Ilduara, sentada en el montón de ramas de jara, pensó que aquel era un bonito lugar para jugar, una misteriosa cueva en la que esconderse y dejar volar la imaginación. Tuvo la certeza de que a Ezequiel le hubiera encantado agazaparse en los huecos entre las grandes piedras y hacerse pasar por un legionario, quizá un valiente decurión, el último de los suyos, abandonado y sin refuerzos, asediado por los godos en una de aquellas fortificaciones que los soldados del imperio romano habían construido; ella sabía que Ezequiel soñaba despierto a menudo, inventando sus propios juegos.

Sebastián, el mayor, había dejado tiempo atrás aquellas ensoñaciones, siempre queriendo parecer mayor, como si ya solo pudiese hablar con padre. Zacarías, al contrario, era demasiado callado, como si nunca encontrase su lugar, o como si supiese exactamente cuál era, pero fuese incapaz de llegar hasta él. Y Assur era distinto; Assur sabía escuchar con paciencia, él entendía por qué el olor a pan recién hecho la hacía sentirse segura, cerca de mamá; él siempre estaba dispuesto a tallar para ella un trozo de madera, a escuchar sus preguntas, a ser su confidente, a inventarse bonitas historias que la hacían reír. Pero los tres eran ya mayores para ver allí, en aquel roquedal, algo más que un sitio en el que guarecerse. Sin embargo, Ezequiel todavía guardaba sus ilusiones como el más preciado de sus tesoros. Ilduara estaba segura de que al pequeño le encantaría aquel lugar. Y la niña pensó que, en cuanto todo acabase, ella misma podría llevar hasta allí al chiquillo.

Berrondo se había cansado pronto de esperar, y ahora se paseaba nervioso a la entrada de la oquedad, dando grandes pasos que acompañaba con exagerados movimientos de sus brazos rechonchos. Murmuraba palabras que se apelotonaban unas sobre otras por culpa de un evidente mal humor contenido. Ilduara no llegaba a entender lo que decía, aunque tampoco tenía interés en los reniegos del hijo del sayón, por el momento se limitó a concentrarse en las moras que Assur había recogido para ella. No había comido nada en todo el día, el almuerzo se había quedado olvidado en la cesta que había cargado hasta la orilla del Pambre, y su estómago vacío empezaba a resultar tan molesto como para ver en aquellos frutos un exquisito manjar digno de las mesas de los nobles.

Con las piernas encogidas y el cuerpo acurrucado para que las sombras de las rocas no le robasen el calor, la niña mordisqueaba las oscuras bayas del otoño temprano sacándole a cada una dos o tres bocados que masticaba largamente, haciendo explotar las cuentas que las formaban, llenándose de su dulzor y recordando cómo mamá le permitía recogerlas y comer hasta empacharse cuando salían a buscar castañas, de las que todos los años hacían acopio para los largos inviernos. En esa época, cuando llegaba la temporada y las zarzas acusaban el cambio de estación, mamá siempre usaba las prietas frutillas para acompañar las gachas y el queso fresco, y las más maduras y dulces servían de premio para ella y sus hermanos cuando se portaban bien. Le encantaba ese sabor que le llenaba el paladar, y le gustaban los recuerdos que le traía.

Se sentía muy sola. Desamparada. Y buscaba en derredor esperando encontrar algo familiar y cálido, algo que la ayudara a esperar hasta que su hermano llegase. Pero no había nada, solo piedras, hierbajos, y un cardo, creciendo con esfuerzos espartanos entre las sombras que arrojaban los berruecos, como si fuera ese legionario con el que Ezequiel hubiera soñado; y la pequeña lo miraba embobada llenándose de remembranzas que aliñaban la frugal comida.

La tarde comenzaba y la niña escuchó a un escandaloso arrendajo que cantaba con entusiasmo en uno de los árboles cercanos. A pesar de su paciente ritmo ya solo le quedaban un par de moras, y seguía hambrienta.

—Tanto si vuelve como si no, parece que tendremos que pasar la noche aquí —anunció el hijo del sayón entrando de nuevo en la cueva.

A la pequeña no le gustó que Berrondo considerase siquiera la posibilidad de que Assur no regresase. Pero no dijo nada.

—Será mejor que nos preparemos —resolvió Berrondo sentándose pesadamente al lado de la niña—. ¿Me las das? Yo no he comido nada desde el almuerzo…

Ilduara siguió sin pronunciar palabra y, aun con el hambre que sentía, le tendió las dos últimas bayas al hijo del sayón con un gesto tímido de hombros encogidos y ojos temblorosos. Berrondo las tomó de la pequeña mano ansiosamente y las engulló de una sola vez, empujándolas hasta su boca con un gesto presuroso.

—Vamos a hacer un fuego.

La niña encontró desagradable que Berrondo hablase con las moras trituradas todavía pintándole los dientes con sus granos de negro rojizo, mamá siempre le recordaba que eso no debía hacerse, y no entendió por qué el hijo del sayón le decía que debían encender una fogata y no hacía ademán alguno de ir a buscar leña.

—Así, cuando llegue la noche, puede que este maldito lugar esté un poco más caliente.

La niña se encogió de hombros pensando en que a su hermano no le gustaría la idea, en un día tan claro el humo que se colase por entre los resquicios de las rocas sería visible desde muy lejos. Sin embargo, estaba acostumbrada a obedecer a sus mayores, así que siguió callada.

Después de un buen rato Ilduara no solo comprendió que a Berrondo le gustaba decidir lo que los demás debían hacer, sino que también le agradaba evitar tener que hacerlo por sí mismo, algo que padre siempre les recriminaba cuando se mostraban perezosos. La exigua leña la había reunido ella sola mientras el hijo del sayón se había entretenido comiendo moras de los zarzales que el propio Assur había encontrado y aunque la niña deseó pedirle que guardase unas pocas para ella, no se atrevió. Lo poco que Berrondo aportó fueron unas ramillas todavía verdes, que arderían con dificultad y harían demasiado humo. Ilduara sabía que mamá o Sebastián la hubiesen reñido de haber hecho lo mismo.

El hijo del sayón necesitó de varios intentos torpes y desmañados para conseguir prender la yesca que Ilduara había preparado con la borrilla del cardo y las ramillas más pequeñas y secas, tal y como le habían enseñado a hacerlo para encender el horno. Y por ende protestó como si la culpa fuese de la pequeña, por no haber reunido suficientes pajuelas que ardieran con más facilidad. Ilduara pensó que Assur ya hubiera tenido una gran hoguera ardiendo.

Cuando las pequeñas llamas se aferraron a las ramas secas y arrugaron las hojas verdes de las que había traído Berrondo, el hijo del sayón se sentó satisfecho abriendo las manos hacia su triunfo.

Ilduara seguía pensando en el hambre que le atenazaba el estómago, y esperaba que Assur volviese pronto para poder marcharse a casa. Quería volver con mamá, y con papá. Y con Sebastián, Zacarías, Ezequiel…

La niña, distraída, se pasó la mano por su cabello y se dio cuenta de que, con tanto ajetreo, su trenza había comenzado a deshacerse. Y, como sabía bien que mamá la reñiría si veía que había descuidado su aspecto, desató la cinta con la que se sujetaba el pelo y empezó a rastrillar con sus dedos abiertos la larga melena, agitando la cabeza de tanto en tanto y disponiéndose a trenzarla de nuevo. Aún no había terminado de apartar los tres grandes mechones, apenas había empezado, cuando oyó las pisadas y la incertidumbre la hizo detenerse; podía ser Assur. Pero luego vieron las sombras que aparecieron a la entrada de la cueva y, antes de que pudiesen saber si eran hombres de Ludeiro a los que Assur había traído consigo, oyeron las voces.

Berrondo se levantó ansioso con la expresión del rostro demudada por el obvio terror que experimentaba.

Eran sonidos inconfundibles. Y no les hacía falta traducción para entender que los urgían a salir. Eran los normandos. Ilduara deseó que Assur estuviese con ella.

Assur perdió la esperanza en más de una ocasión. Era fácil hundirse en la más negra desazón; estaba atrapado entre tablones que crujían a cada embate del mar, rodeado de cuerpos gimientes con la voluntad vencida que se golpeaban unos con otros al compás de las olas; las pocas veces que encontraba unos ojos en la oscuridad descubría miradas huecas. Era solo uno más en aquel grupo de desharrapados, con el estómago vacío y la sed amenazando con romper su garganta resecada por el salitre. Aunque el olor era aún peor, el aire parecía pesar, todo se llenaba de un hedor penetrante en el que el sudor rancio, reblandecido con la humedad, luchaba por sobreponerse al punzante tufo ácido de orines y excrementos humanos que despuntaba por encima de los pasados restos de las bostas del ganado que había viajado allí mismo en otras travesías. Y las pocas veces en que sus captores abrían los portones que daban al tramo central de cubierta, el escaso alivio apenas servía para calmar las ansias de todos aquellos cuerpos hacinados.

A pesar de la confusión el muchacho intuía perfectamente la situación, estaba encerrado en la bodega de popa de uno de los grandes knörr de los nórdicos, muy probablemente alguno de los mayores, con más de treinta varas de eslora y que, por lo que el pastor había visto en Adóbrica, los normandos no habían empleado en el ataque por su torpeza y lentitud. Sin embargo, saber eso no le ayudaba mucho, aunque estaba rodeado de cautivos, no podía saber si su hermano estaba allí, en el pañol de proa o en cualquiera de los otros cargueros que, presumiblemente, formarían la expedición. Pero Assur no desfalleció, buscó a Sebastián, removiéndose entre la apretada multitud, intentando proteger sus maltratadas costillas rodeándose el torso con el brazo; ellos se apartaban atemorizados a su paso, como en un campo de centeno, estaban ya demasiado acostumbrados a la sumisión, a obedecer sin rechistar. Recorrió aquella bodega una y otra vez, trastabillando con piernas y brazos que sus dueños dejaban descuidadamente a uno u otro lado como si no fuesen partes vivas de sus cuerpos. Incluso obligó a muchos a girar sus rostros vueltos para vomitar, en ocasiones dejando caer sus desechos sobre otro cautivo que ni siquiera llegaba a inmutarse; siempre esperando encontrar los rasgos conocidos de su hermano. No desfalleció hasta el tercer o cuarto día, pero Sebastián no estaba allí, tenía que haber más de un barco con esclavos. El suyo no podía ser el único, porque si eso fuese verdad, entonces, no haber intentado escapar habría sido un error imperdonable. Lo había visto, y aunque las dudas se acercaban por su espalda como amenazantes sombras en la noche de un bosque cerrado, Assur las espantaba aferrándose a sus esperanzas.

Los días se hicieron pronto iguales, perdió la cuenta cuando se sintió incapaz de saber cuántas veces había visto el sol entrar por los huecos escasos de la tablazón. Y el frío sustituyó a la pestilencia. Una sempiterna sensación helada que se calaba hasta el fondo de sus articulaciones haciendo que sus dedos se negaran a obedecer. Un frío húmedo y terrible que empeoraba día a día, que le hacía temblar y llenaba la bodega del knörr de un macabro repiqueteo de dientes que castañeteaban. Y pese a los hedores y pestilencias se pegaban más y más los unos a los otros, para compartir el escaso calor de sus cuerpos magros. Pronto el frío lo llenó todo y Assur comprendió adónde se dirigían, los llevaban al norte.

Gutier le hubiera dicho que su fe y perseverancia se habían visto recompensadas por la gracia de Dios, sin embargo, Assur no tuvo mucho tiempo para consideraciones divinas, había encontrado a Sebastián, cierto, lo había visto, o eso creía, una cara conocida en medio de una marea de rostros demudados llenos de miedo. Pero su hermano era solo una sombra de aspecto ceniciento, estaba consumido y además, parecía herido y enfermo.

Habían desembarcado en un lugar desconocido y misterioso, a la luz de una mañana que al pastor se le antojó extraña, más tenue, más diluida, con un sol escondido en largas nubes blancas en un amanecer detenido misteriosamente. Hacía frío, pero no había nieve, no todavía. Era una bahía estrecha rodeada de altas paredes de piedra negra, no tan distinta de las rías que Assur había visto en su propia tierra, también con un inquieto río de rápidas tablas que desaguaba en el estuario desde un valle profundo y raso que al muchacho le pareció inusual por lo abrupto, las faldas de los riscos y acantilados no se encontraban la una con la otra para dejar al cauce correr, sino que dejaban una amplia y tranquila planicie entre ambos lados, al refugio de las paredes de roca y piedra. El lugar, bucólico y plácido, resultaba bello, y Assur sabía que hubiera podido disfrutar de lo que veía de no haber sido un cautivo al que arreaban como ganado. Había grandes construcciones alargadas, hechas de enormes travesaños de madera que el sol había ido clareando, había otras más pequeñas y redondeadas, se veían humos que anunciaban hogares calientes, y se veía gente. Mujeres, incluso niños. A pesar de su dolor y de la incertidumbre Assur sintió un cálido ambiente a hogar que le recordó con pena a su propio pueblo.

Los habían desembarcado a empellones, metiéndoles prisa con palabras de incomprensible urgencia y golpeando a los rezagados sin dar merced a los heridos y débiles. Al principio los pusieron en un gran corral, tal y como Assur los había visto hacer en el valle del Ulla, como simples animales; no muy lejos de otros rediles similares. Había corpulentos caballos de poca alzada y pelambrera hirsuta que cubría sus cascos, y robustas reses entre las que se movían bueyes de larguísimos cuernos retorcidos y que tenían espesos mantos híspidos manchados de colores castaños y rojizos, también una especie de grandes ciervos de extrañas cornamentas cubiertas de borra que corrían de un lado a otro.

Estaban todos allí, la carga de los pañoles de dos knerrir. Eran poco más de un ciento y no parecían más que distintas versiones de la misma ánima en pena meciéndose al son de la brisa marina, y entre ellas la fugaz visión del rostro de su hermano. Assur, lleno de inquietud, se abrió paso como pudo sin dejar de mirar al lugar en el que había entrevisto a Sebastián, desesperado ante la posibilidad de volver a perderlo una vez más. Ya estaba cerca, con preguntas acerca de Ilduara a punto de brotarle de entre los labios.

—¡Sebastián! ¡Sebastián!

Estaba allí, uno más. Su hermano reconoció el sonido de su nombre y miró hacia Assur. Al principio no reaccionó, como si los maltratos y penurias sufridas le hubieran privado de su capacidad de asombro.

—¡Sebastián!

Assur recordó instantes de su infancia juntos, tardes de pesca en el Pambre, el trabajo con el ganado, las tareas de la huerta. Ya estaban cerca.

Al fin los ojos se abrieron y una sonrisa apagada enseñó una boca sangrante y maltratada. Sebastián levantó los brazos.

Assur se refrenó justo a tiempo para no arrollar a su hermano. Estaban juntos, aunque todo había cambiado. Sebastián ya no parecía el mayor, estaba muy delgado, desmejorado, cubierto solo con harapos, y además de su mala condición una brecha reciente en la ceja le sangraba copiosamente; había sido lento al desembarcar y era evidente que los nórdicos le habían metido prisa a base de golpes. Incomprensiblemente, el hermano pequeño se había vuelto más alto y corpulento, y aunque todavía había moratones en su rostro que viraban al amarillo, su aspecto era mucho mejor.

Los dos hermanos se fundieron en un abrazo y Sebastián empezó a sollozar.

—Llegaron antes… Padre y madre… Ezequiel…

A Sebastián se le atragantaban las palabras con las lágrimas y su pecho escuálido se convulsionó. Assur comprendió de repente que algo profundo y triste había cambiado entre ellos, había buscado a su hermano para encontrar en él una luz que habría de guiarlo, y ahora se daba cuenta de que no podía contar con ello.

—Lo sé, lo sé —dijo Assur palmeando la espalda de su hermano mayor con fuerza contenida—. Lo sé, tranquilo… Están en la huerta de mamá, yo me encargué, tranquilo…

Assur hubiera deseado dejarle hacer a Sebastián, y quería preguntarle si había visto a Ilduara, pero se dio cuenta de que debía mantener la entereza por los dos.

—Yo me ocupé de ellos…

El hermano pequeño notó cómo el mayor se aferraba tembloroso haciendo que la tela de la camisa le rozase la piel al compás de los tensos lloros.

—¿Ilduara? Ella fue a buscarte…

Assur no supo cómo contestar, aquella pregunta decía mucho más de lo que hubiera deseado escuchar. Dudó. No estaba seguro de cómo confesarle a su hermano que, de hecho, había atesorado en su interior la celosa esperanza de reencontrarse con ella allí mismo, como una más de los cautivos de los demonios del norte. Al muchacho le faltaban palabras para explicarle a su hermano la responsabilidad de la que se había hecho cargo y que ahora le pesaba como una enorme losa sobre la conciencia.

—¿Dónde está Ilduara? ¿Está bien?

Sebastián insistía esperanzado, pero Assur no contestaba abrumado por una culpa de la que, pese a los discursos repetidos una y otra vez por Gutier, no conseguía despegarse. El chico buscaba palabras que contasen lo que sentía. Sin embargo, no tuvo tiempo, antes de que se le ocurriese el modo de explicar cuanto quería decir, un alboroto lleno de gritos y riñas los interrumpió.

Los normandos discutían entre ellos con palabras airadas, algunos niños miraban a sus madres con desconsuelo, y de entre los pocos que habían regresado se oían palabras malsonantes que Assur, reconociéndolas apenas con los rudimentos aprendidos gracias a Weland, no pudo comprender.

Pero hubo escenas que el muchacho sí entendió: de rodillas, una mujer hablaba con dos pequeños de cabellos rubios, los tres rostros se desdibujaban con una tristeza evidente y Assur comprendió sorprendido que entre aquellas gentes también había viudas y huérfanos, y sufrimiento por los seres queridos perdidos. Le extrañó. Le dejó un regusto amargo que le hizo ver en los demonios del norte una humanidad que hubiera preferido no haber descubierto. Allí había dolor y lamentos, la mayoría contenidos, incluso por los vacilantes mentones alzados de pequeños que parecían escuchar el relato de la muerte valiente de su padre en combate, pero, en cualquier caso, sentimientos humanos y dulces que le hicieron ver con unos nuevos ojos, que no deseaba, a aquellos hombres de los hielos.

Algunos, sobre todo las mujeres y los niños, empezaban a dispersarse, pero la mayoría formaba corrillos que discutían acaloradamente y señalaban los arcones y cajas que estaban siendo descargados de los knerrir varados en el fiordo. Otros se preocupaban por los pequeños barcos de pesca que descansaban en la bahía. Y dos de los hombres se encaraban gritándose improperios y amenazándose con gestos explícitos.

Assur no entendía todo lo que se decía, además, la distancia y los sollozos que Sebastián procuraba contener le impedían comprender. Intuía que, con la muerte de Gunrød, aquellos dos hombres estaban intentando imponerse como nuevo jarl. Uno de ellos era el patrón del knörr en el que había llegado hasta allí, lo había visto dar órdenes al desembarcar, al otro no lo reconocía, pero había en él una autoridad que al muchacho no le costó ver, era mucho mayor y sus barbas y pelo entrecano le delataban como un hombre de edad. Sin embargo, el muchacho sabía que las disputas internas de sus captores no eran asunto de su incumbencia, tenía demasiadas cosas de las que ocuparse, y sus propias preguntas sobre el cautiverio de Sebastián o el rastro de Ilduara tendrían que esperar.

—¿Puedes andar? —le preguntó a su hermano deshaciendo el abrazo.

Sebastián se restregó los ojos con las palmas e indefinibles manchurrones de inmundicia y polvo de dos países distintos le ensuciaron las mejillas. Un reguero de sangre le corría desde la herida en la frente hasta el mentón.

—Sí…

Assur se dio cuenta de que su hermano no parecía muy convencido de la afirmación hecha, y entendió por qué; la pérdida de peso era evidente, y así lo ponía de manifiesto el rostro cadavérico, pero la debilidad de Sebastián no era el único problema. Su piel, allá donde la porquería no la cubría, parecía transparente, llena de cardenales de pequeño tamaño; su pelo, antes de un brillante color castaño, estaba fosco y quebradizo, y bajo los ojos hundidos su boca enseñaba dientes torcidos y encías sangrantes, estaba enfermo. Con el ánimo de tener un poco más de espacio, Assur había decidido alejarse del centro de la multitud. Permitiendo que Sebastián apoyara su escaso peso en uno de sus hombros, los hermanos se abrieron paso entre el resto de los cautivos y Assur condujo a Sebastián a una esquina del redil para sentarlo contra uno de los postes.

Los nórdicos seguían berreando, ahora que estaban al otro lado del corral, Assur ya no podía verlos discutir, pero comprendió que el acero se impondría pronto donde las palabras no lo hacían y prefirió prestar toda su atención a Sebastián. Assur desgarró una de las mangas de su camisa y vendó como pudo la frente de su hermano esperando tener oportunidad de limpiar la herida más adelante.

Estaba tan concentrado examinando a su hermano mientras pensaba en Ilduara e intentaba recordar las enseñanzas de Jesse que Assur no se dio cuenta de cómo uno de aquellos normandos se fijaba en él. Era un viejo desdentado y arrugado de piernas torcidas. Su piel tenía el aire del pellejo reseco al sol y sus ojos estaban cubiertos por una neblina que lo obligaba a bizquear cuando miraba fijamente, parecía haber estado examinando a los esclavos con codicia hasta que algo le llamó la atención y se centró en Assur.

Sigurd Barba de Hierro llevaba años sintiéndose demasiado cansado como para tener que bregar con algo más que cuernos llenos de jolaol. Se había vuelto viejo y torpe, lo sabía, y ya que las nornas no habían querido que una espada le arrebatase la vida en el fragor de una batalla gloriosa, se había visto obligado a resignarse al paso de los años sin más consuelo que los relatos de sus propias batallas contados por los escaldos.

Como muchos otros segundones, Sigurd había tenido que aceptar el verse relegado en la herencia por su hermano mayor y hubo de buscar fortuna ya en su adolescencia. Se había embarcado sin más que su voluntad de alcanzar la gloria. Participó en asaltos a las costas de Northumbría y consiguió comerciar en las orillas del Tyne vendiendo ámbar, pieles y la plata que habían arrebatado a los débiles cristianos de más al sur.

La buenaventura no le duró mucho, había empezado ya a medrar cuando un desembarco en las costas de los sajones orientales salió mal. Quedó con poco más de lo puesto y solo se libró de una muerte segura por pura casualidad. Sin embargo, tras sobrevivir malamente como ladronzuelo en los mercados de los anglos, consiguió llegar a los asentamientos del norte y enrolarse de nuevo en busca de mejores horizontes. Después de unos años de tumbos sin ventura terminó en una expedición a tierras de Oriente, asociado con algunos hombres de Estland y Vandalia. Sigurd descendió con ellos los grandes ríos y perdió la mitad de su bolsa en los lupanares de Nóvgorod, conoció lagos tan grandes como el mar; y siguiendo el curso del Dniéper llegó hasta Kíev para dejar la otra mitad de su escarcela en las apuestas que se cruzaron en el azuzamiento de un oso. Finalmente, desesperado, aceptó hacerse cargo de unos pocos skutas destartalados para llevar esclavos a los mercados de Itil.

Sigurd no era tonto y sabía que había conseguido el encargo por ser el único loco capaz de aceptar el cruce de los grandes rápidos con semejantes tartanas, pero acometió su misión con toda la entereza y el arrojo que pudo. Consiguió atravesar las siete míticas cataratas y solo perdió un tercio de su carga en la infranqueable cascada Aifur, considerada como la más temible y traicionera. Pudo llegar hasta la isla de los abedules, Berenazy, y tomar la ruta al este, hacia los grandes mercados de Seljuk, Ispahan y Bagdad.

Sigurd incluso creyó estar llamado para la gloria cuando se vio tan cerca de su destino tras semejante ruta parida por mil demonios, pero una vez más el destino tejido por las nornas se guardaba sus propias trampas. Cuando llevaban apenas unos días remontando el gran río, dos partidas de jázaros se les echaron encima y masacraron a sus hombres. En aquella lucha Sigurd se ganó su sobrenombre.

El nórdico estaba enzarzado con uno de aquellos hombrecillos de piel cetrina. Había perdido su hacha en un enfrentamiento previo y se estaba viendo obligado a recular acorralándose contra la orilla, sin más que una daga para repeler los envites de la larga espada curva del jázaro. Sigurd pensaba ya en las glorias del Valhöll y aceptaba su fin cuando su mayor fuerza bruta le permitió sorprender al otro apresándole las muñecas y echándosele encima al tiempo que le propinaba un fuerte rodillazo en las costillas. Los dos cayeron y rodaron el uno sobre el otro forcejeando para imponerse.

El griterío de la lucha aumentaba y los nórdicos parecían llevar las de ganar, mientras, Sigurd intentaba resolver su peliaguda situación, el jázaro se había hecho con una flecha e intentaba usarla como puñal aferrando con fuerza el astil. Valiéndose de su corpulencia, el nórdico evitaba que la punta de la saeta le atravesara uno de los ojos, pero cuando se dio cuenta de que por el momento ninguno de sus compañeros podría acudir en su auxilio, decidió jugarse el todo por el todo. Soltó las manos del jázaro y le agarró el pescuezo con la intención de quebrárselo. Consiguió su objetivo en el momento justo, sin embargo, su oponente tuvo un instante de oportunidad que aprovechó para intentar clavar la flecha en el pecho de Sigurd, aunque se le escaparon las fuerzas antes de llevar a cabo su intención y el empeño del envite fue demasiado vago. La punta de la flecha solo llegó con el empuje suficiente como para quedar prendida entre las anillas medio sueltas de la vieja brynja de Sigurd, maltrecha y oxidada, pero la única al alcance de sus bolsillos. Cuando el cuerpo del jázaro quedó laxo, Sigurd se levantó lanzando un exultante rugido, el astil de la flecha sobresalía de entre sus barbas y para sus hombres se forjó pronto la leyenda.

Aquella victoria conseguida desde la inferioridad no solo le valió a Sigurd su apodo, también le sirvió para granjearse el respeto y la fama ansiados.

En pocos años, Sigurd Barba de Hierro consiguió muchos más hombres y riquezas, y aumentó el radio de sus viajes llegando a comerciar incluso en las plazas de la suntuosa y espectacular Miklagard, la gran ciudad, el capricho de Constantino. Y tal llegó a ser su fama que pronto fue llamado a contratarse como mercenario al servicio del emperador para luchar incluso con sus propios compatriotas, que, atraídos por las riquezas de la antigua Bizancio, buscaban, como él, la gloria y el oro.

El devenir de las estaciones lo hizo leyenda, tras él quedaron conquistas y batallas que se convertirían en versos de los cantares que habrían de recitarse, y aunque la fama le dejó una rodilla maltrecha y le hizo perder los dedos menores de su mano izquierda, jamás se arrepintió del largo viaje emprendido; mas con el peso de los años la morriña creció y buscó regresar a los fríos del norte.

Muchos lo siguieron e, incluso a pesar de la edad, pronto se convirtió en el señor de un bello fjord en el que su palabra fue ley. Y navegando entre dos aguas, valido por la astucia enseñada por la experiencia, se mantuvo al margen de las disputas por el poder que reclamaron los hijos del rey Harald. Consiguió que su hacienda y sus gentes prosperasen, y fomentó el comercio con la díscola Nidaros, siempre al margen de las intrigas cortesanas, y ajena a la influencia de la Iglesia del crucificado, que empezaba a llegar desde el sur con oleadas en las que Sigurd intuía estúpidas confrontaciones y luchas sin sentido.

Intentando que tan bellos logros no se malograsen, Sigurd jamás centró todas sus actividades en las propias de sus dominios, se preocupaba por las cabañas de carneros, bueyes y renos, prestaba atención a la labranza y a las apariciones del salmón y, sobre todo, cuidaba el comercio. Siempre regido por la prudencia de los años, solo recurría a la violencia cuando los salmos de sus escaldos no parecían ser suficientes para recordarles a todos el valor y la gloria de su jarl; Sigurd se había vuelto comedido, pero no estaba dispuesto a permitir que la sublevación tuviese la oportunidad de germinar. Sin embargo, no podía evitar la fogosidad de los jóvenes y, cuando señores de otros víks acudían hasta él para reclamar hombres, siempre se mostró hospitalario y generoso, brindando a los ansiosos la posibilidad de unirse a esos jarls. Consciente de su propio pasado, incluso sonreía con orgullo ante el nerviosismo de los adolescentes que, como él había hecho, se marchaban en busca de gloria acompañando a los señores de la guerra que buscaban acólitos.

Solo puso pegas en una ocasión, cuando sus dos hijos mayores decidieron embarcarse para seguir a Gunrød el Berserker. Y no se trató de que fueran sus propios herederos, sino del hombre al que habían decidido seguir, era demasiado codicioso y ambicioso, y la edad había enseñado a Sigurd que la templanza era necesaria incluso en la guerra desatada. Pero no se opuso, los cachorros se habían convertido en perros de presa y él entendía bien sus ansias.

Ahora había visto sus temores confirmados, hasta él regresaba solo uno de sus hijos, Hardeknud. Había vuelto a casa trayendo los restos de los hombres que Gunrød había reunido, de algún modo se había hecho con el mando y aun a pesar del desastre evidente que había supuesto el intento de saqueo de Jacobsland, se presentaba allí como si su padre hubiese ya muerto, acarreando esclavos y un escaso botín para intentar imponerse como jarl de cuanto su mismísimo progenitor había conseguido con el solo pretexto de haber regresado con las migajas de aquella incursión.

A Sigurd le molestó que su hijo se presentase allí como un triunfador cuando en realidad era solo el mensajero de una derrota, y llegó a sentirse insultado cuando, apenas echado el pie a tierra, Hardeknud empezó a disponer que trasladasen al ganado para dejar libre el mayor de los corrales y acomodar allí a la recua de pobres desgraciados que mostraba orgulloso como parte más importante del botín.

Mientras las mujeres y los niños recibían las noticias de desconocidos y los corrillos de rumores se llenaban de preguntas, unos pocos afortunados, apenas un puñado de los que habían partido desde allí mismo, se reencontraban con sus familias. Otros querían disponer naves que los llevasen hasta sus propias tierras: Jaeder, Agdir, Vestfold y muchos otros lugares y aldeas, como Oseberg, Gokstad e incluso Balagard. Y ante la confusión, Sigurd se sintió obligado a imponerse, podía reconocerle a su hijo los méritos de haberse impuesto como líder de aquellos hombres, pero no iba a permitir que el brazo de su vástago se convirtiera en el trono de sus halcones con tanta facilidad.

Pesadamente, Sigurd Barba de Hierro caminó al encuentro de su hijo abriéndose paso entre las mujeres que lloriqueaban y los niños que miraban a los recién llegados buscando a sus padres. A medida que avanzaba, sus hombres más fieles se iban agrupando tras él, sin necesidad de que él los llamase, todos ellos sabían cuándo eran reclamados.

El redil de los esclavos se cerró al fin conteniendo a todos aquellos desgraciados de caras asustadas y anodinas que tantas veces había contemplado, y Sigurd vio con el rabillo del ojo el estrambótico danzar del gorro de lana roja del godi, el hechicero same curioseaba entre los prisioneros sin darle importancia a la lucha de poder que se avecinaba. Su hijo seguía gritando órdenes con una autoridad que no le había sido cedida en ningún momento y Sigurd temió las consecuencias de los posibles pactos que tendría que acordar con su cachorro si tenía que imponerse para evitar un derramamiento de sangre.

Los dos hermanos cuchicheaban en la esquina del redil, intentando compartir los cambios que sus vidas habían sufrido, averiguando cada uno las desventuras del otro. Sebastián confirmó los temores de Assur, no había visto a Ilduara y, de hecho, saber que la pequeña estaba también en manos de aquellos demonios del norte le supuso un duro golpe.

—A veces… a veces entraban en las bodegas y escogían a las mucha…

Assur apoyó la mano en el hombro de Sebastián sin darse cuenta de que lo estaba haciendo del mismo modo en que Gutier lo hubiera hecho.

—Lo sé, lo sé…

Assur acarició la cinta de lino que llevaba atada a la muñeca y echó de menos a Furco, le hubiera gustado tener a su lado al lobo para sentirse más seguro. No pensaba decírselo a Sebastián, sabía que debía mostrarse fuerte para que su hermano no se derrumbase, pero estaba asustado.

Ambos se prestaron consuelo mientras profundos silencios se intercalaban con espontáneas parrafadas en las que uno de los dos se desahogaba con la premura urgente de un condenado a muerte. Assur descubrió que Sebastián no había estado jamás en el campamento del Ulla; excepto algunas noches sueltas, había permanecido siempre embarcado en uno u otro navío. Y saber eso le sirvió a Assur para recordar algo que Jesse le había contado respecto a los marinos que navegaban hasta las aguas del bacalao, al norte de su Aquitania natal. No tenía a mano lo que necesitaba, pero, colándose entre los postes del corral, pendían las ramas de un escaramujo, coloridas con sus frutos de vivo rojo otoñal, y supuso que podrían servir.

—Aguarda un instante —le dijo a su hermano mientras se incorporaba.

Cuando se puso en pie, Assur consideró escapar, el vallado del redil era fácilmente franqueable, y resultaba evidente que los habían colocado allí provisionalmente, por lo que la oportunidad podía durar solo unos días, sin embargo, se dio cuenta de que aun suponiendo que Sebastián tuviera fuerzas para algo semejante, una vez libres, no sabría cómo regresar, no tendrían adónde ir. Tenía que ser paciente, tal y como le había enseñado Gutier, antes de tomar una decisión debía analizar la situación.

Pudo ver a un vejancón desdentado con la piel arrugada y esqueléticas piernas zambas que lo miraba entornando los ojos con una sonrisa codiciosa. Pero Assur se desentendió de la incomodidad que suponía ser observado tan inquisitivamente, como si no fuese más que una pieza de carne a la venta entre los cortes de un ternero en la plaza de abastos. Sabía muy bien que se había convertido en un esclavo, y estaba dispuesto a pasar por tal mientras no se le ocurriese un modo de sacar a su hermano de allí. Se hizo con unas cuantas frutas del arbusto y, tras abrirlas cuidadosamente y limpiar las semillas, obligó a su hermano a masticarlas lentamente.

—Come, lo necesitas, te ayudará a sanar…

A su espalda la discusión de los nórdicos parecía haber terminado, y Assur pudo ver cómo el joven, con evidente disgusto, renegaba nombrando a sus dioses y se dirigía al corral con aire decidido. El anciano encorvado que los había estado rondando se alejó renqueante como si el acercamiento del otro no presagiase nada bueno.

Hardeknud se sentía desairado y humillado, había esperado sacar provecho de la situación en la que se había visto inmerso. Ganarse la confianza de Gunrød había sido una tarea dura y llena de insatisfacciones, la ardua escalada en la jerarquía hasta hacerse cargo del mando del Ormen, el mejor y más rápido de los navíos cargueros, había estado llena de esfuerzos zalameros y dificultades que tuvieron que resolverse, en ocasiones con enfrentamientos directos y en otras con traiciones evidentes que acabaron con muertos degollados durante largos turnos de guardia. No había tenido escrúpulos. Y su contento ante la oportunidad que le había brindado el destino había sido, a su parecer, un merecido pago que estaba dispuesto a aprovechar. Su ilusión había crecido a medida que los knerrir ascendían hacia el norte por aguas cada vez más oscuras, de él había sido la idea de guiarlos hasta la hacienda de su padre; estaba casi seguro de que el magro botín sería bastante para alzarse con una cota de poder suficiente, hasta relevar al viejo, al que consideraba vencido por los años y el cansancio, blando y clemente, carente de la fuerza y el empuje necesarios para ser un jarl tan poderoso como el mismísimo Gunrød. Aunque él se creía más que capaz de igualar al Berserker, incluso de volver a intentar el asalto a Jacobsland. Pero todo se había torcido, estaba furioso; aun con el respaldo del botín traído, los hombres del vík habían seguido apoyando lealmente a su padre. Lo único que había conseguido de él era que admitiese sus derechos sobre la parte de los cautivos y la ración del botín que los supervivientes de la partida de Gunrød le permitiesen quedarse.

Y Hardeknud no estaba dispuesto a quedar como un pusilánime ante tantos observadores. Pensaba hacerse en aquel mismo instante con aquello que le correspondía, se dirigía al redil de esclavos y miraba buscando a los que parecían más valiosos. Les gritó a un par de los hombres de su knörr, que, siguiendo sus órdenes, apartaron a los cautivos que su patrón les iba diciendo, aquellos que parecían más sanos y fuertes.

Sigurd aceptó con resignación ese acto de rebeldía de su hijo, sabía que para aquel joven descarado hacerse notar había sido siempre una constante, incluso había hablado con su madre sobre ello, eso le hacía débil, un mal líder. Y lleno de un cansancio demasiado familiar, lamentó que fuese el otro hermano el que no había regresado, y dedicó un esperanzado pensamiento a la posible sucesión de sus hijos más pequeños, especialmente de Gorm, que pronto llegaría a la mayoría de edad y apuntaba maneras de un modo sorprendente. Por ahora, en cuanto a Hardeknud, sabía que, si además le negaba su parte del botín, corría el riesgo de un enfrentamiento directo que no deseaba.

Assur no tuvo tiempo más que para tirar de su hermano a la vez que lo arrastraban fuera del redil tras haber sido señalado por el más joven de los nórdicos que había visto discutiendo. Sebastián siguió a su hermano menor como pudo, dando traspiés y solo porque este le aferraba el brazo con una mano que parecía hecha de hierro.

Sigurd se acercaba pesadamente, esperaba que no hubiera más problemas. Pronto hubo cerca de una veintena de esclavos alineados ante el redil y aunque resultaba evidente que era una tajada demasiado suculenta del botín, nadie protestó, los pocos que conocían al viejo Barba de Hierro confiaban en su juicio, y los que no, la mayoría, estaban más preocupados con procurarse un modo de regresar a sus propios territorios o por granjearse la posibilidad de permanecer allí mismo. Algunos parecían ya dispuestos a pedir permiso a Sigurd.

Sebastián se componía del mejor modo que podía intentando mantenerse erguido gracias al apoyo que le proporcionaba el hombro de Assur.

Hardeknud se plantó delante de la fila de esclavos. Eran todos muchachos a excepción de una jovencita que parecía haberse mantenido más entera que otras pese a los rigores de la captura, el aislamiento y el viaje. Tenía un bonito rostro en el que unos grandes ojos castaños conservaban una inusual serenidad que destacaba entre la suciedad y el pelo desmadejado y mugriento; a Hardeknud le pareció un desafío y una buena excusa. En dos zancadas se plantó junto a la muchacha y se complació al ver la sombra de terror que demudó la expresión de ella. Con un gesto brusco la agarró del pelo y la lanzó hacia sus hombres arrancándole un chillido agudo de sorpresa.

Todos miraban sin intervenir y a Sigurd, que podía entender la lujuria como cualquier otro, no le gustó aquella demostración de su hijo, no era el momento, además, maltratar la mercancía siempre la depreciaba, no era aconsejable, pero se mantuvo en silencio incluso cuando los hombres de su hijo arrancaron los harapos de la muchacha al tiempo que gritaban obscenidades. Era bonita, con pechos jóvenes y firmes que apuntaban su adolescencia, y sus piernas largas y torneadas por el trabajo en el campo terminaban en un montículo abultado de vello ensortijado.

Hardeknud se desentendió pronto de la situación, había lanzado un hueso a sus perros, y ahora disfrutaba oyendo el jaleo que armaban: mientras uno de ellos protestaba enfurecido, reclamándola para sí únicamente, el resto, burlándose de su compañero, gritaba pidiendo turno.

Obviando la trifulca y pensando solo en cómo constatar el poder que tanto ansiaba, se fijó en los prisioneros. Quería únicamente a los que pudiesen alcanzar mejor precio, e iba a reclamarlos antes de que alguien se atreviese a cuestionar su autoridad. En la fila había un muchacho asustado y encogido que estaba claramente enfermo, no recordaba haberlo señalado, pero era evidente que no tenía valor, estaba roto por el cautiverio. Por un instante consideró devolverlo al redil, pero aquello podía ser entendido como un gesto demasiado magnánimo, débil, en exceso parecido a los de su propio padre y se limitó a desenfundar su espada.

Assur estuvo a punto de perder el control y saltar para defender a la joven. Aunque sabía que no era así, no podía dejar de imaginar a Ilduara en esa misma situación. Pero no tuvo tiempo para más consideraciones, pronto vio con horror como el nórdico más joven estudiaba a Sebastián con expresión de disgusto y tuvo otras cosas de las que preocuparse. Y aun sin poder prestarle tanta atención como le hubiera gustado, también vio con el rabillo del ojo que el viejo encorvado se acercaba al mayor de los nórdicos.

Sigurd comprendió enseguida que su hijo quería mostrarse como un hombre poderoso y severo, deseando imponerse, pero sin darse cuenta de que ningún hombre cabal seguiría a un líder que se dejaba arrastrar por su ira. No dijo nada cuando Hardeknud entregó la muchacha, aunque no le gustaba que se maltratase a la mercancía de ese modo, pero no pensaba permitir que descuartizase a uno de los cautivos; si las ganancias eran ya exiguas, aquello solo iba a mermarlas aún más, y no había necesidad.

Assur supo al instante lo que debía hacer y ni siquiera le dio tiempo a Sebastián para protestar.

Sigurd Barba de Hierro se había curtido en mil batallas y, como buen hijo de los hombres del Midgard, sabía apreciar el valor por encima de todo. Y aunque era evidente que algo especial unía a los dos chicos, el valor del más alto era digno de granjearle el permiso de Freya al gran salón de banquetes.

El osado muchacho se había interpuesto entre su espada y el otro esclavo y Hardeknud dudó. En los ojos azules de aquel cautivo había una furia contenida que lo arredró.

—Morirás —amenazó Assur haciendo un esfuerzo por emplear su vacilante nórdico con la firmeza suficiente como para que la advertencia calase.

Todos los que rondaban por allí se giraron, y el resto de los cautivos se apartó, temerosos todos ellos de que aquel que parecía ser uno más fuese en realidad uno de los demonios del norte. Los normandos que rodeaban a la muchacha hispana se detuvieron para mirar la escena, y a la chica le dio tiempo a escapar cubriendo sus vergüenzas con manos temblorosas; una robusta mujer de pelo negro le ofreció una capa con la que cubrirse y la animó con palabras suaves.

Sigurd dejó que la sorpresa le dibujase el rostro con una sonrisa cínica.

Hardeknud dudaba y el godi aprovechó la oportunidad para cobrarse un viejo favor que había dejado pendiente; corriendo tanto como le permitieron sus piernas retorcidas de hinchadas articulaciones, se llegó hasta la esposa de su señor, que atendía a la esclava, y le susurró al oído. Cuando ella asintió, se acercó hasta su jarl.

Sigurd Barba de Hierro escuchó las palabras del hechicero same y consintió.

—¡Detente! —gritó a tiempo para que Hardeknud no bajase la espada que ya había alzado—. Esos dos son míos…

Las diferencias se fueron haciendo cada día más evidentes. Al principio llegó incluso a dudarlo, pero a medida que las estaciones avanzaban se hacía patente que las noches se volvían más y más largas, llegaron a parecerle eternas; el cielo se fue oscureciendo poco a poco, perdiendo incluso los brillos del mediodía, con un sol que, perezoso, se quedaba a medio camino en el horizonte, era como si todo se cubriese con una pesada manta para prepararse ante la llegada del invierno. Y es que lo peor era el frío, intenso y cortante, que aumentaba con el paso del otoño y se hacía con el calor de forma avara y ansiosa. Tanto que Assur no recordaba haber vivido algo semejante, había días en que el escaso calor no lograba deshacer la helada nocturna, y los dos hermanos sufrían a menudo de sabañones que les enrojecían manos y pies.

Y aunque Assur no dejaba de pensar en la huida, se había dado cuenta de que no tenía opciones por el momento. El frío y las ventiscas de aguanieve que iban y venían le advertían de que los más duros rigores estaban aún por llegar; además, Sebastián, aunque muy mejorado, no se había llegado a recuperar del todo, y las privaciones y penurias del cautiverio todavía eran evidentes en él. De hecho, Assur solía cubrirle en sus obligaciones, intentando aliviar el trabajo de su hermano mayor, que parecía siempre agotado, y en todo momento se ofrecía a llevar a cabo las tareas más pesadas. Sin embargo, tal y como los dos hermanos cuchicheaban por las noches, a regañadientes tenían que reconocer que su situación podría haber sido mucho peor. Por algún motivo que no conocían, el viejo curandero del lugar se había encaprichado de ellos en aquel primer día en la bahía y, de algún modo, había convencido al jarl, un bigardo de mano tullida y barba cana que hubiera hecho pequeño a Weland, para que se los cediera, de modo que Assur y Sebastián pasaron al servicio de aquel anciano de huesos retorcidos y mirada nublada.

En general, sus tareas no eran pesadas. La mayor parte del tiempo se limitaban a ayudar al viejuco de origen same, una tribu de curiosas costumbres y vestimenta que, por lo que aprendieron los hermanos, eran de un lejano lugar más allá de las montañas que rodeaban las planicies de la costa y que eran, además, muy apreciados como hechiceros y curanderos. A capricho del anciano, los hermanos recolectaban las últimas hierbas de la temporada o lo ayudaban a atender a los que enfermaban y, en ocasiones, le echaban una mano en sus estrambóticas ceremonias, llenas de extraños rituales que asustaban a los muchachos por las evidentes connotaciones paganas. Dada su condición de esclavos, también se veían obligados a acatar las órdenes de muchos otros y Assur, que era el único de los cautivos que podía comprender lo que se le pedía, era reclamado a menudo, por lo que no era extraño que atendiese a los animales, o que hiciese de recadero o esportillero.

Aun cautivo, Assur seguía ensanchando y creciendo, se convertía en un hombre corpulento a ojos vista e iba dejando muy atrás al debilitado Sebastián. Era habitual que le ordenasen realizar trabajos mucho más pesados, como arrastrar maderos y cortar árboles para el astillero. Por su parte, Sebastián podía centrarse en asistir al viejuco de bizarros ropajes de colorida lana, la mayor parte del tiempo sirviéndole de improvisado lazarillo, ya que, con más picaresca que realidad, el same se hacía pasar por medio ciego, aprovechando que la edad le había nublado la vista con lo que Jesse llamaba caída de los humores de los ojos, aunque, como Assur bien sabía, el vejestorio era capaz de ver perfectamente aquello que le interesaba.

Precisamente, el muchacho empezaba a sospechar que habían sido las enseñanzas de Jesse las que les habían puesto en aquella situación relativamente cómoda, ya que era habitual que el godi, como lo llamaban los normandos, le hiciera pasar largas veladas a la luz de las antorchas clasificando las hojas, hierbas y hongos secos que habían recogido y seleccionado, y no era extraño que el anciano le repitiera una y otra vez preguntas sobre las propiedades de cada uno, como si esperase del muchacho sorprendentes revelaciones. Aunque todavía no lograba comprender todo cuanto le decían, Assur creía que el hechicero deseaba averiguar lo mucho o poco que él sabía, al tiempo que forjaba a un destrón adecuado para ayudarlo en sus tareas cuando la ceguera le impidiese defenderse por sí mismo. El muchacho se esforzaba por recordar cuanto podía de las lecciones sobre medicina y botánica que le había dado el hebreo, y procuraba aprovecharse del godi de manera recíproca, teniendo siempre en mente los consejos de sus mentores. Sabía que debía conocer lo que le rodeaba, si escapaban por tierra, todos aquellos detalles sobre su entorno les serían de gran ayuda. Y no le estaba resultando difícil porque, aunque había menos árboles y la vegetación parecía temer a los fríos que se anunciaban, mucho de cuanto veía le resultaba familiar.

Sin embargo, también consideraba otras posibilidades: siempre que podía escaquearse o que sus mandados lo llevaban hasta el taller del carpintero, observaba con atención y lanzaba miradas furtivas a los armazones de los barcos negros de los nórdicos. Si se decidía por robar un bote para huir por mar, quería sentirse seguro y capaz tanto de elegir con tino una embarcación resistente, como de gobernarla con pericia suficiente.

Assur aprendía; el sistema de construcción naval de los normandos era muy ingenioso, y se dio cuenta pronto de que en lugar de utilizar grandes costillares pesados, montaban sus barcos al modo que el herrero del castillo hubiese llamado tingladillo. Usaban siempre armazones ligeros de fresno o roble, haciendo que cada traca, desde la quilla hasta la amura, se fuera superponiendo a la inferior, todas sujetas por remaches de hierro y aseguradas con cuerdas embreadas que las dotaban de impermeabilidad; era un sistema rápido y sencillo que daba lugar a barcos livianos y manejables. Assur entendió por qué aquellos hombres habían conseguido hacerse los dueños del mar sembrando el terror en todas las costas conocidas, sus barcos eran la clave, y él estaba dispuesto a aprovecharse de ello si tenía la oportunidad.

Esa misma tarde Assur había ayudado al carpintero a acuñar un gran tronco de roble para sacar largos tablones aprovechando la veta, sin embargo, se habían recogido pronto, el cielo despejado y las ganchudas nubes altas a las que padre siempre llamaba colas de caballo habían anunciado que la noche sería fría, y ahora, sentados al amor del fuego, los dos hermanos pulverizaban una gran cantidad de pequeñas flores blancas desecadas siguiendo las instrucciones del godi.

Como tantas otras noches, una buena parte de los que vivían en la bahía estaban reunidos en la gran casa de la hacienda de Sigurd Barba de Hierro, skali la llamaban los normandos, un enorme salón con portones remachados en hierro y labrados con míticas figuras que obligaban a Sebastián a persignarse cada vez que los franqueaba; las terribles fauces de aquellas serpientes sin fin talladas en la madera representaban para el muchacho los monstruos de los avernos. El enorme fuego central y las antorchas retenían en el entramado de la techumbre un espeso humo que pegaba una gruesa capa de hollín en los escudos y armas que decoraban las paredes. Era la mayor de todas las construcciones de la planicie del fiordo y estaba rodeada por distintas edificaciones de diferentes tamaños que cumplían funciones menores como de herrería, de almacén o de ahumadero para las capturas que traían en pequeñas chalanas los pescadores.

Había otras granjas más chicas que habían florecido alrededor de la del propio Sigurd, pero ninguna tenía tantas dependencias y mostraba tanto la riqueza de sus dueños como la del jarl Barba de Hierro, que incluso contaba con una pequeña cabaña que se usaba para baños de vapor, una bárbara costumbre que Assur veía con ojos desorbitados, los hombres sudorosos y desnudos salían corriendo de aquella choza y se lanzaban al agua fría del largo estuario.

Ese y muchos otros hábitos le señalaban a Assur cuán lejos estaba de su casa. No llegaba a comprenderlos, eran gentes demasiado distintas y echaba mucho de menos su tranquila vida pasada.

Aquella noche, mientras los dos hermanos trabajaban con las flores del godi, los hombres, como tantas veces, charlaban estruendosamente compartiendo licores y recuerdos de batallas vividas. En ocasiones se oían comentarios sobre el tiempo, la cosecha o los animales, pero para Assur seguía resultando sorprendente la importancia que la lucha tenía para los nórdicos. Tanto era así que entre ellos había uno, delgado como una astilla, que no perdía oportunidad de llevarse unas monedas por contar las viejas glorias y magnificadas sagas de los héroes de la memoria. Respondía al nombre de Snorri y, según había oído Assur, había llegado desde lo que llamaban isla del hielo; tal y como le había contado Weland, el escaldo no perdía oportunidad de halagar al propio Sigurd narrando su cruce de las temibles cataratas que lo habían llevado a Miklagard o cómo había luchado con sus hombres defendiendo al lejano emperador de aquella mítica ciudad. Y aunque le costaba reconocerlo, Assur había llegado a admirar a Barba de Hierro.

Las mujeres, por su parte, se ocupaban de regañar a los chicos que interrumpían las historias de los mayores, o amamantaban a los más pequeños abriendo las pecheras de sus vestidos. Algunas tejían charlando distraídamente y otras terminaban de recoger los restos de la pantagruélica cena en la que las carnes asadas en la enorme hoguera central habían constituido el plato principal, para asombro de los hermanos hispanos, que no estaban acostumbrados a tales abundancias con el invierno tan cerca. Además, las mujeres organizaban las tareas y deberes de los siguientes días; y, de hecho, las normandas llevaban gran parte del peso de la administración de la granja y las fincas. Ellas tomaban decisiones sobre la siega o los cuidados de los animales, al contrario que en la distante ribera del Ulla; las mujeres llevaban atadas al cinto sus propias faltriqueras y las llaves de casas y arcones, y los hombres aceptaban aquel papel dominante con deleite, para ellos el comercio y las incursiones en territorios lejanos parecían ser los únicos temas con valor suficiente para llamar su atención.

—No logro entender a esta gente —le comentó Assur a su hermano en voz baja al ver cómo una mujer parecía increpar a su esposo por los evidentes síntomas de borrachera.

Sebastián se encogió de hombros. Aparte de sus problemas de salud, el chico no conseguía animarse, mantenía una apática actitud en la que la resignación era la clave de su decaído temperamento.

—Sigue… o nos gritará…

Era evidente que se refería al viejo godi, que tenía tendencia a gritarles cuando presentía que holgazaneaban, pero Assur no consideraba tan terribles las regañinas del arrugado same, en las que intuía había más una necesidad de reafirmación de su ascendencia sobre ellos como esclavos que verdadero enfado. Sin embargo, no dijo nada, a pesar de que Sebastián estuviese tan desmejorado, él lo seguía tratando con el respeto debido a un hermano mayor, por lo que volvió su atención a los pétalos secos, agradecido porque el trabajo no era exigente.

Antes de reanudar su tarea Assur echó un furtivo vistazo a Toda, la muchacha que había llegado en su misma partida de esclavos. Desde que Weland lo llevara a la taberna del Valcarce, los meses pasados en el norte habían supuesto su mayor período de abstinencia, y sus noches empezaban a llenarse de embarazosos sueños cálidos que lo obligaban a limpiar apresuradamente las pieles que le servían de cobertor; y la muchacha era bonita, con un rostro redondeado de mentón marcado que resultaba bello, sin embargo, al pensar en ella como cautiva recordó a Ilduara y, de golpe, se arrepintió de los carnales pensamientos por los que se había dejado embaucar.

—Voy fuera —dijo Assur pensando más en buscar algo de aire fresco que en aliviar su vejiga.

Sebastián asintió cansino.

—Vuelve antes de que se enfade el cuesco reseco añadió inclinando la cabeza hacia el same de gorro chillón que los observaba entornando los párpados de sus ojos nublados.

La skali estaba rodeada por un cerco que delimitaba un pasto especial con cierto carácter sagrado que Assur no llegaba a comprender. Lo cierto es que no entendía muchas de las cosas que le rodeaban y, aunque había descubierto con asombro que los nórdicos tenían mucho más en común con la vida que había dejado atrás de lo que hubiera podido imaginar, no podía evitar sentirse tan agónicamente melancólico que dolía. Echaba de menos su casa y su familia, extrañaba a Gutier y a Jesse. Y le hubiera gustado que Furco estuviera con él.

La noche era fría, y Assur podía ver cómo su aliento se condensaba ante él formando pequeñas nubes. El muchacho se sentó al lado de una extraña piedra cubierta de incomprensibles inscripciones en la lengua de los nórdicos, Assur no comprendía lo que se decía en ella, pero, gracias a las vistosas tallas, intuía que hablaba de una batalla en tierras lejanas al borde de una gran catarata.

En el horizonte, prácticamente despejado, refulgían las estrellas, blancas y bien definidas, además, en el eje de levante a poniente un extraño arco de luz verdosa cruzaba el cielo nocturno. No era la primera vez que el muchacho lo veía, pero seguía asombrándose cada vez que la noche le sorprendía con aquellas extrañas luminiscencias. El viejo same le había dicho que se llamaban guovssahas, algo que Assur había interpretado a su modo como «luz que puede oírse», sin embargo, el chico nunca había escuchado nada, por lo que dudaba de su traducción; pero después de los reveses sufridos en los últimos tiempos Assur había perdido su interés por lo místico, su fe flaqueaba, y sabía reconocerse que no tenía el menor deseo de involucrarse en las creencias de aquellos hombres precisamente cuando incluso dudada de las suyas propias. Y tampoco se creía la versión que le había dado el carpintero normando del extraño fenómeno, según el artesano se trataba de los reflejos que las armaduras de las sagradas valquirias emitían bajo la luz de las estrellas.

Fuera como fuese, siempre que lo veía, una terrible nostalgia lo invadía, era una prueba evidente de que estaba muy lejos de su hogar.

Triste y melancólico, el muchacho regresó al gran salón rebuscando en sus ideas la esperanza debida al ansia de huir.

—¡Jala! ¡Tira con todas tus fuerzas!

Y aunque no era fácil, Assur hacía lo que le ordenaban. Apoyando uno de sus pies en la arrufadura, el muchacho intentaba vencer la áspera fricción que amenazaba con despellejarle las manos al tiempo que procuraba usar los músculos de piernas y espalda. Se echaba hacia atrás ganando pulgada a pulgada de cordaje y se ayudaba con su propio peso para hacer palanca.

—Vamos, ¡tira! A lo mejor traemos una marmennil con enormes tetas en las que podrás hozar toda la tarde…

Assur estaba seguro de que una bestia medio mujer y medio pez no era el tipo de hembra con el que desearía compartir su lecho, sin embargo, acompañando las carcajadas de Thorvald, sonrió complaciente, contento de no contradecir al viejo e ilusionado por su reciente descubrimiento.

La red daba la impresión de estar a punto de reventar y al muchacho le parecía que pesaba quintales, no podía evitar que se le escapasen roncos gruñidos de esfuerzo entre las grandes bocanadas de aire iodado que aspiraba. Mientras, el patrón, sentado en una traviesa de la barquichuela, se hurgaba los rastrojos de su barba irregular llena de calvas, satisfecho por ahorrarse el esfuerzo.

Thorvald, cuyo rostro era poco más que un pellejo reseco y tirante encolado a una calavera angulosa, se dedicaba al oficio que, después del de puta, hacía más feliz a un cliente como el godi, era pescador. Como Assur había descubierto, si bien los años no habían sido capaces de agotar la insaciable libido del anciano same, sí lo habían dejado medio ciego y por completo lleno de las más estrambóticas manías, como por ejemplo, desayunar todos los días arenques, a ser posible, frescos y nunca de más de medio palmo. Y ahora que la temporada de pesca había llegado con el suave calor del verano, el godi se había buscado el modo de sacar aún más provecho de su nuevo esclavo haciendo un trato con el pescador, una jugosa ración de las capturas siempre que el joven extranjero ayudase en la faena. Por eso, en esas últimas semanas Assur había aprendido que los callos de sus manos no eran tan duros como pensaba, y que la salada humedad del mar servía para ablandar sus palmas y disponerlas para dolorosas ampollas que, por las noches, le hacían palpitar los dedos con terribles calambres.

Sin embargo, Assur consideraba el duro trabajo un precio asequible por el que colmar sus ansias de libertad contra todo pronóstico. Empezaba a descubrir los secretos de las mareas y a conocer el océano con la peligrosa valentía de la ignorancia. Pero lo más importante es lo que había encontrado. En una abrupta cala de guijarros al norte del poblado descansaban los restos oscurecidos de una vieja barca que, como el esqueleto abandonado de un náufrago, se dejaba batir por las olas. No estaba seguro de si el armazón le serviría de algo, quizá la podredumbre había llegado hasta el duramen de los maderos, pero, tal y como ya había hablado con Sebastián, era una esperanza a la que no podían renunciar. Si se las apañaban para robar los tablones y otros materiales, quizá podrían reflotarla y pensar en huir. Al mayor de los hermanos le parecía una locura, sin embargo, Assur intentaba imbuirlo una y otra vez de sus esperanzadas expectativas.

—¿Y cómo te las vas a arreglar para llevar hasta allí las tracas? —le había preguntado la noche anterior Sebastián entre susurros.

Assur era consciente de todos los inconvenientes, pero su ánimo no desfallecía.

—Nadando, la madera flota, me servirán de ayuda —había contestado sin perder la ilusión.

—Pero te llevará una eternidad, no podrás transportar más que unas pocas cada vez.

—Lo sé, lo sé…

—¿Y cómo pretendes hacerlo sin que te descubran? —objetó una vez más Sebastián.

—Con paciencia, por las noches. Unas pocas cada vez, es muy importante no levantar sospechas, de todos modos, el carpintero pasa la mitad del día borracho y el resto durmiendo la mona. No se dará cuenta.

—Puede, pero ¿y después? ¡La verán!

Assur sabía perfectamente que si él sabía de la existencia del pecio, tenía que ser algo conocido por todos los que allí se dedicaban al mar, incluido el propio Thorvald. Sin embargo, ya había pensado en ello.

—La hundiré, al principio será fácil, no se notará. Y cuando tenga la tablazón terminada, la hundiré. Hay piedras allí mismo, y cada noche la reflotaré para trabajar… Y al terminar la hundiré de nuevo, así no la verá nadie… Puede que alguien la eche en falta, pero probablemente pensarán que las olas la han destruido…

Sebastián había callado, mohíno, se había guardado la más difícil de las preguntas para el final.

—Y aunque lo consigas, ¿qué? Suponiendo que puedas librarte del cuesco reseco —dijo refiriéndose al viejo same—, ¿qué haremos si consigues que sirva para navegar?, ¿adónde iremos?, ¿de veras crees que eres capaz de llegar a casa?

Assur había tenido que reconocerlo, la ilusión no le había dejado pensar en esa parte del proyecto. No había sabido qué contestar.

Los dos callaron mientras Sebastián rumiaba el pan duro de la escasa ración de la que su hermano se había privado.

El mayor se había dormido rápidamente, derrengado por las sencillas tareas y vencido por su todavía débil estado, pero Assur se había mantenido despierto, elucubrando, aferrándose a ese resquicio de esperanza sin darse cuenta de que no era más que un clavo ardiendo.

Los arenques se movían, luchando por respirar fuera del agua, y entre los ojos de la red se veían destellos plateados; Assur tuvo que regresar al radiante sol de la mañana y olvidarse de los temores de su hermano y de sus propias ilusiones. Esa noche intentaría por primera vez llegar hasta los restos del pequeño esquife para poder estudiarlos.

—¡Tira, desgraciado! ¡Que los perdemos!

Y Assur se esforzó por subir la hinchada red, impaciente porque llegara el perezoso ocaso de aquellas lejanas tierras del norte.

La bonanza del sol de los largos y extraños días no lograba eliminar del todo el frío que la anochecida siempre anunciaba. Y, aunque para asombro de los hermanos la tarde se colgaba con una curiosa claridad que brillaba por encima de las olas del oeste, la actividad del pueblo llegaba a su fin. Muchos se reunían ya junto a los fuegos dispuestos a comer y beber, los menestrales habían dejado sus herramientas y los huertos y cultivos se habían quedado sin atención.

Sebastián entretenía al godi trasteando entre las colecciones de hierbas enjugadas y Assur se escabulló en cuanto tuvo la certeza de que nadie le prestaría atención. Solo se cruzó con Toda, que llevaba un brazado de ramas secas para prender algún fogón, pero Assur no creyó que la muchacha se percatase de su presencia. Los separaban más de cincuenta pasos.

Estaba cansado, pero el duro trabajo de las últimas semanas había fortalecido su cuerpo y, aunque compartía su propia comida con Sebastián, la ilusión llenaba sus castigados músculos.

Se desvistió al abrigo de unas rocas al norte del pueblo, dejándose únicamente los raídos calzones y amontonando las humildes prendas de basto vathmal en una piedra por encima de la línea de pleamar. Sintió cómo se le erizaba el vello al meter el pie en el agua oscura. Cuando el suave oleaje le batió la cintura no pudo evitar trampear, sorprendido por el frío repentino en su entrepierna, y dio un par de cómicos pasos en los que solo apoyó las puntas de los dedos de los pies.

Se echó a nadar soltando un sonoro soplido. Luchó con corrientes que lo quisieron arrastrar, y tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para que el largo trecho, que tan poco parecía cuando lo navegaba en la barca de Thorvald, no se volviera eterno.

Cuando consiguió llegar hasta las peñas en las que descansaba el pecio, necesitó de un rato de resuellos y maldiciones sibilantes para recuperar el aliento, aquello empezaba a parecer mucho más duro de lo que había imaginado.

El primer trozo de madera que tocó se deshizo entre sus dedos dejando un mucilaginoso rastro de verdín en sus yemas, obligándolo a contraer los párpados en un gesto de disgusto, sin embargo, no se dejó desfallecer; y siguió examinando los restos de la malograda barquichuela sin poder evitar que aflorasen recuerdos sobre aquel día, tan lejano ya, en el que el sencillo bote del molinero de Mácara los había salvado a él y a Ilduara.

Estaba mucho peor de lo que había imaginado, pero algunos de los baos parecían mantener la entereza suficiente. La peor parte se la había llevado el trancanil, que, amén de la podredumbre, estaba muy castigado por los golpes con las rocas. Sin embargo, la quilla, la pieza más importante, la que él jamás hubiera podido fabricar por sí mismo, se mantenía en un estado razonable. Habiendo sido tallada en una única pieza de un solo tronco, la corrupción no había provocado en ella más que una roñosa capa oscura que se desprendió al rascar con las uñas.

Había aprendido lo suficiente gracias a sus visitas al astillero del fornido carpintero para saber que podría servir. Tenía motivos para mantener vivas sus ilusiones. Necesitaría paciencia, tendría que hacerlo tan lentamente que resultaría exasperante, pero era factible.

Antes de regresar se permitió un instante de disfrute en el que miró hacia la luz difusa del horizonte al tiempo que acariciaba la cinta de lino que llevaba atada a la muñeca.

En una ocasión, el mismo verano en el que necesitó por primera vez usar trapos que contuvieran el flujo que la convertía en mujer, Toda había visto cómo la señora de uno de los nobles terratenientes de Castilla había pasado por Curtis de camino a Compostela. La flamante dama, condesa de Lara y abuela reciente de uno de los candidatos al trono, viajaba a la ciudad del apóstol para rendir culto a las reliquias y pedir por su nieto de pocos meses, aunque los rumores decían que, en realidad, iba a negociar en nombre de su esposo con el obispo, esperando alguna prebenda para la sucesión a la corona de su vástago.

Aquel fue un acontecimiento por el que los cuchicheos de las chismosas rebosaron durante semanas y, ante tanto fasto y boato, la tranquila vida del lugar se alborotó irremediablemente. Y, como no podía ser de otro modo, Toda, al igual que el resto de las chicuelas del pueblo, comida por la curiosidad, había aprovechado cada recodo del camino, cada una de las esquinas del pequeño pueblo para fisgonear el avance de aquella comitiva de rancio abolengo que peregrinaba sin que el ama diese un paso, bien a gusto en un refinado carruaje mientras la guardia y el servicio se dejaban las suelas en el empeño.

Toda, como cualquiera de las admiradas muchachas de Curtis, había visto el respeto con el que la mujer era tratada, la opulencia de sus ropajes y las joyas que la embellecían; los brillantes cabellos limpios bien trenzados, los brocados, los exquisitos borceguíes, las sirvientas que se agachaban. Lo había visto y lo había envidiado. Y desde aquel mismo momento, lamentando sus humildes prendas de lana y su triste séquito, compuesto solo por Petronila, la desdentada hija del matarife, Toda se había creído en el derecho de aspirar a ser tan bella, admirada y rica como la señora de Lara.

Asqueada de levantarse antes del alba para el ordeño, o de que se le cuarteasen las manos en los lavaderos del río, Toda se había convencido a sí misma de que su futuro no podía estar en una modesta granja como aquella en la que se había criado.

Y lo único que le restó por saber en ese momento, cómo conseguirlo, le fue desvelado poco después, cuando con el paso de los meses, la edad hizo que sus formas se volviesen generosas atrayendo las miradas de los mozos del pueblo. Al poco, Toda descubrió cómo una sonrisa a tiempo o una insinuación podían conseguirle promesas y regalos, y comprendió pronto que los hombres eran tan tontos como grande su lujuria. Especialmente después de que dos de los jóvenes de Curtis se deshiciesen el alma a puñetazo limpio por el rencor de los celos, con lo que Toda aprendió de golpe que aquel pecaminoso escondrijo en la horquilla de sus muslos tenía sobre los varones, de toda clase y condición, una ascendencia mucho más importante de lo que hubiera podido imaginar.

Cuando llegaron los normandos, a Toda la llevaba su padre de las orejas a la iglesia de Santa Olalla, la confesión era urgente porque había sido sorprendida coqueteando con un acomodado aparcero y semejante actitud pecaminosa no solo se merecía los dos bofetones con los que le cruzó la cara su progenitor, sino también una profunda contrición y la absolución del Señor. Sin embargo, no encontraron al párroco, sino a unos gigantes barbados que se emborrachaban con el vino de misa y que no dudaron a la hora de decapitar a su padre burdamente, con repetidos golpes de una espada poco afilada.

Había sido horrible. Aún se despertaba asustada, creyendo oír una vez más aquel espantoso golpear del hierro contra las carnes del cuello de su padre.

Y desde ese terrible momento hasta su llegada a aquel extraño y frío lugar del norte, sin otra ayuda de la que valerse, falta de otras opciones, obligada a sobreponerse, Toda había salido adelante aprovechándose de las únicas armas que conocía y sabía utilizar.

Durante su cautiverio en los rediles y barcos de los nórdicos había usado sus dulces sonrisas para sacarle un mendrugo de pan a algún otro prisionero, o insinuado promesas a uno de los normandos para que le cediese una pieza de ropa más con la que mitigar el frío. Y, buscando protección, había empleado sus más profundos encantos para encelar a algunos de entre sus captores y así, en precario equilibrio, librarse de los abusos que sufrían otras prisioneras que no encontraban la protección de quien las convirtiese en sus favoritas.

Así, logrando no cortarse, Toda recorría de puntillas el aguzado filo de la continua amenaza, valiéndose de uno o dos de los normandos para evitar convertirse en el trofeo de una jauría. Y había sobrevivido saliendo incluso mejor parada que la mayoría de los pobres desgraciados que la rodeaban. Sin embargo, el mismo día en que desembarcó en el norte, poco faltó para que ese atractivo que le había servido para granjearse los favores de uno de sus carceleros le costase ser entregada como un simple animal.

Sin saber muy bien cómo, Toda terminó desnuda frente al resto de los cautivos mientras aquellos malnacidos normandos peleaban entre ellos, rijosos como sementales, y temió que se le hubiese terminado la suerte. Sin embargo, aunque su protector acabó apaleado por los suyos al intentar interponerse, cuando ya pensaba que no podría evitar caer en manos de aquellos demonios del norte, que vertían sobre ella lascivas miradas, tuvo la inesperada fortuna de acabar al servicio de una tal Brunilda, que no parecía dispuesta a que su nueva esclava sirviese de juguete a los hombres del fiordo. La mujerona, que aparentaba hacer las veces de esposa del jefe del lugar, un hombre de aspecto brutal y de nombre impronunciable que sonaba a gargajo, era capaz de intimidar hasta a sus propios hijos, advirtiéndoles continuamente con amenazas que eran evidentes para Toda incluso a pesar de no entender el idioma. Sin embargo, la muchacha temía que la racha se le acabase pronto y alguien llegase demasiado lejos, o que se la llevaran para venderla en Oriente, como habían hecho con los otros hispanos cautivos.

Así que, siendo previsora, y sin confiar en que la protección de Brunilda fuese eterna, Toda, con una maestría que sabía malsana y condenable, pero de la que elegía no arrepentirse, había repartido sus encantos eligiendo bien a los cándidos hombres que la observaban con deseo; y consiguió una vez más ropas calientes, botas abrigadoras, una márfega cómoda en la que dormir y mejores raciones de comida.

Pero había más, la relativa comodidad de la que disfrutaba había hecho brotar de nuevo la semilla de su antigua codicia, y había empezado a coquetear con la idea de labrarse una mejor posición en aquel poblado del norte, y para hacerlo había decidido aprovecharse de la lujuria de alguno de aquellos bárbaros. Sin embargo, para su desánimo, lograba vislumbrar que la pasión desatada de los normandos solo duraba hasta que su pegajosa simiente se derramaba en su interior, una vez se retiraban, flácidos y sudorosos, no parecían dispuestos a considerarla más que lo que era, una esclava. Pero encontró una salida satisfactoria cuando una noche, al calor del fuego de la gran casa, escuchó hablar a los hermanos de la ribera del Ulla. Cuchicheaban tranquilos suponiendo que nadie entendía sus palabras, pero ella lo hizo, hablaban de escaparse.

Por eso, cuando esa tarde vio al menor escabullirse del poblado mientras acarreaba ramillas secas para el fogón de Brunilda, se hizo la despistada hasta que, dejando la brazada en el suelo, se decidió a seguirlo para tener un pícaro momento de intimidad. Estaba segura de que, si el cebo era lo suficientemente pasional, podría convencerlo para que se la llevara con ellos cuando huyesen.

Así que aprovechó el momento y fue tras él. Mantuvo una distancia prudencial y la caminata no duró mucho. Toda vio como el fornido muchacho rubio se detenía en una pequeña playa de grava, supuso que quizá buscaba un momento de soledad para lloriquear, como le había visto hacer al otro hermano, y temió que no fuese un hombre lo suficientemente maduro como para usar sus encantos con él.

Valoraba sus posibilidades cuando el joven la sorprendió quitándose las ajadas botas que calzaba. Ella esperó intrigada. Y Assur, ajeno al interés que alimentaba, se despojó también de la camisa, tirando de ella por encima de su cabeza, y Toda vio los surcos de la musculatura de su espalda.

Tenía unos miembros bien proporcionados que usaba con gestos elegantes y fluidos que despertaron en ella un deseo sincero. La piel del muchacho brillaba de un modo singular en la media luz de la anochecida, las líneas de su torso abultado se definían delatando las alargadas sombras que sus músculos bien desarrollados arrojaban.

Pensaba ya en acercarse cuando, para su asombro, el muchacho se metió en el agua.

Lo esperó hasta que se le hizo demasiado tarde como para que las excusas fueran creíbles e, imaginando el cuerpo mojado de él surgiendo del mar, se fue a terminar con sus tareas antes de acostarse con los ojos azules del muchacho clavados en sus recuerdos.

Era evidente que aquella iba a ser una velada muy especial para los normandos. Y a los hermanos les disgustaba trabajar para una causa semejante, pero estaban contentos de abandonar la desagradable tarea de los últimos días, en los que habían tenido que pasarse horas hirviendo agua de mar para obtener la sal con la que el godi pensaba conservar sus tan preciados arenques para disponer de ellos durante todo el invierno. Esa mañana, después de cargar con ámbar, esteatita y paños de vathmal las naves que iban a salir de expedición, los chicos estaban ayudando con el despiece de los animales que servirían para el festín; eran los finales de unos preparativos que habían durado dos semanas enteras, desde que Gorm, el hijo menor del jarl, había llegado a lo que Assur, recordando las enseñanzas de Weland, entendió como una celebración de la mayoría de edad del adolescente nórdico. Y aunque todas aquellas disposiciones habían supuesto mucho trabajo desagradable, también habían incluido una febril actividad en la carpintería, para deleite de Assur, que había intentado aprovecharse de ello a fin de proveerse de materiales y herramientas que escamotear para llevar a cabo sus planes de huida.

Era como un día feriado, mientras los esclavos atendían a los trabajos pesados, los normandos se entretenían haciendo carreras y competiciones de tiro con arco, un grupo jugaba con una pelota de cuero a algo que llamaban knartlik, y los más jóvenes luchaban entre ellos poniendo a prueba sus habilidades en combate. Las mujeres de más edad, husfreyas, señoras de la casa y la hacienda, recogían coles, desgranaban guisantes y aprovechaban las hortalizas que el calor había madurado; los cazadores traían patos y liebres cogidas con lazo o arco, y los einherjar de Sigurd habían conseguido algunas torcaces con los fuertes y rápidos halcones de su jarl. Además, dos de los robustos bueyes de largos cuernos curvos que solían retozar en los corrales habían sido sacrificados; y los hermanos hispanos seguían las indicaciones del godi para descuartizar las rodillas de las reses, el aviejado same les había dicho que deseaba aquellos pequeños huesos de las articulaciones para sus rituales. Ambos estaban concentrados en su tarea, con las manos tintas de sangre y las narices envueltas por el olor picante del buey recién muerto.

Assur intentaba compartir con su hermano algunas noticias, la noche anterior había conseguido robar de la carpintería un buen puñado de remaches, sin embargo, Sebastián parecía absorto.

—Es bonita, ¿verdad?

Assur no supo muy bien cómo reaccionar. Le alegró ver que su hermano era capaz de abstraerse de sus continuas quejas, pero estaba impaciente por seguir hablando de la restauración del esquife.

—Sí, lo es —contestó sin demasiado entusiasmo.

Se había dado cuenta de que la muchacha se había pasado el día echándoles miradas furtivas, algo que venía haciendo en los últimos tiempos con mucha frecuencia, pero sus días estaban siendo demasiado cortos como para dedicarle tiempo a pensamientos banales sobre mujeres. Sabía muy bien que Sebastián todavía desconocía muchos de los secretos femeninos que la azarosa vida que había llevado antes de ser capturado le había descubierto a él mismo e, imaginando lo que hubiera pensado Gutier, se le escapó una sonrisa condescendiente en la que, aun sin malicia, Sebastián vio algo que lo hizo sentirse celoso.

—Creo que ella…

Sebastián no terminó la frase, pero Assur comprendió igualmente. A veces una mujer podía hacer que un hombre pensase muy poco en sus propias desgracias, ofuscado por sus ansias de amor. Assur lo había visto, había escuchado las historias picantes de la soldadesca y era consciente de que su hermano, ante tantas privaciones, bien podía aferrarse a aquella ilusión; desde unos días atrás mencionaba a menudo a la muchacha y parecía encantado de suponer que era el centro de su atención.

—Puede que tardemos más de lo que había pensado —dijo Assur, que quería cambiar de tema y dejar de lado a la joven—. Tenemos que conseguir más remaches…

El muchacho tuvo que abandonar sus palabras en el aire, el godi se acercaba de nuevo hasta ellos, y aunque era evidente que no podía entenderles, Assur tenía la sospecha de que el viejo same podría intuir lo que estaban planeando, por lo que intentaba no airear sus intenciones de fuga si aquel pellejo relleno de arrugas andaba cerca.

—¡Vosotros dos! Inútiles sacos de boñiga reseca, ¿acaso pensáis holgazanear todo el día?

Sebastián entendió el tono perfectamente y adoptó una postura sumisa encogiendo los hombros. Assur, llevándole la contra, miró al anciano con el porte justo para resultar indolente, pero no tanto como para ganarse una golpiza por la bravata. Estaban trabajando tan duro como podían, y eran tareas que conocían muy bien, en casa habían ayudado desde siempre en los días de matanza, y el muchacho no pensaba permitirle al vejestorio un trato injusto.

El godi, con aire impaciente y un destello de ira en sus ojos nublados, golpeaba en su palma el recazo del cuchillo curvo que usaba para recoger las hierbas, era evidente que estaba tentado con cruzarle la cara al indolente esclavo.

—Hay mucho que hacer —dijo negando con la cabeza. No deseaba perder más tiempo—, tenemos que preparar la ceremonia de despedida, esos jóvenes no pueden irse de vík sin ser honrados como se debe.

Assur sabía que el vejestorio estaba inquieto, ese verano el hijo menor del propio Sigurd saldría por primera vez de expedición, y aunque el desapego de aquellos hombres por los suyos era evidente, el muchacho sabía que el godi deseaba que todo saliera a la perfección, pues la ira de Barba de Hierro era legendaria por lo temible. Era obvio que el hechicero no deseaba incomodar a su jarl con augurios que no fuesen propicios o con una ceremonia inapropiada. Y Assur, siendo consciente de que el hechicero tenía muchas otras preocupaciones que apretaban su calendario, se permitía algunos actos de sencilla rebeldía como aquel, era el único modo que tenía de mostrar su disgusto porque una nueva horda de aquellos demonios del norte partiera hacia el expolio y el saqueo.

—Cuando tengáis las rótulas, llevad las piezas de carne a la skali —concluyó el viejuco antes de darse la vuelta con prisa para terminar de preparar sus cachivaches.

Al llegar el ocaso grandes espetones sostenían sobre el fuego las piernas y costillares de los bueyes, que se rustían al calor de las brasas mientras las mujeres los untaban con especias y los salpicaban con hojas de rábano troceadas. También había aves mechadas con tiras de tocino, sostenidas sobre las llamas bajas en horquillas de madera, y grandes calderos de hierro que pendían de las vigas del techo con cadenas, en ellos hervían guisos de repollo y gachas de avena con piñones y corteza de pino. Incluso tenían al fuego lomos de esos extraños ciervos de los que Assur no conocía el nombre; y, fritos en grasa, truchas y salmones frescos aromatizados con comino. Lo más ligero de entre todas las viandas eran los calderos de humilde sopa de cebolla con huevos de gaviota batidos y las grandes hogazas de pan de cebada, crujientes y olorosas, pero que no lograban ahuyentar el añorado regusto a centeno y trigo que guardaban los hispanos. El alcohol, en ingentes cantidades, corría sin medida, y los hombres armaban barullo gritando y riendo, bebiendo de sus cuernos y copas incansablemente, con las bocas llenas de grandes pedazos de carnes grasientas.

Con pequeños pasos tímidos el escaldo Snorri se movía por el salón para procurar el entretenimiento de los presentes narrando las aventuras de su señor en el Oriente con un lenguaje enrevesado que Assur apenas comprendía.

—… En el enorme prado de las gaviotas el lobo de los cordajes aullaba preñando las velas, tensando las hebras de lana y amenazando con romper las escotas. Los drekar sufrían el ataque del mar y los potros de las olas de Sigurd Barba de Hierro gruñían protestando por la tortura. Llevaban días a la deriva hasta que en la costa vieron el lugar que buscaban, los peñascos derramaban su sangre…

El jarl, sentado en su gran sillón de madera labrada, dominaba el salón, sonreía complacido por las alabanzas del meloso bardo y, con el brazo alrededor de los hombros del menor de sus hijos, rugía órdenes de vez en cuando, exigiendo que se sirviera más comida y bebida, y todos lo jaleaban.

En una esquina dos de los normandos se batían a puñetazos entre insólitas carcajadas, como si los tremendos golpes no fueran más que cosquillas, al parecer, habían discutido por un desacuerdo en una partida de hneftafl, pero ahora habían encontrado un divertimento mejor que el del tablero. Al otro lado, un jayán de cara hosca los observaba divertido mientras rastrillaba su barba en busca de liendres con un peine de hueso.

Hardeknud hablaba en voz baja con algunos de sus secuaces, y para Assur era evidente que el nórdico estaba preocupado por su herencia, a pesar de ser el mayor de los hijos vivos del jarl, desde su regreso al fiordo con los restos de la fallida expedición de Gunrød, el temible Sigurd Barba de Hierro parecía haberle retirado el favor, haciendo prevalecer a Gorm, el menor. Assur había oído rumores, cuchicheos aquí y allá, no estaba seguro, pero parecía que aquel festín y la celebración de la primera marcha de su hijo pequeño tenían muchos significados para los nórdicos que no eran tan aparentes como podría pensarse. Y Assur se barruntaba que los augurios del godi jugarían un papel importante en toda la historia, de ahí el nerviosismo y mal temple del viejo en los últimos días.

—El cuesco reseco está tan nervioso como para que de tanto sonreír se le junten las orejas en el cogote —le dijo Assur a su hermano mientras salían con cubos de hierro a buscar agua fresca.

Pero Sebastián estaba distraído. Sus ojos seguían los movimientos de Toda mientras la muchacha ayudaba a las mujeres que atendían los asados.

Estrellas blancas brillaban en un horizonte que parecía carbón pulido, con unas pocas ascuas prendidas en la línea de poniente, donde el sol escondido dejaba un testimonio de escasa luz; había llegado la noche, y el godi tendría el pequeño momento de gloria que tanto había ansiado.

La gran mayoría de los hombres ni se tenía en pie, estaban tan borrachos como para que más de uno, tirado de cualquier manera, roncase sonoramente en alguna de las esquinas de la skali sin siquiera haberse preocupado de abrir los largos escaños y sacar sus lechos.

El arrugado hechicero same avanzó renqueando mientras canturreaba alguna tonada incomprensible que, entre sus pocos dientes, sonaba sibilante y monocorde. Llevaba un curioso bastón tallado con estrambóticos símbolos que Assur le había visto consultar muy a menudo, el muchacho estaba casi seguro de que era una especie de calendario y, a escondidas, lo había inspeccionado muchas veces, ansioso por hacerse una idea del tiempo pasado, pero no conseguía entender, por más que se empeñaba, cómo funcionaba.

Cuando llegó a los pies de Sigurd y su hijo, entronados en el estrado que dominaba el gran salón, el viejo same se sentó cansinamente, resoplando y removiendo el morral que llevaba con sus manos de articulaciones hinchadas. En cuanto consiguió acomodar su escurrido trasero, con tanto aspaviento que parecía que el suelo quemase, empezó a sacar del zurrón pequeñas piedras con inscripciones, huesecillos de cuervo y las rótulas de los bueyes que los muchachos habían extraído.

Assur vio como Hardeknud y algunos de sus allegados bromeaban ostensiblemente cuestionando la hombría de Gorm. Hacían comentarios hirientes sobre su capacidad para salir de vík y regresar con un botín importante, y Assur creyó intuir un cierto recelo ante las atenciones no recibidas. Y no fue el único, el hechicero los había oído y, mientras intentaba aparentar que seguía con su ceremonia, lanzó furibundas miradas de sus ojos velados hacia el grupo de Hardeknud.

El hispano ya había visto al godi hacer paripés semejantes otras veces, y tampoco tenía especial interés en las cuitas de Hardeknud y su comprometida situación como heredero, así que, pensando que nadie se fijaría en él, decidió escabullirse por un rato.

—Voy fuera —le dijo a Sebastián, que asintió sin darle más importancia, mientras rebañaba un cuenco de sopa de cebolla con un currusco de pan y miraba por encima del borde al grupo de mujeres que trajinaba con los cacharros.

Toda se percató de que Assur abandonaba el gran salón y pensó que se le presentaba una buena oportunidad de engatusarlo. Se había dado cuenta de que era el otro, Sebastián, el que le prestaba atención con miradas furtivas que la desnudaban con lascivia tímida, pero prefería al primero, mucho más fornido y atractivo.

Y llegó la distracción apropiada, el hechicero gritó de repente, increpando a Hardeknud y sus hombres por sus soeces comentarios y falta de respeto a la ceremonia.

Aprovechando que todos se centraban en las palabras balsámicas de Sigurd, que intentaba mediar entre el same y su hijo, Toda farfulló el poco nórdico que había aprendido y, ayudándose con fingidos gestos medrosos, pidió permiso para salir a aliviar la vejiga. La despidieron con gestos resueltos mientras el hechicero amenazaba a Hardeknud a pesar de las peticiones de concordia de Barba de Hierro.

Como esperaba, el muchacho estaba donde lo había visto otras veces, sentado junto a la gran piedra tallada que los nórdicos tenían chantada fuera de la skali. Antes de insinuarse recompuso sus cabellos y se alisó el delantal pasando las manos por el tejido, luego se pellizcó las mejillas para darles algo de arrebol.

—A… a lo mejor es como nuestros cruceros.

Assur se giró hacia la voz que hablaba en su propio idioma y descubrió a la muchacha señalando la piedra de los normandos, era una linda muñeca, con un rostro de altas mejillas redondeadas y una boca de labios anchos y sedosos; pero había algo en ella que no le gustaba. Se encogió de hombros.

—Ya sabes, puede que señalen lugares… —insistió mirándolo a los ojos.

La voz de Toda era melosa, se acercaba a él a medida que el ritmo de sus palabras descendía y dejaba su parloteo sin terminar.

—Creo que no —dijo Assur con indiferencia—. Me parece que es un modo de dejar testimonio de sus hazañas… Eso es importante para ellos.

El joven pensó extenderse en explicaciones, pero como prefería quedarse solo, decidió callar. Podía oler el ligero aroma almizclado de ella, tenía unos bonitos ojos almendrados.

—Ah, ya —dijo la muchacha con un parpadeo coqueto al tiempo que se sentaba al lado del chico.

Estuvieron callados un rato. Assur se sentía confundido por las atenciones repentinas.

Deseando romper la inactividad, Toda se retrepó permitiendo que sus muslos se acercaran a los de Assur, y él se sintió incómodo, llevaba mucho tiempo sin tocar a una mujer y su cuerpo empezaba a reclamar caricias de unas manos delicadas, pero algo en ella no le convencía, ya la había visto ser zalamera con los nórdicos, y eso era algo que, aun siendo una cautiva, era más que cuestionable; levantaba en él terribles reminiscencias respecto a la suerte que hubiera podido correr Ilduara.

—Echo de menos mi casa —dijo ella con voz dulce, acercando su mano a la de él tanto como para que los dedos se rozasen.

Esperaba guiar la conversación hasta un fuero en el que pudiese meter la baza de la huida. Con algo de coordinación él podría estar lo suficientemente excitado como para concederle la promesa que esperaba.

La luna mediada se reflejaba en el cabello de Toda. Se pasó la lengua por los labios con un gesto demasiado lento para ser un impulso y exhaló un largo suspiro melancólico con el que su pecho se movió haciendo que las exuberancias de su cuerpo se anunciasen. Assur estuvo tentado, se sintió turbado, pero recordó que Sebastián se había fijado en ella. Se levantó.

—Tengo que volver para ayudar a mi hermano, el godi terminará pronto y se le ocurrirá algo que ordenarnos —dijo él poniéndose en pie.

Assur echó a andar hacia el gran salón sin mirar atrás.

A Toda se le escapó un mohín extraño de disgusto, no esperaba haber fallado, ni siquiera había podido tocar el tema de la huida, ni tocarlo a él. Sin embargo, no todo estaba perdido, todavía le quedaba otro de los hermanos.

Sebastián se sentía agotado, la sopa caliente había resultado reconfortante, pero el cansancio acumulado había dejado su huella, todavía le dolían las manos, llenas de escaras por culpa de la humedad salobre que las corroía cuando desalaban agua de mar y, aun con los meses pasados, las encías le seguían molestando. Estaba deseando que todo el jolgorio terminase y poder retirarse a dormir.

Assur regresó pronto, el godi aún seguía lanzando sus piedras y hablando en tono apocalíptico.

—Están eligiendo a la tripulación que acompañará a Gorm en el barco principal, exactamente dos veces doce —le explicó su hermano menor al tiempo que se sentaba a su lado.

A Sebastián le venía a dar igual que los nórdicos hicieran una cosa u otra, en lo que a él respectaba, y a pesar de que Assur insistiese en que debían conocerlos para poder salir con bien de su cautiverio, todos ellos podían irse al infierno uno detrás de otro, empujándose a base de coces en sus gordos traseros.

El hechicero seguía con sus cánticos histriónicos moviéndose con gestos grandilocuentes que hacían que su gorro rojo resbalase en la calva sudorosa.

—¿Crees que si me voy a acostar podrás cubrirme? —inquirió señalando con el mentón al godi.

Assur le sonrió de un modo demasiado paternal para su gusto, y a Sebastián le molestó esa constatación del papel que ahora jugaba en su vida su hermano menor. Sabía que no tenía derecho a sentirse así, pero no podía evitarlo, una malsana envidia se empeñaba en recordárselo demasiado a menudo.

—Vete tranquilo —contestó Assur—, ya se me ocurrirá algo si pregunta por ti. Yo me encargaré de todo.

Al llegar afuera solo pensaba en retirarse a la cabaña que los nórdicos dedicaban para ellos, el thrall, una sencilla construcción que apenas servía para resguardar a los esclavos de las inclemencias del tiempo, pero que Sebastián había aprendido a apreciar porque significaba descanso sin órdenes que obedecer. Con la cabeza gacha pensaba ya en el calor de las pieles raídas y los jirones de paño buriel con los que se cubría para dormir cuando a punto estuvo de darse de bruces con Toda, la muchacha que había servido de cebo para los hombres de Hardeknud el día en que habían llegado a aquel maldito lugar.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó ella inclinándose hasta estar tan cerca como para sentir que el rubor le subía a las mejillas.

Sebastián no contestó y la muchacha le puso la mano en el hombro y volvió a hablar.

—Pareces cansado, ¿te ibas a acostar?, ¿te acompaño? Sí, te voy a acompañar. Es normal que quieras retirarte, ese brujo raro está siempre pidiéndoos cosas, tiene que ser duro, muy duro.

Ella parloteaba y él callaba. En esta ocasión Toda veía lo que deseaba, el muchacho estaba acobardado: apocado, miraba las curvas de sus pechos entornar el delantal.

—Pobrecito mío, ven, apóyate —le dijo tomándole la mano y recogiéndola en el juego de su antebrazo.

Con el impulso de ella ambos se pusieron en camino y Sebastián siguió sin hablar, pero se atrevía a echar fugaces miradas al perfil de la muchacha, buscando en la abertura de la camisola entrever la curva de piel sedosa que marcaba el nacimiento de su busto. La muchacha se dio cuenta y, con gestos como aleteos, apartó la capa con capucha con la que se cubría y la recogió a su espalda tensando la tela de la sayuela para incitar al muchacho.

Toda entró primero con una familiaridad jovial que inquietó a Sebastián, allí no dormían las mujeres, solo los hombres.

—Echo de menos mi casa, mucho, ¿y tú?

Ella lo miró por un momento, pero no le dio tiempo a contestar.

—Yo soy de Curtis, ¿lo conoces? Vosotros sois de la ribera del Ulla, ¿no? —Y después de una cuidada pausa continuó con su cháchara—. ¿Crees que algún día podremos regresar?

Ella lo miró con fijeza y Sebastián afirmó, moviendo la cabeza ligeramente con un aire dubitativo que ponía de manifiesto que ni siquiera estaba seguro de a cuál de las preguntas contestaba.

Toda bostezó abriendo sus brazos.

—Yo también estoy cansada, muy cansada. —Y mientras lo decía bajó sus manos haciendo florituras en el aire y terminó por desatarse el delantal, que cayó a sus pies con un frufrú de tela áspera—. Estoy harta, harta de pasar el día de un lado a otro haciendo esto y aquello. —Empujó el delantal a un lado con uno de sus pies, como si apartase un paño sucio de mala gana—. En casa tampoco me gustaba trabajar —declaró desatándose el cabello y moviendo la cabeza para que cayese libremente sobre los hombros.

Sebastián seguía sin decir nada y Toda estaba empezando a pensar que no iba a conseguir más que esa boba admiración de su cuerpo.

—Pero me gustaría volver de todos modos…

—Mi hermano está reparando una barca —dijo Sebastián de golpe, y se arrepintió al momento de haberle dado el protagonismo a Assur.

Ahora ya sabía cuál era el plan de aquellos dos, solo le hacía falta un compromiso, una promesa.

—¿De verdad? ¿Para marcharos? ¿Vais a huir?

A medida que preguntaba se iba acercando, y Sebastián podía notar cómo su cuerpo se acaloraba e ideas inconcebibles y prohibidas revoloteaban en su cabeza.

Toda decidió entonces no ahondar en el tema e intentó ser un poco más provocadora, el chico no parecía decidirse.

—¿Cuáles son tus pieles?

Sebastián había oído a sus padres hacer cosas en el lecho, había visto sombras. Y había escuchado cosas. Le había preguntado a Assur, pero su hermano siempre se mostraba reservado, aunque había quien era más propenso a las fanfarronadas. Sabía lo que un hombre y una mujer podían hacer en un lecho y no pudo evitar bajar el rostro abochornado para mirarse los pies.

Ella le cogió el mentón.

—No seas tan tímido, me gusta oír tu voz. Estoy harta de oír cómo hablan esos brutos.

Toda le acarició la barbilla y llevó sus dedos hasta el lóbulo de la oreja. Con la otra mano tomó la de él entre dedos ligeros.

—Me siento sola aquí, no puedo hablar con nadie, podríamos charlar juntos de vez en cuando.

Estaba empezando a cansarse, él no reaccionaba, así que fue un poco más allá y acercó la mano de él hasta su pecho al tiempo que acercaba sus labios a la boca del muchacho.

Sebastián se sintió turbado. Se había preguntado muchas veces qué sentiría. Aun a través de la tela le sorprendió el tacto, era firme y turgente, y pudo notar cómo el pezón se endurecía cuando cerró la mano para recoger en la palma todo el peso. Deseó más, mucho más, pero no sabía qué hacer.

Toda se dio cuenta de que el muchacho no tenía experiencia. Quiso ponérselo todavía más fácil.

Se echó hacia atrás y se sacó la camisola. Él miraba embobado sus senos y ella se irguió ofreciéndoselos; cuando no reaccionó, le pasó la mano por el cabello y lo atrajo hacia sí. Una vez el muchacho empezó a besarla buscando los pezones con su lengua medrosa, Toda deslizó su mano por la nuca y la espalda, la revolvió en la cadera y buscó el bulto de la entrepierna. Él se quedó sin aire de repente.

Sebastián advirtió que ella buscaba su pene y sintió un morboso placer que le provocó escalofríos. Se sentía tan excitado que podía notar como su miembro palpitaba, luchando contra la ropa por liberarse.

Toda lo complació, gimiendo con tonos halagadores como respuesta a los besos tímidos que él desperdigaba por sus pechos.

Cerró los dedos ejerciendo la presión justa y Sebastián no pudo evitar empujar con la cadera buscando más al mismo tiempo que llevaba sus lametones hasta el nacimiento del cuello. Ella movió la mano sin aliviar el apretón. Primero abajo y luego arriba. Y Sebastián balbuceó algo incomprensible mientras ella se levantaba la falda con la mano libre y lo invitaba a buscar entre sus piernas.

Sebastián fue brusco, demasiado impaciente, movió la mano sin ritmo y se preguntó por qué no había humedad donde creía que debería haberla; había mucho que no entendía. Pero no tuvo tiempo para muchas más dudas, ella apuró el ritmo, apretando más al bajar y relajando los dedos al subir.

Toda esperaba que él comenzase a rogarle más cuando a Sebastián se le escapó un gemido ahogado desde el fondo de la garganta. Notó casi de inmediato como su miembro se relajaba mientras una humedad caliente se extendía por la tela del tiro. Ya estaba.

Él se quiso apartar, estaba inseguro. Pero ella tenía práctica, sabía muy bien lo que hacer.

—¿Confías en mí?

Sebastián miraba al suelo.

—Y yo, ¿puedo confiar en ti?

El muchacho afirmó una vez más con la cabeza sintiéndose incómodo por haberse manchado como hacía en las noches de sueños más inquietos.

Toda se agachó llevando sus manos a la cinturilla de los pantalones de él y deshizo los nudos con facilidad. Sebastián intentó apartarse otra vez, pero ella no le dejó. Puso las manos en las escuálidas caderas y empujó, no le costó vencer la resistencia. En un momento tuvo su miembro mojado y flácido entre los labios y empezó a chupar con suavidad, moviendo la lengua con práctica, esperando a que creciera en su boca.

No le hacía falta el extraño bastón del godi para saber que había pasado demasiado tiempo. Llegaba el tercer invierno desde aquel día en que habían desembarcado en el fiordo de los nórdicos.

Pero en aquellas semanas la agonía por saberse tan lejos de casa durante tantos meses se enconaba porque, como para el peregrino, la cercanía del destino ensalzaba la necesidad de la llegada. Ya solo faltaba calafatear el bote, y coser los últimos retazos de la vela hecha de remiendos que escondía bajo unas rocas en el norte del pueblo. Incluso tenía una buena porción de las cuerdas que necesitaba para embrear las junturas de las tracas. Habían sido muchas noches de duro trabajo, aguantando el frío y soportando durante los eternos días la falta de sueño. Ya estaba cerca el final, estaba seguro de que esa primavera se podrían ir. Y lo más importante, ya sabía adónde irían: el hogar estaba demasiado lejos, era una travesía imposible para un patrón con tan poca experiencia, sin embargo, había escuchado a hurtadillas las conversaciones de los comerciantes que habían llegado hasta el fiordo, había hecho algunas preguntas solapadas. Y la expedición de Gorm se lo había confirmado. Hacia el sur, un tanto al oeste, a apenas unos días de navegación estaban las islas de los anglos, la Britania romana de la que le había hablado Jesse, y esa era una empresa factible. Primero al sur para evitar la corriente que subía hasta los hielos eternos de los que los nórdicos hablaban con reverente terror, y luego al suroeste. Había pensado en todo, una vez allí, les bastaría convertirse en peregrinos, como aquellos de Compostela; había muchos caminos que llevaban a visitar la tumba del apóstol y él había visto con sus propios ojos como hombres de aquellas islas llegaban hasta el santo sepulcro. Esa sería su ruta.

Pronto tendría que empezar a escamotear raciones, había llegado el momento de hacerse con algunos víveres y un par de pellejos para el agua, y pensar en ello le provocó un cierto disgusto; tendría que procurarse sustento para tres, aunque al menos ella le había prometido a Sebastián que podría contribuir robando algo de las cocinas y la despensa de Brunilda. Si bien ese gesto no lograba convencerlo de las buenas intenciones de Toda, que siempre se mostraba zalamera con Sebastián, pero a la que también había visto acaramelarse con alguno de los normandos, especialmente con el nuevo preferido del jarl, su hijo Gorm, que había vuelto de Britania cargado de oro y arrastrando el respeto de todos sus hombres. Y Sebastián no quería reconocerlo, o siquiera verlo, aun así, Assur se sentía encantado por la alegría de su hermano, era evidente que Sebastián había recuperado gran parte de sus ansias de vivir, incluso se ilusionaba hablando de la huida, a veces hasta se atrevía a presumir de haber conquistado a la única otra hispana, dejando que un leve tono de orgullo le preñara la voz cuando hablaba de una vida en común a su regreso a Outeiro.

Assur solo callaba y asentía, le agradaba el cambio operado en su hermano, pero le disgustaba ella, no se fiaba.

Aquel día nevaba, era la primera ventisca del año, grandes copos blancos se iban amontonando, pero aún era pronto, no había hielo en el río y aunque todavía faltaban unas pocas semanas para que las noches fueran las más largas del año, el frío ya se agarraba a los huesos, haciendo difíciles muchas de las tareas del día y convirtiendo el sueño en un tormento que solo se hacía soportable cuando conseguían birlar unas cuantas piedras calientes del hogar del gran salón. Assur temía que, como el año anterior, el invierno se recrudeciera tanto como para obligar a los normandos a sacar al ganado de los rediles y tener que usar sus propias casas y salones para resguardarlo, era el único modo de evitar que, con las heladas de la mañana, las reses apareciesen tiesas, pegadas por la escarcha a la hierba congelada de los corrales. Si los nórdicos se decidían a hacerlo, la cabaña de los esclavos era uno de los primeros lugares escogidos, y aunque el calor que desprendía el ganado ayudaba a superar las frías noches y el heno del alcacel servía para amortiguar la dureza del suelo, era muy desagradable que la única estancia que tenían destinada se convirtiera en un establo lleno de la suciedad y el penetrante olor de las bostas.

De todos modos, Assur tenía otras preocupaciones más inmediatas, en esos días el ambiente estaba un tanto revuelto: Hardeknud aprovechaba la ausencia de su padre para reasentarse en una posición de poder. Sigurd y Gorm habían partido la semana anterior, en sexta feria o, como decían los nórdicos, en el día de Freya. Barba de Hierro había sido el jarl elegido para auspiciar los años de adolescencia de uno de los hijos de un gran señor del sur, jarl a su vez de uno de los territorios más importantes de la región de Agdir.

Siguiendo la costumbre normanda, el muchacho pasaría unas cuantas estaciones en el seno de una familia nueva que evitase un trato demasiado blando por parte de los suyos; los nórdicos temían que el amor fraternal excesivo diese lugar a hombres débiles y sentimentales, poco preparados para los saqueos, las luchas y la búsqueda de la gloria. Y para Sigurd era un gran honor convertirse en el anfitrión de un huésped de tanta importancia como parecía tener aquel joven. Tanto era así que había decidido formar una comitiva de recepción con la que encontrar la partida del muchacho y servirle de escolta hasta el fiordo. Parecía evidente que las relaciones políticas también tenían un peso importante entre los nórdicos.

Y Hardeknud no había perdido el tiempo, estaba convirtiendo la aldea en su feudo para una tiranía desmedida en la que tomaba lo que deseaba y sumía a los esclavos en innecesarias crueldades; lo que hacía la vida de Assur mucho más incómoda y cansada, llena de mandados caprichosos y agotadoras tareas inútiles.

Por su parte, con la connivencia del propio Assur, Sebastián se estaba librando de las grandes pilas de leña o de otros trabajos pesados. El viejo godi ya apenas veía algo más allá de un palmo de sus narices enrojecidas y Sebastián, que no había llegado jamás a recuperarse por completo de sus padecimientos, le servía la mayor parte del tiempo de lazarillo y llevaba una vida mucho más desahogada en esos atareados días. Además, la partida de Gorm le había quitado de encima la mayor de sus preocupaciones, ya que Toda parecía estar decantando sus atenciones hacia el hijo menor del jarl, quizá esperando que sus encantos le procurasen una buena posición en el futuro si, como se rumoreaba, Gorm iba a ser nombrado heredero en detrimento del arisco Hardeknud.

Y aunque Assur intentaba no echar sal en la herida, evitando hablar con su hermano de las evidentes atenciones con las que Toda cubría al menor de los hijos de Sigurd, sabía bien que la ausencia de Gorm estaba permitiendo a Sebastián respirar tranquilo en esos días, libre del verdoso rencor de los celos.

Toda había visto una oportunidad que no pensaba desaprovechar: el favorito de Sigurd Barba de Hierro bebía los vientos por ella, y estaba segura de que, si dosificaba de manera adecuada sus encantos, Gorm sería incluso capaz de manumitirla y tomarla por esposa, no como una simple concubina, sino como la mujer que ordenaría su hogar y reinaría más allá del umbral de su puerta, con plenos derechos para ella y sus hijos. Algo así se imaginaba de la misma Brunilda. Aunque Toda jamás se hubiera atrevido a preguntarlo, sus cabellos oscuros y los rasgos redondeados parecían contar la historia de la esposa del jarl sin necesidad de palabras.

En un principio solo se había interesado por los hispanos, ansiosa por dejar atrás aquel lugar desolador, y esperanzada en la huida que planeaban los hermanos. Había aprovechado todos sus recursos para conseguir que Sebastián le prometiese incluirla en la fuga. Y no había sido fácil, era evidente que Assur no la miraba con buenos ojos, pero había logrado capear el temporal con bastante éxito. Sebastián, por el contrario, la contemplaba con expresión de carnero degollado y acudía a ella con la inquietud de un perrillo faldero, aunque parecían faltarle los redaños suficientes para imponerse a su hermano menor y obligarlo a aceptar su compañía en la barca que reparaban. Solo había conseguido que Assur se mostrase dispuesto a llevarla con ellos cuando se había comprometido a proveerles de suministros robados a las reservas de Brunilda.

Sin embargo, en los últimos meses la reticencia del orgulloso Assur ya no era la mayor de sus preocupaciones. Ahora Gorm se había interesado por ella, ofreciendo una salida distinta, incluso era fácil coquetear con la idea de permanecer en aquellos lares si en lugar de ser una simple esclava se convertía en la esposa del futuro jarl.

Además, había descubierto algo maravilloso: contaba con una baza más para jugar, una que podía poner sobre la mesa ante cualquiera de sus dos pretendientes, y que podía asegurar su futuro si lo hacía en el momento oportuno y de la manera adecuada. No sabía cuál de los dos era el responsable, pero eso no sería importante, bastaría con que la creyesen, y ella podía llegar a ser muy convincente. Incluso podía decírselo a ambos, podía estar segura de que no lo discutirían entre ellos. Aunque a Sebastián debería engatusarlo para que no le dijera nada a Assur, y a Gorm solo debería contárselo si tenía la certeza de que serviría para sus propósitos y no como una excusa para rechazarla; tenía que ser cuidadosa, debía elegir muy bien cómo y cuándo les diría que estaba preñada.

Faltaba ya poco para la última luna del año, y el frío no era lo único que había empeorado; consciente del pronto regreso de su padre y su hermano, a tiempo para la celebración del Jolblot, Hardeknud pagaba su disgusto con todo aquel que tenía a su alrededor; se mostraba tan irascible como para que incluso sus hombres de confianza intentaran evitarlo.

Lo que más le molestaba era la incertidumbre, la espera le estaba resultando eterna. Mucho había quedado atrás, y en más de una ocasión había tenido que mancharse de sangre; el precio había sido demasiado alto como para permitir que todo fuese obliterado.

Desde la muerte de su hermano mayor en aquella maldita batalla en el golfo de Jacobsland había estado saboreando la mies que recogería a su regreso al norte. Cegado por una codicia y una ambición que no podía reconocerse a sí mismo, no esperaba otra cosa que convertirse en jarl, incluso soñaba con reunir una nueva expedición para regresar al feudo de los cristianos y conquistarlo, estaba seguro de que donde Gunrød había fracasado él triunfaría.

Pero antes tendría que hacer por convertirse en el señor del lugar, debía asegurarse de usurparle el cetro al viejo Barba de Hierro y de evitar la escalada al poder de su hermano Gorm. Sabía que podía contar con la tripulación del Ormen, eran sus hombres, él los había traído de vuelta, además se había preocupado, y mucho, de colmarlos con algo más que simples promesas, les había dado plata, armas, brazaletes con serpientes talladas que recordaban a la enorme Jörmungand, mordiéndose la cola para rodear el mundo, colgantes con martillos de Thor labrados y monedas traídas desde todos los rincones del mundo; había repartido riquezas y había cobrado lealtades. Sin embargo, no podía saber cómo reaccionarían los acólitos de su padre, o las gentes de la aldea, especialmente el esperpéntico godi, que de seguro intentaría convencer a todos de los malos augurios que traería su ascenso al poder, aquel viejales marchito siempre había estado del lado de su padre. Y aunque no le importaba pasar a cuchillo a todos ellos, no quería ser el señor de un erial cubierto de cadáveres; había tenido una ambiciosa idea que podría evitar algo semejante: podía contar con algunos de entre los que, como derrotado remanente de las fuerzas de Gunrød, habían regresado al norte junto a él; especialmente con un grupo de indeseables facinerosos de Gokstad, que únicamente se habían unido al Berserker embelesados por las riquezas de las iglesias de los seguidores del Cristo Blanco, y a los que tanto les daba matar, robar, violar o saquear si la recompensa era lo suficientemente alta. En cuanto su padre y su hermano habían partido hacia el sur, les había enviado un mensaje gracias a un mercader de pieles con cara de comadreja avariciosa que iba haciendo escalas desde el norte en una barquichuela raquítica y sobrecargada, unas monedas bastaron para que llevase el recado; les había prometido oro suficiente para estar seguro de que aceptarían el encargo. Había puesto su idea en práctica, el jarl Sigurd Barba de Hierro y su orgulloso heredero no regresarían jamás de su viaje al señorío de Agdir, los de Gokstad los interceptarían y acabarían con ellos y él, Hardeknud, se convertiría en el nuevo jarl.

Solo le quedaba una cosa: esperar. Un día cualquiera recibiría la noticia que tanto ansiaba. Por el momento, esa noche pensaba ahogar su nerviosismo con grandes cantidades de jolaol, deseaba beberse hasta los restos espumosos del último barril de hidromiel.

Ajenos a las maquinaciones de Hardeknud, los dos hermanos hispanos intentaban pasar desapercibidos, contentos con librarse de las iras del hijo del jarl. Esa tarde, mientras el godi dormitaba entre ronquidos que se oían desde el exterior de la choza, Assur y Sebastián preparaban leña para el invierno. A espaldas de uno de los rediles, Sebastián iba poniendo leños en un viejo y curtido tocón y Assur los abría a golpe de hacha.

—Entonces, ¿para esta primavera?

Assur descargó un nuevo golpe y el trozo de abedul colocado por su hermano crujió bajo la fuerza del filo antes de partirse en dos grandes pedazos que enseñaban la blanca madera. Antes de contestar descansó un momento apoyándose en la contera del mango, mientras, Sebastián apilaba los cachos recién cortados.

—Sí, ya solo falta calafatearla. —E hizo un gesto con el mentón indicándole a Sebastián que pusiese un nuevo leño en el tocón.

—Pero ¿estás seguro?, ¿en la primavera?

Assur alzó de nuevo el hacha con facilidad, y se preparó.

—Sí, si todo sale bien, estará lista. Aunque también tenemos que terminar los remiendos de la vela. Y está el asunto de las provisiones… —dejó las palabras en el aire lanzando una mirada cargada de intención a su hermano.

Sebastián, que pretendió no darse por enterado de la insinuación, colocó ahora un madero de roble.

—O sea, que podríamos hacernos a la mar en unos dos o tres meses, ¿y crees que podríamos estar de vuelta en casa antes del otoño?

Assur volvió a bajar el hacha descargando un golpe que sonó como un trueno y que obligó a Sebastián a mirar con envidia los anchos brazos de su hermano.

—No creo, no basta con llegar a las islas de los anglos —contestó el hermano menor secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Una vez allí, por lo que tengo entendido, tendremos que viajar al sur, hay que atravesar esas tierras hasta una gran ciudad a orillas de un río. —Assur hubiera jurado que algo cambiaba en la expresión de Sebastián—. Y luego habrá que buscar el modo de hacer algunos cuartos, habrá que conseguir dineros con que pagarse el pasaje.

Sebastián perdió el ritmo de trabajo por un momento, parecía meditar sobre las palabras de su hermano.

—Pero, entonces, ¿cuándo estaremos de vuelta?

Assur se extrañó por la insistencia de su hermano, pero no tuvo tiempo ni de contestarle ni de preguntar al respecto, el godi se había despertado y se acercaba renqueando.

—¿Acaso pensáis que toda esa leña se va a cortar sola? —refunfuñó el hechicero meneando su bastón como si amenazase con moler a palos a los hispanos—. Basta de cuchichear como dos viejas troceando coles para el estofado, ¡a trabajar!

Los dos hermanos agacharon la cabeza con sumisión y aceleraron el ritmo de la faena ante la severa mirada del vejestorio; Assur pensó con alivio en el poco tiempo que le quedaba de soportar abusos semejantes y Sebastián recordó con renovada ilusión lo que Toda le había dicho esa mañana, y esperó que Assur no se hubiera dado cuenta de su secreto; durante todo el día se había preocupado por encontrarse con ella a hurtadillas para intercambiar dulces palabras y promesas, pero había intentado, en todas las ocasiones, que Assur no se percatase de la emoción que sentía.

Mientras los hispanos trabajaban y el same se recolocaba una y otra vez su raído gorro de lana roja sobre la calva, el prolongado ocaso del norte se colgó del cielo anunciando el fin del corto día y la larga noche de invierno que se avecinaba. En el gran salón, rodeado de las mujeres y esclavas que ultimaban la cena, Hardeknud vaciaba un cuerno tras otro y agradecía el efecto sedante del alcohol reviviendo una y otra vez sus ensoñaciones de poder y grandeza. Pronto llegarían noticias.

Assur no había podido evitarlo. Los acontecimientos se habían desencadenado hacia un irremisible final, y ahora se había quedado sin posibilidades, todo se había ido al garete. Tendría que huir esa misma noche, Sigurd podía regresar en cualquier momento y toda ventaja sería poca ante las iras desatadas del jarl.

Lamentaba no haber sido capaz de mantener la sangre fría debida, estaba seguro de que Gutier hubiera reprobado su comportamiento, además, no había servido de nada, todo había acabado antes de poder evitarlo.

Había oído los gritos al salir en busca de aire fresco, huyendo del cargado ambiente del gran salón, atestado de hombres que bebían, comían y gritaban sitiados por fuentes de comida que las mujeres cargaban entre las volutas de humo de los hachones y el fuego; por algún motivo los secuaces de Hardeknud parecían más exaltados de lo normal, igual que lobos oliendo la enfermedad que debilita su presa, y el opresivo ambiente había sido demasiado para Assur. Antes de llegar hasta la gran piedra labrada los había oído a los tres. Había reconocido la voz atiplada de Toda, entreverada por las farfullas en nórdico de Sebastián; y, por encima de ambos, las imprecaciones de la voz ronca de Hardeknud, tomada por los regüeldos del jolaol.

Había rodeado el gran salón a toda prisa intuyendo problemas; al llegar no le costó imaginar lo sucedido hasta entonces. Toda tenía la ropa hecha jirones y reculaba gritando en castellano que la dejasen en paz, a cada paso sus pechos se insinuaban entre las rasgaduras, echando lascivas sombras que reptaban sobre su vientre hasta el triángulo de oscuro vello rizado, la piel pálida estaba tensa, reflejando la escasa luz con destellos blancos. Sebastián, a medio camino entre la muchacha y Hardeknud, echaba su brazo izquierdo hacia atrás en un gesto fútil, como queriendo proteger a Toda, y en la mano derecha esgrimía el ridículo cuchillo para hierbajos del godi. Hardeknud, borracho como una cuba, le gritaba que se apartase, amenazándolo con arrancarle la cabeza y violar su cuello sangrante antes de hacerse igualmente con la esclava.

Por el momento estaban solo ellos cuatro, y Assur creía que la escandalera no alertaría a los del interior de la skali, sin embargo, sabía que si se demoraba lo suficiente el viejo same vendría a buscarlo refunfuñando, amoscado por la tardanza, aunque tenía motivos más que fundados para suponer que el hechicero no intervendría en su favor o el de su hermano, lo más seguro es que incluso admitiese de buena gana que el hijo del jarl abusase de la esclava.

Assur estaba seguro de que no sería la primera vez que Hardeknud se beneficiaba a Toda, aun a pesar de la tontuna que impedía a Sebastián reconocer los escarceos coquetos de la muchacha, sin embargo, no era el momento de razonar con su hermano, que, aun inflamado de amor, sería incapaz de defenderse ante la acometida de un hombre que pesaba al menos cuatro arrobas más y era un experto combatiente; Sebastián ni siquiera sujetaba el cuchillo como debía, lo agarraba con dedos apretados, con el mismo gesto de un niño a punto de lanzarle un palo a su cachorro.

Falto de otras opciones, Assur se decidió.

—¡Déjalos! —le gritó al nórdico al tiempo que echaba a andar hacia ellos pensando en qué decir—. Puedes disponer de cualquier otra muchacha del pueblo…

Pero Hardeknud no pareció escucharlo, y Assur temió que la embriaguez del nórdico alienase cualquier discurso conciliador en el que pudiera pensar.

Toda ya no tenía adónde ir, pegaba su espalda a la montonera de turba que hacía de paredón entre los troncos que servían de contrafuerte a la skali. Hardeknud pisoteaba sin atención la capa con capucha que había vestido la joven y ella intentaba cubrirse recogiendo con las manos los escasos trozos de las ropas que le quedaban, apretándolos contra su vientre. Sebastián se había detenido unos pasos por delante de ella, y se había encarado al nórdico como si no fuese más que una de las peleas de los chiquillos del pueblo en la era, a cada poco echaba la cabeza atrás con gesto preocupado, mirando, con los ojos desorbitados de un conejo al que están despellejando, a la mujer a quien había aprendido a amar.

Hardeknud inclinaba el rostro a un lado y a otro, intentando atisbar a la mujer tras el hispano con ojos encendidos por la lujuria y el alcohol.

Assur sabía que se le agotaba el tiempo, si el nórdico se abalanzaba hacia su hermano, él no podría llegar hasta ellos antes de que se enzarzase con Sebastián. Temiendo por su hermano, echó a correr.

—¡Espera! —le gritó en castellano—, ¡ya voy!

Sebastián sí escuchó, y Assur vio en la cara de su hermano un gesto compungido que no entendió, había miedo, mucho miedo. Miraba hacia Toda una y otra vez con el rabillo del ojo, y luego a su hermano, como queriendo decir algo que no podía expresar. Y la angustia se reflejaba en su rostro mostrando preocupaciones mucho mayores que su propia integridad. Había algo extraño en el modo en que Sebastián miraba, escondiendo palabras que, obviamente, deseaba pronunciar.

Assur vio a su hermano retroceder manteniendo el cuchillo torpemente ante sí. Con el brazo retrasado apoyó la mano en las de Toda, cruzadas en su regazo, revueltas en los harapos sobre su barriga. Con ese gesto Assur tuvo un terrible presentimiento.

Aun tan ebrio como para costarle caminar por una vara, Hardeknud se dio cuenta de que el esclavo había dejado de prestarle atención.

Sebastián miró una vez más a Toda y luego a su hermano, pretendía decirle algo, pero no tuvo tiempo, Hardeknud lanzó un rugido de oso y se echó hacia adelante cogiendo la muñeca de Sebastián con la izquierda y soltando un puñetazo con la mano libre que el hispano recibió de lleno. El joven trastabilló con un ahogado sonido ronco trabado en la garganta.

Toda gritó y el nórdico se tambaleó mientras intentaba asentar los pies para lanzar un nuevo golpe. Sebastián, con los labios partidos y el pecho salpicado de sangre, forcejeó inútilmente, incapaz de librarse de la presa de Hardeknud.

—¡Suéltame! ¡Hijo de Satanás!… ¡Déjala en paz!

Le faltaban apenas una docena de pasos cuando Hardeknud calló los gritos de Sebastián echándole ambas manos al cuello y Assur vio cómo su hermano intentaba usar el cuchillo cortando los antebrazos del nórdico, sin alcance suficiente como para clavárselo en el pecho o conseguir herirlo de gravedad. Disgustado, vio cómo Toda echaba a correr alejándose de la pelea, libre de cualquier preocupación aparente por Sebastián.

Ya podía oler el tufo a alcohol que Hardeknud rezumaba.

El nórdico pareció impacientarse al ver escapar a la esclava y, sin darle tiempo a Assur para poder evitarlo, removió sus manazas por el gorjal de Sebastián, sujetándole el pescuezo con una y aferrándole el mentón con la otra, y Assur vio con horror como los músculos de los hombros de Hardeknud se tensaban abultando la camisa y consiguiendo que los pies de Sebastián arrastrasen las puntas de los dedos por el suelo.

Su hermano, alzado como un pelele, pataleaba infructuosamente al tiempo que intentaba clavarle el cuchillo a su oponente.

El primer golpe, un codazo a los riñones en el que Assur descargó todo su peso en carrera, llegó justo después del ronco crujido. Sebastián cayó desmadejado como un muñeco de trapo y, antes de que Assur pudiese asimilar lo sucedido, inquieto por la extraña postura de la cabeza de su hermano, Hardeknud se dio la vuelta y le encaró.

—Debí haberte matado en cuanto te desembarcamos —le espetó el normando mirándolo con desprecio.

Assur miraba el cuerpo de Sebastián cuando recibió el primer puñetazo de Hardeknud, la carne del pómulo se le abrió con una dolorosa brecha y el hispano tuvo que hacer un esfuerzo por abandonar las ideas que se le agolpaban y concentrarse en la batalla que tenía por delante. El siguiente envite lo esquivó con soltura al tiempo que recordaba las enseñanzas de Gutier y Weland, consiguió que un halo de vieja frialdad le sirviese de bálsamo.

Como si fuese una burla del desparejo enfrentamiento anterior, en esta ocasión, los oponentes, ambos desde sus más de seis pies de altura, podían mirarse directamente al rostro, viendo cada uno en el otro el odio encendido que se profesaban. Giraban midiéndose y Assur pudo percibir, para su disgusto, que a pesar de las venillas palpitantes de las mejillas y de los enrojecidos ojos, Hardeknud tenía sobriedad suficiente como para suponer un formidable rival y, tal como le habían enseñado las luchas al borde de la fogata del campamento con Nuño el Mula, decidió aprovecharse de la corpulencia de su oponente en lugar de sacar ventaja de la suya propia.

El hispano se mantenía en movimiento, apoyando solo los dedos de los pies y con las rodillas dobladas, listo para reaccionar ágilmente.

La noche cerrada traía los rumores del jolgorio de la skali. El aire olía a la humedad fría del norte, y la picazón salada del cercano mar se colaba por sus narices.

Hardeknud se dejó llevar por la ira. Se abalanzó sobre Assur cuando se dio cuenta de que cambiaba el sentido de giro, esperando derribarlo; pero el hispano estuvo rápido, había sido un simple amago, y pudo recibirlo preparado para apartarse al tiempo que se agachaba lo suficiente como para agarrarlo por la rodilla retrasada y, de un fuerte empellón, hacerle perder pie.

Assur se encogió lo justo para que el brazo del normando le pasase por encima de la cabeza, haciendo al nórdico errar el golpe. Aprovechó el impulso, y ahora el nórdico se desplomaba como un corrimiento de tierra. Hardeknud cayó de bruces sobre el suelo helado y el fuerte chasquido de sus mandíbulas al cerrarse resonó como un latigazo. Antes de que pudiera levantarse, Assur se le echó encima, se sentó a horcajadas en la espalda del nórdico y le rodeó el cuello con un brazo al tiempo que aseguraba la presa aferrándose la muñeca con la mano libre. Con el primer apretón solo consiguió un resoplido sibilante que salió con un gorjeo de la garganta del normando, capas de músculo y grasa amortiguaban los esfuerzos de Assur, que ceñía el brazo con toda su voluntad, intentando asfixiar al díscolo hijo del jarl.

Hardeknud gruñía con desespero y, braceando desde su incómoda posición, intentaba echar las manos atrás para coger a Assur, que arqueaba la espalda apartando el rostro de aquellos fuertes dedos de uñas sucias y perdía así fuerza en su llave, cediéndole espacio al nórdico para maniobrar.

Desde el océano llegaban nubes bajas que anunciaban un cambio de tiempo, el invierno se presentaba reclamando frío y nieve, y las estrellas se escondían oscureciendo la noche.

Hardeknud consiguió revolverse obligando a Assur a soltar su presa. Al estar tirado en el suelo no pudo echar el brazo atrás tanto como hubiera deseado, pero aun así el puñetazo fue brutal, tanto como para descabalgar al hispano y lanzarlo a un lado.

Assur cayó pesadamente cerca del cuerpo de su hermano y perdió unos instantes preciosos asumiendo lo sucedido ante los ojos apagados de Sebastián, dándole tiempo al nórdico para abalanzarse de nuevo sobre él. Ahora era Assur el que sentía sobre su pecho las tres fanegas del corpachón del nórdico.

Descargó sus puños con toda la rabia que pudo, pero Hardeknud no se inmutaba, parecían no afectarle.

Braceó buscando una piedra con la que conseguir un golpe mucho más contundente, y al desatender la guardia recibió una serie de rápidos puñetazos que le entumecieron el rostro. No había nada, solo hierbajos y tierra suelta; entonces recordó el pequeño cuchillo. Pero estaba demasiado lejos.

Llegaron más golpes, y mientras intentaba protegerse de las arremetidas enfurecidas del nórdico, escurrió la cadera para cambiar las piernas de posición y asentarse mejor. Y, cuando pensaba en usar las rodillas, Hardeknud cesó en sus golpes para abrir los brazos y echarle las manos al cuello con la intención segura de acabar con él del mismo modo que con Sebastián, pero Assur reaccionó con presteza; viendo la oportunidad, lanzó un salvaje golpe a la nuez del normando, que, de inmediato, se quedó sin aire, boqueando. Assur aprovechó la debilidad para desasirse al modo de un turón saliendo de la madriguera.

Y todo acabó en un instante. Assur llegó hasta el cuchillo, se revolvió, y antes de que Hardeknud se levantase lo apuñaló. La hoja entró sin resistencia en el ojo derecho del nórdico y, pese al escaso tamaño, llegó hasta los sesos interrumpiendo el gesto de Hardeknud de echarse las manos a la cara. Murió al momento. Tardó un buen rato en desplomarse, tanto como para darle tiempo a Assur a llegar hasta el cadáver de su hermano y recoger en el regazo a Sebastián conteniendo las lágrimas que pugnaban por ser liberadas.

No supo cuánto tiempo pasó, pero el cielo estaba ya cubierto por completo de densas nubes bajas cuando la oyó regresar. Entre los pasos de sus pies delicados sonaba el frufrú de los harapos que intentaba arreglar para cubrir su desnudez.

Assur no se giró, siguió sosteniendo el cuerpo de Sebastián, al que la noche arrebataba avariciosamente el calor. Hizo la pregunta asumiendo de antemano las responsabilidades con las que habría de cargar si la respuesta era afirmativa.

—Estás embarazada, ¿verdad?

Como ella no contestaba, él la miró.

—¿Sí o no? ¿Lo estás?

Toda pensaba con rapidez sin querer dar una respuesta que la comprometiese inútilmente. Conocía a Assur lo suficiente como para darse cuenta de que estaría dispuesto a hacerse cargo de ella y su bebé si creía que Sebastián era el padre, pero dudaba de si sería lo más conveniente.

—¡Contesta! ¿Es Sebastián el padre? —insistió él con un gesto tan duro como para obligarla a dar un paso atrás.

Assur bajó los ojos un instante al percatarse de que había hablado de su hermano como si aún estuviese vivo. Toda advirtió que prefería volver a Galicia que quedarse como concubina de Gorm, no podía dejar escapar esa oportunidad, además, podía quedarse con el mejor de los hermanos.

—Sí, lo estoy, y sí…, fue Sebastián —contestó finalmente componiendo la voz con la mayor melancolía de la que fue capaz, convencida ya de que era mejor aprovechar esa oportunidad que arriesgarse a esperar la comprensión y afecto del hijo del jarl.

Assur volvió a mirarla destilando una suspicacia que a ella no le pasó desapercibida.

—Es de él, ¡es suyo! —aclaró señalando el cuerpo de Sebastián—. El hijo que llevo en mis entrañas es de Sebastián —se apuró a insistir entrecerrando los ojos y apretando las manos contra su vientre.

Assur escrutaba el rostro de la mujerzuela buscando la verdad, que intuía lejana y distante. Y, aunque dudó, terminó asintiendo.

Aceptando los problemas que suponían las palabras de Toda con resignación evidente, Assur empezó a maquinar una salida de todo aquel embrollo.

—¡Tenemos que irnos! —urgió Toda.

Assur no dijo nada, era evidente que tenían que huir, pero ahora estaba pensando en cómo arreglárselas para darle cristiana sepultura a su hermano.

—No podemos dejar que nos encuentren así —volvió a insistir ella señalando el cadáver de Hardeknud.

Era obvio y no ayudaba en nada. Aunque el propio Sigurd estuviera de viaje, sus hombres no permitirían que Assur saliese con bien de aquello, lo apresarían hasta el regreso del jarl y luego tendría que responder por haber matado al hijo de Barba de Hierro. Assur sabía que aunque Sigurd no tuviese aprecio por su díscolo vástago, su propia posición como señor del lugar lo obligaba a tomar medidas, como poco lo despellejarían, de nada servirían las excusas que pudiese urdir, y tampoco estaba dispuesto a pedir clemencia por haber acabado con aquel desgraciado de Hardeknud. Había que salir de allí cuanto antes.

—Vamos a por la barca, ¡marchémonos! ¡Tenemos que irnos!

Assur pasó la mano una última vez por el rostro de su hermano y le cerró los ojos con un gesto lleno de cariño contenido. Apoyó el torso de Sebastián en el frío suelo y se irguió para encarar a la mujer que él creía sería la madre del hijo de su hermano.

—Tendremos que hacerlo a pie, el bote aún no está listo —anunció él aceptando el irremisible hecho de que ni siquiera tendrían tiempo para terminar los trabajos de reparación del esquife, sabía que debían poner tierra de por medio cuanto antes.

—Pero… pero Sigurd y Gorm regresarán en cualquier momento, y si no los hombres de Hardeknud… ¡Nos atraparán! ¡Necesitamos el bote!

Assur pensaba ya en la necesidad de hacerse con rapidez con algún pellejo para el agua y unos pocos víveres. Todo se había ido al traste, pero no podía dejar que la situación lo sobrepasase.

—Por tierra no lo conseguiremos, ¿adónde iríamos? —insistió Toda con la voz tomada por un nerviosismo evidente.

Pero las palabras urgentes de ella de nada servían, la barca no estaba lista. Y, tristemente, aunque lo estuviese, la malina no les favorecía, no era el momento de hacerse al mar, y a cada instante que se entretenían allí perdían una ventaja preciosa. En cualquier momento podían salir de la skali los acólitos de Hardeknud, o cualquier otro, ninguno de los normandos se quedaría de brazos cruzados ante lo sucedido.

—Iremos al norte, a la desembocadura del río Nid, allí hay un gran puerto.

Assur lo había dicho pretendiendo una mayor seguridad de la que sentía. Pero no tenían otra opción, y la llamada Nidaros era una importante aldea comercial con un puerto relevante desde el que, con un poco de suerte, podrían apañárselas para buscar un modo de regresar a casa.

Toda lo miraba con ojos desorbitados y Assur lamentó no ver en ella algo más de afectación por la pérdida de Sebastián.

—Nos llevará días, puede que semanas. ¡Y llega el invierno!

Assur sabía que no sería fácil, el frío había empezado, había noches en las que en el cielo se dibujaban las guovssahas, y era un trayecto desconocido para ellos, por tierras que se empezaban a cubrir de nieve y en las que el horizonte insinuaba agrestes colinas y costas escarpadas de las que nada sabían.

—Cierto —concedió Assur—, pero no queda otra opción. ¿Acaso prefieres esperar a ver cómo se lo toman?

Toda recomenzó a arrepentirse de la baza jugada. La opción de Gorm empezaba a parecer mucho más atractiva, aquel trayecto hasta Nidaros se le antojaba una locura, ella había supuesto que podrían usar el bote que Assur llevaba meses reparando, Sebastián le había dicho que estaba prácticamente a punto, pero ahora intuía que la complacencia del muchacho era solo un modo de afianzar su relación haciéndose imprescindible para ella. Y ahora todo se había convertido en humo. A cada instante le parecía más fácil imaginar cómo Gorm, emocionado por saberse padre, la liberaba y la convertía en su esposa, dispuesto a cederle las llaves de su casa y a convertirla en su husfreya.

—Pero es un suicidio, no llegaremos, ¿por qué no lo intentamos con la barca? —objetó ella sin atreverse a extenderse con más quejas.

Assur decidió no perder el tiempo.

—Yo iré a la cabaña, a por las pieles y los pocos aprestos que he tenido tiempo de preparar —dijo pensando en un pequeño pedernal, un pellejo de agua remendado, un cuenco rajado, y unos pocos avíos más que tenía previstos—. Tú búscate algo de ropa y mira a ver si puedes hurtar algo de las despensas, necesitamos víveres.

Toda no reaccionó, pero Assur miraba de nuevo hacia el cuerpo de Sebastián, luchando contra la necesidad que sentía de cavar una fosa para su hermano y sabiendo que no tenía tiempo que perder.

—¡No llegaremos! —insistió Toda—. No podemos cruzar este maldito lugar de hielo y nieve a pie, ¡es imposible!

A ella le bullían los sesos pensando en cómo darle la vuelta a la situación, decidida ahora a quedarse allí y esperar a Gorm, y Assur estaba a punto de contestar cuando los interrumpieron.

—Diga lo que diga, serán mentiras, no es más que una puta… —dijo alguien en normando a sus espaldas.

Era el godi, que golpeaba con la contera de su bastón el cuerpo de Hardeknud mientras una sonrisa le cruzaba la cara arrugada.

—Así que Tyr, riendo en su sitial del Asgard, se ha servido de tu brazo para matar a este desgraciado engreído —continuó el rancio hechicero al tiempo que se acercaba renqueando sobre sus piernas torcidas y un gesto socarrón le removía el rostro—. Los hombres mueren por sus madres, pero matan por sus putas… No dudo que lo tenga bien merecido —añadió señalando con su bastón el cadáver de Sebastián—, pero te van a hacer falta algo más que las ocho patas de Sleipnir para poder escapar.

El viejo hechicero same no necesitaba que nadie le explicara lo que había sucedido. Los hispanos llevaban tanto tiempo entre ellos como para que los hechos resultaran evidentes a sazón de los dos cadáveres y la ropa desgarrada de Toda.

—Espero que termine en las simas del Hel y que el acceso a los grandes banquetes le sea negado, no era más que un presuntuoso cagajón reseco salido del culo de una cabra tiñosa. Pero no creo que a Sigurd le haga tanta gracia como a mí —terminó el godi entre divertidas carcajadas que enseñaban sus encías, desnudas a excepción de unos pocos dientes oscurecidos y corruptos.

Assur lamentó que la situación se hubiese vuelto tan enrevesada. No había otra opción que matar al viejo antes de que diese la alarma; dio un par de pasos decididos hacia el same.

El hechicero se dio cuenta de la frialdad escondida en los profundos ojos azules del hispano.

—Tranquilo, tranquilo, cachorro —le dijo alzando su mano de dedos engarfiados de articulaciones hinchadas—. Por mí puedes ir en paz, si este irrespetuoso aborto de loba tiñosa se hubiese hecho con el poder, mis días habrían llegado a su fin, se hubiera buscado su propio godi. Ahora ya no es más que un pedo al viento —dijo riendo su propia gracia—, y eso es bueno para mí, y bueno para ti —añadió haciendo sonar sus palabras como el estribillo de una cantinela de taberna—. Ahora lo peor que puede hacer es convertirse en haugbui, y para luchar contra eso ya tengo mis propios remedios…

Aquellas palabras pillaron a Assur por sorpresa.

—Puedes ir, yo no diré nada, pero te aseguro que aunque se llevasen como dos cuervos peleando por el mismo ojo del único cadáver, Sigurd no te dejará escapar así como así, es cierto que no se soportaban, pero, al fin y al cabo, era su hijo, y un jarl no puede permitir que algo así quede impune.

Eso Assur ya lo sabía. Aunque oírlo de labios del godi le convenció de que podía dejarlo tranquilo para trampear sus propios achaques, lo que tenía que hacer era huir. Finalmente asintió y, obviando al viejo, se volvió hacia Toda.

—¡Vámonos! Haz lo que te he dicho.

Ella no hizo gesto alguno y Assur estaba a punto de volver a exigirle que se pusiera en marcha cuando por fin habló con una contundencia que el hispano no esperaba.

—¡No! No pienso arriesgarme a morir congelada…

Algo había cambiado en la expresión de ella, había algo nuevo y malicioso sin restos del miedo aparente y el desconsuelo. Assur se dio cuenta de que había estado fingiendo, pero no quiso creer lo que su intuición le decía.

—Y yo no pienso dejar que el hijo de mi hermano nazca sin… —Calló un momento, no estaba muy seguro de lo que quería decir, y mucho menos de las implicaciones y responsabilidades que arrastrarían sus palabras—. Sin un padre… —terminó la frase titubeando.

Ella torció el rostro con una sonrisa difícil de interpretar. El godi, por su parte, miraba la conversación sin necesidad de entender el idioma para barruntarse lo que discutían los dos hispanos. Él, como curandero que era, había notado el rubor y la hinchazón de los pechos, estaba al menos de cuatro lunas. Y la pequeña redondez del vientre a medio cubrir por los jirones de la camisola de lana burda lo hacía aún más evidente.

—No eres tú el que tiene que decidir sobre el padre de mi hijo —le espetó Toda con furia evidente.

El viejo same seguía riendo, complacido.

Assur bajó el rostro por un momento y, sin quererlo, volvió a ver el cuerpo de Sebastián.

—Ni siquiera lo sabes, ¿no es así?

Esta vez fue ella quien permaneció callada, manteniendo una expresión altiva y adusta que decía mucho más que las palabras que guardaba.

—Ni siquiera sabes quién es el padre. Me has dicho que era Sebastián solo para poder venir conmigo en ese maldito bote…

Y Assur no supo qué más decir. Una bilis amarga y correosa se le revolvió en el gaznate dejándole un terrible sabor a decepción.

Se dio la vuelta y echó a andar. Quería abandonarlo todo.

El godi se reía y Toda pensaba ya en el regreso de Gorm, pero, para desilusión de ambos, las cosas no resultarían como tanto anhelaban, el uno acabaría asaetado contra un árbol por no haber ofrecido sacrificios apropiados que le hubiesen permitido evitar el fatal desenlace, la otra acabaría repudiada por reclamar la paternidad del heredero defenestrado. En aquellos mismos momentos Gorm yacía muerto, desmembrado y exangüe, mientras, su padre, habiendo arrancado la confesión sujetando sogas atadas a sus sementales a las extremidades de uno de sus atacantes, volaba a uña de caballo para matar a su otro hijo. Sigurd Barba de Hierro clamaba venganza y Assur no llegó a saber jamás que el jarl no solo hubiese perdonado su crimen, sino que, de hecho, también le hubiera ofrecido su herencia.

Assur tuvo la presencia de ánimo suficiente como para vencer el imperioso deseo de poner tierra de por medio y, antes de dar ese primer paso hacia lo desconocido, se dio el tiempo justo para recoger sus pocos pertrechos y retirar el cuchillo del godi del cadáver de Hardeknud.

De su destino solo sabía lo que había oído en los cuchicheos y rumores de los comerciantes, pero al menos tenía la certeza de que estaba en el norte, y aunque el cielo aparecía cubierto de espesas nubes cenicientas, no era difícil orientarse; sin volver la vista atrás, intentando deshacerse de aquella pesadilla traída por las maras de las que despotricaban aquellos demonios del norte, caminó con la cabeza gacha, cambiando con pesadez el pequeño hatillo de un brazo al otro y acariciando la desgastada cinta de lino que llevaba atada a la muñeca; con el océano a la izquierda, siempre a la izquierda.

Sabía que no hubiera podido descansar aunque se lo hubiese permitido, había mucho que lamentar, además, tampoco tenía en mente darles oportunidades a los normandos para recortar la ventaja que tanto le estaba costando cobrarse; aquella primera jornada no se detuvo. No comió, no bebió, solo caminó, lenta y penosamente, adivinando el lugar hacia el que dar el siguiente paso, cernido por la penumbra de aquel norte de albas interminables.

Y, con la luz del día, grandes copos como plumones de ganso empezaron a desprenderse de aquellas apretadas nubes tintadas que acercaban el cielo tanto como para parecer que podía rasgarse con los ápices de los grandes abetos que lo rodeaban. Assur, taciturno y afectado, siguió andando, bordeando la costa a buen ritmo hasta que llegó un nuevo ocaso y el cansancio amenazó con vencerlo.

El terreno era escarpado, salpicado de peñascos oscuros punteados de líquenes y tocados por penachos de largos musgos en los que se quedaban prendidos los copos de la nieve que no llegaba a cuajar; hacia el norte y el este ganaba altura, elevándose sobre las manchas de bosques verdes, y dejando que la misma nieve que no se agarraba en la costa cubriera con un manto blanco las sierras.

Antes de que llegase la oscuridad se desvió hacia el este, rodeando la escarpada cañada de un arroyo, y buscó refugio bajo un abeto tronchado que le permitió amontonar ramas al tronco y fabricarse en poco tiempo una techumbre bajo la que, siguiendo no sin cierto rencor las enseñanzas del godi, acumuló aquel musgo de turbera que tanto abundaba con la intención de alejar su sueño del frío del suelo. A la boca del improvisado vivaque prendió lumbre sirviéndose del pedernal, y derritió nieve que aprovechó para hacer una infusión con la corteza arrancada de las ramillas de temporada de un aliso cercano, cubierto de amentos que anunciaban el fin del otoño. Un verderón escuálido que buscaba semillas en aquellos diminutos frutos apiñados se espantó.

Entre recuerdos y lamentos durmió inquieto, vencido por el cansancio y con las tripas retorciéndose por el hambre.

Cuando llegó la mañana tuvo que enfrentarse pronto a una decisión, apenas con unas pocas millas a sus espaldas llegó hasta los riscos que enmarcaban el valle de un fiordo en el que se distinguían las columnas de humo de los hogares de una aldea; si se quedaba en la costa se beneficiaría del clima más benigno, ablandado por el mar, pero además de la posibilidad de toparse con gentes que deseaba evitar, tendría que enfrentarse con un terreno agreste y enrevesado donde el océano no parecía capaz de ganarle la partida a la tierra firme y los riscos se alternaban con acantilados en los que el océano se batía. Por el contrario, si se adentraba hacia el interior conseguiría atajar las vueltas obligadas por los cabos y calas, pero la elevación del terreno le restaría calor a los días. Tras mucho pensarlo se decidió por atravesar los bosques y buscar los oteros que se anunciaban por encima de las puntiagudas copas verdes de las coníferas, suponía que así su rastro sería más difícil de seguir y además en la floresta podría encontrar algún animalillo que cazar.

La marcha se complicó pronto, no solo por la dureza del terreno, sino también por el hambre que empezaba a acusar; encontraba frecuentes manantiales que le evitaban las penurias de la sed, pero como única fuente de alimento tenía que contentarse con los piñones amargos y duros de los abetos. Además, la soledad y la tristeza le llenaban el alma en connivencia con la monotonía de aquellos inmensos páramos en los que el frío comenzaba a mellar su voluntad y el hambre le consumía el cuerpo.

Encontró alguna trocha eventual que rompía la iterativa cobertura de arbustos ralos, pero se mantuvo siempre fuera de aquellos caminos; justo en la línea donde el frío de las alturas y el aire enrarecido hacían de las coníferas meras invitadas, y desde aquella irregular frontera, acudía al interior del bosque cada jornada para procurarse el escaso alimento.

Los días pasaban sin más aliciente que el siguiente paso, siempre hacia el norte, un pie tras otro. La nieve lo dejó tranquilo, y tuvo la dudosa suerte de empaparse únicamente con los fríos chubascos de grandes gotas pesadas que dejaban tras de sí noches húmedas de tiritera y desconsuelo en las que la lumbre se negaba a arder con fuerza suficiente mientras la lluvia siseaba en las brasas.

En las primeras jornadas no se concedió descanso, temeroso en todo momento de girarse y ver en la lontananza las siluetas de Sigurd y sus hombres, pero cuando llevaba ya una semana huyendo a ese infernal ritmo, encontró un escuálido avellano que le regaló unos pocos frutos y, confiando en haber cobrado suficiente ventaja como para desanimar a sus posibles perseguidores, decidió tomarse un merecido descanso con la esperanza de capturar alguna de las ardillas que había visto corretear por entre las copas de los árboles.

Usó los cordajes con los que aseguraba las cañas de las botas para preparar unos lazos y, eligiendo árboles bajo los que se veían restos de piñas aprovechadas por los roedores, tendió ramas entre el suelo y los troncos de modo que sirvieran a las curiosas ardillas de cómodos atajos en sus escaladas hasta los frutos. Aprovechó los nudos de la madera para colocar sus lazos en aquellos pasos artificiales después de enmascarar su propio olor frotando todo el montaje con pinocha.

Mientras daba tiempo a las trampas buscó refugio. Por primera vez en días el cielo aparecía despejado y el sol, que ya pretendía tenderse sobre el horizonte, se veía rodeado de un brillante halo que anunciaba el frío que vendría. Iba a ser una noche de helada, y la nieve llegaría pronto para quedarse hasta la primavera.

Encontró un repecho de roca negra bajo el que amontonó ramillas y musgo y, colocando un buen montón de troncos que le sirviesen para cerrar el habitáculo, prendió una hoguera con la esperanza de que la peña le ayudase a mantener el calor de las llamas durante la noche.

Tanteando el puñado de avellanas que llevaba, se obligó a no comerlas hasta haber revisado los lazos. Cuando regresó a las trampas no pudo evitar que recuerdos sobre los seres queridos ya perdidos lo desconsolaran. Al frío y el hambre, se añadió la soledad. Se sentía vacío y perdido. El abatimiento le carcomía la conciencia, y podía sentir que el anhelo de seguir adelante se le escurría entre los dedos como arena fina. Ya no estaba seguro de adónde ir, ni siquiera sabía si deseaba regresar, porque en esos días de eterna caminata se había dado cuenta de que ya no tenía hogar, nadie lo esperaba. Y, por primera vez desde aquella mañana de años atrás en la que su odisea había empezado, perdió toda esperanza.

Esa noche, mientras masticaba pequeños mordiscos que pretendían alargar las magras carnes de la ardilla capturada, en una ración digna de un festín, oyó a los lobos llamarse con aullidos lastimeros y el recuerdo de Furco lo llevó a penar por la nostalgia de esos que habían quedado atrás.

Los días pasaban con una peligrosa monotonía que atraía el abatimiento. Había perdido ya la cuenta de las noches pasadas en escondrijos y notaba la debilidad del hambre, que apenas podía calmar con los sempiternos piñones, alguna ardilla los días más afortunados y, en las últimas tardes, amarillentas larvas de escarabajo que había descubierto entre los maderos secos que usaba para sus fogatas.

La nieve había llegado para quedarse y las quebradas de las colinas a todo su alrededor acumulaban ya más de dos palmos. El frío era tan intenso que Assur notaba, cada mañana, como el cabello húmedo por el sudor de su frente se quedaba congelado al poco de iniciar la marcha y se quebraba cuando intentaba apartarlo de sus ojos. La última de las ardillas que había capturado la había encontrado colgando del lazo completamente helada, tan dura como un pedrusco, ni siquiera había sido capaz de despellejarla.

Pero el norte seguía estando en el mismo lugar, y sus pasos continuaban hacia allí, hacia el puerto de Nidaros, dejando el mar siempre a su izquierda, porque el hecho de tener una meta era lo único capaz de mantenerlo en marcha, como un muñeco sin voluntad.

Una tarde Assur encontró en la nieve fresca el inconfundible rastro en forma de ele de una liebre, y lo siguió ansioso con la esperanza de poder tender un lazo cerca de la madriguera. La traza lo llevó hasta unos matorrales de alisos y sauces enanos en los que se amontonaba la nieve helada y entre los que esperaba descubrir el escondrijo del animal, sin embargo, su esfuerzo solo sirvió para descubrir con disgusto las pelusas sueltas, los manchurrones de sangre y las huellas de la matanza; un lince se le había adelantado y esa noche no pasaría tanta hambre como él, que tendría que volver a conformarse con piñones y gusanos.

El desvío lo llevó hasta cerca de un lago a la orilla del cual decidió descansar y dar el día por terminado.

En los recodos de la ribera, entre los juncos que punteaban la nieve, el agua empezaba a helarse y Assur caminó por la orilla sur buscando un lugar apropiado en el que pasar la noche. Y en sus sueños enfebrecidos por la hambruna recordó la casita de Outeiro, a sus padres y al pequeño Ezequiel. Cuando despertó, la terrible soledad que sentía era suficiente como para empequeñecer el frío del alba.

Para seguir camino al norte tuvo que rodear el lago y, cuando llegó hasta un desagüe que se transformaba en un arroyo, decidió seguirlo para intentar librarse de las cumbres heladas de las sierras.

Fue descendiendo el valle del río asegurándose un suministro de agua fresca y dejando atrás el frío de las alturas y, siguiendo las enseñanzas del godi, aprovechaba el jugo limpio y aséptico que extraía exprimiendo el musgo de las turberas para curarse las ampollas y heridas de sus castigados pies.

El cauce se iba ensanchando y las corrientes cobraban fuerza lamiendo piedras en las que se quedaban prendidos carámbanos de hielo que reflejaban los escasos rayos del sol que se filtraban por entre las madejas de nubes grises que se negaban a abandonar el horizonte.

Empezaba ya a albergar tímidas esperanzas. Aun sin estar seguro de la cuenta, llevaba por lo menos dos semanas de caminata: no podía faltar mucho. Incluso, intentando encontrar las mentiras que no delatasen su condición de esclavo fugado, comenzaba a pensar en historias plausibles que inventar una vez llegase a Nidaros. Sin embargo, aquella tierra de hielo y frío parecía dispuesta a ensañarse con el hispano; al atardecer del segundo día tras abandonar el lago comenzó la ventisca.

El viento aullaba inmisericorde, el aguanieve se arremolinaba levantando hojas y copos añejos, las rachas de aire escarchado clavaban en su piel perdigones de hielo, gotas congeladas que se solidificaban en cuanto empezaban a caer de aquellas nubes oscuras y bajas. Los árboles gemían y llenaban el valle de crujidos lastimeros mientras sus ramas más débiles estallaban lanzando astillas que las ráfagas de viento levantaban. Assur apenas veía más allá de sus manos. Buscó refugio, se desorientó. Dio vueltas en vano, ensordecido por los chillidos del viento y cegado por los remolinos de hielo y nieve que se levantaban ante él.

Pronto se sintió empapado, cubierto del sudor de sus esfuerzos y los copos que se derretían por entre las junturas de sus ropas lamiendo con heladas gotas su piel. Apenas sentía los dedos y le costaba flexionar las manos. Y supo enseguida que aquella humedad lo mataría si dejaba que el frío helador se apoderase de ella. Tenía que hacer algo y pronto. Si no, moriría.

Supieron que estaban cerca cuando el cuervo que habían soltado no regresó, y esa misma tarde distinguieron la silueta verdinegra de la costa temblando en el horizonte. Solo habían errado por dos días al sur, les bastó bojear unas pocas millas hacia el norte para encontrar el gigantesco fiordo en el que desembocaba el Nid, enrevesado como un manojo de lombrices apareándose, y tan largo como una noche de invierno sin una mujer a la que abrazarse.

Estaba exultante. Habían partido tarde, para tener la seguridad de evitar los grandes bloques de hielo a la deriva que se escurrían en el verano desde los blancos perpetuos del norte, pero llegaban antes de lo previsto. Solo habían tardado dos semanas. Un adelanto conveniente, porque tal y como insistía su padre, en los últimos tiempos los inviernos eran madrugadores, y Leif deseaba encontrar cuanto antes el calor de los burdeles y los dineros de los comercios, a ser posible, mucho antes de que las nevadas y crecidas cubrieran por completo los pantalanes del puerto e hiciesen de las callejas de Nidaros barrizales helados, convirtiendo la vida en la pequeña ciudad atestada de casuchas en una miserable penuria cuajada de tiritonas al abrigo de humildes fuegos.

Había llegado hasta allí perseguido por la gloria de la tradición familiar. Era el descendiente de una saga de intrépidos viajeros que habían marcado a los hombres de su tiempo y Leif Eiriksson, como su padre y su abuelo antes que él, buscaba la fama: tras un verano eterno haciendo acopio de pieles y colmillos de morsa se permitió soñar con igualar las gestas que convirtieron a los suyos en leyenda y bajo cuyas sombras laureadas estaba cansado de vivir. Leif había aprovechado el otoño para capitanear sus naves cargadas a lo largo de una ruta inexplorada, algo que nadie había intentado antes, y aunque todavía no había logrado descubrir nuevos territorios que colonizar, la suya era igualmente una hazaña de la que sentirse orgulloso: desde Groenland había llegado hasta la tierra de sus ancestros, a la madre patria, al paso del norte, y lo había hecho sin escalas, sin necesidad de detenerse en Iceland y evitando las rocallas de los archipiélagos, un logro digno de ser incluido en las narraciones de los escaldos.