El viento seguía escondido en mar abierto y Gunrød gritaba una y otra vez, quería que los suyos se despellejaran las manos remando, ya faltaba poco y como bien sabía el jarl, sus rápidos drekar de guerra, al contrario que los lentos knerrir, basaban su velocidad en la fuerza bruta de sus bogadas. Había visto flechas embreadas surcar el cielo en amplios arcos, desmadejando la niebla, y había supuesto con acierto que eran señales de los cristianos, todas ellas habían partido del lado del cabo sur más cercano al mar, desde un cerro con vegetación rala que despuntaba entre las rocas, cubierto por el verde del bosque. Ordenó a sus timoneles virar a estribor, si desembarcaban hacia el este, justo en la confluencia con tierra firme, tendrían a los hispanos acorralados, sin vía de escape. Hacia ese lado, a la sombra de uno de los muchos oteros de aquella accidentada tierra había una cala perfecta, lo suficientemente amplia como para dar cabida a la mayoría de los suyos. Muchos ya habían buscado otros lugares, pero dio órdenes que se gritaron de uno a otro barco, aquel debía ser el lugar en el que se concentrasen las fuerzas.
Assur veía cómo la arena de las pequeñas playas y los eventuales roquedales entorpecían los movimientos de los nórdicos que ya habían desembarcado sin que estos perdieran un ápice de su arrojo. Se dio cuenta pronto de que hacía falta mucho más que valor para tener fe en salir victoriosos de un desembarco frente a un enemigo que esperaba en tierra firme, dispuesto a disparar sin piedad una andanada de flechas tras otra. Los nórdicos caían, y aunque en el cuerpo a cuerpo eran, sin lugar a dudas, mucho más hábiles con sus hachas y espadas que la gran mayoría de los cristianos, la batalla empezaba a decantarse.
Un hatajo de normandos descolló de entre las líneas hispanas, se acercaba al grupo que, junto a unos pocos arqueros, formaban Gutier y Assur.
Furco, tranquilo hasta ese momento, bajó la cabeza y arrugó los belfos gruñendo. Assur asentó los pies y, clavando las flechas en la tierra ante sí con un gesto de muñeca, eligió una que montó en la cuerda del arco después de repasar el emplumado con dedos cuidadosos. Apuntó con esmero. Y el primero de los nórdicos, un musculoso rubio que gritaba el nombre de Odín, se paró en seco al recibir el impacto del venablo en el pecho. El resto se acercaba. Otro de los paganos cayó por una flecha amiga.
Gutier desenvainó, preparándose para el encontronazo, y algunos de los hombres lo imitaron. Assur se olvidó del arco y desenfundó la daga echando de menos tener su propia espada.
El muchacho no disfrutó del lujo del miedo, todo fue demasiado rápido. Antes de llegar a asumir lo que pasaba, unos y otros se enzarzaron. Era un caos de gritos entremezclados.
Assur esquivó un rápido mandoble de un normando al que, mientras el muchacho fintaba, Furco mordió con brutalidad en un muslo. El chico reaccionó por miedo a que hirieran a su animal; el nórdico bajaba su espada de nuevo con la intención de dañar al lobo y Assur lo rodeó para, como le habían enseñado, clavarle la daga buscando los riñones. La hoja entró con facilidad y Assur notó como la guarda detenía su mano; cuando el filo entero se escondió en la carne del normando, Assur la giró con todo el ímpetu del que fue capaz y escuchó como el hombre resollaba al tiempo que Furco, habiéndose echado atrás, se preparaba para saltarle al pescuezo. El muchacho volteó la daga en sentido contrario y tiró de ella con todas sus fuerzas dejando que una sangre oscura y espesa manase de la espalda del hombre, que se derrumbó con la vida justa para mirar con odio al chico que había sido capaz de vencerlo.
Furco se tiraba ya sobre otro normando que ponía en apuros a Gutier con salvajes envites de un hacha gigantesca y Assur, tomando la daga por la punta, repelió el asco que sintió al notar la sangre caliente y viscosa en sus dedos para, recordando las explicaciones de Lope, lanzarla contra el nórdico.
El puñal le acertó al normando en el hombro, y aunque la herida no era de importancia, sirvió para que su guardia bajase el tiempo suficiente. Gutier lo aprovechó y descargó su propia espada entre el cuello y el hombro del pagano. La sangre manó a borbotones y, dejando caer el hacha, el nórdico echó mano al tajo para contenerla inútilmente.
Assur ya se revolvía buscando otro blanco, pero se dio cuenta de que los normandos no conseguían salir de las pequeñas playas, luchaban con fiereza, pero no avanzaban.
En el norte, los pocos que habían desembarcado habían sido despachados ya, y aunque las bajas en las filas cristianas eran importantes, las dos docenas de supervivientes de las mesnadas del conde se movían hacia el este para rodear la ría y acudir a ayudar a los del cabo sur, que se veían más apurados.
Weland, que había intentado evitar enfrentamientos directos, se había percatado de los movimientos del conde y seguía al tributo desde una distancia prudencial, dejando atrás la batalla del puerto y preocupándose únicamente de recuperar los caudales cristianos. El berserker, después de abrirse camino despachando con facilidad a media docena de hispanos, lo acompañaba como su propia sombra, y el Errante se planteaba sus posibilidades en un enfrentamiento directo.
Assur tomó la espada perdida por el primero de los normandos y sosteniéndola con esfuerzo se allegó a Gutier llamando a Furco cuando uno de los escuderos que conocía del castillo se acercó corriendo.
—¡Llegan más! Desde el mar, por el sur.
A Gutier, al que no cogían por sorpresa las noticias, le bastaron unos instantes para gritar unas cuantas órdenes, buscó a Ariolfo por los alrededores, y lamentó encontrarlo, el maragato yacía muerto con un brutal tajo de hacha por el que asomaban entrañas rosadas, caído junto a un pino tronchado a veinte pasos a su derecha; una de las lanzas normandas le sobresalía del pecho con el asta rota.
—Baja a las playas y dile al primer infanzón que veas que deben aguantar, que no retrocedan —le gritó al escudero.
Gutier sabía que ahora comenzaría la parte más dura. La batalla en el puerto ya no era más que un rescoldo, pero en su lado de la ría la lucha amenazaba con parecerse al mismísimo infierno.
El sol estaba alto, faltaba poco para sexta, de la niebla ya solo quedaba el calor húmedo que hacía el mediodía pegajoso, y mientras las gaviotas empezaban a pelearse por los cadáveres Gutier tuvo la certeza de que si las mesnadas no aguantaban el envite de los normandos por el norte, el lado de la ría, sus hombres, atrapados por dos flancos, se verían condenados. El peor escenario posible se había desencadenado y Gutier lo lamentó profundamente, no por él, y no tanto por sus hombres, condenados por la codicia mezquina y egotista del conde; lo lamentó, sobre todo, por el muchacho.
Entre la pendiente y el peso, la marcha de los borricos se hacía demasiado lenta para el gusto del conde; pero en ningún momento llegó a entender que aquella parsimonia de los jumentos podría traerle problemas. Estaba ensimismado, su mente andaba ya ocupada inventando su versión de la historia para el obispo y la casa real. Había visto el comienzo de la batalla y la gran cantidad de naves nórdicas que ardían en el estuario sería la excusa perfecta, tan convencido estaba de la victoria de sus mesnadas que no llegó a plantearse lo que sucedería en caso de una derrota.
E, inevitablemente, gracias al trote cansado y corto de los pollinos, sin permitirle al Boca Podrida rematar sus ensoñaciones, Weland y el berserker alcanzaron al grupo; y sin darle tiempo al Errante a abrir la boca o sugerir una estrategia, el escolta de Gunrød se lanzó como un demonio surgido de las tinieblas sobre los infanzones que guardaban al noble. Haciendo justa la fama de los de su clase, le bastaron unas pocas arremetidas para dejar tras de sí un amasijo de miembros sajados y una caterva de hombres rudos convertidos en plañideras que se sujetaban muñones o simplemente morían.
El carro se detuvo con un último chirrido, los asnos rebuznaron asustados desorbitando sus ojos, y el conde, tras echar una mirada por encima de su hombro, azuzó a su montura hasta el galope con una expresión de terror evidente cruzándole el bigote y su aliento apestoso escapándose ante él empujado por grititos nerviosos. Nuño palmeó el cuello de los pollinos cariñosamente, procurando calmarlos, y se encaró al salvaje normando tras persignarse y agradecer al señor la oportunidad de venganza que se le brindaba. Lope, práctico como era, dejó al gigantón enfebrecido para su compadre y entornó los ojos intentando adivinar las intenciones de Weland, desenfundó el puñal y se preparó.
Nuño y el berserker arremetían ya el uno contra el otro con poca técnica y enorme fuerza, acabaron pronto sin armas, arrancadas de sus muñecas por las salvajes estocadas; luchaban a puñetazo limpio, intentando hacer presa el uno en el otro. Sus brutales golpes resonaban haciendo chirriar los dientes de Lope, que de solo oírlos imaginaba el desaguisado que cualquiera de aquellos cuatro puños hubiera hecho en sus escasas carnes.
El Errante solo se tomó un momento para observar la encarnizada pelea. Los dos combatientes habían comprendido pronto lo parejo de sus fuerzas y, como su tamaño les privaba de la resistencia para un largo enfrentamiento, ya se limitaban a girar uno en torno al otro con los brazos caídos, resollando como caballos extenuados maltratados por igual. Las señales de la lucha eran evidentes en ambos: pómulos abiertos, cejas sangrantes, labios partidos y narices aplastadas; y en el torso inmensos cardenales que daban fe de la enormidad de su fuerza.
Nuño escupió un salivazo sanguinolento y se hurgó un momento en la boca hasta soltar una muela que el berserker le había aflojado de un cabezazo en la mejilla. Aprovechando el gesto, el nórdico se le echó encima y el Mula lo recibió con los brazos abiertos, el impacto sonó como el de dos bucardos luchando a cabezazos en época de celo. Se atraparon el uno al otro con abrazos de oso, intentando romperse mutuamente el espinazo al tiempo que roncos gruñidos de esfuerzo les rasgaban las gargantas.
—¿Venís a lo que mal pienso o pienso mal porque venís? —preguntó Lope a Weland sin perder su cínica sorna.
Pronto fueron dos las parejas que luchaban y en una los combatientes resultaban parejos por la extenuación y fuerza que compartían. Pero en la otra la comparación era insana, Lope era mucho más ágil y extremadamente diestro, sin embargo, se enfrentaba a una inamovible montaña. En breve solo dos de los cuatro hombres quedaron en pie.
A Weland no le había costado mucho deshacerse de Lope, el habilidoso luchador no había podido anteponer sus mañas, y la rápida daga no había servido de mucho al medirse con la apurada hoja de la enorme espada del Errante. Habían bastado media docena de lances para que la muñeca del hispano se rompiese con un ruido sordo dejándolo sin guardia. Weland lo había rematado piadosamente.
Unos gritos rompieron la concentración del Errante, que, con la cabeza gacha, honraba la memoria del cristiano. El conde, demostrando que un jinete con tan poca gracia y tamaño no debería elegir jamás una fabulosa montura britana, berreaba unos cientos de pasos más allá, caído del caballo y sujetándose la pierna, rota en un ángulo extraño. El noble se revolvía como podía mientras su semental galopaba hacia el horizonte, probablemente tan cansado del cómite como todos los que se habían visto obligados a su compañía durante un tiempo.
Weland sonrió con cinismo recordando el terrible aliento del noble y compadeciéndose de la montura. Aunque no tuvo mucho tiempo para divagar, el Mula lo esperaba.
Los dos guerreros se miraron calibrándose y el normando agradecía estar fresco en comparación con su contrincante, que si bien había sido capaz de quebrarle el pescuezo al berserker, había quedado muy mal parado: le costaba respirar por la nariz rota y sangraba profusamente por un corte en una ceja, además, tenía el ojo derecho amoratado y tan hinchado que apenas podía ver a través de la rendija ensangrentada de sus párpados inflamados.
Fue injusto y rápido. Y Weland tuvo la conmiseración suficiente como para darle una muerte digna, merecedora del orgullo de los dioses. Antes de terminar con el cristiano le dejó coger lánguidamente el hacha que había pertenecido al berserker, porque pese a la fe del otro, el Errante estaba seguro de que una valquiria recompensaría su valor y vendría a buscarlo, y Weland quería que la mítica mujer encontrara al hispano blandiendo un arma en el campo de batalla, como le era debido. Incluso le dedicó una plegaria a Freya por Nuño.
El conde pidió clemencia chillando histéricamente en cuanto vio a Weland acercarse.
—En el norte jamás hubierais ostentado poder alguno, os hacían mucho dalgo, viviendo del nombre de vuestro padre, y ninguno merecíais. Sois débil, mezquino y cobarde.
Y a pesar de las súplicas del noble el Errante no tuvo piedad y se dejó llevar por el odio acumulado en años.
Al cómite no le dio una muerte honrosa, le abrió las tripas de un tajo y lo dejó lloriqueando a esperar una dolorosa y lenta agonía en la que pudiese oler su propia inmundicia saliéndole de las entrañas.
Sintiéndose extrañamente liberado y hastiado, puso rumbo al Sur, animando a los pollinos a avivar el cansado paso. Si no perdía el tiempo podía esperar llegar a la ría de Crunia antes del anochecer y, con suerte, una vez allí convencer con oro a algunos de los hombres que habían quedado al cuidado de los esclavos y la carga; si aceptaba repartir los cien mil sueldos del tributo, estaba seguro de que podría hacerse con un barco y una tripulación con los que huir.
El calor ya apretaba y la batalla seguía indecisa como una mujer caprichosa ante el muestrario de joyas de la manta de un calderero. Lo intrincado del terreno y los distintos frentes hacían languidecer la lucha, el cansancio de los hombres resultaba patente. La hora sexta ya amenazaba con cumplirse y el bochorno apretaba las gargantas sedientas de los luchadores.
Escaramuzas sueltas tenían lugar aquí y allá. Sin una planicie que facilitara las grandes formaciones de combate los hombres de ambos bandos se enfrentaban donde podían, esparcidos como semillas sembradas al viento a lo largo del istmo que unía el cabo sur de la ría del Iuvia con tierra firme. Y Gutier, preocupado por los refuerzos nórdicos llegados desde el mar, se esforzaba por concentrar a las fuerzas cristianas en un claro elevado que miraba a la playa en la que estaban desembarcando la gran mayoría de los demonios del norte.
El fluir continuo de combatientes frescos inquietaba al infanzón, era evidente que aun considerando que ambos bandos hubieran sufrido bajas similares, los nórdicos contaban, además de con la superioridad numérica, con refuerzos continuos que alimentaban su retaguardia.
Froilo y los suyos llegaron por fin, abriéndose camino hasta el grupo de Gutier y Assur. No hicieron falta palabras, a su alrededor tenían las explicaciones que hubieran podido necesitar, los hombres se arrejuntaron prestos para la lucha. Eran poco más de una veintena, y a excepción de Assur, que solo disponía de su arco y su daga, el resto iban fuertemente armados, y aunque la partida de Froilo acusaba el esfuerzo de la carrera respirando con pesadez, todos estaban indemnes y lo bastante frescos como para anteponer el valor al temor.
—¿Qué, muchacho?… Negro como el culo de un sarraceno, ¿eh?
Assur miró a Froilo de reojo, sin dejar de prestar atención a un grupo de normandos que avanzaba hacia ellos, pero no dijo nada. Fue Gutier el que habló:
—¡Corre! Pasa la palabra —le dijo a Assur—, busca a todos los que puedas y diles que nos reagrupamos ahí, en la loma. —Y le indicó con la punta de su espada el cercano altozano que se levantaba tierra adentro y que dominaba la cala donde más drekar se acumulaban—. Si encuentras algún escudero o mozo de espadas repíteselo, que lo pasen a su vez.
Gutier se daba cuenta de que solo como un grupo compacto dominando un terreno delimitado podrían aguantar las avalanchas del desembarco normando. Razonaba que debían aprovechar sus recursos y enfrentarse a los nórdicos a medida que ponían pie a tierra.
Assur había oído a Jesse contar historias sobre muchas batallas y captó enseguida lo que le pedía su maestro. Tras ordenar a Furco que lo siguiese se puso en marcha.
—¡Vamos! A la loma —gritó entonces Gutier moviendo todo su brazo en un amplio gesto que invitaba a los hombres a cubrir la escasa distancia.
—¡Corred, malnacidos! Como si el demonio os estuviese llenando el trasero de coces —increpó Froilo siguiendo las órdenes de Gutier.
En cuanto empezaron a llegar los hombres, Gutier ordenó las filas cristianas marcando relevos gritados a viva voz para que la media centena escasa de combatientes que tenían espacio para luchar codo con codo entre las rocas, árboles y peñas que flanqueaban el pequeño otero tuvieran la oportunidad de mantenerse frescos.
Llegaron algunos arqueros que Gutier mandó situar a su espalda echando de menos el buen hacer de Ariolfo, gracias al cual, estaba seguro, los disparos hubieran sido mucho más certeros. Sin embargo, la tentación de desfallecer los rondaba, la marea nórdica parecía inagotable y los drekar se amontonaban en la arena a medida que más y más iban llegando.
Gunrød, como correspondía a un jarl de su posición, fue uno de los primeros en echar pie a tierra, abandonando el langskip con un gesto ágil gracias a lo liviano de su loriga de cuero. Al contrario que los hombres de los cargueros, que se habían visto obligados a disimular, los refuerzos normandos habían llegado a la costa cristiana con todos sus pertrechos, y buscaron víctimas en cuanto sacudieron el agua de sus botas.
Después de asegurarse de que los suyos se organizaban en el desembarco, el jarl llamó a los más ágiles de entre los que reconoció en derredor para que fueran a explorar las cercanías, quería conocer las posiciones de los cristianos, quería estar al corriente de lo que había sucedido en el cabo norte y quería, en suma, saber a qué atenerse para dilucidar la estrategia a seguir.
En un principio todo parecía ser simple caos, después de que hubiesen repelido con cierto éxito la acometida de los knerrir en el norte, los de ambos bandos se mantenían dispersos, luchando cuando se encontraban y llenando los bosques de gruñidos y gritos de batalla entre los que se colaban tintineos y chasquidos metálicos que ponían de manifiesto los cruces de espadas y hachas.
Mientras a su espalda los suyos seguían surgiendo de las naves, Gunrød avanzó rodeado de sus berserker, que tras haberse bebido hasta la última gota de sus místicos brebajes de hierbajos y hongos aullaban como animales rabiosos agitando en su carrera las pieles de lobo y oso con las que se cubrían; ya a bordo habían empezado a gritar, excitados por el aroma a sangre y muerte que anticipaban, moviéndose tanto como para suponer un riesgo de zozobra, mordiendo sus escudos con ojos desorbitados, como perros de pelea que se revuelven en su correa, ansiosos por verse liberados para azuzar a un verraco acorralado por cazadores. El jarl sabía que no eran la fuerza más ordenada con la que podía contarse, y que si no se tenía cuidado, en su frenesí alucinógeno, incluso podían volverse contra sus propios hombres, pero su pasado lo obligaba a tener en alta estima a los terribles guerreros.
Y no lo decepcionaron. Los berserker encontraron a un grupo de cristianos que reculaba ante las arremetidas de tres normandos. Entre unos y otros despedazaron pronto a los hispanos mientras Gunrød recibía las primeras noticias de los exploradores, que comenzaban a regresar para informar a su señor de los inciertos resultados.
Nada se sabía del tributo o de Weland, al otro lado de la ría todo parecía haber terminado, sin embargo, el jarl miraba a su alrededor con optimismo. Aunque no parecía haber nada decidido, estaba seguro de que los débiles cristianos aunarían antes voluntad para caer de rodillas y rezar a su pusilánime dios que redaños para enfrentarse a los hombres del norte. Cuando todos estuvieran muertos, ya se ocuparía del Errante y el pago.
A su lado pasaban de largo las tripulaciones de los drekar a medida que desembarcaban, jaleando barbaridades y llamando a sus dioses, y Gunrød gritaba órdenes secas para esparcir a sus hombres en el terreno que podía ver a su alrededor, formando líneas dispersas que le permitiesen asegurar que los cristianos no pudieran llegar a sus navíos. Cabía asumir las pérdidas de los knerrir en el estuario, ya lo había anticipado, pero no estaba dispuesto a perder más barcos y quería cerciorarse de que, además de descuartizar a los hispanos, sus hombres no dejaran sin defensas a los drekar varados.
Gunrød lamentaba el calor que crecía espesando el ambiente, lleno del salado y penetrante aroma del océano, sus hombres eran gentes de nieve y frío, y se verían afectados por el bochorno antes que los cristianos, quería acabar con ellos sin darles tiempo a reaccionar ordenadamente.
Sin embargo, los hispanos se rehicieron antes de lo que el jarl esperaba, estaban organizándose peligrosamente en una loma descubierta, cercada de los bosques y peñascos del cabo, empezaban a agruparse y su posición dominaba el punto que había elegido para desembarcar.
Pronto los hispanos hicieron uso de sus arcos, las flechas cristianas empezaron a volar causando bajas, y unos pocos parecían haber conseguido arrimarse a alguna lumbre, parte de los venablos llegaban prendidos, buscando peligrosamente el maderamen de los navíos. El hombre que parecía llevar la voz cantante gritaba órdenes que llegaban al jarl con los regüeldos de la brisa y, aunque no entendía las palabras, Gunrød notó enseguida que aquel debía ser su objetivo, era el líder al que abatir para descabezar la amenaza. Aunque hubo algo que lo distrajo de sus razonamientos.
El maldito crío, el mocoso del lobo estaba allí, al lado de aquel hombre que parecía guiar a los débiles cristianos. Y Gunrød notó la rabia que crecía en él, aquel muchacho impertinente y su lobo sarnoso se le habían escapado de las manos, incluso arrastrando a un gordo y a una niña, y eso era algo imperdonable, una irrespetuosa demostración de osadía que debía castigarse. Mejor, si estaba allí, también se ocuparía de él.
Pero Gunrød conocía bien su papel como general de un ejército, primero se ocupó de sus naves; dio órdenes que debían pasarse: una vez desembarcados los hombres, un timonel y unos pocos debían permanecer en cada barco para volver a alejar los navíos de la costa y, fuera del alcance de los arcos cristianos, fondearlos con seguridad.
Luego, llamó a sus berserker.
El terreno se iba elevando, anticipando el valle que seguiría, los pollinos bufaban esforzándose por arrastrar la pesada carreta, y Weland miraba a su alrededor viendo con ojos melancólicos la belleza de la tierra que lo había adoptado, teniendo tiempo para detestar una soledad que llevaba a su mente hasta rincones que deseaba mantener ocultos.
Faltaba poco para el mediodía y se mantenía ocupado calculando la distancia y el tiempo necesarios para llegar a Crunia. El camino no era fácil, además de los desniveles hubo de cruzar varios ríos y regatos que se unían a la ría; de no haber sido por los pasos y vados que ya habían domado las fuerzas que habían acompañado al conde a Adóbrica, un hombre solo no habría podido guiar el tiro del carretón por aquellos lugares, y Weland se concentraba en cada paso procurando apartar las negras sensaciones que lo atenazaban.
Llegando al alto se desvió, había signos evidentes de que los hispanos habían elegido aquella zona elevada para acampar, y Weland deseaba evitar encuentros inesperados, por lo que tomó un sendero algo más accidentado que rodeaba la pequeña colina. Pronto la pendiente cambió y empezó a descender disfrutando de amplias panorámicas sobre la ría del Iuvia. Tenía la batalla a sus pies.
En el brazo de tierra del norte ya solo podía distinguir apenas un par de docenas de hombres, allí ya no quedaba más leña que cortar, excepto esos pocos rezagados, el resto estaban muertos o impedidos. Las gaviotas peleaban con los cuervos por la carroña.
En la bocana, cinco de los barcos negros se amontonaban con ya solo los mástiles ardiendo, apenas se veía humo y los restos calcinados de sus tingladillos eran batidos por el mar.
En el estuario en sí, una pareja de knerrir sobrecargados sorteaba navíos que seguían ardiendo por las flechas embreadas de los cristianos y, recogiendo a unos pocos que nadaban en las aguas frías, navegaban hacia el lado sur, hacia donde la batalla seguía.
En el cabo meridional todo era muy distinto, la acción se desarrollaba frenéticamente. Aunque Weland solo tenía una visión parcial, entre las rocas y los árboles había claros en los que se distinguían grupos de hombres luchando. Por lo que pudo apreciar, las nornas no se decidían, la muerte rondaba a los dos bandos por igual. Aunque parecía que los cristianos podían albergar cierta confianza. Con un movimiento inteligente, comenzaron a agruparse en una loma despejada que miraba a la cala principal que los normandos usaban para el desembarco, si conseguían asentarse y usar sus flechas podían tener una oportunidad, escasa, pero al menos suficiente como para albergar la esperanza de sobrellevar la superioridad numérica de los nórdicos. Sin embargo, los suyos reaccionaban, los rápidos drekar, mucho más maniobreros que los knerrir del norte, comenzaban a alejarse de la costa, poniéndose más allá del alcance de los arcos cristianos en cuanto sus ocupantes echaban pie a tierra. Y, siguiendo las órdenes que Gunrød estaría dando, las inconfundibles manchas grises de las pieles de los berserker comenzaban a agruparse peligrosamente. Weland supo que los hispanos tenían el tiempo justo, si el jarl soltaba a sus bestias sin que los cristianos se hubieran reunido, sus posibilidades serían escasas. De repente Weland tuvo la desagradable certidumbre de que muchos morirían; de que sus amigos morirían.
Cuando el valle del Iuvia lo recibió, menguado por el estío, abandonó la carreta y los pollinos. Al vadear el río hubo algo del alma de Weland que se quedó en la escasa corriente, y el nórdico tomó una decisión de la que no llegó a arrepentirse jamás.
Gutier se dio cuenta de que los normandos reaccionaban: alejaban a sus barcos de la costa y se agrupaban en partidas. Era consciente de que tenía el tiempo justo para reaccionar.
—¡Los arqueros en filas de a tres de fondo! ¡Organizadlos! —le gritó a Froilo—. Que se coloquen detrás y nos cubran.
En cuanto el otro se puso manos a la obra, Gutier solo perdió un instante más para echar un último vistazo a los normandos, de entre los que un grupo vestido con pieles de animales empezaba a destacarse, corriendo hacia ellos y berreando con expresión fiera.
—Busca a otros mozos y escuderos, aseguraos de que no les falten flechas —le ordenó ahora a Assur al tiempo que señalaba a los arqueros que Froilo intentaba agrupar.
Quedaba poco tiempo, los berserker se acercaban y Assur recordó las historias que Weland contaba en la taberna sobre su barbarie y crueldad.
Y fue entonces cuando lo vio, el pelirrojo de la cara marcada, el demonio venido del norte, el hombre que había surgido de entre las llamas en las que se consumía la palloza en la que Assur se había criado. Allí estaba, exhortando a sus hombres a avanzar con gestos bruscos, mandando aniquilar a los débiles cristianos, pidiéndoles a sus lobos que no dejaran ni a uno solo de aquellos pánfilos con vida. Y los suyos lo seguían aullando como locos, era el jarl, su jarl, uno de los señores del norte y el responsable de todo.
Acarició la cinta que llevaba atada en su muñeca. Sintió como se avivaban las brasas de su odio.
Gutier estuvo a punto de repetir la orden, pero siguió la dirección de la mirada del muchacho y pudo imaginar lo que sucedía. Y en el fragor de la lucha, con el aplomo que era debido, Gutier habló calmo a la oreja del chico.
—Sé lo que piensas, pero no es el momento… Muchos dependen de nosotros, si fallamos, tendrán el reino a sus pies…
Dejó que sus palabras calasen en el muchacho antes de continuar.
—Ve, haz lo que te digo…
Assur miró al jarl una vez más, incluso tuvo la certeza de que el normando le devolvía el gesto y de que sus ojos se cruzaban camuflando un reconocimiento.
El muchacho tardó en reaccionar, sin embargo, Gutier tuvo que admitir que todo era perdonable.
—Voy —contestó al fin con gesto resuelto, rozando una última vez con las yemas de los dedos los cabos deshilachados del nudo que había hecho tanto tiempo atrás.
El infanzón miró en los ojos del crío, y vio el sordo rencor que destilaban, pero también se dio cuenta de que obedecería.
El chico echó a correr, su lobo lo siguió, y en sus gestos ágiles y pasos firmes el infanzón percibió la sangre fría con la que el niño que encontrara en el bosque se movía ahora, en medio de la descontrolada violencia de una batalla sin cuartel posible. No cabía duda, había aprendido a querer a aquel muchacho, no solo eso, había tenido que admitirse que era para él como un hijo del que sentirse orgulloso y admirado, un buen hijo.
La primera oleada de berserker fue terrible, alrededor de una centena de hispanos murieron antes de tener tiempo de reaccionar o antes de que Gutier pudiera imponer su buen criterio y organizarlos. De entre todos los normandos, aquellos eran los guerreros más extraordinarios, locos que seguían avanzando con flechas atravesadas en sus torsos o brazos mutilados sin importarles el dolor o la sangre. Cuando aquellos perturbados volvieron a arremeter contra el bloque cristiano, Gutier tuvo el tiempo justo de ver cómo ya no desembarcaban refuerzos de los navíos nórdicos. Se había acabado y tendrían que medirse los unos con los otros. No había más tela que cortar. Y aunque calculó que la proporción se había reducido un tanto, favoreciéndolos, a primera vista las cosas no pintaban bien; Gutier estimó que debían de ser alrededor de trescientos defendiéndose frente a unos quinientos. Cada bando con una ventaja estratégica sobre el otro, los cristianos no podían echarse atrás porque cederían el control de la loma y abrirían ante ellos camino para los nórdicos; tampoco podían maniobrar con soltura, aunque eso también los salvaba de ser rodeados; y los nórdicos tenían tras de sí el océano, pero en él estaban sus barcos, una vía de escape segura, pero que, ante la cercanía de los arqueros hispanos, no podían usar sin asumir riesgos enormes.
Como en los juegos de guerra que habían llegado de Oriente, todas las piezas estaban dispuestas en el tablero, y había que empezar a moverlas.
El comienzo fue brusco y sangriento. Después del ataque de los berserker, Gutier siguió usando el ejemplo romano y mantuvo a los arqueros cubriendo a sus hombres al tiempo que los de primera línea eran relevados por otros que habían tenido un rato de descanso. Los nórdicos, mucho menos organizados, pero mucho más diestros en el combate individual, masacraban esas primeras líneas frescas que el infanzón se empeñaba en mantener, pero iban sufriendo sus bajas.
Cuando la tarde comenzaba, el ritmo de los enfrentamientos se redujo y ambos líderes empezaron a darse cuenta de que tenían otros problemas que resolver además de las estrategias bélicas. El hambre y la sed empezaban a hacer mella, el día se estaba haciendo eterno e iba a hacer falta un golpe de efecto irreversible para cambiar definitivamente las tornas de la batalla y que la balanza inclinase su fiel a uno u otro lado cuanto antes. Gutier empezaba a temer que la lucha se convirtiese en un asedio, y la perspectiva de pasar una noche inquieta con centinelas y vigías amenazados por los nórdicos no le agradaba en absoluto.
En una de las falsas pausas que brindó el cansancio de los hombres, Gutier se sentó junto a Froilo y permitió que Assur los acompañase.
—Esos hideputas son duros —dijo Froilo—, sobre todo esos gigantones desharrapados que llevan pieles mugrientas… Sobre todo esos… Prefiero a los moros, ¡se dejan descuartizar sin tanto revolverse!
Froilo rio su propia gracia con gusto, aunque a Gutier las carcajadas le sonaron huecas, como una olla siseando vapor, sencillamente un modo de liberar tensión acumulada a lo largo de un día que se estaba haciendo angustiosamente interminable.
—Se llaman berserker, y sí, son temibles… —comentó Assur—. Cuando no están combatiendo incluso los suyos los repudian…
Gutier también había oído a Weland hablar de aquellos guerreros terribles, sin embargo, otras ideas le rondaban la cabeza y se decidió a intervenir en la huera conversación.
—Hay que descabezarlos, tenemos que acabar con ese pelirrojo malnacido de la cara marcada.
Aquellas palabras hicieron que Assur irguiese el rostro de un modo que le recordó a Gutier los gestos de Furco, casi le pareció ver cómo las orejas del muchacho se alzaban. Sin embargo, el chico se comportó como debía, no dijo nada y esperó a que los adultos terminasen su conversación.
—Pues no va a ser fácil, sería más sencillo atrapar un pedo que a ese malnacido… —aseguró Froilo con una amplia sonrisa.
Callaron por un rato. Assur bajó el rostro y acarició a Furco en el lomo haciendo al lobo gruñir satisfecho.
—Puede que no… —aventuró Gutier.
Los otros dos miraron al infanzón intrigados.
—Puede que si la pieza es jugosa él mismo se acerque a cobrarla… —dijo Gutier mirando con marcada intención a Assur—. Es él, ¿verdad?
El chico tardó en responder, y cuando lo hizo se limitó a asentir con un ademán adusto.
—Sí, y estoy seguro de que me ha visto… Me ha reconocido… —concedió al fin Assur.
Gutier lo miró muy seriamente, sabía que no había mucho más que decir, el muchacho había comprendido y de él debía depender la respuesta.
—¿Qué queréis que haga? —preguntó al poco Assur con expresión convencida.
Y Gutier, lleno de orgullo, le explicó lo que pretendía.
Froilo lanzó un ataque desesperado, guiando a unos pocos en un acto que rozó lo suicida con suficiente honestidad como para arrastrar a gran parte de las huestes normandas hacia ellos, temerosas de verse desbordadas por aquellos arrojados cristianos que en nada parecían valorar su vida. Gutier, dejándose ver con disimulo, repartió pellejos vacíos entre los mozos y escuderos haciendo aspavientos con claros aires de urgencia. El último de los odres se lo dio a Assur.
El mayor de todos ellos no llegaba a la quincena, sin embargo, ni uno solo protestó, los muchachos marcharon hacia la desembocadura, como si fueran a llenar de agua del Iuvia los pellejos. Cada cual siguió un camino, escurriéndose entre los árboles y dando a entender que las fuerzas se dividían para que, al menos uno, consiguiera regresar. Assur fue el que menos se alejó antes de meterse en el bosque, y se aseguró muy bien de que Furco caminase a su lado. Se escondían en peñas y troncos lo justo para fingir, pero no tanto como para que los normandos no los viesen. Ni él ni Gutier podían estar seguros de si el cebo resultaría atractivo, y Froilo, que solo sabía de la historia de Assur detalles sueltos, se limitó a obedecer; aunque el muchacho deseaba con todas sus fuerzas que el jarl cayese en la trampa.
Cuando los mozos se fueron, Gutier se entretuvo un buen rato con los arqueros, aparentando que ordenaba sus filas y dando a entender que le preocupaba el cómo mantenían su formación. Cuando pudo se escabulló por el lado opuesto de la loma que los hispanos dominaban y, resguardándose en el bosque, viró hacia tierra adentro, tras Assur.
Como siempre, el único libre de la tensión de los nervios era Furco, que trotaba feliz al lado de su amo sin involucrarse en la emboscada que se preparaba. Caminaba por entre los árboles justo un paso por detrás del chico, esforzándose por no dejarse llevar por los atrayentes aromas que venteaba y cumpliendo su cometido como le habían enseñado.
El primero en aparecer fue el moreno larguirucho de interminables brazos, que apuntó al chico con su gran espada; Assur lo reconoció al instante.
—Ok þar hofum vér á ný hina hugrokku rottu!
Furco se contuvo únicamente porque su amo se lo ordenó en voz calma y queda.
Assur vio que otros dos hombres habían seguido al espigado normando, pero en lugar de temer el resultado de la confrontación que se avecinaba, lamentó no ver allí a Gunrød.
—Ek… Ek óttast þik eigi —le dijo Assur en el vacilante nórdico que había podido aprender gracias a Weland. Y era casi cierto, casi no le tenía miedo.
El muchacho contuvo una vez más a su animal conminándolo a estarse quieto y, tras dejar el pellejo vacío en el suelo, respiró hondo al tiempo que armaba su arco con una de las flechas que él mismo había recuperado del campo de batalla. Había poco más de treinta pasos, y muchas ramas bajas que se interponían en el camino que habría de seguir la saeta, sin embargo, Assur sabía que, si los suyos no llegaban a tiempo, tendría margen para hacer uno o dos disparos, y no pensaba desperdiciarlos.
Cuando encaraba ya el culatín de la flecha, las cosas cambiaron.
—Hann er minn! —rugió una voz desde más allá de los normandos.
Allí estaba, el jarl, el demonio pelirrojo de la cara cortada. Gunrød. Reclamando para sí la pieza.
El nórdico avanzó y se puso delante de sus hombres haciendo amenazantes ademanes hacia el muchacho.
Gutier también lo vio, llegaron a la escena casi al mismo tiempo desde lados opuestos, y solo lamentó no tener un tiro limpio. Al moverse hacia el muchacho el jarl había quedado oculto por el tronco de un gran pino. El infanzón apostó a la única opción que le quedaba.
Todos oyeron los silbidos de las flechas y Assur comprendió que no reaccionaran, estaban sorprendidos porque seguían viendo que él sostenía su arco tenso, sin liberar su venablo, por lo que no sabían de dónde procedían aquellos sonidos siseantes. Los dos tras el larguirucho cayeron casi al mismo momento y Assur comprendió que Gutier se había hecho acompañar de al menos otro hombre, pues en aquel bosque, con la bóveda de ramas y hojas que cubría sus cabezas, no se podían conseguir dos impactos al tiempo siendo un único tirador; como le había enseñado su tutor, para algo así hacía falta estar a campo abierto, donde hubiera lugar para que la primera de las flechas trazase una gran parábola; Assur había practicado la técnica con Gutier, tenían que haber sido dos tiradores. Y pronto se pusieron al descubierto, corrían desenvainando sus espadas y dejando sus arcos atrás. Gutier intentó abrirse para acercarse a Gunrød, pero el alto y flaco normando se interpuso.
Gunrød obvió los refuerzos cristianos y caminó hacia el muchacho.
—Ek mun rísta á þik bló orn ok rífa lungu þín út um baki… —amenazó el jarl con una expresión macabra en su rostro deforme, muchos se hubieran arredrado y habrían salido corriendo, pero Assur dejó el arco y desenfundó la daga, ni siquiera la horrible muerte que había sufrido Sisnando podía amedrentarlo.
Gutier vio con preocupación como el muchacho parecía dispuesto a enfrentarse él solo al jarl normando, pero ahora tenía que atender otros asuntos. Uno de aquellos nórdicos, estirado como si durmiese colgado de los pies cada noche, acababa de atravesarle el pecho a Vitiza, el caballero de antepasados godos que, por fresco y hábil con la espada, había elegido para acompañarlo. No le quedaba otra opción, el crío tendría que apañárselas por su cuenta mientras él despachaba al otro.
Assur no quería, bajo ningún concepto, que Furco interviniese en lo que se avecinaba, y lo mandó alejarse.
—Allí, quédate allí, junto al tocón —le dijo con rostro severo al lobo al tiempo que señalaba lo que una tormenta había dejado de un abeto.
Furco obedeció, reculando y sin dejar de mirar al jarl mientras le mostraba sus grandes colmillos, era obvio que se sentía tentado a desobedecer.
Gunrød sonrió ante el gesto de valentía del joven cristiano, que parecía dispuesto a resolver sus asuntos sin la ayuda del fiero animal. Pero no pensó por ello concederle clemencia alguna, el impertinente atrevimiento al que había osado aquel crío, escapándose de uno de los señores del norte, debía castigarse sin merced o piedad.
El jarl hizo girar su espada moviendo el arriaz con la muñeca, eran gestos sueltos, de los que se heredan de la práctica, y aceleró su andar abalanzándose sobre el muchacho mientras este oscilaba de un lado a otro con pasos ágiles, intentando no resultar un objetivo fácil. Assur se movía con eficiencia, cruzando los pies y sosteniendo el puñal como le habían enseñado, equilibrando el mango con la palma hacia arriba y apretando suavemente, sin que la tensión le contrajese la mano. Sabía que tenía pocas oportunidades, pero no pensaba ponérselo fácil; vio que Gutier se enzarzaba con el larguirucho y supo que tendría que arreglárselas solo.
Furco, mal sentado y alternando las manos para apoyarse con gestos nerviosos, gañía debatiéndose entre la obediencia y la furia, obviamente, deseando lanzarse contra el normando y abrirle el pescuezo a dentelladas.
Gutier fue descuidado, estaba demasiado pendiente del muchacho. En una rápida sucesión de lances desatendió la guardia lo suficiente como para que su oponente encontrase la falla y le propinase un buen codazo en las costillas al que, tras girarse, siguió un envite que estuvo a punto de cortarle el brazo y que, por los reflejos del infanzón, terminó únicamente en un tajo sangrante. Herido, trastabilló apartándose de la lucha al tiempo que cambiaba de mano su propia espada, no tuvo tiempo de reaccionar y recibió un nuevo corte en su ya maltratada pierna. Se daba ya por muerto, sin más esperanza que la de ser recibido en el Reino de los Cielos si es que el buen Dios podía perdonar los pecados a los que le había arrastrado la guerra. Y lamentó su desliz y el resultado con el que se zanjaría el combate, no por su orgullo o por sus ansias de vencer al normando, sino, más que nada, una vez más, por el muchacho.
Gutier respiró hondo, le lanzó una plegaria al Señor rogándole que cuidara del chico y cerró los ojos dispuesto a morir.
Lo siguiente que oyó fue un estrambótico gorjeo que no logró identificar. Pasó una eternidad que no comprendió y, cansado de esperar su propio descabello, abrió los párpados. Cuando sus ojos se centraron vio que la punta de una espada sobresalía de la garganta del normando, tensándole la piel en las comisuras de la herida, por donde los filos del arma habían abierto la carne. La hoja se retiró con un sordo sonido acuoso y, después de que las pupilas se le nublasen, el hombre se derrumbó, recordándole por su exagerada altura a la caída de un gran árbol talado.
Era Weland el que empuñaba la espada.
—Ya sabía yo que no podía dejaros a solas —bramó el nórdico con tono jovial—. Sois dos frágiles damas, necesitáis a un caballero que os valga.
Gutier no se sentía con ánimos como para seguir las chanzas del normando, aunque agradeció su buen humor.
—El muchacho, ¡ve por el muchacho! —le dijo el infanzón arreglándose como podía para componer unos improvisados vendajes en sus heridas.
Weland asintió haciendo que su barba se agitase y que su cota de malla tintinease. Se marchó antes de que Gutier pudiese incorporarse.
Assur estaba demasiado ocupado esquivando los mandobles de Gunrød como para darse cuenta de que Weland se acercaba. El muchacho sabía que no podría aguantar mucho más los envites del jarl, sin embargo, se defendía con gallardía, fintando y moviéndose con rapidez para evitar ser ensartado y esperando su oportunidad de usar el puñal como si fuese un aguijón afilado. Buscaba los puntos más sensibles y letales.
Gunrød se estaba hartando de aquel juego del gato y el ratón con el mocoso, en un principio no apretó demasiado, disfrutando de la caza en sí, pero ya solo podía pensar en despacharlo. Pero el muchacho apuntaba maneras y, desde su último encuentro, había crecido notablemente, sus hombros se habían ensanchado y su cuerpo anunciaba a un hombre corpulento que sería motivo de orgullo incluso en las tierras del norte; era un rival digno, pero el jarl sabía lo que debía hacer, a fin de cuentas, no era más que un crío. Lo había visto reaccionar bien al amago de hombros y anticiparse a sus movimientos, de modo que pensó engañarlo. Giró un poco sobre sí mismo, anticipando la reacción del lobo una vez matase al crío, no quería que el animal le saltase por la espalda; luego movió sus pies hasta colocarse de costado y, haciendo el conato de levantar la espada para descargarla con el sesgo contrario, consiguió que el muchacho se preparase para evitar la caída del filo, lo que le sirvió para, con la mano izquierda, propinarle un brutal puñetazo al chiquillo que lo tumbó de espaldas y lo dejó a su merced.
Assur se sintió defraudado consigo mismo al haber caído en la trampa, el giro de la cadera y el cambio de pie lo habían llevado a pensar que tenía que apartarse de un peligroso movimiento de espada y, sin embargo, el jarl lo había cogido desprevenido con un fantástico puñetazo. Ya sentía como la cara se le empezaba a entumecer, y podía notar un terrible dolor en toda la mejilla y el arco de los pómulos. Además, al caer se había hecho daño en ambos codos y, sin remedio alguno, la daga se había escapado de su mano con el impacto, que lo había obligado a abrir los dedos. Falto de ideas y de recursos, pensaba ya en recurrir a Furco cuando oyó una voz familiar.
—¡En el suelo, muchacho! ¡Quédate en el suelo!
Era Weland, que ya cruzaba su espada con la del jarl.
Se trataba de dos hombres curtidos, acostumbrados a la batalla y habilidosos con las armas. Con la corpulencia de ambos, cada vez que los hierros chocaban producían estruendos que resonaban por todo el bosque como campanadas.
Assur se apoyó en uno de sus doloridos codos y vio que Furco corría hacia él con una expresión casi humana de preocupación. A lo lejos, Gutier se recomponía y se acercaba a la pelea, cojeaba ostensiblemente y se sujetaba el brazo herido con la mano contraria; avanzaba con lentitud.
Los dos normandos giraban sobre sí mismos.
—Fyrst sveikstu þá er þik vernduðu um árabil, nú svíkr þú þitt eigit kyn ok ertu engu skárri en skítr úr geitarrassi.
Assur, entre los lametones de Furco, dudó de lo que había oído. Su nórdico era muy deficiente, pero le había parecido escuchar claramente una referencia a la traición. Sin embargo, no fueron esas palabras de Gunrød a medio entender las que le revelaron la verdad. Fueron los ojos de Weland.
El Errante no pudo evitarlo, cuando el jarl le echó en cara su cambio de idea, miró al muchacho. Assur lo había adivinado, estaba seguro.
Gutier no se dio cuenta, solo vio que su amigo perdía la concentración un instante.
Assur no quiso creer lo que su razón le decía que debía creer. Pero algunas piezas empezaban a encajar; recordó los viajes del herrero, aquella noche en la taberna. No quiso creerlo.
Gunrød aprovechó la oportunidad y Weland no tuvo tiempo de hacerse a un lado. La espada del jarl se clavó en el hombro de su compatriota, solo la cota de malla salvó a Weland de una muerte inmediata.
El señor del norte pagó caro el pecado del orgullo, su loriga de cuero no pudo soportar la acometida de los formidables brazos de Weland, la espada le entró en el vientre lo suficiente como para que se doblara sobre sí mismo con gesto contraído, con el movimiento su propia hoja chirrió en los aros de metal de la protección de Weland, profundizando la herida y condenando al Errante a dejar atrás su pasado de nómada sin patria.
Cayeron de rodillas a un tiempo, pero, mientras Weland perdía el arma, trabada en las entrañas de jarl, la nueva posición le sirvió a Gunrød para que su hoja se liberase, quedando en disposición de dar un último mandoble al cuello del Errante.
—Svikari!
El chico lo entendió con toda claridad. «Traidor».
Assur fue rápido. La daga entró en la nuca del jarl y el muchacho la revolvió con toda la saña de la que fue capaz, hasta cortar el espinazo; Gunrød se desplomó sin más, ya muerto.
Gutier apuraba su paso cuanto podía, temiendo lo peor.
Furco gruñía rodeando el cadáver del jarl, y Assur, con sentimientos encontrados, inseguro, luchó con el rechazo que sentía y se acercó al que había sido su ejemplo. Al hombre que había aprendido a querer y respetar.
Weland se apoyaba precariamente, dejándose ya caer mientras sentía como su vida se escapaba a borbotones calientes desde su cuello.
—Por favor… —balbució el nórdico cuando el chico le tendió sus manos—. Por… por favor…, no se lo digas a él…
Gutier se acercaba gritando el nombre de su amigo y Assur comprendió, pero no dijo nada.
—Lo… lo siento…
Assur apretó entre las suyas una de las manos de Weland.
—No se lo digas…
El muchacho se dio cuenta de que no podía negarle aquel último favor y asintió consiguiendo que Weland sonriera con evidente sinceridad, a pesar del dolor que le contorsionaba el rostro.
Gutier ya llegaba y Assur volvió a asentir.
—Weland, ¡aguantad! Saldréis de esta… Muchacho, ¡ve a buscar al hebreo!
El nórdico ya no conseguía centrar su mente, empezaba a recordar imágenes de su infancia que creía olvidadas, allá en los mares del norte, pero sabía muy bien que el médico judío no podría hacer nada.
—N… no… Mi espada…
Gutier ya estaba allí, agachado al lado de su amigo.
—Mi espada…
Assur entendió lo que Weland quería, solo los guerreros de verdad, los que compartirían los grandes banquetes, los que tendrían el favor de los dioses, morían con honor en la batalla, con su espada en las manos y, dejando a los adultos decirse lo poco que les quedaba por decir, se apresuró a sacar la espada de su mentor del cuerpo sin vida del jarl.
Weland el Errante iba a morir muy lejos de su tierra, y si las glorias y la fama de la fortuna no le llegaron para con los suyos, sí lo hicieron entre aquellos cristianos que lo habían recibido en la rica tierra de Jacobsland. Sus últimas palabras fueron para el muchacho.
—Los esclavos… esclavos… —balbució entre jadeos—, están en Crunia…
Y Assur supo que nunca jamás le diría a nadie que había descubierto la traición de un hombre en el que había depositado su confianza, sabía que nada podía ganar ensuciando su memoria, y también sabía que le debía la vida.
La tarde decaía y el hombre y el niño compartieron el dolor de perder a un amigo.
El día de San Lorenzo anunciaba su fin dejando que el sol se tumbase sobre las copas de los árboles en el cabo de punta Coitelada, algunas nubes llegaban del oeste, anunciando lluvia y mal tiempo para los días siguientes, el verano, de pronto, empezaba a hacer sitio para el otoño.
Jesse, al que Assur había ido a buscar y en el que era evidente que pesaba la noticia de la muerte de Weland, suturaba las heridas de Gutier tras haberlas enjugado en vino y el infanzón, aunque contraía de vez en cuando los labios, no protestaba; miraba hacia los navíos negros que, todavía indemnes, permanecían fondeados fuera del alcance de los arcos hispanos.
Assur, acariciando la cinta que llevaba atada en la muñeca, no dejaba de pensar en las últimas palabras de Weland, estaba deseando que aquella maldita lucha se decidiese, quería marchar a Crunia y rescatar a los cautivos, quería encontrar a Ilduara y a Sebastián, quería recuperar esa parte de su vida.
—Somos dos mirlos tirando de la misma lombriz —dijo Gutier pensativo.
Froilo, que, junto a unos pocos, había logrado sobrevivir por pura providencia al ataque de distracción que habían ideado horas antes, esperaba el turno para ser remendado por el médico y dio su opinión:
—No se atreverán a acercar los barcos para recoger a los que quedan en la playa, saben muy bien que se arriesgan a perderlos.
—Es cierto, pero tampoco creo que abandonen a sus hombres aquí. Y si los que hay a bordo desembarcan…, entonces estaremos en un grave aprieto…
A Gutier le asistía la razón, la situación era compleja: los efectivos normandos seguían siendo superiores y, aunque solo les quedaba algo más de una docena de sus navíos, si sus tripulaciones echaban pie a tierra, las mermadas fuerzas cristianas poco podrían hacer contra todos ellos unidos. La defensa de los arqueros era crucial, era evidente que los nórdicos no podían arriesgarse a perder más barcos si querían garantizar su regreso a los dominios del norte, incluso contando con los navíos que, basándose en lo dicho por Weland, podían estar fondeados en la ría de Crunia.
—Pues no podéis quedaros así, mirándoos los unos a los otros con ojos suspicaces como maridos cornudos —declaró Jesse tirando del largo cabello que usaba como sutura para atar el último de los puntos de la pierna de Gutier.
Froilo rio con ganas, divertido por la ocurrencia del hebreo.
—Con ese hideputa de Gunrød muerto, las cosas deberían ser más fáciles, probablemente les cueste decidirse… Además, Jesse lleva razón, o hacemos algo, o nos arriesgamos a quedarnos así hasta Pascua…
Assur, impaciente por resolver cuanto antes la situación, se atrevió a intervenir en la conversación de los adultos.
—Ataquemos. Sin su jarl dudarán… ¡Podemos acabar con esto!
Gutier miró al muchacho con aire severo, conteniendo la reprimenda que se merecía por inmiscuirse, pero sin atreverse a corregirlo porque sabía que el chico tenía razón; el hebreo no le dio tiempo a decidirse.
—Se acercan nubes y habrá luna nueva. Será una noche oscura.
Todos miraron al judío, que había hablado mientras clavaba la aguja curva en uno de los labios de la herida del brazo de Gutier.
Froilo, que creyó entender lo que Jesse sugería, lo contradijo.
—Pero no todos los hombres saben nadar, además, harían falta muchos para ocuparse de tanto barco… La loma quedaría sin defensa…
—Es cierto —concedió Gutier—, si nos descubren o fallamos, quedaríamos a su merced. Es un riesgo demasiado grande.
—Tampoco podéis quedaros así por siempre, si envían un mensajero a los barcos del sur…
No hizo falta que Jesse terminase la frase, todos entendieron lo que implicaría la llegada de refuerzos cuando el enfrentamiento se había demostrado tan ajustado.
Assur dejó de acariciar a Furco y, aun sin olvidar la reprimenda contenida de la vez anterior, se decidió a intervenir de nuevo.
—Démosles un motivo para huir de una vez por todas…
Como todos los demás callaron sorprendidos y Gutier no le dijo nada, el muchacho se animó a exponer su idea.
—No hace falta que nos hagamos con todos los barcos, si atacamos dos o tres y tomamos el control, podemos virarlos y empezar a remar al sur, como si sus tripulaciones huyesen… Los demás navíos nos seguirán, ver marchar a unos será acicate para los que queden, sobre todo si al tiempo atacamos la playa y los convencemos de que nada pueden hacer por los hombres de tierra…
Froilo asintió, empezando a comprender la sugerencia del chico, pero sin tenerlas todas consigo. Podían atacar la playa, sin embargo, sabía que sería un nuevo sacrificio con muy pocas garantías de salir con vida; si los barcos, en lugar de huir, acudían en ayuda de los suyos, las castigadas fuerzas cristianas no aguantarían y el hecho de quemar los navíos negros no iba a ser consuelo cuando cientos de normandos victoriosos clamaran venganza. El ataque solo serviría de algo si eran capaces de aguantar hasta que, sin barcos que los llevasen de regreso a casa y sin un líder que los dirigiese, los nórdicos se rindiesen. Sabía que no tenían muchas posibilidades, pero si Gutier se lo pedía lo haría, confiaba en su juicio.
—Muy justo va a ser eso —dijo Froilo—, pero si me lo ordenáis me llevaré a los que quedan a esa playa, no os defraudaremos, armaremos tal barullo que los de a bordo pensarán que los suyos no tienen ninguna posibilidad —concluyó mirando a Gutier con gesto convencido.
Assur, confiado por no haber escuchado ninguna queja, insistió.
—Si dos o tres barcos ponen rumbo al Sur y los restantes ven que atacamos la playa, el resto se dará la vuelta.
Jesse terminó con la sutura del brazo de Gutier y, al tiempo que le indicaba que se levantase, animó a Froilo a ocupar el lugar libre para atenderlo.
—Puede ser, puede ser… —dijo Gutier rumiando todavía las palabras del chico mientras flexionaba el brazo herido con rostro dolorido—. ¿De verdad creéis que podréis aguantar en la playa? No quiero perder más hombres, hasta ahora no hemos conseguido mucho…
Froilo, después de jurar en vano por el escozor que le provocó el alcohol del vino con el que Jesse le lavaba un corte en la ceja, se tomó unos instantes para reflexionar antes de contestar.
—Sí, creo que sí. Si ven a los suyos huir y si los arqueros lo hacen bien… Nos mantendremos firmes hasta que sus navíos pongan proa al Sur, luego, dará igual si nos retiramos… Sin el apoyo de sus barcos será cuestión de tiempo.
Gutier tenía sobrados motivos para confiar en la voluntad de Froilo, que había demostrado su valía y arrojo en más de una ocasión. Sin embargo, no estaba convencido, temía la reacción de los normandos, eran hombres duros y cruentos, podía ser que, incluso imaginando la playa perdida, no quisieran seguir a los barcos que en manos hispanas aparentasen huir. Además, con sus heridas no podría ser uno de los que se echase al agua, y no deseaba eludir esa responsabilidad.
Jesse, que no era un hombre de guerra, conocía bien a su amigo e imaginaba sus dudas. Pero, como Assur, estaba deseando que todo aquello terminase y, valiéndose de la confianza ganada a través de los años, se atrevió a apremiar al infanzón.
—Debéis tomar una decisión.
Gutier sabía que el hebreo tenía razón. El ocaso ya amenazaba en el horizonte y había que hacer algo pronto.
—¡Al diablo! Intentémoslo.
Assur contuvo con esfuerzo su ansiedad y, asumiendo la mayor seriedad posible, habló con una seguridad que asombró a los adultos.
—Quiero ser uno de los que vayan a los barcos.
Gutier dudó, ya le había hecho pasar por un difícil trance cuando habían atraído al jarl, y no deseaba exponer de nuevo al chico, sin embargo, vio en los ojos del muchacho una certeza tal que solo pudo asentir. Sabía bien que Assur se sentía culpable de pecados que deseaba expiar y, aun conociendo el riesgo, supo que no le quedaba, como en tantas ocasiones, otra que consentir.
Los preparativos se terminaron justo con la llegada de la noche, cuando los grillos empezaron a cantar y el fresco de la brisa que llegaba del mar les erizó a todos el vello de la nuca. Froilo había dicho que estaría preparado en cuanto la noche se cerrase.
Para la tropa de asalto Gutier eligió a los mejores disponibles, treinta hombres divididos en tres grupos, armados con lo justo y sin más protección que los calzones, las instrucciones eran sencillas: en cuanto los de Froilo iniciaran el ataque, tres de los navíos debían ser abordados y capturados, con los tripulantes muertos había que poner rumbo al Sur, hacia Crunia, fingiendo huir.
Assur había afilado su daga, había hablado con Jesse sobre banalidades y le había pedido a Furco que se portase bien y que obedeciese a Gutier. Ahora, en pensativo silencio, estaba sentado en un peñasco de la punta del cabo, considerando cuánto había cambiado su vida en el último año y temiendo por el destino de sus hermanos cautivos. A su alrededor los hombres hablaban en susurros, todos iban embadurnados con cenizas para evitar que sus pieles brillasen antes de echarse a nadar, parecían los espíritus de las mágicas cofradías sobre las que le había hablado su madre, ánimas en pena que vagaban por las noches anunciando a los caminantes una muerte pronta.
Assur supo, viéndose entre aquellos hombres, que ya no era un pastor, era algo muy distinto que no comprendía y sobre lo que no estaba seguro. Echó de menos a mamá, y a padre. Al pequeño Ezequiel. A Zacarías. Y mientras esperaba la orden de zambullirse toqueteó la cinta de lino que llevaba atada a la muñeca sintiendo el escalofrío de un mal presagio roerle la cerviz.
Assur se había criado en la ribera del Ulla, estaba acostumbrado a nadar, sin embargo, averiguó pronto que aquello no era lo mismo que jugar en el río con sus hermanos. El suave oleaje retrasaba su avance, y su apresurado corazón le robaba un aliento que necesitaba desesperadamente, se sintió como la primera vez que Sebastián lo había animado a zambullirse; en más de una ocasión estuvo tentado de acortar el rodeo que se habían impuesto para pasar desapercibidos. A ambos lados, cuando sus propios esfuerzos se lo permitían, podía oír los chapoteos contenidos y ver cabezas que se movían al ritmo de las brazadas.
La noche, como había predicho Jesse, se había cerrado pronto tragándose todo resquicio de luz, y las bajas nubes de lluvia que llegaban desde el océano borraban el escaso brillo de las estrellas.
Antes de alcanzar su destino Assur pudo escuchar los gritos lejanos de la batalla que había comenzado, solo distinguía sombras borrosas en el contorno difuminado de la loma y el cabo, y pronto destacaron las hogueras que los hombres de Froilo se encargaron de encender para poder prender antorchas y hachones con los que guiarse.
El frío del mar se colaba hasta sus huesos y el esfuerzo minaba su voluntad. Notaba los labios abiertos protestar por el enjuagado con agua de mar, y sentía la garganta seca con el escozor de la sal quemándole la boca, su cara herida palpitaba. Assur sabía que no aguantaría mucho más.
Los barcos normandos eran estilizados y ágiles, con regalas bajas que los dotaban de poca obra muerta y los hacían rápidos, sin embargo, eso mismo los hacía fáciles de abordar.
Assur escuchó gruñidos de pelea en cuanto consiguió chantar sus manos húmedas en un trecho libre de la amura del barco y enseguida pudo confirmar que no era el primero en llegar al barco que le habían asignado.
No logró auparse hasta el segundo intento. Y cuando pudo alzarse por encima de la regala un remache suelto de las tracas le abrió una herida en las yemas de los dedos. Cayó en cuclillas dejando tras de sí el miedo, escrutando la oscuridad lleno de concentración.
En la cubierta había sombras moviéndose con rapidez. Oyó maldiciones en normando y a uno de los suyos rogar al señor que lo acogiese en su seno. Cuando consiguió asentar sus pies descalzos en la tablazón del barco el frío lo venció, los músculos se le contrajeron y empezó a temblar. Tuvo que realizar un enorme esfuerzo para evitar que sus dientes comenzasen a castañetear. Estaba todavía intentando recomponerse cuando uno de los normandos de la escasa tripulación se abalanzó sobre él.
Assur, lento de reflejos por el frío que entumecía sus músculos, no pudo apartarse. El nórdico lo arrolló y ambos cayeron sobre cubierta. El muchacho se lastimó la espalda con los duros maderos y sintió cómo, ante el peso del hombre, sus costillas cedían dolorosamente. Tuvo suerte y pudo mantener la daga en la mano. Cuando el nórdico se incorporaba para lanzar el primer puñetazo, Assur le robó la guardia en el momento justo y le clavó el puñal en el corazón con un rápido movimiento en el que descargó toda su fuerza. El normando no pudo evitarlo y murió al instante soltando un resoplido que olía a cerveza amarga y ajos. El muchacho apenas tuvo el tiempo necesario para apartarse antes de que el nórdico se desplomase.
Habían sido afortunados, Assur se dio cuenta de que los embarcados no habían esperado un ataque, no estaban armados y no llevaban puestas las brynjas. Tenían una posibilidad.
A su derecha vio como una de las naves ya viraba rumbo al Sur. A su espalda la lucha en la playa seguía con un rumor lejano y, por la borda contraria, uno de los suyos se alzaba como podía por encima de la traca de arrufo con los ojos bien abiertos. Ya no vio nada más.
Haciéndose con uno de los pocos escudos que quedaban sujetos en la borda, y a falta de un arma mejor a mano, uno de los normandos había resistido, el hispano con el que se había enfrentado yacía flotando en el mar con una brecha enorme abierta en el rostro por el tachón de la rodela. Se acercaba a Assur por la espalda mientras el muchacho observaba su alrededor.
Gutier aguantaba como podía el dolor de sus heridas, el galope era enloquecido y el sufrido Zabazoque resollaba desfondado, pero incluso a pesar del riesgo que suponía aquella endiablada carrera para las patas de su querido semental, el infanzón no pensaba aminorar. Sabía que su única oportunidad se escurría entre sus dedos como arena fina, no quedaba tiempo.
Froilo, cubierto de vendajes y con heridas que aún sangraban, se había unido al galope. Incluso Jesse. Y Furco.
Los normandos habían huido, sus navíos negros de rodas talladas se habían dado la vuelta. Y los que quedaban en la playa, al ver su único modo de regresar alejarse, habían decidido deponer las armas con la esperanza de recibir la clemencia de los cristianos. De las casi noventa naves que el infanzón había visto tanto tiempo atrás no quedaban más que una docena, aun contando las que estuvieran a buen resguardo en la ría de Crunia; y de los tres mil normandos, como mucho, un par de cientos. Y, gracias a los mozos que subían y bajaban desde y hacia el campamento haciendo mandados, incluso habían recuperado el tributo, abandonado en una trocha que descendía de la colina del asentamiento que el conde había elegido para sus mesnadas.
También hallaron el cadáver eviscerado del propio cómite, apestando el ambiente entre grandes moscones que se cebaban en su carne muerta, con los miembros tensos por el calor del día y los ojos vaciados por las ansiosas gaviotas; sobre su pérdida aún no se había oído un solo lamento.
Todo había salido bien, todo menos una cosa.
Se despertó con un descomunal dolor de cabeza, sintiendo los sesos revueltos y una lacerante molestia que le hacía arder la frente por culpa de la brecha que el escudo normando le había abierto en la sien. Contuvo a duras penas las náuseas que le atenazaban el estómago. Su cara maltratada estaba hinchada, pintada de distintos tonos de púrpura, y sentía su mejilla rígida, con la piel tirando dolorosamente de su carrillo.
No recordaba lo que había sucedido, pero se dio cuenta de que tenía las manos atadas, y al rosario de dolores e incomodidades tuvo que añadir las escaras que la basta soga le había causado mientras estaba inconsciente. Por un momento, antes de preocuparse por su situación, temió que la cuerda hubiera roto la cinta de lino de Ilduara. Hizo un gran esfuerzo retorciendo las muñecas heridas hasta que, escasamente, logró tocar el pedazo de tela y respiró aliviado.
Se incorporó con parsimonia, en un esfuerzo que lo obligó a recordar daños tan graves como el par de costillas rotas y heridas tan pequeñas como los cortes de las yemas de los dedos de su mano derecha.
Tenía frío, caía una lluvia fina que oscurecía el horizonte y destilaba las nubes bajas que con sus panzas grises cubrían el cielo.
No reconocía el lugar, una playa, otra playa, pero dónde. Normandos ocupados con fardos se movían apresuradamente, vio varados algunos de sus barcos y adivinó que los cargaban.
Miró a su alrededor y comprendió. A la izquierda, levantándose en toda su magnificencia, el gran faro cuadrado que los romanos habían levantado con aquella piedra oscura de la Gallaecia. Estaba junto a la torre de Hércules, que miraba orgullosa el océano mientras el pesado moverse de la neblina del orvallo la batía, su silueta se recortaba contra un cielo que se pegaba a un mar oscuro y encabritado que recibía el mal tiempo anunciado agitándose con fiereza. Supo que los navíos normandos habían huido, aunque él hubiera fallado, la idea había dado resultado, los nórdicos habían regresado a Crunia para lamer sus heridas; y ahora se preparaban para marchar al norte antes de que los hispanos les dieran caza. Preparaban su botín y su carga repartiéndolo en los barcos que todavía eran útiles, escapaban a toda prisa, sin su jarl, con solo una décima parte de su temible flota, y sin haber arrasado Compostela, y en su desgracia Assur se consoló con la noticia.
Se recompuso como pudo aguantando los gemidos de dolor que se le apelotonaban en el fondo de la garganta y consiguió sentarse tras un esfuerzo titánico. Estaba empapado, lleno de moratones y sangre que no lograba secarse por la humedad, cubierto de incómoda arena que rozaba su piel maltratada, casi desahuciado, pero decidido. Sabía lo que tenía que hacer a continuación: escapar.
Observó. Los normandos estaban demasiado ocupados terminando sus preparativos. A su lado había otros pocos, todavía inconscientes, reconoció a uno de los que había formado parte de su grupo, también hecho prisionero, y un poco más allá otro que había muerto.
Estaba pensando qué hacer, cómo despertar a los demás y hacia dónde huir en aquella alargada península que formaba la Isla del Faro cuando vio algo que cambió su vida para siempre.
Dos normandos azuzaban a una recua de cautivos hacia el único knörr que parecía seguir entero. Iban atados a un mismo cabo y con los pies lazados para que no pudieran correr. Gran parte eran jóvenes, los más mayores solo unos pocos años más viejos que Assur, y el muchacho sabía que el destino de aquellos desgraciados terminaría de golpe en los mercados de esclavos.
Estaban demacrados, famélicos, y sus lejanos rostros destilaban desesperación.
Y fue en ese momento cuando lo vio. Mucho más delgado, con el pelo sucio y desgreñado, vestido únicamente con harapos que le cubrían escasamente las vergüenzas, mugriento, convertido en un desecho, caminaba arrastrando sus pies, impulsado por la inercia de los demás cautivos.
Los obligaron a ir subiendo al knörr como si fuesen simple ganado, metiéndoles prisa y haciéndoles trastabillar. Uno de ellos cayó y, al tener sus manos atadas, no pudo evitar golpearse brutalmente; uno de los nórdicos que acompañaba a los presos se adelantó y no perdió el tiempo, se agachó al lado del joven, le rebanó el pescuezo y soltó sus ligaduras de la cuerda de la reata exhortando a los que seguían con vida a que apurasen.
Ya no podía escapar solo, tenía que encontrar el modo de rescatarlo. Sus hermanos perdidos habían sido el tiro que lo había mantenido en movimiento; y allí estaba uno de ellos. Miró en todas direcciones, buscó ideas en su aturdida cabeza. Allí estaba su hermano, Sebastián. Y puede que también Ilduara. No podía pensar en escapar si no era con él, con ellos. Tenía que hacer algo.