Tenían a mano cuanto precisaban. El granito y el gneis afloraban en distintos lugares rompiendo el manto verde de las praderías, se elevaban y formaban la escabrosa sierra que se extendía imponente hacia el suroeste, una solemne serie de cerros que escondían las puestas de sol como las almenas de una fortaleza. Por todos lados crecían aquellos árboles desconocidos de dura madera; altos y bien formados, se alzaban hacia el cielo aprovechándose de las suaves temperaturas. Y, en aquellas tierras oscuras y fecundas que llenaban el aire con dulces aromas en las mañanas húmedas, abundaban campos fértiles a todo su alrededor, ofreciéndoles multitud de lugares en los que hacerse con tepe y zarzo.

Leif impartió órdenes concisas y muy pronto todo el mundo tuvo algo que hacer. Helgi y Finnbogi, los gemelos que hacían las veces de carpinteros, ayudados por los exiliados de la colonia norte, consiguieron hachas de entre las herramientas y armas de los pañoles del Gnod y empezaron a talar los mejores maderos, no tendrían tiempo para dejarlos curar como era debido, pero si querían un techo para resguardarse en invierno, no quedaba otro remedio. Además, recibieron el encargo de ir desmochando una buena provisión de ejemplares de aquella especie desconocida, de las distintas variedades de fuertes piceas y de abedules; al llegar la primavera, justo antes de regresar a Groenland, los cortarían. Al patrón le gustaba tener el trabajo adelantado, y si no encontraban en aquellas tierras mercancías de mayor valor, aquellos maderos supondrían un inestimable cargamento que alcanzaría precios más que apetecibles una vez de vuelta en las tierras verdes.

Pero había muchas más cosas que hacer que procurarse un techado. El curtido knörr fue vaciado para elevar su línea de flotación y, aprovechando la pleamar, lo obligaron a remontar a golpe de remo el río de los salmones. Atracaron el veterano navío en el plácido lago, que era un embarcadero natural bien resguardado, a salvo de las posibles tormentas inesperadas que pudieran arrasar la ensenada. Y también era un buen lugar para poder reparar la jimelga, que se había resquebrajado el día en que la rápida retirada de la marea en las someras aguas de la bahía los había sorprendido y obligado a fondear el navío.

El pequeño esquife de apoyo lo dejaron en la desembocadura del río, que se reviraba justo antes de desaguar formando un cómodo amarradero. Y, de tanto en tanto, alguna pareja salía a aguas abiertas para probar suerte con redes que plomaban con piedras horadadas.

Además, como las conservas y salazones que habían traído consigo en el knörr no durarían lo suficiente, se destacaron grupos y turnos de avituallamiento. Los cercanos salmones tenían una excelente carne rosada y grasa, y en breve pensaban preparar un ahumadero. Y Karlsefni, que dijo haberse criado en las grandes ensenadas arenosas de los golfos meridionales del paso del norte, cerca de las tierras pretendidas por los jarls de Danemark, les enseñó la técnica correcta para cavar zanjas durante la bajamar, de tal modo que, cuando la marea se retiraba de nuevo, en aquellos surcos quedaban atrapados enormes peces planos, gigantescos parientes de las platijas y lenguados que ya conocían. Tenían una carne blanca y friable de suave sabor, tierna pero con suficiente contundencia como para que pensaran en tajadas que podrían secarse y almacenarse para el invierno. Y, aunque no podían conservarse, cuando cavaban aquellas zanjas, conseguían abundancia de almejas y otros moluscos que les ayudaban con la manutención diaria.

También pudieron aprovechar algunas hierbas y bayas que reconocieron de entre las muchas que allí crecían y que no habían visto jamás. E incluso descubrieron una variedad de corto trigo salvaje, de pequeños granos redondeados y morenos, que, una vez maduro, les serviría para obtener harina.

Para su acomodo, después de valorar las opciones y el tiempo disponible y tras consensuarlo con Tyrkir, Leif se decidió por levantar tres viviendas, skalis modestas de apenas una docena de pasos en las que repartir a los hombres, sus pertenencias y a los animales. A mayores, planearon unas cuantas cabañas para los servicios y para utilizarlas como almacenes y, por sugerencia de Halfdan, que había aprendido años atrás a forjar puntas para arpones, pensaron en levantar un horno y una fragua al otro lado del río. Sin embargo, no construyeron establos, tenían pocos animales y aprovecharían su compañía para acumular calor en el invierno acomodándolos en las estancias contiguas a los salones dormitorio de las viviendas. Aunque decidieron no almacenar forraje, era evidente que incluso en lo más crudo de la estación habría pastos disponibles. De hecho, acostumbrados a la rudeza de Groenland, todos estaban sorprendidos por la bondad del clima.

Para coordinar toda aquella retahíla de ocupaciones, Leif delegó en sus hombres de confianza, había mucho que hacer. Y en unas pocas jornadas Tyrkir, Bram y el propio Assur se vieron arrastrados a una vorágine de tareas que, cada mañana, empezaba sacudiéndose el rocío del amanecer y no terminaba hasta que caía la noche.

A Assur, toda aquella actividad le libró de la apatía en la que se había hundido en los últimos tiempos. El pesado trabajo lo ayudó a desentumecer los anquilosados músculos, inactivos mientras había durado la travesía del Gnod, y estaba tan atareado que su mente no tenía tiempo de lamentarse.

Fue una recompensa inesperada sentirse capaz de modelar el repecho elegido por Leif, sobreponerse al capricho de la naturaleza, que había plegado aquellas tierras dejándoles una terraza perfecta en la que disponer sus construcciones. Después de haber perdido su oportunidad en las tierras verdes, viendo sus esperanzas pulverizadas hasta disolverse, Assur estaba ansioso por dejar atrás su vida expatriada, y aquel modesto campamento que él mismo se ocupaba de levantar le parecía, cada día un poco más, un lugar apropiado para sí mismo y para su soledad. Y aunque tenía el regusto acre de un segundo bocado amargo, era mejor que nada.

Uno de los trabajos más fatigosos fue el de chantar los postes de las skalis, los grandes troncos pesaban lo suficiente como para desriñonar a los más fuertes de entre la tripulación. Y aun a pesar de que hubo fanfarrones de lengua suelta que se ofrecieron a ayudar, como Halfdan, finalmente fueron Assur y los gemelos carpinteros los únicos que mantuvieron el durísimo ritmo de trabajo. Especialmente, cuando Leif ordenó que, además de las skalis, las cabañas y la fragua, era necesario levantar un pequeño viaducto de madera para cruzar el río de los salmones.

Por su parte, un Leif atareado, y sin más asueto que los pocos momentos de relajo antes de dormirse derrengado cada noche, supo buscar tiempo para preocuparse por su amigo, y se sintió dichoso al percatarse de que el hispano parecía ir saliendo poco a poco de la abulia que lo había estado consumiendo.

Empezaron los trabajos del campamento antes de que la luna llegase a cuarto menguante, y para la primera noche de luna llena ya durmieron por primera vez bajo techo, con los almacenes abastecidos y los animales gordos y lustrosos. Lo último que terminaron fue el puente que les permitía pasar de un lado a otro del río sin tener que vadear sus frías aguas. Eligieron los mejores alisos de los alrededores y usaron su madera, resistente al agua, para hacer los pilotes.

Matoaka tenía un rostro afilado de nariz larga y estrecha, con pómulos elevados y una frente suavemente redondeada. Sus ojos pardos, altos en su cara y ahusados, eran tan oscuros que las niñas apenas se distinguían. Todos los rasgos se perfilaban contra su cabello, fino y lacio, de un color castaño ensombrecido que tenía reflejos casi azules cuando solo lo iluminaban las estrellas de las noches despejadas. Tenía una piel tersa de un lustroso tono cobrizo que brillaba al sol de las mañanas.

Usaba un vestido de ligera gamuza de alce al natural y calzaba cómodos mocasines de la misma piel, que le permitían correr ligera y ágilmente, haciéndole olvidar las penosas caminatas sobre raquetas que llenaban el invierno. De su cuello estilizado pendía un sencillo collar de wampum hecho con abalorios de conchas que su madre había labrado y, como todos los de su tribu, llevaba el pelo suelto sobre los hombros.

Era una chiquilla atrevida, llena de inquietudes y siempre envidiosa de la suerte de los muchachos, a los que les enseñaban a cazar, a usar el machete y a tirar con arco. Porque a Matoaka le hubiera gustado que la preparasen como a un guerrero, o que el sachem la hubiera tomado como pupila, y odiaba tener que labrar conchas u ocuparse de coser pieles con el resto de las muchachas del poblado. Le costaba hacer lo que su padre le ordenaba y siempre buscaba excusas con las que poder ausentarse para recorrer los bosques, allí era libre para seguir rastros, tender emboscadas imaginarias y vivir de lo que ella misma era capaz de procurarse.

Esa mañana había abandonado el wigwam de su familia escabulléndose con cuidado de no soliviantar los suaves ronquidos de su padre. Había salido temprano, antes de que el sol se abriese camino en el horizonte y había caminado mucho.

Hacía menos de una luna que se habían instalado en el campamento de verano, bastante más al norte que cualquiera de sus habituales asentamientos de invierno. Y aunque había estado muy ocupada atendiendo al anciano Obwandiyag, que se había quedado solo con las hambrunas de las últimas heladas y había sido acogido por su familia, hoy había podido escaparse por fin.

Al terminar el verano pasado, en otra de sus incursiones en los bosques, había visto cómo una joven pareja de castores comenzaba a levantar una presa en uno de los arroyos del río de la laguna. Y hoy volvía con la esperanza de que les hubiera ido bien durante el año. Estaba convencida de que la piel de una de las crías de los castores de esa temporada sería un regalo del que su padre se sentiría orgulloso.

Sin embargo, aunque la pareja de grandes roedores había conseguido remansar el arroyo, solo habían sido capaces de sacar adelante una cría. Una pequeña réplica que nadaba con torpeza de un lado a otro del estanque siguiendo a su madre. Y Matoaka sabía que no estaría bien cazarla, sería mejor esperar hasta la siguiente temporada. Así que, decepcionada, se había limitado a observar a aquellos simpáticos animales durante un buen rato hasta decidir entre regresar o buscar un nuevo reto.

Con el sol de mediodía ya decayendo, y sabiendo que la reprimenda sería mayor cuanto más se retrasase, Matoaka optó por acercarse hasta la desembocadura del río de la laguna. Si no podía conseguirle a su padre una piel de castor, al menos podría obtener un buen puñado de almejas para el anciano Obwandiyag, y su madre tendría conchas para wampum.

Pero cuando ya estaba cerca de la laguna, a la que su pueblo solía acudir para conseguir salmones, notó algo raro que la puso en tensión. Al principio no supo qué era lo que le causaba esa sensación, pero había algo indeterminado que no cuadraba.

Lo primero que vio fue unos cuantos abedules desmochados que se secaban. Una atrocidad. Su pueblo respetaba con veneración los espíritus de aquellos bellos árboles de blanca corteza, una corteza que usaban para sus canoas y para sus cabañas, incluso para algunos cacharros, pero que eran capaces de extraer sin provocar la muerte del árbol. Porque no había necesidad de importunar a los manitous de cualquiera de los seres vivos del bosque, desde niña había aprendido que era su obligación respetar el equilibrio de los espíritus de lo bueno y de lo malo. Aquello estaba mal, muy mal.

Luego la brisa le llevó el olor acre del hombre. Y los ruidos de voces y golpes. Se asustó.

En la laguna había una enorme canoa de intimidante y extraño aspecto meciéndose en el agua donde los salmones frezarían. Había muchos más árboles talados, y caóticos rastros de hierba y arbustos aplastados, iguales a las trochas llenas de ramas quebradas que los osos abrían cuando corrían con desenfreno persiguiendo a algún ciervo herido.

Dudó, tentada con salir corriendo de regreso al poblado, pero su curiosidad pudo más que la prudencia y siguió avanzando hacia el mar.

Había hombres, altos hombres barbados de piel clara con amenazantes hachas y puñales brillantes de extraño aspecto. Parecían estar construyendo enormes cabañas.

Los observó escondida. Uno de los más altos y fuertes estaba en un meandro del río, trabajando con dos gordinflones que le parecieron iguales. Aunque no entendió el porqué, a Matoaka le dio la impresión de que intentaban asentar grandes maderos en medio del cauce.

Regresar hasta su wigwam le llevó bastante menos que llegar hasta allí, apenas había oscurecido cuando intuyó los olores de la lumbre en los hogares de su gente. Tenía mucho que contarle a su padre y el miedo a recibir una reprimenda por haberse escapado una vez más ya no le pareció importante.

Después del ajetreo de las primeras semanas los hombres esperaban poder disfrutar de unos días de merecida holgazanería, pero Leif no les dio la oportunidad de descansar que tanto ansiaban. En cuanto estuvo satisfecho con las skalis, la forja, los almacenes y el puente, a los que pasaba revista cada jornada, ordenó que todos los días se montasen expediciones.

—Tenemos que aprovechar el tiempo antes de que llegue el invierno —le había dicho a Tyrkir—, no creo que sea tan duro como en casa. En cualquier caso, prefiero no tentar a las nornas. —El contramaestre lo miraba con gravedad—. Será mejor rotar a los hombres para que no siempre sean los mismos los que tengan que salir —añadió el patrón haciendo girar sus manos una sobre otra en un gesto explícito. Antes de continuar miró a su alrededor, sus tripulantes trabajaban ultimando detalles del campamento—. Cada mañana dividiremos a la tripulación en dos y una de las mitades saldrá de expedición.

›Finnbogi me ha dicho que el otro día, mientras buscaba árboles para los pilotes del puente, aguas arriba de la laguna, vio una de esas presas que hacen los castores, como en las tierras de los rus. Esas serían buenas pieles, y quizá haya armiños… Y habrá que enviar grupos a las montañas —dijo señalando la gran sierra del suroeste—, puede que haya ámbar, o esteatita, o incluso oro.

Tyrkir afirmó con un seco gesto de la cabeza. Ya estaba pensando en cómo dividir a los hombres para asegurarse de que no hubiera problemas entre ellos.

—¿Por dónde quieres empezar? —le preguntó a su patrón.

—De momento, con calma, quiero a todo el mundo de vuelta al anochecer, así que haremos expediciones cortas, de medio día de marcha como mucho. Luego ya veremos.

—¿Y hacia dónde quieres enviar al primer grupo? —insistió Tyrkir al darse cuenta de que el patrón le había contestado dándole voz a pensamientos propios, pero sin responder realmente a su anterior pregunta.

—Las faldas de la montaña son tan buenas como cualquier otro lugar… No, mejor aún, las propias montañas…

—Mañana saldrá la primera partida —afirmó rotundo el contramaestre.

Leif se tomó un momento para reposar sus ideas y luego, antes de girarse para acercarse hasta donde Assur estaba terminando con los cordajes del pequeño puente, añadió:

—Y diles que suban tan alto como puedan. Hay que averiguar si esto es o no una isla.

Tyrkir asintió con gesto severo y se frotó las manos, le dolían los dedos y la molestia lo obligó a mirar al cielo preguntándose cuándo llovería.

La mañana amaneció cubierta por blancas nubes altas que parecían pinceladas descuidadas. Y el aire pesaba cargado de un bochorno húmedo que había logrado despertar a todos los condenados mosquitos de las lagunas y pozos de los alrededores.

Muchos se despertaban rascándose furiosamente, y entre ventosidades y bostezos maldecían a los insectos. Algunos no tenían muy buen aspecto, no habían logrado acostumbrarse a las extrañas y contradictorias variaciones de las horas del día y de la noche a las que se habían visto sometidos: habían partido de Groenland con la primavera, navegado al oeste y luego al sur, haciendo que sus noches crecieran en lugar de empequeñecer, y ahora, que llevaban un tiempo instalados, los días empezaban a acortarse de nuevo tras el solsticio de verano. Muchos ya no estaban seguros de si la noche era día o el día era noche, y sus horas de sueño se veían afectadas.

Hacía ya unas cuantas jornadas que las primeras expediciones habían comenzado, y no había novedades relevantes. Y aunque la excelente madera que empezaban a acumular era un consuelo más que satisfactorio, los había que seguían esperando mejores mercancías que las pocas pieles que habían conseguido las partidas.

El campamento empezaba el día con la pereza propia de la mañana y, mientras Tyrkir designaba a los expedicionarios, Assur, que ya había salido el día anterior, contemplaba el mar recordando los ojos de Thyre y pensando en acercarse a pescar un par de salmones.

Leif se aproximó sonriendo, aunque Assur vio que en los ojos verdes del patrón había una sombra de preocupación.

—Si te pido que subas a esas montañas —dijo el patrón señalando la sierra en cuanto llegó hasta el hispano—, ¿crees que podrás hacerlo?

No era habitual que el patrón hablase de manera tan directa, normalmente, lleno de buen humor, Leif hablaba con tapujos disimulados en sonrisas y no preguntaba nada de lo que no supiera ya la respuesta; por lo que Assur miró con gravedad al horizonte y se tomó un tiempo para contestar, tiempo que Leif aprovechó para explicarse.

—Las partidas que lo han intentado no han logrado ir y volver en el día, no les da tiempo… Y yo no creo que sea prudente que nos mantengamos divididos más de una jornada, ni siquiera sabemos si somos los únicos por aquí…

Assur seguía mirando hacia la cordillera cuando habló, demostrando haber adivinado las intenciones del patrón.

—O es una isla, o es una península…

Leif recuperó una de las amplias sonrisas de su repertorio, admirado de ver cómo su amigo había intuido cuáles eran sus preocupaciones.

—Lo sé, lo sé, yo también he visto el mar —afirmó Leif, consciente de cómo se comportaban las mareas de aquellas costas—. Pero la diferencia es importante.

El antiguo arponero inclinó el rostro con aquiescencia.

—¿Hoy?

Leif no pudo evitar sonreír de nuevo.

—Sabía que podía confiar en ti, ningún otro está tan loco como… —El patrón calló, dándose cuenta de que no hacía falta mencionar los peligros de una encomienda como esa—. Gracias.

—Volveré cuanto antes.

—Pídele a Tyrkir todo lo que necesites. Y ve bien armado…

Assur preparó un hatillo con un par de pieles, un odre de agua y algunas provisiones y, aunque se llevó espada y puñal, prefirió no cargar con la pesada cota de malla. Antes del mediodía ya estaba en marcha. Cruzaba los bosques con paso elástico, rumbo a los picachos que se distinguían entre las copas puntiagudas de las coníferas.

Era una niña y le había costado mucho hacerse oír, porque a pesar de las clementes intervenciones de su madre, su padre estaba realmente enfadado, harto de las escapadas al bosque de su hija.

Pero su madre había sabido ver el miedo refulgir en los ojos de su pequeña y la había creído. A la mañana siguiente había hablado con su enfurruñada hija interrumpiéndola a cada poco para evitar que se atropellase con tanto como tenía que decir. Luego, convencida, había empleado las palabras del modo en que deben hacerlo las esposas para persuadir a los hombres tozudos y Sigo había cedido.

Después de que el padre de la pequeña hablase con Obwandiyag, el consejo se había reunido, habían escuchado a la pequeña Matoaka, que había vuelto a hablar apresuradamente, con el rostro acalorado bajo la severa mirada de su padre.

El consejo de ancianos había estado mucho tiempo haciéndole preguntas mientras sus achacosos miembros fumaban con parsimonia en largas pipas de fina caña. Al principio les había costado creerla, y Matoaka había odiado una vez más ser solo una niña. Hasta su hermano menor, que todavía no había ido al bosque a encontrar el sueño que lo convertiría en hombre, era tenido más en cuenta por los adultos por el mero hecho de ser varón.

Habían tardado otros dos días en volver a llamarla, y lo habían hecho para cuestionar su historia de nuevo.

Sin embargo, la muchachita era lo suficientemente madura como para sobreponer los intereses de la comunidad a los suyos propios. Estoicamente, aguantó las burlas y las serias dudas que su padre le planteaba, dolida porque él pudiese pensar que aquella historia sobre gigantes de barbas pobladas fuese solo una excusa para evitar ser reprendida por su escapada.

Pero ahora, el anciano Obwandiyag, con una hipnótica sonrisa tierna que retorcía de manera inverosímil los cientos de arrugas que le cruzaban el rostro, acudía en su ayuda.

—Creo que Matoaka sabe bien que mentirnos no le traerá nada bueno —dijo el anciano ganándose la atención del consejo—. Ha venido a nosotros hablando de hombres que parecen chenooes. —La niña sintió un escalofrío por la comparación, las historias sobre aquellos gigantes de hielo caníbales habían servido durante generaciones para asustar a los de su tribu—. Hombres, si es que lo son, que matan y talan, que dañan a los árboles sin pensar en las consecuencias, sin siquiera pedir permiso a los espíritus del bosque…

El resto de los ancianos asintió durante la pausa de Obwandiyag, cuyo criterio era tenido muy en cuenta, pues tenía edad para haber despedido a la mayoría de sus nietos y, sin embargo, su mente seguía siendo ágil.

—Cuesta imaginar que si esos seres existen sean hombres, quizá sean espíritus malvados… O quizá Matoaka se lo haya inventado todo para que Sigo no la castigue por pretender comportarse como un muchacho buscando el sueño sagrado que debe hacerle adulto…

La descripción de la asustada niña había sido tan apocalíptica y temible que, realmente, costaba imaginar que seres así existiesen, por lo que las dudas de Obwandiyag parecían razonables.

Matoaka estuvo a punto de protestar una vez más enérgicamente, pero supo reunir el respeto debido cuando vio en los ojos del anciano, tan certeros como los del águila Klu, un brillo conciliador.

—Sin embargo, Matoaka también sabe cómo la liebre consiguió sus largas orejas —dijo con marcada intención el anciano mirando a la niña fijamente.

La pequeña se dio cuenta de que Obwandiyag le estaba dando un voto de confianza, ella había oído la fábula muchas veces, incluso se la había contado en varias ocasiones a la más pequeña de sus hermanas. La liebre había tenido pequeñas y bonitas orejas, hasta que Kluskap la había sacado de un arbusto tirando de ellas con fuerza, para poder reprenderla por haber hecho correr la voz entre todos los animales del bosque de que el sol no volvería a salir. Y Matoaka sabía cuál era la moraleja, no debía mentir.

—Así que lo mejor será enviar a un par de guerreros a explorar, debemos tener paciencia, como el sabio puercoespín, siempre habrá tiempo para reprender a la pequeña si es que no ha dicho la verdad —concluyó el arrugado Obwandiyag.

A Matoaka se le escapó un mohín de aire irrespetuoso, pero lo poco que había conseguido era mejor que nada, y ella lo sabía. Como también era consciente de que la seguridad de su pueblo era mucho más importante que su orgullo herido.

Hubo que esperar otro día más, pero a la mañana siguiente, temprano, tras los rezos del alba, dos jóvenes guerreros mi’kmaq, portando mazas, arco y flechas, partieron hacia el norte abandonando el poblado de verano que los ancianos habían elegido para esa temporada. Era una mañana calurosa y, siguiendo la costumbre, llevaban el torso descubierto. Además de los flexibles y silenciosos mocasines únicamente vestían zahones de gamuza que, atados en la cintura, sujetaban el chiripá que les protegía la entrepierna. Llevaban las sienes afeitadas y la mata central de pelo negro brillaba con grasa de oso. Eran apenas dos adolescentes que habían vuelto del bosque convertidos en adultos solo un par de temporadas antes. Y para disgusto de Matoaka, la ironía estaba pintada en los rostros de los jóvenes, que, obviamente, partían creyendo que su cometido era ridículo y estúpido.

Ella los miró marchar desde la entrada del wigwam de la familia, sujetando la piel de oso que servía de postigo con una mano y, con la otra, acariciando pensativamente las brillantes cuentas de wampum que adornaban la cintura de su vestido sin darse cuenta de que con sus alocadas carreras parte de los adornos de abalorios se habían desprendido. Absorta, Matoaka rogó a los espíritus para que los guerreros dejaran atrás el orgullo e hicieran lo que debían con cuidado porque ella había visto a aquellos gigantes e imaginaba de lo que serían capaces.

Assur se sentía bien. La soledad y el camino por delante eran antiguos compañeros con los que siempre se podía contar. Y saber que tenía un lugar al que regresar, aunque fuera solo un campamento desportillado, era una novedosa sensación reconfortante a la que le costaba acostumbrarse.

Aquel bosque era muy distinto a los de su infancia, pero no tan diferente de los que había conocido en el paso del norte. Las agujas de las coníferas predominaban, los alisos tenían las hojas más afiladas y estrechas; no había robles o castaños, pero sí abedules, aunque no tenían la blanca corteza de manchas cenicientas con las que madre hacía pomadas para las rozaduras.

Las huellas que encontraba no le resultaban conocidas en la mayoría de los casos, si bien solían tener un aire familiar. No mucho después del mediodía se topó con el rastro de una manada de lobos cuyas pisadas le dijeron que eran grandes y que iban a la carrera, y poco más tarde halló los restos poco reconocibles de un ciervo de gruesa cornamenta que le recordó a los de Nidaros y alrededores, pero no a los de Galicia; por el estado de lo poco que quedaba dedujo que habría sido la última presa de la manada, solo uno o dos días antes de que él llegase.

Caminaba hacia el sudoeste, hacia las montañas, y gracias al recio trabajo de las últimas semanas se sentía descansado a pesar de la dura marcha. Con la tarde de aquel primer día pasó por unos matorrales de pequeñas hojas oscuras y redondeadas que olían al marcaje de un gran gato, pero no encontró huellas claras y decidió desviarse dando un rodeo, no fuera a ser que el bicho tuviera malas pulgas y grandes colmillos.

Cuando el sol rozó la cima de las montañas, empezó a buscar un lugar en el que hacer noche.

Había muchos arroyos y lagunas, y en todos ellos el verano presumía de sus largos días con aguas brillantes en las que las manchas verdes de algas y ovas serpenteaban en las corrientes. Encontró un riachuelo de apenas un paso de ancho que bajaba con prisa desde la sierra y, después de remontarlo un par de millas asustando gordos saltamontes, se topó con un roquedal que le serviría de refugio para la noche.

Para acomodar el vivaque amontonó ramas verdes en una cornisa entre las dos peñas más grandes. Una vez satisfecho con el improvisado lecho, prendió una hoguera con ramas secas que no hicieran humo a fin de evitar el relente de la noche y, haciéndose con un par de largas varas verdes y flexibles de un árbol que no conocía, se dispuso a pescarse la cena. Antes de lo que se tarda en recorrer una milla ya tenía dos lustrosas truchas que asar en un espetón sobre las brasas. Eran peces afilados de grandes bocas llenas de pequeños dientes blanquecinos. Tenían los costados y el lomo del color verdoso y brillante que cobran algunas pizarras los días de lluvia. Desde el lomo, más oscuro, surgían por los flancos pecas extrañamente claras, de un amarillo desvaído que recordaba al de las flores de gualda, y sus vientres estaban teñidos de un naranja apagado que se extendía a las aletas, ribeteadas de blanco. No había visto truchas así jamás.

Mirando cómo se cocinaban aquellos peces de tan curiosa hechura, Assur contempló el bosque, tan distinto y tan parecido a la vez, y se preguntó adónde lo había traído Leif y qué más sorpresas le depararían aquellos ignotos territorios del oeste.

Los dos muchachos mi’kmaq corrían como el viento. Habían visto lo que Matoaka había contado y, después de frotarse los ojos para estar seguros de que era verdad, se habían puesto en marcha haciendo que sus mocasines volasen sobre las puntas de la hierba alta. Se desfondaban moviéndose como lumbre prendiendo carozos.

Llegaron al riachuelo que pasaba por el campamento de verano justo antes de que lo hiciera la noche, con el ocaso. Los últimos pasos, ya con los humos de las wigwam a la vista, se les hicieron eternos. Cuando alcanzaron por fin el círculo de cabañas de corteza, su juventud les impidió ser prudentes.

—¡Obwandiyag! —gritó el más alto, que respondía al nombre de Tamo y que, al ser algo mayor, había adoptado naturalmente el papel de líder.

Las mujeres que estaban fuera de sus wigwam alzaron el rostro sobresaltadas. Algunas se levantaron para llamar a sus hombres y otras recogieron a los pequeños mientras miraban con recelo a los jóvenes, que resollaban.

—¡Es cierto! ¡Hay hombres en la desembocadura del río de los salmones! —vociferó Panounias.

Pronto se reunió un corrillo en el que Matoaka, tras haberse escabullido de su madre, intentó hacerse un hueco. Las dudas surgieron, todos querían conocer los detalles y en un instante todo eran voces disonantes que acosaban a los jóvenes guerreros, incapaces de mantener el ritmo de respuestas ante la avalancha de preguntas.

La pequeña Matoaka tuvo tiempo de recibir un par de codazos antes de que Sigo la sacase del tumulto tirándole de las orejas. Ella no pudo evitar abochornarse ante la severa mirada de su padre, tan serio que la obligó a callarse las palabras soberbias con las que había pretendido recordarles a todos que ella ya se lo había advertido.

—¡Silencio! —resonó la voz de Kitpu.

Mientras su padre se la llevaba a rastras, Matoaka vio la figura del imponente sagamo de su tribu, que alzaba los brazos y les ordenaba que se callaran. El guerrero jefe, curtido por las viejas cicatrices, era un hombre alto y rubicundo, con el pecho amplio y los brazos fuertes, que demostraban su capacidad de tensar incluso los arcos más pesados. Era un hombre paciente y tranquilo que siempre había sabido evitar enfrentamientos innecesarios con las tribus del sur, y que siempre tenía una palabra amable para el que se acercase hasta él. Matoaka se sintió encantada al ver cómo el sagamo le sonreía con picardía cómplice antes de volver a pedir silencio.

—Está bien, ya habrá tiempo de cuchichear más tarde. Ahora debemos consultar al consejo. ¡Tamo! ¡Ve a buscar a Obwandiyag! —ordenó Kitpu—. Creo que está aguas abajo, recogiendo raíces.

Con el tiempo que el cansado anciano se tomó para regresar, el resto de los miembros del consejo tuvo ocasión de ir ocupando su lugar. Cuando Obwandiyag acomodó sus escurridas posaderas, algunos de los viejos guerreros ya habían prendido una pipa y fumaban mientras Kitpu les pedía a los muchachos exploradores que guardasen sus palabras hasta que todo estuviera dispuesto.

—La pequeña Matoaka tenía razón —concedió apresuradamente el mayor de los jóvenes cuando recibió el permiso del sagamo para explicarse—. Hay hombres allí, grandes, muy grandes… Sus caras no tienen color, son pálidas, y para disimular las cubren con largas barbas —afirmó convencido—, visten ropajes extraños que los cubren por completo, como si tuvieran frío, pero que no son de gamuza… Parecen chenooes —terminó Tamo sin saber qué otra cosa decir para describirlos.

Panounias asentía con sus ojos muy abiertos, todavía respirando con fuerza y sintiendo cómo el punto que le había estado acribillando el costado desde la carrera remitía.

—Han construido unas wigwam muy extrañas —continuó Tamo apresuradamente, intentando soltar de golpe cuanto había visto—, y han estado cazando, tenían pieles extendidas al sol. Han talado muchos árboles, muchos. Y han estado pescando. Parece que han venido para quedarse…

Varios de los ancianos se revolvieron incómodos en sus asientos. Uno de ellos tosió tras atragantarse con una bocanada del humo de la pipa y otro encontró algo interesante que ajustar entre los abalorios de sus zahones.

—¿Creéis que serán hostiles? —preguntó Kitpu sin poder evitar adelantarse al dictamen del consejo.

—Sí, tienen armas, muchas, tan pulidas que brillan —aseguró el joven sin saber nada sobre el hierro—, y algunos las llevan encima todo el rato —dijo Tamo al tiempo que Panounias afirmaba contundentemente moviendo la cabeza arriba y abajo.

Kitpu sopesó las palabras del joven guerrero con cuidado, que aquellos extraños hombres tuvieran armas no significaba necesariamente que fuesen hostiles, de hecho, los dos muchachos habían llevado sus propios arcos. Pero era evidente que la situación llamaba a la prudencia.

El anciano Obwandiyag, tras aceptar la pipa que le pasaban, habló con la calma que solo la edad proporciona.

—Están demasiado cerca, ellos —dijo señalando a los dos muchachos—, apurando la marcha, han ido y vuelto en el día. Debemos mudarnos a otro de los campamentos de verano, quizá incluso más al sur, a uno de los de invierno…

El sagamo se dio cuenta de que, como siempre, el anciano tenía razón, esa debía ser su primera preocupación, ya habría después tiempo de saber si aquellos recién llegados eran o no hostiles, o si sus ropas eran de tal o cual modo. Lo más apremiante, por ahora, era poner a su gente a salvo.

—Cuando estemos al menos a dos o tres días de marcha, sobrará tiempo para decidir —continuó Obwandiyag—. Si fuera necesario, podríamos avisar a las otras tribus de la isla, incluso podríamos enviar mensajeros a la gran tierra del oeste.

Kitpu sabía que era verdad, el anciano había resuelto rápidamente la situación y, aunque el consejo seguiría discutiendo pormenores a la luz del fuego hasta bien entrada la noche, era evidente que todos se daban cuenta de que al amanecer tendrían que ponerse en marcha.

Sin embargo, como sagamo, Kitpu también tomó una decisión al margen. A la mañana siguiente su pueblo se movería hacia el sur, pero él y unos cuantos se quedarían guardándoles las espaldas a los ancianos, las mujeres y los niños. No podía permitir que los cogieran desprevenidos, además, tenía que ver con sus propios ojos que aquello que había oído era cierto.

Los había muy grandes, era fácil capturar algunos de más de tres piedras de peso. Y Karlsefni estaba encantado de ser el responsable de la idea, porque gracias al arte que había aprendido de niño en las bahías de Viken, ahora podía ganarse el respeto de su patrón capturando aquellos grandes peces planos de curioso aspecto.

Cada vez que la marea se retiraba, unos cuantos quedaban encerrados en las zanjas sesgadas que se habían cavado según sus instrucciones. Los grandes peces daban coletazos furiosos intentando ganar fútilmente aguas abiertas, pero siempre había marineros dispuestos a capturarlos con ramas ahorquilladas endurecidas al fuego. Ahora que el verano comenzaba a languidecer y los salmones se terminarían por esa temporada una vez hubieran frezado, la curiosa técnica les permitiría seguir contando con un suministro de pescado fresco.

El propio Leif Eiriksson se había sentado cerca de él la noche anterior y un asombrado Karlsefni había recibido complacido las felicitaciones del patrón por su ocurrencia, contento de que el avituallamiento de la numerosa tripulación no se convirtiese en un problema añadido gracias a aquella especie de gordas platijas.

Así que Karlsefni se sentía afortunado. Era uno de esos hombres poco destacables, sin nada particular, ni por su físico ni por sus logros, con el anodino aspecto del que no solo lo es, sino del que también desea pasar desapercibido; sin embargo, en los últimos tiempos Karlsefni estaba ansioso por cambiar su estrella. Había conseguido enrolarse en un buen barco con un patrón competente que los había guiado hasta unas tierras que prometían riquezas para todos, y ahora el patrón parecía dispuesto a tenerlo en cuenta. Quizá incluso, si encontraba el modo de destacar un poco más sin arriesgarse, Leif estaría de acuerdo en asignarle un pequeño monto adicional cuando llegase el momento del reparto de las ganancias de la expedición, cambiando así, por fin, la mala sombra que parecía haber estado persiguiéndolo.

En los últimos años las nornas habían tejido para él una urdimbre muy poco apetecible, y permitirse albergar tan halagüeñas esperanzas era mucho más de lo que hubiera podido pensar.

Karlsefni, que, echando la vista atrás, no pensaba poder considerarse un hombre favorecido por la voluntad de los dioses del Asgard, no había sido ambicioso antes. Se había convertido en lo que era por necesidad, no por deseo, dejándose llevar por la corriente. Y el peso de los errores del pasado se cobraba sus querencias. Su vida había transcurrido a las órdenes de uno u otro patrón, como marinero, o como mercenario, y no tenía nada; por lo que desde hacía unas temporadas su único objetivo era asegurarse una vejez tranquila y cómoda. No es que Karlsefni tuviera deseos de morir en batalla cubierto de gloria mientras su espada goteaba sangre enemiga; más bien al contrario, se sentía complacido y a gusto con la idea de morir feliz, gordo, y bien harto de hidromiel tumbado en la paja de su lecho, por mucho que sus compatriotas vieran en ello una desgracia.

El problema era que los inviernos pasados, y muy especialmente la maldita humedad del mar, que se le había metido en los huesos, empezaban a hacerse presentes con cada cambio de tiempo, recordándole su edad. Necesitaba darse prisa si quería conseguir fondos que le permitieran dedicarse a envejecer sin más preocupaciones que elegir una buena esposa y estar seguro de que la despensa estuviese llena. Y no pensaba desaprovechar esta oportunidad que Leif le había dado, sabedor de que podía ser la última tras tantos fracasos.

Aunque tampoco se podía decir que en su juventud hubiera disfrutado de las bondades de la vida, la verdadera mala racha había comenzado años atrás. Se había dejado obnubilar por las grandilocuentes palabras de los hombres de un señor de la guerra que estaban reclutando mesnaderos para una inmensa expedición al sur, hablaban de medio centenar de drekar y casi una treintena de knerrir. Una inmensa fuerza de combate para un viaje de saqueo al reino de los cobardes adoradores del Cristo Blanco. A un lugar del que se hablaba con reverencia y brillante codicia en las tierras del norte, regido por un inmenso templo en el que reunían riquezas incontables, ofrendas que constituían verdaderos tesoros. Oro, plata, piedras preciosas y quién sabía qué más. Y la fama de Gunrød el Berserker, y más aún su pasado, eran cuestionables. Karlsefni había oído crueles historias sobre duelos indiscriminados gracias a los que el Berserker había hecho fortuna, retando a combate a cualquier bondi con una hacienda o una mujer apetecible, pero aquellas habladurías no habían bastado para que se echase atrás; aquel destino era una promesa abierta, la rica tierra de Jacobsland.

Y todo había comenzado con una imparable sucesión de éxitos halagüeños, llegaron y no encontraron oposición. Gunrød tenía hombres allá que habían pasado un mensaje clarificador: los reyes cristianos peleaban entre ellos sin preocuparse de atender las amenazas externas.

Él procuró mantenerse al margen de las acciones principales, pero disfrutó de los logros de los hombres del Berserker. Agostaron los campos, quemaron las granjas, capturaron esclavos y todo eran celebraciones y peas con el vino que robaban de los templos cristianos. Sin embargo, cuando iban a asestar el gran ataque que sería definitivo y les dejaría el camino al centro de Jacobsland expedito, las cosas se torcieron y su mala suerte lo había encontrado. No por el hecho de haber sido derrotados, pues a Karlsefni las mieles de la victoria le daban igual, sino porque habían tenido que huir con poco más para repartir que hambre y sed; pues los pocos esclavos y el escaso botín se los adjudicaron los lugartenientes que habían salvado el pellejo. Con el exiguo monto que le correspondió Karlsefni apenas consiguió regresar hasta las bahías en las que se había criado.

Y bastante tuvo para conformarse, pues había podido huir porque, esperando no tener que entrar en batalla, Karlsefni había sido el primero en ofrecerse voluntario para quedarse con los knerrir que Gunrød había dejado en retaguardia, en custodia de los esclavos y el botín que habían conseguido hasta aquel día. Aunque aquello no había sido para Karlsefni buena fortuna, sino buen juicio. Además, poca fortuna era esa si, aunque habían escapado de la muerte segura que les hubieran dado los cristianos, no tenían otra cosa que apurar el trapo y forzar los remos para regresar antes de que los mares del norte los devorasen con sus temporales de invierno.

Había sido un viaje que lo había llevado muy lejos de casa. Una agotadora travesía recibiendo órdenes de un déspota con ínfulas que respondía al nombre de Hardeknud Sigurdsson y al que Karlsefni recordaba con inquina, pues lo había hecho azotar en una ocasión en la que descubrió que se escaqueaba de su turno a los remos. Hardeknud los había guiado hasta el fiordo que dominaba su padre, un jarl que había pertenecido a la guardia varega y al que todos conocían como Barba de Hierro.

Le había costado llegar a su hogar en las bahías del sur. Y al hacerlo descubrió que su esposa, una mala pécora de bigotillo rastrojero con más codicia que encantos, se había fugado con otro, un mercader viudo, llevándose los arcones de su casa, al parecer con la excusa de haber recibido la noticia de que las huestes del Berserker habían sido masacradas en Jacobsland. Aunque a Karlsefni le constaba que la muy bellaca llevaba tiempo esperando una excusa como aquella.

Con todo perdido, Karlsefni no supo hacer otra cosa que meterse en líos. Al principio no le fue mal jugándose sus pocos ahorros en las apuestas de los puertos, pero pronto se arruinó. Finalmente, un mal lance terminó con las tripas de un boyero calvo de Balagard esparcidas por el suelo de la taberna y el futuro de Karlsefni encerrado en un diminuto tarro de especias.

El thing había decretado su exilio. Y a Karlsefni no le quedó otra que agachar la cabeza una vez más y poner tierra de por medio. No tenía demasiadas opciones y decidió acudir a la única parte del mundo conocido en que, al menos por el momento, no hacían preguntas: Groenland.

Pero en las tierras verdes su mala racha había continuado, en el asentamiento principal todo el pescado se había vendido antes de su llegada. Las mejores tierras eran feudo de las familias relevantes y el Rojo no le había dado la opción de instalarse en el Eiriksfjord, donde el jarl quería mantener solo a la flor y nata de la colonia. Resignado, se trasladó al asentamiento norte, la más pequeña de las colonias de Groenland, y allí llevó una vida mediocre.

En esa apatía de la humildad obligada, sin más animales que un gato demasiado vago para cazar ratones y una vieja gallina reseca que solo ponía un par de veces cada luna, Karlsefni conoció la ambición. Sin embargo, el poco apetecible riesgo de navegar a Dikso en el verano para conseguir marfil de morsa le había parecido excesivo, por lo que había esperado repartiendo patadas de rabia entre el gato de largo pelo y la gallina de escaso plumaje. Hasta que recibió las noticias de que Leif Eiriksson, el hijo del Rojo, que había conseguido navegar de un tirón hasta Nidaros, emprendía una nueva aventura hacia unas fabulosas tierras desconocidas de poniente. Allí vio su oportunidad.

Y ahora, gracias a su habilidad para la pesca aprovechando las mareas, había conseguido llamar la atención del patrón sin tener que arriesgar el pellejo; y pensaba mantenerse en esa posición. Por eso, cuando Tyrkir se acercó esa mañana, ya sabía que no se negaría, aunque fuese una misión peliaguda. Diría que sí con complacencia antes incluso de que el contramaestre preguntase.

—Hoy te toca de nuevo, Karlsefni —anunció el Sureño—. Ayer la partida encontró un rastro interesante, parece que también hay zorros en este lugar. Veremos si podemos hacernos con unas cuantas pieles.

Habían encontrado el rastro, y las huellas parecían, efectivamente, de zorro. Pero no habían sido capaces de dar con los animales. Por lo que, con la caída de la tarde, se volvían con las manos vacías, cansados tras el fallido rececho y deseando encontrar algo de comida caliente esperándolos antes de echarse a dormir y desprenderse del agotamiento.

—Acortaremos por allí —dijo Tyrkir frotándose sus viejas muñecas de huesos doloridos para procurarles algo de calor.

Se oyeron algunas quejas pusilánimes cuando los más comodones vieron la dureza del terreno que señalaba el Sureño.

Durante la infructuosa cacería habían seguido el errático ir y venir de las huellas del raposo en sus rondas nocturnas, en las que zigzagueaba a conveniencia en busca de animalillos y restos con los que procurarse sustento; por lo que, en línea recta, no habían llegado a alejarse mucho de su campamento. Y ahora, esperando ahorrar algo de tiempo, el contramaestre, haciendo gala de su buena orientación, proponía atravesar un espeso bosque de suelo irregular, cubierto de tupidos matorrales que sobresalían entre afloramientos rocosos.

Karlsefni afirmó complaciente con enérgicas sacudidas, pensando en algo ocurrente que decir para halagar la decisión del Sureño y destacar ante las quejas chismosas de los demás por la dureza de la marcha. Pero el contramaestre caminaba hacia algo que había llamado su atención, justo en el borde del bosque, sin prestar atención a los hombres. Y cuando Karlsefni, sonriente, se acercó para hablar por fin, Tyrkir ya se había dado la vuelta.

—Vamos, en marcha —los apremió el contramaestre coartando las intenciones de Karlsefni.

—Si necesitas un rato a solas, nosotros podríamos ir adelantando camino —añadió Halfdan con tono jocoso al tiempo que hacía el ademán de ponerse en cuclillas y bajarse los pantalones—, mientras te ocupas de tus asuntos, el resto avanzaríamos por aquel llano de allí —sugirió pícaramente señalando con el mentón un terreno mucho más accesible.

Tyrkir miró al grupo con gesto severo.

—Como no empieces a caminar ahora mismo, te voy a dar una ración de intimidad encerrándote con una osa en celo. ¡Y eso va por todos! ¡En marcha!

El Rubio fingió afectación torciendo su rostro sonriente y echó a andar haciendo un ademán con las manos a sus compañeros. Tyrkir apuró el paso para adelantarlos y liderar la partida, pareciendo ansioso por querer marcar el ritmo. Sin embargo, Karlsefni, que se había quedado con la palabra en la boca, tardó en reaccionar, y pudo fijarse en Tyrkir. El contramaestre cerraba el puño con fuerza, como queriendo esconder algo que luego dejó caer entre los pliegues de la camisa.

Karlsefni se quedó en la retaguardia, lamentando haber perdido su oportunidad de halagar al segundo de Leif.

Cuando llevaban apenas una dura milla de lento avance, Tyrkir se detuvo de pronto frente a otro de aquellos arbustos de oscuros troncos retorcidos.

—¡Uvas! Ya decía yo… —exclamó—. ¡Por Odín! ¡Son uvas!

La compañía se detuvo, todos eran del norte, uno incluso había nacido en Groenland. No conocían las parras, necesitadas de climas más benignos, pero todos habían probado alguna vez el maravilloso y caro bebedizo que se podía hacer con ellas: vino.

Karlsefni recordó el deje afrutado de aquellos caldos pajizos que, con gula, había trasegado sin mesura en sus correrías por Jacobsland.

Halfdan se acercó apresuradamente. El ballenero no había salido jamás de los dominios del hielo, y lo único que sabía sobre el vino era que alcanzaba inverosímiles precios en los mercados de Nidaros.

—Son muy dulces —anunció Halfdan metiéndose una de las oscuras bayas en la boca y paladeándola con fruición—, creo que me gusta más el hidromiel, son empalagosas —concluyó el Rubio.

Tyrkir miró con atención el grupo de arbustos. Los años de infancia en su Germania natal quedaban muy lejos, pero recordaba el grato sabor del mosto recién exprimido. Y también aquellos manojos arracimados de oscuras uvas de color purpúreo que colgaban entre las ramas cubiertas de hojas verdes.

—¡No seas cenutrio! —intercedió Helgi echándose un manojo de bayas al gaznate—. Las uvas no saben a vino. La cerveza tampoco sabe a cebada… ¿Verdad, Tyrkir?

El contramaestre no contestó.

Karlsefni se preguntó si aquel matojo ante el que se había detenido el contramaestre era del mismo tipo que aquel que había llamado su atención en primer lugar.

Eran bajos, la mayoría no pasaba de la vara de alto, y las ramas se entrelazaban llenando los huecos con sus brotes. Tenían delicadas flores blancas agrupadas en frágiles corimbos. Las hojas eran pequeñas y redondeadas, con una pátina serosa, algunas viraban hacia el rojo anunciando que el verano quería terminar y las frutas maduras tenían un inconfundible color tinto.

—Y tampoco la miel sabe a hidromiel, ¡idiota! El vino se hace fermentando el zumo…

Halfdan, demasiado práctico para preocuparse por los detalles, no captó el tono de reproche de su contramaestre.

—¿Y cuánto tiempo necesitaremos para conseguir vino? —preguntó echándose en la boca un par más de las dulces bayas al tiempo que miraba el resto de un pequeño racimo que sostenía en su mano.

Tyrkir le dio un cachete que lanzó las frutas a la espesura.

—¡Déjalo ya! ¡Vámonos! Esto sí le va a encantar a Leif, ¡vamos! Hay que llegar cuanto antes —dijo con apremio—. Y tú, coge unos cuantos racimos —le ordenó a Karlsefni dándose la vuelta.

A todos les costó entender la prisa del contramaestre, especialmente con tan buenas noticias que llevar.

Assur había apurado al máximo la jornada. La noche ya caía y el hispano, con el estómago vacío, notando como el frío de las alturas se le quería meter en el cuerpo a pesar de lo avanzado del verano, estaba sentado junto a la fogata que había encendido. Contento por haber llegado tan alto como para obtener respuestas, pero lamentando no haber sido más previsor con las vituallas.

Al calor de la lumbre y sin luz para refinar el trabajo de la talla exterior, Assur pulía el interior hueco de la pequeña caja que llevaba tiempo labrando en aquel trozo de colmillo. Viendo el humo bailar sobre las llamas, el hispano tuvo tiempo de recordar aquella fogata entre los berruecos con la que todo había comenzado; inconscientemente, se tocó la muñeca buscando la cinta de lino de Ilduara.

Había visto lo suficiente como para suponer aquello que sus ojos no alcanzaban a distinguir. Estaban en una isla, grande, de cientos de millas por su lado más largo, definido precisamente por la cordillera que Assur había escalado. Y estaban rodeados por estrechos pasos de un mar bravío y caprichoso modelado por las costas cercanas, como muy bien habían intuido al notar la influencia de las mareas en los remolinos de la corriente que los había ayudado a navegar hacia el sur. Y más allá, anunciada por esos estrechos, se abría una extensión de terreno mucho mayor, inmensa. Entre el azul del océano había intuido las manchas borrosas de algunas otras islas menores, pero eso no era lo relevante. Lo importante era la gigantesca línea verde, rota por enormes montañas, que había distinguido hacia el oeste. Era inmensa, ocupaba todo cuanto alcanzaba su vista. Todo el poniente estaba lleno de aquella tierra verde y fecunda.

Assur se durmió cuestionándose cuanto se le ocurrió sobre aquella gigantesca tierra que se abría ante ellos. Pensaba en si Leif decidiría continuar hacia poniente para explorarla y dudaba si habría alguien capaz de domeñar aquellas inmensas extensiones de interminables bosques y montañas sobre las que nada sabían. De hecho, Assur se preguntaba cómo serían los inviernos. Se notaba que las noches crecían, pero el hispano dudaba de que, aun en lo más crudo de la estación, llegasen a ser tan largas como para triplicar la duración de los escasos días, como sucedía en Groenland.

Se despertó antes del amanecer y avivó el fuego con aceitosas peladuras de corteza de abedul, que prendieron con facilidad. El aire era calmo y el día se anunciaba espléndido. Y para reconfortarse en su soledad recordó la sonrisa de Thyre, su cuerpo pleno, su voz dulce, y no permitió que la imagen de ella con otra vida, sin él, llegase a formarse. Víkar era el heredero de un terrateniente, de un hombre poderoso en Groenland, y Assur sabía, por mucho que le doliese, que ella estaría bien. Y aunque recuperarla era su mayor deseo, no se atrevió a soñar con ello.

En cuanto algo del calor de las llamas le sirvió para librarse de la humedad del rocío y de sus tristes pensamientos, Assur deshizo los restos de la hoguera y los tapó con tierra. Antes de que el sol lograse elevarse sobre las copas de los árboles, ya estaba en camino, intentando no pensar en ella.

Era agradable descender, descansado, bastaba con dejarse llevar teniendo cuidado de dónde se ponían los pies. Y decidiéndose por seguir una ruta distinta a la que le había llevado a la cima, Assur cortó la pendiente buscando las planicies del sureste.

A la mañana siguiente ya caminaba por terrenos planos y avanzaba a un ritmo aún mejor.

Llegó a un bonito valle que le obligó a sentir una vez más nostalgia. Había un arroyo y Assur decidió probar suerte con la pesca, había pasado algo de hambre en los últimos días y un par de aquellas curiosas truchas de vientre anaranjado se le antojaron deliciosas.

Pero cuando caminaba buscando una vara en la que prender la liña, se dio cuenta de que el terreno estaba pisado. A su alrededor la hierba apenas levantaba del suelo, y el tono era distinto.

Le extrañó, era demasiado incluso para una trocha animal, ni siquiera los osos hubieran podido hacer algo semejante. Empezó a dar vueltas y pronto encontró la explicación: cabañas.

Eran viviendas modestas, de apenas unos pocos pies, de planta redonda. Cubiertas por grandes trozos de corteza de abedul ajada que se sostenían en largas ramas apiladas, clavadas en el borde y forzadas a inclinarse unas sobre otras para atarlas en lo alto, dándole a las chozas un curioso aspecto acampanado.

Sin embargo, constatar la presencia humana no fue lo que más le preocupó. Un poco más allá, había varios tocones marcados que Assur identificó al instante, incluso encontró una punta de afilada piedra labrada, incrustada entre las vetas de la madera machacada.

El hispano midió la distancia al punto en el que las marcas del suelo evidenciaban la línea de tiro. Cincuenta pasos. Volvió a mirar hacia los blancos. Era un campo de tiro con arco, como aquel claro entre los alisos junto al castillo de Sarracín. Y los tiradores eran buenos, las cicatrices de los tocones, dando fe de ello, estaban bien agrupadas.

Assur se olvidó de su almuerzo y se puso en marcha apurando el paso cuanto pudo.

Kitpu eligió a sus diez preferidos, entre ellos los había con experiencia en combate. Los más mayores habían tenido la desgracia de ver el horror de la batalla en viejas guerras tribales de causas que se perdían en el tiempo y sobre las que solo los ancianos de los consejos conocían las raíces.

Iban bien armados. Llevaban arcos y una buena provisión de flechas, grandes garrotes hechos con madera nudosa de raíces, lanzas con puntas de hueso afiladas, puñales y hachas de piedra. Se habían pintado sus rostros con arcilla roja mezclada con grasa, y Kitpu había prendido en su pelo las largas plumas caudales de un águila. Si llegaba el momento, estaban preparados para la lucha. Dispuestos a defender lo que, por derecho, era suyo.

—¡Es una gran noticia! —exclamó Leif con alborozo—. Uvas…

Karlsefni se había adelantado para tener la oportunidad de ser el primero en notificárselo al patrón.

—Al viejo le va a encantar —añadió el hijo del Rojo sonriéndole al contramaestre, que aguardaba pacientemente tras Karlsefni—. ¡Uvas!

Leif ya pensaba en los posibles beneficios, cada temporada podrían regresar a Groenland en el otoño con un cargamento de dulces uvas con las que elaborar vino.

Karlsefni le tendía el racimo que Tyrkir le había ordenado recoger, pero el patrón lo ignoraba absorto en sus pensamientos.

—¡Y vino! ¡Vino! —exclamó Leif con una sonrisa radiante—. Todos querrán instalarse aquí, basta con que los rumores extiendan las nuevas… Haremos lo mismo que mi padre con Groenland. Le pondremos un nombre… ¡Vinland! Es perfecto, desde hoy estas tierras se conocerán como Vinland… ¡Es una gran noticia! —concluyó, y tomó las bayas que le tendía Karlsefni, dispuesto a probarlas.

Con la boca llena del dulzor contenido por el aterciopelado pellejo de las frutas, Leif descubrió algo llamativo en la mirada cómplice de Tyrkir. Llevaba tantos años con el contramaestre como para saber, con ese simple vistazo, que el Sureño necesitaba decirle algo urgente lejos de los oídos de la tripulación.

No tuvo que esperar mucho; excepto Karlsefni, que seguía ante el patrón como un buen perro esperando una orden de su amo, toda la partida se disgregó con rapidez. Después de la larga jornada todos tenían prisa; buscaban el origen de los olores que se desprendían de los pucheros al fuego, o caminaban lánguidamente hacia alguna de las skalis para echarse a dormir.

—Ve a ver a los gemelos, averigua si han hecho progresos con el acopio de maderos —le ordenó Tyrkir a Karlsefni bajo la suspicaz mirada del patrón.

Leif se limpió la comisura de los labios con el dorso de la mano y, después de observar el rastro morado que quedó en su piel, miró inquisitivamente a su contramaestre frotándose con los dedos de la otra mano.

Pero, en lugar de hablar, Tyrkir cogió la mano sucia de Leif y depositó algo en su palma.

Eran cuentas blancas y azules, un tramo engarzado de abalorios sujetos con un hilo ligero, parecía una sección de algo mucho mayor, como un collar ancho o un brazalete. Los distintos colores dibujaban un motivo geométrico con suaves ángulos en los que las tonalidades de la cuentas alternaban. Cada una estaba pulida hasta brillar, era un trabajo cuidadoso.

—No somos los únicos aquí…

Leif seguía mirando lo que le había entregado su contramaestre, preguntándose cuántos serían, si estarían armados, si se mostrarían hostiles. No se le escapó que gentes capaces de elaborar aquel delicado trabajo tenían que disfrutar de paz, y si lo hacían es porque sabían mantenerla. Leif recordó historias de desembarcos que habían salido mal por culpa de nativos hostiles, y pensó en las narraciones de su padre sobre los monjes de la isla de hielo. Si aquellas tierras estaban habitadas, había muchas consideraciones que hacer.

El patrón le daba vueltas en su mano al trozo de wampum que habían elaborado las mujeres mi’kmaq sin decidirse a hablar.

—Lo encontré al pie de las cepas, de hecho —añadió Tyrkir señalando los abalorios—, fue eso lo que llamó mi atención, y no las uvas… Al principio ni siquiera las reconocí, hace muchos años, muchos que no veo una cepa, desde que era un chiquillo; luego fueron la excusa perfecta para que los hombres no se enterasen de lo que me había llamado la atención. Pero no me hubiera dado cuenta de lo que eran de no haber notado que las habían estado recogiendo, solo las de las ramas más bajas, como si lo hubiera hecho un niño…

Leif alzó el rostro hacia su contramaestre. Era evidente que aquello no tenía un origen conocido, era un tipo de artesanía sobre la que ni siquiera habían oído hablar. Y que no se parecía ni a las más exóticas mercancías que llegaban de Oriente, lo único similar que había visto eran las perlas que los judíos del golfo de Masqat enviaban a los mercados de Miklagard.

—¿Lo han visto? —preguntó Leif con suspicacia echando el pulgar hacia las skalis.

Tyrkir negó con la cabeza y Leif se tomó su tiempo antes de añadir algo más.

—No debemos precipitarnos… Puede ser de alguien que esté de paso…

El contramaestre no dijo nada, no hizo falta, bastó con su expresión.

—Tienes razón, tienes razón… Será mejor que nos preparemos para lo peor —concedió Leif—. Les diremos a los carpinteros que empiecen a cargar el Gnod con los maderos que se han estado secando. Y mañana iremos a buscar esas uvas, también intentaremos llevarnos unas cuantas cepas. Yo no sé ni regar las coles, pero a lo mejor prenden en Groenland. En cualquier caso, serán un excelente regalo para mi padre…

›De todos modos, empezaremos a llenar las bodegas, así estaremos preparados para izar velas sin dejar el cargamento atrás…

Tyrkir asintió, le parecía una idea sensata. No sabían cuántos serían o si eran hostiles, y antes que huir cabía la posibilidad de luchar y vencer. Fuera como fuese, estar preparado era la mejor opción.

Luego, el patrón dibujó en su rostro una de sus grandes sonrisas y cambió de tema con rapidez dejando que el verde de sus ojos brillase con intensidad.

—Así que uvas… ¡Ricos! Nos haremos ricos, nunca faltarán los borrachos dispuestos a pagar por vino, basta con que lo ofrezcamos a mejor precio que el que llega desde los mercados del sur… Ricos —dijo echando el brazo cariñosamente por encima de los hombros de su contramaestre—. Anda, vayamos a buscarte algo de comer, viejo amigo.

Tyrkir hubiera preferido discutir las posibilidades con el patrón, pero el arrollador buen humor de Leif no le dejó. Antes de que pudiese poner una sola objeción ya estaba riendo con las bromas del hijo del Rojo. Leif, por su parte, solo quería asegurarle algo de descanso al que consideraba un segundo padre, más tarde pensaba impartir algunas órdenes.

Assur había intentado llegar la noche anterior, pero por más que apuró el ritmo, no fue capaz, de modo que pasó una impaciente velada de luna nueva, obligado a esperar hasta que el alba le dio luz como para poder continuar sin miedo a partirse la crisma.

Cuando ya estaba cerca se llevó la sorpresa de que le dieran el alto, y se alegró de saber que Leif había adoptado una medida tan prudente.

Una vez franqueado el paso, descubrió el campamento, que en ese momento despertaba. Un somnoliento Bram pasó ante él frotándose los ojos con una mano y rascándose las posaderas con la otra. Solo le dedicó una breve inclinación de cabeza. Y Halfdan quiso entretenerlo haciéndole inoportunas preguntas sobre las que respondió con evasivas. A lo lejos, Helgi y Finnbogi discutían por alguna nimiedad mientras salían de la forja con algo entre las manos.

Sorteó los bancos improvisados en que algunos hombres desayunaban entre bostezos y entró en la mayor de las skalis. Encontró a Leif y a Tyrkir sentados junto al fuego, el Sureño extendía sus manos ante sí intentando robarle calor a la lumbre para calentar sus huesos. Tras ellos algunos marinos se movían preparando macutos y morrales.

—Tenemos que hablar —anunció sin siquiera saludar.

El patrón lo miró fingiendo disgusto por el ímpetu de Assur.

—¿Acaso has encontrado oro? —preguntó el patrón mordaz.

Assur negó antes de responder.

—No, no he encontrado oro. Pero es igual de importante…

Leif calibró la expresión de su amigo y vio la oportunidad perfecta para bromear un poco.

—Seguro que no es tan importante como lo que ha encontrado Tyrkir…

Assur, confundido, dudó el tiempo suficiente para darle al patrón oportunidad de continuar hablando.

—Vamos a tener todo el vino que queramos, ni cerveza, ni hidromiel, ¡vino!

El hispano, que había nacido en un lugar en el que el vino no resultaba tan excepcional como en las tierras del norte, negó con la cabeza.

—Creo que te interesará más…

—Y yo creo que a ti te interesa echar algo caliente a las tripas y prepararte, te vienes con nosotros a buscar esas uvas que Tyrkir ha encontrado.

Assur miró al contramaestre y vio la sonrisa contenida, sus ansias se calmaron de pronto comprendiendo.

—¿Ya lo sabéis?

—Sí, lo sabemos —afirmó Leif lanzándole a Assur los abalorios que el contramaestre había encontrado en el bosque—, pero ellos todavía no —añadió señalando vagamente en derredor—. Así que cállate y come algo antes de que nos pongamos en marcha.

Mientras Assur se echaba al buche algo de pan ácimo, recién horneado con la harina de la primera cosecha de aquel trigo salvaje que habían encontrado, Leif le explicó que, además de haber establecido turnos de vigía para el campamento, también había ordenado que se empezasen a llenar las bodegas del Gnod.

Leif, Tyrkir y Assur disimulaban; el hispano llevaba los abalorios en su mano y, de vez en cuando, los observaba haciéndose preguntas. El resto de los hombres caminaba con alborozo, contándose chufas y bravuconerías; más de uno pensaba que a la tarde siguiente estarían bebiendo vino.

Tyrkir guiaba la ruta, andando con tan buen ritmo como le permitían sus añejadas piernas. A su paso marchaban Leif y Assur; tras ellos, cargando cuantos capazos y cuévanos tenía la expedición, caminaban las dos docenas de hombres que el patrón había designado: el contramaestre había sugerido que la partida fuera numerosa, por si se producía un mal encuentro, y Leif había decidido llevarse a la mayoría de sus tripulantes.

Teniendo en cuenta que lo descubierto por Assur reforzaba los indicios sobre presencia nativa que ya había encontrado Tyrkir, el patrón se había vuelto precavido. En cuanto tuviesen las bodegas cargadas, abandonarían aquellas tierras hasta la temporada siguiente, cuando pudieran volver con un mayor número de hombres. Y, por el momento, Leif había preferido que formasen un grupo nutrido no solo para poder cargar con tantas uvas como fuera posible, sino también por acallar las reservas de Tyrkir. En el campamento quedaron solo unos cuantos a cargo de Bram, al que había advertido sobre las últimas noticias. Le ordenó que estuviera atento y que no dudase en recurrir a las armas si lo creía necesario.

—Los cristianos siempre usan vino en sus ritos —apuntilló Karlsefni de pronto sacando de sus pensamientos a Leif—. Y Olav Tryggvasson está obligando a todo el norte a abrazar la fe del Cristo Blanco… —concluyó con marcada intención.

Leif, que había tenido otros asuntos de los que preocuparse, cayó en la cuenta y se detuvo. Cuando se giró hacia su contramaestre, los ojos le brillaban.

—¿Te das cuenta, amigo mío? —le preguntó a Tyrkir con una amplia sonrisa—. Karlsefni tiene razón —concedió el patrón al recordar al borrachín de Clom—. Al viejo le va a encantar… Le va a encantar —dijo entre carcajadas—. Cada otoño recogemos las uvas, nos las llevamos para Brattahlid —titubeó un momento dudando de cómo diantres se hacía el vino—, las dejamos fermentar y, para la primavera —afirmó no muy convencido—, un knörr cargado de cubas de vino partirá hacia Nidaros… ¡Ricos! Ulfr —añadió mirando a Assur—, vas a poder construirte la skali más grande de todo el norte…

El hispano no recordaba mucho sobre la elaboración de los caldos de uva, los recuerdos de su vida en Outeiro quedaban muy lejos, pero dudaba de que los normandos consiguieran lo que pretendían, al menos, no por el sencillo método que proponía el patrón del Gnod.

—¡Cagaremos oro cada mañana! —gritó Halfdan entre risas—. Ni siquiera el Tuerto encontrará furcias suficientes para arruinarse.

Tyrkir pidió calma alzando las manos e instó al patrón a seguir la marcha. Assur, más preocupado por saber que no eran los únicos en aquel lugar que por la elaboración del vino, prefirió callar y no arruinar las ilusiones de Leif.

Ahora se escuchaban las risas de todos y francas carcajadas rompían el barullo de las voces de la veintena larga de hombres.

Karlsefni, encantado por haber sido el protagonista, no quiso perder la atención del patrón y se decidió a seguir hablando con aire baladrón.

—Sí, así es. A los cristianos les encanta el vino —dijo disfrutando por saberse escuchado—. Yo estuve en la expedición de Gunrød el Berserker a Jacobsland. —Leif fue el único que vio el frío relámpago que cruzó los ojos azules de Assur—. Sus casas y pueblos eran pobres, pero en sus templos conseguíamos siempre buenos botines —fanfarroneó—. En sus santuarios siempre había oro y plata, y estatuas y símbolos hechos de materiales preciosos, y sus libros, con herrajes que servían para comprarse una hacienda, ¡y en todos ellos había vino! A ese crucificado suyo le debe gustar mucho pasarse el día borracho… Y fue fácil, como un paseo —continuó Karlsefni buscando qué más decir para no perder la atención de Leif—, sus godis se negaban a pelear, y los demás eran labriegos y campesinos, apenas encontramos resistencia…

—Eso no es lo que yo he oído —dijo Halfdan con retranca—, por lo que me han contado, salisteis de allí con el rabo entre las piernas —apuntilló entre risas.

Leif cambió el paso para ponerse junto a Assur.

—No es cierto, ellos perdieron más hombres que nosotros, y eso no fue hasta el final —protestó Karlsefni negando con su cabeza—. Fue una pena. Perdimos docenas de drekar y knerrir, y muchos hombres. Los sucios cristianos nos tendieron una trampa, una emboscada terrible en un valle estrecho que parecía un fiordo afilado, una ratonera infecta en la que quedamos atrapados… —Leif miró a Assur, cuyos dientes oía rechinar, con una sombra cómplice en el rostro, pidiéndole que evitara problemas—. Íbamos a cobrar un heregeld que un infiltrado del Berserker había negociado, ¡cien mil sueldos de oro! —presumió Karlsefni como si hubiera sido uno de los hombres que había llegado a luchar en la ría de Adóbrica—. Pero esos sucios perros nos mintieron, nos tendieron una trampa.

Assur perdió su ira por un momento, disuelta en el remolino de pena que le trajeron aquellas palabras al recordarle la traición de Weland.

—Ya, ellos a vosotros… No sería tanto como dices —intercedió Leif queriendo quitarle hierro al asunto—, no conocí al Berserker, pero mi padre sí. Y conque tan solo la mitad de lo que he oído fuese cierto, me apostaría el Gnod a que Gunrød hubiera cobrado el heregeld y no se hubiera marchado. Era un tipejo de la más baja calaña —terminó el patrón cruzando una nueva mirada con Assur.

El hispano tensaba su mandíbula. Su expresión se endurecía y sus ojos relampagueaban. Llevaba la mano apoyada en el pomo de la espada y Leif temió que no fuese capaz de contenerse.

—Supongo que sí, supongo que sí… —concedió Karlsefni—. El trato era que nos marcharíamos tras cobrar, pero aún no habíamos logrado hacernos con las arcas de su lugar más sagrado, y ese era el verdadero objetivo del Berserker, siempre lo había sido, en Jacobsland está uno de los santuarios más venerados de los adoradores del crucificado, y Gunrød lo quería arrasar… Al parecer —dijo con afectación—, allí guardan el cadáver de uno de sus santones, y cristianos de todo el mundo viajan para llevarle tributos, sedas, joyas, ámbar, ¡y oro! —añadió sacudiendo la cabeza dando a entender que no lograba comprender tan bárbaras costumbres; todos en el norte sabían que para evitar pestes y enfermedades lo mejor que se podía hacer con los muertos era quemarlos—. ¿Podéis imaginarlo? El más importante de todos, el más rico. Gunrød nos decía que había tanto oro que no seríamos capaces de cargarlo todo en nuestros knerrir

Tyrkir, que aún sin saber el porqué se había dado cuenta de que su patrón había intentado detener las fanfarronadas del otro, intervino también.

—¿Tanto oro como para que las bodegas de docenas de barcos no fuesen suficientes? Cuesta creerlo… Mejor será que olvidemos viejas batallas y nos ocupemos de recoger esas uvas.

Leif inclinó el rostro en un suave ademán en el que su contramaestre supo ver el agradecimiento. Assur giraba su puño apretado en el pomo de la espada y, tras ellos, los hombres más cercanos prestaban atención a las palabras de Karlsefni mientras los de la retaguardia seguían con sus chanzas.

La marcha se había ralentizado y el Tuerto aprovechó para aliviar la vejiga. El aire de la mañana racheaba haciendo que los árboles enseñaran el envés de sus hojas. Tyrkir olió la tormenta que se estaba preparando en el aire, que tenía el mismo deje metálico de una forja achuchada por el fuelle.

—Pero es cierto —protestó—, allá, los godis, esos hombres del crucificado, son ricos, ¡muy ricos! Y ese santuario debe de ser un lugar lleno de tesoros de incalculable valor…

—¡Claro! Y los cristianos iban a abriros las puertas amablemente… —dijo Halfdan.

—No, por supuesto que no —renegó Karlsefni—. Pero estoy seguro de que el Berserker hubiera descubierto el modo. Era tan astuto como el mismísimo Loki… Además, son débiles, no saben luchar, ni siquiera quieren luchar… Solo lo intentaron una vez, al poco de que llegásemos, al sur de su gran templo, pero no dejamos a uno con vida, solo las murallas de la ciudad nos detuvieron y Gunrød prefirió buscar un lugar donde acuartelarnos antes de planificar un sitio u otro ataque. Fue la única represalia que sufrimos, la única… Y solo al final topamos con hombres de armas de verdad, con capacidad para plantarnos cara… Pero hasta entonces fue como dar un paseo.

Leif apoyó su propia mano sobre la de Assur, intentando evitar que su amigo pudiera llegar a desenfundar. Tyrkir vio el gesto y se preparó aun sin entender lo que estaba sucediendo.

—Recuerdo una ocasión en la que nos hicimos con un cargamento de candelabros de plata y barriles de vino sin siquiera desenvainar… —Karlsefni, como tantas otras veces a lo largo de su vida, no supo mantener la boca cerrada—. Y con uno de esos libros sagrados que decoran con piedras y oro, también había maderas pintarrajeadas y ropas extrañas que no valían nada, pero a pesar de las bagatelas fue un botín excepcional, con un pedazo de aquella hacksilver

Y Karlsefni calló de pronto, pensándose mejor si le convenía terminar la historia de la apuesta en la que había perdido el trozo de plata, del tamaño de un pulgar, que el propio Gunrød le había entregado como monto.

—Seguro, de los árboles caían monedas y las mujeres hacían cola para tirarse encima de vosotros levantándose las faldas —comentó Halfdan picajoso, buscando entre los hombres miradas cómplices de incredulidad.

Leif se envaró al ver que Assur se giraba hacia el Rubio, reaccionando al burdo comentario con una tensión evidente en los músculos de su cuello, que palpitaban abultando la piel curtida por el mar.

—Fue así —continuó Karlsefni molesto de que se llegara a dudar de su palabra—, no miento. Llevábamos en Jacobsland varias lunas, y nos habíamos instalado para el invierno en un gran valle. Ya habíamos arramplado con todo lo que habíamos encontrado en los villorrios de los alrededores y Gunrød, a la vez que negociaba con los jarls que tienen allí y ganaba tiempo, rumiaba sus planes para atacar el gran templo cristiano. Pero mientras, el Berserker nos mantenía ocupados. Casi todos los días salían partidas, a veces el propio Gunrød las lideraba. —Assur volvió a girarse—. Exploramos aquellas tierras buscando sus templos y fortalezas, las que no estaban defendidas las arrasábamos y las mayores las dejábamos para la primavera…

Assur recordó aquel campamento en el valle del Ulla, aquel normando al que había dado muerte tendiéndole una emboscada con Weland. Recordó los ataques a Chantada y a Monforte, el dolor de Jesse y Gutier.

Parte de los que escuchaban asintió. Casi todos habían participado en alguna que otra expedición de saqueo; desde las tierras de los rus hasta Frisia, incluyendo las islas de los escotos y los anglos, y llegando tan al sur como para enfrentarse con los hombres azules que adoraban a la luna y que tenían fastuosas ciudades de cuidados jardines, como queriendo olvidarse de los desiertos de los que habían salido. O comerciaban o saqueaban, pero al norte había que regresar cubierto de oro y gloria.

Y, excepto a los más rezagados, a los que no les llegaba el sonido del relato, todos prestaban atención, encantados de ver la marcha amenizada por una buena historia.

—De vez en cuando nos topábamos con gigantescas skalis hechas con piedras, allí se encerraban cientos de esos godis cristianos en habitaciones minúsculas para pasarse el día con sus ridículas oraciones, ¡no hacían otra cosa! Hasta que llegamos nosotros…

Assur entendió a lo que Karlsefni se refería: a los monasterios y cenobios. Y su mano abandonó la espada para persignarse con un gesto que creía olvidado, como el odio que ahora sentía renacer en sus entrañas.

—Y pretendes que creamos que os hicisteis con los tesoros de una de esas skalis sin que ninguno de esos cientos de hombres os obligase a desenvainar —apuntilló Halfdan con escepticismo evidente.

—No, no, eso fue otro día, durante una patrulla…

—A lo mejor fue una noche, mientras soñabas —dijo alguno con sorna.

Unos pocos rieron la gracieta. Tyrkir se preguntaba qué sucedía entre Ulfr y el patrón. El aire seguía cargándose como si el propio Thor estuviese soplando sobre ellos limaduras de hierro.

—Una mañana, al final del primer verano, yo guiaba una patrulla al sur del río donde nos habíamos instalado, habíamos salido tres o cuatro mientras, liderando un gran grupo, el Berserker había ido al norte. Era más fácil hacerlo así que mover a tres mil guerreros de golpe, y Gunrød era codicioso, lo quería todo y lo quería cuanto antes…

Assur recordó aquella mañana. La imagen del Berserker saliendo del que había sido su hogar, con enormes llamas a su alrededor. Y el huerto de madre, pisoteado con desprecio.

—Aquello no es tan distinto a esto —continuó Karlsefni—, bosques y montañas que hacían el camino muy duro. Mis hombres y yo llevábamos todo el día marchando y no habíamos encontrado nada especial. —Leif dudó de que Karlsefni hubiese llegado a tener el mando de una partida y, una vez más, se arrepintió de haberlo admitido en su tripulación—. La orilla sur de aquel gran río no parecía tan habitada, aunque luego supimos que otra de las partidas había arrasado uno de sus puebluchos. Nosotros, por el contrario, no nos topamos con nada interesante hasta que, ya hecha la mañana, vimos una columna de humo negro que llamó nuestra atención, y fuimos hacia ella encantados, pensando que podría ser una fragua o una tahona; sin embargo, cuando llegamos —Assur se había detenido, las siguientes palabras las escuchó estupefacto, a medida que el grupo lo adelantaba—, ¡eran solo un par de críos!, escondidos entre un montón de rocas…

—¡Basta de cháchara! Hay trabajo que hacer —dijo Leif con más severidad de la habitual en él—. ¡Vamos!

Tyrkir se dio por aludido, había urgencia en el tono del patrón, y el Sureño actuó como buen contramaestre.

—Ya habéis oído, ¡basta de cuentos!, holgazanes hijos de perras famélicas, os voy a quitar las ganas de hablar a base de trabajo duro.

Leif se dio la vuelta y se llegó hasta donde su amigo se había detenido mientras la partida, guiada por Tyrkir y espoleada por los gritos de Karlsefni, que deseaba complacer al patrón, seguía camino hacia las uvas.

Kitpu no lograba creer lo que sus ojos veían. La pequeña Matoaka tenía razón, eran hombres, grotescos, pero hombres.

No les había costado dar con ellos. Después de despedir a los suyos, el grupo de guerreros se había puesto en marcha hacia el río de los salmones, pero no les había hecho falta llegar hasta la desembocadura en la que, según la pequeña, se habían instalado aquellos hombres estrafalarios.

El sagamo miraba a menudo al cielo para calcular cuándo estallaría la tormenta que se preparaba.

Avanzaban por parejas separadas, atentos a su alrededor, cuando la quietud natural del bosque se quebró con la estruendosa algarabía de voces que hablaban con chirriantes sonidos secos.

Portaban grandes cestos vacíos y Kitpu no supo si es que era una extraña costumbre o si es que iban en busca de algo. Pero tomó una rápida decisión.

Chistó como un arrendajo azul y, en breve, todos sus guerreros lo rodeaban. Entonces, tras recorrerlos con su mirada, extendió la mano derecha ante sí y, manteniendo los dedos juntos, la movió en círculo como pretendiendo abarcarlos a todos ellos. Acto seguido cerró el puño dejando el índice libre y sacudió la mano en dirección a aquellos hombres de extravagante aspecto; por último, usó las dos manos abiertas para moverlas adelante y atrás frente a su pecho, la una al lado de la otra, como pies apoyándose en una carrera.

Cuando todos sus hombres asintieron, la partida de guerreros mi’kmaq comenzó a seguir a los normandos.

Assur rumió lo que había oído con desazón, pero logró calmarse e intentó razonar con frialdad. Ni siquiera se molestó en decirle a Leif que aquellas uvas no se parecían en nada a las que tantas veces había visto en Galicia, ni las cepas. En esos instantes sus dudas no tenían valor alguno. Mientras el grupo amontonaba racimos de aquellas bayas en los cestos, el hispano guardó silencio y aprovechó la repetitiva tarea para pensar, cuestionándose si, de hecho, quería conocer el final de la historia de Karlsefni, sin llegar a admitir en ningún momento del día que, en el fondo de su alma, ya se había arraigado la decisión.

—Y… ¿cómo conseguisteis aquel fantástico botín sin llegar a desenvainar las espadas?

La tarde decaía preñada con el bochorno pegajoso de la tormenta. Tras su llegada los hombres se habían esparcido por el campamento y Karlsefni, como siempre, se había quedado cerca de la mayor de las construcciones, la de Leif. Los años no pasaban en balde y el normando acusaba el esfuerzo del día, se había sentado en un corro de lajas de piedra que se habían dispuesto ante la skali y bebía cansinamente tragos largos de agua del río.

A Karlsefni le sorprendió la pregunta, pero pensó que era buena idea tener contento al corpulento Ulfr no solo porque pareciese capaz de quebrarle el espinazo con una sola mano si se lo proponía, sino también porque era uno de los más allegados al patrón.

—Ah…, ¿qué fue lo último que os conté?

Assur hizo un esfuerzo consciente por mantenerse sereno y, bajo la tensión, su nórdico sonó con un acento más marcado de lo habitual.

—La columna de humo… —contestó escuetamente.

Karlsefni revolvió los ojos en las cuencas, haciendo memoria.

—Sí, ya me acuerdo… Pues… nos acercamos pensando que encontraríamos algo de provecho, pero era solo un roquedal en el que dos chiquillos se habían escondido. Un gordito y una chicuela. —Assur dejó de respirar por un instante—. Supongo que se habían escapado de alguno de los villorrios que habíamos atacado… No eran gran cosa, pero podíamos añadirlos a los que ya teníamos en el campamento, además, como sabes, las niñas siempre alcanzan buen precio en los mercados de Oriente… —El hispano tuvo que reprimir el impulso de hacerle saltar las muelas a Karlsefni cuando vio la sonrisa cómplice con la que el otro había terminado la frase—. Una virgen es siempre bien recibida por los esclavistas…

Assur consiguió no echársele encima concentrando toda su fuerza de voluntad. Necesitaba asegurarse.

—¿Pero no has dicho que era solo una niña?

Karlsefni se encogió de hombros, como si aquello no tuviera importancia.

—Niñas, niños, ¡qué más da! A los sarracenos les vale todo, además, con el tiempo de completar el viaje hasta Miklagard o Itil habría tenido oportunidad de desarrollarse lo suficiente. Y lo hubiera conseguido, hay muchos que mueren durante el viaje, los débiles nunca aguantan la travesía —aclaró Karlsefni con expresión de haber dicho una obviedad—. Sin embargo, ella lo hubiera conseguido, era una muchacha muy resuelta.

›Imagínate, el gordito no paraba de gritar y patalear, el rato que no sollozaba, parloteaba gimoteando. Pero la niña no, ella se mantuvo en silencio. Yo creo que incluso hacía esfuerzos por no aparentar miedo. Lo único que parecía preocuparle era su trenza…

Assur se puso bruscamente en pie, suspirando. Y Karlsefni se encontró con dos fragmentos de hielo azulado que lo miraban obligándolo a encogerse.

—¿Su trenza?

Karlsefni no entendía lo que sucedía, pero, aparte de tragar con esfuerzo, no se atrevió a hacer otra cosa que contestar.

—Ssss… sí, sí… Su trenza, estuvo todo el rato rehaciéndola, ya sabes. —Karlsefni revoloteó con sus dedos sobre su hombro imitando el gesto de la niña—. Supongo que en algún momento perdió la cinta con la que la ataba… Pero nunca mostró miedo. Podría haber pasado por una de las nuestras, por la noche intentó escapar, ¡tuvimos que atarla a un árbol!

Assur tuvo que girar sobre sí mismo.

Sobre el océano una pareja de gaviones de alas negras planeaba buscando presas. El sol se agazapaba entre finas nubes deshilachadas de color sanguinolento.

—¿Qué pasó?

Assur había hecho la pregunta sin volverse, pero el tono perentorio le resultó a Karlsefni evidente incluso por encima del rumor del oleaje.

—Pues que… a la mañana siguiente, cuando regresábamos al campamento nos topamos de bruces con unos cuantos de esos godis cristianos, como el borracho ese que envió Olav a Groenland… Llevaban esos vestidos largos atados a la cintura, parecían escoltar a otro que iba a lomos de un fantástico caballo caldeo con demasiados bríos para un jinete tan torpe; un gordo de aspecto bizarro que se cubría con un ridículo gorrito morado —aclaró el nórdico haciendo girar la mano sobre su coronilla a la vez que torcía el rostro con una complaciente sonrisa nerviosa— y que vestía de modo distinto. Ah, y también se tocaba con una de esas enormes cruces de los cristianos que colgaba de su cuello como un martillo de Thor. Debía de ser un godi importante entre los suyos y el grupo parecía guiar un carro tirado por asnos en el que había arcones y barriles… Al principio pensamos que lucharíamos, pero…

—¿Pero qué? —apremió Assur girándose de nuevo. Comenzaba a imaginar de quién le hablaban.

—Nos pagaron —se apresuró Karlsefni intentando llegar al final de su historia—, nos dieron todo lo que cargaban a cambio de…

Los gritos les interrumpieron, algo pasaba más allá de las skalis.

A su alrededor los hombres se giraban para mirar hacia el origen del alboroto. Assur reconoció el inconfundible retumbo metálico de una espada al golpear algo sólido.

Kitpu y los suyos observaron a aquellos hombres llenar sus capazos de arándanos y el sagamo se preocupó. Estaban haciendo acopio de una cantidad desproporcionada, ni aun comiendo únicamente arándanos durante días enteros serían capaces de consumirlos antes de que se estropeasen. Era algo muy extraño, quizá planificaban un sacrificio o pensaban usarlos como tintura.

Viéndolos trabajar, Kitpu tuvo la oportunidad de empezar a conocerlos. Eran hombres fornidos, cargados con ropas extrañas de pesado aspecto y que llevaban armas brillantes y amenazadoramente afiladas. Pero eran ruidosos y parecían poco ágiles, era evidente que no conocían el bosque, y que no sabían hablar con los manitous y mucho menos escucharlos. Solo uno de ellos pisaba y se movía como debía hacerlo un hombre, aunque de vez en cuando arrastraba su pie izquierdo, y Kitpu no llegó a averiguar si se debía al cansancio o a alguna herida ya vieja.

Cuando los extranjeros terminaron, Kitpu decidió seguirlos hasta el campamento que Matoaka había descrito, quería verlo. Necesitaba conocer más al posible enemigo. Tenía que estar seguro de cuántos eran en total, descubrir sus hábitos.

Desafortunadamente, uno de sus hombres cometió un error imperdonable.

Finnbogi no entendía el repentino interés de Leif por apostar vigías en el perímetro del campamento, pero había supuesto que sería su deseo de empezar a llenar los pañoles del Gnod el que había animado al patrón a tomar precauciones. Puede que no tanto porque hubiera nativos malhumorados, sino porque hubiese quien había decidido seguir al hijo de Eirik el Rojo en su nueva expedición. No sería la primera vez que alguien hacía el trabajo y otro se llevaba los réditos.

Había probado por primera vez en su vida las uvas y, como Halfdan, no estaba convencido de que aquellas bayas dulzonas pudiesen producir un alcohol mejor que la cerveza de cebada y arrayán, o que el hidromiel. Y ahora, todavía con el regusto empalagoso de los frutos pegado al paladar, echó a andar alejándose de las skalis y los hombres que preparaban algo caliente para cenar.

Se sentó en el tocón de uno de los árboles que él mismo había talado, un aliso que habían elegido para servir de pilote al puente que les daba acceso a la orilla donde habían instalado la fragua. Y, como buen tragaldabas que era, lamentó tener que conformarse con unas lonjas de salmón ahumado y perderse el estofado que su hermano gemelo preparaba en la más pequeña de las skalis.

Era un ocaso caluroso en el que se cocía un bochorno pegajoso que presagiaba tormenta, aunque Finnbogi no estaba seguro, todavía no conocía los cielos de aquellas tierras del oeste y dudaba de si la lluvia y el granizo llegarían. Pero lo que sí sabía era que la temperatura iba en aumento, algo que constataban los grillos, pues a pesar de que la noche ya amenazaba en el horizonte, los pequeños bichillos negros apuraban con nervios sus serenatas amorosas.

Se había llevado algo de agua fresca en un odre y, una vez se sentó, echó un buen trago para librarse del sofoco a la vez que del pastoso sabor dulzón que le llenaba la boca. Después de darle media docena de vueltas a las distintas posturas que le encontró al tocón, se resignó incómodo, miró con pena la exigua ración de pescado y pensó en alargarla a base de pequeños bocados.

Kitpu se movía con cuidado, oyendo como los wampanos macho se excitaban con la subida de temperatura, anunciaban la tormenta cantando cada vez más aprisa. Les había dicho a sus hombres que se abriesen formando un arco que rodease a los extranjeros y les permitiese cubrir el campamento desde todas las posibles salidas. Si todo salía bien se reunirían al alba, en la presa de los castores de la que Matoaka había hablado, en cuanto la escasa luna creciente se tendiese en el horizonte. Hasta entonces tenían que aprender cuanto pudiesen sobre aquellos hombres.

Pero las cosas no salieron bien. Kitpu estaba cerca, oyó el silencio del error que cometió su guerrero, los grillos se quedaron mudos de repente.

Finnbogi tenía más de carpintero que de mercenario, pero la repentina quietud lo puso alerta. La escasa luz empezaba a perderse y las sombras alargadas se confundían con la oscuridad que llenaba los espacios del bosque. La anochecida avanzaba y las nubes crecían en el horizonte hasta parecerse a enormes yunques. Se levantó dejando el salmón sobre el tocón y dio un par de pasos al frente, escudriñando los huecos entre los árboles.

El hambre le pudo. Y el normando estaba a punto de recuperar su asiento cuando lo vio. Al principio le costó creerlo; parpadeó confuso pensando en los hongos que tomaban los berserker. Pero era cierto, había un hombre unas brazas más allá, un hombre con el pecho descubierto y la cara pintarrajeada con algo que parecía arcilla roja. Y de entre sus cabellos parecía salir un manojo de grandes plumas oscuras. Estaba tan estupefacto que le costó reaccionar.

El guerrero mi’kmaq arrugó el rostro en cuanto se dio cuenta de que había pisado una rama seca. Estaba tan inquieto por la novedad que había cometido el error de un muchacho, y ni siquiera los suaves mocasines que calzaba impidieron que el seco sonido llenase la noche. Los grillos, que habían venido apurando el ritmo de su canto, callaron de pronto y el gordo extranjero que tenía ante él se dio cuenta.

De no ser porque el mi’kmaq no sabía que los normandos usaban brynjas, Finnbogi hubiese muerto al primer disparo. La flecha fue directa al corazón, pero el armazón de aretes metálicos funcionó como un escudo eficaz y el normando tuvo tiempo de reaccionar dando la voz de alarma.

Todo podía haber quedado en nada, pero Abooksigun supo al instante que su hermano había metido la pata y no tuvo tiempo de refrenar su impulso. En dos saltos se había puesto tras el extranjero y había descargado su maza con tanta fuerza como había podido.

Del terrible golpe apenas manó sangre, pero Finnbogi cayó muerto con el grito de alarma agonizando en sus labios y los sesos hechos puré.

A partir de ese momento todo fue rápido y sucio.

Los mi’kmaq conocían el bosque, eran ágiles y silenciosos. Los normandos eran brutales, animales de guerra acostumbrados al horror de la batalla, y estaban mejor armados.

Cuando Assur llegó hasta el lugar en el que los tripulantes del Gnod se agrupaban, se encontró con Tyrkir, que sangraba por una herida en el brazo por la que asomaba el astil quebrado de una flecha, justo donde terminaba la manga de la pesada loriga que vestía.

El hispano no necesitó explicaciones; asentando los pies en el suelo, Assur desenvainó y se preparó para la lucha. El primer relámpago estalló y Tyrkir, entrecerrando los ojos, asintió para sí.

Con el destello Assur vio los cuerpos de Finnbogi y Bram, desmadejados en la verde hierba que precedía al bosque. El hispano apretó los dedos sobre el arriaz y se puso en guardia.

La tormenta retumbaba acercándose hasta el campamento normando.

—Nunca pensé que acabaría muriendo a manos de pajarracos pintarrajeados —gruñó Tyrkir alzando su espada.

Assur no entendió a qué se refería el contramaestre hasta que el siguiente relámpago estalló en el cielo y el breve instante de deslumbradora luz le permitió ver a qué se enfrentaban.

Empezaron a caer gruesas gotas cálidas que se habrían de mezclar con la sangre de unos y otros.