no encontrar el crucifijo que debería haber estado allí.

Y cayó en la cuenta de que, a lo mejor, ya tenía una de las respuestas que buscaba. Al menos una. Y tan poco era mucho más de lo que había tenido durante los últimos años.

Leif observaba al ballenero escuchar atentamente a Tyrkir y, aunque echaba frecuentes vistazos a la costa que desaparecía en poniente, volvió a pensar en cómo su amigo le había salvado la vida la noche anterior. Luego se preocupó pensando en las malas noticias que tendría que dar, habían muerto muchos, y otros, como Halfdan, se agarraban a un único y frágil hilo de vida.

Ni los vientos, que soplaban de través con la fuerza justa para disolver las crestas de las olas en espumillones blanquecinos; ni las corrientes, que o bien los retrasaban, o bien amenazaban con retorcer la quilla, les ayudaban. La travesía se estaba haciendo eterna, en lugar de avanzar hacia el este, parecía que el océano fuese creciendo ante su proa. Se abría en azules oscuros que hacían entender las leyendas sobre los monstruos de las profundidades, tan interminable como la desesperanza.

El Gnod cabeceaba con pesadez, tarado por su carga. Las órdenes del timón solo eran preludios a las respuestas que, tras un instante de vacilación, el knörr entregaba. El buen tiempo únicamente los acompañó en las primeras jornadas, luego, los cielos se abrieron para amenazar con el duro invierno que llegaría. A veces, en el frío del alba, si los correajes se tensaban, apretando sus fibras empapadas, soltaban agua que se convertía en diminutos cristales de hielo antes de tener tiempo de caer.

Además, pese a los esfuerzos de Assur, que hizo cuanto pudo por poner en práctica lo que recordaba de las enseñanzas de Jesse, no todos los heridos se recuperaron. A un sureño de Wendland llamado Mieszko se le gangrenó el antebrazo izquierdo; una fea herida de labios irregulares, sajada con uno de aquellos puñales de piedra de los nativos de Vinland, que se había infectado. Fue preso de fiebres altas y todo él olía a rancio; incluso sin necesidad de levantar el vendaje y aun a pesar de que las canastas de las bayas que habían recogido en Vinland empezaban a rezumar un penetrante olor dulzón que acaparaba toda la cubierta. Assur, no sin resignación, tuvo que tomar la difícil decisión de amputarle la extremidad justo por encima de la articulación del codo.

Las prisas por abandonar el campamento tampoco habían ayudado y pronto empezaron a escasear las provisiones y el agua fresca. Incluso Halfdan, convaleciente y hambriento, había dejado sus baladronadas atrás. El único que parecía inmune a la desazón era el patrón, de hecho, no solo se preocupaba de calcular rumbos o estimar vientos, sino que también dedicaba todo el tiempo que podía a hablar con sus hombres y a encontrar palabras halagüeñas con las que darles consuelo.

La noche empezaba y en el cielo las luces de la aurora jugaban con los colores. Mieszko sufría en un duermevela afiebrado. A proa se oían los susurros de Halfdan echando cuentas de su parte del botín. Tyrkir dormitaba de mala manera, sin alejarse de la popa, y Leif se acercó hasta su nuevo timonel.

Assur, al ver al patrón aproximarse, inclinó el rostro asintiendo y permaneció en silencio, rumiando sus preocupaciones.

—¿Bien? —preguntó Leif escuetamente con una amplia sonrisa que enseñaba sus dientes.

Assur miró al patrón y asintió de nuevo con cierta desgana, estaba cansado.

Leif sabía que su amigo estaba algo más taciturno de lo normal, y aunque desconocía la razón, se decidió a animarlo sin importunarlo con su curiosidad.

—¿Piensas hacer como Halfdan? ¿Te gastarás todo en mujeres e hidromiel intentando hincharte las tripas de lenguas de alondra y otros bocados reales?

El hispano, perdido en sus pensamientos, tardó en reaccionar.

—¿Gastarme el qué? —preguntó con cierta incredulidad.

—El botín, ¿qué va a ser? Tu parte por la venta de la carga…

Assur no parecía dispuesto a decir nada, y Leif aprovechó para insistir.

—¡Eres rico, botarate! Aunque lo vendiéramos a precio de saldo, tendrás plata suficiente para pasar borracho todos los días del resto de tu vida —sentenció Leif ensanchando su sonrisa—, puedes asociarte con Halfdan…

El hispano dudó. Había estado pensando en las palabras de Karlsefni, en Ilduara, en su pasado. Se había acostumbrado a darlo todo por perdido, a renunciar a la esperanza, y ahora las ascuas de un fuego tiempo atrás olvidado refulgían de nuevo. Había estado tan inmerso en la lucha con sus más íntimos demonios que no se había dado cuenta de que su situación había cambiado, y mucho.

—Además, por desgracia —continuó Leif apagando su sonrisa—, somos menos. Todos llevaremos una parte mayor de la que habíamos planeado… Y en tu caso —dijo ahora desechando la pesadumbre con una sacudida—, más aún, eres el timonel, y como tal te corresponde un monto mayor —sentenció con una mirada cómplice.

Assur entendió la concesión que Leif había hecho y el favor que suponía su elección para gobernar el Gnod. Por un momento intentó calcular lo que le correspondería una vez se vendiese la carga y le pareció tal exageración que no logró asumirlo.

—Y verás cuando vendamos esas uvas, ¡y el vino! Y podremos volver cada año, tendrás tanta plata que no podrás embarcar sin riesgo a hundir el barco —dijo el patrón con afabilidad, sin querer reconocer que las frutas recogidas habían empezado por su cuenta a fermentar, pareciendo querer echar al traste sus planes.

El hispano lo miró con suspicacia y decidió ahorrarse comentar lo que pensaba sobre el brebaje que resultaría de todo aquel desmán, que se las prometía imbebible, y, sin poder evitarlo, recordó las tardes en las que Jesse, obviando las lecciones de geometría, le hablaba del trabajo de los vinateros de su familia en Aquitania.

Intentando alejar la melancolía con una sonrisa que le supo a aquellas en la trastienda de la botica de Sarracín, Assur decidió ser comedido.

—Yo no estoy muy seguro de que sean uvas —dijo Assur midiendo sus palabras.

—Ya, ya… Bueno, puede que en tu tierra sean distintas. Tyrkir —añadió Leif señalando al contramaestre— está convencido de que sí lo son. De todos modos, no importa, no creo que haya muchos en Groenland que hayan visto uvas alguna vez —continuó con el rostro iluminado con una expresión pícara como la de un chicuelo—, y solo los que han viajado al sur han probado el vino… Así que no me preocupa lo que sean mientras no sean venenosas…

Leif rio con carcajadas amplias y sinceras, encantado.

Assur tenía otras preocupaciones y decidió que aquel era un buen momento para hablar. Sabía que no volvería a sentir paz si no lo intentaba, no podría perdonarse el esconderse de aquel resquicio de esperanza.

—Sé que primero te pedí permiso para quedarme en Groenland —dijo con gravedad—, y también sé que luego tuve que rogarte que me permitieras embarcar…

Leif interrumpió al hispano con aspavientos bruscos con los que pretendía restar significancia a todos esos asuntos del pasado. Pero Assur estaba convencido de que le debía al patrón mucho más de lo que podría corresponderle jamás.

—Quisiera pedirte un último favor —reconoció—. Quiero regresar al sur, a Jacobsland.

El patrón no preguntó, pero estuvo seguro de que el taciturno Ulfr no confesaría ni bajo tortura, e intuyó que, de algún modo, aquello estaba relacionado con las palabras de Karlsefni.

Leif recobró la seriedad y miró al hispano con intensidad grabada a fuego en el verde de sus ojos.

—Amigo mío, ¡eres libre! ¡Libre y rico! Puedes hacer lo que te plazca, nada me debes, y mucho menos después de haberme salvado la vida… De nuevo… Más aún, puedes contar conmigo para lo que necesites.

Y, como ya les había sucedido otras veces, no les hizo falta recurrir a más palabras.

Llegaron cuando ya empezaban a pensar que los primeros hielos se les echarían encima. La travesía se había hecho eterna y el invierno había tenido tiempo de perseguirlos, tomándose la libertad de enseñarles las galernas que preparaba y los fríos que guardaba. Cuando alcanzaron la boca del Eiriksfjord, Leif no fue el único que sintió el cálido alivio del regreso al hogar, todos a bordo estaban deseando echar pie a tierra.

Avanzaron por las aguas calmas del fiordo construyendo ilusiones y, al distinguir las pendientes de Brattahlid tintadas por el largo ocaso del norte, todos imaginaron un recibimiento digno de su hazaña, habían descubierto tierras desconocidas y traían las bodegas llenas, y aun a pesar de las bajas sufridas, su expedición podría recordarse con orgullo en los versos de las sagas. Sin embargo, pronto descubrieron que las cosas habían cambiado en su ausencia.

No se veía a nadie por los alrededores y, pese a que podían ver los humos de los hogares, el panorama aparecía extrañamente tranquilo. Tan apacible que no presagiaba nada bueno. Y, como veteranos marinos que eran, la tripulación al completo sintió el erizarse del vello que avisa en las calmas que preceden a las tormentas.

Solo un chiquillo cenceño y desgarbado que apacentaba carneros los vio atracar el Gnod y salió corriendo a trompicones para sembrar la noticia de la llegada del hijo del Rojo.

Mirando con suspicacia cómo el muchacho se alejaba, Leif dio unas cuantas órdenes ceñudo y Tyrkir se encargó de que la escasa tripulación las llevase a cabo con presteza. Vararon el Gnod en la suave arena del puerto natural del Eiriksfjord a tiempo para ver cómo se acercaba Thojdhild, con toda seguridad traída por la noticia que el pastorcillo había esparcido por la colonia.

A Leif le bastó ver el rostro de su madre para saber que algo no iba bien y empezó a preocuparse antes incluso de que ella llegase hasta el Gnod. Assur, por el contrario, tuvo que hacer un esfuerzo por constreñir su ira al ver a Thojdhild, el hispano seguía teniendo muy presentes las amenazas de la husfreya de Brattahlid.

Aún no había desembarcado ni uno solo de los hombres cuando ella habló.

—Tu padre te necesita —anunció la mujerona sin perder el tiempo con preámbulos corteses.

Leif asintió con severidad.

—¡Tyrkir! El Gnod es tuyo, hazte cargo. ¡Ulfr! Ven conmigo.

Al hispano no se le escapó la avinagrada mirada de Thojdhild, pero se limitó a seguir al patrón, tal y como le habían ordenado.

Los tres caminaron escuchando los gritos bruscos del contramaestre, que organizaba las tareas de los marinos; y madre e hijo no cruzaron palabra hasta que Assur tuvo el buen ojo de quedarse un poco atrás, para darles algo de intimidad cómplice.

Entraron en la gran skali de Brattahlid por el portón principal y descubrieron el interior atestado. Había incluso gentes de la colonia del norte y Assur no pudo evitar buscar a Thyre entre todos los que estaban allí, pero no la encontró. Aun con los meses transcurridos y sabiendo, por labios de Leif, que ya debía de haberse casado con Víkar, el hispano no podía evitar desear encontrarse con ella; verla al menos una vez más antes de marchar al sur. Aunque solo fuera una. Pero no fue capaz de reconocerse a sí mismo que, en realidad, esperaba mucho más que la simple oportunidad de verla. Solo distinguió a Starkard, que interrumpió la conversación que mantenía con otro de los hacendados para mirarlo con evidente rencor.

Los thralls de Eirik el Rojo se ocupaban del fuego y servían cerveza e hidromiel a los que rodeaban el calor del hogar hablando en voz baja con los rostros gachos. Era obvio que el ambiente estaba cargado de tensiones inciertas. Las conversaciones sonaban a murmullos desvaídos, tabaleados por las consonantes de aquella lengua que, ahora más que nunca, le recordaba a Assur que ese no era su lugar.

Thojdhild cruzó algún saludo breve y muchos miraron con asombro a Leif, pero Assur se dio cuenta de que la matrona coartaba las preguntas y la curiosidad de los presentes, que tendrían que esperar para conocer de boca del patrón las nuevas del viaje.

Assur lo comprendió cuando pasaron a una de las estancias y encontraron al Rojo en su gran lecho labrado. La husfreya había buscado intimidad para su esposo enfermo y en la habitación solo estaban el godi de Brattahlid, con sus cánticos guturales, y una esclava que cambiaba las compresas frías con las que atemperaban la frente del jarl de Groenland.

Hedía a muerte, y si el penetrante olor no era suficiente para asumir lo que sucedería, bastaba con mirar al rostro del Rojo para entender. Hasta la luz de los hachones parecía haberse escondido por miedo a contagiarse, y en la penumbra el ambiente de la estancia se apretujaba volviéndola opresiva. Rodeado por el deshilachado velo de sus propios cabellos, escasos y sin lustre, el antaño rubicundo rostro de Eirik se había consumido y enseñaba los huesos a través de una tez cérea y tiesa. Las mejillas sobresalían hundiendo los ojos en recovecos oscuros y en su cuello tenso se adivinaban los pellejos envejecidos que la barba, despoblada por mechones asustados, dejaba entrever. Los antaño poderosos brazos parecían quebradizos como las patas de una zancuda, y las manos que habían sostenido espadas teñidas de sangre enemiga eran ahora incapaces de arrebujar las pieles con las que el jarl de Groenland no lograba ni calentarse ni esconder la fetidez de los humores que se pudrían en su interior. Eirik agonizaba y Assur supuso que la burda placidez de su expresión se debía únicamente a alguno de los brebajes del godi.

El arponero vio con asombro como Leif se acercaba hasta su padre y pasaba una mano tierna por la sien derecha de Eirik, peinando los pocos cabellos que allí quedaban. Fue un gesto dulce que rechinó en aquel ambiente de hombres que habían sabido hacer de la guerra un modo de vivir.

El silencio se hizo pesado mientras el hijo contemplaba cómo su padre moría, e incluso la dura Thojdhild pareció compadecerse con un ademán de los hombros y el pecho en el que Assur creyó ver cómo la husfreya contenía el llanto.

Leif miró al hispano y le hizo un significativo gesto con el mentón.

Assur se sintió abrumado por la responsabilidad, pero desechó las protestas que se le agolparon en la garganta.

—Cuando termines ven a verme —dijo el patrón tomando a su madre por el codo y saliendo de la habitación.

La adusta expresión de Assur fue suficiente para librarlo de las preguntas de los que atestaban la skali de Brattahlid. Y él se alegró de no tener que dar incómodas respuestas.

Encontró a Leif sentado en una peña mirando cómo el fiordo embocaba las olas, y hubo de reunir el valor necesario para explicarle que lo poco que había aprendido gracias a las explicaciones del hakim Jesse ben Benjamín no era suficiente para evitar que Eirik fuese llamado a las mesas del Valhöll.

—No hay mucho que yo pueda hacer —se confesó con disgusto a la vez que se sentaba al lado del patrón.

Leif lo miró con sus ojos verdes enrojecidos.

—El viejo loco…

Negó con la cabeza unas cuantas veces y Assur calló dándole tiempo al marino a rehacerse.

—¿Qué le sucede? —preguntó finalmente Leif recomponiendo el rostro compungido.

—No lo sé —respondió Assur con franqueza acentuada por un encogimiento de hombros—. No lo sé…

Ambos guardaron silencio y el hispano comprendió que su patrón necesitaba algo más.

—He hablado con el godi, pero no ha servido de mucho… Puede que se le hayan retorcido las tripas, o puede que tenga bubas en el hígado, o un tumor… De cualquier modo, no hay nada que yo pueda hacer por él, nada —concluyó Assur apenado por no encontrar mejores palabras.

Leif bajó de nuevo los ojos hacia el rumor del oleaje.

—Lo lamento —añadió el hispano arrepentido de no haber sabido encontrar más sabiduría en las pacientes lecciones del médico hebreo.

—¿Cuánto tiempo le queda? —inquirió Leif todavía mirando el batir del agua.

Assur no quiso tomarse a la ligera la pregunta y tardó en contestar.

—Poco, días, no mucho más… Si no lo mata el mal que lo aqueja, lo matará el hambre, parece incapaz de retener nada de lo que come, ni siquiera los caldos más ligeros.

Leif afirmó bajando el mentón y pareció rebuscar las palabras que necesitaba. Abrió y cerró los labios un par de veces sin llegar a hablar. Luego empezó a negar haciendo que aquella pelambrera que había heredado el tono rojizo de su padre le barriese la frente.

—Todo ha tenido que ser siempre a su modo… Siempre —rezongó Leif.

Assur prefirió mantenerse en silencio.

—Demandando más y más… Haciendo todo difícil, siempre difícil… ¡No podía haber elegido peor momento!

Leif seguía negando con la cabeza y Assur se sorprendió agradablemente al descubrir que el falso resentimiento de las palabras del patrón bastaba para marcarle una cínica sonrisa que le iluminaba el rostro.

—Cuando éramos pequeños, mis hermanos y yo, quiero decir, siempre se le ocurría el modo de exigirnos más y más —dijo Leif con aire nostálgico—. Hiciéramos lo que hiciéramos, nunca era suficiente. Siempre había un modo mejor de hacerlo, siempre. Y cuando lo conseguíamos, buscaba la manera de liarlo todo de nuevo, reclamando cada vez algo más. —Assur entendió a qué se refería el patrón; él mismo había sufrido las recias demandas de Gutier a lo largo de su educación en Sarracín—. Y ahora… Ahora parece haberlo planeado todo para dejarme una última y complicada obligación a la que hacer frente.

El hispano seguía callado, sin entender adónde quería llegar Leif con su discurso, pero comprendió que su amigo necesitaba desahogarse y sintió el compromiso de escucharlo tanto como fuera menester. Poco después el patrón del Gnod siguió hablando.

—Aquí son algo más grandes, y tienen el plumaje más oscuro, pero en Iceland eran más rápidos… Unos animales excepcionales —aclaró Leif sin que Assur comprendiese—. En una ocasión conseguimos un polluelo, un polluelo fuerte como para poder sobrevivir a la crianza, pero aún joven, listo para adiestrarlo y enseñarle a cazar. Apuntaba maneras, era un halcón único, incomparable. —Assur echó el torso hacia atrás, comprendiendo—. Sin embargo, aunque ahora sé que el brillo en sus ojos era el de un padre orgulloso, él solo supo sugerirnos que era una pena que no fuese un águila de cola blanca…

Leif negó una vez más con la cabeza, ensanchando su sonrisa, y el hispano entendió que por la mente del patrón surcaban de nuevo añejos recuerdos que eran bienvenidos a puerto.

—¡Un águila de cola blanca! ¡Son enormes! Con garras capaces de destripar a un ternero. Son aves prodigiosas. Y solo crían en los cerrados fiordos del oeste de la isla del hielo, en nidos colgados de paredes de roca donde solo ellas se sienten a gusto. Pero yo quería ganarme su aprobación, yo quería que se sintiera orgulloso de mí, ¿entiendes? —preguntó girándose hacia Assur.

El ballenero asintió volviendo a recordar las severas prácticas de esgrima y arco con Gutier y Weland.

—Así que yo terminé colgado en uno de aquellos acantilados batidos por el viento, solo la fortuna del mismísimo Baldr me salvó de romperme la crisma. Rachas enloquecidas me zarandeaban de un lado a otro, mi cuerda chirriaba rozándose con las piedras del borde, acabé mareado como una cabra y batuqueado como el cántaro de una coja… Pero lo conseguí, conseguí un precioso polluelo chillón todavía con el primer plumón… Además de una aparatosa colección de cardenales y cortes en todos los rincones imaginables… Pero lo conseguí…

Un gavión pasó volando a ras de las olas y Leif soltó dos carcajadas traídas por los recuerdos.

—Y ahora tengo que volver a hacer lo mismo… Regreso de tierras desconocidas con las bodegas del Gnod repletas, y el viejo encuentra de nuevo el modo de exigirme algo más. Siempre un paso más allá, siempre más difícil…

Assur dudaba de si Leif estaba simplemente hablando por hablar, en busca de consuelo y desahogo, o si bien el patrón escondía alguna intención más tras sus palabras. Pero le bastó reunir paciencia para aguardar un poco más y así comprender.

—Olav Tryggvasson ha muerto —anunció Leif desconcertando a su nuevo timonel—. Se ha dejado emboscar volviendo de una expedición a Wendland, ahora son los jarls de Haldr los que han recuperado el poder. —Assur intuyó que el patrón debía de referirse a los despechados herederos del depuesto Haakon—. Según me ha contado mi madre, el muy idiota se metió en un lío de faldas con la hermana de Svend Barba Hendida…

Assur, que aun con el tiempo vivido entre los nórdicos no llegaba a comprender las complejas y tensas relaciones entre los gobernantes de una y otra región, prefirió no pedir aclaraciones.

—… Y parece que a Svend le sentó como si le hubieran echado grasa derretida por el cogote. Sediento de venganza, consiguió aliarse con los sviars, los wendas y los hijos de Haakon. Reunió una gran fuerza con la que cobrarse su presa y le tendió una trampa a Olav.

»Por las noticias que han llegado hasta aquí, fue la ambición la que perdió a ese loco sanguinario, el muy estúpido incluso se creyó con el derecho de acuñar una moneda propia, al modo de Ethelred en las islas, hasta pensó que podía conseguir que su matrimonio con la hermana de Svend le garantizaría ascendencia sobre los nobles de Danemark; ahora descansa para siempre en el fondo de la bahía de Svolder… Según parece, él mismo se tiró por la borda cuando se vio perdido.

—Pues creo que todo eso demuestra el buen hacer de tu padre, no llegó a comprometerse jamás con el konungar Olav, ni siquiera cuando regresamos de Nidaros.

Leif asintió varias veces sin poder evitar que una sonrisa le colgase de las mejillas.

—Ahora —continuó Assur—, aunque los de Haldr hayan recuperado su poder, no pueden tomar represalias contra Groenland, tu padre se cuidó de no darles excusas a los enemigos de Olav.

El patrón abrió las palmas y bajó el mentón un par de veces para darle la razón al antiguo ballenero.

—En realidad se trata de una alianza —aclaró Leif—, los de Haldr han mantenido sus lazos con Svend y con otros nobles de Danemark. Ni siquiera estamos seguros de los detalles… Pero eso es lo de menos, lo relevante es que aquí, en Groenland, habrá cosas que tendrán que cambiar… Yo debo tomar ahora el liderazgo, así se ha decidido. Tengo que asumir mis responsabilidades como hijo de Eirik el Rojo y es necesario que me asegure de que las tierras verdes no sufren por culpa de este cambio en el poder, más aún, estoy obligado a garantizar la prosperidad de ambas colonias… No es algo que desee, pero parece que voy a convertirme en jarl de Groenland.

Assur comprendía que su amigo podía sentirse abrumado por los acontecimientos y entendía que las responsabilidades que tendría que asumir lastraban el ánimo de Leif.

—No creo que —se animó a decir el hispano—, si pudieran elegir otro líder, los habitantes de Groenland lo hiciesen. Eres digno hijo de tu padre y lo has demostrado en más de una ocasión, serás un jarl amado y respetado, y tu vida encontrará sus propios versos en las eddas —afirmó Assur con evidente sinceridad.

—Un líder no lo es de verdad si el orgullo es el único cataviento de su barco… Ahora que el momento se acerca, me doy cuenta de que hay muchos asuntos a los que nunca había prestado atención, y también me doy cuenta de que no tengo las soluciones —reconoció Leif sin revelarle al hispano lo que su madre le había contado sobre Víkar y la testarudez de Thyre—. Todos tienen preguntas que necesitan respuesta, mi madre me ha advertido de que la enfermedad del viejo ha dejado mil historias sin resolver… ¡Antes de que regresases, Starkard se ha acercado a pedirme una compensación! ¡Y mi padre aún está vivo!

Assur no supo ver lo que significaban para él las últimas palabras de Leif, pero sí comprendió con admiración la gran verdad que acababa de escuchar, y se sintió seguro de que las dudas que corroían el ánimo de su amigo demostraban, de hecho, que se convertiría en un líder digno y juicioso.

—No sé si podré hacerme cargo de todo. Y eso por no hablar de la guerra, ¿qué ocurrirá si los del Haldr deciden que los pequeños gestos hacia Olav han sido excesivos? Puede que envíen drekar llenos de hombres ansiosos de sangre, a saber cuáles son las intenciones de Svend y su alianza…

El hispano perdió por un momento el hilo del discurso del patrón, estaba pensando en aquella frase sobre Starkard, pero las siguientes palabras de Leif le obligaron a prestar atención de nuevo.

—… Necesitaré a los míos, no podré hacerlo solo. Sería un mentecato si pensase lo contrario. —Assur no evitó la franca mirada del patrón y se preocupó al instante—. Los consejos de Tyrkir serán ahora más valiosos que nunca, es una pena haber perdido tantos hombres buenos en Vinland.

Se volvían las tornas y Assur temió que el patrón se arrepintiese de haberle granjeado su libertad. El hispano sabía que no podría negarse, se sentía en deuda con aquel hombre, era su amigo. Y si Leif le pedía que abandonase la idea de regresar a Galicia, Assur sabía que se quedaría en Groenland. No podría negarse. Y la pregunta que le corroía el alma tendría que quedar sin respuesta, ya no podría saber si sería capaz de encontrar a Ilduara.

Cada palabra le atravesó el gaznate como un trago de plomo derretido, pero Assur lo dijo igualmente:

—Si hay algo que pueda hacer, no tienes más que decirlo… Me quedaré en Brattahlid…

El patrón miró a su amigo a los ojos dejando que su sonrisa se diluyese. Afirmó con un leve gesto, suspiró, y asumió un tono severo para hablarle al hispano.

—Por eso mismo voy a lamentar que te vayas…

Assur escrutó el rostro extrañamente serio de su amigo y no tardó en comprender que era sincero.

—Gracias.

—No tienes nada que agradecer, como ya te dije en el Gnod, eres libre…

El hispano se sintió reconfortado al descubrir que la sonrisa había regresado al rostro del patrón. Aun así, necesitó añadir algo más.

—De todos modos, me quedaré hasta la primavera…

Leif asintió. Y ambos se abrazaron con la torpeza singular e incómoda de dos osos de feria, dudando de cómo y dónde colocar manos que habían pasado demasiados años empuñando espadas y preparándose para el combate.

Clom era ante todo un hombre prudente, con ideas claras. Por lo que no puso ninguna objeción cuando supo que Eirik el Rojo iba a ser despedido a la vieja usanza. Incluso a pesar de que la viuda parecía haber recurrido a la nueva fe para mitigar su dolor, y le había solicitado consuelo y consejo desde una ferviente devoción que sustituía a la suspicacia a la que se había acostumbrado anteriormente, Clom no quiso imponer su criterio cuando se enteró de que Leif no pensaba enterrar a su padre con una misa y una cruz.

A él le bastó con saber que, tras las exequias, habría hidromiel abundante y que, mientras los escaldos recordaban las hazañas del jarl muerto, él podría ocuparse de bebérselo. Por lo que el sacerdote no insistió en sus sugerencias sobre celebrar un ritual cristiano, consciente, además, de que desde la muerte de Olav su situación era más bien precaria, pues los nuevos señores del norte, incluido Svend Barba Hendida, parecían encantados con la idea de borrar de un plumazo todos los esfuerzos que el derrocado konungar había hecho por la fe de Cristo.

Así, esa noche, mientras Brattahlid se ahogaba en cerveza espumosa y licores fuertes, Clom se emborrachaba con paciente disciplina escuchando las alabanzas que todos tenían para el muerto; diciéndose a sí mismo entre susurros que, fuera cual fuera la religión, los recién muertos siempre encontraban halagos en las conversaciones de los vivos. Aunque fueran cumplidos que solo duraban hasta que se terminaba el funeral. Y el religioso lamentó que fuera la última de las noches en las que se celebraban las honras del jarl de las tierras verdes.

Eirik había recibido los honores que solo eran dispensados a los grandes señores del norte. Bajo la ceñuda mirada de Leif habían sacado a dique seco su viejo langskip y lo habían acomodado en un terraplén a espaldas de los almacenes de Brattahlid, en una pequeña meseta desde la que se dominaba el fiordo que llevaba su nombre.

En lo único en lo que Leif cedió fue en la cremación. El nuevo jarl de Groenland habría preferido encender el cuarteado navío y, como en los viejos tiempos, permitir que el fuego se hiciese cargo. Pero Thojdhild se había dejado llenar la sesera por las ideas del borracho Clom y había insistido tanto que Leif había terminado por consentir.

Sin embargo, en todo lo demás, su padre recibió los honores que se habían dispensado siempre a los grandes señores: en su langskip introdujeron sus mejores capas y una docena de las más bellas pieles, incluido el enorme y grueso pellejo de uno de aquellos fieros osos blancos de los hielos del norte. También dejaron junto a él los dos grandes colmillos de morsa que Ulfr había conseguido la temporada anterior. Y las más bellas de sus fíbulas, los escudos que le habían acompañado en su batalla en Breidabolstad, y la espada con la que limpió su honor en Thorsnes. Su hacha preferida, las plumas de sus mejores águilas, un arcón con herramientas en el que metieron dos básculas para plata, y un cofre que llenaron de ámbar, metales y piedras preciosas. Y también su lecho fabrido y su sitial labrado.

Y, tal y como era debido, el propio Leif se aseguró de que su padre vistiese pronto para la batalla. Eirik el Rojo se despidió calzando su mejor brynja, pulida y brillante, la más valiosa de sus capas y la más afilada de sus espadas, listo para ser recogido por una bella valquiria y sin dejar lugar a dudas de que, aun viéndose privado del honor de morir en la guerra, aquel hombre batido por los fríos de septentrión había sido, ante todo, un hombre de armas.

Y, aunque no se sacrificó a ninguno de los thralls de Brattahlid, sí los obligaron a ver más allá con ayuda de los brebajes del godi. Se aseguraron de que Eirik encontraría quién lo recibiera para llevarlo al Valhöll. Además, engarronaron dos de sus caballos, un par de sus lebreles y un gran macho cabrío, y los dispusieron a todos en la tablazón del navío.

El túmulo se levantó aupado en tramos de zarzo y tepe, y se marcó con grandes piedras que siguieron el perfil de la borda del langskip. Todo el conjunto se convirtió en un gran monumento digno del hombre que Eirik había sido. Y durante las noches de los días que duraron las exequias el gran salón de Brattahlid acogió a todos los de la colonia para escuchar a los escaldos y compartir hidromiel y cerveza.

Esa velada, la última del largo funeral, los hombres de Groenland le dieron su definitivo adiós a Eirik el Rojo y recibieron a su heredero, Leif Eiriksson, como su nuevo jarl; el ciclo debido se cumplía y la vida continuaba. Y entre los muchos que, rebosantes de alcohol, eran incapaces de hacer otra cosa que tambalearse, también había otros que, taciturnos, lamentaban profundamente haber vivido para ver morir a su líder.

Assur bebía con moderación, una vez más sorprendido por la gula y sed desmedidas de los nórdicos. Habían sido días duros y extraños. El antiguo ballenero se había preocupado de estar siempre dispuesto para echar una mano a Leif. Él mismo había ayudado a disponer la tumba. Y una jornada tras otra se había esforzado porque su amigo se sintiera arropado.

La que peor parecía estar llevando los cambios era Thojdhild. La antaño incombustible husfreya de Brattahlid había perdido su fuerza y carisma, ya solo parecía preocupada por encontrar consuelo en las oraciones y plegarias que Clom le enseñaba cuando estaba sereno. Viéndola así, el rencor que Assur había llegado a sentir se apagó como una fogata abandonada en un día de lluvia, sibilante y sin fuerzas para prender de nuevo.

Pero si el odio de Assur se apagó, hubo otros que se reavivaron.

Entre los muchos que llenaban el gran salón de la skali de Brattahlid estaba Starkard, al que Assur vio hablar airadamente con Leif, lo que le hizo recordar las palabras del patrón unos días antes. Algo que no fue suficiente para que el hispano tuviera ocasión de prepararse para lo que iba a suceder.

Víkar, tan ebrio como para que sus pasos se contradijeran, tardó una eternidad en recorrer el escaso trecho, y el timonel del Gnod solo lo vio cuando ya se le echaba encima.

Assur se preparó para una pelea, el normando irradiaba furia. Tyrkir, intuyendo problemas, se acercaba a toda prisa. Los de alrededor se arremolinaron en un instante. Y el antiguo ballenero se dio cuenta de que muchos comenzaban a susurrar con gestos cómplices que tapaban bocas y cuellos estirados que acercaban oídos ansiosos.

—Fue culpa tuya —gritó Víkar con voz tomada y haciendo un claro esfuerzo por mantenerse derecho—, he esperado hasta hoy…

Por un momento el nórdico calló, perdido el hilo de sus pensamientos por culpa del alcohol.

—He esperado hasta hoy. —Hubo una nueva pausa en la que Víkar braceó para mantener el equilibrio—. Pero ya no esperaré más… ¡Hólmgang! Hólmgang —bramó el normando alzando ambos brazos y escupiendo saliva—. ¡Hólmgang!

Assur no sabía lo que significaba aquella palabra, pero se dio cuenta de que no podía presagiar nada bueno, pues incluso los más borrachos parecieron salir de su estupor para corear los gritos de Víkar. Y, si no estaba seguro, le bastó ver la expresión preocupada de Tyrkir. El contramaestre negaba pesadamente con la cabeza, y los temores de Assur se reafirmaron.

—Como un einvigi

La cara del arponero le dijo a Tyrkir que tampoco comprendía aquella palabra.

—Un duelo… —insistió el contramaestre con tono interrogativo.

El Sureño vio que Ulfr asentía y decidió explicarse.

—Es una tradición vieja como el hombre. El modo en el que se resuelven las disputas. Algo que se hacía en el paso del norte y que se siguió haciendo en Iceland. Especialmente, en la isla de hielo

»Cuando las tierras fueron insuficientes para los colonos, muchos prefirieron labrarse su porvenir gracias a los desafíos. Era normal acudir al hólmgang cuando entre dos bondi surgía una disputa por los lindes de un terreno, o por el ganado de una hacienda; si el que se consideraba agraviado no podía, o no quería, esperar a la decisión que tomaría el thing cuando se reuniese, tenía la opción de retar al otro y confiar en su habilidad con la espada.

Assur asintió, llevaba el tiempo suficiente entre los nórdicos como para haber oído alguna de esas historias: duelos por tierras, mujeres o riquezas, e incluso, en ocasiones, por el sueño del poder.

—Aunque también había desharrapados que no tenían donde caerse muertos, pero que habían luchado en incontables expediciones de saqueo y que sabían usar la espada. Ayer y hoy, aquí y allá, en todo el norte, siempre ha habido hijos de perra codiciosos con ganas de morder. Hay quien ha hecho del hólmgang una forma de ganarse la vida, aprovechando la tradición para ir desafiando a un duelo tras otro al que se le antoje… Basta con estar dispuesto a perder la vida o, en algunos casos, a perder hasta la camisa, pues en muchas tierras el que desafía y pierde es obligado a pagar para resarcir al desafiado… La costumbre es que el pago ascienda a tres marcos de plata…

Assur sabía que era una cantidad elevada, pero entendió que era una práctica justa: había que estar seguro del agravio para arriesgarse a perder un monto así.

—Ha habido más de un berserker que se ha convertido en jarl gracias a ganar un hólmgang tras otro… —comentó el contramaestre negando con la cabeza, y Assur supuso que algún recuerdo llamaba con nostalgia.

Sin embargo, en aquel momento el hispano tenía en mente asuntos más urgentes.

—¿Y qué diablos tiene todo eso que ver conmigo? Yo solo tengo la parte que me corresponde de las bodegas del Gnod, Víkar es mucho más rico, e instaurada la vieja ley del landman, él puede reclamar tanta tierra como esté dispuesto a caminar… No gana nada retándome…

—Puede que no, pero sí le has dado motivos para sentirse ofendido —aclaró Tyrkir para sorpresa de Assur—, él piensa que su nombre debe ser restaurado, y el honor es la única causa justa para llamar a hólmgang.

El hispano clavó sus ojos azules en el contramaestre, intuyendo y temiendo lo que iban a contarle.

—Escucha, hijo —dijo Tyrkir tomándose la familiaridad con una sonrisa paternalista—, yo no sé muchas cosas, he sido siempre un marino al servicio de un patrón… Pero tengo muy claro que no eres un sviar, y mucho menos un sureño; y también me doy cuenta de que hay algo oscuro en tu historia, no se mantendría entera ni con toda la argamasa de Roma —anunció con la misma seguridad del que recita un dogma—, pero eso no importa. Porque un hombre puede ser honesto y digno hijo de su padre aunque se vea obligado a acarrear un saco de estiércol; puede que sea incapaz de desprenderse del olor, sin embargo, aun apestando, existen muchos que guardan en su interior una ración suficiente de honor y valor…

El hispano, Ulfr para el contramaestre y Assur por su bautismo, entendió, por el tono, que el Sureño no le concedía especial importancia a su pasado o a su historia.

—… Y, créeme, he pateado mundo suficiente a lo largo de los años; todo hombre arrastra su propio saco, con su propio estiércol, no hay de qué avergonzarse. Todos lo hacemos, nos guste o no. Y tú cargas con un saco enorme en el que se han mezclado secretos sobre un pasado que te incomoda. Pero a mí me da igual qué clase de mierda llevas en tu saco, Ulfr, me has demostrado en más de una ocasión que puedo confiarte mi vida y, lo que es más importante para mí, la del muchacho. —Assur comprendió que el curtido contramaestre no podía olvidar que había visto crecer a Leif—. Por eso mismo, creo que te mereces entender el lío en el que te has metido.

Los que habían bebido demasiado roncaban tirados de cualquier manera en alguno de los rincones de la skali de Brattahlid. Otros se habían ido a sus propias haciendas. Pero del revuelo que el desafío de Víkar había provocado ya no quedaba nada. Todo estaba envuelto en un pesado manto de tranquilidad interrumpido por algún que otro ronquido ocasional. Los hachones ardían mortecinos, con apenas un fulgor anaranjado cubierto por brasas de lomo ceniciento. El hogar se consumía, velado por troncos esparcidos a medio quemar; las llamas habían cuarteado las caras vistas de los leños, parecían curtidos escamosos del pellejo espelucado y tieso de uno de aquellos dragones que poblaban los kenningar de las sagas.

Los únicos despiertos eran Tyrkir y Assur, y mientras el hispano veía aquellos míticos animales escondidos en las sombras de las ascuas del lar, el contramaestre hablaba.

—Han pasado muchas cosas desde que nos fuimos, demasiadas…

El Sureño se hurgó la barba tensando los pelillos del mentón, quizá ordenando sus pensamientos.

—He viajado de un extremo a otro del horizonte. He navegado tan al norte como para ver un escupitajo congelarse antes de llegar al suelo… He visto cómo los mejores barcos naufragaban arrastrando al reino de Njörd a tripulaciones enteras, he admirado a héroes que se desangraron en el campo de batalla, he contemplado reyes que cayeron en desgracia y mi escudo ha sido uno más de los muros que decenas de hombres levantaron para luchar contra ejércitos inmensos que se suponían nuestros aliados —el contramaestre alzó la voz, inquieto—. Incluso he visto monstruos marinos capaces de encogerle los huevos al más valiente de los guerreros…

Assur no supo a qué se refería el contramaestre, pero lo dejó hablar. Recordaba la historia de Grettir el Fuerte, y sabía que el Sureño no siempre iba al grano cuando se explicaba.

El contramaestre volvió a buscar palabras en la barba de su mentón antes de continuar.

—Hay pocas verdades inmutables e imperecederas. Pero hay algo de lo que puedes estar seguro, hoy y siempre, de la determinación del corazón de una mujer…

Tyrkir tomó aire antes de continuar y Assur giró el rostro para mirar a los ojos del Sureño, deseando escuchar las palabras que sus sentimientos hacían aflorar. En los restos del fuego se oyó el sisear de las brasas y un intenso olor a quemado les rondó las narices.

—Víkar te ha retado porque se siente despechado, Thyre se negó a contraer matrimonio con él… Y el muchacho sabe que la culpa es tuya…

Assur tuvo entonces una terrible premonición.

—Pero ¿y ella?, ¿está bien? Thojdhild me amenazó con… —Assur calló, no quería hablar de las miserias de la matrona y menos aún ahora que acababa de enviudar—. ¿Thyre está bien? —preguntó abreviando.

El contramaestre sonrió consiguiendo que miles de arrugas le surcasen el contorno de los ojos y que la barba de sus mejillas se rizase.

—Sí, tranquilo, ella está bien… Las noticias sobre la muerte de Olav y la enfermedad de Eirik pusieron freno a las elucubraciones de Thojdhild —afirmó el Sureño sin que el hispano se diese cuenta de que Tyrkir, tan cercano a Leif, había sabido siempre mucho más de lo que hubiera esperado Assur—. No te apures, ella está bien, las miradas hoscas y los cuchicheos malintencionados nunca han hecho daño a nadie…

Al antiguo ballenero se le agolparon las ideas en la frente, lo último que le preocupaba ahora era su duelo con Víkar. De repente todo había cambiado y las dudas se abrían paso, no sabía qué hacer. La amaba, con toda su alma, pero también quería regresar, necesitaba saber si podía encontrar a Ilduara.

Mientras Assur se devanaba los sesos, Tyrkir se explicaba. Los acontecimientos se habían precipitado; la avaricia de Bjarni había retrasado el compromiso, habían llegado las noticias de la muerte del konungar y el enlace cristiano de dos jóvenes colonos se había vuelto superfluo, incluso inconveniente si los rumores sobre Svend Barba Hendida resultaban ciertos, Nidaros ya no necesitaba embajadores de buena voluntad llegados desde Groenland. Luego Eirik había enfermado y Thojdhild y sus tejemanejes habían perdido fuelle. Y, por encima de todo, Thyre se había negado en redondo, una y otra vez, a contraer matrimonio con el hijo del influyente Starkard, provocando la ira del terrateniente y la desazón de su hijo a la vez que alimentaba la codicia de su tío. La cosa había pasado a mayores cuando Starkard, animado por su hijo a promocionar el matrimonio en cualquier caso, había ofrecido un primer pago para compensar la futura dote de la novia y Thyre, para escándalo de los habitantes del Eiriksfjord, se había escapado a la colonia del norte, a la casa de sus padres.

Assur escuchaba al contramaestre como si le hablase desde las ochenta yardas que había cubierto en aquel lanzamiento en Nidaros. La voz del Sureño era un rumor lejano. El hispano, entre todas sus dudas, había descubierto un verdadero martirio que empezaba a carcomerle el alma y el corazón: puede que ella hubiera rechazado a Víkar, pero nada le aseguraba que siguiera amándolo y mucho menos que pudiera comprenderlo y perdonarlo por haberse marchado.

—… De todos modos, ahora tenemos otros asuntos de los que ocuparnos. Siguiendo la tradición, Víkar querrá despellejarte dentro de tres días, al amanecer, y hay algunas cosas que deberás aprender.

El día amenazaba lluvia. Un espeso manto de nubes bajas y grises, ahítas de agua, cubría el sol haciendo que el alba fuera solo una intuición en el horizonte de levante. El aire estaba cargado de la sal del mar y del olor dulzón que desprendían las gavillas de la siega al corromperse y, en aquel promontorio, se apuraba formando ráfagas que pasaban raudas peinando los líquenes de las piedras. Las skalis de las haciendas del Eiriksfjord despuntaban entre la hierba y los peñascos, y el túmulo del Rojo todavía se mostraba oscuro, con la tierra recién removida aún suelta.

Assur, sentado en una de las rocas que rodeaban el hólmgangustadr donde se celebraría el duelo, pensaba en Thyre mientras afilaba la corta espada que Tyrkir le había conseguido. Había sido el primero en llegar.

El hispano no quería pelear, no tenía nada en contra de Víkar, y aquel enfrentamiento le repugnaba, se sentía hastiado y cansado. Deseaba poder llevar una vida tranquila, sin luchas, sin muertes, y junto a Thyre. Lo que le preocupaba era conciliar esas aspiraciones con haber descubierto que su hermana podía seguir viva y a salvo en Galicia.

Mientras amolaba el filo de su arma empezó a lloviznar con pesadez. La capa de lana que habían dispuesto entre los postes de avellano se fue llenando de oscuras tachas, allí donde caían las frías gotas de agua. La brisa se levantó de nuevo y con las primeras ráfagas los curiosos empezaron a llegar, como traídos por el viento.

Hiodris se arrebujó en su capa para luchar contra la ventolina fría que revoloteaba desde el mar. Estaba allí, en medio de la turbamulta que rodeaba el hólmgangustadr, apretujada entre codazos de hombres y mujeres que curioseaban como podían, intentando acomodarse para no perder detalle. Algunos chiquillos gritaban a lo lejos, peleaban con espadas de madera y hacían parodias inocentes del duelo que iba a librarse en breve. A Hiodris le horrorizaba la violencia, pero entendía que era algo que debía hacer si quería cumplir con lo que su prima le había pedido, y ella, aunque no se podía decir que pensase mucho, estaba decidida a no fallarle a Thyre.

Thyre la había ayudado con palabras y gestos de consuelo desde el primer día en que su padre la había enviado a la colonia del norte, donde se había sentido sola e intimidada, además del blanco de burlas que la hacían consciente de sus limitaciones. Y, a pesar de la diferencia de edad, se habían llevado siempre bien. Su prima era quien la había consolado cuando la desmedida avaricia de Bjarni había coartado las escasas oportunidades de matrimonio que habían surgido. Y, cuando Thyre había sido enviada al sur, Hiodris la había recibido con alegría, contenta de que su prima asumiera el papel de husfreya al que ella misma no conseguía acostumbrarse desde la muerte de su madre; pues Hiodris era una mujer apocada y tranquila, de cuerpo enjuto y rostro marchito, avejentado antes de tiempo, pero con un espíritu que sus sesos poco surtidos mantenían joven y que, en definitiva, no conseguía hacerse con las responsabilidades de la casa de su padre.

Ahora Thyre se había marchado. Y Hiodris solo estaba segura de que la echaba de menos, y de que ella no se hubiera atrevido a enfadar de semejante modo a sus mayores. Con solo recordar los espumarajos que salían de la boca de su padre cuando aullaba de rabia al enterarse de la huida de su sobrina, a la pobre Hiodris se le encogía el pecho. Pero Thyre siempre había sido buena con ella, y aunque Hiodris no lo entendía, iba a cumplir con su encargo, y si no lo había hecho ya, era porque había intuido que a su prima le gustaría saber el resultado del hólmgang.

El rumor del gentío se elevó; Hiodris prestó atención. Aquel guapo pretendiente que su prima había tenido se acercaba. Y ella recordó con vergüenza que había envidiado a Thyre cuando supo que el hijo del rico Starkard deseaba casarse con ella. Víkar era un hombretón corpulento de enorme sonrisa que solo su mal humor de los últimos tiempos había estropeado, un pretendiente con el que cualquiera de las hijas de las colonias hubiera deseado contraer matrimonio, porque era apuesto, rico y, hasta hace bien poco, capaz de desabotonar cualquier escote gracias a su buen humor. Sin embargo, Thyre le había explicado extravagantes historias sobre Thojdhild de Brattahlid que Hiodris no supo entender, y le había contado cómo había descubierto que el aire le faltaba al pensar en el extranjero que había llegado con Leif desde Nidaros, aunque Hiodris no había comprendido cómo el aire podía faltarle a su prima si los vientos parecían inagotables.

Y aquel extraño sureño sobre el que corrían tantos rumores se alzaba ahora en el centro de la capa que habían tendido en el suelo del hólmgangustadr, esperando a Víkar con el rostro serio.

Hiodris sintió que un escalofrío le recorría la espalda al ver a aquellos dos hombres de fuertes mandíbulas y poderosos brazos; inocentemente, y aun pese al presagio de violencia, le parecieron bellos, hermosos, capaces de calentarla en las noches frías, tal y como sus sueños febriles le recordaban de tanto en tanto.

El propio Starkard sostendría los tres escudos de su hijo, y Tyrkir, el otro sureño, asistiría al extranjero. El combate iba a empezar y Leif, que era ahora el jarl al que se debía obediencia, se acercaba a las cuerdas que, atadas entre los postes de avellano, delimitaban el ruedo del área preparada para el combate.

El viento cesó, como guardando el respeto debido, y la voz de Leif se oyó anunciando el hólmgang. La pesada cortina del orvallo también se descorrió, pero las nubes, testarudas, siguieron ocultando el sol.

Incluso Hiodris se dio cuenta del poco afortunado gesto del jarl cuando, decidiéndose por uno de los contrincantes, deseó buena suerte al sureño, del que se decía que se había atrevido a cazar morsas la temporada anterior.

Los improvisados escuderos tendieron la primera de las rodelas a cada uno de los hombres, y a Hiodris las fieras expresiones de los contrincantes le parecieron tan temibles que cerró los ojos hasta que el ruido sordo de un potente golpe la obligó a abrirlos de nuevo, y mirar aquello que no deseaba ver.

Los chiquillos que habían estado jugando a ser luchadores gritaban animando a su favorito, el gentío se revolvía inquieto haciendo que los murmullos subiesen y bajasen de tono como olas que rompían en una cala.

Con los pies bien plantados en el centro de la capa tendida sobre la tierra aplanada, aquel del que también se decía que había sido ballenero se mantenía firme, con el escudo preparado y la espada baja. Se limitaba a defenderse de las estocadas que Víkar le lanzaba.

Hiodris había oído que lo apodaban Ulfr Brazofuerte y le bastó ver cómo el ancho hombro amortiguaba los espadazos de Víkar en el tachón de la rodela para comprender el sobrenombre.

Pronto se oyeron algunos abucheos, había entre el gentío individuos crueles que estaban deseando ver sangre derramada. Hiodris comprendió que la pasiva actitud del sureño, que solo parecía dispuesto a defenderse, los disgustaba. El propio Víkar imprecaba al extranjero con palabras que la hicieron sonrojar. Sin embargo, la actitud de Ulfr no mudó.

En breve la primera rodela se rompió con un crujido de madera y Tyrkir, el otro sureño, se apresuró a tender una nueva que, para desgracia de su compatriota, se partió con la primera arremetida de Víkar, que cargaba como un toro furioso.

Ya solo le quedaba un escudo, pero ni la virulencia de los ataques del heredero de Starkard ni los abucheos crecientes parecieron capaces de inmutar a Ulfr, que, sin apenas mover los pies, contenía la furia de su rival.

Las nubes escupieron un nuevo regüeldo. Por unos instantes cayó una mollina blanda de gotas tan pequeñas como para que Hiodris se preguntase si aquello era o no lluvia.

La última de las rodelas de Ulfr se rompió también, y ante la salvaje sonrisa lunática de Víkar el sureño se limitó a parar con hábiles juegos de muñeca las estocadas, manteniendo, siempre que tenía un respiro, la guardia baja.

El cielo clareó y un rayo de sol se coló entre dos nubes iluminando a Tyrkir para que Hiodris pudiera ver cómo el viejo marino negaba moviendo pesadamente la cabeza.

Assur envolvió la empuñadura con sus dedos y agradeció los consejos de Tyrkir. De haber usado su hierro habitual, el largo alcance hubiera penalizado la rápida maniobrabilidad que necesitaba en aquel exiguo campo de batalla.

Ya no le quedaban escudos. Y el hispano movía su muñeca por simples reflejos, trabando el metal de las espadas con chasquidos que, de tanto en tanto, chispeaban con la fuerza de los golpes.

—¡Cobarde! ¡Pelea! ¡Pelea!

Ni los gritos de Víkar ni los abucheos de las gentes que los rodeaban le molestaban. Lo único que le dolía era no encontrar el modo de evitar una muerte más.

Tyrkir miraba preocupado a Ulfr, disgustado porque sabía que el ballenero no deseaba aquel combate, y turbado porque estaba seguro de que Víkar no se sentiría satisfecho con la salida que habían ideado. Sin embargo, pronto lo sabrían, con la rotura de la última de las rodelas había llegado el momento.

Assur era consciente de que no había cumplido con lo que había discurrido junto al contramaestre, pero le habían faltado ánimos para fingir, mantenerse allí había supuesto esfuerzo más que suficiente. Y ahora había que terminar con aquella farsa.

—Tú ganas, Víkar, tuyo es el honor de la victoria —dijo Assur echando un pie atrás.

En solo dos pasos, recibido por las exclamaciones del público, Assur salió de la capa de lana que marcaba el hólmgangustadr. Se retiraba como un perdedor, cobarde y humillado, pero su honor era lo que menos le importaba.

Víkar, como la mayoría de los que allí se habían reunido, se quedó estupefacto, con la guardia baja y una expresión bobalicona en el rostro. Para él, un hombre no era digno ni de recibir nombre alguno si huía, y ahora, aquel que le había arrebatado sus sueños se rendía sin que pareciera importarle lo que los escaldos pudieran contar.

Leif, tras la sorpresa inicial, sonreía maldiciendo a su contramaestre, consciente de que, probablemente, todo había sido idea de Tyrkir.

El sol encontró algún otro hueco entre el manto de nubes y la humedad de la hierba brilló por un instante. La brisa se revolvió de nuevo.

Muchos se retiraban ya, enfadados, cuchicheando sobre la deshonrosa cobardía de aquel que había forjado su leyenda lanzando arpones desde distancias imposibles y venciendo a los bravos skraelingar emplumados de las desconocidas tierras de poniente. Ahora podrían decir que aquellas historias magníficas no eran más que mentiras. Habían esperado un combate en toda regla y ni uno solo de ellos hubiera podido imaginar un final así.

Hiodris no entendía muy bien lo que estaba pasando, pero parecía que el extranjero seguiría con vida, por lo que ya podía cumplir con el encargo de su prima.

—Esto no acabará hasta que uno de los dos muera —dijo Víkar de repente, alzando poco a poco la voz—. Si no eres capaz de afrontar un duelo como un hombre, entonces recurriremos a las viejas tradiciones —gritó furibundo, enseñando los dientes como una bestia enloquecida—. ¡Volveremos a los combates que no estaban sujetos a ley alguna!… ¡Einvigi! ¡Prepárate a morir, bastardo malnacido!

Tyrkir no había esperado algo así, él y Ulfr habían supuesto que Víkar se conformaría con un combate disimulado y una retirada a tiempo. Y aunque la actuación del arponero había sido pésima, el contramaestre no había imaginado que Víkar quisiera llegar hasta el final, incluso atreviéndose a nombrar las costumbres ya olvidadas. No habían sabido calibrar que, unida al rechazo de Thyre, la falsa victoria, en lugar de servirle de resarcimiento por el despecho, lo enfurecería tan terriblemente.

Assur negó con la cabeza y, aun de espaldas a su rival, aseguró su agarre en el pomo de la espada.

Víkar se lanzó hacia él cegado por la furia y todo acabó en un abrir y cerrar de ojos. Assur había luchado con hombres mejores y, lo más importante, había visto morir a luchadores más serenos y preparados.

Se hizo a un lado con rapidez y aprovechó el cambio de peso para girar sobre el pie derecho y trabar el hombro de Víkar con su espada.

La carne se abrió en un feo tajo y el brazo del nórdico perdió la sensibilidad. De la mano laxa de Víkar cayó el hierro, y un instante después las primeras gotas de sangre se mezclaron con el agua que empapaba la lana del hólmgangustadr.

—Yo no conozco vuestras costumbres, pero si no aceptas que me retire, acepta tu derrota. Tu sangre cae y la tradición llama perdedor a aquel cuya vida moja la capa de duelo. Si no te sirve mi retirada, conténtate con mi victoria, yo no iré más allá… Ya ha habido demasiadas muertes.

Leif se dio cuenta de que era un buen momento para intervenir. Después de las palabras de Ulfr nadie se atrevería a decir que había abusado de su posición para proteger a su amigo. Hacía años que los combates a muerte se habían dejado para el olvido, no servían para nada más que para perpetuar venganzas imposibles que pasaban de padres a hijos y de hijos a nietos.

El jarl dio algunas órdenes y pronto hombres de confianza rodearon a un iracundo Víkar que gritaba como poseído por los más temibles espíritus.

Hiodris no comprendió todo lo que había sucedido, pero sí estuvo segura de que ya podía cumplir con su cometido. Se alejó buscando a uno de aquellos chiquillos que había visto entre la gente, y rebuscó en sus ropas para hacerse con la pequeña pieza de plata que su prima le había dado. Ahora tenía que elegir a uno en el que poder confiar para enviar el mensaje que Thyre deseaba oír.

En cuanto salió de la skali vio el halo que rodeaba la luna anunciando nieve y, aunque todavía no hacía mucho frío, un estremecimiento la obligó a envolverse en sus propios brazos y recolocar su capa.

El chiquillo desgreñado hablaba con un descaro que solo podía compararse a la inmensa cantidad de mugre que le cubría el rostro. Se lo había encontrado durmiendo entre las cabras del rebaño de su padre, buscando el calor de los animales, y cuando ella había salido para atenderlas, como cada mañana, el muchacho se había levantado de golpe provocando un coro de balidos nerviosos.

Él estaba vivo, al menos estaba vivo. Habían llegado noticias, todos en Groenland sabían que aquellas tierras del oeste existían, y que eran algo más que elucubraciones del viejo Bjarni. Y que no solo tenían inagotables bosques de grandes árboles y fértiles extensiones de vides plagadas de dulces uvas, sino que también ocultaban a temibles guerreros de extraño aspecto a los que los chismosos ya habían dado el nombre de skraelingar. Muchos habían muerto, pero él estaba vivo.

—¿Y qué pasó después?

El crío se hurgó la nariz concienzudamente hasta que, contemplando satisfecho el enorme moco que le colgaba del dedo, pareció capaz de recordar.

—No lo sé —confesó limpiándose el dedo en uno de los pliegues de su camisa, que de tan sucia parecía capaz de mantenerse derecha por sí misma—, los hombres de Leif apresaron a Víkar y el otro se marchó. Fue lo último que vi… Pero la hija de Bjarni me dijo que me darías otro trozo de plata si venía hasta aquí —afirmó el muchacho con el tono bien marcado y un par de gallos que se le escaparon a su voz de adolescente—, ¡y yo he venido! Incluso a pesar de la tunda que me dará mi padre por haberme ausentado varios días —concluyó dándose un aire de ufana importancia que hubiera sido más propio de un jarl vestido con capa de armiño.

El chiquillo se quedó callado y, cuando su mano indecisa no supo qué hacer con los dedos de uñas ennegrecidas, la dejó caer a un costado para tabalearlos sobre su muslo derecho con aire vacilante y, de paso, limpiarse los restos pegajosos del moco en la sucia tela. Sus ojos se revolvieron en las cuencas para mirar al cielo y abrió la boca de nuevo para añadir algo más, pero se arrepintió enseguida y optó por extender su mano sucia al frente, mostrando una palma llena de roña parduzca.

A Thyre se le escapó una sonrisa que tenía un poco de tierna y mucho de cínica y, reprendiendo al crío por su desfachatez con una severa mirada, le tendió su recompensa. El sucio muchacho miró el trozo de metal brillante y, acto seguido, salió corriendo sin siquiera despedirse; con lo que consiguió que varios de los cabritos del año salieran trotando ante la parsimonia de sus mayores.

La joven se volvió para cruzar los muros de la modesta boer de su padre, olvidándose de sus tareas con el rebaño, y pensó en las noticias que había recibido, agradecida por el buen hacer de su prima Hiodris.

Todo había sido complicado, como caminar por una pendiente embarrada. Ella sabía bien que, de no ser por la muerte de Olav y la enfermedad de Eirik, las cosas serían ahora muy distintas. Lo que desconocía era la clase de urdimbre que las nornas tejían para su destino.

Quizá el hólmgang reavivaría de nuevo la polémica. Y estaba segura de que era mejor que su padre no se enterara; ahora que los ánimos parecían haberse calmado, no resultaba conveniente darle motivos para recordar que su hija había rechazado un matrimonio ventajoso provocando el escándalo y el deshonor de la familia. Thyre todavía sentía escalofríos mordaces al recordar los gritos de su padre cuando había regresado con la cabeza gacha, justo a tiempo para adelantar a las vergonzosas habladurías que la siguieron y que sirvieron para enfurecerlo aún más. Pero al menos él había vuelto sano y salvo.

Todavía lo amaba, incluso a pesar de la traición y el abandono, todavía lo amaba. Y, aunque se decía a sí misma que jamás lo perdonaría, una parte de ella se contradecía cuando recordaba la sensación de sentirse arropada en aquellos fuertes brazos, envuelta en aquel aroma intenso y penetrante que él desprendía, resguardada por aquel amplio tórax en el que le gustaba recostarse para dibujar filigranas entre las líneas que marcaban los músculos de aquel abdomen. Sin embargo, se repetía una y otra vez que no lo perdonaría.

Día tras día, con machacona insistencia, su orgullo le recordaba que no aceptaría excusas, las deudas contraídas eran demasiado altas. Pero también sabía que, si no podía tenerlo a él, no tendría a ningún otro, porque todavía lo amaba, aún lo necesitaba. Tanto como para que sus mañanas fueran oscuras y sus noches eternas, porque no solo no lo tenía, sino porque también sabía que nunca volvería a ser suya, porque aunque él regresase pidiendo perdón, ella lo rechazaría. Lo que quería era poder odiarlo, repudiarlo, pero cuando lo intentaba, algún dulce recuerdo se lo impedía. La herida todavía sangraba y la sola evocación de sus besos le encogía el pecho. Él la había abandonado, rompiendo una delicada vasija llena de ilusiones que nunca jamás podría recomponerse. Pero al menos estaba vivo.

—No creo que se haya acabado —dijo Leif zarandeando el cuerno lleno de espesa cerveza de arrayán—. El godi ha dicho que parecía un perro rabioso cuando le cosía el corte —añadió antes de echar un trago—. Ahora la fiebre ha prendido en su herida y, por lo que me ha dicho —aclaró limpiándose la espuma del bigote con el dorso de la mano—, en sus delirios se acuerda de tu familia hasta la décima generación…

Assur bebió a su vez y asintió sin más. El que se animó a hablar fue Tyrkir.

—De todos modos, no creo que se atreva a contradecir tu dictado —dijo moviendo el mentón hacia Leif.

—Ya, pero este —contestó el nuevo jarl de Groenland señalando a Assur con una inclinación de su cuerno ya medio vacío— pisó fuera del hólmgangustadr antes de asestar el golpe que sirvió para declararlo vencedor, si Víkar eleva una queja ante el thing, tendrá derecho a ser escuchado…

—Para algo así tendrá que esperar al verano —interrumpió el Sureño—, y por lo que has dicho, no creo que encuentre la paciencia necesaria, ¿crees que se atreverá con un nuevo desafío?

Leif bebió otro trago de cerveza encogiéndose de hombros antes de volver a hablar.

—No lo sé, supongo que podemos esperar cualquier cosa —concedió el nuevo jarl acomodándose en el sitial que los carpinteros habían tallado para que él dominase el gran salón de Brattahlid desde la misma tarima desde la que lo había hecho su padre.

—Pero tú declaraste vencedor a Ulfr, le guste o no, tendrá que aceptarlo —insistió Tyrkir.

Assur escuchaba a sus dos amigos sin animarse a intervenir, estaba pensando en Thyre.

—Ya veremos, ya veremos… —dijo Leif mirando hacia el hispano, que se mantenía absorto, como si la conversación no fuera con él.

Tyrkir estaba a punto de añadir algo cuando Assur los interrumpió.

—¿Vas a enviar al Mora a Jòrvik de nuevo? —le preguntó al jarl.

Leif, sorprendido por el cambio de rumbo, sopesó la pregunta antes de responder.

—Todavía no lo he pensado…

Assur inclinó el rostro para asentir y se levantó.

—Estaré en los pantalanes si necesitáis algo —les dijo.

Tyrkir y Leif se miraron y, cuando el antiguo ballenero cruzaba el umbral de la skali, el contramaestre se decidió a preguntar.

—¿A qué ha venido eso?

El patrón dudó por un instante. No quería traicionar la confianza que Assur había depositado en él, pero intuyó que, especialmente después de la ayuda que Tyrkir le había prestado al hispano en el hólmgang, al arponero no le importaría la confidencia. Así que el nuevo jarl, después de terminar su cerveza, le contó a su contramaestre lo poco que sabía, completando con sus propias deducciones aquello de lo que no estaba seguro. Fue un relato desordenado y apresurado, y aun así les dio tiempo a despachar un cuarto del barril de cerveza del que se estaban sirviendo.

—… Algo de lo que le dijo Karlsefni lo cambió todo, aunque no sé exactamente qué fue. Pero creo que por eso quiere regresar, hay deudas que el tiempo no sabe saldar…

—¡Jacobsland! Aún se habla de aquella expedición del Berserker —dijo Tyrkir con asombro—. Ahora entiendo por qué le daba igual ganar o perder el duelo… ¡Y muchas otras cosas!

Leif ya pensaba en cómo organizar sus naves para la siguiente temporada, había estado considerando enviar ambos barcos a Vinland, con un gran contingente que pudiera enfrentarse a los skraelingar y asegurar un buen cargamento de madera y uvas, pero no le disgustó la idea de recibir un nuevo envío de cobre desde Jòrvik, sobre todo si así podía hacerle un último favor al hispano. Además, aunque todavía no había encontrado a nadie dispuesto a probarlo, y él mismo no quería reconocerlo, el mejunje que fermentaba en el fondo de los barriles que habían traído repletos de las frutas de Vinland parecía cualquier cosa menos vino. Con lo que quizá fuese mejor traer únicamente madera desde aquellas costas de poniente.

—Entonces bastará con que Víkar no encuentre redaños para desafiarlo de nuevo antes de la primavera —añadió el contramaestre interrumpiendo los razonamientos de Leif—. Porque lo vas a dejar marchar, ¿verdad?

Leif, olvidándose del aparente fiasco de las uvas de Vinland, sonrió al comprender que aquel hombre que había sido para él como un segundo padre había adivinado su decisión antes incluso que él mismo.

—Sí, claro que sí, le debo la vida… Y tú también —apuntilló recordando el encuentro en Nidaros con el konungar—. Lo echaremos de menos, pero debemos dejar que siga su camino. Se lo ha ganado… Se lo ha ganado…

Tyrkir asintió pensativamente, rememorando algunos de los momentos vividos junto a Ulfr, y una sonrisa le enseñó sus muchas arrugas al patrón. Luego, recordó algo de improviso.

—¿Y Thyre? —preguntó el contramaestre pensando en las habladurías que llenaban el Eiriksfjord—. Después de todo este revuelo, ¿crees que Ulfr esperará a la primavera y se marchará sin más?…

A Leif se le escapó una risotada antes de responder.

—Eso no sería muy propio de nuestro amigo, ¿no es cierto? —cuestionó. Y se sirvió una nueva ración de cerveza al tiempo que negaba con la cabeza y sonreía francamente.

Assur no recordaba haberse sentido así desde que era un niño. Había subido a la bahía de Dikso para enfrentarse a los titánicos machos de morsa, pero ni siquiera cara a cara con aquellos monstruos de enormes colmillos, o arponeando los gigantescos rorcuales de las costas del paso del norte, había vivido un temor tan intenso. El hispano sabía que esa sería su única oportunidad.

—No tengo nada que decir y tampoco hay nada que quiera escuchar —le dijo ella barriendo sus ojos dorados con aquellas largas pestañas del color del trigo maduro.

Assur la vio darse la vuelta para marcharse y no pudo reprimirse.

El antiguo ballenero se adelantó, la tomó del brazo y la obligó a girarse de nuevo. El cubo de corteza de abedul en el que ella llevaba la leche recién ordeñada cayó al suelo derramando su contenido.

—Tienes que escucharme…

Thyre miró aquel rostro conocido deseando acercar la mano para dibujar con las yemas de sus dedos las líneas que marcaban los labios apretados de él.

—No, no tengo, ¡déjame en paz!

Un cabrito que tenía un parche de pelaje negro que le cubría uno de los ojos hasta el carrillo baló asustado, como protestando por el alboroto. Después de mirar a la pareja con preocupación se alejó con saltos inconexos, buscando a su madre, que ramoneaba un poco más allá.

Él aumentó la presión del brazo y ella hizo el ademán de zafarse, enfadada.

—No tenía otra opción —dijo él odiando tener que excusarse—, era lo mejor que podía hacer —concluyó. Y tras soltar el brazo de Thyre, cerró el puño sin saber a qué dedicar la mano libre.

Ella se envalentonó al oír aquello.

—Sí la tenías, podías haberte quedado… Tenías que haberte quedado. ¡Lo arruinaste! Lo arruinaste…

»Todo fueron mentiras, ¡todo! Me enseñaste el lugar donde construiríamos nuestro hogar, me hablaste de tu pasado, me contaste tus secretos. Me hiciste soñar… ¡Me mentiste! ¡Me mentiste! Eres un embustero, ¡y un cobarde! Te fuiste dejando tus promesas en el aire.

Ella, con el rostro arrobado, respiraba entrecortadamente después de la parrafada. Su pecho subía y bajaba. Sus ojos amenazaban con lágrimas contenidas. El cielo amenazaba con abrirse. Algunos de los animales se apretujaban anticipando la primera nevada de la temporada.

—¡Me mentiste!

Assur la miró ocultando su dolor.

—No, yo no te mentí, hice lo único que podía hacer —insistió él, y se arrepintió una vez más por la excusa.

Ella volvió a girarse y él volvió a sujetarla.

Algunas nubes se apelotonaron sobre ellos y el rebaño se reunió por sí solo. El viento empezó a soplar, primero indeciso, luego constante. El fuerte olor de los animales se esparció entre ellos.

Thyre no pensaba consentírselo. Se zafó con brusquedad, echó un paso atrás para tomar impulso e, inclinándose de nuevo hacia delante, terminó por darle una bofetada que hizo que el rebaño se abriera con ondulaciones como las que hubiera provocado una piedra en un charco.

Assur recibió el golpe sin otro gesto que la inclinación de su cabeza.

Ella naufragó una vez más en el mar de los ojos de él, y él se acercó mirándola con intensidad.

Thyre sintió cómo sus piernas flaqueaban y silenció los gritos indignados de su orgullo derrotado. Sus labios se mantuvieron cerrados hasta que los brazos de él la rodearon, recogiéndola.

Fue un beso largo, urgente, dulce, capaz de barrer el rencor y el dolor. Un beso que les dijo mucho más de lo que hubieran podido confesar sus silencios o sus palabras. Sus lenguas jugaron a esconderse la una de la otra y, cuando Thyre ya no fue capaz de escuchar las protestas airadas de su orgullo, ella también alzó los brazos para rodear al hombre que le había robado el corazón. Giraron sobre sí mismos y encontraron lo que habían perdido sujetándose los labios con bocas ansiosas que no querían separarse. Ambos supieron que en aquel mismo instante sellaban para siempre una promesa mutua que perduraría hasta el último día de sus vidas.

Cayeron los primeros copos, grandes y plumosos; envolviéndose en la brisa y alzándose justo antes de llegar al suelo para posarse con suavidad. Algunos se quedaron prendidos de sus cabellos y permanecieron allí, fundiéndose, mientras ambos volteaban sus rostros para encontrar en sus bocas rincones que habían creído perdidos.

Se separaron solo el tiempo justo para tomar aire y, cuando Assur quiso decir algo, ella lo calló besándolo de nuevo con todavía más ardor.

Dejaron caer los brazos y se tomaron de las manos al tiempo que volvían a mirarse a los ojos. Y Assur, tan rendido como ella, le contó la verdad. Le habló de las amenazas de Thojdhild y del pavor que había sentido al imaginarla convertida en esclava. Thyre escuchó.

Ella se dio cuenta de que él había hecho lo que había hecho, precisamente, porque la amaba. Se sintió henchida de una satisfacción inimaginable que contradecía los reproches que su conciencia quería hacerle por haber sido egoísta. Él no la había abandonado, la había protegido, y había dejado atrás sus propios sueños para salvarla. En aquel mismo instante ella supo que jamás se separaría de él, tuvo la certeza de que ansiaba ser la madre de sus hijos. Quería ser el calor de sus noches, quería enseñarle su amor cada mañana. Sin embargo, él mudó pronto el gesto y Thyre se preocupó una vez más.

La contemplaba con devoción y no pudo evitar sonreír cuando un copo se entretuvo en el puente de su nariz, obligándola a palmearse el rostro con un gesto ansioso que también hizo caer la nieve que cubría el delicado garvín con el que ella se recogía la melena; un detalle al que Assur no prestó atención, pues, aun con los años que había pasado entre ellos, no conocía todas sus costumbres.

—Puede que mi hermana esté viva —le dijo entonces retomando el aire preocupado que ella había intuido un momento antes.

Y Assur le contó lo que había oído de labios de Karlsefni, ni siquiera le ocultó el odio que sintió. También le dijo lo que había pasado, y cómo el ataque de aquellos feroces nativos le había impedido averiguar toda la verdad; aunque no hizo mención alguna al combate que había librado en el puente. Luego le explicó sus dudas, deseaba regresar a Jacobsland, pero no estaba dispuesto a perderla de nuevo. Le pidió comprensión. Le rogó con la devoción de un pecador arrepentido que esperase, y le dio su palabra de que regresaría. Le suplicó comprensión, porque desde lo más profundo de su alma sentía la certeza de que no podía dejar su vida pasar sin saber qué había sido de Ilduara.

Él era consciente de que estaba pidiendo demasiado y se arrepintió al instante, buscando el modo de silenciar la necesidad que tenía de regresar. Assur, tolerante, temió que ella se enfadase de nuevo, sabiendo que medio mundo los iba a separar mientras él iba en busca de una quimera. Pero no fue así.

—Entonces —dijo ella haciendo que Assur se preparase para escuchar lo peor—, tendrás que enseñarme a hablar tu lengua…

Al principio no la entendió. Y Thyre sonrió con picardía al ver el asombro en los ojos de él.

—¿Cuándo partimos?

Y, comprendiendo, Assur se sintió el hombre más afortunado del mundo.

Se besaron de nuevo mientras la nieve arreciaba y el rebaño se apretujaba mirando con desconfianza los grandes copos que caían a su alrededor.

Cuando se enteró, contento por la felicidad que irradiaba su timonel, Leif tomó la decisión en un abrir y cerrar de ojos. No pensaba consentirle a su amigo que hiciera las cosas de manera chapucera y chabacana; si había encontrado a su futura esposa, él pensaba ayudarlo. Y ya que Ulfr no tenía una familia que respondiese por él ni un padre que le cediese su nombre, Leif asumió, entre los efusivos agradecimientos del hispano, la tarea de apadrinarlo. El patrón, harto de las habladurías y chismes que llenaban las tierras verdes, se propuso organizar un enlace digno y acorde a las viejas tradiciones, deseando acallar los rumores y esperando lo mejor para su amigo.

Siguiendo la costumbre y aprovechando la abundancia de después de las cosechas, el nuevo jarl organizó la boda para hacerla coincidir con las festividades del Jolblot. Sería una ceremonia celebrada por todo lo alto y, tal y como le había dicho a Tyrkir, no solo serviría para demostrar su beneplácito como señor de Groenland, sino también para terminar de una vez con el escándalo que toda aquella historia entre Ulfr y Thyre había provocado.

A excepción de Thojdhild, que se iba hundiendo día a día en un pozo de desconsuelo del que solo salía para acompañar a Clom con sus rezos al Cristo Blanco en la capilla que Eirik había construido para ella, todas las mujeres de Brattahlid, incluyendo las esclavas, se alegraron de saber de la buena fortuna de Ulfr Brazofuerte. El extravagante extranjero siempre había sido amable y correcto con ellas. Y todas envidiaron a Thyre, pues el extraño sureño era un hombre fornido y apuesto que, además de haberse hecho rico, había forjado su propia leyenda consiguiendo auparse hasta una posición predominante como hombre de confianza del nuevo jarl.

En cuanto a los hombres, las cosas no fueron tan correctas, y entre las bromas que Assur aguantaba estoicamente se podía intuir la corrosiva dentera que a muchos les provocaba la belleza de la novia. Aunque el hispano también sabía que muchas de las felicitaciones que recibió eran sinceras. Pero los comentarios mordaces o las miradas envidiosas no fueron el mayor problema: Starkard, con su hijo todavía convaleciente, reclamaba una indemnización por la ruptura del acuerdo al que había llegado con la husfreya de Brattahlid. Y no se sintió satisfecho hasta recibir un dispendio igual a la mitad de lo que se había pactado meses antes, pero Assur pagó contento por zanjar el asunto. Por desgracia, la plata que sirvió para calmar al padre no hizo más que echar sal en la herida del hijo; mientras Starkard pareció conformarse con ese modo de salvar las apariencias, Víkar, aún convaleciente, a punto estuvo de matar a golpes al thrall que le dio la noticia. Si el resultado del hólmgang hubiese sido distinto, quizá hubiera podido conformarse con aquel modo de restaurar su maltrecho honor tras el público rechazo de Thyre, pero el vergonzoso resultado del duelo había infiltrado la conciencia de Víkar de un solitario odio inconmensurable, tan espeso y oscuro como el más pestilente de los albañales del Hel.

De haber sabido las consecuencias de su generosidad, Leif no hubiera actuado como lo hizo, sin embargo, pensando únicamente en devolverle a Assur parte de cuanto consideraba que le debía, y portándose una vez más como un amigo digno de ser llamado como tal, le había comprado al hispano su parte de la carga del Gnod. Y, a pesar de las protestas de Assur, el patrón había fijado un exorbitante precio. Un asombroso total que no solo le permitió al antiguo ballenero resolver las protestas de Starkard, sino también disponer de oro más que suficiente para asumir el pago que Egil exigía a cambio de su hija.

Aun así, mucho más difícil que convencer al padre de Thyre fue doblegar la avaricia del entrometido Bjarni, al que cualquier pago ofrecido le parecía insuficiente para su sobrina, aunque la dote sugerida no supusiera ninguna maravilla. Leif lo resolvió asegurándole bajo cuerda un porcentaje de las dos próximas expediciones del Gnod a las tierras de poniente. Y a partir de ese momento, sabedor de que no solo no le costaría ni un mísero marco de plata, sino que incluso saldría ganando, el propio Bjarni intercedió ante su hermano para que aceptase las condiciones que Leif, como padrino del hispano, había impuesto. Y todos olvidaron pronto las negociaciones que se habían iniciado tiempo atrás con Starkard, pues toda Groenland sabía que un matrimonio que la mujer no aceptaba de buen grado estaba condenado al fracaso.

Los pagos se intercambiaron y el acuerdo se formalizó; y Assur, recordando las palabras de Thojdhild, se sintió complacido de poder llevar al banco de su boda un regalo digno de la mujer que amaba.

Por otro lado, en un nuevo acto de generosidad que Assur no supo cómo agradecer, Leif ratificó la elección de las tierras que el hispano había hecho la temporada anterior, cuando Eirik el Rojo había instaurado los derechos de la vieja ley del landman. Además, el patrón encargó a todos los carpinteros y calafates del Eiriksfjord que se ocupasen de levantar a toda prisa una digna skali que recibiera a los novios. Y el antiguo ballenero, con la pena de saber que su marcha llegaría con la primavera, pudo contemplar un hogar en el lugar que él mismo había empezado a escavar y labrar. Incluso usaron como postes los troncos que el propio Assur había recuperado de la línea de pleamar. Así, en aquel precioso terreno sobre el océano, Assur pudo, por primera vez en su vida, sentirse dueño de la tierra que pisaba.

Tuvieron el tiempo justo de terminar con todos los arreglos necesarios. Presidido por el nuevo jarl, vestido con sus mejores galas, el enlace se celebró con toda dignidad en el último día de Freya, antes del solsticio de invierno. La boda se prolongó durante tres noches, hasta la mañana del día de la luna. Y, como era costumbre, no faltó el hidromiel y la cerveza; los panes ácimos recién horneados, los guisos de coles y guisantes, los asados de cabritos, corderos, patos y cerdos; y los rustidos de bueyes y de aquellos grandes ciervos del norte. Incluso, por insistencia de Leif, después de filtrarlo con grandes estameñas, se sirvió el vino hecho con las uvas traídas desde poniente y, entre sonrisas corteses, nadie se atrevió a decir la verdad sobre aquel caldo imbebible.

Los escaldos, entonando frases plagadas de alegorías, contaron la historia de Groenland. Hablaron de las hazañas de Eirik el Rojo y del digno sucesor que era su hijo. Relataron los logros de Ulfr y todos corearon cuando se mencionó aquel lanzamiento hecho en la ribera de Nidaros; y los niños jugaron a ser adultos, imitando el fiero combate, cuando uno de los bardos narró aquella lucha en el puente de Vinland en la que el jarl había salvado la vida gracias al sureño.

Mientras la bebida corría y se daba buena cuenta de la comida, se escuchó la historia de Grettir el Fuerte, el relato del dragón Fafnir, y la recreación del sueño del rey Gylfi. Dos de las thralls de Brattahlid unieron sus voces melodiosas y entonaron la balada de Grotti, alternando su canto para interpretar los papeles de Menia y Fenia, las siervas compradas por el rey Frodi.

Hubo juegos y apuestas; y los hombres, incorregibles a ojos de las mujeres, cruzaron envites ebrios organizando competiciones de arco y de fuerza. Y Assur no se resintió al ser derrotado por el hermano menor de los gemelos Helgi y Finnbogi, tan orondo como los carpinteros y que, a pesar de su juventud, había sido capaz de levantar un tarimón en el que se sentaban dos muchachas del servicio de Brattahlid. El hispano fue el esperado vencedor en los juegos de tiro y Tyrkir ganó a todo el que quiso ser su rival manejando las piezas del juego de tablas.

Assur recibió la espada que Thyre le regalaba para asegurar la prosperidad de su hogar y él le dio a cambio otra que serviría para garantizar el sustento de su primer hijo. Luego intercambiaron los anillos que simbolizaban su matrimonio, dos bellas piezas de orfebrería en cordón de oro que el mismo Leif les había regalado con la más sincera de sus bendiciones.

Y los novios, agotados, abandonaron la fiesta cuando todavía había muchos que se creían sobrios como para seguir bebiendo. Juntos montaron uno de los sementales de Brattahlid y se encaminaron hacia su hogar.

Viéndolos marchar, contento por haber ayudado a su amigo, Leif incluso se atrevió a probar el vino que había resultado de las uvas traídas del oeste.

Apretujadas en los barriles y cuévanos, las bayas, vencidas por su propio peso y el bataneo de las olas que habían sacudido el Gnod en la travesía, se habían ido exprimiendo mientras las que se habían quedado arriba criaban una sospechosa pelusilla malsana.

Cuando ante la insistencia del nuevo jarl Tyrkir sirvió un cuerno de aquel brebaje, lo hizo con ojos entrecerrados.

Leif lo tomó sonriendo, tras echar un último vistazo a la pareja que abandonaba Brattahlid y, sin siquiera pensarlo, echó un trago.

Tyrkir miraba con curiosidad y no pudo evitar que se le escapase una sonora carcajada cuando Leif se atragantó ruidosamente en su intento frustrado por vaciar el cuerno.

El hijo del Rojo, conteniendo las lagrimillas que se le acumulaban en las comisuras de los párpados, no tuvo más remedio que reconocer su fracaso.

—Espero que para la temporada que viene podamos hacerlo mejor… —aventuró con la voz rasposa.

Tyrkir, aguantando como podía las risotadas que se le agolpaban en la garganta, intentaba componer una expresión grave y digna mientras Leif inspeccionaba con gesto serio el contenido del cuerno.

—¡Por Odín! Sabe a meados de mula en celo…

Ambos rieron con franqueza.

—Será mejor que busquemos algo de cerveza —anunció el contramaestre echando el brazo sobre los hombres de Leif—. ¡Vamos! ¡Hay mucho que celebrar!