Con el agitado fin que había tenido la velada, Assur había perdido su oportunidad de hablar con Leif. Más tarde, un sueño inquieto lo había obligado a ser madrugador y, para luchar con la impaciencia que sentía, se decidió por ejercitarse un rato y desentumecer las extremidades anquilosadas por la incómoda noche cortando algo de leña.
El sol ya se había movido un dedo en el horizonte cuando los primeros resacosos empezaron a vaciar la skali de Brattahlid y Assur esperaba que Leif, capaz de levantarse siempre animado y fresco, por más exagerada que hubiera sido la noche, como si los abusos de comida y bebida no le hicieran mella, apareciese de un momento a otro.
Sin embargo, el primero de los tripulantes del Mora en salir fue Tyrkir, que lo miró entretenido por unos instantes antes de sonreírle con picardía y seguir camino. Assur supuso que el eficiente contramaestre iría a atender algún asunto relacionado con la puesta a punto del Gnod.
El montón de leños troceados tenía ya la altura de su cintura cuando Leif, bostezando como un oso en primavera, salió del gran salón de su padre. Y como el patrón, siempre afable, se acercó hasta él con la clara intención de darle los buenos días, Assur se decidió a hablar de una vez por todas, sin cuestionarse por más tiempo si era o no el mejor momento.
Leif se sentó pesadamente en uno de los tocones en los que se cortaba la leña y se puso a hablar amigablemente.
—¿Puedes imaginarlo? Aquí no hay más que arbustos retorcidos, azotados por el viento, ni el mejor herrero de los enanos podría aspirar a forjar una azuela capaz de sacar una tabla recta de uno de ellos —dijo el patrón cogiendo uno de los enrevesados leños de los juníperos groenlandeses que el hispano estaba troceando.
En aquellas tierras verdes bautizadas por Eirik el Rojo también había algunos alisos, sauces y abedules; la mayoría poco más que raquíticos y enclenques aspirantes a convertirse en verdaderos árboles, pero aun así, Assur pensó que Leif exageraba.
—Los bosques de esas costas de poniente, imagínalo. ¿Recuerdas cómo los describió Bjarni? Altos abetos tiesos como la verga de un novio en su noche de bodas… Nunca más tendríamos problemas con la escasez de madera… Si ese viejo cegato ha dicho la verdad… Por cierto, menudo arranque de tacañería tuvo ese arrugado saco de huesos anoche… —Leif calló un momento y luego cambió de tema—. Espero que mi padre se anime a venir con nosotros, está hambriento de gloria, y sé que le ilusiona pensar en esas nuevas tierras.
—Yo quería hablar sobre eso…
—¿Sobre qué? ¿Sobre la borrachera de Bjarni o sobre lo del viaje al oeste?
Assur no titubeó, pero tal y como recordaba de las lecciones de lógica de Jesse, se esforzó por presentar las proposiciones en el orden conveniente.
—Aparte de las protestas de Bjarni, ¿estás satisfecho con los colmillos de morsa?
La pregunta cogió desprevenido a Leif.
—Eh… Sí, claro que lo estoy, jamás había conseguido un cargamento semejante —contestó Leif divertido por no saber adónde quería llegar el ballenero.
—En Nidaros subía al norte cada verano, hasta las aguas de los rorcuales. Y en invierno trampeaba en los bosques… —Leif asintió—. Cada año lo mismo; no tenía otras opciones, así que lo hacía, aunque no me gusta —dijo Assur abriendo las manos— dar muerte a un animal cuando no lo necesito para comer. Matar por la piel, los cuernos, o lo que sea, me incomoda. Pero sé hacerlo, y sé hacerlo bien… —El hispano resopló antes de seguir—. Y aquí, para obtener marfil, hay que hacer algo parecido, subir al norte cada verano para encontrar las manadas de morsas, y luego cazarlas, todo para conseguir sus colmillos…
Leif estuvo a punto de interrumpir, acotando que en el siguiente verano estarían talando aquellos magníficos abetos de las costas que Bjarni había descrito. Pero sentía curiosidad por el discurso de Assur; que él recordase, a excepción del momento en el que el arponero se había sincerado respecto a su pasado, aquella era la parrafada más larga que le había oído.
—… Y yo podría hacerlo para ti. Cada temporada, siempre que volvieses de tus expediciones, encontrarías un nuevo cargamento de marfil, listo para meterlo en las bodegas de tus barcos.
Assur tomó aliento antes de continuar y Leif permaneció en silencio sin comprender lo que el hispano pretendía.
—A medio día de marcha hacia el este he encontrado un pequeño cabo con un promontorio, es una tierra fértil que nadie ha reclamado hasta ahora —dejó caer finalmente sin más explicaciones.
Leif meditaba antes de dar una respuesta para la que Assur no le dio tiempo.
El hispano habló mirando fijamente a su patrón a los ojos.
—Sé que te debo lealtad, estoy ligado a ti por un juramento, soy uno de los hombres del Mora, lo sé —dijo Assur teniendo muy presente la figura de Gutier—. Y nunca lo olvidaré, lo exige el honor…
Leif no necesitó más explicaciones, cada jarl reclamaba de sus hombres fidelidad, y cada patrón ligaba a todos sus tripulantes con una promesa. Pero como su padre había descubierto con la traición de sus aliados, y como él mismo había sufrido en más de una ocasión, la voluntad humana era, en ocasiones, solo tan fuerte como las conveniencias. Y, aunque creía firmemente en la lealtad del arponero, sabía que no ganaba nada corriendo el riesgo. Tampoco entendía qué mejor podía haber para un hombre que partir en busca de fama y reconocimiento, y quiso preguntarle al hispano sus motivos para no desear convertirse en leyenda, pero en realidad, ya había tomado una decisión antes de hablar.
—¿Y la gloria? ¿Acaso no quieres que tus hijos y tus nietos oigan tu nombre de labios de los escaldos? Si llegamos a esas nuevas tierras, la historia nos recordará. Se hablará de nosotros dentro de mil años. ¡Alcanzaremos fama!
Assur se encogió de hombros sin darle importancia a la grandilocuencia de Leif.
—No quiero más gloria que la de ver el trigo crecer en mis propias tierras, y no necesito que la historia me recuerde —dijo el hispano sin dejar de mirar a los ojos del nórdico—. Solo deseo vivir en paz, tener un hogar y sentir que no volveré a perderlo. Nada me queda, y ya no tengo a nadie, lo he perdido todo —se lamentó Assur bajando por primera vez la vista y tocándose la muñeca—, y estoy harto de vagar de un lado a otro del mundo. Si me das permiso, lo único que deseo es volver a sentir que pertenezco a un lugar, que tengo un hogar.
Leif se dio cuenta del sufrimiento que destilaban las palabras que su amigo se guardaba. Como siempre pasaba con el hispano, había mucho más que entender en lo que no decía que en las frases que pronunciaba.
Assur se recompuso de su instante de melancolía y volvió a mirar al patrón a los ojos con serenidad palpable.
El islandés se levantó para que ambos estuviesen cara a cara. A Leif le apenaba no poder contar con el hispano para su próxima travesía, pero le tenía el afecto de sobra como para no obligarlo a hacer algo que no desease. Assur era un hombre con el que se podía contar, un tripulante en el que confiar, era su amigo y deseaba tratarlo con el respeto merecido. Mirando los profundos ojos azules del hispano, Leif vio la tristeza que aquel hombre deseaba olvidar y, aunque hubiera preferido darle su beneplácito sin más y asegurarle que podía hacer con su vida lo que desease, también comprendió que Assur no se conformaría con eso. El arponero era de esa clase de hombres para los que la palabra propia valía más que el oro, y Leif sabía que Assur se sentía deudor de un pago inexplicable. El hijo del Rojo comprendió que, precisamente por el afecto que le tenía, debía permitirle que cazase aquellas condenadas morsas para él.
—Yo mismo me encargaré de explicarle a mi padre los lindes de esas tierras —anunció con solemnidad—. Puedes considerarlas tuyas desde hoy mismo. En cuanto al marfil, solo pongo una condición… —Assur asintió dispuesto a aceptar cualquier acuerdo—. Será únicamente por tres temporadas…
Ambos hombres guardaron silencio por unos instantes. Luego, Leif tendió su mano y Assur le correspondió, cada uno aferró la muñeca del otro y se dieron una fuerte sacudida que selló el acuerdo.
—Gracias —murmuró Assur.
Y, como Leif sabía que no serviría de nada explicarle a aquel cabezota testarudo que no eran necesarios los agradecimientos, soltó su mano y lo envolvió en un abrazo.
Cuando se separaron Leif se sintió contento de ver cómo el gesto siempre serio del hispano se relajaba. Había una luz nueva en aquellos ojos fríos, verla hizo que el navegante sintiera una emoción burbujeante que le alegró el día.
Leif buscaba alguna frase ocurrente y jocosa con la que dar por terminado el asunto con algo de alegría cuando los interrumpieron.
—Lamento molestar —dijo una voz que solo Assur reconoció.
Era Thyre, que cargaba con un fardo de tela encordado. Un par de mechones de su cabello suelto se descolgaban por las mejillas y le rodeaban el rostro, el sol de la mañana los hacía vibrar con reflejos de heno.
—He traído un regalo, para presentar disculpas en nombre de la casa de Bjarni Herlfhojsson —anunció ella—. Es solo un humilde hato de pieles de marta, pero…
Thyre calló al darse cuenta de que estaba a punto de decir algo inapropiado, y fue obvio que el papel que desempeñaba le resultaba incómodo. Los dos hombres se percataron de que la muchacha estaba demasiado nerviosa.
—Eso no era necesario —atajó Leif sin afectación—. Todos sabemos que a veces el hidromiel suelta la lengua con demasiada facilidad.
Ella asintió y el navegante ensanchó su sonrisa comprensivo. Bjarni llevaba años viudo, y el viejo parecía haber aceptado que la muchacha que había acogido a petición de su hermano hiciera los papeles de husfreya mientras estuviera con él, y era evidente que a la joven se le estaba haciendo difícil asumir las responsabilidades de la hacienda.
—Sin embargo, mi tío me ha pedido que transmita a esta casa sus más sinceras y sentidas disculpas —insistió Thyre—. Está muy arrepentido por su comportamiento y espera que tú y tu padre las aceptéis. Además, me ha pedido que insista en aclarar que se siente plenamente satisfecho por el pago que ha recibido a cambio de su barco.
Todos sabían que el pago era más bien por el derrotero a esas tierras del oeste, pero nadie parecía dispuesto a insistir en lo obvio. Y Leif, de su habitual buen humor, no quiso darle más vueltas a aquel asunto. Y aunque el navegante suponía que, en realidad, había sido la muchacha que tenía frente a sí la que había obligado a actuar al viejo Bjarni de manera sensata, quiso dar por terminada la historia de la rabieta del tacaño vejestorio.
—As… Ulfr, si no te importa, acompáñala a ver a mi padre para que pueda hacerle entrega de las pieles —dijo Leif—, es él quien debe recibirlas. Yo voy a ver si encuentro a Tyrkir… Por la tarde nos ocuparemos de hablar sobre los lindes de tu hacienda con el viejo Eirik —añadió el patrón poniéndose ya en marcha.
Assur bajó el mentón para afirmar y Thyre sonrió con evidente alivio.
Cuando la pareja cubría la escasa distancia a la skali del Rojo, la joven habló después de resoplar y balancear el fardo de pieles.
—Menos mal que todo ha salido bien —dijo con una alegría radiante que coloreó sus mejillas—. Estaba muy preocupada, ayer me llevé un buen susto cuando mi tío se puso a despotricar de ese modo, pero es que siempre se pone muy mohíno cuando bebe, ya no aguanta el hidromiel como antes… Y suele pensar más en lo que guarda en sus almacenes y cofres que en lo que hace su lengua, desde que yo llegué aquí lo he visto contar y recontar los pedazos de plata de sus baúles infinitas veces…
Cuando ella calló de pronto, apagando su sonrisa, Assur entendió que Thyre se sentía cohibida por haber hablado demasiado, pero al hispano le gustó la refrescante sensación que sintió ante la alegre locuacidad de la joven.
—Es un buen hombre —continuó ella como si quisiera dar excusas que nadie le había pedido—, me ha aceptado en su casa y se ha hecho cargo de mí.
Assur supuso que Bjarni no lo hubiera hecho de no ser porque tales obligaciones familiares estaban muy arraigadas entre los nórdicos. Probablemente, el viejo roñoso había despachado a sus hijos en cuanto pudo para salvaguardar sus ahorros, pero ahora, cuando se le pedía que devolviese el favor, lo hacía de mala gana.
—Yo nací en Iceland, pero vine aquí en el primer viaje. Aunque no me acuerdo —aclaró volviendo a recuperar su risueña expresión—. Creo que ni siquiera era capaz de caminar bien —añadió dando los pasos temblorosos de un bebé—, o eso cuenta mi madre.
Ella miró a Assur como esperando algún comentario al respecto de su animada representación. Como el hispano no dijo nada, Thyre se decidió por llenar el silencio.
—Pero me crie en el otro asentamiento, ¿lo conoces? —ante la muda afirmación, la joven siguió hablando—. Solo llevo un invierno aquí, supongo que volveré a casa en dos o tres más, los hijos de Bjarni estuvieron con nosotros dos inviernos, pero a mí me gustaría volver antes, si a mi tío le parece bien; echo de menos a mi familia… Aunque me gusta estar aquí, no hace tanto frío como en casa y me llevo muy bien con mi prima Hiodris. Pero aún no conozco a todo el mundo, con el verano llegaron muchos barcos, gente nueva, y yo no tengo muchas amigas todavía… —explicó agitando la mano libre—. Tú tampoco eres de aquí, ¿verdad?
Assur se perdió un momento en el perfil de las suaves líneas de su nariz antes de responder.
—No, soy de un lugar en el sur —contestó Assur sin querer dar más detalles.
—Ah, sí, como Tyrkir, le oí a mi tío Bjarni decirlo.
El hispano prefirió no hacer aclaraciones, se sentía un tanto intimidado por la cháchara desmedida que había provocado el alivio surgido en Thyre tras ver las disculpas de su familia aceptadas.
—Pronto seréis muchos más. Aprobado el landman, vendrá gente de todas partes, incluso sureños como tú —añadió la joven.
Thyre caminaba con pasos gráciles, apoyando los pies como si pisara sobre el musgo empapado de rocío de un amanecer de primavera. Assur callaba.
—El Rojo ha sido muy inteligente, ¿no crees? —La joven, dicharachera, miró al hispano como esperando una confirmación, pero se contestó ella misma sin darle a Assur la oportunidad de hacerlo—. Ha aceptado al monje enviado por Olav, y ha proclamado que la religión del Cristo Blanco es bienvenida a Groenland, pero también ha prometido tierras a los que lo deseen, asegurándose de que muchos quieran venir…
Assur la miraba sorprendido.
—… El viejo zorro navega a medias aguas —aclaró ella risueña—, tanto si vienen cristianos como si no, las colonias crecerán y estas serán unas tierras populosas en las que, gracias a la nueva ruta de Leif, el comercio medrará —dijo haciendo obvio el juego político del Rojo—. Y venga quien venga, Eirik gana. Él no se ha convertido, pero Thojdhild sí. Si llegan renegados escapando de las presiones de Olav, tendrá una excusa para aceptarlos, y si vienen partidarios del konungar, también —aclaró ella alzando cada mano al compás de sus argumentos—. Ha sido muy inteligente. Se ha puesto al tiempo en una situación aceptable tanto para los partidarios de Olav como para sus enemigos…
Assur, boquiabierto, dio un paso en falso que provocó una risa franca de ella. El hispano no había esperado que aquella joven alegre tuviera una idea tan precisa de las maniobras políticas en liza en aquellos tiempos de cambio, y fue para él una agradable sorpresa descubrir tal perspicacia en la joven. Aquellas palabras hicieron que el arponero se diese cuenta de que, pese a sus rasgos, todavía adolescentes, tenía ante sí a una mujer madura que, por encima de aquellos altos pómulos bien delineados, miraba al mundo con sus vivos e inteligentes ojos de preciosos tonos dorados.
—¿Y tú? ¿Te vas a quedar aquí, en las tierras verdes? —preguntó ella de pronto con tono cantarín.
Assur la miró, sonriendo a su vez, inevitablemente contagiado por la jovialidad de la muchacha.
—Creo que sí, creo que he encontrado mi lugar…
Y, mientras ambos cubrían el escaso trecho que les restaba hasta el gran salón de Brattahlid, un silencio amigable los abrigó. Las miradas les dijeron mucho más de lo que hubieran podido hacerlo las palabras. Y Assur sintió la necesidad de hablarle del promontorio que había elegido para forjar su hogar. Y Thyre, jugueteando con dedos ansiosos entre sus largos rizos trigueños, se arrebujó en el deseo de contarle sus juegos de infancia.
Aquellos escasos instantes les parecieron eternos, y demasiado breves a un tiempo. Ambos se dieron cuenta de que algo que no esperaban aguardaba para suceder.
A medida que el otoño perdía su batalla anual con el invierno, Assur había llegado a confiar en sus sueños. Todavía se sentía obligado por la hospitalidad que recibía en Brattahlid, y se había esforzado por recordarle a Leif que podría contar con él siempre que lo necesitase. Y, aunque el hispano tenía muy presente la palabra dada, siempre que la ayuda que prestaba en la hacienda de Eirik o sus obligaciones como tripulante del Mora se lo permitían, se tomaba unos días para llegarse hasta el lugar en el que esperaba levantar los muros de su propia casa.
Poco a poco, trabajando casi siempre a mano desnuda, había arrancado los hierbajos y arbustos, había desbrozado toda la zona, y, después de hacerse con un omóplato astillado de ballena para usarlo como pala, había empezado a ahuecar los cimientos. Por primera vez en años Assur sentía que podía dejar atrás el dolor y la desesperación, hasta había empezado a aceptar la pérdida de su familia, de Ilduara.
Assur tuvo incluso la fortuna de encontrar en un playón de guijarros, a unas millas al sur, un enorme árbol de extraña madera que el mar había arrojado justo por encima de la retorcida línea de restos que dejaba la pleamar. Y, preguntándose si acaso había llegado desde esas tierras con las que soñaba Leif, el hispano había arrastrado el gran tronco hasta el promontorio que había elegido. Estaba decidido a que ese fuera el primer poste de su propia skali.
Si con la temporada siguiente reunía suficiente marfil para Leif, Assur planeaba rogarle al patrón que le permitiese quedarse con un pequeño porcentaje. Un par de colmillos, el escote que podía reclamar como un tripulante más, así tendría fondos con los que contar para comprar materiales y utensilios. No esperaba tener para sí las grandes fortunas de los jarls y señores del norte, no aspiraba a colgar de las paredes de su salón escudos y espadas legendarias. Assur solo quería llevar una vida humilde y tranquila, sacar provecho de la tierra, cuidar de unos cuantos animales, tener una existencia apacible.
Había dedicado largo tiempo a situar la huerta, planificar los campos que roturaría, idear los almacenes y graneros. Y, aunque sabía que faltaba mucho para lograr que todos esos sueños se materializasen, el simple hecho de tenerlos le otorgaba una paz que colmaba sus expectativas más íntimas.
En las últimas semanas Assur apenas había dejado de pensar en el futuro que planeaba. Aunque había una excepción que se empecinaba en interrumpir sus ensoñaciones haciéndose presente en sus noches: aquellos ojos del color de la miel.
Thojdhild llevaba con vanidad el apelativo de pecho de knörr, no en balde era una mujerona de grandes curvas que recordaban una exuberante juventud. Sus prominentes caderas testificaban el haber traído al mundo a los dignos hijos del mismísimo Eirik el Rojo, señor y descubridor de Groenland; un papel que Thojdhild asumía con orgullo. Activa e inquieta, era la esposa de un hombre que había forjado su camino desde el exilio, y ella sentía, con paciente ánimo, que las penurias y la vergüenza del destierro podían quedar atrás si, unidos como clan, sabían seguir adelante e imponerse allá donde otros no lo habían intentado jamás.
Envuelta en sus pardos cabellos, arreglados con pulcritud y recogidos con un garvín blanco, Thojdhild era una de esas matronas que siempre tienen a mano un currusco de pan que ofrecer a los nietos, unos trozos de plata con los que sacar de apuros a un hijo con problemas de liquidez, y unas palabras de consuelo y ánimo para un esposo entristecido por los avatares del destino. Era una mujer excepcional, llena de recursos y dotada del mismo buen humor y apacible ánimo que su hijo Leif parecía haber heredado. Pero también era una esposa decidida, celosa de su posición, y sabía perfectamente cuáles debían ser sus prioridades si quería seguir disfrutando de los logros de su marido. Y en eso era implacable.
Como husfreya de Brattahlid, ella colgaba las llaves de la hacienda de su cinto, y lo hacía con jactancia, a su parecer, se lo había ganado. Thojdhild llevaba largos años aceptando con animosa resignación los infortunios del destino. Y había soportado la azarosa aventura que había conformado su vida al lado del problemático esposo que las nornas habían dispuesto para ella. E incluso en las noches más duras, en las que no había encontrado desahogo, ella jamás se había permitido demostrarlo. Por duros que fueran los tiempos, Thojdhild siempre estaba dispuesta a servir una palabra de aliento a cualquiera que acudiese hasta ella buscando consejo o consuelo. Y, aunque a veces sombras de remordimiento amenazaban sus momentos de soledad, de cara a cualquiera que no fuese ella misma, Thojdhild jamás habría admitido semejantes tribulaciones. El aparentar era tan importante como el ser, y eso era algo que ella, como señora de Brattahlid, inmersa en el complejo juego de falsas cortesías, alianzas y pactos entre los emigrantes de Groenland, tenía muy claro. Tan obvio para ella como sus ansias de permanecer como figura dominante de las colonias.
Además, y procurando siempre no hacerse notar, Thojdhild sabía preocuparse de aquellos asuntos de los asentamientos para los que su esposo parecía no tener ojos u oídos. Porque aunque Eirik el Rojo pensaba que el comercio, las grandes expediciones o la gloria reclamada para sí mismo o los suyos eran lo único importante, su esposa comprendía que había muchos otros asuntos que atender si se deseaba mantener la prosperidad de aquellas tierras verdes. Por eso mismo, y buscando siempre el modo de que su esposo no perdiera jamás el protagonismo que ella le cedía con gusto, Thojdhild se preocupaba por conservar la buena sintonía de las relaciones entre los vecinos de ambos emplazamientos, de ofrecer soluciones de compromiso para las disputas por los lindes, y de hacer las veces de madrina, alcahueta, comadrona, tía cariñosa, suegra malcarada o cualquier otra tarea que se terciase. Ella había animado a su esposo a instaurar el landman en Groenland, y también a convencer a algunos de los personajes influyentes de las colonias para que se convirtiesen a la nueva religión de los partidarios del flamante konungar.
Thojdhild sabía bien que contentar a medias a un rey podía servir de tan poco como no contentarlo en absoluto, sin embargo, ella misma había sugerido ese compromiso. Mientras los platillos de la balanza no inclinasen el fiel definitivamente, no era seguro decantarse abiertamente por uno de ellos. Así, nadando y guardando la ropa a un tiempo, mientras Eirik se mantenía aferrado, en apariencia, a las viejas y paganas costumbres, como el mismo landman, ella se había preocupado de que todos supieran de su conversión a la fe del crucificado e intentaba que, al menos de puertas para fuera, algunas de las influyentes familias de los asentamientos hicieran lo mismo; esperando así que las noticias que desde Groenland recibiese el konungar Olav le sirviesen para pensar en aquellos asentamientos, si no como aliados fiables, al menos, no como enemigos, acérrimos defensores de los viejos tiempos y regímenes que, al negar al crucificado, negaban también la legitimidad del gobernante.
En ese propósito de mantener la achicadura por debajo de la línea de flotación Thojdhild había ideado algunas maniobras, como la construcción de la pequeña iglesia de humilde tepe que se estaba erigiendo en los límites de Brattahlid, o su propia conversión. Y ahora, aprovechando la ascendencia de algunas de las familias del asentamiento, la husfreya esperaba colmar las ansias religiosas y políticas de Olav Tryggvasson haciendo correr la noticia de que el próximo matrimonio entre hacendados influyentes de las tierras verdes se celebraría por el rito cristiano. Lógicamente, y ya había hablado sobre ello con el gordo fraile escoto, por si es que Olav requería de su enviado alguna referencia, la ceremonia sería cristiana solo en apariencia. En el fondo, parte de las viejas costumbres tendrían que seguir vivas para que las familias aceptaran sobrellevarlo, y el monje Clom no había encontrado quejas que formular, a fin de cuentas, el propio Eirik le había asegurado que si hacía lo que se le pedía, no echaría en falta ni una sola gota de hidromiel mientras estuviese en Groenland. Un soborno más que aceptable a cambio de unas pocas mentiras, como había reconocido el propio fraile.
A mayores, los recién casados podrían partir con la primavera. Un acto de buena voluntad, para presentar sus respetos al konungar con los mejores deseos de los asentamientos de Groenland. Formarían una comitiva que, sin duda, apaciguaría las ganas de revolver las colonias que pudiese tener el gobernante, especialmente si sabían aparentar una fidelidad a toda prueba y una fe inquebrantable. Aunque unos cuantos presentes, como había sugerido Thojdhild, serían la puntilla perfecta para convencer al rey de que, desde Groenland, se apoyaba su subida al trono.
Eirik y su esposa sabían que, en el juego de conveniencias y displicentes tiras y aflojas, el matrimonio de enviados podría ser retenido a modo de rehenes encubiertos, si es que en algún momento los detractores del konungar recuperaban el poder. Sin embargo, la pérdida de la joven pareja como represalia podría ser asumida por los groenlandeses siempre que la facción que consiguiese el poder supiese que, al menos en parte, las colonias de las tierras verdes seguían apegadas a las viejas costumbres y, por tanto, dispuestas a aceptar el nuevo cambio de poderes.
Era un buen compromiso entre ambos extremos posibles, aunque había inconvenientes. Incluso sumando las dos colonias no eran muchos los jóvenes casaderos, y menos aún los de familias relevantes que pudieran tener una cierta influencia en la corte de Nidaros. Además de la consideración de que no todos los candidatos resultarían prescindibles si las cosas finalmente se torcían.
Thojdhild era consciente de que, como ellos mismos, aquellos que habían seguido a su esposo hasta los nuevos territorios habían sido, en muchos casos, repatriados, exiliados, maleantes o desesperados. Pero había excepciones y Víkar, hijo de Starkard, era una de ellas. Un joven heredero promisorio, descendiente de una familia que podía hablar de sus antepasados hasta la décima generación sin caer en vergüenzas ni desasosiegos.
Y, como hombre leal a Eirik, a Starkard le bastaría contar con la promesa adecuada como acicate para ofrecer a su hijo. Quizá, brindándole convertirse en socio armador en algunas de las expediciones que el propio Eirik patrocinaba, Starkard aceptaría el papel de su hijo. Por lo que solo faltaba una novia adecuada, y la algarada de unas semanas antes le había dado a Thojdhild la idea.
Cuando la husfreya de Brattahlid intentó averiguar el porqué del alboroto que el veterano Bjarni había armado, Thojdhild descubrió que, a lo mejor, ya tenía una candidata adecuada para celebrar ese matrimonio propagandístico. Había tenido que interpretar la mezcolanza de rumores de los que por allí rondaban, pero al parecer, Starkard había insinuado que la sobrina de Bjarni, llegada desde la otra colonia, podía ser una moza casadera de interés para su hijo Víkar, y aunque al principio Bjarni se había relamido pensando en los beneficios que tal enlace le proporcionaría, cuando supo la dote que Starkard esperaba que fuera aportada por la novia, al viejo roñoso le faltó poco para sufrir una apoplejía, sabedor de que él, como patriarca, debería hacerse cargo de aquello que su hermano no pudiese cubrir.
Thojdhild se había hecho una rápida composición de lugar. Bjarni, temiendo que se le escapase la oportunidad de unir su familia a la de gentes tan influyentes, lamentó al instante no haber conseguido un mejor trato de su última venta: de haber pedido a Leif un pago mayor, podría cubrir la dote pretendida sin problemas. Y el exceso de alcohol en el vejancón avaro había hecho el resto.
La husfreya lo vio como una oportunidad, las cosas serían mucho más fáciles así: partiría con mitad del camino andado. Con las palabras adecuadas incluso podrían convencer a Starkard de que, en realidad, debería un favor. Y Bjarni se dejaría comprar encantado si podía asegurarse un pellizco para sí mismo. En cuanto a los novios, si la boda se concertaba, Thojdhild suponía que a los jóvenes, imbuidos por la fogosidad propia de su edad, les daría igual casarse por los antiguos ritos o bajo los auspicios de la fe del crucificado.
A Víkar lo conocía bien, lo había visto crecer. Sabría comportarse y resultaría un buen embajador para Groenland, con la apostura suficiente para hacer un papel digno en la corte de Nidaros, aunque también era cierto que, en ocasiones, resultaba algo impulsivo y, quizá, demasiado celoso del nombre de su familia, pues siempre se esforzaba en ahogar cualquier habladuría de la colonia que pusiese en duda las virtudes de los suyos, pero la husfreya también sabía que ese orgullo suspicaz por su linaje le haría obedecer en cuanto Eirik hubiese convencido a su padre. Además, había visto la lujuria contenida en los ojos de él al mirar a la sobrina de Bjarni, era obvio que el joven la deseaba, y eso haría todo mucho más fácil. Sin embargo, de Thyre apenas sabía nada, tenía la edad apropiada y le gustaba el arrojo que había demostrado al hacerse cargo de la hacienda de su tío. Aunque Thojdhild necesitaba conocerla mejor; Bjarni obedecería impelido por su avaricia, pero era necesario asegurarse de que la novia sabría comportarse si llegaba el momento.
—Estas serán las piedras que tensarán los hilos de tu propio telar —le dijo Thojdhild a la joven, examinándola como si mirase a un animal en una feria de ganado mientras sopesaba la faltriquera que llevaba al cinto con un ademán inconsciente.
Thyre evitó sonrojarse haciendo un esfuerzo por mantener la calma que resultó visible. Era consciente de que, al hablarle de tener su propia tejeduría, la esposa de Eirik estaba haciendo una referencia explícita al matrimonio.
—Tienes una edad en la que debes pensar en formar tu propia familia —insinuó la husfreya de Brattahlid—. Ya va siendo hora de que tengas un hogar con un umbral del que ocuparte…
Thyre se sentía confusa, pero puso todo su empeño en mantenerse impasible. En los últimos tiempos su tío había hecho insinuaciones respecto al matrimonio, y la joven era consciente de que, con sus inviernos, era habitual que se concertase un marido para ella. Pero no llegaba a sentirse cómoda con esa idea, en su interior burbujeaban ansias de libertad que se encogían ante la posibilidad del matrimonio. Y no le gustaba pensar que tendría que conformarse con el esposo que su tío, con el beneplácito de su padre, eligiera para ella.
La joven había acudido a Brattahlid porque Bjarni se lo había ordenado. Y, aunque se sentía cohibida por tener que presentarse de nuevo en la hacienda del Rojo tras haber estado allí por última vez para rogar que se aceptasen las disculpas enviadas por su tacaño tío, Thyre había obedecido.
Pero no le gustaba. Como una avalancha de nieve arrasando los bosques de una ladera, las obligaciones de su futuro inminente parecían dispuestas a borrar las ilusiones de su adolescencia, y se sentía fuera de lugar. En las últimas semanas, el viejo Bjarni la urgía una y otra vez a aceptar el hecho de que debía encontrar un hombre con el que casarse. Y esa mañana, su tío había añadido una piedra más al humilladero, Thyre debía ir a la hacienda de Eirik el Rojo para recoger las esteatitas taladradas que servirían para tensar la urdimbre de su telar, su primera aportación al ajuar de novia. Al parecer, Bjarni las había comprado para ella, encargando las mejor labradas de la extensa remesa de piedras que Eirik recibía cada pocas temporadas de las canteras del archipiélago Hjaltland, desde las que se enviaban a Groenland esteatitas talladas como cuencos, plomos para redes, volantes de huso, pequeñas lámparas y, por supuesto, pesos para telar.
Y ahora, para colmo, Thojdhild la sometía a un exhaustivo interrogatorio que resultaba intimidatorio.
—¿Cuántos inviernos tienes?
—Cumpliré diecinueve antes de las celebraciones del Jolblot —contestó la joven tímidamente.
—¿Y hasta cuándo te quedarás con tu tío?
Thyre dudó, sus padres no habían hablado con ella sobre su estancia en el Eiriksfjord. Se habían limitado a enviarla al asentamiento siguiendo las viejas costumbres, del mismo modo que ellos habían recibido a los hijos de Bjarni. Pero la joven tampoco tuvo tiempo de responder.
—Bueno…, bueno, ya hablaremos de eso. ¿Qué me dices de los pesos? ¿Te gustan? Supongo que sabes usarlos, ¿no?
La pregunta no tenía mucho fondo. Como cualquier otra muchacha nórdica, desde pequeña había sido aleccionada para cardar, hilar y tejer la lana de las ovejas y cabras, y para manufacturar el lino. Thyre se limitó a asentir intimidada por los penetrantes ojos oscuros de Thojdhild, que la escrutaban con intensidad, analizando cada gesto.
—¿Qué sabes del culto al crucificado? ¿Te he contado ya que la nueva fe tiene su propio rito para los casamientos?
Thyre solo había tenido oportunidad de hablar con la esposa de Eirik en la noche en que su tío había terminado por desbaratar la velada. Ocasión en la que Thojdhild se había mostrado como una anfitriona amable y complaciente, conversando solo sobre banalidades. Le había causado buena impresión. Sin embargo, ahora la husfreya lanzaba una cargante pregunta tras otra. Y, considerando las continuas referencias que su tío se había acostumbrado a hacer sobre el matrimonio, Thyre se dio cuenta de que, estando Bjarni viudo y careciendo de las habilidades sociales requeridas, como había demostrado, era probable que su tío hubiese hablado con Thojdhild para recibir consejo al respecto. Incluso puede que la mujerona estuviera ya actuando como alcahueta, imaginando posibles pretendientes, a tenor del examen al que la estaba sometiendo.
—¿Has podido hablar ya con el fraile Clom sobre el Cristo Blanco?
Cansada, Thyre se atrevió a sugerir una huida encubierta con la primera excusa que se le ocurrió.
—Debería irme, tengo… tengo que ayudar con los preparativos de la cena…
Thojdhild se tomó su tiempo antes de disimular malamente su aceptación. Tras un instante, ensanchando su sonrisa de grandes dientes cuadrados, le dio permiso a la joven para marchar.
—¡Claro! ¡Claro! Me alegro mucho de que hayamos podido hablar de nuevo, el otro día nos interrumpieron antes de que pudiéramos conocernos. Puedes irte, está muy bien que ayudes en las tareas, muy bien.
A Thyre, escamada, no se le escapó la marcada intención de la última frase. Le faltó muy poco para elevar una protesta, pero se mordió la lengua a tiempo y se apresuró a inclinarse para recoger el cesto en el que se amontonaban los roscos de esteatita para tensar la urdimbre del telar; solo para darse cuenta de que era una carga demasiado pesada para ella y terminar por quedarse medio agachapada, con los brazos estirados y el gesto contraído.
—¡Oh! Por supuesto, disculpa, buscaremos a alguien que te ayude…
Thojdhild miró de un lado a otro, pero solo había esclavas que, como había dicho Thyre, empezaban a preocuparse por el hogar y los pucheros. Y, antes de tener que verse privada de una de ellas, apareció una solución cruzando el umbral, Leif y su nuevo tripulante, el callado arponero que había venido con él desde Nidaros, cruzaban las hojas abiertas del portalón de la skali.
—Ulfr Brazofuerte te ayudará —dijo sonriendo, como si el sobrenombre del adusto ballenero lo diese todo por explicado.
Thyre, todavía agachada, se giró para ver a los recién llegados. Vio los ojos azules del ballenero abiertos de par en par por la sorpresa, y sonrió. Tras un instante de vacilación su gesto fue correspondido por otra sonrisa franca y la joven no pudo evitar que sus labios carnosos se abriesen enseñando blancos dientes bien alineados que resaltaron ante el rubor que le subió a las mejillas.
De lo que no se percató la pareja, demasiado ocupada mirándose, fue de que Thojdhild los observaba con suspicacia.
Solo unos pocos alisos se empeñaban en crecer, revirados por el viento y menguados por el clima, entre las rocallas de las costas, alejados de los eternos hielos. Sus hojas se habían marchitado con el otoño, y ahora que las noches crecían llenando las veladas de largas sesiones de cerveza y leyendas al amor de los fuegos de las skalis, se caían desnudando las ramas grises de los árboles, listas para soportar las nieves y las heladas.
Leif, inmerso en la excitante promesa de nuevos territorios tapizados de bosques que aguardaban ser descubiertos, se ocupaba de los preparativos del Gnod. Eirik presumía de los logros de su hijo y Thojdhild, interrumpida más a menudo de lo que quisiera con los desmanes del fraile Clom a causa del hidromiel, se ocupaba de aliviar las tensiones de la colonia. La husfreya, al tiempo que intentaba promover algunas conversiones al cristianismo, hilaba fino la estratagema que había ideado para presentar ante el konungar Olav una señal de buena voluntad desde las tierras verdes; lo que no estaba resultando nada sencillo por culpa de la avaricia desmedida de Bjarni. El viejo roñoso argüía una y otra vez que, siendo el tío de la cristiana y devota esposa que habría de transmitir los buenos deseos de las colonias al monarca, la dote bien habría de merecer ser recordada por su cuantía; lo que no mencionaba, y Thojdhild se daba cuenta de ello, era qué parte de aquel magnífico ajuar que aportaría la novia al matrimonio, para el que reclamaba el auxilio de los fondos de Brattahlid, escamotearía para sí mismo como soborno por ceder la mano de su joven y guapa sobrina.
Además, la pequeña iglesia que se estaba levantando se vería retrasada por la llegada de las nieves y, por el momento, las familias dispuestas a aceptar la fe del Cristo Blanco no eran tan abundantes como Thojdhild hubiera deseado para causar buena impresión en el radical Olav. Por el momento, lo único que marchaba según lo previsto era la aceptación del compromiso por parte del hijo de Starkard; el joven Víkar se había mostrado tan encantado con la idea como para hacer que Thojdhild temiese que tanta ansiedad le hiciese perder la compostura cuando los recién casados llegasen a Nidaros.
Aún más lentos que los progresos en el sencillo templo eran los de Assur en su empeño personal y, entre la distancia que debía cubrir y su escasez de medios, el hispano apenas había logrado poco más que unos cuantos montones de piedras y algunos maderos, dispuestos al lado de los cimientos que, con tanto esfuerzo, había cavado. Todo estaba ordenado y pulcro, pero cada día se le antojaba mucho menos de lo que necesitaba cuando empezaba a pensar en ello incluyendo a Thyre, cuya imagen era incapaz de alejar de sus sueños.
La joven, por su parte, dejaba que su imaginación volase preñada de ilusiones. Y, aun a pesar de las continuas indirectas descaradas de su propio tío y de Thojdhild, se permitía imaginar una vida en la que sus elecciones primasen sobre lo que sus mayores habían determinado para ella.
Los mejores carpinteros de la colonia se ocupaban de reparar el Gnod y, mientras los hombres de Leif que irían a Jòrvik en el Mora disponían de algo más de asueto, los que habían sido elegidos para la nueva gran expedición planeada por el hijo de Eirik se veían desbordados por los preparativos.
Las esponjas de hierro que habían llegado desde Nidaros se transformaban en las fraguas y muchos restos, una vez templadas espadas y hachas, se aprovechaban para forjar los fuertes clavos que servirían para reparar la tablazón del Gnod y otros barcos.
Nacieron unos pocos niños, pero, para desconsuelo de las jóvenes madres primerizas, dos de ellos murieron a los pocos días, acompañando a un cansado leñador que, entre achaques, había llegado a la asombrosa cifra de setenta temporadas. También hubo que hacer un funeral para uno de los primeros colonos, uno de aquellos que se había atrevido a seguir al Rojo en su aventura inicial; fue enterrado con su barco, su caballo, sus armas, sus copas y cuernos, y recibió el respetuoso adiós de todos los del asentamiento porque era un hombre querido y respetado que siempre había hablado en el thing con mesura y juicio. Su primogénito heredó la hacienda; uno de los hijos menores se enroló en el Mora, obsesionado con las riquezas que le traería el monto del cobre de Jòrvik que le correspondiese. Otro de los hermanos, uno al que apodaban Costado de Hierro, decidió pedir ayuda al pudiente Starkard y conseguir fondos con los que armar una expedición de saqueo a las costas de Frisia.
Los trabajos más rezagados de los campos se finiquitaban y, además del grano almacenado, los ahumaderos terminaban de preparar las reservas para el invierno y para el avituallamiento de los navíos que partirían en primavera.
Un mercader retrasado, el último en llegar de la temporada, había traído bonitas cuentas de colores y algo de ámbar, pero lo que más interesó en la colonia del Eiriksfjord fueron las noticias sobre el nuevo konungar, que parecía seguir empeñado en purgar a sus enemigos valiéndose de la excusa de la nueva fe. El comerciante, agarrando su cuerno de cerveza con nudillos blancos, había comentado que la retahíla de decapitaciones había continuado. Y Eirik y su esposa habían hablado largo y tendido sobre ello. Thojdhild estaba convencida de que era necesario insistir en el tema de las conversiones y porfió hasta enfurecer a su esposo respecto a la conveniencia de conseguir un matrimonio notable de una pareja de jóvenes cristianos que enviar a Nidaros.
Los días pasaban y Assur se acostumbraba a la vida en la colonia. Se llegó a sentir como un groenlandés más, dispuesto a empezar de nuevo. Ya casi había conseguido dejar atrás la lejana Galicia, ya era más fácil para él pensar en su tierra como Jacobsland. Prácticamente había olvidado los días como esclavo, con el viejo same de escurrido gorro colorado gritándole órdenes todo el día. Incluso había aprendido a aceptar su culpa en la muerte de Sebastián, incapaz de perdonarse. Hasta podía asumir que Ilduara no sería ya más que un recuerdo, y se esforzaba por no pensar en ella, en aquella mañana en la orilla del Pambre, cuando le había traído el almuerzo y Furco la había recibido con alborozo.
Como ya había hecho con el Mora durante el invierno pasado en Nidaros, Leif procuraba que su nuevo barco estuviese a punto para la gran travesía que deseaba emprender cuanto antes. Pero el Gnod era poco más que un avejentado amasijo de tablones que los teredos habían hecho suyo, dejándolo forado y maltratado, por lo que los carpinteros tenían que esmerarse con especial cuidado para convertirlo de nuevo en un navío fiable. De hecho, con los gastos extraordinarios que supondrían tantas atenciones, cuando los ebanistas terminasen de calafatear el barco con grasa de foca, Leif habría asumido muchas más deudas de las que hubiera estado dispuesto a reconocer, incluso para alguien que, como era tan habitual en él, atendía a los acreedores con la despreocupación de un cachorro que se mordisquea las pulgas de los costados. Sin embargo, era evidente que hubiera salido mejor parado si no se hubiese dejado llevar por la triquiñuela del roñoso Bjarni y se hubiese limitado a pagar por el derrotero que el viejo navegante había seguido hasta aquellas ignotas tierras del oeste, la compra del Gnod lo estaba arrastrando a la ruina.
Al menos, podía consolarse pensando en la expedición paralela que planeaba con el Mora, una valiosa salvaguarda que evitaría el fiasco total si en aquellas desconocidas costas de poniente no encontraba las riquezas que esperaba.
Fuera como fuese, Leif no era de los que perdían el tiempo lamentándose por futuros inciertos, y su atención estaba centrada en los preparativos del viaje que, con la entrada del verano, emprendería hacia esas costas desconocidas del oeste sobre las que no tenían más certeza que las elucubraciones del rancio Bjarni.
Era temprano y la única luz llegaba difuminada desde levante alzándose con la perezosa amanecida que vaticinaba la llegada del invierno. Hacía frío, y una ligera aguanieve se mezclaba con el espeso ambiente que despedían los calderos de los calafates. Era una mañana desapacible del final del otoño, y el calor de las hogueras ayudaba a sobrellevar el mal tiempo.
—¿Te han entregado ya los juegos de velas? —le preguntó Leif a su contramaestre.
—Sí, dos fantásticos paños de lino, como pediste. Ligeras y resistentes. Y ya están engrasadas —contestó Tyrkir con una sonrisa eficiente.
Ambos contemplaban los pucheros en los que se caldeaba la brea para el Gnod y, mezclados entre los carpinteros y aprendices, supervisaban las tareas del astillero envueltos por el penetrante tufo de la pez caliente.
—¿Y? —dijo Leif escuetamente mientras miraba el interior de la enorme marmita bizqueando por la pestilencia.
Tyrkir abandonó la sonrisa y compuso un gesto de seriedad adecuado al informe que su patrón le solicitaba con aquella sencilla pregunta.
—Son livianas, mucho —señaló en primer lugar intuyendo qué era lo que más preocupaba a su patrón—. Y el tejido es muy prieto, no se destensarán como las viejas velas de lana, no necesitaremos sujetarlas con cajeta para evitar que se embolsen demasiado, se mantendrán planas. Y no harán falta tantas escotas… —Tyrkir calló cuando se percató de que Leif había escuchado suficientes detalles, y se sintió orgulloso de saber que el patrón confiaba en su criterio.
Leif se movía para hablar con uno de los carpinteros, dejando ya de lado el tema de las velas cuando, de improviso, giró sobre sí mismo para obligar a Tyrkir a detenerse en seco.
—Lo que me preocupa son los vientos —anunció sin más.
El contramaestre frunció el ceño, pero no dijo nada.
—No tenemos ni idea de lo que vamos a encontrarnos, y el Gnod es muy grande como para pensar en que los remos nos sacarán de apuros, sobre todo si vamos cargados.
Tyrkir estuvo a punto de apuntillar que así había sido y así sería para los hombres de mar, siempre a merced de los caprichos de Njörd. Sin embargo, comprendió que un comentario como aquel hubiera sido del agrado de Eirik, pero no de su hijo, que era un hombre mucho más pragmático y desligado de la voluntad de los dioses.
—Llevo tiempo dándole vueltas a la idea… Con vientos encarados una vela acuñada sería más práctica, podríamos jugar con ella y abarloarla a conveniencia, ¿entiendes? Habría que zigzaguear como un borracho —aclaró el navegante moviendo su mano de un lado a otro—, pero podríamos aprovechar parte del viento en contra para seguir avanzando.
El curtido contramaestre no era amigo de las novedades, y las palabras de su patrón le sonaron a chifladura.
—Pero no creo que se comportasen bien con mal tiempo, además, perderíamos empuje cuando soplase de popa… —añadió Leif encogiéndose de hombros.
A Tyrkir no le costó imaginar cómo un enclenque trapo acuñado bailaría como una gallina chocha en una galerna de aquel océano del norte que tanta veces había navegado. Casi pudo oír como las escotas del pujamen se partían restallando como látigos.
—Quizá habría que añadir otro mástil, y así tendríamos ambas cosas… —dijo Leif con expresión meditabunda antes de echarse a andar de nuevo hacia el maestro carpintero.
El contramaestre sabía muy bien que tales vacilaciones no eran habituales en su patrón. Leif podía parecer atolondrado y despreocupado, pero era un patrón juicioso que sabía leer las aguas y los vientos con increíble intuición y destreza. Hasta ahora, por descabellada que pareciese la travesía, siempre había llevado a sus hombres a buen puerto. Y Tyrkir supuso que aquellas dudas planteadas en voz alta eran el modo que Leif tenía de exorcizar sus temores ahora que el día de la botadura se acercaba.
—Cuando regresemos tenemos que hacer algunas pruebas, ¡puede que funcione! —concluyó el patrón justo antes de ponerse a hablar con el carpintero sobre los trabajos de calafateado.
Tyrkir se arrebujó en la piel que se había echado sobre los hombros y, venciendo un escalofrío que le traía la edad en aquella helada mañana, aguardó con el respeto debido; esperando por si era requerido por su patrón. Y, mientras lo veía hablar con el artesano, siguió dándole vueltas a la propuesta de Leif, cuanto más lo pensaba, menos irrisoria le parecía la idea.
Era evidente que aquella era una travesía muy importante para Leif. Hasta ese día, Tyrkir no lo había visto jamás inspeccionar personalmente hasta el último de los preparativos de un viaje. Y es que, hasta que la estrambótica idea de lanzarse en busca de aquellas tierras desconocidas de poniente había nacido, Leif había confiado más en su pericia y habilidad que en cualquier otra cosa, dispuesto a hacerse a la mar en una cáscara de nuez sin más compañía que una sonrisa y el buen humor de un muchacho el día en que prueba el jolaol por primera vez, por muy negros que fuesen los nubarrones del horizonte, sintiéndose capaz de que el viento rolase a su antojo para no tenerlo jamás de proa. Pero ante la proximidad del nuevo viaje, el contramaestre comprendió que llegar a aquellas costas era, precisamente, lo que Leif había esperado toda su vida; regresar del oeste anunciando nuevas tierras ricas en bosques lo convertiría en un digno hijo de Eirik el Rojo, merecedor de que sus hazañas se cantasen en las sagas, y Tyrkir comprendió las ansias preocupadas del patrón.
El Sureño sonrió paternalmente y se dispuso a avanzar al encuentro de Leif, que seguía discutiendo los detalles de la reparación del Gnod con el carpintero, cuando oyó a sus espaldas que alguien llegaba.
—¡Menuda peste! No me extraña que oláis como una porqueriza cuando regresáis del mar…
Tyrkir se giró para descubrir la rotundidad de Thojdhild, que lo miraba con pardos ojos serenos al tiempo que se taponaba la nariz con una mano y asentaba el pulgar de la otra en el lazo de los cordones de su faltriquera.
—Dile a mi hijo que venga, he de hablar con él, ahora mismo, no pienso esperar aquí y permitir que este tufo se me agarre al cabello y a la ropa.
El Sureño asintió y fue a hacer lo que le ordenaba la mujerona.
Cuando Leif llegó hasta donde su madre esperaba, la matrona ya había empezado a moverse y el patrón la siguió tras lanzarle una sonrisa cómplice a Tyrkir, una pícara expresión en la que dejaba claro que solo el buen humor le permitía sobrellevar que la husfreya lo siguiese tratando como a un crío.
El contramaestre dejó a la pareja adelantarse y echó un vistazo distraído al horizonte. El chubasco de aguanieve amainaba y Tyrkir comenzaba a alimentar sutiles esperanzas para sus doloridos huesos ante el día que empezaba a clarear cuando, sin poder evitarlo, escuchó algo que no se suponía que debía haber escuchado.
—¿Qué sabes de ese arponero sureño, ese tal Ulfr?
—A veces, cuando callas, te tocas la muñeca… Como si buscases algo que ya no está ahí…
Assur miró una vez más aquellos ojos trigueños en los que adoraba naufragar y agitó la cabeza con pesadumbre. Siempre atesoraba con pasión todos los momentos que podía compartir con Thyre, pero ese día, algo que Tyrkir el Sureño le había dicho por la mañana le estaba robando la ilusión.
—Hay faldas que es mejor no desatar, puede que ya tengan dueño… —había comentado el contramaestre con retranca, sin venir a cuento.
Había sonado como una clara advertencia. Más por el severo tono paternalista que por las palabras en sí.
En el ajetreo de la mañana habían pasado el uno al lado del otro, ni siquiera se habían saludado, con el tiempo justo para que uno hablase y el otro escuchase. Y Tyrkir había seguido camino, volviendo hacia la skali de Brattahlid desde la atarazana de los calafates al tiempo que, en voz alta, comentaba algo sobre la puesta a punto del Gnod con Halfdan, como si lo que le había dicho al hispano no tuviera importancia. Y el arponero se había quedado con un pie atrás en un paso pendiente, turbado. Rumiando aquel consejo con visos de amonestación.
Y Assur había seguido mordisqueando las aristas de aquellas palabras del contramaestre durante todo el día. Y ahora, junto a Thyre, el amargo sabor que le habían dejado se empeñaba en estropearle el momento.
Esa tarde, sentados sobre una vieja piel de oso que Assur había llevado consigo, contemplaban el tendido ocaso del norte sobre el horizonte cobalto del océano, delineado entre las curvas abruptas de los agadones de la costa. Ella aguardaba. Él, abstraído, meditaba.
Assur y Thyre habían cruzado palabras entrecortadas que los habían ayudado a saber cuánto desconocían el uno del otro. Habían descubierto algunos de sus secretos más íntimos y, escapando cada uno a sus obligaciones, habían aprendido a convertirse en confidentes encontrándose en los rincones más disimulados, ansiosos por tener algo de tiempo para ellos solos. Como esa tarde.
El cielo, tras el aguanieve con que había levantado el día, aparecía ahora diáfano y limpio, como la casa de un ama hacendosa. Las jornadas eran ya muy cortas, faltaba poco para que el einmànathr coronase el invierno, y las brisas enfriadas del final del día lo atestiguaban. El aire olía al salitre empreñado de las esencias de serbales y enebros, muy de fondo se percibían los aromas de las bayas maduras del final del otoño.
Podrían haber disfrutado de la mutua compañía, pero aquellas palabras del Sureño habían estropeado la alegría del hispano por poder encontrarse con la mujer que había despertado en él sentimientos tan profundos como no recordaba. Assur sabía, ella se lo había dicho, que el viejo Bjarni, confabulado con Thojdhild, parecía empeñado en encontrarle un marido. Sin embargo, hasta aquellas palabras de Tyrkir, Assur no había pensado en ello con detenimiento. Era más fácil obviarlo.
Ahora se sentía agobiado, con las entrañas tensas como una vejiga reseca cubriendo un tragaluz.
—¿Estás bien? —insistió Thyre preocupada ante la falta de respuesta.
Assur tampoco contestó, seguía mirando el horizonte. Y ella, inclinándose para recoger sus pies descalzos bajo sus muslos, reunió el valor suficiente para acercar su mano hasta la del hispano.
Thyre dudó, ansiosa por dejarse llevar y preocupada por el rechazo. Después de juguetear tímidamente con la apolillada pelambrera de la piel, reunió el coraje que necesitaba y revoloteó con sus dedos sobre el dorso de la mano de Assur. En cuanto sintió el contacto, el hispano se giró hacia ella y la miró con intensidad.
La joven vio aquellos ojos que la escudriñaban y temió haber hecho algo incorrecto, se sintió amedrentada y notó cómo el rubor cubría sus mejillas. Quiso retirar su mano, pero Assur se lo impidió apresurándose a tomar entre los suyos aquellos delicados dedos.
Ella, abochornada, bajó el rostro y apagó sus ojos en el raído cuero. Y un pequeño escarabajo que se esforzaba por atravesar el laberinto de la vieja pelambre se convirtió en el centro de su mundo mientras el corazón amenazaba con romperle el pecho.
Assur la miró, embriagándose de ternura. Rizos desmañados caían ocultándole el rostro, y la línea limpia de la frente recortaba su perfil entre aquellos reflejos pajizos, en el puente de la nariz bailaba un destello de la puesta de sol, y las suaves curvas de los labios se combaban con evidente tensión. Entre los cabellos se veía un delicado lunar que moteaba la suave piel nacarada de su cuello, y Assur tuvo que reprimirse para no besarla justo allí. Inclinado sobre el nacimiento del pecho pendía un collar de coloridas cuentas de vidrio que oscilaban al ritmo de la agitada respiración llenando el aire con un frágil tintineo hipnótico.
Thyre no se atrevía a mirar a aquel hombre que le había enseñado a desear que su ropa se disolviese en un suspiro, a anhelar que él fuese la imagen de sus sueños. No lo veía, sin embargo, podía sentirlo, tan cerca y tan intensamente que dolía. Sus manos vigorosas recogían la suya con la delicadeza justa para poder refugiarse en toda aquella fuerza, contenida con la ternura necesaria para evitar dañarla. Su olor la abrazaba haciendo que sus piernas se estremeciesen.
Él soltó una de sus manos y tomó el frágil mentón de ella con delicadeza. Thyre sintió la piel maltratada de la cicatriz y, de improviso, notó un calor irrefrenable que le inundaba el rostro. El tacto era rudo, pero le gustó, y le gustó porque aquella cicatriz era él, un pedazo de él, era una parte de aquel hombre al que estaba aprendiendo a amar, con esa y con todas las imperfecciones que lo hacían único. Único y suyo.
La presión de la mano de Assur aumentó y ella se dejó hacer. Cuando alzó el rostro vio aquellos ojos que sabían a mar y se sintió perdida. Por un momento sintió un dolor insondable atravesarle las entrañas, por un instante imaginó lo que supondría no volver a ver aquellos ojos jamás y casi pudo oír el silbar del viento zumbándole en los oídos mientras caía desde el más alto acantilado del norte.
—Viajaba hacia el norte, intentaba llegar a Nidaros… —dijo Assur en tono meditabundo, soltando a la joven para masajearse la muñeca—. Una tormenta me sorprendió, y no tenía donde refugiarme…
Thyre quiso decirle que no hacía falta que diese explicaciones, que no le importaba, pero el hombre calló repentinamente.
Él sentía deseos de trazar los rumbos que unían las constelaciones que las pecas formaban en aquellas suaves mejillas. Más aún, necesitaba tocarla, fundirse en su piel, hundir el rostro en su melena. Y no tuvo más remedio que dejarse arrastrar por la sinceridad que su alma deseaba liberar.
—No, no es así…
Ella solo miraba.
—Yo tengo…, tenía una hermana…
Y Assur contó su historia y se sintió agradecido por aquel silencio comprensivo con el que ella supo regalarle.
Salió a borbotones como la corrupción supurante de una herida infectada. Y fue doloroso.
Leif había escuchado gran parte de aquellas mismas palabras, pero esta vez Assur dejó escapar todo el dolor, toda la amargura que su alma había apresado con codicia a lo largo de tantos y tantos años. Le habló de la pequeña granja de Outeiro y de la apacible y olvidada vida que había quedado allí, en la ribera del Ulla. Contó cómo la hiel había subido a su garganta al descubrir en aquel escondrijo entre las piedras que Ilduara ya no estaba, le describió el abrumador peso de la responsabilidad. Le habló de aquellas tumbas sin nombre que habían quedado abandonadas. Explicó cómo había dejado con Ezequiel el pequeño carro de juguete.
Assur se desahogó rompiendo una vieja presa que rezumaba bilis indigesta. Thyre lo escuchó. Él pasó una y otra vez del alivio a la pena y comprender tanto sufrimiento hizo que temblorosas lágrimas cohibidas se desprendieran desde las largas pestañas de ella. A él la voz se le trababa con los recuerdos más ingratos.
También le habló de Gutier, de su paciencia, de cómo descubrió la importancia del honor y la camaradería; del abrigado cariño de Jesse, y de cómo se sintió al tener que guardar el secreto de la traición de Weland; y de sus tiempos más oscuros, cuando el alcohol y las reyertas en las tabernas de Nidaros se convirtieron en sus únicos amigos, cuando toda esperanza de encontrar a Ilduara se disolvió en el rencor que nació de la aceptación de la muerte de Sebastián.
Se hizo tarde, tan tarde como para que el frío de la noche los obligase a acercarse más, y como para que ella olvidase que hacía mucho que debía estar ya en la hacienda.
Y Assur solo se guardó una cosa. No dijo nada sobre el comentario que Tyrkir había hecho en la mañana. Pero como Thyre comprendería años más tarde, él siempre pensaba en protegerla.
Cuando él calló con un prolongado suspiro, ella acercó su rostro, deseando apresar con sus labios la boca de aquel hombre.
—Y entonces apareciste tú… —concluyó Assur mirándola una vez más a los ojos.
Fue un beso dulce, lleno de ansiosa pasión y urgente necesidad. Torpe al principio porque su deseo los nublaba, pero dominado pronto por la devoción que atesoraban el uno por el otro. Fue un beso que tachonó la luna y las estrellas del horizonte impidiéndoles recorrer el cielo para marcar el paso del tiempo; largo y sostenido, y, aunque al principio solo jugaron con sus labios, sus bocas se abrieron pronto generosas y sus lenguas descubrieron sabores soñados en noches de soledad.
Ella lo rodeó con los brazos y se emborrachó con la cálida protección que sintió al verse correspondida, arropada por el abrazo de él. Ambos se vieron envueltos en la cálida sensación de haber regresado; sin saberlo, se habían estado buscando y ahora, por fin, se encontraban.
Se exploraron ansiosos, dibujándose arabescos en los surcos de sus cuerpos con las yemas de los dedos, repartiéndose caricias impacientes que los estremecieron. Sus manos tocaron melodías de complicados acordes divinos, erizando el vello, provocando escalofríos de placer.
Thyre dejó que él acallase sus miedos con pacientes palabras cariñosas y pronto intuyó que Assur, de un modo especial y único, se refrenaba sin rogarle nada que no esperase con toda su alma. Él le enseñó qué significaba sentirse una mujer deseada. Ella descubrió cómo la humedad la inundaba, convirtiéndola en una alcancía lista para llenarse hasta rebosar, y también averiguó lo que hacía de él un hombre, lo notó firme y palpitante bajo las ropas y se excitó aún más al escuchar cómo él gruñía de placer y se apretaba contra su mano.
Assur venció su batalla con las capas de tela y rebuscó con sus dedos hasta intentar contener el manantial que de ella brotaba, y mientras se esforzaba por mantenerse lo suficientemente sereno como para no verse arrastrado por la pasión enfebrecida que se desbocaba en su interior, usó su mano libre para conseguir que el blusón se elevase y los rotundos pechos de ella se endureciesen al aire frío de la noche.
Eran grandes y llenos, colmados, y él los besó, rodeándolos con sus labios y dejando en ellos el rastro brillante de las huellas de su boca. Y cuando él mordisqueó uno de aquellos frutos maduros que coronaban las areolas, a Thyre se le escapó un grito en el limbo entre el dolor y la pasión.
Él alzó el rostro y vio como la punta de su lengua rosada asomaba por entre los labios fruncidos, la curva de su mentón, la piel tensa de su garganta, y la vio tan bella como la esperanza de un reencuentro, tan bonita como las flores de un cerezo entre la nieve de primavera.
Ella inclinó la cabeza y descubrió los ojos de él mirándola con ternura. Y lo que vio dio sentido a los versos de los escaldos, eran las lunas de su rostro. Y también vio en ellos algo dulce y profundo que borró aquella tristeza adusta que los envolvía a diario.
Assur insistió una y otra vez, diciéndole que no tenían por qué continuar, asegurándole que aquello que estaba naciendo entre ellos viviría eternamente. Y ella sintió la certeza que necesitaba para seguir adelante.
Los oídos de cada uno se llenaban de los gemidos del otro, sus pieles se llamaban con pasión desesperada haciendo que sus cuerpos ardiesen como ascuas al viento.
Assur la invitó a montar sobre él, dejándole a ella decidir el momento y la fuerza adecuados.
Y cuando sus cuerpos se encontraron por fin como uno solo, el lejano rumor del oleaje del mar les dictó el ritmo al que debían mecerse.
—¿Qué sabes de ese arponero sureño, ese tal Ulfr?
Leif, sorprendido, no respondió. Su madre lo miraba con severidad, calibrando la reacción de su hijo. Fue un silencio incómodo en el que Tyrkir disimuló como pudo el haber oído aquella pregunta, intentando retrasarse unos pasos más y luchando contra su curiosidad. Tras unos instantes, Thojdhild asintió, más para sí misma que para su interlocutor.
—¿Cómo van las cosas? ¿Tendrás todo a tiempo? ¿Quieres que me encargue de preparar unos cuantos barriles de salmuera para alguna conserva? —dijo finalmente la husfreya de Brattahlid.
Leif parpadeó intrigado. Y aunque tampoco contestó, Thojdhild no protestó.
Habiendo dejado resueltos sus asuntos con carpinteros y calafates, el patrón pensaba en regresar a la hacienda para dedicarle algo de su tiempo al avituallamiento y otros pormenores, pero Thojdhild se había adelantado plantándose allí, disimulando con excusas que sonaban a falso desde la primera palabra. Ahora caminaban cara a la hacienda y el hijo se preguntaba qué tramaría la madre, no era habitual en ella preocuparse por los detalles de una expedición a no ser que tuvieran consecuencias políticas y Leif sabía que, solo si efectivamente traía noticias de nuevas tierras, su madre se interesaría sinceramente. Y, más que ninguna otra cosa, Leif se cuestionaba sobre cuánto sabía su madre sobre el pasado de su amigo.
—Tu padre no podrá acompañarte, la situación política es delicada, y no podemos permitirnos que el señor de Groenland ande dando tumbos por el mundo…
El navegante, que hubiera esperado algo más de disimulo para arreglar el brusco comienzo de la conversación, quizá alguna pregunta más sobre las cecinas o los ahumados que pensaba cargar, quedó sorprendido por la franqueza de la matrona. Estaba a punto de objetar algo cuando su madre se le adelantó y regresó una vez más, incapaz de contenerse, al asunto que la había llevado hasta la pestilencia de los calafates.
—¿Qué sabes de ese Ulfr?
Leif quiso protestar pidiendo algo de tiempo, empezaba a sentirse acosado, pero Thojdhild no le dio oportunidad.
—¿Es germano? ¿Y su familia? ¿Quién es su padre?
Definitivamente, la matrona estaba siendo algo más directa de lo habitual en ella.
Leif percibía el apremio en las palabras de Thojdhild, y se amoscó enseguida. Su madre bien podía entrometerse sin haber sido invitada, no era raro en ella. Pero como los años le habían enseñado, los eternos tejemanejes de Thojdhild en las sombras solo podían significar una cosa: que a la matrona se le había metido algo en la cabeza y no cejaría en su empeño. Sin embargo, antes de contestar, había compromisos de sinceridad y confianza que valorar. Y Leif, aunque dicharachero y aparentemente despreocupado, no era de los que se dejaban coger en un renuncio con facilidad.
—Pues no sé mucho —mintió Leif decidiéndose por la neutralidad entre el deber hacia su madre y la lealtad hacia su amigo—, se ganó su puesto en el Mora con una apuesta…
Thojdhild interrumpió a su hijo con un bufido de desagrado decorado con aspavientos que dejaban bien claro lo atolondrado de la idea y lo harta que estaba de que los hombres que la rodeaban tomaran decisiones tan importantes a partir de juicios tan ridículos. Y aprovechó los ademanes para intentar despegarse el tufo de la brea, que todavía los rondaba.
—Ya sé, ya sé… Pero y su familia, ¿quién es su padre? ¿Desciende de algún jarl? Aunque sea sviar…
La mujer terminó la frase con una entonación que demostraba el poco respeto que le merecían las tribus del este.
—Espero tenerlo todo listo para antes de la primavera, quiero partir en cuanto mejore el tiempo —dijo Leif dándose un instante para pensar en el modo de evitar hablar más de lo debido—. No sé, la verdad —terminó por contestar el marino ante los gestos de apremio de su madre—, cuando un nuevo tripulante se enrola, me preocupan más sus habilidades que su pasado…
Thojdhild, como la mayoría de las mujeres del norte, además de casarse con uno, había parido y criado a hombres que habían dedicado la mitad de su vida al mar, incluso había conocido a muchos que la habían perdido en las frías aguas del océano de los grandes hielos, y sabía que su hijo mentía. Un buen patrón era el padre, el confesor y el amigo de todos sus hombres, era su obligación conocerlos y hacerlo bien, porque, como sabía la mujerona, el único modo de mantener la autoridad de una forma duradera era ganarse la confianza de todos y cada uno de los de a bordo. Y a ella le constaba, con orgullo, que su hijo era uno de esos líderes capaces y templados que mantenía la disciplina y el respeto gracias al conocimiento que tenía de sus tripulantes.
Por un momento sintió un leve deje de orgullo, su retoño medía el impacto de sus palabras valorando las consecuencias políticas, quizá había por fin madurado y era capaz de ver más allá de la gloria de expediciones imposibles. En cualquier caso, las evidentes evasivas de Leif la pusieron sobre aviso, si hasta el momento había considerado la idea de cambiar sus planes, aquellas palabras le hicieron desechar la iniciativa de plantear un compromiso entre Thyre y Ulfr. Los había visto hablar en la hacienda, y le daba la impresión de que los dos jóvenes se llevaban demasiado bien; si el enigmático ballenero tuviera un linaje del que enorgullecerse, ella hubiera podido decantarse a favor del arponero en lugar de Víkar, demasiado ansioso desde que su padre le había hecho ver lo que se esperaba de él. Pero Leif sabía algo que no quería contarle, un secreto inconfesable de su amigo, y esa certeza fue suficiente para abandonar esa posibilidad. Era obvio que, si quería organizar un matrimonio cristiano entre notables groenlandeses que pudieran servir de embajadores en Nidaros, el tal Ulfr no podría ser uno de los contrayentes; si no, ¿a qué venía el silencio de su hijo?
—Como quieras…, tu silencio es también una respuesta. Como quieras… Pero deberías decirle que se mantenga alejado de la sobrina de Bjarni —añadió de sopetón—, me parece que últimamente le ha estado prestando demasiada atención.
Tyrkir fingió no haber oído y se pasó una mano distraída por la dolorida articulación de su cadera.
Leif miró de reojo a su madre, sopesando con cuidado el significado de lo que la husfreya le decía, pero ya estaban llegando a Brattahlid y Thojdhild se desvió para hablar con las muchachas a su servicio sin darle oportunidad de réplica a su hijo.
El ajetreo de la mañana se notaba en las idas y venidas de las gentes de la hacienda. Tyrkir, que había caminado tras Leif y Thojdhild, guardó ahora una distancia prudencial; listo por si el patrón llamaba, pero dejándolo a su aire para rumiar las palabras de la matrona.
De entre los que salían de la granja, el Sureño vio a Halfdan y, pensando en tareas más prácticas, aprovechó la ocasión para desviarse sin tener que dar explicaciones. Cuando llegó hasta el Rubio le ordenó que volviese a revisar el trabajo de los calafates que se estaban ocupando del Gnod. Y en ese instante vio a Ulfr.
Le había tomado cariño al silencioso ballenero de profundos ojos azules, le gustaba aquel Brazofuerte que se había hecho merecedor de su respeto a base de obedecer, callar y hacer bien lo que se le ordenaba; y no pudo evitar advertirlo. Lo que acababa de oír podía tener consecuencias para Ulfr, y no supo prescindir del impulso de tener un gesto hacia aquel que había cruzado las aguas del océano a su lado.
Desde el aviso del Sureño, haciendo malabares para evitar que Thyre se preocupase, Assur había procurado mantener su relación, que crecía día a día inflamada por la ilusión, en un difícil plano discreto. Y, a lo largo de las semanas, siempre había intentado que sus encuentros se sirvieran del disimulo de las afueras del fiordo, aportando excusas vanas si surgían preguntas. Algo que a cada ocasión les iba sabiendo a menos, pues cada día se necesitaban y deseaban con más y más premura. El problema era que ambos desconocían que el tiempo del que disfrutaban se debía única y exclusivamente a la avaricia sin medida de Bjarni, que no parecía dispuesto a ceder a su sobrina a no ser que la recompensa que esperaba escamotear fuera memorable. Algo que estaba sacando de sus casillas a Víkar, que, encantado con la idea de contraer matrimonio con Thyre y tener la oportunidad de representar a la colonia en la corte de Nidaros, solo se contenía cuando su padre le recordaba con machacona insistencia que el buen nombre de su linaje lo obligaba a mantener las apariencias.
La primavera se anunciaba con timidez, y los nuevos amantes, ajenos a la impaciencia de Víkar, no eran los únicos que se sentían llenos por los cambios que empezaban a mostrarse. Las brisas revolvían la vegetación del fiordo y los arroyos bajaban estruendosos, henchidos por el deshielo. Además, los preparativos para la partida del Gnod, destacada ante cualquiera otra de las expediciones que se gestaban, revolucionaban la colonia. Todos se contagiaban del alegre impulso con el que Leif, que apenas podía pensar en otra cosa, ultimaba su gran viaje. Incluso el viejo Eirik dejaba más a menudo su manido peine para presumir de que su hijo le había pedido que lo acompañase a descubrir las ignotas costas de poniente, se le llenaba la boca hablando de los grandes bosques de altos árboles desde los que traerían madera.
Pero Thojdhild no se dejaba contagiar del alborozo debido al cambio de estación, y tampoco se sentía atraída hacia el jolgorio con el que los marinos pensaban en sus próximas travesías. Ella estaba mucho más preocupada por lo que pudiera llegar desde Nidaros, temerosa de que, desconfiando fácilmente de la labor del borrachín Clom, el konungar enviase más emisarios a Groenland. Las conversiones a la nueva fe no marchaban tan bien como la matrona hubiera deseado, la figura del Cristo Blanco, aun a pesar de los sobornos ofrecidos entre sonrisas, no lograba calar tan hondamente como Thojdhild pretendía. Y, para su disgusto, su marido, tentado por recuperar las glorias del pasado, pensaba más en lo que le prometía la próxima aventura de Leif que en la delicada situación política en la que se podían ver comprometidas las colonias de las tierras verdes. Sin embargo, ella no olvidaba las penurias del exilio y la vergüenza de la huida, y no pensaba permitir que existiese la más mínima posibilidad de que el entronado Olav pudiese llegar a albergar tan siquiera una leve duda de la lealtad de los asentamientos groenlandeses.
Tenía que ocuparse de que su esposo dejase a un lado sus ambiciones infantiles y rigiese sus dominios. Y tenía que ocuparse de concertar de una vez aquel matrimonio.
—Pero yo quiero ir, quiero llegar hasta esos enormes bosques, y espero que haya pelea —dijo Eirik el Rojo con los ojos encendidos y blandiendo su peine de asta como si fuera un puñal.
A Thojdhild se le escapó una sonrisa tierna, el paso de los años había avejentado el cuerpo de su esposo, haciéndolo propenso a los achaques y al dolor recurrente de las viejas heridas de batallas pasadas, pero ese mismo devenir del tiempo parecía haber rejuvenecido sus ansias de gloria. Sin embargo, la matrona sentía el peso de las responsabilidades de un modo más acuciante.
—Y ¿qué pasará si Olav Tryggvason envía a un senescal mientras estás embarcado? ¿Quién responderá ante él?
Eirik sabía que su esposa tenía parte de razón, pero estaba demasiado ilusionado como para renunciar a sus expectativas.
—Además, ¿de qué crees que se hablará en las colonias si no estás aquí cuando haga falta?
El Rojo se dio cuenta de que su autoridad podría verse menoscabada si, en su ausencia, tenía que delegar en otro de sus hijos o en alguno de los notables de los asentamientos, muchos no lo verían con buenos ojos, especialmente, si algún enviado del konungar aparecía.
—Debemos ocuparnos de hacer que el culto al Cristo Blanco sea más presente, hay que acabar de levantar la iglesia, y hay que concertar esa boda de la que hemos hablado, tenemos que prepararnos… No podemos permitirnos que el konungar dude de nuestra lealtad, y no hay tiempo para que te dediques a navegar hacia lo desconocido.
Eirik rastrillaba sus rebeldes greñas con aire pensativo. Como tantas otras veces a lo largo de los años, su esposa tenía razón, pero a él le costaba dar su brazo a torcer.
Thojdhild sabía que tenía que ofrecerle una salida orgullosa a su esposo, de no ser así, jamás cedería.
—Basta con que cuando llegue el momento de embarcarte tengas algún percance que te impida viajar, todo el mundo lo entenderá… Podrías simular algún achaque…
Eirik insistió en las patillas con gesto contrito.
—Podrías caerte del caballo…
El Rojo suspiró y afirmó levemente con la cabeza.
Thojdhild no pensaba permitir que la tacañería de Bjarni, o los mal disimulados melindres de Starkard, empeñado en ocultar las ansias de su hijo al tiempo que procuraba aparentar que la encomienda de que Víkar representase a la colonia en la corte lo hacía henchirse de orgullo, pudiesen coartar la estratagema que había ideado para evitar cualquier posible resquemor del konungar hacia las colonias de Groenland.
En las últimas semanas había dejado que ambas familias rumiasen sus protestas y alegaciones, dándoles tiempo y esperando que unos temiesen perder la oportunidad de cobrarse un favor del propio Eirik el Rojo, y que el otro pudiera arrepentirse de no llegar a recibir parte de los bienes de la suculenta dote que podía llegar a acordarse, inflada por el aporte que se haría desde los arcones de Brattahlid. Pero, con la cercanía de la primavera, Thojdhild quería que el asunto quedase resuelto, antes de que, desde Nidaros, pudiesen llegar noticias de Olav.
Y, aunque durante un tiempo, especialmente mientras las celebraciones del Jolblot que la habían mantenido ocupada, Thojdhild no había prestado tanta atención como hubiera deseado a la joven Thyre, ahora pensaba retomar sus obligaciones al respecto.
La había visto cruzar sonrisas que sabían a coartada cómplice con el nuevo tripulante de su hijo, y aunque había intentado averiguar si el tal Ulfr podría llegar a sustituir a Víkar como prometido, no las tenía todas consigo. El curioso ballenero no parecía una buena opción, incluso si ella y su esposo lo patrocinaban proporcionándole fondos con los que presentarse al compromiso de manera digna, correspondiendo a la altísima dote que Bjarni reclamaba, el recién llegado no dejaría de ser más que un paria, y su compromiso no resultaría significativo políticamente. En cualquier caso, como buena ama de casa, Thojdhild sabía que hacían falta todos los granos para llenar el saco, por lo que en los últimos días había estado esperando una oportunidad para poder ahondar un poco más en el tema, pero no había surgido. Sin embargo, esa tarde el único que podía revelarle algo más sobre el enigmático arponero se cruzaba en su camino.
—¡Halfdan! —llamó la matrona al Rubio desde el otro lado de los muros de Brattahlid cuando lo vio pasar hacia los astilleros.
No necesitó mucho para hacer hablar al lenguaraz ballenero, que parecía dispuesto a vender su alma si con eso se granjeaba algo de atención. Al poco de la conversación, y a pesar de las frecuentes referencias autobiográficas de Halfdan, la matrona ya había obtenido la información que deseaba.
La llegada a Nidaros de Ulfr había sido mucho más interesante de lo que hubiera podido imaginar.
Assur la vio acercarse con una sonrisa en los labios que se anunciaba forzada y falsa, compuesta como el cincelado brusco de un mal artesano en una piedra demasiado dura.
El hispano había estado mirando las llamas del gran fuego que dominaba la skali de Brattahlid, recordando el largo y dulce beso con el que se había despedido de Thyre aquella tarde. Había estado pensando, su hogar empezaba a intuirse en las huellas que sus denodados esfuerzos dejaban en la tierra del cabo que había elegido para labrar una vida. Había estado soñando, pero ahora se forzó a componerse serio y tieso, tuvo el tiempo justo para albergar un terrible presentimiento.
En cuanto llegó hasta Ulfr, la boca de Thojdhild rechinó.
—Así que tú eres el que consiguió acertar a ochenta yardas…
Assur se encogió de hombros.
A su alrededor los thralls iban y venían, las muchachas al cargo de Thojdhild se preocupaban de los preparativos de la cena. Una de ellas tejía lana teñida de gris con infusión de aliso. Otra eliminaba las habas picadas de entre las que tenía extendidas ante sí sobre una esterilla.
—Mi hijo habla a menudo de ti, parece ser que te tiene en gran estima —añadió la matrona girando levemente el rostro; las palabras se le desprendieron con un tono que Assur no supo descifrar—, precisamente, hace unas semanas estuvo hablando con su padre sobre tus pretensiones…
A uno de los esclavos se le cayó un cubo hecho con corteza de abedul y el líquido que contenía se desparramó salpicando a los que pasaban, pero Thojdhild no se molestó en protestar, solo echó una mirada despectiva al desaguisado y volvió a centrar su atención en el antiguo arponero.
—Está muy bien que quieras unirte a nosotros, todo nuevo colono es bien recibido. Y Leif nos ha comentado que has elegido un bonito lugar a apenas medio día de marcha…
Assur se retrepó en el banco y se tocó la muñeca con aquel gesto que no conseguía olvidar.
—Estoy segura de que tendrás una hacienda preciosa. El marfil de morsa es un género muy bien pagado, y no hay muchos que se atrevan a ir a buscarlo tan al norte. —El ballenero asintió con suspicacia—. Y no creo que haya problemas en el thing, estoy convencida de que Eirik avalará tu petición. Después de la asamblea del verano podrás considerar esos terrenos como tuyos, serás un bondi de pleno derecho, un hombre libre que trabaja su propia granja.
Al arponero no le gustó el tono, y temió las segundas intenciones que evidentemente ocultaba la mujer.
—Sería una pena si alguien encontrase algún motivo para oponerse a tu alegato en el thing, una verdadera pena…
Assur miró fijamente a la matrona.
—… Es curioso, he estado hablando con Halfdan —el hispano notó como se le tensaban los músculos de la espalda, los puños se le cerraron sin que pudiese evitarlo—, y me ha contado algunas cosas sobre vuestras andanzas en Nidaros.
El ajetreo de la skali crecía a medida que la hora de la cena se acercaba, ya había espetones que siseaban grasa sobre el fuego, y los caldos borboteaban en los pucheros que colgaban de las espernadas que pendían de las vigas del techo.
Al hispano no le costó imaginar la boca suelta de Halfdan hablando más de la cuenta. El Rubio era un bravucón lenguaraz de orgullo desmedido al que no le resultaba difícil encontrar palabras inmensas para relatos pequeños.
Thojdhild calló el tiempo suficiente para dejar que sus palabras calasen y, como vio que Ulfr no parecía dispuesto a decir nada, decidió pasar a un ataque mucho más directo.
—Las palabras de Halfdan son suficientes para dudar de tu condición de hombre libre. Antes de que se rumorease sobre tu origen germano o sviar, muchos en Nidaros llegaron a pensar que eras un esclavo huido. Y supongo que eres consciente de que, aunque ningún señor llegase a reclamarte —dijo la matrona marcando cada palabra—, una declaración así sería suficiente para que la asamblea no te concediese las tierras que ansías. Tendrías que esperar hasta que pudieses presentar a otros hombres libres que atestiguaran tu condición, ¿lo entiendes?
Assur porfió en su silencio, todavía no estaba seguro de adónde quería llegar la señora de Brattahlid.
Thojdhild, ávida por terminar, dio la última puntada.
—Sin embargo, es posible que todo el asunto se, digamos, olvidase…
El hispano dudó.
—Si hicieras lo que debes…
Alguien rio a lo lejos y Tyrkir cruzó el umbral hablando con uno de los hombres de Leif.
—Si te olvidas de esa muchacha… Yo misma me encargaría de que mi esposo velase por tus intereses en el thing, como bien sabes, su palabra bastaría para garantizarte los terrenos…
La matrona miró al hispano con fría intensidad y Assur no tuvo ninguna duda, aquella mujer estaba dispuesta a hundirlo en la miseria.
Y, viendo la expresión endurecida del rostro de Ulfr, Thojdhild quiso dejar bien claras sus intenciones.
—La sobrina de Bjarni está llamada para asuntos con los que tú no tienes nada que ver. Y si porfías en tu interés por ella, no solo me ocuparé de que esas tierras no sean tuyas, también le rogaré a mi esposo que te expulse de Groenland y te obligue a regresar a Nidaros. No puedes probar que eres un hombre libre…
Assur tensó su mandíbula antes de responder.
—No renunciaré a Thyre por un pedazo de tierra. Por mí, eres libre de decirle a Eirik el Rojo que puede hacer como le plazca…
Thojdhild no había esperado aquel ataque de integridad, hubiera sido mucho más lógico decantarse por la posibilidad de tener una hacienda propia que la promesa de un amor que solo sería eterno mientras durase. De repente se sentía como si hubiera equivocado su lugar.
Lo que la matrona no sabía era que Assur había dejado atrás demasiados seres queridos. El alma del hispano no estaba dispuesta a echar de menos a nadie más, su cupo se había alcanzado hacía tiempo, y prefería la miseria a perder a la mujer que le había enseñado a aguardar cada amanecer con la jovialidad de un niño.
—No renunciaré a ella —insistió Ulfr recordando las miradas dulces que se colgaban de los ojos trigueños de Thyre—. ¡Jamás!
Thojdhild, sin embargo, fue capaz de recomponerse rápidamente y, aunque no había esperado algo así, tenía otros modos de hacer realidad sus propósitos.
—Entiendo…
Algo cambió en la expresión de la matrona, que se mordisqueó el labio inferior con sus grandes dientes cuadrados antes de hablar de nuevo.
—Pretendes comprometerte con ella, organizar una boda, ¿verdad? Crees que podéis formar una familia sin importar si tenéis o no dónde caeros muertos… Piensas que vuestro amor es suficiente, ¿no es así?
Assur no quiso tomarse la molestia de contestar; dando el asunto por zanjado, hizo amago de levantarse, pero la mano de la mujerona se posó en su hombro para impedírselo.
—Y cuando esté sentada en el banco, durante la boda, aguardándote en la ceremonia, ¿qué regalo piensas presentarle?, ¿cuál va a ser tu pago por la dote?
El hispano quiso morderse la lengua, pero no supo guardar la dignidad del silencio y él solo se metió en la encerrona.
—A ella eso no le importa —dijo Assur, y se arrepintió de notar en su voz un deje lastimero que no supo evitar.
—Claro —contestó Thojdhild destilando un cinismo ácido que corroyó los tímpanos del hispano—, seguro. Y tampoco le importará que la asamblea os deniegue las tierras a las que aspiras, pero ¿y tu pasado?
—Ella sabe todo lo que tiene que saber —dijo él apresuradamente, midiendo sus palabras para no admitir nada más allá de lo que Thojdhild ya sospechaba.
—Por supuesto, os queréis, os amáis, no tenéis secretos… Pero ¿y su familia?… ¿Acaso piensas que Bjarni aceptaría esa ceremonia?
La matrona dejó que el silencio alborotado de la skali los envolviese. Cuando volvió a hablar lo hizo con una firmeza que no dejaba lugar a dudas.
—¿Eres consciente de que mi esposo es el jarl de Groenland? De las dos colonias —apuntilló Thojdhild con claras intenciones.
Assur entendió la amenaza.
—Vosotros os queréis, pero ¿piensas que su amor por ti será suficiente para vivir en el exilio? —preguntó Thojdhild destilando amarguras pasadas en su voz biliosa.
Al hispano empezaban a sobrarle los detalles.
—¿Y te parece que su amor por ti será suficiente para perdonarte que toda su familia sea también exiliada?…
Assur sintió cómo algo se le encogía en el pecho.
—Eirik podría reclamarle a Bjarni por el escándalo que montó sobre el pago en marfil, podría retarlo a un duelo, o podría pedir una compensación, quizá incluso de un precio tan alto como para que las hermanas de Thyre tengan que ser vendidas como esclavas…
—Leif no lo permitiría —negó Assur entre dientes.
—Me temo que no lo comprendes, no importa lo que Leif quiera, se hará lo que mi esposo decrete, y mi esposo hará lo que yo le diga… O cambias de actitud, o me encargaré de que los que no acaben como esclavos sean exiliados, podrás casarte con ella, pero te aseguro que, antes de la noche de bodas, ella partirá encadenada hacia los mercados de esclavos de Oriente, acompañada de todas sus hermanas…
—¡Bobadas! Ni mal presagio, ni mala fortuna… Es más sencillo, las nornas no han querido concederme la oportunidad de buscar la gloria de nuevo… ¡Los inviernos me han ablandado los huesos!
La multitud congregada escuchaba las palabras de su señor, y Eirik, jarl de Groenland, rugía desde un roquedal al que sus hombres le habían ayudado a subir. Mantenía su pierna derecha estirada, envuelta con jirones de tela basta que, bien prietos, sostenían un par de tablillas que ayudaban a mantener los huesos de la pantorrilla y el tobillo en la posición correcta. La propia Thojdhild se la había vendado cuando, mientras cabalgaba desde Brattahlid al embarcadero, el caballo que el Rojo montaba se había encabritado y el señor de Groenland había acabado por los suelos entre bufidos y relinchos.
Unos pocos hablaron de malos augurios, y el nombre de Loki se mencionó por lo bajo. Pero el buen humor de Eirik parecía suficiente para disipar las dudas.
—Y si mis huesos se ablandan, ¡los de mi linaje se endurecen! Mi hijo Leif parte al oeste. Tras la estela de la gloria y la fama de toda Groenland. Parte a una travesía hacia costas ignotas de las que nada se sabe. —Bjarni sonrió con malicia, pero no abrió la boca—. Regresará con riquezas y tierras que todos los groenlandeses podremos reclamar. —Eirik vio de reojo que su esposa le hacía un gesto contenido con el mentón y el Rojo recordó algo que debía añadir—, y para loor del nuevo konungar Olav Tryggvasson y esparcimiento de la nueva fe del Cristo Blanco, que llegará así hasta los más escondidos rincones del mundo de los hombres.
Nunca se podía saber si los que escuchaban hablarían de más en el futuro, y había que tomar precauciones; el único mercader que había llegado hasta el Eiriksfjord siguiendo la ruta abierta por Leif el año anterior había levantado rumores. El poder y la influencia del monarca crecían por momentos, y el juego a medias aguas que Eirik y su esposa habían planteado en un principio parecía obligado a decantarse definitivamente, ambos habían decidido insistir, al menos públicamente, en la instauración del cristianismo.
Casi todos los habitantes de la colonia escuchaban a su señor hablar, solo faltaban algunos chiquillos y mujeres. Y los pocos ancianos que ya no podían hacer otra cosa que consumirse en sus lechos esperando el desenlace final. Y todos los presentes parecían dichosos e imbuidos por las palabras de Eirik, especialmente, la orgullosa tripulación del Gnod, curtidos hombres que el propio Leif Eiriksson había elegido personalmente. La caída del Rojo les había dejado a falta de un par de brazos, pero en el último momento se les había unido alguien dispuesto a cubrir la vacante.
Ulfr se había presentado ante Leif y había sido aceptado sin una sola pregunta, y toda la tripulación confiaba en el juicio del patrón, además, muchos conocían el valor como marino del callado arponero.
Contando a Leif, al veterano Tyrkir, al timonel Bram, al bravucón Halfdan, al chabacano Tuerto, a unos cuantos colonos del asentamiento del norte hambrientos de gloria y a dos gemelos del tamaño de osos blancos que se las apañaban como carpinteros de a bordo y respondían a los nombres de Helgi y Finnbogi; aun con la falta de Eirik, sumando a Ulfr, eran un total de treinta y cinco hombres dispuestos a seguir a Leif hasta el fin del mundo. Y se habían preparado para ello, en las bodegas de Gnod habían cargado harina, salazones, conservas, armas, pieles engrasadas, sal en bruto, barriles de agua dulce y unos cuantos animales a los que habían atado las patas por si un golpe de mar los enfurecía. Estaban listos.
—No estoy llamado a descubrir más países que este en el que ahora vivo —continuó el Rojo—. Y este viaje ha terminado para mí antes incluso de partir… Pero estoy seguro de que vosotros lo conseguiréis, todos los hombres del norte hablarán de la hazaña que lograréis. ¡Vuestros nombres se cantarán en las sagas! —rugió alzando los brazos.
Y todos vitorearon. El hispano, que era el único que no parecía compartir el buen ánimo, se mantenía apartado esperando la orden de hacerse a la mar. Sentado en un pequeño repecho cercano al embarcadero, con la cabeza gacha, Assur tallaba un trozo de colmillo de morsa que había recortado, esforzándose por vaciarlo de la dura médula interior. En su mejilla izquierda todavía se distinguía el rubor de un cardenal que se desdibujaba bajo la sombra de la barba.
Una brisa se revolvió desde el mar. Los aromas de la primavera inundaban el aire anunciando el buen tiempo. El sol brillaba en un cielo limpio e impecable en el que los pájaros hacían cabriolas.
—¡Partid con la marea y no regreséis si no es envueltos en gloria!
A los hombres del Gnod se unieron los colonos y todas las gargantas bramaron ovaciones. Imbuido del espíritu alegre, el patrón dio la orden que todos esperaban.
—¡Todos a bordo! ¡Zarpamos!
Los marinos caminaron entre las despedidas de los que se quedarían en tierra y las bromas y pullas que se lanzaban mutuamente. Ulfr permanecía silencioso y, de tanto en tanto, rebuscaba con la mirada entre los presentes intentando encontrar a alguien que no estaba allí.
Aparejaron el Gnod, izaron la gran vela de lino, limpia y reluciente. El pujamen se dobló y el paño se dejó preñar por los vientos que se alejaban de tierra firme. El pesado knörr zarpó jaleado por los vítores de los colonos groenlandeses. Siguiendo las órdenes de Leif, aproaron un rumbo largo, aprovechando casi todo el viento, roda a poniente. Y Bram, observando la tensión de las escotas, ajustó el timón un punto. Todos miraban hacia el océano de azul intenso preguntándose qué futuro estaban tejiendo las nornas para ellos. Sin embargo, Assur barrió una última vez la línea de costa con una mirada apagada y, cuando no encontró lo que buscaba, se sentó en un arcón de las bancadas y recomenzó su talla con el pequeño cuchillo de hoja curva que tanto tiempo atrás le había quitado al same.
Por el momento había hecho poco más que ajustar el tamaño y delinear los motivos principales, un pájaro de fuerte pico y diseño claramente normando; Assur llevaba demasiados años en el norte como para no dejarse influir por sus tendencias.
Una ola de mar de fondo hizo cabecear el Gnod y la punta del pequeño cuchillo se salió de la talla. Assur se cortó. No era una herida profunda, pero unas gotas de sangre empezaron a manar del pulpejo del índice derecho y, mientras las miraba, el hispano suspiró recordando.
—Ha ido muy justo, pensé que no podría llegar a tiempo —había dicho Thyre al encontrarlo—, creo que mi tío sospecha algo. Hace un par de días habló con Thojdhild y, desde entonces, está muy suspicaz, me está siempre preguntando adónde voy y qué estoy haciendo.
Assur la había mirado intentando encontrar el modo de no perderla, buscando alguna solución de última instancia que no lo obligase a renunciar a la paz que encontraba en aquellos ojos del color de la miel. Pero, como en cada ocasión en los últimos días, todas las opciones morían a manos de las amenazas de la matrona de Brattahlid. La mujerona lo había dejado claro.
Assur apretó el dedo herido contra la tela áspera de sus pantalones e hizo presión esperando detener la pequeña hemorragia. A su alrededor los hombres iban y venían, Bram mantenía el rumbo y Leif hablaba con su contramaestre Tyrkir.
—Estaba deseando verte, ¡ya han pasado dos días! —había dicho ella con una enorme sonrisa al tiempo que se acercaba ofreciendo sus labios húmedos—. ¡Te he echado de menos!
Y Assur había dejado que el dulce beso llenase su alma de esperanzas. La amaba tanto que dolía.
Y ahora, mientras restañaba la sangre de su herida, recordaba el sabor de aquella boca que le había correspondido. Incluso le pareció sentir en su rostro la caricia de aquellos largos rizos.
Por momentos dudaba, arrepentido. Y la sola idea de que quizá había dejado malograrse la única posibilidad de estar con ella hasta el fin de sus días lo castigaba impenitentemente.
Todo estaba perdido ya, pero no podía dejar de pensar en ello. Era incapaz de olvidar y repasaba una y otra vez lo sucedido, intentando desesperadamente encontrar el modo de eludir las explícitas coacciones de Thojdhild. Pero no encontraba el modo. Y sabía muy bien que podía vivir con su propio dolor, pero que jamás hubiera podido perdonarse el haberle hecho daño a ella. Podía sobrellevar cualquier mal que se cebase en él, pero solo pensar en lo que le sucedería a Thyre cuando Thojdhild hiciese efectivas sus coerciones hacía que un espectro helado le reptase por la columna vertebral.
El aceitoso, denso y maloliente poso del dolor propio era algo a lo que estaba acostumbrado, los años le habían enseñado a tolerar esa pena honda que se acomodaba en el alma para corroerla; madre, padre, el pequeño Ezequiel, Sebastián. E incluso las esperanzas deshechas sobre Ilduara. Pero lo que nunca hubiera podido perdonarse era el daño que podría haber causado a Thyre, por eso había preferido hacer las cosas de ese modo, porque el amor que sentía le había gritado al oído su obligación, lo único importante era que ella estuviera bien. Tenía que garantizar su bienestar, y el saber que su marcha impediría que las amenazas de Thojdhild se cumpliesen era su único consuelo.
Durmió desazonado y malamente. Ni siquiera el suave bamboleo del Gnod, mecido por el oleaje, le ayudó a conciliar el sueño.
La mañana apareció bonancible. El viento soplaba favorable y no había siquiera un jirón de niebla. Eran buenos augurios y el ánimo de la tripulación, a pesar del trasiego de horizontes desconocidos hasta entonces, se mantenía alto. Leif cruzaba frases jocosas con sus hombres y todos respondían con efusividad, imbuidos por el contento del patrón. Se hacían bromas sobre monstruosas criaturas surgidas de las profundidades de aquellas aguas por descubrir y todos los interpelados respondían con bravuconería. Nadie parecía dudar del buen fin de la aventura.
Algunos aprovechaban la holganza que les regalaba el buen viento para desayunar con calma panes ácimos y salazones. Y un grupo elucubraba sobre lo que aquella travesía les depararía, ansiosos ya por arribar.
—Si sigue soplando así, llegaremos en unos pocos días —anunció Bram—. Y si aparece algún monstruo viscoso de grandes dientes queriendo comerse a Tyrkir, dejaremos que el Tuerto lo ahogue con su tentáculo —concluyó entre carcajadas mientras dejaba colgar su antebrazo ante la entrepierna en un gesto obsceno.
Todos los que oyeron la chanza rieron y el aludido recibió palmadas en la espalda al tiempo que Tyrkir reconvenía a la tripulación con una intensa mirada. Sin embargo, Leif no protestó, le satisfacía el buen humor de sus hombres, por lo que el contramaestre prefirió callar.
El patrón seguía su ronda intercambiando frases sueltas con unos y con otros, y solo los más veteranos se dieron cuenta de que Leif asentaba los pies de distinto modo según la parte del maderamen en la que se detuviese. El patrón analizaba las respuestas del barco a los suaves embates del mar y miraba con disimulo la tensión de los cordajes y el trapo. El Gnod era un barco nuevo para él y los que llevaban años viéndolo a cargo del Mora sabían apreciar en los gestos del patrón su interés por el comportamiento del navío.
Cuando llegó hasta el hispano, que permanecía callado y sombrío, Leif detuvo su ronda y le sonrió con franqueza.
—Ya lo verás, encontraremos interminables bosques. Regresaremos cargados de altos maderos.
Assur asintió en silencio terminando de rumiar un salado arenque algo correoso.
El patrón conocía bien a Ulfr y se dio cuenta de que la apatía del antiguo ballenero tenía una profundidad nueva y distinta. Su gesto alegre mudó y se tomó unos instantes para escrutar el rostro del que consideraba su amigo.
—¿Quieres hablar sobre ello? —preguntó Leif.
Assur no respondió. No había nada nuevo que decir, como mucho, agradecer una vez más el haber sido admitido a bordo en el último instante. Atrás quedaban los sueños y solo restaba optar por la mansedumbre de la conformidad.
—¿Ha sido mi madre? —inquirió Leif recordando las pesquisas de Thojdhild sobre el hispano y arrepintiéndose al instante por no haber estado un poco más pendiente de aquel asunto.
No hubo respuesta y, mientras veía cómo su amigo se perdía en pensamientos que le eran ajenos, el patrón lamentó no haber hecho algo distinto.
La bofetada no fue lo que más le había dolido. Habían sido sus ojos, lo que había visto en ellos, aquella pena honda y franca que los oscureció.
La había perdido, y lo había hecho con incongruentes y dolorosas mentiras. Había sido un embustero. Obligado a esconder en un lugar remoto sus verdaderos sentimientos, comprometiéndose con una farsa. Había mentido porque la amaba y, por ridículo que fuese, Assur sabía que ella debía creer aquellas mentiras para salvarse de las amenazas de Thojdhild. Y él tuvo que consolarse con esa única idea: sus embustes habían sido, al fin y al cabo, para protegerla.
Se había preparado para la regañina, para recibir algún golpe más. Pero ella se había rehecho enseguida. El silencio los había envuelto con pesadez plomiza y él pudo sentir el frío de un acero afilado royéndole las entrañas. Había esperado más protestas. Quería escucharla recriminarlo, echarle en cara su cambio de opinión, su deslealtad. Hubiese sido tranquilizador. Sin embargo, ella solo lo había mirado respirando agitadamente. Él había sentido el rubor que le cubría la mejilla, justo sobre la picazón de la bofetada. Había esperado sus palabras egoístamente, queriendo librarse de la carga de la traición, pero Thyre no había hablado, había mantenido la entereza, consiguiendo que su amor por ella creciese, consiguiendo que su dolor llenase simas profundas de su ser que creía tapiadas desde hacía años. Y Assur se sintió sucio por culpa de sus mentiras. Había deseado decirle la verdad, explicarle que ella era el aire que le faltaba cada mañana de soledad después de haberse dormido soñando con sus ojos del color de la miel. Pero, justamente porque la amaba como jamás había amado, Assur mintió.
Leif intuyó mucho de lo que pasaba por la mente del hispano. No le hacían falta las palabras que no escuchaba. Lo había imaginado al verlo aparecer de improviso rogando ser admitido a bordo. Y la sonrisa de su madre, mientras el Rojo rechazaba los malos augurios de la caída que lo había dejado en tierra, se lo había confirmado.
—El amor es como el fuego del hogar, hace falta para calentarse, pero si uno se descuida puede quemarse…
Leif hubiera querido decir mucho más, pero no sabía el qué. Le hubiera gustado encontrar palabras que explicasen lo obvio, pero se dio cuenta de que recordarle al hispano que había aspirado a tener un imposible no serviría de consuelo.
Assur seguía rememorando aquellos ojos dorados que lo habían mirado con tanta tristeza, llenos de una amarga decepción. Había querido explicarse, excusarse, hablarle de por qué las cosas debían ser así. Pero se había contenido para que a ella no se le ocurriesen alocadas ideas de fugas y huidas a media noche. Había querido protegerla y proteger a los suyos y en ese instante, justo antes de que Thyre se diese la vuelta, él había visto una sombra de comprensión en el bello rostro demudado. Y al sofoco de su angustia se unió la terrible certeza de que ella se sintiese decepcionada.
Su amigo seguía callado y Leif no supo qué otra cosa hacer que apoyarle una mano en el hombro.
Thyre se había ido y Assur la había amado todavía más al comprender todo lo que ella había sabido ver.
Leif apretó la mano en un vano gesto de consuelo y Assur salió de su estupor, arrojó los restos del duro arenque por la borda y miró a su patrón.
—Pues dicen que morir quemado es la forma más horrible de morir…
Los dos hombres se dieron cuenta de que otros los miraban con curiosidad y Leif soltó el hombro de su amigo y rebuscó rápidamente en su repertorio la chufa que soltar al siguiente marinero.
Assur se quedó a solas con sus recuerdos y, sintiendo el viento que revolvía sus cabellos, dudó de si alguna vez encontraría la paz que tanto ansiaba.
Para intentar evadirse recuperó la talla en la que trabajaba y centró su atención en terminar el vaciado del trozo de colmillo.
El viento se reviró por un momento y Bram no fue capaz de hacer reaccionar el timón con suficiente rapidez. La vela restalló y se oyeron algunas maldiciones de los que miraron preocupados como el paño se tensaba de golpe. Assur fue el único que no se molestó en volver el rostro.
Tuvieron el viento de popa y, como seguían a la inversa la ruta que Bjarni había tomado para llegar a Groenland tras haberse perdido, en apenas una semana divisaron la última de las tierras de las que había hablado el viejo navegante roñoso. Un horizonte de cumbres blancas y desiguales que despuntaban sobre el azul inmenso del océano rodeadas de jirones de nubes bajas.
A medida que se acercaban a la desdibujada línea de la costa y aquellos montes crecían, notaron como el viento rolaba enfriándose; viraba desde el norte, deslizándose pesado sobre las aguas, cargado del frío que lo había preñado en la banquisa de hielos eternos. Peleando con el timón y las drizas para no ganar deriva, pronto distinguieron las rocas peladas de la abrupta ribera, cuajada de cortos fiordos de aspecto familiar.
Al ganar millas se dieron cuenta de que a babor la costa se rompía en un pequeño archipiélago, hacia estribor una cadena de montañas parecía extenderse indefinidamente sobre tierra firme, los picos se encaramaban unos sobre otros coronados de blanco.
Todos a bordo miraban hacia aquellas costas desconocidas, llenos de inquieta curiosidad, cuando el acuoso sonido de un chapoteo los obligó a centrar su atención a unas cuantas varas de la proa del Gnod. Un grupo de grandes ballenas marmoladas nadaba a ras de superficie salpicando cortinas de espuma a medida que se abrían paso en las frías aguas de aquel mar oscurecido por la profundidad.
—Por los cuervos de Odín —bramó Halfdan al fijarse en los animales—, ¡tienen cuernos!
Algunos ya señalaban e incluso Assur, vencida su apatía por la curiosidad, se levantó para mirar. Tal y como había dicho el Rubio, aquellas ballenas parecían tener cuernos, astas largas como picas y dibujadas por una retorcida espiral que las anillaba con un trazo oscuro.
De los gruesos pescuezos de los enormes animales surgían chorros vaporizados de agua cada vez que cabeceaban para respirar.
—Pero solo tienen uno… —dijo Leif dubitativamente.
Assur no habló, pero se dio cuenta de que el patrón tenía razón. Los más grandes, de prácticamente seis anales de cabeza a cola, tenían un único cuerno de otras tres varas de largo. Y cuando una de las ballenas resopló, se percató de que las astas no salían de su frente, sino que parecían surgir de un lado de sus bocas y dedujo que, como en el caso de las morsas, aquello eran colmillos y no cuernos.
Toda la tripulación estaba pendiente de las evoluciones de aquellos monstruos marinos y la costa seguía acercándose, así que Leif decidió desviar la atención de los hombres antes de que tuvieran tiempo de dejarse llevar por los chismorreos que pronto levantaría el avistamiento de aquellos extraños animales.
—Mantén el rumbo, Bram, soltaremos anclas y arriaremos la falúa, hay que echar pie a tierra —ordenó el patrón, que, no fiándose de los bajíos en los que despuntaban las rocas, prefirió designar el esquife en lugar de arriesgar la obra viva de su knörr a pesar del poco calaje.
El contramaestre Tyrkir refrendó las órdenes del patrón y en breve se siguieron más. La actividad pronto se volvió frenética, preparando la nave y la tripulación para el desembarco, en el que usarían la pequeña chalupa auxiliar del Gnod.
Tras recoger el trapo y soltar el ancla, Leif designó al destacamento que bajaría a tierra. El Sureño se quedaría al mando a bordo del Gnod y el patrón lideraría al grupo de hombres. Buscando a los más válidos para ordenarles que se armasen por si había nativos hostiles, Leif eligió a Ulfr, a Halfdan, a Bram, al Tuerto y a la pareja de gemelos, grandes y peludos como osos antes de invernar.
Por lo que veían desde su bote, parecía un lugar yermo e inhóspito. El viento soplaba constante, erizándoles el vello y haciendo que en sus bogadas tuvieran que pelear con la deriva, que parecía empeñada en alejarlos hacia el sur.
—El invierno se ha quedado aquí agarrado como una garrapata —gruñó Halfdan entre los gemidos con que acompasaba las paladas.
—Quizá encontremos mujeres de dulces piernas que te ayuden a calentarte —arguyó el Tuerto con un bufido escéptico mientras forzaba la riñonada tirando de su remo.
El pequeño skuta abría el mar con su proa baja y Halfdan miraba a todos lados. Como antiguo ballenero, sabía lo que podían esperar si aquellos extravagantes rorcuales astados se enfurecían y los atacaban.
Leif observaba la costa que se definía ante ellos. Metiéndose en el océano, destacaban las cicatrices de los fiordos, y hacia el interior resaltaban los helados flujos de los glaciares. No se distinguían pastos o tierras de cultivo, y no había señales de asentamientos humanos; a pesar del frío no se veía ninguna columna de humo que pudiese anunciar un hogar encendido. El panorama era poco prometedor, y lo único familiar que pudo ver a su alrededor fue un grupo de moteadas focas que holgazaneaba al relente del mediodía en unas peñas de los bajíos, eran del mismo tipo de las que se veían en Groenland.
—No se puede decir que los árboles abunden… —apuntilló Halfdan con sorna ganándose un brutal codazo de Bram.
Tuvieron que costear un par de millas hasta encontrar una cala de guijarros irregulares en la que fondear y poder echar pie a tierra.
Caminaron mirando en todas direcciones con las manos listas en los arriaces de las espadas. Las piedras crujían bajo sus pies y espantaron una bandada de gordas aves similares a los gansos.
Además de algunos arbustos raquíticos y plantas que parecían sobrevivir de milagro, lo único que vieron con vida fue un zorro de blanco pelaje que corrió asustado en cuanto la brisa le llevó el olor de los hombres.
A lo lejos, hacia el interior, solo se distinguía una enorme planicie helada que a la luz del cielo despejado brillaba con tintes plateados de vetas azules.
Todos estaban un poco decepcionados, habían esperado mucho más.
—Al menos, ya hemos mejorado lo que hizo el cobarde Bjarni y hemos puesto nuestros pies en esta tierra —anunció Leif con tenaz optimismo.
Los gemelos se encogieron de hombros, contentos por el simple hecho de obedecer. Bram le susurró a Halfdan una amenaza, exhortándolo a callar. Y Assur, simplemente, observó su alrededor con atención. El hispano era el único que todavía llevaba la mano sobre el pomo de su espada, y aunque los nórdicos vieron en ello una superstición en busca de buena fortuna, el hispano lo hacía porque seguía teniendo muy presentes las enseñanzas de Gutier. Era siempre mejor prevenir que lamentar: las historias de marinos confiados que habían muerto a manos de ribereños enfurecidos eran de factura común.
Con el horizonte dominado por aquella ingente planicie helada que se erguía a lo lejos, Leif optó porque siguiesen caminando hasta que, por la altura del sol en el cielo despejado, juzgó que les haría falta el tiempo para volver antes de que cayera la noche, que se anticipaba fría y corta.
Cuando se dieron la vuelta aquella meseta plateada seguía pareciendo lejana, pero Leif ya se había decidido, aquellas tierras yermas no merecían la pena y era mejor seguir travesía en busca de parajes más prometedores.
Las últimas bogadas para llegarse al Gnod las dieron ya bajo la luz de la antorcha que, con sumo cuidado entre tanta madera reseca, manejaba Bram. Todos se dieron cuenta de que el ocaso era más tendido y perezoso que en casa, era obvio que, aun cuando se habían esforzado por mantener el rumbo, habían terminado desviándose hacia el norte.
—Nada hay en estas costas que merezca la pena recordarse a excepción de esas extrañas ballenas con cuernos —anunció Leif con cierta retranca—. Son yermas y estériles como el vientre de una vieja hechicera y nada tienen que ofrecernos, partiremos hacia el suroeste aprovechando el viento.
Muchos asintieron, pero era evidente que la decepción había calado en los ánimos de la tripulación.
—Seguiremos navegando y encontraremos lo que buscamos —dijo Leif intentando reanimar las adustas expresiones de sus hombres.
Tyrkir, que se había pasado el día oyendo los cuchicheos de a bordo decidió intervenir para echar una mano a su patrón.
—Y puesto que nosotros hemos sido los primeros en pisarlas, nuestro es el derecho de nombrarlas y, al hablar de estas tierras, ¡los escaldos enunciarán los nombres de los tripulantes del Gnod! —exclamó el contramaestre.
—Así es, así es —concedió el patrón dándose un instante para reflexionar—. Y desde hoy estas costas se conocerán como Helluland.
Algunos jalearon, pero era evidente que la mayoría preferían maderos, pieles, ámbar y otras riquezas antes que la gloria de ser cantados en las eddas.
A Assur le venía dando igual una cosa que la otra, pero, recordando el aspecto de aquella enorme planicie de rocas achatadas cubiertas de nieve y hielo, pensó que Leif había elegido un buen nombre. En su lengua, Helluland se podía traducir como tierra de las rocas planas.
Se dieron cuenta de que iban en andas de una corriente que los ayudaba a navegar hacia el sur, llevándolos como un padre amoroso ayuda a su hijo menor a caminar. Y todos miraban con atención más allá de la proa, buscando, entre las brumas que oscilaban en el horizonte, señales de tierra.
Volvieron a cruzarse con una manada de aquellas extrañas ballenas de largos colmillos; un súbito remolino en la poco profunda corriente les dio un revolcón y lejos, a su popa, vieron bloques de hielo que descendían de las banquisas del norte, pero no tuvieron ninguna incidencia importante, y en solo un día más distinguieron la línea verde de una tierra arbolada que elevó sus ánimos.
Era una costa salvaje y rota que no invitaba al desembarco, y siguieron bojeando hacia el sur aprovechando la corriente que parecía haber barrido y moldeado aquellas tierras.
Con el océano a babor y el contorno difuso de la ribera sobre la regala de estribor, navegaron anhelosos buscando bahías o fiordos que les permitieran echar pie a tierra.
Leif estaba exultante, una borrosa mancha glauca cubría aquel nuevo paraje igual que una piel abandonada en el lecho, con lomas y repliegues en los que distintos tonos de verde entretejían la floresta. Para su regocijo, allí estaban los bosques de los que el roñoso Bjarni les había hablado. Llevaban ya dos días navegando hacia el sur con un punto al este, y aquella exuberancia no hacía sino ganar intensidad y despertar la avaricia de los tripulantes, que estaban ansiosos por llenar sus bodegas de esa madera que tan bien recibida sería en Groenland.
Sin embargo, el patrón no tenía prisa. Después de las escasas noches, cada mañana amanecía más templada y Leif se barruntaba que cuanto más al sur navegasen, más densos y poblados serían aquellos bosques.
—Una vez más —le dijo Tyrkir al patrón con el alba de la cuarta jornada—, una vez más… A todos les parecía una locura, y aquí estamos, contemplando interminables bosques listos para que los talemos… Una vez más nos has traído hasta la gloria.
A Leif no se le escapó la indirecta, tras la decepción de las costas a las que había bautizado como Helluland, los hombres anhelaban tocar aquellos árboles y sentirlos suyos, y el contramaestre tenía aquel especial modo, entre halago y recordatorio, de sugerirle que una parada sería bien recibida por la tripulación.
—La temporada acaba de comenzar, podríamos pasar el invierno en estas tierras y llenar nuestras bodegas al regresar. Por el momento seguiremos explorando con rumbo sur.
Tyrkir, ceñudo, rumió la sutil negativa. Se imaginaba las cuitas de su patrón, era lógico que Leif no quisiera arriesgarse a un nuevo desembarco que resultase poco fructífero. Y lo que parecía prometedor desde la cubierta del Gnod podía no serlo tanto una vez en tierra, por lo que el experimentado marino buscó el modo de darle a su patrón una excusa plausible.
—No nos vendría mal rellenar las cubas de agua dulce…
Leif sonrió ampliamente. El viejo contramaestre no le contradiría jamás, pero tenía otros modos de porfiar.
Después de pensarlo unos instantes y, teniendo muy en cuenta que nadie era más indicado para tomarle el pulso a la tripulación que el veterano Sureño, Leif decidió ceder. Él mismo había oído algún comentario altisonante, en especial del grupo de tripulantes que había reclutado entre los colonos del asentamiento del norte de Groenland. Eran marinos rudos que habían llegado allí desde Iceland unos pocos inviernos antes, y aunque no le habían gustado excesivamente, no había sido fácil encontrar hombres para cubrir las bancadas del Mora y del Gnod a la vez.
—De acuerdo, si vemos una ensenada practicable y prometedora, enviaremos el bote.
El Sureño asintió con gravedad sin permitir que su aquiescencia se viese demasiado efusiva.
En apenas un par de días más, cerrada por cabos perlados de islas con bajíos peligrosos, se abrió ante ellos una gran bahía de aspecto prometedor.
—Es como la entrepierna de una barragana —gritó exaltado el siempre obsceno Tuerto—, ¡abierta, caliente y húmeda!
Y todos los que lo oyeron, a excepción de Assur, rieron.
Allí la costa descendía con suavidad desde los altos del interior, y moría en playas de arena blanca cuya monotonía solo rompían las verdes copas puntiagudas de los árboles. Y Leif, para satisfacción de todos los hombres del Gnod, ordenó que se arriase la chalupa auxiliar y destacó un grupo que se encargaría de inspeccionar el territorio y de rellenar los barriles con el agua fresca de los incontables ríos y lagos que se adivinaban en aquellas fértiles tierras.
Había abedules, y había piceas oscuras, y también otros árboles que no conocían: altas coníferas de cortas agujas y diminutas piñas, cubiertas de corteza que se descascarillaba fácilmente pero cuya madera, que algunos probaron cortando ramas bajas con sus hachas, era firme y blanca, con largos nudos veteados que prometían su valía como material de talla y construcción.
Encontraron muchos arroyos y ríos de aguas limpias que todavía bajaban tumultuosos por el deshielo de la primavera. Había asustadizas truchas de oscuros lomos que cimbreaban en los pozos y nadaban buscando refugio en los taludes de las orillas cuando los hombres se aproximaban.
Assur, que hacía guardia con los gemelos mientras el resto de los hombres que había dejado a su cargo Leif henchían los grandes barriles del Gnod, observaba los alrededores y, embargado por el desánimo que lo acompañaba desde hacía semanas, se sintió preso de la nostalgia.
El sol se colaba entre las yemas y hojas tiernas de las ramas, dibujando bastones dorados que parecían ayudar a los árboles viejos a mantenerse en pie. Cachipollas y moscas de la piedra revoloteaban entre los musgos y líquenes de las rocas de las orillas. En el aire calmo y limpio se mezclaban aromas de tierra húmeda, de vegetales poco maduros, de ranúnculos que empezaban a brotar. Y el hispano no pudo evitar que los recuerdos aflorasen, melancólico y temeroso de que el patrón se decidiese a regresar tan pronto.
Mientras el grupo de Ulfr se entretenía con el reabastecimiento y la aguada, Leif y Bram, tras haber braceado la señal acordada a los que permanecían en el Gnod, paseaban por la brillante arena pulida de la playa.
Aquellos árboles desconocidos se arracimaban apartados de las sombras de las altas piceas negras y parecían ser la especie más abundante y exitosa. Leif, que golpeaba suavemente su palma izquierda con la coda de una rama pelada, caminaba absorto mientras Bram guardaba silencio.
El timonel conocía desde años atrás al patrón y sabía que la decisión que tenía por delante no era fácil.
Leif dudaba. Podía arramblar con toda la madera posible y regresar a Groenland de una tacada, estarían de vuelta en Brattahlid para pasar el invierno cómodamente al calor del hogar. Nadie dudaría del buen fin de su expedición, sin embargo, el hijo de Eiriksson se sabía preso por una tradición de fama y gloria que lo cargaba de cadenas, no podía volver sin más. Tenía tiempo, y las corrientes y el clima prometían vergeles interminables hacia el sur.
—Seguiremos navegando esa corriente —anunció al fin haciendo un gesto vano con la mano en la dirección de la orilla.
Y Bram se sintió complacido, él prefería seguir tentando la suerte. A su entender, debía de haber fortunas y tesoros mejores que la madera en otros parajes, y siempre merecía la pena la intentona.
Cuando Assur regresó con su grupo, remaron hasta el Gnod y las órdenes pasaron de boca en boca gracias a los gritos del contramaestre. No todos se sintieron complacidos, pero la tripulación al completo obedeció.
El robusto knörr se aparejó, estibaron el bote entre gruñidos de esfuerzo, el paño cazó el viento y la corriente se los llevó al sur, dejando atrás aquellas tierras de grandes bosques a las que Leif había dado el nombre de Markland.
Las noches se alargaban, los ocasos se hacían más cortos y el clima mejoraba. Continuaban empujados por vientos estables del nordeste y Bram había conseguido acostumbrarse a los remolinos que tanto parecían abundar en la corriente que navegaban.
Amanecía, y muchos despertaban con los rumores del día anterior todavía pegados al paladar, había algunos que opinaban que más valía darse la vuelta, expoliar aquellos interminables bosques que habían dejado atrás y regresar cargados de madera a Groenland para pasar el invierno cada cual en su boer.
El aire pesaba con la humedad, y la mañana se anunciaba brumosa. Assur, que apenas había dormido, tallaba las filigranas de la arqueta en la que había estado trabajando. De la gran ave central, que extendía sus alas por toda la vuelta del trozo de colmillo, tenía ya casi todo el trabajo terminado y ahora había empezado a idear cómo intrincar en el enrevesado diseño otros animalillos.
—¡Una isla! —gritó Karlsefni, uno de los exiliados que se habían asentado en la colonia norte de Groenland y que estaba haciendo de vigía en aquel momento.
Todos alzaron el rostro a la nublada amanecida. Unas millas a proa un otero despuntaba en aguas abiertas, al tiempo, la costa abandonaba su babor y se retorcía alejándose de ellos a pesar de que Bram mantenía el rumbo con destreza.
—Parece la boca de una gran bahía —estimó Leif dudando por la neblina, pero sintiendo en sus pies, gracias al escaso viento, la diferencia del embate de las olas que regresaban de tierra según con qué borda topasen.
Bram asintió, se había dado cuenta de que la corriente se revolvía con intensidad por la influencia del reflujo de la marea en aquel estrecho.
Assur, que después de tanto tiempo entre aquellos hombres de mar había aprendido a leer en el agua los mismos signos que los nórdicos, no se sorprendió cuando entre la neblina descubrieron la otra orilla de la bahía, aunque no estuvo seguro de si se trataba de un estrecho entre grandes islas, la ensenada de un río o un gigantesco fiordo. Sin embargo, sí entendió que, tras lo que ya habían dejado atrás y los días que llevaban de navegación, tantas millas de costa solo podían significar que aquellas tierras que el roñoso Bjarni había encontrado por pura suerte tenían que ser algo más que un mero grupo de islas. Aquellas costas parecían más bien terrenos colindantes de un mismo y único territorio, una enorme extensión de tierra firme con árboles autóctonos y características propias. Una nueva y desconocida parte del mundo de la que jamás habían tenido noticia.
Tras sus viajes y aventuras, Assur sabía muy bien que no solo había llegado mucho más al norte de su Galicia natal, también estaba convencido de haber llegado mucho más al oeste del cabo de Finisterrae, aquella lengua de tierra que, colgada sobre el océano tenebroso, era para los hispanos el místico hito que marcaba el fin del mundo. Y el antiguo arponero sonrió al recordar las lecciones de geografía que tantos años atrás recibiera del médico hebreo, el mundo parecía ser mucho mayor de lo que se suponía. Y si el mundo se extendía hacia oriente para llegar a lugares como Miklagard, hasta más allá de la tierra de los rus, o a lugares tan distantes que habían sido solo un rumor para el médico judío mientras estudiaba en Bagdad, quizá sucedía lo mismo hacia poniente. Assur no pudo evitar preguntarse qué descubrirían si seguían aventurándose hacia el oeste.
La niebla se levantaba escurriéndose sobre los montes y bosques como el pañuelo de un prestidigitador. Pronto pudieron ver que, más allá de la isla, había una costa que corría hacia el suroeste, alejándose de la que iban dejando a su espalda. Y como el ángulo entre ambos terrenos parecía abrirse hasta más allá de donde la vista alcanzaba, Assur se imaginó que la extensión de tierra de babor, en la que se adivinaban las montañas más altas, podía ser la principal mientras que la costa que empezaba a definirse ante su proa era la sección septentrional de una gran isla que destacaba tras un islote muchísimo más pequeño, aquel que había llamado el vigía un rato antes.
El Gnod cabeceó revirado por un golpe de mar imprevisto y Leif tomó una decisión que Assur no pudo sino aceptar de buen grado.
—Haremos un alto en ese islote y subiremos a ese monte —dijo señalando el otero que despuntaba—. Hay que echar un buen vistazo a este estrecho antes de navegarlo.
Y como Assur, el resto de los tripulantes estuvo de acuerdo, aquel último empellón del mar había sido advertencia suficiente.
Tyrkir pasó las órdenes del patrón y una nueva partida fue destacada, eran los mismos que habían desembarcado en las verdes costas de un par de días atrás, aquellas que Leif había nombrado como tierras de los bosques.
El hispano se aseguró una vez más de que la espada se libraba sin problema de la vaina, se vistió su brynja e hizo rotar los brazos para desentumecer los hombros antes de remar.
Surgiendo del mar con acantilados de bordes afilados, el islote se alargaba de norte a sur, elevándose hasta terminar coronado por un picacho pelado con faldas pintadas de verde por arbolillos y matojos. La costa estaba llena de cortantes escollos, y tuvieron que rodear el islote hasta el extremo norte, donde la ribera se volvía más gentil y pudieron encontrar un embarcadero natural que les sirvió para fondear el skuta.
Cuando consiguieron abandonar el esquife, la bruma ya se había levantado por completo y la mañana se había vuelto radiante. El sol brillaba enluciendo un cielo azul intenso que robaba el protagonismo del océano. Entre las peñas surgían arbustos que llenaban el aire de aromas primaverales, y unos cuantos animalillos parecidos a topillos corretearon asustados por las pisadas de la partida de hombres. La grama y la hierba estaban cubiertas de perlas de rocío que brillaban devolviendo reflejos iridiscentes a la luz matinal. Pequeñas flores se abrían en plantas rastreras de hojas variegadas.
El esfuerzo hecho a los remos había secado sus gargantas y varios de los hombres echaron mano al rocío acumulado en las hojas más grandes y refrescaron sus labios disfrutando del dulce sabor del agua fresca y limpia.
En ocasiones el terreno los obligó a desandar el trecho cubierto, pero finalmente encontraron una vía que les permitió subir hasta el punto más alto del montecito que formaba la cima de aquel islote barrido por suaves vientos que corrían hacia el estrecho.
Desde esa cima pudieron distinguir fácilmente el cambio en los colores del océano, que se oscurecía a medida que ganaba profundidad hacia el oriente.
Assur recordó a Gutier y aquella otra mañana de su infancia en la que el infanzón le había enseñado el golfo de Adóbrica desde un otero al norte de Brigantium.
Hacia el oeste se abría poco a poco el estrecho de bajíos en el que la corriente que los había traído desde Markland se revolvía con la influencia de las mareas.
Y hacia el sur se adivinaba el contorno de la gran isla que Assur había imaginado: un lugar cubierto de bosques y rodeado de amplias bahías de playones con arenas claras bañadas por aguas poco profundas. Como una copia agigantada del islote desde el que la contemplaban, la gran isla crecía hacia el sur elevándose sobre enormes bosques regados por lagos y ríos. Un territorio similar a aquellos que ya habían dejado más al norte, pero que parecía bendecido por un clima mucho más benigno que permitía a aquellos árboles desconocidos crecer hasta casi las veinte varas de alto. Eran, sin duda, fértiles tierras que estaban allí ofreciéndoles riquezas inimaginables y llamándolos para encontrar el camino a la gloria que buscaban.
—Atracaremos en una de esas ensenadas —dijo Leif señalando las bahías de la mayor de las islas—, luego enviaremos partidas para recorrer la costa del estrecho. Y ya decidiremos si merece la pena volver a embarcarse y seguir explorando. Por ahora, creo que ha llegado el momento de darles a los hombres unos días de descanso.
La marea baja los sorprendió en aquellas aguas someras, haciendo que el Gnod fondeara en la suave arena de la ensenada, posándose como una platija. Y era un buen lugar para quedarse varado, un puerto natural, recogido y bien protegido, con un brazo de tierra que hacía las veces de rompeolas. Era uno de los menores de entre la serie de pequeños golfos y bahías que, decorados por escollos y cayos, formaban el irregular cabo norte de la gran isla que habían visto.
La quilla había crujido lastimeramente, pero Assur no se inquietó, les había visto hacer lo mismo muchas veces. Sabía que aquel era un procedimiento habitual entre los nórdicos, algo que podían hacer gracias a la ligereza y al poco calado de sus barcos, que incluso en el caso de los mayores cargueros, como el Gnod, tenían muy poca obra viva.
Leif organizó todo en unos instantes. Dejó a un destacamento reducido en el knörr varado, y ordenó al resto de la tripulación marchar a tierra firme cargando con los suministros y las pieles, la zona parecía prometedora y el patrón se había reafirmado en su decisión, acamparían allí.
La retirada del mar había convertido aquella franja de la ensenada en una marisma de brillantes arenas húmedas que dificultaban la caminata. Los pies se enterraban hasta el tobillo y a cada paso los hombres tenían que esforzarse para no perder sus botas en el lodo, que parecía tener vida propia y ser capaz de tirar de ellas. Por toda la ensenada se oían las maldiciones de los marinos entre aquellos sonidos de pasos, que recordaban al batir de palmas en el agua.
Un penetrante olor iodado los cubría, y el sol brillaba en los charcos que la marea había dejado atrás. En ellos se movían pececillos y erizos de mar, y un par de hombres se entretuvieron recogiendo algo fresco para la comida. Manojos de algas mucilaginosas se veían esparcidos por doquier.
Más allá de la línea de pleamar el terreno se iba elevando con suaves repechos cubiertos de praderías de verdes intensos en los que anidaban algunas zancudas. Y a su izquierda vieron el desagüe de un tortuoso río que se revolvía entre las suaves cañadas cubiertas de hierba.
Antes de que cayese la tarde ya habían elegido una estrecha planicie orientada de norte a sur y bordeada por aquel arroyo de aguas limpias. Sujetaron las pieles de sus tiendas con largas ramas que cortaron allí mismo y prendieron hogueras con las que calentarse.
Leif dividió a los hombres y les mandó explorar los alrededores, quería saber a qué atenerse. Bram bordeó la costa hacia el sur junto con dos miembros más de la tripulación, Halfdan y el Tuerto la siguieron hacia el norte, Karlsefni y los otros colonos norteños acompañaron a los gemelos, que fueron destacados para recoger leña de reserva y echarles un vistazo a los bosques, y unos cuantos buscaron altozanos para establecer turnos de vigía. Tyrkir recibió la orden de seguir el río y asegurarse de que el suministro de agua dulce era fiable. El Sureño eligió a Ulfr como compañero.
Los dos, sin brynjas pero con sus espadas, remontaron la orilla derecha del cauce observando como el agua saltaba entre las peñas. El río se retorcía y se dejaba caer hasta el mar entre rocas erosionadas que le ayudaban a remansarse y enseñar sus limpias aguas transparentes.
—Eso parecen salmones —dijo Tyrkir. El contramaestre señalaba un remanso del río en el que los flancos plateados de los peces devolvían destellos de luz—. A Leif le encantará saberlo, tendremos pescado fresco asegurado hasta mediados del verano.
Assur observó con atención, recordando los saltos del Mácara, en los que de niño había pescado aquellos fuertes peces de cachas plateadas. La escena le resultó melancólicamente conocida: la mayoría de los salmones aprovechaban las zonas más tranquilas del pequeño pozo para recuperar fuerzas y unos pocos, vigorizados por el ansia del celo, coleaban para acelerar antes de saltar la caída de blanca agua espumosa que formaba la cabecera del remanso. Solo unos cuantos lo conseguían al primer intento, pero los que fallaban no se rendían, después de descansar dejándose mecer en la suave corriente de las orillas, o pegados al lecho del río, volvían a intentarlo con denuedo. Todos estaban obsesionados con llegar a las fuentes del río para frezar a tiempo y permitir a sus esguines disfrutar de la bonanza del verano y engordar con la abundancia de insectos del estío.
Acortando los tramos curvos y caminando a través de las praderías, no les llevó mucho llegar hasta una plácida laguna, calma como metal bruñido, en la que se formaba el nacimiento del río. Allí los salmones se orillaban buscando las zonas de puesta que más les convencían. Assur sabía lo que pasaría cuando llegase el otoño; las hembras, más cortas y rotundas, se ladearían para abrir un surco en la grava a base de coletazos en el que depositar sus huevos anaranjados, y los machos, más afilados y de cabezas ganchudas, las esperarían para cubrir la freza.
—Siento que saliera mal —dijo Tyrkir de pronto sorprendiendo al hispano.
Assur se tomó un tiempo para mirar fijamente al Sureño, que bajo su frente ancha y despejada, surcada de arrugas y marcas de la edad, lo miraba con llana franqueza de intensos ojos castaños.
—Es solo culpa mía. Tú me lo advertiste y yo me equivoqué —concedió el hispano con aplastante sinceridad.
Tyrkir revolvió sus escasos cabellos con sus manos encallecidas notando los dolores que la edad había traído a las articulaciones de sus dedos. El Sureño, encantado por haber llegado una vez más a destino bajo las órdenes de su patrón, se había atrevido a hacer el comentario llevado por el buen humor; y ahora dudaba, pensando en si era o no prudente añadir algo, cuando Ulfr habló de nuevo.
—Al menos ella está bien…
Un salmón se cebó en una enorme mosca de la piedra que revoloteaba infructuosamente a ras de agua, y el chapoteo rompió el tenso momento.
—Será mejor que volvamos y le contemos a Leif lo que hemos descubierto. Esa laguna es un buen lugar para fondear el Gnod, es demasiado grande y pesado para dejarlo varado como un langskip…
Durante su regreso no hubo aliento para más palabras. Y aunque Tyrkir sentía cierta curiosidad, no se atrevió a importunar al antiguo ballenero. Por su parte, Assur no tenía en el contramaestre la misma confianza que había aprendido a depositar en Leif Eiriksson, por lo que no se sintió con ánimos de hablarle de su pasado o aclarar los problemas que le había causado su antigua condición de esclavo.
Llegaron los últimos. A las traqueteadas rodillas del contramaestre les costó un enorme esfuerzo recorrer la última milla y Assur había tenido que relajar el paso para no perderlo. Leif ya estaba departiendo con el resto de los tripulantes, y recibió con agrado la noticia sobre los salmones y el fondeadero.
Un poco más tarde aquella noche, después de que muchos se hubieran excedido con las raciones de hidromiel que Leif había dado permiso para repartir, el patrón comentó sus impresiones con el contramaestre.
—Esta ensenada es fácilmente defendible.
Tyrkir asintió con cierta incertidumbre. Por primera vez en años no había sabido moderarse, y ahora el exceso de alcohol le estaba nublando la mente.
—Y está bien resguardada… Las tierras son fértiles, hay agua dulce a mano, y además de los salmones podríamos aprovecharnos de las bajas mareas para capturar peces planos…
Leif echó un trago de hidromiel antes de continuar. Y Tyrkir, ilusionado por haber llevado a buen fin aquella nueva aventura, se animó a acompañar a su patrón.
—Desde aquí podemos explorar las tierras del sur, y ver si le podemos sacar a este lugar algo más que madera. Y el invierno tiene pinta de ser benigno, seguro que hará menos frío que en Groenland.
Tyrkir estuvo una vez más de acuerdo.
—Nos quedaremos aquí, no debemos volver sin saber qué más podemos encontrar, no puedo permitirme cometer el mismo error que Bjarni.
—Tu padre te despellejaría si lo hicieses —dijo Tyrkir con cierta impertinencia, más alentado por el hidromiel que por la confianza que los años de relación habían forjado.
Pero Leif no se tomó a mal la salida de tono de su contramaestre, a fin de cuentas, el Sureño era para él como un segundo padre.
—Sí, desde el pescuezo a los pies —concedió Leif con una amplia sonrisa—, me despellejaría y curtiría la piel para hacerse unas botas. Así que nos quedaremos y veremos lo que encontramos… Estoy seguro de que podemos exprimir algo más estos territorios…
Pero Tyrkir no llegó a escucharlo, el hidromiel trasegado había conseguido adormecerlo y el contramaestre cabeceaba respirando con contundencia. Leif lo miró inclinando el rostro. Estaba exultante, y era obvio que haber conseguido llegar a aquellos desconocidos territorios de poniente había elevado el ánimo de todos, hasta del circunspecto contramaestre. Con anterioridad, y a pesar de todos los años que llevaban juntos, solo había visto al Sureño tan borracho como para dormirse en otro par de ocasiones. Probablemente al baqueteado contramaestre le molestaban sus cansadas articulaciones y había recurrido al calor del alcohol para calmar su dolor.
Se oían gritos y ronquidos, y algunos ya se jugaban las ganancias que aún no habían conseguido en unas apuestas que Halfdan había organizado. Karlsefni era incapaz de tenerse en pie y balbuceaba incoherencias. Por el contrario, los dos enormes gemelos cantaban tan desafinados como para que los de alrededor tuvieran que apartarse tapándose los oídos. Todos los tripulantes del Gnod parecían compartir la dicha de haber descubierto aquellas nuevas tierras.
Leif se sentía elevado más allá del Midgard de los hombres, y ya parecía oír los versos que lo recordarían. Al fin, como había hecho su padre, entraría a formar parte de la historia, y su leyenda se narraría como tantas otras. Sería recordado como Sigurd el Volsungo o Grettir el Fuerte. Las eddas hablarían de sus travesías y sus logros.
Y, con un poco de suerte, si en aquellas tierras había algo más que madera, incluso podría sobreponerse a la alargada sombra de la fama de su padre.
Se quedarían allí a pasar el invierno e intentarían encontrar minerales, ámbar, pieles, hierro, oro. Y para la próxima primavera volverían a Groenland precedidos de gloria.
Aquella fue una decisión de la que Leif tendría la oportunidad de llegar a arrepentirse. El patrón fue uno de los pocos que sobrevivió.