Desde la hacienda de Brattahlid, en el fiordo groenlandés que había colonizado su padre años atrás en aquellas tierras desconocidas hasta entonces, había navegado al sur rodeando Farvel, y los cabos boreales de esos nuevos territorios ocupados por la expedición que había liderado Eirik el Rojo y, de ahí, al este, aprovechando las corrientes, derivando lejos del norte y evitando la isla de hielo, de la que había sido exiliado en su adolescencia por culpa de las rencillas entre los vecinos y su padre, al que la leyenda atribuía el sobrenombre de el Rojo no solo por sus cabellos, sino también por su ira descontrolada. Luego, una vez en mar abierto, tuvo que tentar el rumbo, para dejar las islas de los carneros a babor, donde algunas veces se había detenido para comerciar con los renegados que habían escapado años atrás de las ínfulas de Harald el de la Cabellera Hermosa; y a estribor quedaron las islas de las focas y el archipiélago de Hjaltland. Así, sin escalas intermedias, ganando cada milla a las inquietas hijas de Ran, había llegado de un tirón hasta la gran tierra, la de sus antepasados.

Habían arribado al gran fiordo, y pronto encontrarían el desagüe del Nid, que formaba un meandro que envolvía la aldea de artesanos y comerciantes al resguardo de tierra firme, en una posición privilegiada tanto para la defensa como para el mercadeo. Sus hombres remaban contra la corriente, estaban cerca, y el cielo despejado y sin nubes parecía recibirlos con contento, el sol se movía despacio en su eterna fuga, escapando del gran lobo Sköll y cubriendo el valle con oblicuos rayos dorados.

Los frailecillos alborotaban en las paredes de roca de las orillas y las gaviotas que cruzaban por encima les chillaban con condescendencia, quizá, acostumbradas a los hombres, esperaban ansiosas que la tripulación arrojase por la borda algún comistrajo que picotear. Eran tres docenas de hombres fornidos de anchas espaldas curtidas por los remos, todos buenos navegantes, hechos al aullar del viento en los cordajes de la vela y capaces de mantener los pantalones secos incluso cuando el carro de Thor atronaba los cielos en medio de tormentas tan negras como el sobaco de Hugin. Algunos habían acompañado a Eirik el Rojo desde su exilio de la isla de hielo, y ahora servían con igual orgullo a su hijo Leif, al que todos consideraban un patrón del que fiarse y en el que confiar cuando la furia de Njörd se desataba y sus hijas revolcaban el Mora metiendo sus blancas melenas a bordo y amenazando con ahogarlos a todos.

Al lado de su timonel Bram, tan estirado que parecía siempre más largo que su propia sombra, Leif miraba al horizonte soñando con la edda que contaría su hazaña. Podía sentir el crujir de los maderos y las rozaduras de los remos en los toletes, estaba a gusto. Navegaba, y esperaba que el tejido urdido por las nornas lo llevase mucho más allá, más lejos, adonde su abuelo y su padre no pudieron siquiera soñar. Y, al recordar a los escaldos contar junto a los fuegos de Brattahlid las aventuras de su padre, Leif sonrió sin poder evitar echar mano al broche con el que se ataba la capa que le cubría el chaleco y el gambesón dejándole el brazo derecho libre. Tallada como una cabeza de lobo y adornada con imágenes del sol, la fíbula estaba hecha de la plata salida de una de las cantoneras de los libros sagrados de aquellos adoradores de la cruz, no sabía cómo su padre la había conseguido, pero había sido su regalo antes de la partida, y aquel escaso cumplido de Eirik el Rojo había significado mucho para él.

Y es que Leif, no siendo el primogénito, llevaba toda su vida intentando ganar la aprobación y respeto de su padre, sin darse cuenta de que, a pesar de las escasas palabras de aquel hombre rudo, ya los había ganado hacía tiempo.

Leif llevaba con garbo sus más de seis pies de altura, era corpulento, como cualquier navegante, pero sus hombros y cuello no estaban cargados. Tenía un rostro delineado por huesos fuertes y había heredado los cabellos rojos de su padre y los intensos ojos verdes de su madre. Era un hombre sonriente, lleno de sueños, pero sin la amargura de los mezquinos que no logran sus metas. Sabía ordenar, pero también sabía cumplir, y su buen hacer como navegante le había granjeado el respeto de sus hombres. Cierto era que el barco había quedado un tanto batido por el viaje, pero había merecido la pena.

Tyrkir el Sureño, uno de los que ya habían estado al servicio de Eirik el Rojo y tan complacido como los demás por ver ya cerca el fin de aquella interminable travesía, procuró centrarse en asuntos más prácticos que las ensoñaciones de su patrón y, cuando comenzó a distinguir el cambio en la tonalidad del agua que anunciaba la desembocadura del Nid en el fiordo, dio dos pasos hacia su patrón, contrapesando con cada uno el bamboleo de las pequeñas olas que el mar encañonado arrastraba.

—Cuando atraquemos habrá que buscar artesanos. Hay que cambiar algunos de los remos, espero que tengan carpinteros decentes —dijo con su estrambótico acento germano—. Y hay que ocuparse de renovar las piedras de lastre, han acumulado tanto limo que apestan como el culo de un troll con diarrea.

Leif, complacido con las palabras que imaginaba ya inscritas en su propia saga, se giró hacia el Sureño sin perder la sonrisa o el buen humor, como era habitual en él. Aquel hombre de pobre constitución, nudoso como un nogal centenario, llevaba con él desde su adolescencia y, aunque solía excederse en su papel de eterno protector, requerido por Eirik el Rojo años atrás para asegurarse de que su impetuoso hijo pudiese contar con los consejos y apoyo de un hombre de su confianza, Leif se tomaba su excesivo celo con paciencia y calmada resignación.

—Tyrkir…, eres un viejo gruñón lisiado —contestó fingiéndose afectado sin lograr ser convincente—. Has cruzado el reino de Njörd sin mojarte ese escuálido trasero tuyo, y solo puedes pensar en quejarte… Pareces una virgen metida a puta.

El Sureño, acostumbrado a que su maniática eficiencia fuera denostada con bromas similares, no insistió; se limitó a arrastrar nerviosamente los incisivos por el labio superior prendiendo los pelillos del bigote y encogió los hombros.

—Ya nos ocuparemos de eso. Ahora, ¡hay que emborracharse! —Y girándose hacia el resto de los tripulantes, Leif continuó hablando, elevando el tono para hacerse oír por encima del chapaleo de los remos—. ¡Tenemos que buscar cerveza y mujeres! Apuesto a que aquí hay antros que apestan menos que vuestros pies peludos… Y a ver si conseguimos que tú bebas hasta perder el sentido —añadió señalando al contramaestre germano antes de volver a gritar hacia el resto de la tripulación—: Esta noche, ¡a emborracharse! ¡Hay que celebrarlo!

Y, desde las bancadas de los remos, entre sus arcones de viaje, los hombres dejaron de bogar un instante para alzar los brazos y jalear a su líder, ilusionados por la noche de juerga y desenfreno que las palabras de su patrón prometían.

—Habrá que encontrarle una puta limpia a Tyrkir… —gruñó Bram entre carcajadas que los remeros recibieron con sonrisas pícaras. Todos sabían lo tiquismiquis que era el segundo de Leif en cuanto a las mujeres.

—A mí me basta con que tenga piernas que poder separar —bramó otro de la tercera bancada conocido como el Tuerto y con fama de tener un miembro de tal tamaño que arredraría a una mula.

Sin embargo, no fue tan fácil como hubieran querido, Nidaros se estaba transformando a pasos agigantados. Olav Tryggvasson, del que se decía era tataranieto del legendario Harald el de la Cabellera Hermosa, se había autoproclamado rey, gran konungar de todas las tierras del paso del norte; con sus intrigas, sobornos y alianzas había conseguido desechar al jarl Haakon Sigurdsson, por el que las gentes del norte sentían desprecio y rencor, pues había descontento por sus abusos y extremismos, ya que siempre se había aprovechado de su poder y posición; y el pueblo, harto, había renegado de él y apoyado las aspiraciones del ambicioso Tryggvasson. Así, el descendiente del mítico Harald no solo consiguió la lealtad de todos aquellos bajo el yugo de Haakon, jarl de Hladr y tirano a juicio de muchos; al que decapitó en una porqueriza gracias a la felonía de un esclavo. Además, rechazando las antiguas prácticas paganas que tanto protegía el depuesto Haakon Sigurdsson, el nuevo monarca consiguió hacerse con la fidelidad de los señores de los territorios dominados por el rey de Danemark, que como él mismo, eran afines a la influencia meridional de los seguidores del Cristo Blanco; y ahora, como señor único de todas las tierras del norte, imponía su ley a sangre y fuego haciendo correr su voz y orden con los recados que recitaban sus dragomanes. Y entre sus mandatos estaba la imposición total de la religión del crucificado en sus recién unificados dominios, pues él estaba convencido de que aquella tenía que ser la religión verdadera, ya que así se lo había dicho el mismo ermitaño de las islas Sorlingas que le había profetizado su ascenso al poder y que lo había bautizado asegurándole que en la redención del hombre crucificado encontraría el bálsamo necesario para aliviar las penurias que sufría desde su viudedad.

Y, siguiendo sus firmes convicciones recién estrenadas, Olav Tryggvasson estaba decidido a erradicar los antiguos cultos y hacer olvidar a todos los dioses de Asgard, y a talar y quemar el tocón del mítico Yggdrasil. El nuevo monarca parecía querer borrar para siempre no solo su turbulento y difícil pasado, sino también las costumbres y usos de los suyos, dispuesto a pasar a cuchillo a todo aquel que no desease reconocer su estirpe o su moderna fe en el crucificado. Las völvas y todos aquellos que habían hecho de la magia un modo de vida fueron abandonados en los roquedales de playas y fiordos para que la pleamar los ahogase, y ahora, tras haber instalado en la floreciente Nidaros la capital de su reino, se había empeñado en construir un templo para la nueva religión y en dotar al antiguo puerto comercial de un puritanismo lejos de la realidad que se vivía en sus callejuelas retorcidas.

Así, Leif y sus hombres tuvieron que hacer preguntas discretas y morderse la lengua hasta que fueron capaces de encontrar un lugar en el que perderse entre los vicios del alcohol y las piernas de las mujeres; agradecidos por descubrir que, fuese cual fuese la religión, los bajos instintos encontraban siempre el modo de aflorar, y más en un puerto de paso, al que siempre llegaban hombres ansiosos tras largos viajes de forzada abstinencia.

Después de varias vueltas en vano, encontraron un tugurio atestado en el que los olores de la salmuera, el sudor pasado y el alcohol derramado competían por destacar a la luz vacilante de los hachones y fuegos. Pero con suficiente alcohol para servir de regocijo a la tripulación del Mora y su patrón, que tenían mucho que celebrar.

Leif y sus hombres bebieron sin medida o juicio. Derramaron la espuma de sus cuernos de hidromiel entre cada empellón y pellizco que lograban prender en los traseros de las mozas, cantaron con voces roncas tomadas por el exceso de alcohol, discutieron sobre sus hazañas como navegantes, se jactaron de las tormentas a las que habían sobrevivido y le metieron miedo a las mujeres hablándoles de aterradoras criaturas marinas de enormes cuerpos y largos tentáculos capaces de engullir hasta el más grande de los knörr.

—Será mejor que nos pongamos en marcha, hay mucho que hacer —anunció Tyrkir con su complacencia de siempre—, ya ha amanecido. Y los días más largos ya han pasado, nos hará falta el tiempo…

Leif, medio cubierto por la paja del lecho y las sayas sueltas de una corpulenta morena de grandes labios, fue solo capaz de gruñir lastimeramente.

—El sol ya está bien alto en el horizonte… —apremió el contramaestre.

Leif abrió los ojos legañosos con pereza. Y se vio obligado a volver a cerrarlos ante la claridad que entraba por los huecos de los escasos tragaluces que, aun estando cubiertos por vejigas de cerdo tensadas, dejaban entrar tanta luminosidad como para arredrarle los sesos. Necesitó de un rato para recordar dónde estaba y cómo había llegado hasta allí. La cabeza le latía miserablemente y tenía la lengua tan hinchada como un cadáver al sol.

—Por los cuervos de Odín, ¿es que ya no puede uno disfrutar de una bien merecida resaca? —dijo al fin, componiendo el mismo gesto de un niño pillado en una travesura—. Si tenemos todo el invierno para ocuparnos de eso…

Tyrkir no se atrevió a contestar y permaneció impasible mientras su patrón se desperezaba, soltaba un portentoso pedo y despedía a las dos muchachas con las que había pasado la noche, todo a un tiempo.

—Eres como mi madre —volvió a quejarse Leif—. Siempre preocupándote por lo que debo hacer.

El Sureño se dio cuenta de que las protestas no eran más que la rutina habitual, su señor sonreía viendo las cachas blancas de una de las mozas que se alejaba, al tiempo intentaba componerse la ropa y se arreglaba como podía los cabellos y la barba.

—¿Y los demás? Puede que Bram quiera hablar con alguno de los carpinteros…

Entre las patas de un par de taburetes rotos, caído fuera de otro de los montones del heno que había extendido el tabernero la noche anterior, su timonel, espatarrado y tumbado cuan largo era, roncaba como un oso rabioso y Leif, que solo veía a algunos más de sus hombres, desperdigados por el suelo y las mesas de la taberna sin orden ni concierto, sonrió de un modo paternal y decidió concederle a su tripulación el descanso que merecía después de la gloriosa travesía que habían completado.

—Dejémoslos, así habrá al menos alguno que pueda seguir soñando con grandes banquetes y gigantescos toneles a rebosar de cerveza hecha de alcacel y arrayán.

Tyrkir bajó el mentón asintiendo y dejó paso a su patrón, que, sin perder la sonrisa, buscaba la tina de agua de lluvia sita a la entrada.

El sol radiante los hizo bizquear a ambos, aunque Leif fue el único que necesitó menear la cabeza como un perro mojado para intentar alejar los efectos del trasiego de alcohol de la víspera.

—Lo mejor sería ir primero a buscar a los carpinteros de ribera en los astilleros locales —aventuró el Sureño.

Leif pensaba que sería mucho mejor tratar con los mercaderes para vender las pieles y colmillos que atestaban los pañoles de su nave cuanto antes, pero le apetecía pasear junto al mar para despejarse, así que no dijo nada.

Era evidente que Nidaros llevaba un buen rato despierta; en las granjas de los pudientes terratenientes de las afueras las faenas del campo estaban ya avanzadas, y en las tienduchas y comercios de la ribera se movían mercancías, y los esportilleros hacían mandados al tiempo que los menestrales calentaban sus forjas o preparaban sus herramientas.

A medida que caminaban desde el lado sur, envuelto por la gran curva del río, hasta la orilla norte, abierta al fiordo, se fueron encontrando con gentes ocupadas. La aldea crecía a pasos agigantados gracias al impulso oficial suscitado por la subida al trono del nuevo gran konungar, y a las actividades de los lugareños se sumaban las idas y venidas de artesanos y comerciantes llamados por el auge que experimentaba el lugar.

Al remontar la ribera del meandro del Nid adelantaron a un enorme carro manejado por cabizbajos esclavos que cargaban con grandes rocas; y vieron al otro lado del río altos pinos blancos desmochados que, todavía enraizados, se curaban a la intemperie hasta estar listos para ser cortados y labrados. Era evidente que las obras de la stavkirke de Olav progresaban a buen ritmo.

No sin cierta curiosidad cruzaron algunas preguntas y, de hecho, descubrieron que el recién entronado gobernante se había propuesto fundar allí mismo un templo digno de ser un lugar de culto memorable para el crucificado a la vez que un soberbio emplazamiento para su propia sepultura. Artesanos de todas las tierras del norte habían llegado hasta Nidaros para aprovecharse de las riquezas que, con la mano abierta, parecía estar dispuesto a prodigar el rey.

Cuando se cansaron de mirar cómo se preparaban los cimientos del solar para recibir las grandes losas de piedra que aislarían de la humedad a los maderos de la tabicada, siguieron camino hasta la orilla norte del pueblo, bañada por las aguas salobres que se internaban en el fiordo.

Algunas mujeres y niños aprovechaban la marea baja para recoger moluscos usando angazos que arrastraban con esfuerzo, y aunque vieron varios diques secos, descubrieron que gran parte de los artesanos estaban ocupados con las obras de la stavkirke; solo uno de ellos parecía seguir afanándose con asuntos navales.

Tyrkir se apresuró y, antes de que Leif pudiese advertirlo de nuevo de que tenían tiempo de sobra, ya estaba hablando con uno de los mozos que, a juzgar por las blancas virutas que llevaba prendidas en el pelo, servía de aprendiz al ebanista.

Cuando el maestro acudió, Leif se presentó y obvió el ceño fruncido que le sirvió la mención de su padre haciendo una rápida referencia a la bolsa de plata y oro que llevaba, así como a las mercancías de las bodegas del Mora. Pero en cuanto se empezaron a tratar los temas con más detalle se aburrió. A él le gustaba enfrentarse al mar embravecido y a los retos de la navegación, pero el mantenimiento y la logística lo hastiaban; después de cruzar cuatro frases con el carpintero le cedió el protagonismo de las negociaciones a su subalterno, eficiente hasta lo enfermizo y siempre fiable.

Ya libre de sus responsabilidades, valoró la posibilidad de regresar a la taberna para homenajearse con un buen desayuno de carne y cerveza, ahora que parecía que el estómago se le iba asentando después de los excesos de la noche anterior; luego podría pasar al ruedo tras la cantina, había oído que algunos lugareños habían acordado celebrar un par de combates de caballos en los que intervendría un garañón del que hablaban maravillas. Sin embargo, no tuvo que moverse del sitio, el entretenimiento que buscaba llegó pronto, unas voces en la playa le llamaron la atención.

Un grupo de hombres se acercaba por la arena oscura armando alboroto. Se retaban los unos a los otros con amenazas vacías y parecían bromear sobre las cuantías de las apuestas que pensaban cruzar, lo que interesó inmediatamente al libertino Leif. Eran media docena, vestidos con sencillas prendas de vathmal sin teñir y sin otras armas o pertrechos que los grandes arpones que portaban.

Leif, dejando definitivamente al carpintero en tratos con su contramaestre, llamó al aprendiz con un gesto de la mano.

—¿Quiénes son esos?

El chico solo contestó después de sorberse ruidosamente los mocos que le colgaban hasta el mentón.

—Son balleneros —dijo ronqueando mientras tragaba con dificultad—, acaban de regresar del norte porque la temporada ha terminado. Y ahora se dedican a holgazanear y gastarse la plata que han ganado con la carne y la grasa de los rorcuales que han matado, y seguirán así hasta que la acaben —añadió el chico con un gesto grandilocuente—. Todos los años hacen lo mismo. Mi madre dice que son unos puteros marrulleros… —aseveró como si no estuviese seguro de lo que aquello significaba—. Pero en unas semanas vaciarán sus bolsas y buscarán cualquier chapuza para malvivir hasta la temporada que viene. Siempre hacen lo mismo…

El muchacho parecía ser capaz de seguir hablando hasta la llegada de la noche y Leif ya sabía que los arponeros no solían ser más que marinos desahuciados de vida difícil que, sin otra salida, se jugaban los dientes luchando contra los gigantescos rorcuales porque era el único modo de seguir adelante. Esperando acallar al chico, decidió darle una propina y sacó del cinto un pequeño trozo de plata cortada del tamaño de un guisante. Se lo dio con una sonrisa, y consiguió que el muchacho se quedara sin habla, incapaz de hacer otra cosa que mirar con los ojos exorbitados el tesoro que acababa de recibir.

Dos de los hombres de la playa levantaban un gran montículo de arena y Leif vio con interés cómo los restantes se alejaban. Al reparar de nuevo en los arpones cayó en la cuenta de que se estaba organizando una competición, y eso explicaba lo de las amenazas y advertencias sobre postas y apuestas que aquellos hombres se cruzaban.

El muchacho corría a esconder su fortuna sin perder la sonrisa que se le retorcía en las orejas. Tyrkir discutía los pagos con el carpintero, regateando sobre el calafateado del Mora, y Leif, anticipando el espectáculo, buscó asiento en un gran tronco de roble a medio trabajar como quilla, olvidándose de los peleones restos de su resaca y dispuesto a saciar su curiosidad.

Como imaginaba, los arponeros empezaron pronto los lanzamientos, estableciendo turnos. A medida que iban acertando en el montículo, aquellos con mejor puntería se iban alejando a intervalos de cinco yardas. En tres rondas los papeles de cada uno quedaron claros para Leif, que, como patrón, estaba acostumbrado a distinguir los valores de cada hombre por sus actitudes. Uno que era contrahecho y con algo de joroba se quedó pronto fuera de la competición; incapaz de pasar la segunda ronda, tuvo que asumir las chanzas de sus compañeros y hacerse cargo de las postas además de quedar designado como recadero, obligado a traer los arpones clavados a cada vuelta. Y otro, que era el más corpulento de todos, parecía esperar pacientemente a que la distancia se hiciera interesante para él, desdeñando con serenidad los lanzamientos más cortos y manteniéndose al margen con los brazos cruzados sobre el pecho. Entre el resto destacaba un vocinglero de barbas rubias que parecía alardear más que hablar, pero que había ganado ya todos los envites.

En el cuarto lance el viejo sombrero de cuero en el que el jorobado llevaba el monto de las apuestas parecía pesar tanto como el martillo Mjöllnir, era evidente que los arponeros arriesgaban las ganancias de la temporada como si el mundo estuviese ardiendo y Leif no pudo resistir la tentación por más tiempo; aun cuando jamás en su vida había usado un arpón, la expectativa de un nuevo juego en el que poner a prueba su valía era demasiado poderosa.

Sabedor de que las palabras de poco servirían ante hombres de aquel tipo, el aventurero sacó de su escarcela el cantón del brazo de una cruz de oro sin darle importancia a cómo podría sentar en la recién cristianizada Nidaros tal sacrilegio y se lo lanzó al contrahecho ballenero sin siquiera saludar.

El jorobado cogió el metal como pudo, intentando que no se le cayese el cuarteado sombrero.

—¿Compra eso un intento en la siguiente ronda?

El arponero miraba el trozo de cruz con ojos golosos, tenía una desagradable cicatriz que le blanqueaba la piel y formaba una calva irregular en la barba de su mejilla derecha. Antes de que pudiese contestar, el que Leif había identificado como el bravucón del grupo habló.

—Mientras sigas cagando pedazos de oro como ese —dijo el rubio señalando el trozo de cruz que el jorobado tenía en las manos—, podrás probar suerte…

A Leif aquellas palabras le sonaron más cercanas a una amenaza que a una invitación. Y tampoco se le escapó que el grandote que había visto separado del grupo se sentaba en la arena como si hubiera abandonado la idea de unirse a la ronda que los arponeros iban a lanzar antes de la interrupción de Leif.

El jorobado, complacido maestro de ceremonias, se presentó como Orm y le dictó el nombre de los otros. Leif solo le dio importancia al que parecía comportarse como el rival más capaz, Halfdan el Rubio.

—¿Y ese otro? —preguntó señalando al que todavía no había lanzado ni una sola vez.

—Es Ulfr —contestó el jorobado Orm—, no suele apostar hasta que llegamos a veinte brazas. Y tampoco es que sea muy hablador —añadió con una sonrisa enigmática.

Ulfr; y Leif no supo si era el nombre verdadero o un apodo, los cenicientos cabellos y los serenos ojos azules bien podrían haberle ganado un sobrenombre como aquel, el Lobo.

—Es un tipo raro, creo que llegó del este hace unos años —añadió Orm como si aquella procedencia lo explicase todo—. Me parece que es un sviar…

—Sí, seguro —intervino otro de largos mostachos que comprobaba la alineación de los arpones mirándolos de cabo a punta entre sus brazos extendidos—, es uno de esos cobardes adoradores de cerdos que viven escondidos en sus lagos más allá de los same —dijo con evidente sarcasmo—, probablemente alguna völva le hizo jurar por la marrana de su madre que no hablaría si no le prometían oro a cambio.

—Parecéis dos jovencitas cuchicheando sobre las vergas de sus amantes —los reprendió otro—. No es un sviar, es sureño… Y ahora qué, ¿lanzamos o no?

Leif se dio cuenta de que el interpelado permanecía impasible ante las ofensas, y no supo si era el rudo compañerismo de hombres que se enfrentaban juntos a los peligrosos monstruos de las profundidades del reino de Njörd o la simple indiferencia la que hacía que aquel hombre se mantuviera al margen. Sin embargo, intuyó que si Ulfr se levantara las chanzas cesarían de inmediato, había algo en sus ojos. A Leif le recordó a un oso al que había visto azuzar, todos los espectadores habían sido valientes, habían usado sus picas hasta que la cadena se rompió y el gran animal quedó libre para perseguirlos, entonces las puyas cayeron y los más vocingleros cambiaron las palabras por zancadas nerviosas. Aquel oso había matado a tres hombres antes de que su padre y algunos de sus hombres consiguieran reducirlo, para el pequeño Leif se había convertido en un recuerdo imborrable, y aquel hombre de gestos comedidos había evocado aquellas escenas. Le había recordado a aquel oso preso.

Los arpones sorprendieron a Leif por lo pesado, tenían largos mangos de fresno ahumado de más de una vara que encerraban un alma de hierro que se prolongaba hasta unas puntas amenazadoras que delataban claramente su sangriento propósito.

Como cualquier otro chico del norte, Leif había aprendido a usar la lanza, además de la espada, el hacha y el escudo. Así que, después de balancear el gran arpón que le cedieron hasta encontrar el punto de equilibrio, se sintió capaz de arrojarlo con tanta precisión como los propios arponeros.

El montón de arena que hacía de blanco tenía el tamaño del torso de un hombre, y aunque a Leif le pareció un objetivo pequeño, se dio cuenta de que para aquellos hombres era una práctica de puntería, ellos estaban acostumbrados a arrojarlos contra enormes criaturas de míticas proporciones que hacían empequeñecer a knerrir de una veintena de bancadas.

Leif acertó a la primera y disfrutó como un niño cuando se repartieron el monto de las postas entre los tres que habían conseguido trabar su arpón desde las cuarenta yardas.

Después de pesar los pedazos con una ingeniosa balanza de platillos que se plegaba sobre su propio fiel, el jorobado no solo le devolvió el cantón de la cruz, sino que añadió tres buenos pedazos de hacksilver.

Así, para las cuarenta y cinco yardas solo quedaban tres de ellos, el bravucón Halfdan, un rubicundo moreno al que le faltaba un trozo de oreja y el propio Leif.

—Déjalo tal como está —le dijo Halfdan al jorobado cuando le ofreció su parte de los metales.

Orm se sorprendió, habiendo pasado esa ronda, las ganancias del Rubio rondaban la libra, pero el contrahecho normando sabía que Halfdan se olía las riquezas del nuevo y que, probablemente, esperaba que Ulfr se mantuviera al margen para poder desplumarlo impunemente.

El hosco moreno de la oreja tullida se retiró feliz con sus ganancias en cuanto, como Orm, intuyó las ideas de Halfdan.

—Pues parece que solo quedamos tú y yo, forastero.

Leif no se sintió intimidado.

—Pues hagámoslo más interesante —dijo devolviendo su plata al sombrero que sostenía el jorobado, y completó el monto con otro pedazo de la misma cruz—. Y movámonos un poco más —añadió sonriendo—, hasta las sesenta yardas —dijo en un impulso.

Todos sabían que aquello era excesivo, pero, como buenos jugadores, estaban más que dispuestos a disfrutar del entretenimiento, a fin de cuentas, como a menudo les recordaban las astillas que reflotaban entre aguas turbulentas, la siguiente temporada siempre podía convertirse en la última si uno de aquellos rorcuales arremetía contra su nave. Enseguida empezaron a cruzarse apuestas paralelas entre los espectadores, y las voces se alzaron discutiendo las posibilidades de cada uno de los lanzadores ante aquella distancia excepcional. El de la oreja maltrecha que se había retirado en la ronda previa mandó al aprendiz del carpintero a por un barril de cerveza, y el propio artesano, acompañado por Tyrkir, se decidió a bajar hasta la playa, interesado por la algarabía.

Se estaba armando un buen barullo, y era obvio que Halfdan disfrutaba siendo el centro de atención. El Rubio, con teatralidad evidente y llenándose la boca con los lujos que iba a permitirse en cuanto ganase, eligió el arpón que más le gustaba después de sopesarlos todos con ojo crítico. Estiró tanto como pudo su tiempo, hasta que temió que alguien osara acusarlo de entretenerse por miedo, y lo aprovechó para recibir con inclinaciones de cabeza de falsa humildad las palabras de ánimo de los que estaban de su parte y devolver comentarios hirientes a aquellos que no le auguraban ninguna posibilidad.

Leif disfrutaba de la situación y esperaba pacientemente, observaba a la concurrencia mientras Halfdan terminaba con su representación. Sin embargo, no pudo evitar guiñar los ojos con disgusto cuando el Rubio, tras un par de pasos de carrera, lanzó el arpón con evidente puntería.

Mientras el hierro volaba los asistentes callaron, y cuando impactó en la arena del montículo con un crujiente sonido sibilante, el silencio se rompió con gritos de alegría y fastidio que se elevaron por igual, repartidos según si quien los lanzaba había apostado en un sentido u otro.

El aprendiz del carpintero, todavía agradecido por el trozo de plata que le había sido entregado, se prestó enseguida a servirle de asistente a Leif y, en cuanto el barril de cerveza que había traído rodando fue abierto, corrió a hacerse cargo de la capa de su benefactor, a acercarle los arpones, a ofrecerle un trago con el que aliviar el gaznate y dispuesto de buen grado a obedecer cualquier otro mandado.

Con el pulido mango ya entre sus dedos, Leif miró el montículo de arena con aire circunspecto y se dio cuenta de que aquellas yardas de más habían convertido la distancia en algo que se antojaba insalvable. Pero no perdió el buen humor o su sempiterna sonrisa, se enfrentaba a un desafío más, y sabía que, si conseguía ganar, su propia leyenda se vería patrocinada por la hazaña. Antes de tomar carrerilla echó un vistazo a su alrededor y observó los rostros que lo rodeaban, el muchacho del astillero se sorbía los mocos nervioso, Orm miraba el interior del sombrero con expresión de asombro, Halfdan le devolvía una sonrisa llena de cinismo, algunos ya estaban medio borrachos y a Leif le apeteció volver a echarse un buen trago de cerveza al coleto. El único que parecía indiferente era Ulfr, que se entretenía tallando un pequeño trozo de asta con un cuchillito de hoja curva y que solo le dedicó un gesto, una leve negación de cabeza cuando Leif sopesó el arpón con un gesto inquieto que no pudo evitar.

La concurrencia, impaciente, gritaba exhortando a Leif a lanzar de una vez.

—¡Extranjero!, si lo necesitas puedes acercarte una braza —desafió Halfdan con bravuconería, recibiendo complacido los abucheos que sus simpatizantes dedicaban a Leif.

Haciendo oídos sordos, el viajero respiró profundamente y centró su mirada en aquel montículo de arena.

El arpón empezó su vuelo de manera prometedora, parecía un acierto, sin embargo, se desvió pronto, yéndose poco a poco hacia la izquierda. Terminó clavándose a una vara del montículo entre los cacareos y gritos de los espectadores.

Leif agitó el puño con frustración, más preocupado por haber errado que por las pérdidas, y tuvo que recibir con una sonrisa apocada el gesto admonitorio de Tyrkir, que lo miraba con desaprobación pensando en las repercusiones que aquel despilfarro tendría para las reparaciones y aprovisionamientos del Mora y sus tripulantes.

Pero Leif no se desanimó y decidió buscar una salida honrosa a la situación que no rebajase su posición. Y para él solo había un modo de seguir adelante, jugarse el todo por el todo, y Halfdan parecía lo bastante engreído como para dejarse liar.

—Ha sido un golpe de suerte, no lo repetirías ni aunque Baldr te prestase su brazo… —retó elevando la voz por encima de la algarabía para hacerse oír por Halfdan, que presumía entre los achuchones y felicitaciones de los suyos.

El Rubio estaba de buen humor y no se imaginó en qué modo podría romperse su racha.

—¿Quieres volver a apostar? —preguntó Halfdan.

Leif mantuvo un silencio expectante antes de hablar.

—Puede… Pero solo si dejamos de comportarnos como niños de calzones meados, esta vez vamos a hacerlo de verdad… —añadió lanzándole al jorobado su bolsa completa y disfrutando de la expresión de incredulidad con la que el Rubio enmudeció.

Leif sabía que Halfdan podía repetir el lanzamiento si mantenían la distancia, pero también sabía que a semejante matasiete no se le ocurriría arredrarse sin más si lo azuzaba, la capacidad para enmerdarse hasta el cuello sin necesidad era una cualidad innata de todo fanfarrón. Y era evidente que Halfdan se sentía tentado, pero que el enorme monto lo obligaba a titubear, aun a regañadientes.

Intuyendo las ansias de su rival, Leif decidió ayudarlo a meterse en el hoyo, necesitaba acorralarlo para que no pudiese echarse atrás cuando llegase el momento.

—Pues yo creo que parloteas más que una vieja tejiendo junto a la lumbre y creo que tienes la boca más grande que las mentiras de Loki… —dijo el aventurero esperando imprimir en su voz el tono justo—. No creo que seas capaz de repetirlo…

Como Leif había esperado, el Rubio no fue capaz de tragarse la insinuación.

—Puede que tú necesites que la puta te diga lo que hacer con tu arpón cuando tienes el blanco a un palmo —gritó Halfdan por encima del alboroto recibiendo con rostro complacido la ovación con la que le respondieron—. Pero yo no, ¡yo puedo hacerlo de nuevo! Tantas veces como quiera.

Leif compuso en su cara un leve gesto de indignación, fingiéndose afectado, pero respondió pronto.

—Entonces…, ¿te parece fácil? Hablas como si lanzar desde sesenta yardas fuese un simple juego de tablas para ti…

—Lo es —replicó Halfdan sin dejar que Leif terminase.

Y el aventurero agarró la oportunidad de recuperar sus pérdidas.

—Entonces…, diez yardas más no serán un problema, ¿te ves capaz de hacer blanco a setenta? —inquirió con miras después de una pausa al tiempo que intentaba remarcar cuanto podía el carácter personalizado de la pregunta.

Ante las miradas expectantes de su público Halfdan no tuvo más remedio que mantener sus aires jactanciosos.

—Claro que sí, yo nunca fallo.

Leif quiso aprovecharse para forzar aún más la situación. Intuía que Halfdan no tenía fondos para cubrir su apuesta y que necesitaría un empujón para animarse.

—Pues a mí me parece que todos aquí saben que lo único con lo que aciertas es con tu lengua fanfarrona.

Halfdan rechistó de inmediato, era obvio que la alusión al público había herido su orgullo.

—Yo no fallo nunca.

Leif devolvió la finta con rapidez, aunque cuidó sus palabras, no fuera a ser que el asunto se le escapase de las manos y Halfdan quisiera zanjar las dudas sobre su honor con un duelo.

Tyrkir sonreía anticipando la encerrona, y el resto de la concurrencia estaba tan absorta con el desafío que hubo cuernos que quedaron a medio vaciar.

—¿Incluso si son setenta y cinco yardas?

Y Halfdan estaba tan metido en su papel que ni siquiera titubeó.

—Como si son ochenta, yo nunca fallo.

—Ya veo, eres el mejor arponero, el mejor de todos, ¿no?

—Así es, ¡Halfdan el Rubio es el mejor de todos! —contestó pinchándose el pecho con el pulgar de su puño derecho al mismo tiempo que alzaba el mentón orgulloso—. Puedo hacer blanco incluso a ochenta yardas.

Orm no creía siquiera que semejante tirado se hubiera intentado jamás, de hecho, estaba seguro de que él no sería siquiera capaz de cubrir la distancia, y mucho menos hacerlo con puntería como para acertarle al blanco.

—Pues yo lo dudo —dijo Leif moviendo la cabeza negativamente—. Si tan seguro estás, ¿por qué no cubres la apuesta?

Se oyó alguna risa, y más de uno se atrevió a importunar a Halfdan desde el anonimato de la muchedumbre que iba creciendo, más de una altisonante referencia a la hombría del Rubio resonó por encima del murmullo de los congregados.

Halfdan resopló con exagerada indignación y, tras levantar la mano pidiendo paciencia a la concurrencia y al propio Leif, habló con los de su alrededor. Primero de buenos modos, luego con evidentes amenazas remarcadas por puños cerrados.

A tiempo para que llegase un nuevo barril de cerveza, Halfdan había conseguido plata suficiente como para cubrir el envite de Leif. Cuando Orm acabó de pesar los metales con su balanza, hubo que recurrir a dos sombreros más para contener todo el monto, sobre el que caían miradas ansiosas de todos los asistentes, especialmente del aprendiz del carpintero: el pobre muchacho no se había imaginado que hubiese en todo el mundo conocido semejantes cantidades de oro y plata; la mayoría eran pedazos brutos y dentados obtenidos del destrozo de piezas mayores, pero también había una buena porción de monedas de toda condición, incluyendo las viejas y ya verdosas calderillas acuñadas en el sur por Angantyr y algunas de extravagantes símbolos llegadas de las tierras conquistadas por los rus.

Sabedor de que Halfdan ya no podría echarse atrás, Leif jugó con su última ventaja antes de asumir el riesgo de perder toda su fortuna y verse obligado a depender únicamente de los posibles beneficios que consiguiese de la venta de su carga. Tras llamarlo con un gesto mandó al aprendiz del carpintero a buscar la plomada del Mora.

—Pues midámoslas, no me fío de las marcas que habéis hecho.

Tyrkir se dio cuenta de lo inteligente del juego de Leif. Probablemente las mediciones hechas estaban bien, los arponeros eran, al fin y al cabo, marinos, pero también sabía que la plomada del Mora era un legado del mismo Eirik el Rojo y que estaba más viciada que la más vieja de un burdel. Si medían las ochenta yardas con esa plomada baqueteada, tendrían que contar cuarenta brazas para hacer la equivalencia, y en cada una de ellas habría una diferencia de al menos una pulgada, Leif ganaría, como poco, otra yarda.

Cuando todo estuvo listo, el trasiego de cerveza ya había conseguido que los puños se soltasen en más de una ocasión entre los que habían cruzado apuestas a favor y en contra de Halfdan.

Tras la línea en la arena que había trazado el aprendiz, el Rubio sopesaba una vez más los arpones echando furtivas miradas disimuladas al lejano blanco.

Leif ya se había unido a los bebedores con aire despreocupado y, aunque había tenido que soportar las protestas de Tyrkir por haber puesto en riesgo todos sus fondos, estaba de buen humor, había merecido la pena; tanto si ganaba como si perdía la apuesta.

—Prepárate para pasar el invierno pidiendo limosna, extranjero —gritó Halfdan antes de dar el primer paso de su carrera para el lanzamiento.

El Rubio echó el arpón hacia atrás arqueando la espalda y, tras amagar el gesto unas pocas veces, inició su galopada.

Soltó el hierro con un gruñido seco al tiempo que intentaba recuperar el equilibrio, vencido por el brutal impulso que había pretendido, le faltó poco para caer de bruces; pero la distancia era suficiente como para que pudiese levantarse y contemplar el vuelo del arpón antes del impacto.

Tyrkir apretaba las manos blanqueando sus nudillos. El aprendiz del carpintero sonreía bobaliconamente, encantado por toda la algarabía, en su puño estrujaba con fuerza el trocito de plata que le había dado Leif.

El arpón ni siquiera cubrió toda la distancia. Se clavó a media docena de yardas del montículo, encarado con el blanco, pero corto. Y, mientras Halfdan gritaba rabioso, el contrahecho Orm se alegró de que aquel fanfarrón que tan a menudo lo increpaba hubiese encontrado a alguien que le bajase los humos.

La tensión se desató, estallaron más peleas y se oyeron acusaciones sobre la bondad de las monedas o los pedazos de plata apostados.

Leif creía firmemente en que el honor era igual de importante en la victoria como en la derrota. Sirvió cerveza en uno de los cuernos y se acercó hasta Halfdan, que murmuraba lamentándose con la cabeza gacha.

—Buen intento, casi lo consigues —dijo sonriendo.

Halfdan lo miraba con expresión tensa, y Leif se percató de que el Rubio estaba cayendo en la cuenta de que se había dejado engatusar por culpa de sus propias ínfulas y ansias de grandeza. Pero el aventurero estaba encantado con la suerte corrida, y aunque una buena pelea era siempre un modo fantástico de terminar cualquier asunto, prefirió cambiar las tornas y cederle a Halfdan una justa oportunidad de redención que los dejase en buen lugar a ambos.

—Tu brazo no es tan fuerte como dices —dijo de modo enigmático—, pero… he oído que no tendrás nada que hacer hasta que vuelva a empezar la temporada de caza. Yo me marcharé después del invierno, una vez haya vendido lo que hay en las bodegas de mi barco, el Mora… Y regresaré a Groenland, sin escalas, tal y como he llegado hasta aquí. —Leif se detuvo para dejar que la noticia calase y escuchó complacido los rumores—. Y luego, ¿quién sabe? ¡La gloria! Buscaré nuevas tierras y conseguiré oro, pieles, maderas… Forjaremos una leyenda… —Halfdan seguía con la cabeza gacha—. Y aunque tu brazo no es tan fuerte como dices, puede que sea suficiente para remar… ¿Quieres unirte a mi tripulación y buscar la gloria? —preguntó conciliador.

Halfdan lo miró de hito en hito sopesando la expresión de Leif y dudando de si la oferta iba o no en serio.

Los que esperaban haber visto una buena trifulca fueron los únicos que protestaron, animando al Rubio a romperle los morros a Leif y recuperar su dinero. Pero Halfdan vio en la sonrisa del forastero una expresión sincera que lo convenció, además, formar parte de la tripulación de un patrón solvente era una vida mucho más prometedora que la de un mal pagado ballenero que solo tiene una estación para buscarse el sustento de todo un año.

—Trato hecho —dijo tendiéndole el antebrazo derecho a Leif y aceptando con la mano libre el cuerno de cerveza.

Tyrkir se acercaba a pasos agigantados con gesto nervioso y el aprendiz de carpintero saltaba encantado de un lado a otro. La concurrencia bramó, contenta por el entretenimiento y el buen final. Algunos, terminado el espectáculo, se retiraban ya, otros, presos de la gula, aprovecharon hasta la última gota de cerveza. Y Leif, de un humor excelente, estaba dispuesto a regresar a la taberna y empalmar una tarde de borrachera con una noche de juerga, pero antes le ofreció sin palabras un par de los pedazos más grandes de plata a Halfdan, convencido así de ganarse su lealtad por siempre con el magnánimo gesto. Cuando ya se giraba desdeñando paternalmente los agradecimientos del Rubio, oyó una voz a su espalda que lo obligó a pararse en seco.

—Yo puedo hacerlo…

Se volvió y vio la gran silueta de Ulfr recortada contra la luz del mediodía, caminaba a su encuentro.

—Si doy en el blanco…, ¿me cederás una bancada en tu nave a mí también?

Leif observó al hombre que tenía enfrente. Aparentaba una edad similar, de su misma altura, pero bastante más corpulento. En el rostro curtido se adivinaban años que habían pasado demasiado pronto, en él destacaba una fuerte mandíbula cuadrada que era evidente incluso a pesar de la poblada barba cenicienta, pero lo más llamativo eran los ojos, del triste azul profundo que se esconde bajo las olas.

Ulfr tenía el porte de un luchador, sus brazos y muñecas eran los de alguien que había usado la espada a menudo. Y aunque no cojeaba, era evidente que cargaba el peso en el pie derecho supliendo con habilidad y práctica alguna vieja lesión, también tenía una fea cicatriz de perfil irregular en la palma de la mano.

Hablaba con un acento extraño que al aventurero no le pareció el de un sviar, y lo rodeaba un incierto aire de incomodidad que le contó a Leif secretos no revelados de una historia turbulenta sobre la que prefirió no preguntar; él sabía bien lo que era tirar de los grilletes de un pasado embarazoso, su abuelo había sido desterrado de Jaeder, y su padre obligado a abandonar la isla del hielo. Pero, a pesar de lo que no lograba intuir, había algo en aquel arponero que le gustó. Además, había sido un gran día y aquel tipo tenía algo que despertaba su curiosidad.

—Si eres capaz de hacer blanco, tendrás tu bancada en el Mora —concedió sonriente.

El repentino cambio excitó aún más a la concurrencia, que empezó de inmediato a apostar sobre si el callado arponero podría triunfar allá donde su compañero había fallado; la mayoría de ellos no le daba ni la menor oportunidad, ochenta yardas era una distancia que ni el mismísimo Thor podría salvar, y muchos se habían creído las fanfarronadas de Halfdan, por lo que pensaban que si el Rubio no lo había conseguido, nadie podría hacerlo. Leif escuchaba complacido aquellas voces y especulaciones, fuera como fuera, él saldría ganando; si Ulfr lo conseguía, sería una gesta que se contaría en las noches de invierno y él pensaba pagar suficiente alcohol para que todos recordasen que al hacerlo había pasado a formar parte de su tripulación. Y si fallaba, nadie olvidaría al patrón que había ofrecido tan generosa recompensa.

Ulfr no necesitó de tanta ceremonia como había requerido Halfdan. Simplemente eligió un arpón y cruzó la raya que había trazado el aprendiz de carpintero en la arena con la ayuda del peso de la plomada.

Todos le concedieron al tirador un instante de silencio.

Pero, cuando el hierro salió de la mano de Ulfr, el griterío se volvió ensordecedor. Envuelto en la algarabía, el arpón cortó el aire con el sonido de una flecha.

Unos pocos se dieron cuenta de que estaban siendo testigos de algo que podrían contar una y mil veces porque nunca sería olvidado.

Más tarde, ya en la taberna, los borrachos perdieron pie antes de que la noche llegase a anunciarse, y la tripulación del Mora recibió con ilusión al patrón y sus ganancias, todos dispuestos a bebérselas antes del siguiente amanecer. Había quien tenía motivos para celebrar y otros, simplemente, se unieron a la juerga. En el playón solo quedó el aprendiz del carpintero.

Sentado junto al montículo de arena que habían levantado aquellos hombres, el muchacho apretaba el trozo de plata que Leif le había dado y miraba, todavía con aire incrédulo, el arpón allí clavado.

Como si hiciera falta una prueba a la que señalar cuando alguien quisiera escuchar la historia, nadie se atrevió a sacar de la arena el arpón que Ulfr había lanzado.

A medida que el solsticio de invierno se acercaba, los días menguaban y la leyenda de Leif crecía, corriendo de boca en boca, ensalzándose a cada noche por las adulaciones de los borrachines. Algunos decían que había sido solo cuestión de suerte, y los había que, llanamente, no lograban creer que el hijo del infame Eirik, asesino reconocido, hubiese sido capaz de cruzar el océano desde Groenland sin hacer una sola escala. Pero había muchos más que estaban convencidos de que aquella era una hazaña digna de inscribirse en las piedras, y la fama de Leif se inflaba con los rumores que se cruzaban sobre el alcohol de las tabernas que el puritanismo de Olav no había conseguido cerrar. Y buena culpa de aquellas loas se debía al revuelo que, en el día de su llegada, había armado el aventurero, enzarzándose en apuestas impensables con un grupo de facinerosos arponeros con el que se había jugado montos capaces de comprar la más lujosa de las boer de toda Nidaros.

A Leif ya solo le quedaba por vender un hato de las pieles de peor calidad que, sin un comprador poco escrupuloso o un ingenuo a quien engañar, deberían venderse al mínimo precio a un cordelero que tenía su tienducha cerca de los astilleros para ofrecerles aparejos a los marinos y comerciantes que necesitaban repuestos para asegurar las velas. Sin embargo, estaba más que satisfecho, había conseguido pingües beneficios, en buena medida gracias a la paciencia en los eternos regateos del siempre eficiente Tyrkir, porque, en lo que al propio Leif respectaba, los pies le ardían después de tanto tiempo sin más excitaciones que las juergas nocturnas y las apuestas en los combates de caballos. Y, mientras el Sureño se entretenía haciendo tratos sobre las mercaderías que llevarían de vuelta a Brattahlid, buscando especialmente esteatita y maderos de calidad, aquel lento pasar del frío otoño de nieves cuajadas, largas noches y mañanas heladas enervaba a Leif, que estaba deseando izar el trapo del Mora y echarse a la mar. Pero el regreso a las tierras verdes le sabía a poco.

—… Herjolf era un viejo de entrepierna calenturienta y manos largas que solo era capaz de prestar atención si decías tetas cada diez palabras… —Leif calló esperando que la chanza calase, Ulfr se mantuvo impasible—. Cuando mi padre volvió de su exilio con nuevas sobre una tierra verde cubierta de pastos —y Leif sí sonrió al recordar las grandilocuentes alabanzas que Eirik el Rojo había hecho sobre aquella nueva porción del mundo que había descubierto—, Herjolf fue uno de los que se decidió a seguirlo. Supongo que o estaba borracho, o estaba harto de la decadencia de Iceland, en aquellos tiempos había continuas disputas en la isla, la asamblea solo servía para discutir los problemas de los terratenientes más antiguos, parloteaban días enteros sobre las marcas de unas tierras si eran suyas, pero para los colonos nuevos como mi padre solo había protestas…

Leif se dio cuenta de que divagaba al ver que Ulfr encogía los hombros ligeramente.

—… Herjolf creyó las exageraciones de mi padre y se apuntó a la expedición, veinticinco barcos —aclaró recuperando el hilo del relato—, casi todos knerrir; cargados hasta la regala con cuanto les podía hacer falta para empezar de nuevo en aquellas tierras que mi padre había descubierto… Once de ellos no lo consiguieron —concluyó Leif negando levemente con la cabeza mientras en sus ojos brillaba el fulgor de un mal recuerdo en el que enormes olas y vientos desbocados cobraban vida—. No salió bien, pero algunos llegamos.

Leif se dio cuenta de que, como ya le venía pasando desde que sus caminos se cruzaran, los prolongados silencios de Ulfr terminaban por obligarlo a hablar más de la cuenta; y comprendió que aquel hombre taciturno se estaba convirtiendo en un confidente y amigo que ya valoraba.

Antes de seguir hablando, Leif miró hacia las aguas del fiordo sin saber qué esperaba encontrar.

Estaban sentados en unos postes cubiertos a medias por nieve que se negaba a fundirse con el sol de la tarde despejada; a sus espaldas, Bram y Tyrkir discutían el precio de un par de toneles de salmón ahumado con un pescador de manos callosas que, de tan bizco, como había anunciado Bram, corría el riesgo de que con un estornudo los ojos le cayeran rodando por los hombros. Les hacían falta provisiones amén de mercancías, y su segundo buscaba en las tiendas ribereñas vituallas que aguantasen el baqueteo de la travesía, sin descuidar los tratos sobre el reacondicionamiento del Mora y las mercaderías que llenarían las bodegas, ya habían apalabrado unas cuantas jaulas con aves de corral, petición del mismísimo Eirik, y habían llegado a compromisos firmes con varios artesanos. A no ser que el océano reclamase al Mora para un descanso eterno, Leif no solo conseguiría gran parte de la fama que buscaba, también se haría con una fortuna.

—Herjolf tenía un hijo —continuó el navegante oyendo de fondo las maldiciones de Bram por el precio que pedía el pescador por su salmón—, un avaricioso con cara de rata llamado Bjarni que se ganaba la vida comerciando entre estas costas y las de Iceland, sus precios eran siempre desorbitados, en una ocasión quiso cobrarle a mi tío…

Leif sonrió con indulgencia y Ulfr, de nuevo, permaneció en silencio.

—… Bueno, eso no importa, lo relevante es que un día llegó a la isla de hielo y descubrió que Herjolf se había venido con nosotros a colonizar Groenland. El muy cicatero solo pensó en lo bien que sería recibido por los recién instalados inmigrantes, todavía faltos de líneas de comercio habituales. Y pese a no conocer la ruta se hizo a la mar con las pocas respuestas que consiguió tras pagar un par de tajadas. Me da en la nariz —dijo Leif llevándose la mano al rostro— que si hubiera sabido que aquella travesía hundió once de nuestros barcos, se habría limitado a vender sus cachivaches a los viejos estirados de Iceland.

›Al final se perdió, se lo tragó una niebla espesa como gachas y las sierras de Iceland desaparecieron en un horizonte prieto y gris como la panza de un rorcual antes de poder tomar como referencia las montañas blancas de Groenland. Puedo imaginarlo —dijo Leif afirmando con la cabeza—, las corrientes y el viento no ayudaron, y el muy idiota siguió hacia poniente como un ciego tentando con sus manos lo que no puede ver ante sí. Estoy seguro de que los huevos le tapaban los oídos…

Ulfr asintió y Leif se dio cuenta de que, al igual que él mismo, el ballenero habría sufrido las inclemencias del peligroso océano septentrional en más de una ocasión; todos por aquellas tierras habían oído alguna vez la abrumadora historia de la galerna de Swanage, en la que las aguas del mar se habían tragado más de cien barcos. Más aún, en el caso del arponero, a las tormentas, las olas y los vientos se unían aquellos enormes monstruos capaces de hundir una nave de veinte remeros con una sacudida de su portentosa cola.

—Y ese cabeza de chorlito siguió navegando hacia el oeste sin puñetera idea de dónde diablos acabaría. ¿Y sabes qué?

Ulfr se limitó a encogerse de hombros una vez más.

—Pues que Bjarni jura por la memoria de su madre que llegó a tierra, no sabe, ni ha sabido jamás dónde, pero él dice que se topó con la costa.

—¿Al oeste de Groenland? —preguntó Ulfr sorprendiendo a Leif—. ¿Tierra?

—Sí, eso dice el roñoso ese de Bjarni —contestó Leif, que volvía a cuestionarse la procedencia del curioso acento del arponero—. Cuenta que vio una costa, pero que no pudo distinguir los grandes ríos de hielo de los que le habían hablado, ni las praderías de las que mi padre había presumido, así que supuso que no eran las nuevas tierras de Groenland. ¡Había árboles! Muchos, grandes bosques llenos de altos árboles, ¡madera! Pero ese cagajón miedica no se atrevió a echar pie a tierra, seguro que temía que le rebanasen el pescuezo y le robasen las bodegas.

›Con toda esa madera a su alcance al muy cobarde solo se le ocurrió bojear al norte hasta que se topó con una gigantesca meseta helada, y decidió volver proa a levante para regresar, convencido ya de que había pasado Groenland de largo y que si volvía hacia el este, encontraría las tierras verdes. Y lo hizo, en poco más de una semana…

Leif no se atrevía a decirlo en voz alta, pero se daba cuenta de que la idea pugnaba por salir. La stavkirke de Olav estaba consumiendo la producción de madera local, en su regreso a Brattahlid no podría contar con ello, y la isla de hielo no era una buena opción, sin embargo, en Groenland necesitaban madera, mucha; las tierras verdes eran fértiles, y en los fiordos occidentales había lugares en los que se podía llevar una vida agradable incluso en el rigor del invierno, pero no había madera, solo unos cuantos árboles raquíticos y lo poco que el expolio de los primeros años de colonización había perdonado. Y Leif había pensado mucho en los beneficios que le reportaría la madera que pensaba comprar en Nidaros, pero el templo del crucificado que estaba levantando el nuevo rey iba a privarle de esa posibilidad, y Leif no podía dejar de pensar en el relato sobre los interminables bosques de aquellas nuevas tierras con las que Bjarni se había topado.

—¡Esa urraca de pico afilado! —gritó Bram rijoso sorprendiendo al patrón—. Sabe lo de tus condenadas apuestas y espera que paguemos su podrido salmón como si fuese un manjar digno de las mesas del Valhöll.

El timonel y Tyrkir se acercaban.

—Me temo que será mejor que busquemos otro proveedor —anunció el Sureño.

Leif se giró hacia sus hombres con expresión afable y se recordó que todavía tenía que dilucidar cómo regresar a Groenland antes de soñar con una nueva epopeya. Jamás lo hubiese dicho en voz alta, pero Leif era consciente de que la fortuna había estado de su parte en la venida; para el retorno era muy probable que tuviese que hacer escalas en algún archipiélago, o que la travesía se prolongase demasiado por los vientos contrarios, debía ser cuidadoso y no tensar demasiado la urdimbre que estaban tejiendo las nornas. Aunque no pensaba permitir que sus hombres sospechasen que tenía ciertas dudas respecto al regreso a las tierras verdes.

—Como quieras, pero cuando compres mantequilla asegúrate de que esté bien salada —dijo el aventurero con más jovialidad que acritud—. La última vez tardó solo unos días en ponerse tan rancia como las tripas del Tuerto.

Bram rio con estruendo y Tyrkir sonrió tímidamente. Ulfr se limitó a tocar el hombro de su nuevo patrón con un gesto ligero y hacer un ademán con el mentón.

Una pareja de fornidos guerreros cubiertos por relucientes brynjas de anillos apretados se acercaba. Eran dos de los húskarls de Olav, y era evidente que venían buscándolos.

—¿Leif Eiriksson? —preguntó de sopetón uno de los guardas personales del nuevo konungar.

El aludido se antepuso a sus tripulantes y arregló una sonrisa amigable mientras repasaba mentalmente las últimas noches. Habían tenido una batahola bastante sonada el mõntag anterior, unos cuantos huesos rotos y algún destrozo, pero no había esperado que una nimiedad como aquella llamase la atención del nuevo monarca.

—Yo soy Leif, hijo de Eirik el Rojo, hijo de Thorvald de Rogaland.

Leif apeló a su ascendencia esperando que los guardas de Olav no olvidasen que sus antepasados eran también del paso del norte. En los últimos meses, él y su tripulación habían descubierto muchas cosas sobre el autoproclamado rey y Leif esperaba que, si de hecho se habían metido en un lío, aquel argumento sirviese de atenuante; aunque el aventurero sabía que los caprichos de los monarcas eran tan volubles como ellos mismos.

—El rey Olav, de la estirpe de Harald el de la Cabellera Hermosa, te reclama.

A Leif no se le escapó el tono burlón con el que el húskarl había hecho referencia al afamado y mítico antepasado del monarca, con la intención justa de infravalorar su propia alusión familiar.

—¡En marcha! —ordenó con vehemencia el otro guardia demostrando que tanto parloteo le venía trayendo sin cuidado.

Bram hizo el ademán de adelantarse, indignado porque alguien se atreviese a hablarle de modo tan irrespetuoso a su patrón, pero Leif lo detuvo con un gesto serio, deseaba evitar más problemas. El aventurero también tuvo tiempo de darse cuenta de que Ulfr se había desplazado a un lado con disimulo, preparado para rodear a los guardias, el arponero ya se acomodaba la capa para tener la derecha libre. Era evidente que su nuevo tripulante sabría cómo desenvolverse si hacía falta recurrir a la violencia. Pero Leif no quería problemas, sus preocupaciones estaban más allá del horizonte, en nuevas tierras y descubrimientos; y no quería actuar sin saber a qué atenerse; finalmente, el navegante y sus hombres siguieron a los enviados del monarca.

Por lo que había averiguado en los últimos tiempos, Leif sabía que el konungar era un déspota con el que no le convenía enemistarse. Olav Tryggvasson había llegado al trono gracias a un cúmulo de casualidades, pero su posición de poder era legítima y estaba avalada por un pueblo harto de los abusos del jarl Haakon. Además, se había visto respaldado por los nobles, hastiados de que el gobernante de facto prevaricara gracias a sus derechos adquiridos; los tripulantes del Mora habían oído, entre mofas, que una de las costumbres de Haakon había sido reclamar a las hijas de los nobles para devolverlas una semana o dos después, cansado de la novedad, y probablemente eso mismo había sido parte de su perdición, pues, sin el apoyo de los pudientes terratenientes, el vulgo no hubiera podido alzarse en el conato de rebelión que terminó trayendo al trono del paso del norte al muchacho que había tenido que huir en el pasado, perseguido por los asesinos de su padre.

Leif también había escuchado el relato de la azarosa vida de Olav, había lugareños de sobra a los que la promesa de una ración de hidromiel soltaba la lengua. El konungar había sido un niño obligado a escapar de los regicidas liderados por Harald Capa Gris, con el cadáver de su padre aún caliente, y el chico había terminado en un exilio desafortunado: tras un naufragio fue hecho prisionero y acabó como esclavo en la lejana Holmgård de los rus. Pero ahora, tras años de batallar y clamar venganza, había recobrado posesión del trono que le habían arrebatado al asesinar a su padre, y estaba dispuesto a convertirse, como tantos otros, en leyenda; y a hacerlo con mano dura. Entre una y otra ronda de los combates de caballos de unos días antes, un obeso comerciante de colmillos de morsa le había contado a Leif cómo el nuevo monarca había mandado decapitar por traidor al esclavo Kark, el mismo que le había servido la cabeza del jarl Haakon, sin mostrar un ápice de la magnanimidad que todos hubieran esperado hacia el hombre que le había dejado el camino a la corona expedito. Definitivamente, por lo que sabía de él, a Leif no le gustaba el konungar.

Además, parecía un extremista radical dispuesto a despellejar a todo el que no le siguiese la corriente, y había encontrado una excusa perfecta en la nueva fe que se prodigaba desde el sur. Converso recalcitrante, la religión del crucificado le había permitido a Olav reclamar sus derechos sobre las tierras de Viken, pretendidas por los de Danemark, y como el depuesto jarl había sido amante de las viejas tradiciones, el gusto por el Cristo Blanco le servía al konungar para discernir entre los que tenía de su parte y quienes seguían rezando a los dioses del Asgard, tal como había defendido el decapitado Haakon. Por lo que le habían contado, Leif sabía que el bautismo era una imposición ante la que el más mínimo titubeo podía significar una condena a muerte. Era obvio que, con el nuevo culto, el konungar se aseguraba de distinguir amigos de enemigos nostálgicos del anterior gobernante. Pero también le servía para establecer alianzas, incluso, por lo que parecía, Olav estaba empeñado en cristianizar las lejanas colonias y archipiélagos: un timonel achispado le había contado a Leif como en Orkneyjar ya había un puñado de sacerdotes acompañados por húskarls intentando limpiar las islas de las focas de cualquier vestigio de los viejos dioses.

Sin embargo, Leif descubrió pronto que la humildad y pobreza de las que, según le habían contado, hacían gala los servidores del Cristo Blanco, vestidos con andrajosas túnicas y dispuestos a pasar su vida rezando recluidos entre paredes de piedra, no eran asuntos por los que el konungar Olav se decantase. En una demostración de poder y riqueza, el rey los recibió en un enorme y recién estrenado gran salón lleno de lujos inimaginables. Rodeado de sus pretorianos, en medio de impresionantes columnas talladas y con tanto marfil y ámbar a su alcance como para comprar cien haciendas, los recibió Olav Tryggvasson sentado en su enorme trono labrado con motivos cristianos, como si aun habiendo aceptado la nueva religión, le costase desprenderse de los símbolos de poder de las antiguas creencias.

Pronto entendieron por qué algunos lo llamaban el Espeso, Olav era un hombre rotundo, lleno como un barril rebosante, casi tan ancho como alto y con brazos mucho más gruesos que las piernas del envejecido Tyrkir.

Como si su nombre no fuese suficiente para anunciar su posición, el rey iba vestido con exquisitas prendas entre las que se adivinaban sedas traídas desde Miklagard, y se cubría con una capa de impecable factura que llevaba bordados de hilo de oro y cuello de armiño. Hasta las esclavas que rondaban por el salón llevaban collares de abalorios de vidrio como si aquellos lujos estuviesen al alcance de cualquier hacendado.

El rey despachaba asuntos que parecían importantes con algunos de sus lendennetz haciendo esperar a los visitantes como si su tiempo fuese el único con valía.

Tyrkir permanecía serio y mudo, mirando inquisitivamente de un lado a otro como una liebre que hubiera encontrado un turón en su madriguera. Bram hacía intentos de entablar conversación susurrando por lo bajo incrédulos comentarios ante la grandeza que los rodeaba. Ulfr se había quedado un paso atrás y se comportaba como si nada de todo aquello tuviese la menor importancia, callado y tranquilo; Leif observó de reojo cómo, mostrándose previsor de nuevo, Ulfr solo había anunciado con voz queda los doce pasos que los separaban de los portalones entornados que les habían franqueado la entrada.

Leif, dudando de lo que se esperaba de él, se limitó a aguardar pacientemente a que el monarca se dignase a prestarle atención repasando una vez más sus correrías de los últimos tiempos para discernir si tenía motivos para temer haberse metido en un lío o no.

Al poco, desde la trasera del salón llegó un orondo calvorota de ojos enrojecidos que dio un traspié al rodear el entarimado en el que se elevaba el trono. Era evidente que era uno de los monjes de la isla de los tuathas, con su túnica roñosa de lana blanca y su cinto verde, aparentemente otro de aquellos iluminados que, con insaciable denuedo, se empeñaban en llevar las creencias del Cristo Blanco hasta todos los confines del mundo. Y Leif, sabedor de cómo su padre había despachado a unos cuantos de aquellos supuestos hombres de Dios a lo largo de más de una de sus aventuras de colonización, temió que una reclamación por los excesos de Eirik el Rojo con aquellos mensajeros del crucificado fuese el motivo de su presencia ante el konungar.

Antes de prestarle su atención al grupo de Leif, el rey departió unos instantes con el fraile y terminó por ladrarle un par de secas órdenes que el navegante no pudo entender, pero que le dejaron claro que Olav, aun convertido a la nueva religión, no esperaba recibir de los discípulos del crucificado otra cosa que obediencia.

—Cuentan que has llegado hasta aquí desde Groenland en una travesía sin escalas en las islas, ¿es así? —preguntó Olav de sopetón sin más preámbulos o presentaciones.

A Leif no le desagradó que el konungar se mostrase tan directo, le gustaban los hombres que se expresaban sin rodeos, pero no estaba seguro de cuáles serían las consecuencias de su respuesta. Tras sopesarlo decidió contestar del mismo modo: sin tapujos.

—Así es, sin escalas —dijo al fin sin poder imaginar las siguientes palabras del monarca.

Tyrkir, a espaldas de su patrón, asintió levemente, complacido por ver cómo el muchacho que había visto crecer se convertía ahora en un hombre capaz de llamar la atención de un rey.

—Sin duda es una hazaña, una nueva ruta digna de ser tenida en cuenta. Y, sin duda, una hazaña que el Todopoderoso ha permitido en su infinita bondad y providencia. Porque solo el amor del Señor puede explicar que hombres indignos y descreídos puedan acometer semejante logro. Estoy convencido de que es Él, Dios Padre, el que os ha guiado hasta este puerto, ahora consagrado a su fe y devoción, libre ya de los heréticos pensamientos antiguos.

A Bram, que miraba las maderas del techo abstraído mientras esperaba escuchar los elogios evidentes que el nuevo trayecto merecía, semejante declaración lo cogió tan desprevenido que poco le faltó para sacarse un ojo con el dedo con el que andaba hurgándose las narices.

Leif oyó el respingo de su timonel y se giró a tiempo de ver cómo se frotaba los morros con ojos llorosos y expresión furibunda. Sin embargo, el patrón asumió mucho mejor que su timonel el evidente desprecio con el que les había hablado el monarca.

Leif se había percatado de que las palabras del konungar habían sonado falsas y cargadas de intenciones ocultas.

—Sin duda, así es —adujo en tono conciliador esperando complacer a Olav—, ha sido la protección del nuevo dios crucificado la que ha marcado nuestro rumbo apartando las tormentas de nuestra ruta y librándonos de las iras de la mar —concluyó aportando a sus palabras el tono justo de ironía.

El konungar miró al patrón a los ojos con aire suspicaz, intentando valorar aquellas palabras que humeaban desaire, y Leif, mientras esperaba la siguiente frase, se dio cuenta de que un inquieto Tyrkir evitaba que Bram abriese la boca para soltar algún improperio clamando sus virtudes como navegantes como las únicas responsables de haber logrado cruzar el océano.

—Sí, es evidente que habéis sido auspiciados por Jesucristo nuestro Señor… Porque ha sido precisamente en estos tiempos en que la fe auténtica ha venido a nosotros que tú has llegado, a tiempo para servir de loor a este reino y su rey por haber abrazado la única religión verdadera…

El konungar calló para mantener la intriga de los presentes. Y Leif escrutó los oscuros ojos del monarca buscando las verdaderas intenciones del gobernante, obviamente veladas por toda aquella palabrería.

—Y esta es una travesía digna de recordar, un logro acaecido en los tiempos de Olav, hijo de Tryggva, de la estirpe de Harald el de la Cabellera Hermosa, y que servirá para establecer nuevas rutas comerciales con esta, la capital del reino.

Leif sonrió aliviado ante la última acotación del monarca. Amén de tanto boato y discurso, las intenciones de Olav bien podrían ser tan simples como la codicia y la avaricia, quizá el rey, a pesar de los circunloquios, solo quería tener excusas nuevas para cobrar tributos recién ideados. Bram y Tyrkir, que intercambiaron un par de cuchicheos bajo la mirada ceñuda de uno de los guardias, relajaron también el gesto, oliéndose algo parecido.

—Pero ya lleváis en Nidaros semanas, ¿verdad? —inquirió Olav Tryggvasson con un cierto misterio que los navegantes no supieron interpretar.

El patrón pensó que los impuestos no solo serían por haber establecido la nueva ruta comercial, sino también por permanecer el invierno comerciando antes de volver a partir.

—Es cierto, hace ya tiempo que llegamos —reconoció Leif al tiempo que empezaba a echar cuentas de sus fondos y recursos.

—Entonces, además de alardear de vuestros logros de navegante habréis tenido tiempo para actividades más importantes. Porque estoy seguro de que desde el mismo día en que echasteis pie a tierra supisteis que el impío gobierno del pagano Haakon había caído, ¿no es así? —Olav dejó la pregunta en suspenso por un instante antes de añadir la siguiente frase—. Supongo que ya habréis abrazado la fe del salvador crucificado…

Leif calló sorprendido. No había esperado algo así y no sabía qué responder, como cualquier otro, estaba al corriente de que el bautismo era el modo del que Olav Tryggvasson se servía para distinguir amigos de enemigos, pero a él ambos bandos lo traían al pairo, le bastaba con mantenerse al margen, dejando la religión y el poder para los que sacaran provecho de ellos, al propio Leif solo le interesaba su propia ventura.

Tras oír al konungar, Tyrkir tragó con dificultad. Bram resopló y, mientras Ulfr seguía impasible, Leif se admitía a sí mismo que mentir podía tener consecuencias todavía peores si el engaño se descubría. Sabía que no debía alardear de haber sido bautizado. Pero tampoco quería reconocerlo llanamente, pues temía que si lo hacía, el monarca lo tomase por uno de los simpatizantes del viejo régimen.

—La nueva fe es, fuera de toda duda, la única verdadera y cierta, como nuestro nuevo monarca nos ha hecho ver a todos… —dijo sin demasiada convicción, sabía que no era en absoluto una respuesta y se preguntaba con qué derechos pensaba Olav que podía esperar ser reconocido como monarca por alguien como él, colono de los lejanos asentamientos de Groenland.

Entonces, antes de que Leif pudiera pensar en cómo completar de modo más convincente sus últimas palabras, el rey habló de nuevo sin darle oportunidad de buscar una manera conveniente de eludir el problema que parecía echársele encima.

—Tengo entendido que vuestro barco está siendo reparado en uno de mis astilleros. Imagino que no pensáis partir hasta la primavera…

El tono era evidentemente amenazador, y Leif no necesitaba que le recordasen que estaba atrapado en Nidaros. Además, no le gustó el modo en que el gobernante se empecinaba en incluirlo sin más en el conjunto de la tripulación, como si lo degradase; y mucho menos oír cómo el konungar hablaba del astillero como si fuese de su propiedad.

Leif dudaba y el rey esperaba cuando, sorprendiendo a todos, Ulfr se adelantó y habló por primera vez.

—Mi señor —dijo el arponero con voz solemne—, todos los tripulantes del Mora sabemos que Jesucristo es nuestro Señor y salvador, y todos hemos sido instados por nuestro patrón a convertirnos a la fe verdadera que, con tanta sabiduría y magnanimidad, vuestra excelencia promulga. —Tyrkir y Bram miraron embobados al ballenero, a Leif se le escapó media sonrisa—. Sin embargo, los quehaceres del invierno son casi tantos como los de la propia navegación y, desafortunadamente, no todos hemos podido ser bañados en el agua bendita, como san Juan hizo con nuestro Señor.

Leif no lograba entender cómo mojarse la cabeza iba a cambiar las creencias de nadie, no tenía ni la más remota idea de quién era el tal Juan y no comprendía por qué su nuevo tripulante parecía saber tanto de la religión del crucificado. Pero se dio cuenta de que el fraile asentía comprensivamente al tiempo que Olav parecía relajar la expresión.

—Porque, tal y como nos ha iluminado la sabiduría de nuestro bienhallado monarca, la fe cristiana es la única cierta, y todas las viejas costumbres deben ser olvidadas —continuó Ulfr, que consiguió un gesto complacido del konungar—. Yo he recibido ya el sacramento del bautismo invocando a la Santísima Trinidad, y mi alma puede esperar la redención, libre ya del pecado original. Y estoy seguro de que antes de que la primavera marque nuestra partida a Groenland todos los demás tripulantes del Mora recibirán, como yo, las santas aguas del bautismo cristiano.

Aunque complacido, el monarca parecía tener sus dudas y Leif se dio cuenta de que, tras una pausa en la que parecía calibrar las reacciones del konungar, Ulfr mantenía el juego vivo mientras seguía hablando con su extraño acento.

—Además, con la venia de nuestro rey, estoy seguro de que será un honor para nuestro patrón Leif, hijo de Eirik, hijo de Thorvald, llevar a través de esta nueva ruta abierta la palabra del Señor hasta las paganas tierras de Groenland, para brindarles a los colonos la posibilidad de redimirse de sus descreídas vidas impías y adorar al único Dios verdadero; así como al único rey cristiano del paso del norte.

Leif no pudo evitar que los labios se le abrieran en una radiante sonrisa ante el inteligente ofrecimiento del arponero. A él semejante promesa de servir de mensajero del monarca y su nueva fe le venía a traer sin cuidado, de hecho, como en los últimos tiempos, lo único que preocupaba a Leif eran los confines del mundo conocido de los que Bjarni le había hablado siendo niño. Sin embargo, si eso evitaba que terminasen decapitados por no haberse bautizado, Leif estaba dispuesto a llevarse en el Mora a todos los obispos de la nueva Iglesia que Olav fuese capaz de encontrar.

Tyrkir miraba a todos lados buscando una salida, con su natural pesimismo ya asumía que tendrían que salir de allí por las bravas si querían evitar ser degollados por haber pretendido compartir los intereses cristianos del konungar. Y es que Olav no parecía convencido.

Después de unos instantes de tenso silencio, el rey llamó a su lado al monje y le dijo algo que Leif no entendió. El religioso carraspeó y empezó a hablar con voz engolada en el idioma dulzón de la Iglesia del crucificado.

Pater noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum. Veniat regnum tuum…

A Leif le pareció que el monje se había detenido a medias en algún cántico sagrado, y era evidente que esperaba de ellos que respondieran de algún modo, pero no tenía ni idea de lo que se esperaba que dijese, aunque el apremio severo de los ojos del konungar le dejó bien claro que más le valía encontrar las palabras adecuadas. El arponero lo resolvió salvando la situación de nuevo.

Ulfr dio otro paso al frente y habló.

—… Fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem nostrum supersubstantialem da nobis hodie, et dimitte nobis debita nostra…

Ulfr hablaba en aquel mismo idioma acompasando el canturreo sincopado con el que el monje recitaba; y Olav, más relajado, asentía a medida que se completaban los ruegos de la oración.

Tanto Bram como Tyrkir, así como su patrón, se quedaron anonadados al oír aquel rezo surgir de labios del hosco arponero, pero todos supieron agradecer aquella suerte. Además, Leif reaccionó rápidamente uniéndose a la promesa hecha por Ulfr.

—Toda la tripulación del Mora será bautizada antes de partir hacia Groenland —se apresuró a decir, y valoró la posibilidad de ofrecer una donación para el templo del konungar—. Y yo mismo me encargaré de que en los asentamientos de aquellas tierras verdes se sepa de la buena nueva de la subida al trono de Olav, hijo de Tryggva, así como de predicar la fe del crucificado —concluyó razonando que eso le haría más gracia al gobernante.

Tyrkir afirmó silenciosamente, inclinando la cabeza hacia su patrón al percatarse de que hacía alusión a las noticias sobre el nuevo rey. El contramaestre tenía años suficientes para saber que muchos gobernantes no desean oro y joyas, sino simple zalamería.

—Así lo espero —dijo el konungar mirando fijamente al grupo de los navegantes—, así lo espero. Y Dios provee generosamente para ello —continuó Olav haciendo un gesto al monje para que se adelantara—. Este es Clom, un escota de la isla de Erin, la de los reinos tuathas; un ministro ordenado de la Santa Iglesia que os acompañará en vuestro regreso a Groenland y os ayudará a llevar la buena nueva.

—Y a predicar la palabra de Dios para lograr la conversión de esos colonos paganos —dijo el monje apuntillando las palabras del monarca con un estrambótico acento que despellejaba su nórdico mal aprendido.

En esta ocasión fue Ulfr el que detuvo las protestas de Bram con un gesto seco.

—Tal y como sea ordenado —concedió Leif con tono complaciente—. Será un honor llevar hasta Groenland la voluntad del trono —otorgó el navegante sabiendo que aquello solamente tenía la verdadera intención de que en las colonias se reconociese al nuevo gobernante.

Hubo algunas promesas más y algo de charla banal en la que, habiéndose asegurado las lealtades de los navegantes, el konungar parecía dispuesto a alardear de los logros de su reinado; especialmente haciendo notar los grandilocuentes planes que tenía para el nuevo templo en honor del crucificado que se estaba erigiendo en Nidaros.

Cuando salieron al fin del gran salón de Olav, Leif le ordenó en voz baja al larguirucho Bram que entretuviera al monje. Había algo de lo que deseaba hablar con Ulfr.

Así, mientras Bram y Tyrkir acosaban al religioso con preguntas sobre la stavkirke que se construía, Leif tomó el codo de Ulfr y lo obligó a adelantarse a los otros tres. Y, al tiempo que caminaban hacia la taberna que se había convertido ya en los barracones oficiosos de la tripulación del Mora, Leif sació su curiosidad.

—Tú no eres un sviar, ¿verdad? —inquirió el patrón con una sonrisa amigable.

Ulfr giró el rostro hacia Leif, pero no contestó.

—Vamos, no te apures —insistió el navegante con efusión—, a mí me da igual, como si eres franco o uno de los eunucos que los muslimes usan para guardar sus harenes. Con un brazo como el tuyo y después de haberme salvado el pellejo ahí dentro —continuó señalando con un ademán distraído hacia sus espaldas—, por mí como si me dices que eres otro de esos monjes borrachos venidos de Erin. Pero tengo curiosidad, ¿quién eres?

Ulfr tampoco contestó y Leif, componiendo un gesto serio, se detuvo antes de hablar de nuevo.

—Escucha, eres uno de mis hombres, has jurado lealtad, y yo espero de mis tripulantes tanto como yo estoy dispuesto a ofrecer. Si tienes secretos, estarán a salvo conmigo. Es solo que has despertado mi curiosidad… Además, gracias a ti —dijo volviendo a su habitual sonrisa afable—, sigo teniendo la cabeza sobre los hombros, cuéntame tu historia y luego iremos a emborracharnos, prometo pagarte tanto hidromiel como puedas beber… y un par de mujeres que te calienten por la noche.

Leif se dio cuenta de que fue más la seriedad con la que había hecho su planteamiento, que la promesa de una juerga, lo que desató la lengua del arponero.

—Era el Pater Noster de San Jerónimo, la versión de la vulgata, tal y como lo aprendí de niño… —dijo el ballenero, que parecía perdido en sus recuerdos.

Leif calló dándole tiempo al otro a buscar las palabras. Su historia y la de su familia eran oscuras, su abuelo primero y su padre después habían sido exiliados. Leif sabía que el pasado de un hombre puede ser una losa de la que es fácil arrepentirse, pero con la que es difícil cargar, y también sabía que en el alma de un hombre podía haber penalidades difíciles de exhortar.

—Por un momento temí no recordarlo…

Tyrkir y Bram vociferaban exclamaciones de asombro mientras Clom les relataba la pasión de Jesucristo.

—No, no soy un sviar —dijo al fin el arponero—. Mi nombre es Assur, Assur Ribadulla, y soy hispano, del lugar que vosotros llamáis Jacobsland; llegué aquí como esclavo…

Mientras caminaban Assur habló y Leif escuchó, entendiendo por fin el curioso acento y las extrañezas del arponero. Entre aquellas palabras sueltas de las que Ulfr se desprendía con desgana el navegante vislumbró al hombre detrás de aquel rostro cuadrado de ojos tristes y profundos, y supo que los hilos que tejían las nornas para cada uno de ellos se enlazaban en una urdimbre común.

—… De la esclavitud pasé a la indigencia. Llegué aquí como un ùmagi, sin nada, solo hambre y llagas —dijo el hispano acariciándose la cicatriz que le afeaba la palma—, un desgarrón en la mano y los dos dedos menores del pie izquierdo negros y congelados… Luego supe que aquel fue uno de los inviernos más duros que se recuerdan, y aquella tormenta una de las peores, aún se habla de ella…

La tarde del corto día llegaba a su fin con el sol tendido sobre la boca del fiordo en uno de aquellos ocasos del norte que parecían eternos. Assur miró al horizonte con melancolía y Leif aguardó.

—… Los dedos hubo que amputarlos y en cuanto a mi mano, yo no conocía el frío, aún no sabía lo que debía y no debía hacer, la hoja de mi cuchillo se heló y yo tiré sin más…

Leif había visto a un carpintero descuidado con el labio deforme por culpa de un incidente similar cuando era un aprendiz y todavía tenía por costumbre sujetar los clavos entre los dientes. Y había visto a sus hombres pelearse con los carámbanos de hielo que sobrecargaban el Mora colgando de la regala y las bancadas. Él conocía el demoledor trabajo del frío, el hielo y la nieve en su barco y en sus tripulantes, cuando ni las pieles mejor engrasadas servían para evitar que la humedad del propio sudor se congelase aguijoneando el rostro. A Leif no le costó imaginar el calvario por el que aquel hombre había pasado para alcanzar Nidaros.

—Pero llegué, llegué hasta el puerto para descubrir que no tenía adónde ir ni medios. Un perro perdido sin más que hacer que lamerse las heridas… Me convertí en un pordiosero y, durante un tiempo, renqueando de un lado a otro, no hice otra cosa que intentar no morir de hambre… Cuando conseguía algo de plata me la bebía, así era más fácil no recordar…

Leif hubiera querido saber más, pero estimó que era mejor no preguntar. Los detalles del relato eran escasos, era evidente que el hombre que le hablaba prefería resguardarse en la parquedad del silencio que en la franqueza de las palabras.

—No hay mucho más que decir, los inviernos pasaron, unos malos, otros peores. Yo procuraba no llamar la atención, contestaba a las preguntas con evasivas y no hacía referencias a mi pasado. Que yo sepa, Sigurd Barba de Hierro no llegó a hacer correr la voz sobre mi huida —confesó Assur mirando al navegante a los ojos sin llegar a saber que el jarl nunca se había preocupado por el esclavo huido que había dado muerte a su vástago traidor—, pero preferí no asumir riesgos. De todos modos, creo que ha habido rumores cercanos a la verdad, aquí siempre me he encontrado con recelos…

›Finalmente, con el paso del tiempo, la historia del sviar, o la versión del sureño, calaron, aunque las cosas no se volvieron fáciles. Terminé haciendo lo que nadie más quería hacer, en el verano navegaba al norte para arponear ballenas, y en el invierno me colaba en los bosques para hacer de trampero.

El navegante sabía de lo que le hablaban. Había visto a hombres así internarse en la nieve con sus largos skiths en los pies, sin más que un arco y unos cuantos lazos, dispuestos a arriesgarse a ser sepultados por el desprendimiento de una morrena o a terminar enterrados bajo una avalancha de nieve, únicamente para hacerse con los pellejos de martas, linces o grandes osos blancos. Como en el caso de los arponeros, hacía falta una clase de hombres desesperadamente especiales para jugarse la vida así: pieles de animales capaces de despedazar a cualquiera de un zarpazo o carne de ballenas que, de vez en cuando, varaban por sí mismas en las playas. Ambos eran trabajos para locos o desesperados.

Había sido un relato monocorde, apagado e, indudablemente, triste. Para Leif aquella falta de emoción era la muestra palmaria de que aquel extraño hombre del sur deseaba dejar tras de sí recuerdos amargos, pero también que había muchos más que deseaba olvidar a cualquier precio. Leif tenía pendientes mil preguntas que la parquedad de Assur había dejado sin contestar, pero él sabía bien que había respuestas que era mejor no verse obligado a dar.

—Y lo del nombre, Ulfr, ¿de dónde viene? —preguntó esperando no tensar demasiado el cabo de un nudo incómodo, y se arrepintió al momento de no haber podido reprimir su curiosidad.

Assur miró al patrón a los ojos y Leif torció los labios en una sonrisa indecisa.

—Lobo, el lobo… Por nada, fue lo primero que se me ocurrió —mintió Assur recordando una vez más a Furco—. Por nada…

Leif se debatía sopesando qué más podía preguntar sin ofender al arponero cuando Bram se acercó dejando al monje con Tyrkir.

—Ese fraile empieza a caerme bien —dijo el timonel con tono enigmático—. Ya se ha cansado de nuestras preguntas, y nos exige que nos pongamos en marcha, dice que hay mucho que hacer y que ya es tarde…

El patrón lamentó una vez más la intromisión de aquel original alcahuete impuesto por el konungar. Deseaba continuar hablando con Assur, pero sabía bien que estaba obligado a atender al fraile, al menos, mientras permanecieran en Nidaros.

—¿Qué pretende? ¿Ha intentado ya meter esa cabezota tuya en el río?

El navegante se dio cuenta de que Bram contenía la risa arrugando su enorme cara con esfuerzo.

—¿Acaso piensa bautizarnos a todos ahora mismo? ¿O es que espera que hinquemos las rodillas y nos pongamos a rezar? —preguntó Leif amoscado.

Bram no pudo más y liberó las carcajadas contenidas al tiempo que contestaba con palabras entrecortadas.

—No, lo que quiere es hidromiel… —dijo entre risotadas el timonel—. Se ha cansado pronto de nuestras preguntas y nos ha prometido gracia divina e indulgencias plenarias si le conseguimos una buena ración de jolaol… No sé qué demonios significa eso, pero me parece que ese gordinflón vendería a su madre por una jarra de cerveza…

Leif, sorprendido por la revelación, no supo qué contestar y, simplemente, miró con incredulidad hacia el orondo fraile, que seguía hablando con Tyrkir unos pasos más atrás.

—Será mejor que cuando lleguemos a Brattahlid pongas sobre aviso a tu padre —añadió el timonel entre bufidos de risa contenida—, o guarda bajo llave todos sus barriles, o ese desgraciado bien parece capaz de bebérselos. Incluso ha preguntado si creíamos que le pagarías con algo lujoso, como algún vino traído del sur —aclaró Bram con una carcajada ronca.

El patrón superó el asombro uniéndose a las risas de su timonel y, reavivando su buen humor, dejó atrás los significados por descubrir del conciliábulo que había mantenido con su nuevo tripulante.

—¡Por todos los monstruos del Hel! —bramó Leif con rostro sonriente—. Pues démosle de beber a ese borrachín… Y de paso bebamos nosotros también, hay que celebrar que seguimos teniendo la cabeza sobre los hombros, quizá quiera bautizarnos con jolaol

Y una vez más en aquel invierno, la tripulación del Mora luchó contra la larga noche con ayuda de hidromiel y cerveza. Todos se dejaron llevar por el ánimo juerguista de su patrón, que les prometió un glorioso regreso a Groenland, donde serían recibidos como héroes y recordados por los escaldos.

Clom el monje se unió como uno más y Leif se contentó porque el enviado del konungar resultaba más o menos llevadero. Le fue fácil simpatizar con el religioso, capaz de beber tanto como el Tuerto y de roncar con más estruendo que el propio Bram. Por lo que pudo averiguar, el monje estaba exultante, contento de librarse de los extremismos y las actitudes radicales del monarca.

—Puedes imaginarlo —le había dicho Clom al navegante con las palabras trabadas por la embriaguez—, no nos permite beber vino. Olav ha guardado todas las reservas y solo nos deja usarlo para celebrar misa —había dicho el monje con asombro evidente, como si hubiera recibido la noticia de que el infierno se había congelado—. Y digo yo, ¿por qué?, ¿acaso no ha repartido el Señor su mies en la tierra para que los hombres justos la disfruten, no hizo llover su maná para saciar a los hambrientos?…

Leif sospechaba más bien que Olav guardaba el vino para sí mismo o para comerciar con él, allí en el norte las vides se morían en los fríos inviernos y los caldos eran un bien escaso y caro que tenía que ser importado.

Assur, integrado como uno más, disfrutó de la velada con mesura; Leif no había compartido con nadie el pasado de su nuevo tripulante, no consideró que aquella historia, o la vida como thrall de Ulfr, fuese de la incumbencia del resto de sus hombres. Además, no había necesidad de arriesgarse a que una lengua demasiado suelta por el hidromiel pudiera ponerlo en peligro de ser apresado.

El arponero de extravagante acento, apadrinado por el patrón, había sido recibido en la hermandad como uno más. Pero en aquella celebración Assur bebió con moderación, compartió todas las chanzas y bromas, incluso se avino a contar él mismo la historia de su lanzamiento a ochenta yardas al tiempo que la tripulación lo jaleaba, encantada de que un hombre con un brazo como aquel fuera ahora uno de ellos. Sin embargo, cuando el alcohol y las mujeres empezaron a tumbar a los hombres, él salió para caminar hasta uno de los pantalanes y mirar al cielo. Ahora tenía una esperanza plausible.

En aquella ventisca de inviernos atrás Assur había perdido mucho más que la orientación. Cuando se dio cuenta de que la cinta de lino de Ilduara se había desprendido de su muñeca, la buscó durante horas, helándose en la nieve que arreciaba y condenando a la congelación a sus pies húmedos, pero no la había encontrado, y atados a aquel trozo de tela ajado habían quedado sus anhelos, haciendo hueco para la desesperanza. Pero ahora, tenía una ilusión nueva, una razón para seguir adelante. Unido a la tripulación del Mora había una posibilidad de redención para dejar atrás los excesos, y olvidar el miedo encontrado en las olas provocadas por los coletazos de las ballenas, o la incertidumbre ante las grandes huellas de oso que cambiaban de dirección bruscamente justo cuando el viento rolaba y dejaba al rastreador al descubierto.

Acariciando su muñeca, como si la cinta de su hermana siguiera estando allí, Assur contempló las aguas del fiordo librándose de gran parte de la melancolía que se había apegado a él en los últimos tiempos.

Leif deseaba llegar a Groenland antes de que el verano mediase, a tiempo para presentarse en el thing, cuando, bajo el auspicio de su padre, Eirik el Rojo, todos los hacendados y hombres libres de la nueva colonia se reunían en asamblea para dirimir los pleitos del año, convocar nuevas demandas y, como era lógico, extender con rumores grandilocuentes las nuevas de la temporada, entre las que el navegante esperaba que destacase el logro de su travesía, primera de las hazañas que le granjearía un lugar en la memoria de las sagas que se narrarían en el futuro; además, sería un buen momento para que su padre filtrase entre los más influyentes del joven asentamiento las presiones del konungar Olav.

Sin embargo, los rebeldes vientos no favorecían a los viajeros. El Mora y los demás barcos estaban atrapados en el fiordo de Nidaros esperando que la brisa rolase para abrir aguas hacia el oeste y el sur, o, como en el caso de la tripulación de Leif Eiriksson, hasta allende del océano conocido, a las tierras verdes.

Pronto llegarían los salmones para remontar los ríos en busca de las aguas claras de los pequeños afluentes en los que frezarían. El brezo y los matorrales florecían, y muchas de las aves migratorias habían cubierto ya sus buenas millas desde el sur para aprovechar la bonanza del estío y sacar adelante a sus polluelos. Y, lo más importante para marinos y mercaderes, los largos días acompañados de buen tiempo permitían osar con aventurarse en el peligroso mar del Norte sin miedo a que las furias de Njörd terminasen por enviarlos al fondo del océano.

Esperando el cambio del viento, el Mora presumía de su porte entre los otros mercantes; había sido remozado y remendado, la bolsa de Leif había pagado la mejor grasa de foca para calafatear las juntas de su tingladillo y ahuyentar a los teredos, la regala había sido cepillada con mimo y las piedras de lastre, viejas y cubiertas de verdín, sustituidas por pesadas lajas nuevas y limpias. El navío destacaba entre los demás barcos. Assur ya había aprendido a amarlo como todo marinero debe querer a su nave. Era un barco orgulloso. El codaste y la roda eran altos, labrados por manos hábiles, y elevaban la obra muerta haciendo sitio para alojar gran cantidad de carga; era más pesado y de mayor manga que los afilados barcos de guerra que tanto tiempo atrás habían atacado en Adóbrica, aquellos a los que los nórdicos llamaban dragones eran navíos tirados de larga eslora que podían convertirse en el terror de cualquier ribereño, pero que no servían para comerciar, y Assur comprendía perfectamente a Leif cuando en las noches de taberna argüía que era una pena verlo así, quieto, casi impaciente por surcar las olas.

De toda la tripulación, el único capaz de sacar ventaja de la inactividad era Tyrkir, obsesionado como siempre por velar a favor de los intereses de su patrón. El retraso le había permitido al Sureño arreglar a última hora un fantástico trato de esponjas de hierro con un mercader desesperado por las deudas de las apuestas. Y, como los herreros de la colonia se mostraban siempre impacientes por recibir materia prima de calidad, esperaba obtener del mineral en bruto unos buenos beneficios a costa de las fraguas de Groenland. Sin embargo, Leif, aun cuando era el destinatario del mayor porcentaje de tales ganancias, no estaba tan complacido con los posibles acuerdos como lo estaba el Sureño.

—Como sigamos así, nos van a salir raíces en los pies, y en lugar de pelo nos brotarán verdes hojas de las orejas —chistó Leif en falsete a la vez que le revolvía las greñas al aprendiz del carpintero que había reparado el Mora.

El muchacho se había acercado una vez más para pedir ser aceptado como grumete a bordo del barco de Leif y el patrón, una vez más, le había prometido con una radiante sonrisa que lo enrolaría en el siguiente viaje, cuando tuviese hombros para remar como era debido, ofrecimiento que parecía servir para contentar al zagal una mañana más, especialmente cuando Leif añadía algún chascarrillo sobre la gloria y la riqueza que podían lograr los navegantes osados.

—Tampoco hay prisa —aventuró Bram, que en los últimos días se había enamoriscado de una muchacha de torso generoso y estaba empezando a cogerle el gusto al retraso—. Hay tiempo…

Assur, que miraba con ternura como el chicuelo se alejaba con aires soñadores, negó con la cabeza antes de hablar a su vez.

—Si esperamos mucho más, podemos encontrarnos con los hielos que derivan desde el norte —dijo el hispano—, los he visto al seguir las ballenas…

No hizo falta que Assur completase la frase, todos sabían lo que aquellas enormes moles blancas podía hacerle al knörr más robusto y Leif, que aun hastiado no perdía su buen humor, quiso cambiar el tono de la conversación.

—Podríamos decirle a Bram que agitase esos brazos tan largos que tiene, si lo hace con fuerza a lo mejor echa a volar, así podría buscar el viento, como lo hacen los charranes —dijo el patrón señalando unos cuantos pájaros que se alejaban de la costa.

—Puede que lo consiga si se tira suficientes pedos —apuntilló el Tuerto con una carcajada que todos menos Leif acompañaron.

Assur se dio cuenta de que su patrón parecía rumiar alguna idea para averiguar si tenía provecho que sacarle.

—¿Y por qué no? —preguntó Leif sin dirigirse a nadie en particular, todavía mirando a los charranes—. Ellos tienen la brisa en contra, como nosotros, pero se alejan igualmente de la costa, quizá unas millas mar adentro el viento sea distinto…

Y una pagaza alzó el vuelo desde un peñasco como si Odín le hubiese ordenado al animal darle la razón al aventurero.

Cuando otros los vieron partir, se cruzaron apuestas respecto a cuándo volverían los del Mora al interior del fiordo, a base de remos, cansados y arrepentidos. Todos los demás capitanes pensaron que era una más de las locuras de aquel joven patrón que parecía no conocer los secretos del océano. Pero Leif llevaba pisando cubiertas desde que, siendo un niño, se vio obligado a seguir a su padre en el exilio, había visto cabecear sus barcos por culpa del peso de las grandes velas que se empapaban de agua en las tormentas y cuyas urdimbres se destensaban amenazando con volverse un hato de jirones, había cruzado las triples olas sobre las que se relataban leyendas espeluznantes, y para sus tripulantes su palabra era ley, ya que tenían fe ciega en su patrón.

Y Leif no se equivocó, unas millas mar adentro encontraron vientos favorables en los que aquellos charranes y pagazas se mecían preparándose para pescar. Y las bancadas de remeros recibieron aquella brisa que levantaba espumillones con entusiasmo desgastado por el esfuerzo, todo había resultado tal y como el hijo de Eirik el Rojo había predicho.

—Ahora iremos al norte, hay que recuperar el retraso.

Bram pasó las órdenes y Assur no necesitó explicaciones, para avanzar hacia el oeste los mejores vientos solían encontrarse cerca de los peligrosos hielos boreales, bordeando el mar de Dumb, pero si había suerte, la travesía podía acortarse unos días.

—En menos de una semana podremos bordear Iceland, luego seguiremos al oeste, hasta Groenland —concluyó el patrón con una sonrisa.

El hispano descubrió con respeto cómo la férrea disciplina del barco se mantenía gracias a un cambio evidente en el patrón y los tripulantes, Leif era el primero en levantar un cuerno de cerveza cuando estaban en tierra, pero, una vez embarcado, se convertía en un patrón serio y meditabundo empeñado en percibir hasta la última astilla de la tablazón del Mora a través de las plantas de sus pies.

Los marineros remaban, achicaban, encordaban la garrucha, acomodaban la vela y, con ayuda de los vientos que Leif había encontrado, hacían que el Mora ganase millas trabajando bajo la férrea disciplina impuesta por su patrón sin una sola queja o protesta. Formaban una tripulación bien avenida, engrasada como las pieles con las que se cubrían para el frío, y Assur, bajo el patronazgo de Leif, pudo sentirse uno más desde el mismo instante en que comenzaron a bogar.

La noche del día en el que distinguieron por primera vez el resplandor de las blancas cumbres de las montañas de la isla de hielo, el veterano Tyrkir se acercó hasta Assur, que tenía el turno de achique y vaciaba el cubo por la borda. Algunos ya dormían apretujados en el escaso espacio de la nave y unos pocos jugaban al tablero entre susurros; Leif, acomodado en la proa, miraba las estrellas. El knörr avanzaba espoleado por vientos favorables que henchían el pujamen de la vela, y los hombres, libres de la prisión de los remos, estaban descansados.

—No es lo mismo que esas barquichuelas en las que dabais caza a los rorcuales, ¿verdad? —inquirió el Sureño con medio mohín colgado de su rostro curtido y arrugado.

Assur solo asintió. Quizá porque el propio Leif así lo había ordenado, muchos de los hombres se habían acercado a hablar con él, y supuso que Tyrkir también tenía algo que decirle respecto a su ingreso en la hermandad del Mora.

—Dicen que Grettir el Fuerte llevaba en su barco de diez remos un enorme toro, lo había comprado para ser el semental que cubriría toda su ganadería, era un animal excepcional, de pelambre dura como alambre de cobre y robusto como una montaña.

Aprovechando la pausa, el veterano marino miró con intensidad al hispano, como para asegurarse de que sus palabras calaban en el arponero como era debido.

—Pero las aguas del reino de Njörd no siempre se comportan como una sopa de col en el puchero, a veces hay complicaciones, a veces llegan tormentas, en ocasiones la niebla oculta las estrellas y la costa… O la vela se empapa de agua de lluvia y el peso merma la capacidad de maniobra convirtiendo a los barcos en trozos de corteza sin gobierno que pueden zozobrar en cualquier momento —añadió Tyrkir con un amplio ademán de sus manos callosas—, solo los ignorantes o los fanfarrones creen que pueden controlar su barco, y lo cierto es que solo llegan a viejos los marinos que han aprendido a obedecer al verdadero patrón: el propio mar.

›A Grettir le sucedió que su barco encontró marejada y, por culpa de aquel brusco oleaje, el toro se encolerizó, se puso hecho una furia y se libró de sus cordajes. Aquel animal, prendido por los nervios, empezó a cocear, irritado y fuera de sí, corneó a varios remeros y embistió el mástil. La situación se complicó, aquel toro era un animal excepcional, y pronto, además de los hombres, el propio barco sufrió su furia desatada. La tablazón y las cuadernas empezaban a soltarse, castigadas por las arremetidas del enorme bicho; o hacían algo pronto, o naufragarían, y Grettir pensó en tomar un hacha y dar muerte al toro, pero estaba seguro de que lamentaría la pérdida.

Assur, que había visto en más de una ocasión un toro enfurecido cuando de muchacho atendía el ganado, entendió perfectamente la gravedad de la escena que le describía el Sureño. En un espacio tan reducido como un navío un semental enfebrecido solo podía augurar el naufragio de un montón de tablones convertidos en astillas.

—Sin embargo —continuó el viejo marino—, Grettir el Fuerte era consciente de que debía actuar con premura, tenía que tomar una decisión antes de que la situación se le fuera de las manos y todos acabasen en el fondo del mar. Y como no le quedaba otra opción, Grettir se lanzó contra el toro sin más que sus manos, ni siquiera se vistió su brynja, pues sabía que si caía al mar, el peso lo arrastraría a las profundidades. Era un hombre de fortaleza extraordinaria y consiguió asir los cuernos de la bestia y detenerla en seco —dijo Tyrkir cerrando los puños como si él mismo estuviese sujetando al astado—. Grettir forcejeó con el animal mientras gritaba pidiendo ayuda a los dioses, también bramó órdenes para que sus hombres sujetaran los cuartos traseros del animal, y, a pesar de las coces y cabezazos, antes de lo que un hombre tarda en caminar cien pasos, consiguió reducir al toro y mandar a sus tripulantes que atasen las rodillas y corvas del animal además de asegurar de nuevo la carga suelta. Poco después todo volvía a la normalidad, sin más inconvenientes que las olas de la marejada y el barullo de los mugidos del semental. Probablemente otro patrón hubiera perdido el barco, o hubiera tenido que matar al toro, pero Grettir salió airoso…

Tyrkir se tomó un instante antes de continuar, dejándole tiempo al ballenero para que asimilase la historia de Grettir el Fuerte.

—Hay quien dice que hay piedras que reflejan la luz del sol incluso en los días nublados —continuó el Sureño—, y hay quien habla de völvas que pueden predecir los vientos, o de hechiceros same que pueden preparar ungüentos y panes que se mantienen frescos por una estación. Hay rumores y habladurías que solucionan la vida de un barco, pero solo funcionan cuando los cuentan los borrachos en una taberna. Al final, todo depende del patrón, siempre —concluyó el Sureño tras una pausa.

Y sin añadir otra palabra Tyrkir se alejó hacia la popa, donde se puso a hablar con el zanquilargo Bram sobre el rumbo que mantenía el timonel.

Assur comprendió pronto que el relato del veterano había sido a un tiempo consejo y amenaza, probablemente una historia repetida a todo novato con la que Tyrkir buscaba aleccionar a los nuevos tripulantes sobre la importancia de la disciplina a bordo y la confianza debida al patrón. Y, con aquel gesto comedido y bien pensado, Tyrkir, como ya había hecho el propio Leif, se ganó también el afecto de Assur.

Brattahlid, la hacienda de Eirik el Rojo, en el corazón de un intrincado y largo fiordo de empinadas paredes cubiertas de hierba fresca en la que pacían carneros de cuernos retorcidos, fue una agradable sorpresa para Assur. A un día de navegación desde mar abierto, la bahía formada por el valle del antiguo glaciar protegía la hacienda y los alrededores del rudo clima, que se anunciaba hecho a base de inviernos fríos y mañanas brumosas. Sin embargo, allí las heladas aguas cargadas de hielos a la deriva quedaban lejos y era evidente que se podía vivir al pairo de la furia de las terribles tormentas que se formaban en el océano.

Un lugar mucho mejor de lo que Assur hubiera podido esperar cuando, unos días atrás, había visto por primera vez el pico helado de Gunnbjorn y Leif le había dicho que, ante el esperón del Mora, se encontraban las famosas tierras verdes que Eirik el Rojo había colonizado.

—Mi padre siguió una ruta parecida la primera vez que llegó a estas costas —le había dicho Leif señalando hacia las tierras de Groenland.

Él y Assur charlaban en la proa mientras observaban las líneas abruptas que delineaban el litoral de las tierras verdes. Y, quizá pagando la confianza depositada en él mismo por el propio Assur, el patrón habló también de su pasado.

—Los esclavos de mi padre derribaron el muro de la hacienda de un hombre llamado Valthjof, y eso, como ya sabrás, es una ofensa grave…

Assur asintió recordando las propiedades de Sigurd Barba de Hierro, había vivido entre ellos lo suficiente como para saber que los nórdicos se tomaban muy en serio la inviolabilidad de sus fincas y el respeto de los lindes.

—… Así que, como represalia, un pariente de Valthjof quitó la vida a los thralls de mi padre cerca del saliente de Vatn. Y mi padre, desairado, reclamó a su vez la muerte de aquel hombre, y lo mató. Y también sirvió a los cuervos el cuerpo de otro al que llamaban Hrafn el Duelista. Pero muchos entendieron que el Rojo se había excedido. Al final, mi padre fue procesado por aquello y desterrado al valle de Hauka —recitó rápidamente—. Sin embargo, sus problemas no acabaron ahí.

Leif interrumpió su historia para ordenarle a Bram virar un punto a babor y evitar que el viento terminase por engolfarlos en una bahía de oscuros roquedales entre los que se mecían peligrosos bloques de hielo.

—Mi padre tomó entonces posesión de las islas de Brok y de los Bueyes, y pasó el primer invierno en Tradir. Y prestó las tablas de su sitial a Thorgest de Breidabolstad. —Assur estaba ya perdido con tantos nombres y lugares distintos, pero no quiso interrumpir con preguntas que tampoco servirían para hacer que el fondo de la historia fuese distinto—. Hecho esto, mi padre se trasladó a la isla de los Bueyes y se estableció en Eiriksstadir, por lo que, una vez instalado, pidió que su sitial le fuera devuelto, sin embargo, Thorgest se negó. Y eso era algo que Eirik el Rojo no pensaba permitir —dijo Leif con una sonrisa—. Así que marchó a Breidabolstad y se hizo con las tablas de su sitial por la fuerza, recuperando lo que, por derecho, era suyo.

›Pero Thorgest quiso responder y salió en su persecución. Cuando se encontraron, una terrible batalla tuvo lugar cerca de la granja de Drangar y, como dicen los escaldos, la sangre se derramó y corrió como arroyos de deshielo. Dos de los hijos del propio Thorgest, además de muchos otros, encontraron la muerte.

Assur se dio cuenta de que por los ojos de Leif pasó una sombra de amargo recuerdo que le hizo suponer que su patrón había estado presente en aquella lucha.

—Desde entonces, tanto mi padre como Thorgest mantuvieron levas de guerreros en sus casas, y ambos tuvieron partidarios de unas y otras tierras. En la mayor parte de los casos las lealtades eran falsas, basadas en simples conveniencias o promesas, además las mujeres presionaron, reclamando arbitrajes que de nada servirían, pero urgiendo a sus hombres a buscar venganza… Hubo más escaramuzas, pero al final, fue la asamblea de la villa de Thorsnes la que resolvió la disputa: mi padre y sus hombres fueron declarados proscritos y sentenciados al destierro. No le quedó otra que aparejar sus barcos y llamar a sus hombres. Aunque hubo algunos días en que no fuimos más que una liebre perseguida por perros de presa, al final mi padre consiguió aliados y, mientras Thorgest batía las islas para darnos caza, pudo convencer a esos pocos para que le sirvieran de escolta hasta más allá de los archipiélagos. Aún a día de hoy mi padre sigue reconociendo esa deuda de honor con aquellos que lo ayudaron; cuando partimos les dijo que iría al oeste, hacia la tierra que las leyendas situaban más allá…

Assur se dio cuenta de que aquella última frase estaba cargada de un significado especial para Leif y creyó entender las raíces de aquella obsesión del navegante por rebasar la última frontera conocida.

—Nos hicimos a la mar pasado el glaciar de Snaefell y desembarcamos cerca del que hoy en día se conoce con el nombre de Blaserk —continuó Leif señalando uno de los blancos ríos de hielo que se veían rompiendo la rocalla negra de la costa de Groenland—. Luego, mi padre navegó hacia el sur, quería descubrir si estas nuevas tierras eran o no habitables.

Assur, mirando hacia aquellas costas, pensó que semejantes páramos helados, que parecían escurrirse cuesta abajo desde altas montañas nevadas en las que nacían innumerables glaciares, no eran lugar para especular con asentarse. Sin embargo, no dijo nada.

—Pasó el primer invierno en una isla a la que le dio su propio nombre, y con la primavera navegó hasta encontrar un fiordo en el que, libres de los hielos eternos, los prados verdes se extendían por laderas pronunciadas de fértil tierra negra. —Era obvio que Leif hablaba de aquel lugar con genuina emoción—. Es un valle precioso al que también cedió su nombre, convirtiéndolo para siempre en Eiriksfjord, y en el que decidió que nos estableceríamos. Pero no le bastó encontrar un lugar para sí mismo y su familia, siguió navegando para buscar otros emplazamientos en los que instalar colonias. Aquel verano exploró el yermo que había hacia el oeste, y dio nombre a los lugares más sobresalientes…

El orgullo en la voz de Leif era evidente para Assur, y sus palabras sonaban tan solemnes como podían hacerlo cuando el ruido de fondo eran los gorjeos del gordo Clom, que estaba empeñado en vomitar por la borda hasta la primera papilla, mareado como una cabra y tan pálido como para que los marineros lo tacharan de haber muerto y haberse levantado como un espíritu con cuentas pendientes entre los vivos.

—El segundo invierno nos asentamos en unas islas cerca de Hvarfsgnipa y, durante el tercer verano de su exilio, mi padre navegó hacia el norte, siguiendo la ruta hasta Snaefell. Continuamos hasta adentrarnos en el fiordo de Hrafn, donde mi padre se dio cuenta de que estábamos más al interior que en Eiriksfjord. Al verano siguiente, terminado ya su tiempo de destierro, regresó a la isla de hielo, y aún tuvo que volver a luchar con Thorgest, que no había olvidado, o no había querido olvidar. Luego convenció a muchos para unirse a él y fundar colonias en las nuevas tierras, a las que él llamo Groenland por aquellas praderías verdes de los fiordos, esperando que el nombre atrajese a muchos a acompañarlo en la aventura que pensaba emprender. Y así fue como veinticinco knerrir partimos de Iceland cargados hasta la borda para iniciar una nueva vida… Pero esa es otra historia.

Assur recordó las propias palabras de Leif, sabía que en aquella expedición muchos habían perdido la vida, solo catorce de los navíos llegaron a las nuevas tierras.

—Y hoy, en nuestro regreso, aprovecharemos las mismas corrientes y seguiremos una ruta parecida a la que usó mi padre para bordear Groenland, navegaremos hasta el asentamiento del este, que también es el más meridional, y lo haremos tras la estela del barco de Eirik el Rojo. Seremos recibidos en Brattahlid como héroes —anunció Leif con una amplia sonrisa que pretendía alejar la melancolía evidente que le había traído la última parte de su relato.

Los glaciares labraban aquellas peñas negras creando valles, tal y como lo hacían los ríos, pero los quebrados que resultaban eran mucho más anchos y de paredes más abruptas; cuando Assur se dio cuenta, recordó lo que tanto tiempo atrás había visto desde la loma del golfo de Adóbrica con Gutier, eran como las rías de Galicia, pero como si hubiesen sido hechos con más prisa. El pausado trabajo del cauce del río dejaba las colinas redondeadas y los valles parecían pulidos, sin embargo, el agresivo hielo hacía estallar y resquebrajarse las rocas, labrando igualmente su camino, pero de un modo mucho más brusco. Eran distintos, pero, de algún modo, a Assur le gustaron desde el primer día. Allí se sentía como reencontrándose con un viejo amigo.

Las aguas del fiordo elegido por Eirik el Rojo se abrían hacia el mar desde un estrecho estuario que apuntaba a los grandes páramos de hielo de más al norte. Allí, lejos de las inclemencias del mar abierto, Assur descubrió la colonia que se había establecido, brotando alrededor de la enorme hacienda del propio Eirik, Brattahlid.

Todo estaba rodeado del verde de la grama y la hierba alta, mecidas por la brisa y salpicadas de arbustos ralos de pequeñas flores brillantes. Ordenado según el gobierno de Eirik el Rojo, el asentamiento había medrado hasta casi las doscientas granjas, prósperas boer en las que la fértil tierra negra se roturaba cada primavera para cultivar cereales y hortalizas, y donde vacas y ovejas, al cuidado de los colonos, disfrutaban de los pastos frescos que cubrían las paredes del fiordo.

De manera similar a como ya había visto en los dominios de Sigurd Barba de Hierro, las grandes viviendas de paredes curvas recordaban a barcos revolcados por la marea, que presentaban la quilla al aire. Y alrededor de las skalis se arrebujaban construcciones más pequeñas, despensas y almacenes, amplios corrales, ahumaderos, y cabañas para esclavos que hicieron que Assur sintiera una dolorosa punzada en el pecho al tiempo que un profundo agradecimiento por el silencio de Leif, que guardaba los oscuros secretos del pasado del hispano. También se distinguían las columnas ahumadas de un par de forjas en las que pronto se empezarían a trabajar aquellas esponjas de hierro que Tyrkir consiguiera en Nidaros.

Pero había diferencias con lo que Assur había conocido del mundo de los nórdicos: como en Groenland la madera era escasa, los grandes postes que servían de puntales para los salones eran, en su mayoría, maderos traídos hasta la costa por el mismo mar. En torno a ellos se levantaban gruesos muros de más de un anal de ancho que permitían combinar piedra y grandes cantidades de tepe para aislar la vivienda de los fríos invernales. Las techumbres se hacían sobre entramados de listones en los que se disponían estrechas tiras del mismo tepe de las paredes, y se asentaban con zarzo, no era raro ver a los carneros subidos en ellas, pastando los brotes tiernos de la hierba que allí germinaba.

Para completar los casi dos millares de almas que vivían en las tierras verdes había otra colonia, más al norte, menos numerosa, y más sufrida. De hecho, sometida a los rigores de un clima extremo, la caza y la pesca no eran tan abundantes, y como ganado solo podían contar con unas cuantas cabras empecinadas en comer líquenes amargos. Pero allí, en Eiriksfjord la vida era más que apacible. Y Assur supo pronto que aquel era un lugar en el que podía comenzar de nuevo, en el que podía alimentar las esperanzas renacidas que habían surgido desde aquella mañana de apuestas, en la que Leif le permitiera integrarse a la tripulación del Mora.

Habían llegado la tarde anterior y, desde el primer vistazo, aquel se le antojó a Assur como un buen lugar para vivir, un lugar donde se podía pensar en fundar un hogar y envejecer.

Los habían recibido con una mezcla de mansa costumbre y alegría, era evidente que allí todos estaban habituados a que sus hombres salieran a navegar.

—Te veo, hijo, te veo, ¿qué hay de nuevo? —le había gritado Eirik el Rojo a su vástago mientras todavía caminaba hacia el embarcadero abriendo los brazos para recibirlo.

Como en cualquier puerto, la buena nueva se había esparcido como llama en la yesca y Assur se vio pronto inmerso en una vorágine de presentaciones llenas de preguntas curiosas, aunque tuvo la suerte de pasar a un segundo plano en cuanto Leif hubo de presentar al monje Clom a los lugareños y dar cuenta de la noticia de la subida al trono del konungar Olav. El arponero percibió enseguida la suspicacia en la mirada torcida que Eirik le dedicó al religioso, pero como señor y jarl de aquel lugar, Eirik se mostró al momento más preocupado por los condicionantes políticos asociados al fraile que por su ansia evidente en pisar tierra, emborracharse y, si la resaca se lo permitía, ponerse a la mañana siguiente a bautizarlos a todos.

En cuanto a Assur, fue presentado por Leif como Ulfr; Ulfr Brazofuerte había contestado el navegante cuando su padre había cuestionado el linaje de su nuevo hombre de confianza. Y Assur había mirado sorprendido a Leif por aquella salida, pero su patrón la explicó encogiéndose de hombros con un gesto explícito que dejaba claro que semejante sobrenombre era lo primero que se le había ocurrido para no dar más explicaciones; de hecho, mientras caminaban hacia Brattahlid acompañando a Eirik, que había sacado un peine de asta con el que acomodaba su leonina cabellera, Leif empezó a contar una vez más la historia de aquel lanzamiento a ochenta yardas, evitando que preguntas más indiscretas pudiesen revelar el sombrío pasado de Assur. Y así el hispano fue introducido en la colonia como uno de los hombres más allegados a Leif Eiriksson y, como tal, fue invitado a compartir el hogar de Brattahlid y a disfrutar de la amistad de la familia del Rojo.

Deseando celebrar el regreso de Leif y la buena noticia de la nueva ruta abierta por su hijo hasta la madre patria, Eirik había ofrecido a todos los presentes una gran cena regada con sus mejores barriles de hidromiel. Antes de que el sol se hubiera puesto por completo, la enorme skali de Brattahlid bullía con la multitud congregada y la frenética actividad de las mujeres y esclavos, y el fraile Clom los sorprendió a todos bebiendo a la par de curtidos hombres de mar como el Tuerto, o el timonel Bram.

Era un gran salón mayor que el que Assur había conocido en la hacienda de Sigurd. La skali de Eirik tenía más de cincuenta pasos de largo y casi veinte de ancho, con muros tan gruesos como un hombre erguido y unos cimientos y suelo cubiertos de grandes lajas de piedra que alejaban la humedad de la tierra. El gigantesco hogar central cubría el largo de un tercio de los bancos que se acomodaban a cada lado, bajo lanzas, espadas y escudos que recordaban viejas batallas. Assur se dio cuenta de que, ante la escasez de madera, los groenlandeses se las ingeniaban para suplirla con cualquier otro material que tuvieran a mano, parte de aquellos escaños en los que los hombres comían y bebían estaban hechos con enormes omóplatos de ballena.

Sobre aquellas llamas, Thojdhild, la esposa de Eirik y husfreya de Brattahlid, se encargaba de que se dispusieran los calderos y las piezas de carne. Era una mujerona impetuosa de generosas curvas que cuadraba a la perfección con su corpulento esposo, al que reprendía de continuo con frases que perdían fuerza rápidamente por lo cariñoso de sus expresiones.

Todos parecían complacidos y, a excepción de Tyrkir, que ya se andaba ocupando de arreglar tratos por las mercancías de los pañoles del Mora, tanto los locales como los viajeros habían disfrutado de una larga y agradable velada en la que la travesía de Leif, para orgullo de su padre, se relató una y mil veces pasando de boca en boca.

Assur se había percatado de esa afectación mal disimulada de Eirik, evidentemente movido por las palabras de elogio que se vertían sobre su hijo. De hecho, solo le había visto torcer el gesto con mohínes preocupados cuando, a petición propia y mientras repeinaba por enésima vez sus rebeldes cabellos rojizos con su sobado peine, Leif se sentó a su lado para contarle con más detalle el cambio sufrido en la situación política ahora que Olav Tryggvasson se había declarado konungar.

Las morsas eran bichos mal encarados que berreaban con enfado en cuanto la partida de caza se acercaba. Se avisaban unas a otras con extravagantes mugidos que podían oírse desde grandes distancias. Pero a pesar de que los gigantescos machos podían aplastar a un hombre con facilidad, o incluso despedazarlo con los largos colmillos con los que se aupaban en las brechas del hielo, Assur consideró aquel cometido mucho más llevadero que el rececho de las grandes ballenas.

El suave y blando marfil de aquellos colmillos, que podían llegar a rondar el paso de largo en los ejemplares más grandes, era apreciado en todos los mercados, y el fraile Clom había contado cómo los obispos y otros clérigos de buena posición lo adoraban como material para los puños de sus bastones, las conteras de sus libros sagrados, o, especialmente, labrados como crucifijos. Y, aunque Leif dudaba entre distintas opciones, el navegante sabía que aquel marfil sería, como siempre, una excelente moneda de cambio; tanto si partía en busca del cobre de Jòrvik, como si seguía hacia el sur para tratar con los muslimes de Hispania, o si, sencillamente, regresaba a Nidaros por la ruta que él mismo había inaugurado.

Sabía que, fuera cual fuese su destino, el marfil de aquellos mastodontes sería una mercancía inmejorable para conseguir beneficios; era ligero en comparación con lo que se podía obtener por él, era fácil de almacenar y, además, por largo que fuera el viaje, la humedad de los pañoles y arcones del Mora solo conseguía darle una pátina de suciedad que no llegaba a estropearlo, algo que sí pasaba con las pieles, la carne o la madera y, a mayores, con los pellejos de aquellos monstruos se hacían los mejores cordajes para el velamen.

Todas eran razones más que sobradas para que el navegante quisiera una buena provisión de aquel marfil, pero además, ese verano la caza de morsas en la gran bahía de Dikso, cuatrocientas millas al norte de la colonia del oeste, justo donde los grandes hielos perpetuos empezaban, suponía una excusa perfecta para alejar a su nuevo hombre de confianza de la gran asamblea que se iba a celebrar, así que Leif le había cedido a Assur unas cuantas piezas de plata para cubrir provisiones y gastos, le había asignado unos cuantos hombres, le había dado referencias para conseguir embarcaciones en el otro asentamiento y, por último, le había encargado al hispano la misión de traerle un buen cargamento de marfil de morsa antes de que la temporada de caza llegase a su fin.

Y es que Assur se había incorporado al asentamiento de los groenlandeses auspiciado por Leif, y eso había significado estar bajo la protección del mismísimo Eirik el Rojo, que venía a ser igual que ponerle un estandarte en el cogote y convertirlo en el centro de atención y objeto de los chismorreos de todos los hacendados que se reunirían en consejo para hablar de las disputas del año, resolver litigios pendientes y hacer correr las nuevas de la temporada. Y Leif, conocedor del pasado poco claro de Assur, había pensado que la asamblea sería un lugar demasiado expuesto en el que surgirían preguntas incómodas, por lo que, usando como excusa sus tiempos de arponero y trampero, Leif mandó a Assur al norte, y a todos les pareció razonable.

Así que, a tiempo para evitar las tormentas tempranas de las tierras del norte, pero con suficiente retraso para que los días de asamblea hubieran quedado atrás, Assur viajaba al sur, camino a Brattahlid. Para no apurarse demasiado se habían movido a pie hasta la colonia más occidental y allí habían rentado pequeños faerings con los que bojear la abrupta costa hasta la gran bahía en la que se concentraban las morsas y, ahora, después de devolver las embarcaciones en el asentamiento del oeste, que también estaba más al norte que el fiordo de Eirik, Assur regresaba llevando en unos cuantos caballos pagados con la plata de Leif un excepcional cargamento de colmillos con los que esperaba complacer a su patrón, y demostrar su agradecimiento por las preocupaciones que el navegante se tomaba para permitirle ocultar su pasado como esclavo.

En cuanto el grupo empezó a descender hacia el interior del fiordo, los chiquillos que andaban tirándoles piedras a las ovejas hicieron correr la noticia.

Leif los recibió con una de sus radiantes sonrisas y los brazos abiertos, al pie de los mismos muros de la hacienda de su padre.

—Y yo que esperaba que uno de esos bichos te hubiera atravesado las tripas con sus colmillos… —gruñó el navegante con evidente cinismo.

Los dos hombres se fundieron en un cariñoso abrazo mientras los muchachos deshacían los cordajes del cargamento y elucubraban sobre la gran cacería que anunciaban aquellos trofeos. Sus exclamaciones y resoplidos comenzaban a enervar a los toscos caballos, que empezaban a cabecear inquietos.

—¿Has encontrado lo que te dije? —preguntó Leif mirando hacia los grandes paquetes en los que curioseaban los chicos.

—Sí, de más de un paso —contestó Assur señalando la última de las bestias, un bayo de hirsuto pelaje y ojos mansos que cargaba un único petate—, creo que tu padre estará complacido.

Leif asintió contento. Esa sería la cara trucada del dado, con el regalo de aquellos dos magníficos colmillos Assur se ganaría por méritos propios el patronazgo del propio Eirik, de modo que, si por alguna desagradable casualidad se descubrían los secretos del hispano, el propio Rojo se encargaría de protegerlo, satisfecho por el beneplácito de su hijo para con el propio Assur y pagado por la muestra de lealtad que supondría un regalo de tanta valía. Leif estaba seguro de que su padre solo juzgaría a Assur por lo que era y no por lo que fue, a fin de cuentas, él mismo había sido un prófugo.

—Perfecto, perfecto…

Los críos se gritaban unos a otros, algunos se hacían pasar por grandes machos de morsa, sujetando con esfuerzo los enormes colmillos como podían y rugiendo estrambóticos sonidos que hacían relinchar a los caballos, los demás pretendían ser cazadores.

—Pero dejemos eso, tenemos que ponernos al día, he tenido una gran idea… —añadió Leif con una enigmática socarronería—. Una gran idea…

A espaldas del gran salón había varias construcciones, dedicadas a almacenes y despensas, estaban repletas de grandes toneles llenos a rebosar de arenques, salmón ahumado, carne de caribú salada y otras conservas, también había sacos de grano, gruesas lajas de tocino colgadas y barriles más pequeños de legumbres secas, además, allí se guardaban pieles, fardos de lana y pelo de cabra, y otros bienes de la familia de Eirik; Leif señaló uno de ellos al resto de la partida y, mientras los hombres regañaban a los muchachos y llevaban los colmillos adonde el patrón les había dicho, Assur y Leif se adentraron en la skali después de que el hispano hubiese cogido los gruesos y grandes marfiles que había elegido para el Rojo, los mejores de todo el cargamento.

En el interior del gran salón se preparaba la cena y, después de cumplir con los saludos de rigor que le eran debidos a Eirik y entregarle los dos preciosos colmillos de morsa que le había traído como presente, Leif y Assur se retiraron a una esquina a charlar cómodamente compartiendo algo de hidromiel al tiempo que el Rojo se atusaba los cabellos con su peine de asta y miraba complacido el marfil que habían dejado ante su sitial.

—Al hablar de cómo nos habías librado de que Olav nos decapitase a todos, hubo quien preguntó, pero bastaba con contar la historia de tu lanzamiento desde ochenta yardas para que se olvidaran… Puedes estar tranquilo, la mayoría te toma por un sviar que quizá pasó un tiempo en tierras del antiguo imperio de los francos, y el resto piensa que eres un sureño, como Tyrkir. No habrá acusaciones, estoy seguro.

Assur asintió, agradecido de que Leif aclarase primero aquel asunto.

—Pero eso no es lo más importante de la asamblea —añadió el patrón—, ni mucho menos —dijo haciendo un gesto para que una de las muchachas les sirviese algo de beber.

El hispano supuso que las consecuencias políticas de la subida al trono de Olav y su presión para convertir al cristianismo a todos los groenlandeses habrían sido el tema principal de la reunión del thing. Era obvio que la decisión estaba en las manos de Eirik, pero también lo eran, como Assur y la tripulación del Mora habían visto, las implicaciones políticas de semejante decisión, la conversión significaba también aceptar la voluntad del konungar, dándole legitimidad al nuevo rey y a su posición. Por lo que Assur se sorprendió cuando Leif soltó por fin la noticia que guardaba como un niño inquieto.

—Bjarni ha anunciado que no volverá a salir de expedición, dice que ya está viejo.

Assur no entendió a qué venía aquello.

—Y la verdad es que parece el pellejo podrido de un ciervo muerto el invierno pasado, no le queda un trozo de cuero sin arrugas —añadió Leif riendo—, además, si estira el brazo no se distingue los dedos, ve menos que un canto rodado, como si hubiera metido la cabeza en el culo de un troll.

—Pero… ¿qué diablos?… ¿Y qué pasa con Olav?, ¿qué ha decidido tu padre?, ¿y la nueva ruta?

Assur preguntaba apresuradamente, interesado por la situación de la colonia, consciente de que su propio futuro dependía de las decisiones que allí se tomaran. El hispano sabía que, si quería empezar una nueva vida, necesitaba que Groenland disfrutase de un período de paz que solo podría tener si las colonias no se enemistaban con el nuevo konungar de las tierras del norte.

—A la única a la que le ha hecho gracia la historia esa del Cristo Blanco es a mi madre, no deja de atosigar al gordinflón de Clom sobre los milagros del crucificado… —dijo Leif contestando con prisa, como queriendo librarse de aquellas respuestas cuanto antes—. Y mi padre no ha tomado una decisión por el momento sobre ese asunto de la religión, de hecho, creo que no le hace mucha gracia que su propia esposa se interese por esa patraña; además, con la nueva ruta abierta hasta Nidaros, lo que le interesa al viejo es convencer a más paisanos para que la hagan de vuelta y estas colonias crezcan.

—Está bien —concedió Assur—, ¿y qué tiene que ver Bjarni con todo eso?

Leif sintió la tentación de corregir la pronunciación del hispano, que seguía siendo muy extraña, pero estaba demasiado impaciente.

—Pues que, hasta ahora, en razón del honor, suyo sería el derecho, pero, si no piensa volver a navegar, entonces, podríamos hacerlo nosotros, ¡nosotros!, ¡podríamos ir!

Assur seguía sin entender de qué hablaba el navegante.

—¿Qué derecho? ¿Adónde?

—Sobre las tierras que ese roñoso tacaño de Bjarni vio cuando se perdió, esos grandes bosques del oeste —contestó Leif con una enorme sonrisa en el rostro—, podríamos reclamarlos.

Assur se sentía a gusto en el asentamiento groenlandés, como hombre de confianza de Leif, disfrutaba de los privilegios que suponía su cercanía a la familia de Eirik el Rojo, y le agradaban las gentes y el ambiente de aquella colonia resguardada en el fértil fiordo. Sin embargo, desde su regreso de la bahía de Dikso ciertos asuntos se habían complicado, precipitándose como un guijarro cayendo cuesta abajo, y Assur se sentía llevado por el desconcierto, dividido entre el anhelo y el deber. Especialmente después de la decisión que Eirik el Rojo había tomado al poco de su vuelta del thing y de haber puesto en conocimiento de los groenlandeses las noticias traídas por su hijo.

El descubridor de las tierras verdes había optado por aprovecharse de la nueva ruta abierta por su heredero hasta la madre patria. Como había supuesto Leif y, esperando atraer el mayor número posible de nuevos colonos a los asentamientos de las tierras verdes, Eirik el Rojo había decidido acoger en Groenland la vieja norma que había regido la isla de hielo durante los primeros pasos de su propia colonización: cualquier recién llegado podía reclamar su propio pedazo de tierra. Siempre y cuando no perteneciera ya a alguien, el nuevo colono podía tomar posesión de aquel territorio que fuese capaz de cubrir caminando desde el amanecer al anochecer, marcar los lindes y establecer su hacienda como hombre libre. El Rojo, habiendo madurado la idea entre pasada y pasada de su sobado peine, había hecho correr la voz entre todos los marinos que se disponían a viajar ese verano siguiendo los pasos de Leif; todas las nuevas demarcaciones de los que llegasen serían validadas en el thing del verano siguiente, dándoles tiempo a regresar tal y como lo había hecho su propio hijo. De ese modo, Eirik esperaba atraer a un gran número de colonos que harían crecer la población de Groenland y, por tanto, su riqueza y posibilidades de comercio, lo que convertiría a las tierras verdes, hasta el momento poco más que el feudo privado del propio Rojo, en una región tan relevante como Halogaland o Agdir. Además, para ello y al menos de cara al nuevo rey, declararía que todos los cristianos serían bien recibidos, pues, tal y como el konungar había propuesto, el culto al crucificado sería adoptado por quien lo desease. De hecho, gracias a las labores que desempeñaba el fraile Clom, cuando no estaba tan borracho como para ser incapaz de articular media docena de palabras seguidas, las conversiones se empezaban a producir en la misma Groenland, y aunque era un secreto a voces que en la mayoría de los casos no eran más que una simple declaración pública que poco tenía que ver con la fe, a ojos de Eirik deberían ser suficientes como para que los rumores que llegasen hasta Olav Tryggvasson le resultaran satisfactorios. Por ende, y a instancias de su esposa, Thojdhild, que parecía ser de los pocos sinceramente convencidos de las bondades del culto al Cristo Blanco, Eirik había ordenado construir una pequeña iglesia de tepe en honor al crucificado, y darle así al borrachín escoto un lugar sagrado en el que celebrar sus estrambóticos rituales y a los conversos un aparente refugio para su nueva fe.

Con tales decretos la vida de Assur se veía asaltada por las dudas. Por primera vez desde que había sido capturado, el hispano podía soñar con recuperar su antigua existencia, podía imaginar las sensaciones que supondría ser dueño de un pedazo de tierra, construir un hogar, tener una finca que roturar, una granja en la que criar ganado, un futuro en el que las estaciones pasasen esperando la cosecha y en el que cada anochecer lo arropase ante un hogar encendido. Sin embargo, no se atrevía a plantearlo, tenía con Leif deudas impagables y, precisamente en esos mismos días en que las noches de Assur se llenaban de sueños, el navegante aspiraba a acometer una nueva hazaña para con la que, irremediablemente, el arponero se sentía obligado.

—Esa nueva ley que tu padre ha instaurado, eso del landman, ¿es así?, ¿el terreno que pueda cubrir en un día?

Junto con otros hombres del Mora, Leif y Assur observaban a algunos navíos prepararse para partir antes de la llegada del otoño. Era el momento en el que se enviaban mensajes a los parientes que se habían instalado en Iceland, en las tierras anglas dominadas por los de Danemark, o en los archipiélagos de Orkney y Hjaltland. Y era habitual que los marinos desocupados curioseasen en los pantalanes, además, precisamente, Leif estaba allí recordando con su presencia a todos los que partían el edicto de su padre y el ofrecimiento de tierras disponibles que suponía.

—A pie, debe ser a pie —aclaró el navegante—, pero sí, es así —concluyó mirando con suspicacia al hispano.

Assur se arrepintió al momento de haber hablado y cambió el tema de inmediato.

—¿Y cuándo piensas partir exactamente hacia el oeste?

Leif miró a los ojos durante un rato al que ya consideraba su amigo antes de contestar.

—Pues lo sabrás esta noche —dijo Leif volviendo a sonreír abiertamente—, iremos a ver a Bjarni y, en cuanto le saquemos a ese cobarde avaricioso los detalles de la ruta que siguió, lo decidiremos.

Assur se sentía agradecido por la confianza que el patrón había depositado en él al anunciarle sus planes, le constaba que solo había compartido sus propósitos con Tyrkir y con él; pero verse incluido como partícipe de la decisión lo abrumó y apesadumbró. Gutier le había enseñado que el honor exigía pagar las deudas de un hombre y, si Leif contaba con él hasta ese punto, Assur sabía que, por mucho que lo desease, no debería anteponer sus anhelos de sosiego y vida asentada a su servicio al patrón, que le había brindado una vida más allá de la mísera existencia que había llevado en Nidaros.

No era una hacienda grande, pero era lo que Bjarni había heredado de su padre, y se consideraba más que afortunado por no haber tenido que hacer menguar sus propios ahorros para conseguirse un techo. Además, como el viejo verde de Herjolf había sido uno de los primeros en seguir a Eirik hasta Groenland, había podido elegir un terreno de situación inmejorable que ahora permitía a su hijo disfrutar de los frutos que, en cada cosecha, cedían aquellas fértiles tierras oscuras.

El veterano Tyrkir, que en los últimos tiempos ya se quejaba de dolores en las articulaciones; Assur, al que todos seguían llamando Ulfr; y Leif, que llevaba en el rostro la expresión soñadora de un adolescente enamorado, apenas tardaron en llegar hasta el muro que rodeaba la propiedad de Bjarni. En el trayecto el único que habló fue Tyrkir, que pronosticó un cambio de tiempo.

Uno de los thralls de Bjarni los recibió con la deferencia debida al hijo de Eirik el Rojo, y Assur, consciente de la condición del hombre, no pudo evitar un desagradable escalofrío al rememorar las interminables horas que había compartido con Sebastián obteniendo sal.

La skali de Bjarni estaba repleta de trastos de toda condición y había tantos arcones como para que los visitantes se preguntaran si aquel vejancón cegato podría recordar lo que guardaba en cada uno de ellos.

Una muchacha alta de largos y finos cabellos rubios les ofreció hidromiel y cerveza que, como pronto descubrieron los hombres del Mora con disgusto, estaban aguadas.

—Gracias por recibirme, Bjarni, hijo de Herjolf —dijo finalmente Leif con toda la cortesía que pudo después de perderse por un momento en las bonitas líneas que dibujaban las largas piernas de la muchacha en la tela del delantal.

Bjarni desechó las fórmulas de protocolo con un gesto vacío de la mano que daba a entender, para quien desease sentirse aludido, que no tenía otra opción tratándose de quien se trataba su visitante.

—He de decir que, tanto mi padre como yo —continuó Leif sin darle importancia al ademán de Bjarni—, lamentamos haberte oído anunciar en el thing que habías decidido quedarte en tierra. Tus dotes como navegante son legendarias y el comercio de estas tierras echará de menos tus mercancías —continuó Leif con los halagos de rigor.

Tyrkir, que ya había vaciado su cuerno de hidromiel, hizo una seña a la muchacha para que le sirviera más, esperando que el calor del alcohol desentumeciese sus coyunturas resentidas con la humedad que cargaba el ambiente. El viejo contramaestre sabía que las estrellas brillarían antes de que aquella reunión terminase y prefería aguardar sabiendo que los dolores de sus manos no le molestarían.

—Odín reserva la gloria para los jóvenes vigorosos y yo, como una vaca vieja, ya solo deseo pasar el día tumbado en el heno —contestó Bjarni con voz rasposa—. Pero acepto vuestros cumplidos con agradecimiento, y espero que sean muchos los inviernos que os aguarden.

Mientras las fórmulas de cortesía se prolongaban la joven se acercó con una jarra y Assur se dio cuenta de cómo los curiosos ojos de la muchacha lo miraban con intensidad. El hispano se sabía una exótica novedad en la colonia y, aceptando amablemente su papel, sonrió con afabilidad hacia aquella mirada del color de la miel de cerezo.

Cuando ya habían hablado de cuantas nimiedades habían podido sacar a colación, y Tyrkir ya había vaciado su buena media docena de cuernos de hidromiel, Leif intentó llevar la conversación hacia el tema que, en realidad, lo había traído hasta allí.

—Hace años —dijo Leif con voz clara—, cuando llegaste aquí por primera vez siguiendo los pasos de tu padre, contaste frente al fuego la historia de tu viaje…

La pausa del patrón le dio tiempo a Bjarni a entornar los ojos, sin embargo, Leif no supo si era suspicacia o si al viejo le fallaba la vista.

—Todavía recuerdo, a pesar de los inviernos que han transcurrido, la narración de aquel viaje… Y estoy seguro de que a tu pericia se sumó la misma fortuna de Baldr para guiarte hasta aquí y poder vender la carga de tu knörr obteniendo buenos beneficios —añadió Leif tras darse cuenta de que no debía ser demasiado explícito si no deseaba que el viejo avaro se adelantase a sus intenciones—. Fue sin duda tu sombra, así como la de mi propio padre, las que hicieron mella en mí y me obligaron a convertirme en navegante con la esperanza de igualar hazañas como las vuestras.

Bjarni entornó los ojos de forma enigmática una vez más y, de nuevo, Leif no supo si el vejestorio se olía o no sus intenciones.

A instancias de Tyrkir la joven volvió a acercarse para servir más hidromiel y, en esta ocasión, a pesar de que su cuerno no estaba más que mediado, Assur también lo alzó para que la muchacha lo rellenase. Por alguna razón que no vislumbraba, le apetecía volver a verse observado por aquellos ojos trigueños enmarcados por altos pómulos.

—Puede ser… Puede ser —dijo Bjarni pensativamente—. Pero ahora debo esperar cada noche sentado e inútil, demasiado viejo para pensar en otra cosa que dormir malamente, comer purés que no molesten a mis machacadas encías y tirarme pedos.

Leif sabía que el viejuco exageraba. Bjarni disfrutaba todavía de suficiente salud como para buscar el calor de sus mujeres en las noches frías, y durante el thing había presumido de ello con bravuconería, pero Leif suponía que aquellos lamentos tendrían alguna segunda intención. De modo que, como si ambos estuviesen ante las piezas dispuestas en el tablero, Leif esperó el siguiente movimiento de Bjarni antes de hacer su jugada.

Assur, dándose cuenta de que la conversación empezaba a ponerse interesante, dejó de mirar en derredor buscando a la muchacha de los ojos de miel y se centró en el cruce de palabras entre los dos hombres de mar.

—Y ni siquiera puedo tener la seguridad de que las rentas obtenidas a lo largo de tantas temporadas de ir y venir de acá para allá me sustenten —continuó Bjarni con aire apesadumbrado—, apenas tengo suficiente para comportarme como es debido con mis obligaciones; mi hermano Egil, que vive en la otra colonia, me ha enviado a su hija para que me haga cargo de ella unos inviernos, y con una boca más mis despensas se resienten…

Leif supuso que Bjarni se refería a la muchacha rubia que parecía dispuesta a servirle suficiente hidromiel a Tyrkir como para emborracharlo. Y también se dio cuenta de que, aunque era difícil que Bjarni hubiera adivinado sus intenciones, era innegable que se había percatado de que Leif pretendía algo de él, por lo que, fuera cual fuera el asunto, empezaba a allanar el terreno para pedir algo a cambio.

—Estoy convencido de que quien ha sido capaz de cerrar tratos tan memorables encontrará el modo de proveer su hacienda para los años venideros —dijo Leif con una sonrisa.

Tyrkir, que empezaba a agradecer el aturdimiento del alcohol, rechazó una nueva ración, deseoso de permanecer con la cabeza lo suficientemente despejada como para poder servir de ayuda a su patrón si le era necesario.

—Nunca se sabe —replicó Bjarni negando con su cabeza cubierta de lacios cabellos canosos—, Loki podría tentarme con algún engaño y hacerme perder lo poco que me queda —graznó lastimeramente.

Leif entendió que el viejo parecía dispuesto a perder el tiempo toda la noche, aferrado como una garrapata a su tacañería; como era de esperar, no insinuaría un precio si no sabía cuál era la mercadería. Así que Leif decidió sincerarse esperando no hablar demasiado.

—Estoy seguro de que en tu memoria podrás encontrar los recuerdos de aquellos días en los que la bruma te hizo perder la orientación, y las corrientes y los vientos te arrastraron hasta lugares ignotos…

Bjarni contestó con presteza.

—He navegado los mares desde las islas de los anglos y los pictos hasta el reino de Dumb, he pasado más veranos de los que se pueden contar con las manos cortando las melenas de las hijas de Njörd, y las grandes nieblas me han robado la orientación en más de una ocasión…

Leif, cansado ya de tanta vuelta, decidió ir directo al grano.

—De acuerdo. Quiero navegar hasta los bosques que encontraste cuando venías a las tierras verdes por primera vez, deseo cruzar el mar hasta esas costas ignotas —dijo al fin con franqueza—. Y espero de ti que me des todos los detalles que recuerdes y que me facilites todas las descripciones que puedas. Si puedes darme pormenores precisos que me sean útiles, serás recompensado con generosidad. Pon el precio.

Tyrkir se atragantó con el sorbo de hidromiel que pretendía beber y no pudo hacer otra cosa que negar una y otra vez moviendo la cabeza pesarosamente al tiempo que carraspeaba procurando reconducir el fuerte licor. Assur, que aun siendo forastero sabía lo suficiente del protocolo en el que solían perderse los normandos en las largas noches de invierno, no pudo evitar que sus labios se arrugasen con un titubeante resoplido.

A un lado sonaron las risillas que se le escaparon a la muchacha de los rizos dorados y a la avejentada hija mayor de Bjarni.

—He oído que uno de esos dos sureños tuyos ha vuelto de Dikso con un buen cargamento de marfil de morsa… —comentó el viejo, y el patrón del Mora asintió con una sonrisa, feliz de que por fin la conversación cobrase interés—. Y no creo que haya mejor navío que el Gnod si es que pretendes cubrir la misma ruta que yo mismo cubrí hace tantos inviernos.

Leif se rio complacido, el vejestorio no podía hacer las cosas si no era a su modo; y, si bien era cierto que era tan descarado como para esperar abiertamente una recompensa, no parecía serlo tanto como para pedirla sin tapujos, y prefería disimular en virtud de costumbres más viejas que él mismo. Según parecía, a cambio de darle los detalles de su travesía, Bjarni esperaba que el hijo de Eirik pagase un desorbitado precio por su carcomido barco. Y aunque Leif sabía que el traqueteado navío no valdría ni con suerte medio marco de oro, el patrón del Mora estaba dispuesto a seguir el juego encubierto del viejo navegante.

Tyrkir se retrepó en su asiento y se inclinó levemente para disimular al tiempo que intentaba hablarle en voz baja a Leif, pero su patrón no quiso hacerle caso.

Al hijo del Rojo no le importaba si el precio era o no adecuado, lo único en que podía pensar era en lo que supondría reclamar aquellos territorios desconocidos y en traerse un enorme cargamento de madera de aquellos supuestos bosques fastuosos de los que Bjarni había hablado. Y si el viejo avaro esperaba salir ganando vendiéndole su roñoso barco, Leif estaba dispuesto a comprar el navío y cuanto le pidiese.

—Ve a por unos cuantos colmillos —le pidió a Assur—, y asegúrate de marcar unos pocos que queden en el almacén como un tributo generoso para mi padre, del resto escoge los mejores y tráelos contigo, dejemos que Bjarni vea la calidad de la moneda con la que espera ser pagado, ¡y vuelve cuanto antes! —le instó impaciente.

Al tiempo que Tyrkir seguía negando con la cabeza, incapaz de contenerse y guardar las maneras que le suponían no abjurar de la opinión de su patrón, Assur se levantó para hacer lo que le pedían.

Leif ni siquiera llegó a plantearse el reconvenir a su contramaestre, esperaba el relato de Bjarni como un chiquillo aguardando escuchar de nuevo el cuento del dragón Fafnir.

Antes de que Assur pudiese llegar al umbral, Bjarni carraspeó y comenzó a narrar con tanto detalle como fue capaz su peripecia de tantos años atrás, cuando, siguiendo a su padre Herjolf, había navegado desde Iceland a Groenland y había terminado por perderse en la niebla que cubría las oscuras aguas del norte para acabar recalando frente a costas desconocidas.

Al salir de la hacienda de Bjarni, Assur se cruzó con la joven que les había estado sirviendo, que parecía volver de atender los establos, y aunque no se dijeron nada, el hispano percibió un agradable aroma a espliego y un suave olor a lavanda que le contó cómo Bjarni comerciaba con especias y telas, y que lo transportó hasta una tarde en el Ulla, una bonita tarde de cielo despejado en los principios de una primavera que ya había sido olvidada; era el recuerdo de un niño que jugaba con un pequeño carro de madera en la orilla del río mientras su madre lavaba en las aguas frías la ropa de la familia usando un jabón aromatizado cuya esencia perseguiría a Assur hasta su edad adulta.

El Gnod se conservaba bastante mejor de lo que Leif habría esperado. El navegante había cerrado el trato pensando únicamente en los detalles que Bjarni le proporcionaría sobre esos días de navegación, pero fue un consuelo para el patrón descubrir que, después de haber convenido pagar el abusivo precio que el tacaño Bjarni había exigido, la nave podía usarse para algo más que para acumular basura o pudrirse al pairo, así no todo estaría perdido. De hecho, Leif empezaba a pensar que, para transportar los maderos que esperaba traerse desde aquellas tierras del oeste, el baqueteado barco de Bjarni podría ser mejor opción que su adorado Mora. El Gnod era más grande, tenía enormes bodegas llenas de viejos olores, una multitud de apaños remachados y una orgullosa roda bellamente labrada, además disponía de un original y poco común juego de guindastes para remolcar cómodamente un pequeño skuta auxiliar que podía resultar muy conveniente; y lo más importante, a simple vista se podía apostar que, si no se le soltaban los clavos, desplazaría muchas más toneladas de carga.

—Usaremos el Gnod —anunció finalmente el patrón a un preocupado Bram—, no saldremos hasta el próximo verano, así tendremos tiempo para devolverle su orgullo a esta nave —añadió pasando una mano cariñosa por la mellada arrufadura—. Nos ocuparemos de adecentarlo. Necesita que se repasen todas las tracas, y hay que conseguirle un nuevo juego de velas, ligeras, de lino mejor que de lana. Y en cuanto lo hayamos puesto a punto, tendremos que hacerlo navegar, habrá que surcar unas cuantas millas, conocer cómo muerde agua la quilla. Saldremos del fiordo y lo tentaremos en mar abierto, debemos saber si necesita de mucho achique, amigarse con sus cordajes y, lo más importante, descubrir sus vicios. Es un navío viejo, y no podemos pelearnos con él, habrá que aprender a hacer las cosas a su modo —terminó por aseverar Leif paseando sus ojos por cubierta con gesto sonriente.

Bram y el Tuerto escuchaban a su patrón y, aunque tenían dudas, no quisieron cuestionar a Leif. Tyrkir había amenazado a toda la tripulación con castrarlos y obligarlos a comerse sus propios testículos si se atrevían a alzar una sola queja. Hasta ahora los hombres de Leif siempre habían disfrutado del éxito de las empresas a las que el patrón se había lanzado, incluso cuando todos en la colonia lo habían tachado de loco, y el contramaestre no estaba dispuesto a permitir que la tripulación lo olvidase, por muchas supersticiones y míticas quimeras que los borrachines se empeñasen en recordar. Y aunque ahora el reto fuesen tierras desconocidas que se escondían más allá de poniente, y no una nueva ruta por aguas más o menos conocidas, Tyrkir estaba empeñado en evitar que la disciplina de la tripulación se quebrantase. Solo tenían la palabra de un vejestorio arrugado y medio ciego, pero si eso era suficiente para el patrón, también debía serlo para su tripulación.

—Tiene más calado que el Mora, si aún navega bien iremos con él al oeste y mandaremos al Mora a Jòrvik para mercadear con cobre —anunció Leif—. Es mejor no echar todos los huevos en una sola cesta, y si mandamos a unos cuantos hombres a un puerto seguro, podremos tener la certeza de que la temporada no será en balde, incluso si la historia de Bjarni no es más que un cuento para niños de teta.

Leif había advertido a Bjarni de que le reclamaría el marfil pagado si navegando dos semanas al oeste no encontraba rastro de las costas de las que hablaba el viejo navegante, y la seguridad con la que Bjarni había aceptado sus palabras le había dado la confianza que esperaba. Sin embargo, el Tuerto, como algunos otros, no compartía tal certeza, y todos ellos esperaban que Leif los designase como parte de los destacados a Jòrvik. Como había sucedido el año anterior, cuando el hijo del Rojo había anunciado que pensaba llegar hasta el paso del norte de una tirada, la mención de la posible gloria no era un acicate del todo eficaz. Bram, por su parte, hubiera seguido a Leif hasta las mismísimas simas del Hel, y hubiera entrado en ellas aferrando el timón sin vacilaciones y luciendo una sonrisa en su rostro si es que era su patrón quien marcaba el rumbo.

Assur, que aun siendo el nuevo había sido capaz de ganarse el respeto de los tripulantes del Mora, había oído algunas de aquellas dudas, pero no había llegado a comentárselo a su patrón, no le había parecido apropiado delatar a sus compañeros, aunque él mismo creyese, como Bram, que Leif no podía equivocarse. Además, las tribulaciones de Assur eran otras, y esa mañana, mientras Leif inspeccionaba el Gnod para cerrar el trato, el hispano estaba ocupado llevando el total del pago en marfil a la hacienda de Bjarni.

En el trayecto, y siendo consciente de que Leif lo había honrado con una nueva responsabilidad, Assur se debatía pensando en si debía o no atreverse a pedirle al hijo del Rojo permiso para asentarse en su propia hacienda, pero al hispano no se le ocurría cómo compensar al patrón a cambio de dejar la tripulación a la que había jurado lealtad. Desde el edicto del jarl Eirik, Assur no era capaz de sacarse la idea de la cabeza: todo el terreno que un hombre pudiese cubrir en un día de caminata. Eso serían unas tierras de mucha más extensión que aquellas que con tanto esfuerzo había labrado su padre tanto tiempo atrás. Considerarse dueño de algo así era más de lo que hubiera podido soñar jamás, y eso no era lo mejor, mucho más importante sería poder dejar atrás el dolor y las muertes, las luchas, los gritos en la batalla, el recuerdo de la esclavitud, el hambre de los inviernos trampeando y la incertidumbre de las expediciones balleneras.

Esta vez, más preocupado por las rentas que por la diplomacia, el mismo Bjarni los recibió en la cancela del muro de su hacienda, apoyado en un bastón de roble y forzando impacientemente sus ojos para ver la llegada del tan ansiado cargamento de colmillos de morsa.

—Daos prisa, que este frío de la mañana me corta las carnes —urgió Bjarni a los hombres de Leif, gritándoles a voz en cuello a la vez que se alzaba precariamente en la punta de sus pies haciendo esfuerzos por mantener el equilibrio con su arrimo.

Assur llegaba acompañado de otro de los hombres del Mora, un callado mozo de Gotland de hombros caídos con el que el hispano se sentía a gusto por los largos silencios, y que respondía al nombre de Ásmund. Llevaban los petates a lomos de dos de los caballos del propio Eirik y, ante la impaciencia del marino retirado, Assur les chistó a los animales para que aceleraran el paso, aunque solo era una simple pretensión; sus órdenes eran alargar la entrega todo lo posible, debían esperar allí hasta que Leif enviase recado de que estaba satisfecho con la inspección del barco de Bjarni. Algo que le había enseñado a Assur una valiosa lección sobre su patrón. Leif podía aparentar tomar decisiones por las bravas y dejarse llevar por meras ansias de fama, sin embargo, aunque no se molestase en hacérselo ver a otros, resultaba patente que sus resoluciones tenían mucho más fondo y raciocinio de lo que podía parecer.

—Espero que todos sean igual de buenos que los que me enseñaste anoche —dijo Bjarni bajando el tono de voz ahora que los hombres de Leif estaban más cerca.

Assur imaginaba que, a no ser que no fuesen otra cosa que ramas secas, el viejo cegato no se atrevería a protestar por la calidad del marfil, a fin de cuentas, había recibido un pago más que generoso por algo tan poco meritorio como perderse; y si Leif echaba pie a tierra en aquellos nuevos territorios del oeste, un pedazo de la gloria que conseguiría el hijo de Eirik el Rojo sería también para él.

—¿Dónde quieres que los guardemos? —preguntó Assur.

—Por aquí, por aquí —dijo Bjarni renqueando al tiempo que los animaba a seguir sus pasos moviendo espasmódicamente su brazo pellejudo.

Assur echó un vistazo en derredor, y como no había señales de ningún hombre del Mora para dar el beneplácito del patrón, decidió perder el tiempo.

—¿Y dónde guardas tu hospitalidad, Bjarni?, ¿no vas a ofrecernos un trago con el que refrescarnos antes de descargar esta fortuna para ti? —cuestionó diciendo lo primero que se le ocurrió.

—¡Claro!, en cuanto terminemos con el trabajo, habrá tiempo de compartir una jarra o dos de cerveza —dijo Bjarni sin detenerse.

Assur no pudo evitar sonreír por la evidente inquietud del viejuco.

Como en Brattahlid, aunque mucho más humildes, había varias dependencias alrededor de la skali, y el viejo marino cegato avanzaba sin dejar de mover su brazo de delante atrás. Sus pies solo batían la tierra lo justo para no caerse y su bastón volaba por encima de los hierbajos llegando antes que él en cada escuálida zancada.

Assur iba a decirle a Ásmund que no se apurase cuando algo llamó su atención.

La muchacha que parecía haberse empeñado en que Tyrkir tuviese fácil emborracharse la noche anterior salía de uno de los almacenes de Bjarni. La joven caminaba llevando un gran capazo de corteza de abedul, lleno a rebosar de lana recién lavada y cardada, lista para hilar. Inclinada para contrapesar la carga, la moza sujetaba el cesto contra su cadera con el brazo estirado y las curvas de su cintura se hacían evidentes, andaba midiendo con cuidado sus pasos, para no perder el equilibrio, y sus largas piernas jugaban a enseñar los tobillos bajo el ruedo de la falda. El sol revolvía los reflejos trigueños que aparentaban esconderse en los mechones ondulados que, en largos rizos rubios, rodeaban lujuriosamente el rostro con una luz propia. Cuando vio a los hombres del Mora, la joven sonrió tímidamente y rehuyó las miradas girando la cara con un gesto retraído. A Assur le pareció una visión maravillosa; era casi de su misma altura, generosa en sus formas, pero de proporciones armoniosas. Ella siguió andando hacia la skali sin prestar más atención a los marinos; a los pocos pasos, cambió el capazo de lado, obligando a sus caderas a zarandearse y, sin pretenderlo, a dar a luz codiciosas esperanzas. Assur se dio cuenta de que Ásmund la miraba con evidente descaro y sintió que le molestaba.

—¡Vamos! Moveos, vais a echar raíces —los instó Bjarni malhumorado.

Mientras descargaban los colmillos, tan lentamente como para dar tiempo a que llegase el recadero de Leif, Assur se preguntó cuál sería el nombre de la muchacha.

Para desesperación de Bjarni, no terminaron con el marfil hasta que recibieron el beneplácito del patrón de boca del Tuerto, que llegó preguntando por las viejas velas del Gnod, tal y como había sido acordado. Cuando acabaron, las nubes de lluvia que Tyrkir había anunciado con su dolor de huesos llegaban desde mar abierto dispuestas a vaciarse en las laderas del fiordo.

Aquella noche Assur pensó en algo más que en cómo plantearle a Leif sus deseos de convertirse en un simple granjero. Cuando despertó, todavía se preguntaba el nombre de aquella joven de exuberante melena rubia.

El otoño se acercaba y aquellos mansos aguaceros de gruesas gotas se habían vuelto habituales. Los días se iban empequeñeciendo poco a poco, pero seguían siendo tan largos como para que la cosecha pudiera recogerse sin prisa cuando la lluvia daba un descanso.

Como los dominios de Sigurd Barba de Hierro, el asentamiento groenlandés estaba al sur de Nidaros, y las noches nunca llegaban a ser tan largas como para que los días fueran poco más que un ocaso penumbroso en el que, bajo la luz del sol de mediodía, un hombre solo tuviera tiempo para recorrer unas pocas millas.

Y, pese a la amenaza de las largas noches en que los escaldos tenían tiempo para narrar sagas completas, Assur había sido paciente al elegir el lugar en el que pensaba comenzar una nueva vida. Era una decisión demasiado importante como para dejarse llevar por las prisas.

Coronada por un cabo de oscura rocalla, a algo menos de medio día de marcha desde la colonia, había una península de suaves pendientes cubiertas de hierba verde, rodeada de los recovecos replegados de la cabecera del Eiriksfjord. Era una franja irregular de tierra fértil, lamida por las aguas del laberinto formado por los canales de agua de la bahía, que entreveraban aquellas costas a la sombra de los hielos eternos del interior de Groenland. Era obvio que no había llamado la atención de los colonos porque, hasta ese momento, en los alrededores de Brattahlid, siguiendo la misma ribera de la propia hacienda de Eirik el Rojo, había lugares más que apropiados para instalarse. Pero Assur buscaba algo especial, y aquel rincón, separado del asentamiento por una loma redondeada, lo era. Estaba al resguardo de los vientos predominantes y, aun aislado, lo suficientemente cerca del resto de groenlandeses como para verse inmerso en la vida de la colonia siempre que lo desease.

En un repecho tocado de arbustos había una pequeña meseta que se extendía irregularmente por más de doscientos pasos de ancho y unos trescientos de largo, y a un costado había un arroyuelo con una represa natural que bajaba lleno y turbio, asegurando una fuente cómoda y cercana. Era el lugar perfecto para plantar los postes de su casa. Tendría espacio para añadir un corral, un establo, un almacén, y si las cosas iban bien, su propia forja, y si encontraba piedra que aguantase bien el calor, incluso podría hacerse un horno como el que madre había usado para el pan. Y un huerto. Assur había pensado en todo.

Si trabajaba duro, aunque tuviese que hacerlo solo, el verano siguiente tendría tiempo para cavar los cimientos y sellarlos a la espera de que las mareas o el propio Leif trajesen maderos apropiados; en un año podría alzar la estructura y cubrir al menos un tercio. Si no se concedía descanso, aun teniendo que viajar al norte para poder cumplir con Leif, antes de tres inviernos podría tener un techo propio bajo el que dormir.

Ahora, habiendo meditado pacientemente sobre cada aspecto de todo aquel asunto, solo necesitaba plantearle a Leif su idea. Una vez sincerado, ya solo podía esperar que el patrón le permitiese materializar sus propósitos sin ponerle impedimentos.

Assur miró una vez más las aguas que batían en aquellas rocas que serían el linde de su hacienda si las cosas salían bien, suspiró y se puso en marcha. El sol ya despuntaba, y necesitaría lo que quedaba de jornada para llegar a tiempo. En esa velada, como colofón al anuncio formal hecho en la asamblea, Eirik ofrecería una gran comilona, un festejo en el que se celebrarían los logros de su hijo, y en el que Leif pretendía anunciar sus planes para el año siguiente. Además, con un gesto que a Assur se le antojaba noble y propio, Leif pensaba pedirle a su padre que le acompañase a bordo del Gnod para descubrir aquellas nuevas tierras que aguardaban en poniente. Assur llevaba el tiempo suficiente en Brattahlid como para saber que Eirik añoraba la gloria de sus años pasados, y el hispano sabía que Leif deseaba fervientemente brindarle a su padre una oportunidad más de aparecer en los versos de las sagas.

Assur seguía sin acostumbrarse a los excesos de alcohol y comida con los que los normandos solían disiparse tan a menudo. Y ahora que había dejado atrás sus tiempos más oscuros, en los que el jolaol despachado en las tabernas de Nidaros se convirtió en su único consuelo, el hispano tendía a evitar las bebidas fuertes, consciente de que cuando se embriagaba tan solo conseguía agriar su carácter y terminar enredado en reyertas y peleas. Sin embargo, para los normandos, pantagruélicos menús e ingentes cantidades de hidromiel y cerveza parecían estar siempre dispuestos con cualquier excusa; lo que no dejaba de asombrar a Assur, aun comprendiendo que las largas noches invernales necesitaban de entretenimientos.

Toda la colonia del Eiriksfjord estaba en Brattahlid, desde los más influyentes terratenientes hasta los más modestos artesanos. Todos compartían las jarras de las bodegas de Eirik y daban buena cuenta de los corderos que se asaban en el hogar de la skali, bajo la atenta mirada anfitriona de Thojdhild.

Aunque todavía quedaban piezas enteras sin trinchar al calor de las llamas, Clom ya arrastraba su pobre nórdico mientras contaba, a los que querían escucharlo, cómo sus hermanos en Cristo se dejaban ir a la deriva por las aguas del océano en pequeñas embarcaciones, dispuestos a asentarse como ermitaños y mensajeros del Señor allá donde la providencia tuviera a bien vararlos. El pobre infeliz ni siquiera se daba cuenta de que, lo que para él era un elogiable acto de fe, para los pocos que lo escuchaban era una locura motivo de chanza.

Al otro lado del gran hogar, el Tuerto presumía de sus capacidades amatorias gritando a voz en cuello las virtudes de lo que le colgaba entre las piernas. Tyrkir, más mesurado, se masajeaba las manos con aire taciturno, echándole, de vez en cuando, comedidos bocados a un costillar dorado y crujiente que había sido aromatizado con miel, romero y especias traídas desde Miklagard como la llamativa copa de cristal tallado en la que Eirik bebía una ración tras otra de licor. Hasta había vino importado de Frisia, y extraños frutos con cáscara cuya carne tenía el color de la hierba, llegados desde la misma Bagdad como parte del pago de la última partida de esclavos que había vendido uno de los hijos de Eirik, más aficionado a las expediciones de saqueo que a las exploraciones de rutas desconocidas.

El propio Rojo vestía con galas de seda compradas en Oriente y las llevaba abrochadas con botones de hilo de la mejor plata de los escotos; su capa, digna de un konungar, se sujetaba con una enorme fíbula anular rematada con bolas labradas en forma de cardo. Y todos podían ver que Eirik el Rojo parecía dispuesto a echar el resto aquella velada. Tanta ostentación y semejante homenaje a la gula servían para demostrar su posición como líder de la peculiar comunidad, asentando sus últimas decisiones tras el thing y, de paso, enseñando a todos cómo un padre orgulloso presumía de los logros de su vástago.

Assur fue tan cortés como su natural tendencia a la soledad le permitió, y repartió escuetos saludos a todos los presentes a los que reconoció. En medio de aquella turbamulta donde se formulaban preguntas vanas y se oían promesas de borracho, el hispano también tuvo tiempo de fijarse en la joven de los dulces ojos a la que suponía sobrina de Bjarni. La muchacha acompañaba al viejo con expresión seria, sirviéndole a medias de lazarillo y a medias de andas; lo ayudaba a mantener el cuerno lleno y la boca ocupada.

En un momento en el que la joven fue reclamada por la husfreya, Assur vio cómo el vejestorio caminaba hacia Starkard, probablemente el hombre más poderoso y rico de la colonia después del mismo Eirik. Por los tambaleos se adivinaba que Bjarni, acostumbrado a aguar sus propios caldos por tacañería, había bebido ya más de lo que le correspondía. Después de unas pocas palabras resultó obvio que el arrugado marino se sintió incómodo por algo que Assur no pudo interpretar; un momento después, el viejo parecía discutir airadamente con Starkard.

Al lado de las brasas del hogar, cerca de la comida que se rustía al amor del fuego, Halfdan contaba alguna bravuconería con gestos exagerados haciendo que los de su alrededor lo mirasen con ojos escépticos.

Leif hablaba con uno de sus hermanos, ambos estaban sentados al pie del gran sitial de Eirik compartiendo raciones moderadas, y Assur, saciado su escaso apetito con unos bocados de paletilla, se dispuso a esperar el momento oportuno pacientemente.

El estirado Bram, que era un glotón confeso sobre el que nadie era capaz de imaginar dónde escondía las enormes cantidades de comida que ingería, estaba entretenido rebañando los huesos de un cordero que había despachado él solo.

El godi de Brattahlid, un same no muy distinto al que Assur había conocido en los terrenos de Barba de Hierro, mordisqueaba con deleite una pieza de carne mientras escuchaba a dos marinos hablar de las grandes ballenas de mejillas blancas y lomo negro que podían destrozar a un hombre caído por la borda.

Víkar, el hijo del influyente Starkard, se acercó a saludar; desde una mañana en que se habían hecho unos juegos de arco, Assur y él habían hecho cierta amistad al resultar los dos mejores tiradores de todo el Eiriksfjord. A Assur le gustaba, era un tipo afable y de buen talante al que no le agradaba la charlatanería, y con el que no le hubiera importado entablar conversación. Pero la discusión entre Bjarni y Starkard parecía haber cobrado aire y amenazaba con arruinar la fiesta, así que Víkar se apresuró a despedirse para ir a mediar entre su padre y el viejo marino retirado.

Para el gusto de Assur, la noche estaba discurriendo con demasiada lentitud.

Los que eran capaces de andar se marcharon tarde, unos pocos seguían brindando y contándose antiguas batallas, pero la mayor parte de los presentes roncaba ruidosamente en los bancos de los laterales de la gran skali de Eirik.

Justo cuando Assur empezaba a pensar en que su oportunidad para hablar con Leif había llegado, Bjarni se acercó. El viejo, que parecía haber bebido suficiente como para olvidarse de que necesitaba su bastón, caminaba hacia él con los ojos encendidos.

—Le he echado un buen vistazo a esos colmillos de morsa que trajiste, sureño —anunció sin siquiera saludar antes—. Los he mirado con atención, uno por uno… —A Assur no le costó imaginar al rancio avaro pasando una y otra vez sus dedos arrugados por el marfil—. ¡Y estoy descontento! ¡Muy descontento! —cacareó Bjarni de pronto sorprendiendo a todos a su alrededor—. ¡Rayados y sucios! ¡Y en las costas de poniente haréis una fortuna!, ¡y todo gracias a mí! ¡No ha sido un trato justo!

Assur, pasmado, lo miró detenidamente e intentó calmarlo alzando las manos y animándolo a callar antes de llamar demasiado la atención. El trato había sido más que justo, pero parecía que la retorcida tacañería del viejo había encontrado una vía de escape gracias al alcohol.

Algunos cuernos de hidromiel cayeron de manos sorprendidas, pero tras el estupor inicial, la mayoría pasó por alto las palabras del viejo, sin darles mayor importancia. Assur incluso pudo ver a Leif riendo abiertamente.

—Serán solo unos pocos… —intentó decir el hispano.

—Demasiados muchos son pocos —dijo atropelladamente Bjarni, que se detuvo de pronto al darse cuenta de que su lengua y su cabeza no habían llegado a coordinarse.

Las risotadas de Leif se oyeron por encima del murmullo creciente de los presentes suficientemente sobrios.

—Pocos colmillos… ¡No!, muchos… —volvió a insistir Bjarni con cara de desconcierto, como si le costase admitir que sus palabras no se correspondían con sus intenciones.

—¡Muchos! Demasiados, son los cuernos que te has echado al gaznate, ¡eso seguro! —gritó alguien animando la hilaridad general.

Algún borracho se despertó y exhortó a los que armaban jaleo para que se callasen.

Y Assur respiró aliviado al entrever que quizá la dura acusación quedaría en agua de borrajas. Todos parecían no haber concedido importancia a las palabras de Bjarni. Todos menos uno.

Para sorpresa de sus hijos, que reían dándose codazos, Eirik, probablemente también movido por su misma embriaguez, abandonaba a un lado su sobado peine y empezaba a levantarse de su sitial con el rostro contraído. El Rojo apartaba su capa echando mano al pomo de la enorme espada que llevaba al cinto.

—¡Voy a colgarte del umbral de esta casa con tus propias tripas! —rugió Eirik—. ¡Nadie se atreve a llamar a mi hijo estafador!

La joven de los ojos dulces, que hablaba en una esquina de la estancia central con Thojdhild y Víkar, se giró preocupada. En cuanto intuyó lo que sucedía, resultó obvio que se asustó. Salió corriendo hacia su tío antes de que la husfreya pudiera gritarle a su esposo que dejase tranquilo al viejo borracho; y Víkar, evidentemente incómodo, se giró para comentar algo con su padre, que se había acercado hasta donde Thojdhild hablaba con la sobrina de Bjarni y su hijo.

—Los colmillos… —volvió a trabarse Bjarni negando con su cabeza de blancos cabellos revueltos.

Assur se dio cuenta de que debía hacer algo antes de que el Rojo degollase allí mismo a Bjarni para castigar su impertinencia.

—Puede que sea así —dijo el hispano sin querer llevarle la contraria al viejo—. Pero el marfil sigue sumando el peso acordado con mi patrón…

Assur no pudo terminar la frase.

—¡Pedirás clemencia! —gritó Eirik enfuriado, interrumpiendo al arponero.

Leif se movía tras su padre intentando decirle algo. Tyrkir iba al encuentro de ambos desde el extremo opuesto.

Escoltada por una de las hijas del vejancón, la sobrina de Bjarni llegó hasta Assur y echó el brazo alrededor de los hombros caídos del viejo cegato. Ella miró al hispano con aire asustado y ojos muy abiertos.

—No digas eso, tío, no hables así del generoso precio pagado por Leif Eiriksson —dijo Thyre viendo que su prima Hiodris no se atrevía a intervenir.

Antes de que ella girase el rostro para hablarle a Bjarni, Assur tuvo tiempo de ver sus facciones de cerca. Tenía los labios carnosos y llenos, el inferior era ligeramente más grande, lo que le daba a su boca un aspecto incitador. Los pómulos eran altos, y la piel en ellos brillaba limpia y blanca, con solo unas pecas que parecían danzar allí donde Assur sintió repentinos deseos de posar su mano. El mentón estaba bien definido, aguzando el rostro lo justo para que el conjunto resultase armonioso con la nariz, que era fina y de líneas rectas. Lo que Assur no vio fue la expresión contrita de Víkar al advertir cómo el arponero observaba el rostro de la joven.

Tyrkir había llegado a tiempo de sujetar a Eirik. Y aunque no era fácil contener al antiguo guerrero, el contramaestre lo animaba a escuchar las palabras conciliadoras de Leif, que le hablaba con frases monocordes a su padre.

Assur se dio cuenta de que la joven se giraba y se interponía entre su tío y el enfurecido Eirik. La propia hija de Bjarni, una tal Hiodris según recordaba el hispano, se mantuvo a un lado, evidentemente asustada por la violencia que parecía presagiarse.

—Venerable Bjarni —habló Leif por encima de los gruñidos de rabia de su padre—, si quieres unos cuantos colmillos más —dijo el patrón con aire zalamero—, estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo, pero por ahora, dedícate a beber hasta hacer callar esa lengua tuya, que hoy es día de celebraciones y no de peleas.

Leif bien podía sentirse ofendido por las palabras de Bjarni, pero le preocupaba más cómo reaccionaría el asentamiento si su padre despellejaba a un viejo borracho que solo había cometido el error de ser lenguaraz. El pasado del Rojo pesaba demasiado en algunas conciencias, y el delito del viejuco no justificaba arriesgarse a perder el control de los colonos.

—Mañana mandaré a mis hombres a tu hacienda con unos cuantos colmillos más y zanjaremos este asunto, podrás sustituir los que estén dañados o quedártelos todos, pero cálmate…

Tyrkir sujetaba a Eirik y le hablaba con palabras quedas. Bjarni, ajeno al follón que él mismo había armado, se miraba los dedos intentando contar y trabucándose a cada intento.

—Eso no será necesario —habló la muchacha con voz clara a la vez que obligaba a su tío a retroceder—, el precio pagado es más que justo. No hay daño o falta que reparar —sentenció la joven con contundencia.

Bjarni mostraba sus huesudas manos abiertas como queriendo indicar que no se contentaría con menos de diez colmillos más.

Eirik pareció calmarse al oír las sensatas palabras de la joven y Tyrkir pudo aliviar la presión de los dedos que hundía en los brazos del Rojo.

—En nombre de mi familia pido las más humildes disculpas a la casa de Eirik, hijo de Thorvald. Lamento profundamente el altercado —insistió la muchacha mientras obligaba a su tío a moverse.

La joven empujaba al viejo, que seguía murmurando incoherencias, hacia el portalón de salida y, mientras evitaba que se revolviese, hizo un gesto con el mentón para indicar al resto de los que habían asistido desde casa de Bjarni que había llegado la hora de marcharse.

Todos estaban un tanto sorprendidos de que la joven se hubiese hecho cargo de la situación. Y Leif quiso zanjar la cuestión desviando la atención de su padre.

—Padre, si a fin de cuentas no hubiera tenido ningún mérito despellejar a ese viejales medio ciego —dijo el navegante como si el vigor de Eirik siguiese siendo el de sus años mozos—. No como cuando venciste en aquel duelo a tres escudos al hijo de Hildibrand, que era tan alto como un abeto y campeón de glima. Aquello sí fue un combate digno de recordarse… —concluyó Leif con toda la intención.

Aquella referencia a sus viejas glorias pareció contentar a Eirik, que alzó el brazo y ahuecó la mano para que el primero en pasar se encargase de colocarle un cuerno de hidromiel.

—¿Lo recuerdas, padre?

Eirik sonrió radiante y se volvió para echar a caminar hacia su sitial.

—Era un invierno muy duro, llevaba tres semanas nevando cuando… —empezó a narrar el Rojo con evidente ilusión por el recuerdo.

Assur se había quedado en el sitio, mirando hacia el portalón por el que Bjarni y su sobrina habían salido.

—Una joven excepcional, ¿verdad?

El arponero se giró sorprendido para encontrar a un afable Tyrkir que le ofrecía una jarra de hidromiel.

El Sureño observó a Assur con intensidad y el hispano volvió a girarse sin decir nada.

—Thyre, se llama Thyre —dijo Tyrkir con una benévola sonrisa paternalista que arrugaba su rostro curtido.