Cuando el exaltado infanzón se acercó, Assur observó lo que Gutier le había enseñado a esperar: el hombro que se retira, la tensión que se acumula en el cuello, el cambio de peso en el juego de pies. El muchacho aguardó, manteniendo su farsa, y en el momento justo, sorprendiendo a su oponente, que ya lo consideraba vencido, Assur rodó por encima de la mesa tirando el aguardiente y los vasos, cayó flexionando las piernas ágilmente y, en medio de la algarabía de la concurrencia, tomó por una pata el taburete en el que había estado sentado Weland y lo descargó en la cabeza del infanzón con un único movimiento fluido.

El hombre cayó inconsciente sin más florituras y Assur se abochornó de nuevo al oír el rugido de aprobación que salió de los presentes. Especialmente de los hombres de campo, probablemente porque habían oído los rumores sobre él y se sentían cercanos al que había sido pastor hasta unos pocos meses antes.

Antes de que el muchacho hubiera asumido todo lo que estaba pasando, Weland ya se había puesto a su lado y lo había sacudido con un abrazo de oso, armando jolgorio.

—¡Bien hecho! ¡Bien hecho, muchacho! Vamos a celebrarlo… Hay que emborracharse —sentenció el nórdico.

Assur solo pudo reaccionar dubitativamente.

—¿Estará bien? —preguntó el joven refiriéndose al infanzón, que ya era recogido por sus compañeros y arrastrado hasta su antigua mesa.

—Claro que sí, nunca fue muy listo el condenado, tampoco se perderá mucho si le has removido los sesos. Venga, ¡vamos a beber!

Assur se dejó llevar hasta su asiento de nuevo, y la hija del tabernero se acercó sonriendo, traía otro jarro de aguardiente con el que reemplazar el que se había roto en la refriega.

—No es mi hermano —le susurró subrepticiamente mientras apoyaba la bebida en la mesa por encima del hombro del muchacho.

Assur asintió mirando a Weland, que reía estruendosamente y se hurgaba la barba complacido.

—¡Bebe! ¡Bebe, muchacho! —le urgió Weland sirviendo aguardiente en los vasos de madera—. Te lo mereces, hoy los cuervos de Odín tendrán algo que contarle a su señor. Ya podría decirse que eres un hombre… O casi…

Al terminar sus palabras Weland se rio sardónico elevando el tono de sus carcajadas, mirando al muchacho con un fulgor indefinible en sus ojos claros.

—Todos lo saben, el deber de un hombre es ser recordado por sus hazañas —continuó el normando—. Debes tenerlo presente; estar siempre preparado para la lucha, listo para triunfar o morir sin agachar la cabeza. Siempre que entres en un lugar nuevo, observa a tu alrededor, elige a los rivales apropiados y mantente alerta. Cuando un hombre muere, solo queda el respeto que mereció y las glorias que logró. Si vas a morir como una vaca, tumbado en la paja caliente del establo y renqueando de viejo, entonces es que no eres un hombre. ¡Recuérdalo!

Assur percibió que las palabras del nórdico estaban cargadas con una profundidad extraña, le pareció que Weland hablaba también para sí mismo.

El nórdico vació una nueva copa y siguió hablando:

—Hoy ha estado bien, y el otro día con el escudero. Sí… —La sonrisa del nórdico se ensanchó y Assur temió que se atreviera a organizar una nueva pelea—. Además, me has hecho ganar unas monedas al apostar por ti. —Weland miró con intención al muchacho y Assur entendió que en él se había depositado un voto de confianza que lo hizo sentirse orgulloso—, así que tendremos que buscar en qué gastarlas… Lo mejor será que terminemos con tu adiestramiento… —concluyó Weland enigmático mientras se alzaba haciendo rechinar el taburete.

Assur se atrevió a beber un poco más y, aunque hubiera preferido un buen trago de agua fresca, sintió que el fuerte alcohol empezaba a acomodarse mejor en su estómago. Miraba el contenido del vaso de madera preguntándose cómo era que aquel líquido ejercía tanta atracción para algunos hombres y, volviendo a sentir el calor del aguardiente esparcirse por su sangre, descubrió que Weland regresaba desde el otro lado de la posada acompañado.

El nórdico parecía un zorro con dos gallinetas recién sacadas del corral. Con su estatura y corpulencia ninguna de las dos le llegaba a los hombros, eran las mismas mujeres descocadas que habían atraído la mirada de Assur al entrar en la taberna. La de la izquierda parecía ser la más joven, aunque el muchacho descubriría más tarde que era mayor de lo que había imaginado; era escurrida, de talle recto y un busto pequeño que apenas redondeaba la camisa, tenía un rostro afable con un bonito mentón afilado y unos vivarachos ojos verdes que resplandecían entre los mechones rubios que le caían revoltosos por la frente. La otra era voluptuosa, insinuante, y Assur, confundido, intuyó en ella, por primera vez, la malevolencia femenina sobre la que Gutier, convencido creyente desde sus tiempos de novicio, le había advertido al hablarle severamente sobre el pecado de Eva; llevaba prendida en los labios una sonrisa escéptica que predispuso al muchacho a alzar su guardia. Era bacante y sensual, transpiraba deseo, y su escote formaba el laberinto en el que Assur había encontrado su rubor al pasar el umbral de aquel tugurio al que Weland lo había arrastrado. Tenía espesos bucles morenos que le recordaron a Assur un calabrote deshilachado; los pómulos altos hacían brillar la suave piel del rostro de color aceitunado con curvas largas y finas que recogían la luz de las velas y hachones, reflejados en la profundidad castaña de unos enormes ojos oscuros. Un lunar del tamaño justo bailaba encima de la comisura de los labios, húmedos y brillantes, pecaminosos.

—Permíteme presentarte a estas dos lindas damas —anunció Weland con una picardía evidente que caló en el muchacho de un modo desagradable por la elección de palabras—. Aquí tienes a Teresa y a Sancha —añadió señalando a la jovencita rubia y a la mujer morena respectivamente—, les he dicho que pueden compartir nuestras bebidas…

Assur se sintió intimidado, especialmente por la fría mirada que le dedicaron los ojos morenos de Sancha, era evidente que la mujer había calibrado al muchacho y, habiendo decidido que no merecía la pena, estaba dispuesta a centrar toda su atención en el nórdico. El desequilibrio también lo percibió Teresa, que, con una sonrisa casi medrosa, se sentó en un taburete al lado de Assur mientras su compañera se abalanzaba con jolgorio a las rodillas del nórdico, tirándole traviesamente de la barba y prendiendo el colgante de oro que el nórdico llevaba al cuello.

—Es el martillo de Thor… —dijo Weland mirando con desparpajo el escote de Sancha y atreviéndose a meter una de sus manazas bajo la falda de la meretriz.

Teresa estudió a Assur por unos instantes y, desentendiéndose de la conversación de la otra pareja, le habló al muchacho con voz enmelada y tersa.

—¿Cómo os llamáis, caballero campeón?

El chico se sorprendió por el respetuoso tratamiento y el halago.

—Assur, me llamo Assur Ribadulla… y no soy caballero, ni infanzón, ni nada parecido —se apresuró a aclarar—. Y tampoco soy campeón. Es solo que Weland quería ponerme a prueba y su sentido del humor es… es… —Sin saber cómo continuar, Assur pensó en añadir que había tenido suerte en el enfrentamiento, o que debía marcharse ya, pero se dio cuenta de que eso no era lo que hubiera hecho Gutier y calló de pronto, sorprendiendo a Teresa.

Weland y Sancha se confabulaban estruendosamente y el nórdico ya había pasado con descaro de las piernas al busto. Teresa, que no solía tener que preocuparse por la reacción de los hombres que la rodeaban, dudó respecto a cómo tratar al guapo muchacho que parecía buscar respuestas mirando fijamente la lumbre del hogar. El chico semejaba no saber qué hacer, o no estar interesado en lo que podía hacer, sin embargo, el gigantón había pagado bien y por adelantado, y el atractivo perfil del muchacho la hacía sentirse afortunada por tener un cliente agraciado. Le habían gustado sus ojos, de un bello azul profundo que parecía envejecido por atrayentes secretos, y a ella le encantaban las historias que guardaban secretos. El chico había empezado a toquetear una cinta que llevaba atada a la muñeca y los músculos de sus antebrazos se delineaban en la piel clara de un modo llamativo. Teresa sabía que el muchacho no podría darle una buena propina y aceptaba la jerarquía que le suponía a Sancha quedarse con el nórdico que servía al conde; sin embargo, a pesar de que no pudiese contar con alguna moneda adicional, se sintió afortunada.

—Sancha y yo tenemos un cuarto aquí en la posada, quizá os gustaría acompañarme…

Assur tardó en reaccionar. Cuando por fin se giró hacia ella, Teresa disfrutó del llamativo contraste entre el rubio ceniciento del pelo del chico y aquellos ensoñadores ojos azules.

—¡Yo me debo a una dama! —replicó Assur pensando en Galaza.

Teresa encontró el gesto tan encantador que no pudo evitar sonreír con adulación.

—Podéis acompañarme sin que por ello faltéis a su recuerdo —dijo Teresa parpadeando coqueta y acercando su mano al brazo de Assur.

Hasta sentir el cálido tacto de ella Assur había estado a punto de contestar con vehemencia, pero en cuanto notó como los largos y delicados dedos se apoyaban en su brazo, no pudo hacer otra cosa que beberse de un trago el aguardiente que le quedaba en el vaso.

Teresa no esperaba reticencia por la descripción que había hecho el nórdico del muchacho, pero conocía bien su trabajo, y estaba dispuesta a ganarse merecidamente los dineros del normando.

—Habladme entonces de esa mujer tan afortunada… —dijo ella enigmática, acercando el taburete al de Assur lo suficiente como para permitir que sus piernas rozasen convenientemente las del muchacho.

Antes de que Assur pudiera contestar, Teresa se encargó de rellenar su vaso de aguardiente y animarlo a beber con un gesto de sus manos delicadas.

Sin que el muchacho pudiera explicarlo si se lo hubieran pedido, turbado por la neblina del alcohol y la excitación, Assur terminó acompañando a Teresa hasta el tabuco, dejando a Weland con Sancha para terminar con las reservas de aguardiente del tabernero.

Ella lo tumbó en uno de los sencillos lechos con palabras lisonjeras y caricias que se entretenían justo en los lugares donde el muchacho se sentía mortificado. Se apartó dando unos pasos insinuantes y trasteó con los cordajes y prendedores, hasta que quedó desnuda frente a él para que Assur contemplara con admiración los pechos erguidos y sus pezones del color de las bayas maduras. El joven la observó ansioso, deteniéndose en cada rincón desconocido y deslumbrándose por el montículo de espeso vello rizado.

Teresa avanzó con pasos largos, haciendo bailar sus senos con hipnótica precisión, y se tumbó al lado del muchacho, acodándose con un brazo y pasando la mano libre por el pelo de él, que gemía complacido. Le besó el cuello con aleteos suaves de labios expertos y él gruñó de satisfacción mientras la mano de ella le recorría el pecho y el vientre, trazando arabescos que Assur podía sentir a través de la tela de sus prendas.

Ella inspiró el olor profundo del muchacho y buscó su boca para conseguir que se la entregara a su antojo.

—Deberíais afeitaros —dijo ella notando el bozo que cubría el rostro del muchacho—, al menos hasta que la barba se os vuelva prieta y plena. Os aniña la expresión, mi señor…

Ella terminó su consejo besándolo de nuevo y Assur solo escuchó las palabras a medias.

Teresa movió su mano, descendiendo por el vientre duro de Assur, dibujado por las líneas de sus músculos. Entre la ropa revuelta sus dedos arañaban la piel del muchacho, desplazándose como las patitas de un animalillo hasta que encontraron la cintura de los calzones y la mano se resguardó en la improvisada madriguera. Ella encontró su hombría, palpitante y caliente, firme y preparada para lo que tendría que venir, y se sorprendió por descubrirla mayor de lo que esperaba para un joven como él.

Assur se quiso revolver y Teresa lo calmó con nuevos besos mientras empujaba las prendas de él y se alzaba para montarlo a horcajadas. Veterana, se mojó con su saliva antes de dejarse penetrar. Y cuando lo tuvo en su interior apretó hasta que Assur gimió profundamente encorvándose con un espasmo que le recorrió la espalda. Se movió suavemente y buscó las manos del muchacho para que le recogiesen los pechos. Assur se dejó llevar por el instinto y los oprimió con la suavidad justa, observando los misterios que había anhelado desvelar.

Jugueteó con los pezones entre sus dedos fuertes y la oyó gemir también a ella al tiempo que sentía una humedad nueva que le cubría. Y cuando notó que el pecho iba a reventarle, justo en el momento en que agarró las finas caderas de ella, para ayudarse a llegar tan hondo como quería, Teresa se detuvo y, lentamente, con una parsimonia que sabía a tortura, descabalgó.

—Ven, trae… —le susurró ella al oído lamiéndole una mano y mojando los dedos de Assur lascivamente.

Teresa recordaba la petición del nórdico y le descubrió al muchacho su intimidad, enseñándole, permitiéndole encontrar el ritmo adecuado de las caricias y que su tacto ahondase en lo que hacía de las mujeres hembras.

Cuando sintió que el clímax se acercaba, tiró de la camisa de él hacia arriba y lo obligó a tumbarse encima de ella. Maestra paciente, le dejó a Assur buscar la postura hasta que volvió a sentirle tan dentro como para que un ronroneo le revolviese el gaznate.

Assur se movió, primero torpemente, y luego ajustándose a las indicaciones que las uñas de ella, clavadas en los músculos abultados de su espalda, le hacían variando la presión en su piel.

Ella terminó antes y él se liberó con un gruñido hondo. Sus ojos se abrieron con fuerza y Teresa, viéndolos azules y bellos, tuvo sueños de novata y pensó en futuros imposibles, sintiéndose agradecida una vez más por haber concluido con el muchacho y no con el rudo nórdico de largas manos al que, en más de una ocasión, se le escapaba alguna bofetada.

Assur se durmió tendido en el pecho de ella, y despertó sobresaltado y con una sensación palpitante en la cabeza.

—¡Furco! —exclamó conteniéndose al final por temor a despertarla.

No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado. Se notaba aturdido.

En el lecho gemelo Sancha dormía sola, respirando profundamente, aunque Assur recordó haberse despertado un rato antes, brevemente, y entreabrir los ojos para ver a Weland encima de ella. Había vuelto a dormirse entre la bruma del alcohol y la pasión desgastada sin darle mayor importancia.

Se despidió de Teresa con un beso tierno en la mejilla y, cuando la mujer se revolvía para acaparar el espacio vacío y caliente que había dejado el muchacho, Assur ya salía por la puerta a medio vestir.

En la planta baja se hizo con algunas sobras de carne del estofado frío y pegoteado que quedaba en unos platos que alguien había olvidado recoger, y salió fuera intentando no hacer ruido, pues algunos de los parroquianos habían preferido dormir su ebriedad en la taberna en lugar de atreverse con el frío de la noche. Tirado en un escaño cercano al moribundo fuego del hogar dormía el infanzón que había sido su oponente, y al muchacho se le escapó una sonrisa orgullosa.

Al lado de la entrada, donde le habían ordenado que aguardase, estaba el lobo, enredado como un ovillo y apoyando la cabeza en sus manos. Alzó las orejas en cuanto Assur cerró la puerta de la posada tras de sí.

—Buen chico, buen chico —le dijo Assur al animal mientras le palmeaba el cuello con una mano y le ofrecía las sobras con la otra.

El muchacho notaba como el aire frío de la noche empezaba a despejarle la cabeza y respiró profundamente mientras acariciaba a su animal.

—No te imaginarías lo que ha pasado —empezó a decirle Assur al lobo, confidente impertérrito que lamía ansioso la grasa de los dedos del muchacho—. He ganado una pelea y… Bueno, ya te contaré, anda, vamos al castillo.

Y Furco se levantó entendiendo las intenciones de su amo.

Cuando tomaban la serpenteante trocha de ascenso al castillo, Assur vio delante de sí dos siluetas que se recortaban contra la claridad que la luna y las estrellas colaban entre las nubes. Una de ellas era Weland, resultaba inconfundible, la otra le pareció el herrero Braulio; y Assur supuso que el nórdico había decidido, como él mismo, regresar al castillo, y que quizá se había encontrado con el artesano roncando la pea en una de las mesas de la taberna.

Una lechuza ululó en alguno de los añejados castaños de la vereda y Assur, recordando las palabras de su madre, sintió el presagio y tuvo un mal presentimiento.

El deshielo se anunciaba tímidamente y en el Valcarce, que bajaba lleno y revuelto, las truchas remontaban los rápidos, preparándose para la freza. La mañana era limpia y clara, las últimas lluvias habían dejado en el aire un agradable olor a tierra fértil.

En cuanto había salido de la torre del homenaje, Gutier había buscado a su amigo Jesse. Sabía que Weland estaba en Castrelo de Miño, llevando recado del conde a unos nobles locales, se lo había dicho uno de los mayordomos. Y, lamentando la ausencia del nórdico, el infanzón deseaba ver a su otro amigo; tenía ganas de compartir unas horas con el hebreo, además, quería preguntarle por el muchacho, desde su llegada esa mañana aún no lo había visto y estaba seguro de que el médico sabría dónde se había metido el zagal.

Estaban en la estancia delantera de la apoteca y Gutier, sentado con su pierna resentida bien estirada y disfrutando de un vaso fresco de vino dulce rebajado, le comentaba al hebreo sus impresiones sobre los últimos movimientos políticos del noble Gonzalo Sánchez.

—Le he dado muchas vueltas —dijo el infanzón—, muchas… Y estoy prácticamente convencido de que el ataque a Chantada le ha metido al conde el miedo en el cuerpo. Si los nórdicos se siguen aproximando al Bierzo, además de la boca le van a apestar los calzones —añadió Gutier con una sonrisa incipiente—. Quiere resolver esto, pagando o luchando, pero resolverlo antes de que sus tierras corran peligro y, a ser posible, haciéndose imprescindible para uno de los actores, o el conde castellano o la alianza de la Iglesia y la corona. Además, si hay que pagar, preferirá que pague cualquier otro… —Gutier hizo equilibrios con las manos como si ejecutase malabares—. He tenido que llevarle un mensaje al obispo de Oviedo —continuó el infanzón—, creo que para que intermedie con Rosendo y… y si no se recibe una respuesta afable de Compostela gracias a esa maniobra, creo que el conde cerrará filas con el de Lara y llegaremos al principio del fin…

Jesse revolvía sus cajas, jarros y botes buscando algún ingrediente del que el infanzón no recordaba el nombre y que serviría para intentar reducir la pertinaz acidez del cómite, de la que, últimamente, se quejaba con mucha más profusión de lo habitual en él. El hebreo, como hombre metódico que era, dividió eficientemente su atención entre la charla y su rastreo del fármaco, preguntándose si no habría sido Assur el que despistara el bote.

—A juzgar por cómo se le han revenido los intestinos en estos días, creo que tienes razón… Está más inquieto que un ratón con un gato en la entrada de la ratonera… —El hebreo perdió por un momento el hilo de sus palabras antes de dejar escapar sus ideas en voz alta—. Ese muchacho, ya ha vuelto a desordenar mis tarros, ¿dónde habrá dejado la raíz de regaliz?

Gutier sonrió recordándose que, pese a lo que le había contado Jesse sobre los avances del muchacho, el pastor seguía siendo un crío.

—Pondría la mano en el fuego —dijo el infanzón retomando el tema que le interesaba—, el conde Gonzalo quiere deshacerse de los nórdicos por interés propio, sin embargo, creo que intentará hacer que Rosendo se lo pida y, así, tenerlo como deudor. Poco puede haber mejor para un noble ambicioso que tener un cobro pendiente con el señor y dueño de Compostela. Y por eso me envió a Oviedo —dijo el infanzón simulando una estocada con el índice de la diestra—, para que el obispo Fruminio le transmita la proposición al de Compostela; era su única opción… Si hubiera intentado tratar directamente con el obispo Rosendo, no hubiera conseguido nada, hay demasiado rencor entre ellos… Además, tanto si hay guerra como si la corona se decide a pagar el tributo, el conde intentará presentarse como el salvador de la situación…

Jesse, que seguía de espaldas al infanzón trasteando en los anaqueles de la botica, asintió imperceptiblemente. Era consciente del papel que el propio Gutier había tenido en las desgracias de Rosendo y estaba de acuerdo con su amigo, un cara a cara sin más entre los dos hombres jamás hubiera funcionado.

—¿Crees entonces que esta primavera se llamará al fonsado?

Gutier, comedido como siempre, meditó su respuesta.

—Sí, creo que habrá guerra pronto, y también creo que no será como las razias contra los sarracenos. Podría haber un gran enfrentamiento. Necesitaremos organización, y mucha caballería. Mucha —concluyó el infanzón pensativo.

El hebreo se giró por un momento y miró al infanzón de reojo.

—Voy a buscar en el cuartucho de atrás, a veces Assur coge el regaliz para mojarlo en miel y comer un poco; le he dicho cientos de veces que es muy caro, pero parece que no puede remediarlo. —Y antes de cruzar el cortinón que separaba las piezas de la apoteca volvió a hablar—: ¿Tanto os preocupa?, ¿será duro?

—Sí, lo será. Le he dicho al conde que deberíamos pensar en minar a los normandos con pequeños escarceos, intentar hundir algunas de sus naves, buscar el sabotaje —se explicó Gutier alzando el tono de voz para que el hebreo pudiera oírlo desde la otra estancia—. Le he dicho que debemos retrasar el gran enfrentamiento directo cuanto podamos, procurando sacar ventaja del terreno conocido. Deberíamos destacar grupos de unos pocos hombres, ágiles y que puedan moverse de un lado a otro rápidamente, desgastando a los normandos cuanto podamos antes de tener que asumir una lucha abierta.

»Son gente entrenada y curtida, y nosotros… y nosotros —al infanzón se le arrugó el rostro en una mueca desdeñosa—, en la mayoría de los casos somos siervos o villanos, reconvertidos en caballeros por el azar y la presión de los sarracenos en esta eterna reconquista en la que siempre faltan hombres dispuestos a enfrentarse a los moros. No podemos arriesgarnos, deberíamos ser como el mosquito con el león…

Jesse ya regresaba de la trasera de la botica, se le veía componer una expresión triunfal que servía para rodear el tono paternalista de sus gestos, era evidente que negaba con la cabeza pensando en el reproche que le debía a Assur.

—¡Lo tenía ahí detrás! —exclamó antes de recobrar la compostura y, mucho más seriamente, replicar a Gutier—. Recordad que al final de la fábula, después de que el mosquito venciera al león, una araña se lo zampa —añadió el judío midiendo en la balanza una pequeña porción de la raíz de regaliz—. Deberíais ser cuidadosos, hay mucho en juego… El peligro puede venir por muchos sitios, ¿qué pasaría si Fernán González se entera y acabamos peleándonos entre nosotros en lugar de contra los normandos?, ¿o si los moros se percatan y lo aprovechan? Recordad los enfrentamientos por los fueros de Castilla… Y como bien sabéis, muchos nobles no quieren seguir ni al rey niño ni a su tía Elvira, cada cual se preocupa de mirar su ombligo…

Gutier conocía el final de la fábula y también entendía las objeciones del hebreo, todas eran válidas y casi todas igual de peligrosas, especialmente la falta de unidad que provocaba en el reino que el trono estuviese en manos de una antigua monja y su mojigata hermana. Pero también estaba seguro de que no contaban con una fuerza armada capaz de repeler a los normandos con autoridad de una tacada contundente; estaba convencido de que su idea era buena, cuanto más desmochasen las huestes normandas, más fácil sería vencerlas cuando llegase el momento. Dejando reposar las palabras de su amigo, Gutier decidió cambiar de tema.

—Entonces, ¿dónde está ese condenado muchacho?

—De caza. Últimamente, en especial cuando Weland no está, intenta escabullirse de mis lecciones siempre que puede. Le gusta pasar el tiempo en los bosques.

—¿Sigue todo igual? —preguntó el infanzón—. ¿Está todavía encaprichado de esa moza de las cocinas?… ¿Le ha enseñado Weland algo de importancia? ¿Has leído ya con él algo de griego?

El hebreo alzó la vista de la delicada balanza y sonrió ante el torrente de preguntas. Aunque ya lo había intuido en los primeros días de la relación, le seguía resultando cómico redescubrir en las reacciones del infanzón su interés por el muchacho. Si se lo hubieran dicho un par de años antes, Jesse habría renegado de la proposición lleno de convencimiento; le seguía costando creer que el taciturno Gutier hubiese encontrado en su corazón el candor necesario para encariñarse con el crío.

—Algunas cosas han cambiado. Y no, no creo que siga interesado en la moza de las cocinas —contestó Jesse—. Creo que el asunto de las mujeres está, digamos, resuelto… Al menos por el momento —titubeó el hebreo con una sonrisa—. Pero hay otras cosas, se fue con Weland y…

Jesse no pudo terminar la frase y Gutier no pudo preguntar por eso de que Assur hubiese acompañado al nórdico, Furco entró atropelladamente, buscando al infanzón ansioso e interrumpiendo al hebreo con la algarabía. Tras el lobo, un instante después, llegó Assur.

—¡Gutier! —exclamó el muchacho desde la puerta con evidente ilusión.

El hebreo se guardó sus palabras, y se prometió buscar algún momento para, más tarde, hablar con el infanzón sobre las cuitas del joven.

—¡Qué alegría! —se reafirmó el muchacho acercándose hasta el infanzón—. Os he echado de menos… —Assur calló intimidado por su repentina sinceridad—. Y Furco también…

El hebreo se acercó y Gutier se levantó, conteniendo a duras penas el abrazo que hubiera deseado darle al chico; tuvo que reconvenirse para no ser excesivamente blando.

—Yo también me alegro de verte. Espero que te hayas comportado como es debido, muchacho.

Ante el tono serio de su mentor Assur se enderezó y le ordenó a Furco que se estuviese quieto. El gesto arrancó una sonrisa de Jesse, que miraba la escena divertido.

Gutier observó al muchacho. Aunque no quería expresarlo en voz alta, era evidente que el crío empezaba a dejar su niñez atrás a pasos agigantados. Aunque solo habían pasado unos meses desde que se había topado con él, Gutier veía cambios llamativos, todos ellos formaban un armonioso conjunto que el muchacho lucía con apostura, anunciando el hombre en el que se convertiría.

Assur vestía ligero, con camisa holgada y sin capa o chaleco. Llevaba atada la manga izquierda del modo en que le había enseñado el infanzón, y al cinto tenía prendida una daga sencilla pero de buena factura que a Gutier le recordó al trabajo de la herrería del castillo. Del otro costado llevaba un carcaj con flechas bien emplumadas y una traílla de la que pendían un par de conejos. El muchacho se mantenía erguido, respirando profundamente, y en la postura se adivinaba que había dado un estirón, ganando sus buenas pulgadas. Sus hombros, tras haber ensanchado, se cargaban ahora con brazos musculados. El rostro se había afilado, marcando las cejas y la mandíbula. Y para asombro de Gutier, vio en las mejillas del muchacho los inconfundibles cortes sin importancia de quien empieza a afeitarse torpemente.

En el agradable calor de su madriguera el topillo abrió sus ojos legañosos. Todo estaba como debía, las hebras secas de hierba y grama que había acumulado pacientemente en el otoño estaban un poco más revueltas, pero todo seguía en orden. En cuanto se desperezó, estirando su frágil cuerpecillo, venteó ansioso con su hocico bigotudo, estaba hambriento y esquelético, no había comido nada durante meses. Aun estando bajo tierra podía percibir los cambios, había olores dulces que le contaban cómo los primeros brotes de la primavera se abrían.

Sacudiéndose la somnolencia de encima, se aseó, lamiéndose cuidadosamente el pelaje y mordisqueando los parásitos que habían aprovechado su hibernación para acomodarse. Cuando se decidió a salir, tomó sus precauciones, al principio solo se asomó tímidamente, mirando en todas direcciones. Desde el valle, allá abajo, le llegaba el rumor del río, y en la falda de la montaña de enfrente se veía un rebaño de cabras montesas buscando pasto entre las peñas. En su ladera, en una higuera cercana que le llenaba la cabecita de melosas promesas para el verano, silbaba un mirlo. Le sorprendió una mañana radiante con un cielo azul despejado que solo rompía la silueta de un águila real, volando a lo lejos, sobre la vega.

El roedor observó al gigantesco pájaro, daba vueltas aprovechando las corrientes de aire y observaba las faldas de las colinas que formaban el cauce del río. Era evidente que la rapaz buscaba una presa, y el roedor no pudo evitar encogerse deseando relajar sus intestinos. Poco después, mientras el topillo decidía si era seguro o no correr hasta una mata de brezo cercana, el águila dio un quiebro en el aire y se lanzó en picado sobre un saliente de roca de la ladera contraria. Justo cuando parecía que iba a estrellarse contra las peñas salpicadas de matojos, desplegó las alas y abrió sus garras; en un instante, y sin que la madre pudiese hacer otra cosa que balar lastimeramente, la rapaz se llevó un recental como si el cabrito no pesase cinco veces lo que ella, y el águila, con sus alas extendidas en toda su imponente envergadura, sobrevoló la falda de la colina descendiendo hacia el valle del Valcarce, de sus enormes garras colgaba el recental paralizado por el miedo. El águila y su presa pasaron apenas por encima de algunos miembros del rebaño; uno de los bucardos, con los enormes cuernos amenazantes de los machos de la raza, los miró con la indiferencia propia de sus grandes ojos oscuros.

Perdiendo de vista a la impresionante ave, y seguro ya de que ningún otro depredador amenazaba su existencia, el topillo se decidió a salir de su madriguera. Echó una carrera hasta la mata de brezo y miró el camino de los hombres que había más allá; en el lado contrario de la vereda, justamente en donde la tierra se amontonaba al borde del camino por culpa de las ruedas de los carros, había unas colmenillas recién aparecidas entre la hierba verde y joven.

El topillo cruzó la trocha con rapidez y antes de atreverse a probar las setas las olisqueó embelesado, admirándose por la plenitud de su aroma y prometiéndose un festín tras el letargo invernal. En el mismo instante en el que abría su boca oyó a los hombres y, tras un último vistazo goloso a los hongos, echó a correr de nuevo, directo a esconderse en su madriguera.

Eran dos jinetes y azuzaban a sus monturas, venían desde el paso del fondo del valle a uña de caballo, sin perder un instante.

Gutier tensaba demasiado las riendas del pobre Zabazoque, que sudaba profusamente manchando sus arreos y resoplaba ensanchando al máximo sus ollares. Estaba preocupado por lo que había visto y deseaba pensar en las consecuencias. Le parecía demasiado pronto para todo aquello y temía que no pudieran reaccionar a tiempo.

Weland mantenía el ritmo y se preocupaba de aguijar también a su caballo, intentando conservar el galope de Gutier, sin embargo, las dudas que le asaltaban eran muy distintas a las del infanzón.

Y el pobre topillo se acurrucó de nuevo en su madriguera, temblando por el estruendo de los cascos. No se atrevió a salir hasta que el sol alcanzó su cénit.

La noticia la había traído Weland a su regreso de Castrelo de Miño: los suyos se movían, y lo hacían como siempre, sembrando muertes a su paso. Aún quedaba nieve en los picos altos, pero los nórdicos parecían tener prisa por continuar con el expolio del año anterior. Y sus batidas eran peligrosas, se acercaban a las montañas del este.

A Gutier le inquietaban muchas de las posibilidades futuras, pero, mientras sacudía una vez más las riendas para exigirle el máximo al extenuado Zabazoque, no podía dejar de pensar en el presente. Él había perdido a muchos en Chantada, pero ahora se trataba de Jesse, y al infanzón casi le afectaba más el dolor que le esperaba a su amigo que el suyo propio.

En aquellas tierras del reino no había demasiados judíos y el médico, años atrás, había concertado los matrimonios de sus hijos eligiendo entre las pocas familias residentes en los alrededores. Y el lugar más evidente había sido Monforte de Lemos, ciudad vieja desde la invasión romana y ocupada con un antiguo barrio judío donde comerciantes, cambistas y usureros hebreos ostentaban sus negocios desde tiempos inmemoriales.

Y Monforte había sido la siguiente etapa de la terrible incursión normanda en las tierras del apóstol Santiago. Probablemente porque, además de las riquezas de las iglesias y del nuevo monasterio de San Salvador, la tradición herrera de la ciudad había atraído a los normandos, ansiosos de proveerse de una excelente producción de espadas y hachas.

Weland y Gutier habían visto la desolación que los nórdicos habían dejado tras de sí, y si tan solo la mitad de lo que habían oído era cierto, las calles de la ciudad se habían bañado en sangre fresca. Les hablaron de madres que habían muerto chillando encima de sus retoños, de chicuelas violadas por varios hombres, de capillas quemadas, de hombres descuartizados por tiros de bueyes, de un sacerdote despellejado vivo. Gutier, aun acostumbrado a los terribles horrores de la guerra, seguía sintiendo escalofríos al recordar las lágrimas del campesino del alfoz que le había contado cómo toda su familia había sido masacrada. Y no quería imaginar cómo afectaría a Jesse la noticia, o a su mujer; por lo que podía suponer, las dos hijas del médico estaban muertas, y su hijo, con suerte, podría haber estado ausente, en uno de sus viajes al sur por la Ruta de la Plata, aunque a su regreso no encontraría otra cosa que desolación.

Gutier quería retrasar el momento de hablar con el hebreo lo máximo posible y tenía la excusa conveniente del deber cumplido, de modo que en lugar de buscar la casa del médico en el valle se dirigían al castillo, y en vez de pararse en la apoteca pensaban ir directamente a la torre del homenaje para entrevistarse con el conde Gonzalo.

El cómite los recibió enseguida.

—Hablad de una vez, ¿qué ha sucedido? —dijo el noble haciéndoles llegar a los dos hombres que resollaban la podredumbre de sus tripas.

—Los nórdicos se acercan, se han movido hacia el este —contestó Gutier intentando regular su respiración—. Han llegado al valle de Lemos, han asolado Monforte…

El noble pareció necesitar un instante para asimilar lo que le contaban.

—¿Y qué opináis, vienen hacia aquí? ¿Cuándo llegarían?

A Gutier le dolió comprobar una vez más cuán mezquino podía ser su señor; en lugar de preguntar por los muertos, por el vulgo, solo se había preocupado por el peligro que corrían sus propias tierras. Weland, que adivinó los pensamientos del infanzón, se animó a contestar antes de que Gutier pudiese cometer la ligereza de ser impertinente.

—No podemos saberlo —mintió el nórdico—. Es una opción, aunque también es probable que sigan hacia el sur, Ourense supone una buena tentación…

Al conde se le iluminó el rostro. Se estiró tanto que se puso por un momento de puntillas y empezó a gesticular ansioso al tiempo que parloteaba.

—¡Ourense! No… Quizá sería mejor decir la diócesis de Ourense.

Gutier no entendió la relación entre la calidad episcopal de la ciudad con los movimientos de los normandos.

—Precisamente —dijo Weland—, la catedral guarda caudales que suponen un botín enorme y ahora, tras haber vaciado las herrerías de Monforte…

El nórdico no terminó la frase, era evidente que el conde no le estaba prestando atención.

—No conozco al obispo de Ourense… —dijo el conde hablando más para sí mismo que para sus hombres—. ¿Cuánto tardarían en llegar?

El conde se había girado hacia Weland al hacer la pregunta, y el nórdico, entendiéndose aludido, contestó.

—Depende de si lo hacen por el interior o si lo hacen por el río…

—¡Claro! ¡Los barcos! —interrumpió exaltado el conde—. Si abandonan el campamento y descienden el Ulla, les basta seguir la costa hacia el sur, después pueden remontar el Miño, como en la expedición en la que tú participaste —dijo el noble señalando a Weland otra vez—. Llegarían a Ourense en pocos días, el río es caudaloso y tranquilo, es un trayecto sencillo. Hasta podrían dividirse y enviar a unos en los botes y a otros por el interior…

—Supongo —concedió el nórdico.

Tanto Weland como Gutier se dieron cuenta de que el conde tramaba algo.

—Y después, siguiendo el curso del Miño se encontrarán con el Sil —continuó el cómite excitado por sus razonamientos—. Desagua unas millas al norte de Ourense, y también es navegable, y es un paso expedito hacia el este, hacia Castilla, además tienen otro objetivo goloso en el camino, Quiroga…

Los dos hombres de armas se miraron confundidos, aquello era mucho suponer.

El conde se echó a andar con las manos en la espalda, razonando para sí. Y Gutier se decidió a intervenir.

—Pero, mi señor, no podemos saber si eso es lo que van a hacer —objetó el infanzón—, no tienen por qué abandonar su campamento, y si lo han establecido en ese valle, puede que sea porque pretenden intentarlo de nuevo con Compostela este año. Puede que se hayan atrevido con Monforte solo por expoliar los armeros. Compostela sigue siendo el objetivo más apetecible de todos, no podemos asegurar que se sigan moviendo hacia el sur…

El conde giró sobre sí mismo dando unos cuantos pasos más antes de volver a hablar.

—Y eso qué más da, la verdad no es lo que importa… Tampoco podemos asegurar que no lo hagan. ¿Cuántas millas hay hasta el paso del Sil?

—Alrededor de unas treinta —contestó el infanzón desconcertado.

—Pues es perfecto, perfecto… Es el acicate perfecto para que ese desagradecido de Rosendo tome una decisión…

El noble dio pasos rápidos en una y otra dirección, acariciando su bigotillo y moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Pero no conozco al obispo de Ourense —habló de nuevo el cómite—, habrá que intentarlo de nuevo a través de Fruminio.

Gutier estuvo a punto de caer en el atrevimiento de preguntar. Sin embargo, creyó empezar a entender: bastaba plantear la hipótesis para situarse en una posición de poder. Si los nórdicos abandonaban el Ulla para remontar el Miño, podían arrasar Ourense con total impunidad, no era una ciudad fortificada y las viviendas y construcciones partían desde la misma ribera. Y con Ourense saqueada podían seguir remando contracorriente hacia el norte, hasta la confluencia con el Sil. El afluente los llevaría a un paso viable entre las montañas, a Quiroga, y desde allí podrían ya oler la arcilla de las llanuras de Castilla, se convertirían en una amenaza real para León y para la corona. Incluso sería posible que atacasen la capital. Por otro lado, desde las tierras del castillo de Sarracín, unas pocas millas al norte, en el paso de Nogais que formaba el Valcarce, era fácil prometer que podían interponerse al avance de los normandos por el paso del sur, el que formaba el Sil encañonándose en los montes.

El conde, mucho más resuelto, volvió a hablar.

—Tengo que redactar una misiva para el obispo Fruminio, ahora Rosendo tendrá que aceptar mi propuesta, no le quedará otro remedio…

A Gutier no le cupieron ya dudas, al noble no le importaba la verdad, le bastaba un mensaje plausible. Si hacía creer a los obispos y a la corona que los nórdicos podían llegar a Castilla, el conde Gonzalo se vería aupado a una privilegiada posición de indispensable aliado. Le bastaba enviar recado diciendo que los nórdicos se habían dividido, desde Monforte una partida se dirigía al sur, hacia Ourense, y desde el océano otra partida remontaba el Miño con los terribles navíos negros. Una vez arrasada la ciudad ribereña, podían seguir hacia el este por el gran afluente, y el noble podía proponerse como la solución viable con el tiempo apremiando. Más aún, si lo hacía con suficiente diplomacia, disfrazando su astucia con buenas palabras, podría, al ofrecerse como escudo, no enemistarse con el de Lara, que tampoco querría ver a los nórdicos avanzando inexorablemente por los llanos de Castilla, demasiado cercanos a sus dominios.

El infanzón también comprendió que el coste en vidas que supondría enfrentarse a los normandos de manera directa tampoco importaba. Si la corona y la Iglesia le proponían aliarse y luchar, y el de Lara se mantenía al margen, expectante, el Boca Podrida parecía dispuesto a hacerlo. Sin siquiera tomar en cuenta el consejo de Gutier de intentar minar a los demonios del norte a través de escaramuzas sueltas y maniobras de sabotaje.

—Mi señor… —quiso interpelar el infanzón.

El conde agitó los brazos como un niño pequeño al que importunan en medio de una rabieta.

—¡No hay nada que añadir! —dijo pareciendo más enfurruñado que vehemente—. Weland, partirás con un mensaje para Oviedo, deben veros, sois uno de ellos. Tenéis que entrevistaros en persona con Fruminio y convencerlo, deben creeros. Si conseguís asustar a Fruminio… entonces Rosendo… y la monja… ¡Hay que aprovechar esta oportunidad!

Y el noble marchó a buscar recado de escribir.

Gutier no esperó a ser despedido, simplemente se giró y abandonó el gran salón; disgustado por la conversación que se seguiría con su amigo el médico hebreo y enfermo de preocupación porque el destino de todos ellos estaba en manos de un ser mezquino y egoísta. Estaba seguro de que la guerra iba a llegar, pronto, y no importaría si se pagaba o no un tributo; por lo que Weland le había contado, el tal Gunrød no abandonaría sus sueños de saquear Compostela por mucho que le pagasen. Y el conde Gonzalo no parecía querer considerar siquiera la posibilidad de ser derrotado, era evidente que estaba obcecado con los provechos pancistas que obtendría si se erigía como salvador de la capital y la corona.

El día de San Maximiliano había quedado atrás, estaban en los idus de abril, sin embargo, nadie le había preguntado y Assur no lo dijo, de modo que su cumpleaños había pasado sin pena ni gloria hasta que a Gutier se le ocurrió comentarlo por casualidad.

Ahora estaban en las cocinas, esperando a que Galaza les sirviera un pastel de miel que terminaba de hacerse en el horno y, mientras Weland, que había regresado de Oviedo dos días antes, trasegaba su adorada cerveza con sed insaciable, Gutier escuchaba hablar al muchacho y Furco roía encantado el hueso de un codillo que la misma Galaza, por consideración hacia Assur, le había dado.

En las últimas semanas los acontecimientos se habían precipitado, y además de otras obligaciones y de la ausencia de Weland, el duelo de Jesse, una vez confirmada la muerte de sus hijas, les había impedido reunirse; por lo que ahora aprovechaban la oportunidad.

Gutier balanceaba la daga nueva de Assur en la palma de su mano mientras escuchaba al muchacho contarle lo sucedido durante su viaje por Castilla como mensajero del conde.

—Loco irresponsable —interrumpió el infanzón dirigiéndose al nórdico cuando el chico narró azorado la pelea de la taberna—. El muchacho podía haber resultado herido.

Assur tuvo la fugaz intención de argüir que era capaz de defenderse por su cuenta, pero vio en los ojos encendidos del infanzón que no era el momento para expresar su opinión. Y, apartando la mirada, buscó a Galaza por entre el rebullo de las cocinas.

—Así es como debe ser —se limitó a decir Weland.

Assur, tras perder un instante contemplando el angelical rostro de la bella muchacha, se volvió hacia Gutier y se reafirmó en su idea. Convencido de que era mejor callarse el resto de la historia, guardó para sí lo que había sucedido tras la refriega en la posada.

—No deberíais haberlo hecho —insistió el infanzón con evidente malestar—. Esas no son maneras.

Weland terminó su trago.

—¿Y cuál es el modo?

—Pues ser paciente, no hay que tener prisa por jugarse los dientes. ¿Y si lo hubieran hecho prisionero en el campamento del Ulla, y si ese normando lo hubiese matado, y si el infanzón…?

—Y si, y si… —cortó Weland a Gutier—. Hay que saber cuanto antes si se tiene o no madera… En el norte, cuando un niño nace débil, el padre tiene derecho a dejarlo toda la noche a la intemperie en el bosque, solo formará parte de la familia si sobrevive, si no es así, será un úborin börn… —Weland, algo atontado por la cerveza, dudó pensando el modo de traducir el término.

Assur estuvo a punto de intervenir, había aprendido el nórdico suficiente como para sugerir las palabras que Weland buscaba, sin embargo, Gutier no le dio opción de meter baza.

—Es que estáis todos locos, ¡locos!…

Assur se quedó de nuevo con la palabra en la boca porque cuando iba a intervenir para defender a Weland, aduciendo que todo había salido bien, el nórdico habló.

—Pues no sé los demás, pero yo sí debo estarlo, si no qué diantres pinto yo con un cristiano medio monje, un médico judío y llevando de putas a un pastor… Parezco salido del chascarrillo que cuenta un viejo verde en una taberna…

Y, después del asombro inicial por la revelación de las meretrices, entre la franqueza del normando, el colorado subido del rostro de Assur y la escandalizada expresión de Galaza, que casi dejó caer el humeante pastel, a Gutier no le quedó otra que echarse a reír.

Con algo menos de mal humor, el infanzón pensaba dar el tema por zanjado con un último reproche cuando, en esa ocasión, fue él quien debió guardarse sus palabras.

—¡Gutier! Mirad quién ha venido.

El que había gritado era Arias, que desde el portalón de la cocina entraba en la estancia acompañado de un fraile.

Fray Esteban había agradecido repetidas veces al todopoderoso Creador su bondad por la llegada de la primavera. Si su anterior viaje desde Compostela había sido un paso por el purgatorio, este nuevo trayecto lo tentó con entretenerse en más de una ocasión, y solo las secas órdenes que le habían llegado de boca del mismísimo obispo Rosendo habían conseguido azuzarlo lo suficiente como para no pensar en otra cosa que llegar al castillo de Sarracín cuanto antes.

Lo recibió un vigía de escasa estatura, un hombre de evidentes aficiones a los excesos en vino y otros pecados, que lo llevó a las cocinas, ante un infanzón de rostro curtido y mirada apagada que compartía mesa con un gigantón barbado, un muchacho de mirada abochornada que le resultó familiar y un enorme lobo que roía un hueso como si fuese manteca sin que a nadie pareciera extrañarle. Al principio desconfió, pero cuando se le ofreció un refrigerio y relevarlo en la responsabilidad de llevar su misiva, aceptó tras hacer un par de preguntas discretas sobre la relación entre el infanzón y el conde Gonzalo.

En cuanto el fraile quedó en manos de Galaza, a la que miró con evidente rostro compungido por lo excesivo de su escote, Gutier, apretando el legajo lacrado en su mano, fue a la apoteca con el chico para dejarlo a cargo del médico, mientras Weland, para divertirse, le preguntaba al escandalizado fraile si le apetecía bajar al valle a buscar compañía femenina.

En los últimos días el leonés había procurado que el crío pasase todo el tiempo que le fuese posible con el hebreo, se lo había pedido explícitamente después de que Jesse terminase con el duelo por sus hijas. Tanto el judío como su mujer estaban pasando tiempos difíciles, y Gutier estaba convencido de que la presencia del joven ayudaba al hebreo a sobrellevar su honda pena y la incertidumbre sobre el destino de su hijo, sobre el que todavía no se sabía nada. En cierto sentido, y el leonés era consciente de ello, ahora el judío y el muchacho compartían un lazo muy especial. Además, el infanzón no olvidaba que las lecciones que el médico impartía al pastor ayudaban al hebreo a mantenerse alejado del dolor. De hecho, le había pedido al chico que se aplicase en lo posible y no le diese problemas a su maestro.

Jesse trasteaba con sus platillos y balanza, casi como cualquier otro día, de no ser porque parecía que las manos le pesasen quintales. Se movía con desgana.

—Ve al tabuco a buscar tus útiles de escribir —le ordenó el leonés al chico tras disculparse por la interrupción.

Cuando se quedaron solos Gutier no pudo evitar notar los ojos caídos y el rostro preocupado de su amigo.

—Ha llegado un mensaje de Compostela —dijo proponiendo un tema de conversación—, lo ha traído el mismo fraile de la otra vez y se lo llevo ahora al conde… —El leonés dudó ante la indiferencia que veía—. Creo que las téseras ya ruedan. Me parece que no hay vuelta atrás, sea cual sea la cara que muestren cuando paren.

El judío asintió pesaroso. En los últimos tiempos, Jesse parecía haberse alejado de sus habituales intereses por la política y los juegos de poder que se estaban librando en el reino.

—He estado hablando con Déborah, estamos pensando en irnos… Ya no hay nada aquí que nos ate, y estoy harto de atender a ese… a ese…

Assur escuchó sin pretenderlo desde la otra estancia y sintió una enorme compasión por el hombre al que había aprendido a querer como a un padre.

—Entiendo —dijo el infanzón aliviando a Jesse de tener que buscar las palabras adecuadas para expresar su descontento—. ¿Pensáis volver a Aquitania?

—No lo hemos decidido, ella quiere aferrarse a la esperanza de que Mirdin está vivo, quiere instalarse en su casa de Monforte y aguardar… Quiere…

No dijeron una palabra más, pero en un gesto impropio Gutier tomó la mano de su amigo en las suyas y la palmeó con afecto.

—Si necesitáis algo, decidlo.

Y antes de dejarse ahogar por sus sentimientos se marchó con un nudo en la garganta. Dispuesto a enfrentarse con el conde y sus decisiones, pero más que nada, dispuesto a expulsar a los normandos del reino.

Tal y como habían quedado antes de llevar al chico con el hebreo, Gutier se encontró con Weland en el patio para llegarse hasta la torre del homenaje y darle al conde el mensaje arribado desde Compostela.

El noble bajó saltando a pares los chirriantes peldaños de madera que formaban la escalera de la torre en cuanto uno de sus asistentes subió a avisarlo de que Gutier y Weland lo esperaban en el salón con una carta traída por un monje.

—¿Es de Compostela? ¿De Rosendo? —preguntó exaltado en cuanto llegó a la gran sala—. ¿Eh? Decidme, ¿es de Rosendo?

Durante un parpadeo de las velas de las lámparas todos los presentes se sintieron azorados por el infantil e impropio comportamiento ansioso del noble. Las mozas que arreglaban el suelo bajaron el rostro y los asistentes miraron a otro lado. Gutier, que guardó silencio al tiempo que se erguía en una postura marcial, le lanzó una furibunda mirada de reproche a Weland, que comenzaba a doblarse sobre sí mismo al tiempo que se le ensanchaba la boca amenazando con una risa estridente.

El conde se percató del incómodo silencio e intentó recomponerse alisando la capa de brocado con fingida seriedad. Gutier le dio un codazo a Weland capaz de tumbar a cualquier otro hombre, pero que, en el caso del nórdico, sirvió para que se enderezase intentando contener la risa.

Cuando la incomodidad pareció diluirse, Gutier se animó a contestar.

—Eso parece, mi señor —contestó el infanzón tendiéndole al noble la funda de cuero que guardaba el mensaje.

A medida que lo leía, la sonrisa del conde Gonzalo crecía retorciendo su bigotillo como una oruga resecándose al sol. Cuando terminó no pudo evitar que se le escapase una frase que le dijo a Gutier cuanto necesitaba saber.

—Se lo han tragado… No les llega la camisa al cuerpo…

El infanzón entendió que la engañifa del posible ataque remontando el Sil había dado los resultados esperados por el conde. Probablemente, con la influencia de Fruminio, la regente Elvira había cruzado mensajes con el obispo de Compostela y ahora aceptaban la intermediación del conde de Sarracín para librarse del avance de los normandos.

El cómite, evidentemente excitado, habló más de la cuenta.

—Ese remilgado de Rosendo me pide ayuda en nombre de la corona. La monja está dispuesta a pagar los cien mil sueldos… Y también me autorizan a que llame al fonsado y haga una leva, quieren que me asegure de que los normandos no puedan llegar a los cañones del Sil.

Gutier reconoció que Rosendo y la regente se mostraban inteligentemente previsores, no solo ofrecían el tributo, sino que querían contar con la persuasión necesaria para que los normandos aceptaran el pago sin tener tentaciones de timar a la corona. Sin embargo, no habían sabido ver las artimañas del de Sarracín, que ahora tenía varias opciones posibles para terminar con el asunto y, en todas ellas, salir beneficiado.

Weland interrumpió los razonamientos del infanzón con un sordo regüeldo que apenas pudo contener y que llevó hasta Gutier el olor acre de la cerveza. El infanzón se sintió agradecido de que el conde pareciese demasiado exaltado para percibir el poco respeto que Weland le mostraba.

—Tenemos que trazar un plan… —dijo el cómite—. Debemos buscar un lugar apropiado para el pago, un lugar en el que se pueda tender una emboscada…

El infanzón estuvo a punto de preguntar, pero no le hizo falta. Era evidente que el conde quería prometer el pago a los nórdicos para tentarlos y conducirlos a una encerrona; la única duda era si el noble se quedaría con el tributo para sí, o si simplemente lo devolvería a las arcas reales dándoselas de salvador del reino.

—Entonces es mejor que sea un puerto, una ensenada o una ría —intervino Weland—. Si queréis acabar con ellos, debéis acabar con sus barcos.

Gutier se sintió decepcionado al ver cómo su amigo parecía aceptar las confabulaciones del noble de manera tan natural.

—¡Cierto! —exclamó el conde ilusionado—. Debemos destruir sus barcos…

El cómite, fiel a su costumbre, empezó a caminar de un lado a otro. Midió la estancia con pasos nerviosos por unos momentos y, cuando al fin se detuvo, mandó salir a todas las mozas y mayordomos antes de hablarles al infanzón y al mercenario.

—Si hundimos unos cuantos, nadie podrá saber si ya habíamos hecho la transacción… —dijo el conde declarando abiertamente sus intenciones una vez se quedaron solos—. Debe ser un lugar lógico para partir hacia el norte, podemos hacer que parezca que lo que nos preocupa es verlos izar velas para el regreso.

Ahí estaba, ya no le quedaban dudas al infanzón, el noble pretendía quedarse con el tributo y argüir que el oro del reino había terminado en el fondo del mar.

—El gran puerto de Ártabros —dijo entonces Weland—. La ría del norte, la de Adóbrica, es un embudo.

—Sí, no es la primera vez que… Sí, pero ellos no lo saben, es una buena elección —concedió el conde.

Gutier conocía el lugar, entre montes que se escurrían hasta el mar se abría un golfo accidentado al que daban forma cuatro estuarios rodeados de angostos cabos: en el norte, el del río Iuvia, y descendiendo hacia el sur, los cauces del Eume, Mandeo y Mero, que albergaban poblaciones de mayor o menor importancia que se resguardaban en los valles de los propios ríos y que se alimentaban de la pesca, de su estratégica posición comercial y del frecuente paso de peregrinos hacia Compostela.

Las cuatro rías convergían, abriéndose más o menos para formar un gran puerto natural, y la más septentrional, la que había mencionado Weland, era una lengua de mar con una bocana estrechada por dos cabos puntiagudos que apenas permitía el paso de un navío de cada vez. En esa ensenada formada por el Iuvia los nórdicos tendrían sitio para atracar sus barcos, pero con fuerzas de ataque convenientemente dispuestas en los acantilados a ambos lados del exiguo acceso no podrían salir. De hecho, bastaría con hundir unos cuantos navíos en la bocana para volverla impracticable y obligar a los normandos a buscar tierra, donde podrían ser emboscados con facilidad. Era una buena estratagema, aunque deberían asegurarse de que no les ganaban la espalda desde alguna de las rías de más al sur que también confluían en el golfo.

—Lo conozco —siguió diciendo Weland—, no atacamos el lugar, pero fue uno de los primeros en los que recalamos cuando yo llegué aquí… Es como un cepo —comentó el nórdico recordando los farallones que creaban el estrecho—. Si proponemos el intercambio en Adóbrica, bastará con esperar a que crucen los cabos para tenerlos encerrados. Si se disponen hombres en los riscos de ambos lados, será un juego de niños…

Weland y Gutier no habían hablado demasiado de la llegada del nórdico a sus tierras como invasor, en la cortesía de la amistad ambos aceptaban que no merecía la pena excitar ciertas susceptibilidades. Sin embargo, el infanzón sabía de aquella incursión de los demonios del mar del Norte: habían entrado por el golfo de Ártabros y, aunque como había dicho Weland, no habían asaltado Adóbrica, sí se habían interesado por las poblaciones de las rías de más al sur. Habían asolado Brigantium, y Crunia, probablemente atraídos por el faro que los romanos habían construido y pensando que el botín habría de ser de importancia por tener la ciudad una torre de tan majestuoso aspecto. Y precisamente la cercanía de lugares habitados de importancia preocupaba al infanzón, si bien era cierto que el angosto estuario era un buen lugar para el ataque, a Gutier le arredraba pensar en el peligro que correrían esas villas si algo se desmandaba y los nórdicos se les escapaban, probablemente su venganza sería difícil de olvidar.

Había otros puertos y rías más aisladas o con poblaciones menores, especialmente al norte de Lugo.

—¿Qué opináis, Gutier? —preguntó el noble—. ¿Os parece un buen lugar?

El aludido tardó unos instantes en contestar, tuvo que forzarse a tener presente cuál era su deber.

—Sí, pero hay demasiadas poblaciones cerca…

El infanzón calló al ver que su señor negaba agitando su cabeza.

—Eso no importa, ¿es o no un buen emplazamiento para una emboscada?

Gutier sintió un odio intenso por aquel enano presuntuoso.

—Sí —contestó secamente mordiéndose la lengua.

—Bien, bien…

Gutier miró a Weland, buscando su intervención, pero su amigo no tuvo tiempo de interpretar el ademán antes de que el conde volviese a hablar.

—Entonces hay que dejar a la piedra rodar montaña abajo…

A Gutier incluso le pareció ver que los pequeños ojos morenos del conde se volvían estrábicos contando los cien mil sueldos.

—En esta ocasión el fraile llevará respuesta al obispo —dijo el noble con una expresión sardónica—. Y habrá que buscar a alguien que le transmita melosas palabras al de Lara para que no intervenga… A vosotros dos os necesito aquí.

Y antes de despedir a sus dos hombres de armas para escribir la misiva que el oblato llevaría a Compostela, les dio una orden más:

—Avisad a los sayones, hay que hacer sonar las bocinas, debemos llamar al fonsado. Necesitamos estar preparados para cuando llegue la respuesta… Ahora que la monja ha hincado las rodillas, hay que acabar con todo esto antes de que cambie de opinión y busque otros aliados.

Las espadas, recién salidas de la herrería, brillaban con cada volteo y finta, recogiendo la luz de la mañana que se colaba entre las nubes altas. Rodeándose con parsimonia, los dos hombres se estudiaban con cautela, cada uno observaba los movimientos del otro, era evidente que se sentían incómodos con el peso de los escudos y las lorigas, y en ambos resultaba patente la tensión que sus nudillos acumulaban al sostener los hierros con manos nerviosas.

Weland observaba con el ceño fruncido las evoluciones de la pareja de combatientes y Assur, sufrido alumno del impaciente nórdico, sabía que Weland no tardaría mucho en estallar lanzando improperios y exabruptos de todas las clases imaginables; aquellos dos estaban tardando demasiado en hacer algo de provecho que lograse complacer al normando.

Como el entrenamiento no tenía interés para el muchacho, vista la poca habilidad de los involucrados, decidió no demorarse más y continuar con sus quehaceres, tal y como le había ordenado Gutier.

En los últimos días el castillo era el centro de una actividad febril. Cada jornada, acudiendo a la llamada del fonsado, llegaban más infanzones y caballeros, y gracias al derecho a leva obtenido por el conde Gonzalo, también desesperados y desahuciados que veían en la guerra la única salida a sus manidos problemas; entre ellos había muchos como el propio Assur, gentes que habían perdido todo por culpa de la invasión de los hombres del norte y se aferraban ansiosos a ideas como la venganza. A mayores, todo escudero, caballerizo, boyero o mozo de establos con fuerza suficiente era alistado, pues el conde esperaba reunir la mayor fuerza posible para intentar superar a las huestes nórdicas. Assur sabía que Gutier había insistido en ello, ya que, si su estratagema inicial de atacar a base de escaramuzas dispersas que pudiesen debilitar a los normandos no había sido aceptada, al infanzón solo le quedaba aconsejar al noble que confiase en la superioridad numérica para vencer a guerreros tan diestros. Si todo iba a depender de un único golpe, como parecía pretenderse, a mayor número de efectivos, mayores posibilidades.

Braulio, el herrero, armaba como se podía a aquellos que no disponían de pertrechos propios y, por su parte, Weland y Gutier, como hombres de confianza del conde, se encargaban de darles una instrucción mínima para intentar que, si llegaban a enfrentarse a los normandos, tuvieran al menos la esperanza de parar los primeros envites, hasta que hombres más experimentados acudieran a socorrerlos.

Cuando sus tutores le daban permiso, Assur participaba gustoso en los entrenamientos, y había llegado a ganarse el respeto de muchos de los recién llegados, pues, por lo general, ninguno de aquellos hombres esperaba de un crío tanta habilidad con las armas; y aunque Gutier le recriminaba el pecado del orgullo, Assur no podía evitar caer en la tentación.

Ese día, sin embargo, Gutier le había mandado acompañar y ayudar a Jesse en cuanto le pidiera. El hebreo le había solicitado permiso al conde para retirarse a las ruinas de Monforte con su mujer, ansiosos ambos por estar en la ciudad si su hijo regresaba, incluso a pesar del peligro que podía suponer que los normandos volviesen sobre sus pasos. El cómite se había negado a darle la dispensa al judío hasta que la cruzada contra los descreídos nórdicos terminase, lo quería a su lado como médico de campaña y el requerimiento era innegociable. Y Assur, que en la comprensión del dolor de su mentor se había visto unido a Jesse de un modo nuevo y frío, estaba encantado de ayudar al hebreo a desmantelar la apoteca y preparar bártulos: unos para llenar las alforjas de las mulas que los acompañarían en su expedición de asalto, vendajes, sutura, algo de vino e instrumental; y otros para llevarlos a la casa del judío en el valle, como sus pocos libros y muchos de sus cacharros y tarros, listos y empaquetados para trasladarlos a la ciudad del valle de Lemos en cuanto todo acabase.

Esa mañana Gutier andaba ocupado enseñando a unos cuantos a usar el arco en el claro entre los alisos, donde solía practicar con Assur, y el muchacho, tras agenciarse una cebolla para desayunar, cruzaba el patio camino de la botica. Furco, que no estaba muy contento esos días por el barullo y el tumulto del castillo, caminaba al lado de su amo, girando continuamente la cabeza para observar cuanto sucedía a su alrededor, entre sus colmillos llevaba un trozo de pan duro frito en manteca que había sisado en las cocinas y que no se decidía a morder.

Assur hizo un esfuerzo por dejar de lado la excitación que sentía y compuso su sentir con una radiante sonrisa, dispuesto a animar al decaído hebreo.

—¿Cómo os encontráis hoy, maestro? —dijo el muchacho en cuanto cruzó al umbral y vio al judío trasteando en los anaqueles.

El judío contestó únicamente con un encogimiento de hombros, demostrando una vez más lo afectado de su espíritu. Assur, que no supo qué otra cosa hacer, buscó una pregunta apropiada para darle la alegría al hebreo de tener que repasar alguna de sus lecciones, ya que, como había descubierto, el empeño en su educación parecía ser de las pocas cosas que caldeaban el espíritu del judío. Se le ocurrió recurrir a algo sobre lo que había estado bromeando con Gutier.

—Aristóteles se equivocaba…

Jesse detuvo su mano dejando el frasco que estaba a punto de colocar en un cuévano pendiendo de sus dedos finos, pero no dijo nada, y Assur decidió insistir.

—Sí, lo he estado pensando, seguro… Aristóteles se equivocaba.

Jesse se giró por fin, abandonando el tarro en un estante, y miró a su pupilo con los párpados caídos y escasa voluntad en el rostro.

—Veréis… —dijo Assur con el justo tono de incógnita para reflejar un brillo de curiosidad en los ojos del judío—. Me basta desplumar una gallina, así de sencillo.

Jesse, que conocía lo suficiente al muchacho como para intuir las buenas intenciones que escondían las palabras, no pudo, sin embargo, sobrellevar tanto rodeo.

—De acuerdo, las gallinas y Aristóteles… ¿Y?

—Pues que si desplumo una gallina tendré un bicho con dos patas y sin plumas, ¿no?

El hebreo, que no sabía adónde quería llegar Assur con su razonamiento, terminó por concederle, no sin dudas, la hipótesis propuesta.

—Supongo que sí, aunque no sé yo qué tal lo llevaría el pobre animal…

—Ya… Pero el caso es que sería un bípedo sin plumas, y Aristóteles dijo que los únicos bípedos sin plumas son los humanos, por lo que esa gallina se habría convertido en humano —Assur terminó la frase con el grandilocuente gesto de un prestidigitador.

Pero, pese a los esfuerzos del muchacho, el judío no pareció tomárselo muy a bien.

—¿De modo que yo pierdo mi tiempo y mi esfuerzo para que tú te burles del bueno de Aristóteles tergiversando sus silogismos? —preguntó el médico con un tono que, de modo evidente, plasmaba lo que pensaba respecto a la impertinencia del zagal.

Assur temió haber sido demasiado irrespetuoso o inoportuno; pero descubrió pronto la verdad. Unos instantes después Jesse ya no pudo contener más su seriedad, y en los revoltijos de su barba fueron evidentes las contracciones con las que forzaba su mentón para evitar la sonrisa que pugnaba por obrarle el ánimo.

—Anda, ven —dijo el hebreo saliendo de su mostrador y sus estantes llenos de cacharros, sonriendo ya con franqueza.

Se abrazaron hasta que Assur decidió hablar de nuevo.

—¿Sabéis?, desde que llegué al castillo no he vuelto a hacerlo, pero, si os apetece, podríamos ir a pescar. A mí me gusta, o al menos me gustaba —dijo el muchacho con un tono que parecía el de un anciano hablando de su adolescencia—, y me han dicho que en el Valcarce hay tantas truchas que tienen que salir a pasear a los prados…

Jesse no había pescado desde que, siendo un niño, tenía por costumbre acompañar a su abuelo al siempre cristalino Adour, en su Aquitania natal.

—Vamos, animaos —insistió Assur—, ya le dedicaremos la tarde a la cacharrería…

Incluso Furco, que los rodeaba una y otra vez dando vueltas y vueltas a la pequeña estancia al tiempo que movía su rabo inquieto, parecía querer despejar la moral del judío de los nubarrones que cargaba.

El hebreo no pudo evitarlo.

—Está bien, supongo que ya habrá tiempo más tarde. Podríamos entretenernos hasta sexta y dedicar el resto de la jornada al trabajo. A fin de cuentas, está ya casi todo hecho…

Tuvieron que pedir un par de favores para hacerse con cuanto les hacía falta, pero antes de tercia estaban ya en un pozo del río, ayudando con varas verdes de sauce a que los saltamontes que habían prendido en sus anzuelos derivasen por la corriente que desaguaba la mansa tabla mientras Furco, acostumbrado a la rutina y sabedor de que no debía acercarse al río armando barullo, dormitaba a la sombra de un fresno después de haberse zampado el currusco que había arrastrado toda la mañana.

El enrevesado río de aguas claras les cedió generoso sus peces, cimbreantes truchas de un palmo con vientres ambarinos y lomos brillantes de oscuro mármol pulido, cubiertas hasta las agallas de pecas negras y rojas con areolas blanquecinas, y que prometían una carne blanca y jugosa. Cuando tuvieron media docena, las suficientes para una comida ligera, dejaron la pesca y se limitaron a charlar sobre banalidades.

Aquellas horas de tranquilidad unieron al hombre y al muchacho de un modo especial que caló en sus almas enraizándose, habían sufrido desgracias similares y se supieron, más que nunca, ligados por lazos inquebrantables.

Cuando, obligados a regresar por sus tareas pendientes, volvían al castillo, no llegaron a la botica; en el patio vieron a Gutier y se detuvieron. El infanzón hablaba con Weland y un desconocido de capa raída y botas llenas de barro que sujetaba los arreos de un caballo cubierto de sudor que seguía resollando como si hubiesen galopado por millas sin descanso. Al parecer, había novedades, y las prácticas de tiro y los entrenamientos a espada se habían visto interrumpidos antes de tiempo, algo importante sucedía.

Gutier estaba demasiado enfrascado en la conversación como para darse cuenta de que sus amigos esperaban una oportunidad para hablar con él y saciar su curiosidad. Pero cuando despedía al evidente recién llegado, vio al judío y al muchacho y, tras cruzar unas últimas palabras con Weland, se acercó hasta ellos.

—¿De dónde venís? Os hacía en la botica…

—Este pícaro me ha convencido de abandonar mis quehaceres y recuperar mi infancia —dijo el judío con una sonrisa—, hemos ido al Valcarce, a pescar —concluyó el hebreo alzando la vara de mimbre en la que llevaban las truchas engarzadas por las agallas.

Gutier observó el rostro plácido del hebreo y le dedicó un leve gesto de asentimiento al muchacho en el que Assur quiso ver comprensión y agradecimiento.

Furco, más preocupado por saludar que por las noticias, se acercó al infanzón y le lamió la mano cariñosamente. Gutier, pensativo, bajó el rostro y palmeó la cabezota del lobo.

—Han llegado noticias de Compostela —dijo cambiando de tema—, el conde tiene ya su respuesta. El obispo, al parecer con el beneplácito del rey, ha aceptado los términos del Boca Podrida y se pagará el tributo.

»Sin embargo, con buen juicio, Rosendo exige que las mesnadas estén presentes en el pago, para intimidar a los normandos y obligarlos a marchar…

Jesse afirmó inclinando el rostro y Assur estuvo a punto de interrumpir, pero Gutier alzó su mano de la cabeza de Furco y los instó a ambos a callar.

—Se ha fijado la fecha y el lugar, en poco más de un mes, el día de San Lorenzo. En el puerto de Adóbrica —aclaró—. Weland partirá a reunirse con los suyos y explicarles los términos, el conde en persona guiará a los hombres, saldréis en diez días —dijo Gutier señalando a Jesse—, y yo debo partir a Compostela, he de elegir a unos cuantos hombres y servir de escolta al obispo, quiere llevar el tributo él mismo, al menos hasta el monasterio de Caaveiro… Probablemente recela de que el Boca Podrida pretenda quedarse con el pago…

Assur, ansioso por las nuevas, quiso intervenir, pero Jesse se adelantó.

—¿Diez días?, tendré que dejarlo todo dispuesto, ¿creéis que antes de marchar podríais pedirle a un par de infanzones que acompañen a Déborah a Monforte?

Gutier respondió enseguida.

—Por supuesto, no os preocupéis, me encargaré de ello antes de marchar. —El infanzón calló un momento antes de hablar de nuevo; observaba al muchacho con el rostro revirado—. En cuanto a ti…

Assur se irguió, enderezando la espalda y pretendiendo mostrarse como un adulto más.

—Supongo que no importa mucho lo que yo opine, ¿verdad? —No le dio tiempo al muchacho a contestar—. Si te digo que te quedes en el castillo, te escaparás, y si te digo que acompañes a Jesse y te asegures de no abandonar la retaguardia, tú y ese saco de dientes os terminaréis por lanzar a pecho descubierto contra los normandos… ¿No es así?

Jesse miraba al muchacho, que se mantenía impertérrito, en silencio respetuoso y sacando pecho.

—Así que supongo que lo mejor es que vengas conmigo —Gutier tuvo que levantar de nuevo la mano para acallar al chico—, así al menos podré asegurarme de que no terminas rompiendo la espada de un normando con esa cabeza tan dura…

Y sin dar más detalles giró sobre sí mismo para caminar hacia la soldadesca, dispuesto a elegir a sus acompañantes y ponerse en marcha.

Assur miró a Jesse con un rostro brillante y lleno de esperanza.

—Espero que encuentres a tus hermanos.

La partida sobrellevaba su cometido con buen ánimo, principalmente porque hacer de escoltas del obispo y el tributo, aun con evidentes responsabilidades, les evitaba otras tareas más pesadas, como la preparación del campamento en Ártabros. Además, algunos pensaban ansiosos en las tabernas de Compostela, esperando disfrutar de una noche de ronda y farra antes de tener que partir desde la ciudad hacia el norte.

Y, sin duda alguna, el más feliz de los siete humanos era Assur, contento por las expectativas que se prometía y orgulloso por contar, aunque fuese por estrambóticos motivos, con la confianza de su mentor. Por otro lado, uno de los hombres elegidos por Gutier era el infanzón con el que Assur se había peleado en la taberna del Valcarce, de nombre Froilo, que había sobrellevado la derrota con buen humor sincero, y se había ocupado de hablar de ello con el resto, contándolo como una anécdota cualquiera de borrachera, con lo que consiguió granjearle al muchacho una serena fracción del respeto de los demás hombres de la partida.

A mayores de Froilo, Gutier, Assur y el excitado Furco, que trotaba al lado del muchacho, estaban otros cuatro. Delante de Assur y siguiendo al de León, iban dos de ellos: Ariolfo, un lenguaraz y alegre caballero maragato delgado como un mimbre, tranquilo en la lucha y con un buen temperamento, solo estropeado por un serio problema de juego y apuestas, era capaz de clavarle una flecha a una paloma al vuelo a más de cincuenta pasos; y, más atrás, casi a la par de Assur, Nuño, que caminaba sin prisa aceptando el esfuerzo de la marcha como un trabajo mucho menos penoso que el de la labranza, y es que Nuño, o simplemente el Mula, era un campesino que, inconcebiblemente, era aún más corpulento que Weland, un hombretón con cuello de toro y puños como jamones que había sido el único capaz de derribar al nórdico en las luchas cuerpo a cuerpo; tenía un basto pelo castaño y unas enormes cejas, pobladas como zarzales, que se unían sobre una gigantesca nariz bulbosa de la que se arrancaba a menudo rizados pelos, obligando a sus ojos bovinos a lagrimear, y si bien no tenía una mente brillante, era el ejemplo claro de un hombre en el que se podía confiar la vida propia, dispuesto a acatar lo mandado y con la ración adicional de valor que proporciona la ignorancia; no llevaba loriga, arco o espada, pues como hombre de campo que era, jamás había tenido armas o pertrechos de guerra, solo cargaba con la enorme hacha que Assur había cobrado como primer botín de guerra; el muchacho, incapaz de hacerse con el gran peso, se la había regalado gustoso al labriego, que, aun con una evidente falta de técnica, se las había arreglado, más por ímpetu y fuerza bruta que por otra cosa, para aprender a usarla de un modo temible.

Cerrando la comitiva, tras el muchacho y el lobo, se las apañaba el otro par, en el que uno charlaba animadamente sobre mujeres y vino y el otro callaba condescendiente. El que hablaba era Lope, que aun habiendo dejado las papillas treinta años atrás, levantaba del suelo menos que Assur, de mal carácter y propenso a incluir un improperio cada tres palabras que salían de su boca con una precisión casi matemática; aficionado a todo tipo de reyertas, era un luchador escurridizo y hábil, además de un fenomenal oponente cuando se trataba de usar el puñal, que manejaba con la soltura de una costurera vieja, y se empeñaba en montar un titánico garañón britano de cascos peludos en el que su menudo cuerpo parecía el muñeco desmadejado de un niño en un caballo de madera demasiado grande. El que callaba respondía al nombre de Velasco, y de todos ellos era el más comedido y cabal, un infanzón que había compartido suficientes penurias con Gutier como para convertirse en un lugarteniente apropiado para la situación; era un hombre singular que arrastraba los horrores de las luchas de la reconquista de los cristianos con un humor taciturno.

Siendo como eran, los dos únicos sin montura, Assur y Nuño solían compartir los comentarios banales del camino y el muchacho disfrutaba hablando con el gigantón, pues de casi cualquier observación el campesino era capaz de sacar un comentario sobre el crecimiento de las verduras o el mejor abono según la época y la hortaliza, y el chico, de una cierta manera reconfortante, encontraba cálidas aquellas palabras sencillas, que lo acercaban a tiempos no tan lejanos.

Gutier, que montaba a Zabazoque en vanguardia, dejando un espacio vacío entre él y sus hombres, contemplaba el bosque intentando solazarse con lo buen jardinero que demostraba ser el Señor: las flores silvestres estaban dispuestas en cuidados arriates que bordeaban los caminos, el pesado calor del estío todavía no había agostado la hierba, y los musgos seguían brillando llenos de verde en las cortezas que apuntaban al norte; los colores de las bolsas de pastor, de las caléndulas, de los quitameriendas, de algunas matas de espliego y de los humildes pero llamativos dientes de león punteaban los juegos de verde con encanto providencial. Y en el aire se mezclaban aromas que atraían a las abejas y que anunciaban dulces y chucherías de miel.

Aunque no era necesario en ese trayecto sin oro u obispo que guardar, Gutier ordenó establecer turnos de vigía para su primera noche, esperando acostumbrar a sus hombres a la rutina que deberían llevar.

Ariolfo había aprovechado bien el camino, haciéndose con una buena percha de las perdices que Furco había asustado olisqueando entre los matorrales y ahora, las aves se asaban a fuego lento bajo la atenta mirada del Mula, que, como buen hombre de campo, se las apañaba para recoger la grasa del tocino con el que habían mechado los pájaros y la rociaba de nuevo sobre la piel tostada.

—No deberíamos asarlas hasta dentro de unos días, la perdiz bien se conoce por la nariz… —se quejó el campesino rascándose su enorme cabeza con aire dubitativo.

Furco miraba los espetones pasándose la lengua una y otra vez por los belfos y parecía no compartir su opinión. Velasco hacía guardia y los demás, rodeados de las continuas maldiciones que Lope soltaba si la mano no le cuadraba, jugaban con unos dados que Ariolfo había sacado de su escarcela. Assur, tras haber tenido que cepillar con manojos de hierba seca a los caballos, observaba a Gutier, que, apartado del grupo, afilaba concienzudamente su espada con gesto serio.

El muchacho se acercó al infanzón acariciando el puño de la daga que llevaba al cinturón, la que le había regalado Weland.

—Si os parece, luego practicaré con Lope…

Gutier tardó en contestar.

—Está bien, está bien…

Assur estuvo a punto de darse la vuelta y regresar con el grupo, pero la actitud dubitativa del infanzón generó en el muchacho cierta indecisión que lo obligó a hablar.

—¿He hecho algo malo?

Gutier miró al muchacho con cierta sorpresa.

—Sé que no soy como ellos —continuó Assur señalando a los hombres de armas—, todavía. Pero no os fallaré, lo juro. Podéis contar conmigo… —Assur calló sin saber qué más decir—. Quisiera agradeceros que…

El infanzón negó con la cabeza y el muchacho se detuvo.

—No has hecho nada malo, y luchar por mantener la esperanza de encontrar a tus hermanos es una causa noble. No te preocupes —le dijo Gutier con un tono sincero—. No se trata de ti, es toda esta situación en la que andamos metidos, no me gusta cómo se han desarrollado los acontecimientos. —Assur no pudo evitar asombrarse por la inusual locuacidad del infanzón—. Estoy cansado de ser un juguete, de que seamos juguetes en manos de unos pocos, no debería ser así…

Assur no supo si se esperaba de él que dijese algo o no, de modo que permaneció en silencio.

—Además, todo esto es una mala idea… Es un mal lugar —continuó Gutier exponiendo sus pensamientos en voz alta sin darse cuenta—, muy malo, hay inocentes que pueden salir heridos, especialmente si intenta apropiarse del tributo. Y la fecha tampoco es buena, a San Lorenzo lo quemaron, en una parrilla… Precisamente por negarse a darle los cuartos de la Iglesia a los romanos…

Compostela fue para Assur todo un descubrimiento. Hasta entonces, la población más grande en la que había puesto el pie era la humilde Palas de Rei, cuyos mercados y ferias eran referente para los habitantes de la ribera del Ulla, pero que, aun con toda su historia y tradición, era mucho más pequeña que la floreciente sede episcopal. Y, aunque Compostela distaba de la grandeza de León u Oviedo, la metrópoli, incluso así, a medio abandonar por el terror que inspiraban las escuadras nórdicas que la codiciaban, resultó para el muchacho un mundo tan ajeno y distinto al que conocía que le costaba creer cuanto veía. Los grandes edificios, tan altos que resultaban inconcebibles; las largas calles empedradas, que se revolvían formando laberintos en los que parecía imposible orientarse; la multitud de pequeños comercios, en los que no solo se podían conseguir los objetos, joyas, ropajes y utensilios que Assur conocía, sino también muchas otras cosas de las que ni siquiera había oído hablar; las muchedumbres variopintas, adornadas con peregrinos de toda condición, que sugerían procedencias evocadoras; gentes singulares con las que se cruzaban, vestidas con ropajes de confección extravagante que, causando el asombro del muchacho, lo obligaban a girar la cabeza para mirar con estupefacción. Si se lo hubieran contado, le hubiera costado admitirlo. El ambiente de Compostela era asombroso, estaba lleno de rumores y ruidos, gritos lejanos y palabrería en idiomas extraños e inconcebibles; plagado de olores nuevos y efluvios de mil comidas preparadas a un tiempo en tabernas, posadas y viviendas; también se percibían los hedores de la humanidad hacinada en habitaciones y pequeñas callejuelas por las que se escabullían mendigos y lisiados combatientes que pedían limosna por sus heroicidades contra los moros, y aunque Assur se sentía incómodo, la excitación le ayudaba a sobrellevar la falta de espacios abiertos y el agobio que se cernía sobre él. Furco lo llevaba mucho peor, el desconcertado animal se pegaba a las piernas de su amo con el rabo gacho, era evidente que, de no ser por la lealtad debida, saldría corriendo de un momento a otro, se sentía intimidado, temeroso, y estornudaba ruidosamente a menudo, desacostumbrado a cuanto los rodeaba.

Era la mañana de su cuarto día de marcha y, tras haber franqueado la entrada sur de las murallas, cruzaban la urbe ascendiendo por la rúa Villare. Tras unos cuantos giros, llegaron ante la fachada de la basílica que guardaba los restos del apóstol Santiago, al lado del convento de San Pelayo, donde el infanzón había descubierto de labios del borrachín Gelmiro los detalles de las primeras incursiones normandas.

El santuario, impertérrito, ingente, hermoso en su magnificencia, enseñoreaba la plaza asentado en sus enormes sillares, elegantemente ensombrecidos por la humedad, testigos de la ambición de los reyes, manifiestos del poder de la Iglesia. Y su sola presencia, inmensa ante el humilde recuerdo de la pequeña capilla de Pidre, bastó para amedrentar al muchacho, que hasta ese día no había visto nada semejante.

Para desazón de Gutier, el resto del grupo charlaba sin más, como si se hubieran detenido ante el puesto de un calderero. Pero el muchacho no, el chico observaba el lugar con una expresión a medio camino entre la devoción y la sorpresa, y Gutier, que conocía bien a su pupilo, pensó que el obispo bien podía esperar unos instantes más.

—Como sucede con los hombres, lo verdaderamente importante no es la apariencia, sino lo que guardan en el interior…

El zagal, confuso, alzó el rostro para mirar al leonés y el infanzón le brindó una de sus escasas sonrisas.

—Anda, ven…

Gutier les ordenó a sus hombres que mantuviesen las formas y, apoyando la mano en el hombro de Assur con un gesto que el muchacho agradeció, lo animó a entrar en el templo dejando los animales a cargo de Nuño, que, desde que perdiera a su familia, prefería mantener una distancia prudencial en cuanto a la Iglesia y lo divino se refería.

El pastor cruzó el umbral escudriñando con asombro las junturas de la enorme arcada y el ambiente sacro se impuso pronto, envolviéndolos. Los grandes bloques de piedra umbría se elevaban sobre sus cabezas alzando el templo entre las líneas de escasa luz que se colaban por los delgados resquicios que servían de ventanas. El incienso, aferrado a la madera de los bancos y la sillería se esparcía como una evocación lejana, y el murmullo de las plegarias y las confesiones se destilaba en el aire cargado. Gutier, como siempre que pisaba suelo sagrado, recobró de entre sus recuerdos la paz de sus tiempos de novicio, lo que asentó su revuelto ánimo, tan castigado por las dudas e incertidumbres de los últimos tiempos. Assur, que miraba a todos lados queriendo abarcar cuanto los rodeaba, por el contrario, se sintió intimidado.

El leonés inspiró profundamente, dejando que el pecho se le llenase de aquellos aromas que lograban devolverlo al scriptorium de San Justo y, sin ser consciente de ello, recuperó con añoranza las conversaciones que tantos años atrás había mantenido con los iluminadores y copistas del cenobio.

—Después de que el obispo Teodomiro encontrara las reliquias del apóstol —explicó el infanzón con aire nostálgico—, hace más de un siglo, el rey Casto, Alfonso II, mandó construir un templo de inmediato. Empezó como una modesta capilla de maderos, pero la devoción y el fervor de los creyentes, y sus donaciones, la hicieron medrar pronto…

Ahora, para el asombro del muchacho, de aquellos humildes comienzos ya solo quedaba el recuerdo. La enorme basílica había crecido hasta quedar dividida en dos grandes capillas unidas por una crujía abovedada; una más sencilla, dedicada a la Virgen María, y otra, mucho más solemne y con un gran presbiterio, en honor al bonaerge, hijo de Zebedeo, que predicara por la Hispania romana. Ambas tenían una decoración profusa e incluían modernos retablos que, como hombre aferrado a la liturgia clásica, disgustaron a Gutier, pues le parecía que robaban importancia a los altares. El infanzón, de férreas tendencias, seguía pensando que los cambios en el oficio de los últimos tiempos, con el sacerdote celebrando ante el altar de espaldas a su rebaño, restaban importancia al admonitorio mensaje sagrado y se la otorgaban a florituras y adornos como los dichosos retablos. Assur, sin embargo, lo que vio en aquel despliegue de riquezas fue una razón para explicar la avaricia de los nórdicos por conquistar aquel lugar.

Con pasos calmos se dirigieron hacia el oratorio bajo la advocación de Santiago el Mayor y, dejando a un lado sus elucubraciones sobre el santo oficio, Gutier siguió hablando.

—El descubrimiento sirvió de orgullo a la Iglesia y a la casa real, y la noticia corrió como lumbre en la yesca, atrayendo a los indeseables. —Gutier hizo un ademán grandilocuente y Assur asintió—. Los nórdicos, que olieron pronto la presa, podían llegar fácilmente a Iria por el río y la sede episcopal se trasladó pronto aquí, abandonando el fasto del puerto Flavio y decantándose por contar con la fama de las santas reliquias. Pero no fue hasta el reinado de Alfonso III que se empezaron las obras de lo que hoy puedes contemplar aquí. —El infanzón abarcó con sus brazos el espacio circundante—. En su empeño, el rey Magno, tras pararles los pies a los sarracenos, que intentaron más de una vez alcanzar Compostela, quiso que los peregrinos llegasen a un templo digno del Señor, para loor y gloria de su apóstol, y dedicó gran parte de la fortuna de la corona para levantar esta magnífica obra.

Assur escuchaba mientras seguían con su recorrido. En la capilla dedicada a Santiago, ocupando un lugar privilegiado, destacaba un arcón bellamente herrado con cantoneras de metales bruñidos, no lejos de una lauda decorada con profusión que, según dijo el infanzón, era la del propio obispo Teodomiro, el cual, deseoso de permanecer al lado del santo apóstol, había ordenado que dispusieran su tumba en la misma capilla erigida en honor de Santiago, y cuyo deseo había sido respetado con la reforma.

Mientras hablaban llegó un peregrino ataviado con el sombrero y el báculo que delataban su condición y, poniéndose de rodillas, empezó a rezar en un idioma que a Assur le recordó vagamente al de Weland.

—Parece magiar —le susurró Gutier al chico bajando respetuosamente el tono y dando por concluido su sermón.

Assur no estaba muy seguro de por dónde quedaba la tierra de los magiares, de hecho, se preguntaba cómo diantres podía Gutier intuir semejante cosa, pero lo que sí sabía era que aquel hombre había llegado de muy lejos, mucho. Y el pastor no pudo dejar de pensar en la gran influencia que tenían aquellas reliquias guardadas en el arcón dispuesto ante él, tanta como para que, desde cualquier punto del orbe cristiano, hubiera gentes dispuestas a acercarse a Compostela para rendir culto, tanta como para que desde confines desconocidos hubiera hombres dispuestos a cruzar mares embravecidos por la gloria de conquistarlas. Y, tras considerar al peregrino, que seguía de rodillas rezando fervorosamente, Assur se sintió imbuido de un especial halo de misticismo.

—Ilduara, Sebastián —se le escapó al muchacho en un susurro que, contra su voluntad, puso voz a sus pensamientos—, os ruego que me ayudéis a encontrarlos…

Y, mentalmente, añadió una petición de indulgencia por las almas de sus padres y del resto de sus hermanos.

Gutier pretendió no haber oído la súplica del muchacho y se limitó a permanecer con gesto serio, aun cuando, íntimamente, se sintió reconfortado al descubrir que el muchacho había comprendido.

El templo recataba su opulencia gracias al halo de santidad con el que se rodeaba, sin embargo, el palacio episcopal era una lujosa extensión que no se cohibía al mostrar las riquezas de la diócesis compostelana. Inacabables tapices de increíbles colores cubrían las sólidas paredes, y las gigantescas lámparas que llenaban el aire con aromas de cera requemada parecían sostener estrellas que punteaban los altísimos techos; todo era magnificencia remachada de espléndidos detalles en los que se incluían tallas de santos suficientes como para que a Assur se le acabasen pronto los nombres.

Gutier, aun sabiendo que la recepción del obispo podía distar de amistosa, había instado al muchacho a acompañarlo, deseando brindarle la oportunidad de conocer a uno de los personajes más influyentes de su tiempo y queriendo darle una muestra del poder de la Iglesia.

Los hombres todavía esperaban fuera, bajo la hosca mirada de la guardia del palacio, y el infanzón se barruntaba que pronto buscarían una taberna en la que matar el tiempo. Él, junto al muchacho, aguardaba pacientemente a que el obispo Rosendo los recibiese. Sobre la forzada espera Gutier también sospechaba las razones, probablemente el dignatario se cobraba el rencor que sentía hacia el hombre del conde Gonzalo, y pretendía dejar clara su meridiana autoridad.

Después de que la guardia les franquease la entrada tuvieron que esperar en la portería, manteniendo un respetuoso silencio que a Assur se le antojó eterno y cuando, por fin, un estirado secretario de ropajes ampulosos y gestos exagerados los hizo pasar al despacho episcopal, las tripas de Assur rugían de hambre y Gutier tuvo que increparlo buscando del muchacho sus mejores modales.

Sentado a una gran mesa de fabrida madera oscura, en una cátedra que ponía de claro manifiesto su condición de prelado, estaba el obispo Rosendo. A su alrededor todo aparentaba haber sido cuidadosamente elegido para declarar su posición en la jerarquía eclesiástica: tras él colgaba un repostero con símbolos que el muchacho no comprendió, a un costado, un facistol taraceado sostenía una enorme biblia iluminada con llamativas tintas de brillantes colores que consumió la atención de Assur mientras se prolongaban las fórmulas de cortesía pertinentes y hasta que volvió a observar al obispo con curiosidad.

Rosendo era un hombre corpulento, de rostro redondo y hombros absorbidos por sus gorduras, y cuya barba, recortada con esmero, vibraba cuando su pronunciada papada temblaba con cada palabra. Poco amigo de los fastos pero amante del trabajo, vestía con una sencilla túnica negra de larga botonadura morada, a juego con la estola que le colgaba del grueso cuello. Vestiduras que completaba tocándose con un sencillo gorro redondo que a Assur le recordó a la kipá que siempre usaba Jesse; más tarde, Gutier le explicaría que se llamaba solideo y que su color morado era el propio de la dignidad episcopal; sin embargo, Assur quedó absorto por lo cómica que se le antojó la delicada prenda, que parecía el punto que coronaba la enormidad del obispo, milagrosamente prendido de su monda calva y rodeado por escasos y lacios cabellos negros que, de tan ralos, no daban ni para tonsura. Su piel pálida solo cobraba color en los hinchados párpados ojerosos, se intuía enfermiza. Parecía débil, un hombre casi pusilánime, pero esa idea se desprendía fácilmente en cuanto se miraba a sus ojos, oscuros como simas, casi sin pupila, llenos de determinación y fuerza, ojos que se alzaban mirando bajo las foscas y pobladas cejas mientras su rostro permanecía inclinado sobre un pergamino en el que el obispo parecía anotar algo de importancia.

Cuando el amanerado secretario cerró las grandes puertas, el obispo habló por fin, dirigiéndose directamente al infanzón mientras abandonaba con descuido el cálamo con el que había estado escribiendo.

—No esperaba yo de vuestro señor la osadía de enviaros, precisamente, a vos…

Gutier permaneció en silencio, mostrándose tan reverencialmente humilde como le fue posible. Y el obispo pareció aceptar el tácito gesto de sumisión; Assur creyó ver una leve inclinación de cabeza y el infanzón se dio cuenta de que el prelado se echaba la mano al pecho buscando algo que ya no estaba allí, fue entonces cuando Gutier cayó en la cuenta de que al obispo le faltaba su crucifijo.

—Partiremos mañana, después de laudes, ya he enviado aviso a Caaveiro, estarán esperándonos —añadió Rosendo con rostro displicente, todavía palmeándose el pecho—. Supongo que habréis traído una escolta apropiada, tal y como ordené.

Tampoco el infanzón contestó, se limitó a asentir moviendo su cabeza.

Aparentemente satisfecho por la humildad y obediencia mostrada, el obispo los despidió con un ademán apenas perceptible antes de volver a acomodar el cañón de la pluma entre sus rechonchos dedos, en los que brillaba con ansia un enorme anillo dorado.

El bueno del Mula, tan poco interesado por las diversiones mundanas como por la religión, los esperaba afuera atendiendo a los jumentos y a Furco, con el que parecía entenderse sin problema.

—Han dicho que os esperaban en O Recuncho… Preguntaron a un peregrino por un lugar en el que gastar los dineros en vino y…

Gutier le dio a entender que no le hacían falta más explicaciones con escasas palabras y, tomando las riendas de Zabazoque en su mano, echó a andar hacia el callejón de la Rainha.

Y, aunque tenían gran parte del día por delante, Gutier estaba de un humor apropiado como para perder la jornada con diversiones vanas. Además, el infanzón era consciente de que sus hombres agradecerían un buen jolgorio antes de meterse de lleno en faena.

La noche llegó pronto entre risas despreocupadas y vino barato, algunos se entretuvieron apostando a los dados, Gutier y Nuño simplemente dejaron que las horas se escurriesen, Lope a punto estuvo de destripar a un franco por una desafortunada mención a su estatura, y Assur encontró en una de las mozas una compañía inesperada gracias a la cual descubrió que no todas las mujeres eran igual de atentas y cuidadosas con un novel.

A la mañana siguiente, antes de acudir a la comprometida cita con el obispo, Gutier dejó a sus hombres durmiendo los excesos y se acercó a San Pelayo para ver si podía sonsacarle a Gelmiro sobre los últimos rumores de Compostela.

El verano había cambiado notablemente el valle del Ulla, la ausencia de nieve y el aumento de las temperaturas que había traído el estío rodeaba el campamento de un aire pesado, lleno de la humedad que se le escapaba al río, y en el que los tábanos se cebaban con hombres y bestias mientras las primeras cigarras de la temporada chirriaban entre los arbustos de las orillas.

Weland se había tomado su tiempo para llegar hasta allí, dejando a su montura ir al paso en casi todo momento, aprovechando la oportunidad que le brindaban los días en soledad para madurar las ideas y sentimientos que le rondaban la cabeza en los últimos tiempos.

Le bastó cruzar unas pocas palabras con el primer vigía que encontró. Una vez el caballo estuvo atado a uno de los postes dispuestos en el perímetro, otro hombre lo acompañó hasta la gran cabaña que, dominando el asentamiento, los suyos habían construido para hacer las veces de cuartel. Antes de granjearse el permiso de los dos berserker que guarnecían la entrada, observó con nostalgia manifiesta las rodas de los barcos, talladas como cuellos y cabezas de amenazantes dragones; habían sido chantados ante la skali y, sin poder evitarlo, pasó una mano que buscaba recuerdos por las escamas labradas en la oscura madera.

Más o menos, las cosas estaban tal y como Weland recordaba, aunque ahora el gran hogar central no alojaba un fuego furibundo que alejara los fríos. En un principio nadie le hizo caso; Gunrød paseaba entre sus hombres bebiendo jolaol de un cuerno con filigranas de oro. Uno de los nórdicos partía burdamente una gran cruz de plata, botín evidente de alguno de sus saqueos a iglesias; usaba un bloque de granito como yunque y repartía los pedazos de hacksilver entre los hombres de un corrillo que se había formado alrededor sin que ninguno de ellos le diera la más mínima importancia al símbolo que destruían. El estrafalario godi, sin hombres a los que cuidar o ceremonias que celebrar, trenzaba, con gestos torpes de sus manos artríticas, el pico de un ave que Weland no supo identificar en su melena cana y suelta. Resultaba obvio que los normandos no se sentían en modo alguno amenazados, la placentera escena bien podía haber transcurrido en el gran salón de cualquier jarl en su Halogaland natal.

Cuando Gunrød se volvió y descubrió a Weland, su rostro marcado se contrajo con una deforme mueca siniestra.

—Dos hombres salieron, solo uno regresó —entonó el jarl como tarareando una tonada—, dime, Weland, ¿perdió Einar su fortuna a manos de Loki o le robaste tú algo más?

Se oyeron algunas carcajadas, evidenciando que a todos los presentes les venía a dar igual una cosa que la otra, pues su respeto por la habilidad de un guerrero era mucho mayor que el que podían albergar por cualquier vida. Weland eludió la conversación cambiando el tema a tratar, no quería dar explicaciones y, ni mucho menos, tener que confesarle a Gunrød que, a fin de proteger su tapadera, había preferido matar a uno de sus hombres antes que a un simple muchacho cristiano.

—Si os marcháis pagarán. Cien mil sueldos —dijo escuetamente.

Los ojos de Gunrød brillaron y sus párpados se entornaron de tal modo que Weland tuvo la sensación de estar mirando a una bestia que se disponía a saltar sobre él para abrirle el vientre y vaciarle las tripas; ya no estaba tan seguro de los términos de su acuerdo con aquel jarl, además, en los últimos tiempos muchas cosas habían cambiado.

—¿Y cómo no iban a hacerlo? —inquirió Gunrød con un falsete que hizo que la mandíbula de Weland rechinase—. Solo tenían dos opciones, ¿eh? —dijo recuperando su tono normal y lanzando la pregunta a los hombres que lo rodeaban—. Dos opciones. —El jarl giraba sobre sí mismo, abriendo los brazos y derramando el licor—. O pagar… ¡O morir! —rugió y, lanzando el cuerno a una esquina, movió sus manos de arriba abajo animando a sus hombres a corearle—. ¡O pagar o morir! —insistió.

Todos menos Weland jaleaban. A su alrededor se gritaba y se bebía, los hombres repetían las palabras de Gunrød, una y otra vez, excitados e inquietos. El godi los acompañó aullando incoherencias y agitando su bastón.

—Es su miedo el que paga —bramó el jarl—, ¡son unos cobardes! ¡Será todo nuestro! Sus tesoros, sus mujeres, sus tierras… ¡Todo! O nos lo dan o lo arrancaremos de sus manos muertas y frías…

El godi empezó a canturrear y a moverse de un lado a otro, animando a los hombres mientras jaleaban a su señor. Los que tenían a mano un vaso o un cuerno los alzaron, se oyó cómo alguien rompía un tonel.

—Han fijado fecha y lugar —dijo Weland esperando interrumpir el frenesí que parecía avecinarse—. En el norte, en un puerto llamado Adóbrica… —Necesitó un instante para repasar el calendario—. En dos semanas…

Y Gunrød, quedándose quieto, miró fijamente a su infiltrado en el reino cristiano desentendiéndose del follón que se estaba armando a su alrededor. Había percibido un claro tono dubitativo que le hizo desconfiar una vez más, sin embargo, se limitó a seguirle la corriente.

—¿Y dónde está ese puerto exactamente?

El obispo se presentó a lomos de un semental árabe que, a todas luces, era demasiado caballo para un jinete tan poco diestro, pero a pesar de lo cómicos que podían resultar los patéticos esfuerzos del orondo prelado para domeñar al temperamental caballo, ninguno de los hombres de Gutier se atrevió a reír, amenazados como estaban por los ojos serenos del leonés.

Acompañando a Rosendo aparecieron también dos frailes de aspecto circunspecto que no podían ser otra cosa que despojos de los campos de batalla frente a los muslimes, hombres atormentados que habían encontrado en el servicio a Dios la penitencia apropiada para las atrocidades de la guerra; para Gutier eran muestra suficiente de que el obispo no se fiaba del conde y de que deseaba mantener junto a los caudales a quien le hubiera jurado lealtad a él mismo y a Dios, no a un noble que había dado pruebas evidentes de mezquindad. También apareció su rimbombante ministro, que daba a los dos primeros órdenes impropias que eran desobedecidas en silencio para terminar guiando una carreta tirada por dos borricos de orejas erguidas que compartían arreos con rebuznos contentos que respondían al chirriar de las ruedas. En el carro, de poca alzada y hecho de maderas viejas, se amontonaban media docena de toneles de a tres o cuatro modios, desiguales, con la mayoría de sus duelas oxidadas y la tablazón tinta de viejas manchas de vino joven.

El obispo, haciendo equilibrios en su digna silla sin estribos, solo se confesó a Gutier, sin embargo, todos intuyeron rápidamente que en el vino que se agitaba a cada paso de los borricos se escuchaban tintineos suaves que delataban los dineros, y cada cual compuso su idea: Froilo y Lope se miraron sin saber si preferían haber aprovechado el vino que los curitas habrían derramado para dar cabida a los cuartos, o si se decantaban por los dineros en sí; Ariolfo hurgó en su memoria pensando en apuestas que supusieran aquel monto; Velasco, como Gutier, pensó que mala artimaña era aquella, pues si pretendían pasar por unos desharrapados llevando vino de misa, no habría quien explicase a qué venía la compañía de seis hombres armados y un muchacho seguido por un lobo. Nuño, que aun sin ser tan útil en el análisis resultaba siempre práctico, se acercó a los burritos y, tras rascarle la oreja al que le quedaba más a mano, se hizo con la confianza de ambos pollinos con palabras amorosas, de manera que, sin necesidad de que se pronunciase ninguno de los hombres de más alta jerarquía, quedó al cargo de la carreta y su tiro sin mediar otra frase; librando a los frailes de las órdenes incoherentes del secretario del obispo, algo que le agradecieron con una respetuosa inclinación de cabeza. Sin embargo, y aun cediendo la responsabilidad de los borricos al hombretón, ninguno de los callados religiosos se separó de la carreta y Gutier, que observaba la escena con ojo crítico, pensó agradecido en la manifestación implícita de su mando que el Mula había conseguido, aunque fuese involuntariamente; y tuvo también que reconocerle a Rosendo habilidad como estratega al asegurarse de que, precisamente, aquellos dos guardasen los dineros en nombre de la Iglesia.

No había más que hacer, y el infanzón, pidiendo permiso con una mirada humilde al obispo, dio la orden que todos esperaban.

—¡En marcha! —gritó Gutier esperando un gesto de aquiescencia del obispo—. Faltan dos semanas para San Lorenzo y todavía hay mucho que hacer…

Abandonaron Compostela por la salida del noreste, sin cruzar más palabras que las necesarias, y con la suspicacia propia entre dos grupos de hombres tan dispares, en los que se miraban los unos a los otros con tímida desconfianza.

Mientras se alejaban, echando de tanto en tanto la vista atrás, Assur no llegó a imaginar cuántos años habrían de pasar hasta volver a tener la oportunidad de regresar a la ciudad del apóstol. Mucho menos, intuir lo cerca que había estado de descubrir el paradero de uno de sus hermanos.

Weland dudó por un momento, considerando, no por primera vez, cuál de las dos lealtades juradas debía prevalecer. Cada vez le gustaba menos lo que veía en el jarl, pero tampoco le agradaba lo que había visto en el conde; no le llevó mucho decidirse, la codicia erradicó fácilmente a las buenas intenciones.

—Es una trampa —dijo con voz quebrada.

Gunrød no pareció sorprenderse y repitió la pregunta original como si ya hubiese imaginado que de los cristianos no podía esperar otra cosa que una encerrona. El resto de los hombres no les prestaba atención, incendiados por las palabras de su señor, seguían gritando toda clase de barbaridades y obscenidades, el alcohol empezaba a correr.

—¿Y dónde está ese puerto? —insistió.

Weland no se vio con ganas como para recalcar la idea y, asumiendo que se trataba de mero desprecio del jarl por la artimaña hispana, se limitó a contestar a lo que le preguntaban y dejó el asunto de la trampa a juicio de Gunrød.

—Un par de días al norte desde la desembocadura de este río.

Las manos del jarl le pidieron más detalles revolviéndose una sobre la otra con gestos rápidos.

—Con ayuda de los remeros supongo que incluso menos, deben de ser alrededor de cien millas —añadió usando la medida romana, demasiado acostumbrado a sus años en territorio hispano.

El jarl pareció tomarse un momento.

—¿Lo conoces?…

A Weland le pareció entender que aquella pregunta tenía un trasfondo, imaginaba que Gunrød empezaba a barruntar cómo darle la vuelta al asunto de la añagaza de los cristianos. Y no le extrañó la audacia, sabía muy bien de lo que era capaz aquel que tenía ante sí.

—Sí, fui yo quien lo propuso. Se sentirán confiados —y respiró un instante antes de añadir las palabras que, a su entender, el jarl deseaba escuchar—, pero es tan buen lugar para tender una emboscada como para evitarla si se sabe con antelación…

El Errante terminó la frase variando el tono lo justo, al modo de la coda de un poema, como para que, al acompasar las palabras con una inclinación de cabeza, quedase claro su mérito y su esperanza de recompensa. Sin embargo, Gunrød fingió no darse por aludido y, evitando rememorar sus promesas, siguió preguntando.

—¿Y? —Sus manos volvieron a pasearse una por sobre la otra.

Los nórdicos se fueron acercando, cerrando un círculo alrededor de los interlocutores. El godi, aunque pretendía disimular dando a entender que aquellos asuntos terrenales no le correspondían, permaneció a la distancia justa como para oír, pero conservando su paripé de danzas y cánticos rituales.

—Es una ensenada natural, la desembocadura de un río —aclaró Weland—, pero los brazos de tierra que la forman se van acercando el uno al otro a medida que avanzan hacia el mar.

El jarl asintió comprendiendo.

—¿Muy estrecho? —dijo pensativamente.

—Lo suficiente como para que sea fácil de bloquear una vez hayan pasado los drekar, además, en esos cabos las tierras son altas, formadas por acantilados cubiertos de bosques. Es una posición inmejorable para usar flechas embreadas y quemar los barcos.

El godi ululó algo incomprensible ante el sacrilegio que supondría quemar sus queridos navíos.

—Bastaría con no entrar en la ría y sorprenderlos desde el sur… —concluyó Weland, queriendo de nuevo poner de manifiesto sus méritos a la hora de proponer el lugar.

Se oyeron algunos gritos inquietos que Gunrød acalló pronto alzando los brazos.

—Dibújalo —le dijo el jarl con vehemencia al tiempo que le tendía su propia daga indicando el suelo de tierra pisada.

Tomando el puñal, el Errante se acuclilló y empezó a trazar un círculo incompleto como el de una moneda mordida; empezando por lo que dijo era el suroeste, fue rascando la tierra con la punta de la daga hacia lo que correspondería al nordeste, intentando recordar con precisión lo que había visto con sus propios ojos tantos años atrás.

—Cuatro grandes estuarios se encuentran en un mismo golfo que se va estrechando al salir al mar, Ártabros lo llaman, es como un puerto gigantesco. —A medida que hablaba, Weland esbozaba las lenguas de agua salobre que formaban las rías dotando de detalles el dibujo—. Y el heregeld estará en la de más al norte —concluyó señalando con la punta de la daga.

Gunrød observó el escorzo en silencio durante un buen rato. Miraba las toscas líneas e intentaba componer una idea útil sumándole lo que ya conocía, imaginando las grandes rocallas de la costa, las cañadas de los ríos, los fuertes oleajes del océano que había navegado y el conjunto que debía formarse.

—Y ese conde Gonzalo, ¿cuántos barcos tiene a su disposición?

Weland negó suavemente con la cabeza antes de contestar.

—No tienen. Aquí solo se usan para la pesca. Llevan demasiados años combatiendo contra los muslimes… La guerra en y desde el mar solo está presente en las leyendas que dejaron las galeras romanas.

Algunos elevaron comentarios malsonantes por la poca pericia de los cristianos como marinos. Los normandos se sabían superiores, habían llegado hasta todos los rincones del mundo conocido, y lo habían hecho navegando, por lo que la inutilidad de los cristianos en la mar les resultaba motivo de burla.

El jarl no dijo nada, pero una tétrica sonrisa frunció sus labios como si hubieran sido cosidos con puntadas demasiado tensas.

—¿Cuántos hombres? —preguntó escuetamente.

—Alrededor de unos mil quinientos, no han podido reunir más. Muchos sin experiencia…

—¿Refuerzos? —interrumpió Gunrød.

Weland se tomó un segundo antes de contestar.

—No lo creo, el conde Gonzalo se ha encargado de que no haya alianzas entre los nobles, está ansioso por presentarse como el salvador de la corona —el Errante titubeó un momento—, es ambicioso, muy ambicioso…

El jarl meditó sobre lo que oía. Si salvaba la trampa que le tendían, el camino a Compostela estaría tan abierto como las piernas de una fulana barata. Los cristianos tardarían mucho en organizarse tras semejante derrota. Si barría a esos enclenques religiosos pendientes de su cruz y sus débiles santos, toda Jacobsland estaría a sus pies. Le bastaba encontrar un modo de darle la vuelta al engaño.

Gunrød volvió a observar el esbozo que Weland había arañado en el suelo.

—Y ese otro estuario, el de más al sur —indicó el jarl acuclillándose a su vez—. ¿Viene de un valle cerrado?

—Sí, eso creo —contestó Weland reavivando la memoria e intentando comprender las intenciones de Gunrød.

El jarl pareció no digerir muy bien la incertidumbre de Weland.

—¿Hay algún islote por ahí?

—No, no que yo recuerde, algunas peñas y rocalla sobresaliendo en marea baja…

El jarl miró a Weland con sus gélidos ojos garzos.

—Pero hay una península —se apresuró a aclarar el Errante, que imaginaba que el otro ya tenía alguna engañifa en mente—, unida a tierra por un istmo muy estrecho. En su parte más amplia tiene apenas unos cientos de pasos de ancho. La llaman la Isla del Faro.

Gunrød pareció meditar profundamente unos instantes, arrugando su ceño y afeando las cicatrices que le cubrían el rostro, hasta que, por fin, dijo lo que pergeñaba.

—Entonces, quizá podríamos hacer algo más que evitar una emboscada…

Sus hombres jalearon.

—¡Jacobsland será nuestra! ¡Nuestra!

Aunque no tenían vías romanas que seguir, el buen tiempo y las trochas recorridas por todos los peregrinos que acudían a Compostela desde los puertos del norte les permitieron mantener un buen ritmo. Con la sequedad del verano empolvando los caminos ya habían dejado atrás la antigua Brigantium, donde habían hecho noche la jornada anterior, y también habían cruzado el río Mandeo. Continuaban moviéndose hacia el norte, y aun con las escasas mañas del obispo como jinete y el lento avanzar de la carreta, Gutier se sentía satisfecho por el paso que mantenían; en un día más, a lo sumo, si no se estropeaba el buen tiempo, llegarían al monasterio de Caaveiro.

Se movían cerca de la costa para evitar el terreno más accidentado del interior y les faltaban solo unas millas para llegar al valle del Eume; luego, una vez cruzado el río, les bastaría subir por la orilla derecha hasta los grandes bosques que encañonaban las rápidas aguas y llegarían a su destino.

En su avance, Gutier distinguió una loma hacia el este, tierra adentro. Una colina que le brindaba la oportunidad que había estado esperando, dejó que Zabazoque aminorase el paso y esperó a ponerse a la altura de Velasco.

Assur, que tras varios fracasos ya había abandonado la intención de amigarse con los rudos frailes, seguía su rutina de las últimas jornadas: caminaba junto a Nuño y los pollinos que tiraban del carretón, siempre guardado por los poco amistosos hombres del obispo, a los que, confirmando las sospechas del infanzón, ya habían visto practicar con los hierros que escondían con maestría entre los pliegues de sus hábitos.

El muchacho observó a Gutier retrasarse desde la vanguardia del grupo y conversar con Velasco unos instantes, para después refrenar el caballo hasta quedar a su altura y descabalgar al lado de la carreta.

—Ven, tenemos algo que hacer —le dijo el infanzón caminando al paso de los borricos y reservándose las palabras por si los hombres de Rosendo escuchaban algo más que el continuo tintinear de los barriles.

Había acordado con Velasco reencontrarse con el grupo en la desembocadura del Eume, donde, según recordaba, un par de tabernas y casuchas de pescadores les servirían para buscar quien les proporcionase una embarcación con la que cruzar el cauce del río, y le había dado unas monedas al otro infanzón con el encargo de tener resuelto ese asunto antes de su regreso.

Se separaron y, mientras la mayoría continuó hacia el norte, Assur y Gutier, seguidos por Furco, se desviaron hacia el este, ascendiendo el abrupto terreno que precedía a la colina en la que se había fijado el infanzón. Como buen estratega, Gutier tenía en mente algo más que la simple escolta del tributo hasta Caaveiro.

No les llevó mucho alcanzar la cima, y el muchacho, sabedor de que su tutor no llevaba bien los excesos de curiosidad, permaneció callado.

Furco, que encontró algún olor interesante detrás de un tocón rodeado de matas de fresas silvestres, se entretuvo dando vueltas en busca del origen.

Aunque ya le había sorprendido cuando unos días antes habían llegado a la costa por primera vez, Assur quedó mudo al ver el océano desde la atalaya natural que formaba el otero. La fastuosidad del mar, y su azul profundo de aguas batidas con olas que se aborregaban incluso al socaire del viento, le produjeron al muchacho una fuerte sensación de insignificancia. Incluso concibió un cierto respeto por los nórdicos, capaces de reunir el valor suficiente como para cruzar aquellas aguas insondables sin más ayuda que las tablas colocadas por un carpintero y su ingenio.

Mientras Assur se llenaba de asombro, Gutier analizaba cada rincón de la costa que se abría ante ellos.

Tras unos instantes tupidos por sus propios silencios, Assur, siguiendo la mirada del infanzón, no supo guardar por más tiempo su curiosidad y terminó por preguntar:

—Es allí, ¿verdad? —dijo el muchacho señalando con el mentón los cabos superpuestos que formaban la ría del Iuvia.

Desde donde estaban, la lengua de tierra de más al norte quedaba cubierta a medias por la del sur, y se mostraba a trozos por sobre las ondulaciones del terreno a lo largo de la media docena de millas en que las aguas dulces del río se enamoraban de la sal del mar. Las pequeñas penínsulas se proyectaban hacia el gran océano cerrándose sobre sí mismas, como dos grandes malecones hechos de rocas bastas y pedazos de monte bravo.

—Sí, es allí —contestó al fin Gutier, y volviéndose hacia el chico, decidió compartir con él sus cuitas—. Son las puntas de Coitelada y Prioriño —dijo indicando con la mano abierta y haciéndola saltar para corresponder cada nombre con su cabo—. No estamos tan arriba como para verlo bien, pero se acercan lo suficiente como para que la boca de la ría resulte fácil de vigilar y cubrir.

—¿Y el puerto? —preguntó Assur.

—En el lado norte, en mitad de la ría.

El muchacho observó lo que su maestro había mirado con tanta atención y terminó por atreverse a emitir un juicio.

—Parece un buen lugar para una emboscada…

Gutier asintió sin demasiada convicción antes de corregir a su pupilo.

—Ese es el problema, solo lo parece —dijo enigmático—. Lo sería si los sorprendiésemos sin más, pero esto será un encuentro pactado, y me temo que ellos desconfiarán. No me gusta, si permanecen en mar abierto, no podremos hacer nada. Es necesario que Weland cumpla con su cometido y consiga que confíen en él.

Assur miró al infanzón sin comprender y Gutier se explicó.

—Weland tiene que convencerlos para que entren en la ría con todos los barcos posibles, los suficientes para que si los hundimos les hagamos un verdadero daño. Si no es así, no obtendremos mucho… Y habremos abierto la caja de los truenos, no nos perdonarán que los ataquemos a traición.

El muchacho no entendía el alcance de las palabras de su mentor y se atrevió a aventurar su opinión.

—Pero… y si les entregamos el tributo, se irán, ¿no? —Assur lo dijo guardándose la emoción que le producía la confrontación y sabiendo, con cierta vergüenza, que no debía anteponer sus ansias de venganza a la idea de una batalla en la que muchos podrían perder la vida.

Gutier miró al chico con un gesto cándido.

—No es tan sencillo. Por desgracia, no lo es… El conde quiere quedarse con el pago, o al menos presentarse ante el obispo como el destructor de la flota normanda y el héroe que evitó la entrega del tributo…

Assur, que, como cualquier otro que hubiera pasado una temporada en el castillo de Sarracín, sabía de la mezquindad del noble berciano, no dijo nada.

—Además, aunque la intención sea, en el fondo, rastrera, la idea no es mala, si pagamos hoy tendremos que volver a pagar mañana… Aunque lo lamento, es necesario que les plantemos cara…

Y después de guardar silencio un instante Gutier añadió algo que Assur recibió con inquietud.

—Y si los normandos se huelen la engañifa, no tendremos elección, se echaran sobre nosotros como lobos hambrientos… Con suficientes navíos fuera de la ría podrían atacarnos por la espalda; ese cabo es un excelente lugar para lanzar un ataque, y por eso mismo es también un pésimo lugar para defenderse…

Assur digirió lo que le decían sin saber cómo tomárselo. Lo que él deseaba era recuperar a sus hermanos, y no lograba poner en orden sus sentimientos, especialmente porque la excitación de la adolescencia parecía gritarle que la batalla sería algo memorable.

Furco, cansado de perseguir al topillo que se había escondido en la mata de fresas, se acercó a los humanos y, como tantas otras veces, reclamó la atención de Assur golpeándole la mano con el hocico. El muchacho respondió rascando al animal tras las orejas mientras pensaba en las lecciones sobre grandes batallas que Jesse había compartido con él.

Los tres permanecieron en el alto de la colina hasta que, mirando al sol, Gutier juzgó que era hora de ponerse en marcha para llegar a las orillas del Eume antes de anochecer.

El Eume, revoltoso y lleno de aguas blanqueadas por sus vertiginosos rápidos, más que fluir, se aceleraba llevado por las pendientes de su cauce y chocaba con las grandes rocas erosionadas del valle con fuerza suficiente como para pulirlas con eficiencia. Encerrado entre lomas y cubierto de árboles que se apretaban en los resquicios de tierra fértil que se acumulaba allá donde el viento la dejaba caer, al socaire de grandes tolmos graníticos, el río parecía un animal enjaulado. Toda su vega era un lugar de selvas profundas salpicadas de berruecos que despuntaban entre las curvas del río, forzándolo, en ocasiones, a tomarse un descanso y arremolinarse en impacientes pozos profundos de aguas azules y limpias por las que remontaban reos que subían desde su estuario.

El mar templaba el clima, y la protección de la ría y del golfo de Ártabros dotaban a la vega de benignos veranos y suaves inviernos de pesadas lluvias en los que la nieve era extraña, la pesca era buena y las tierras eran generosas con sus frutos; gentes y tribus de nombres olvidados se habían beneficiado de ella desde tiempos anteriores a la historia que Jesse podía enseñarle a Assur.

Con los principios del siglo múltiples anacoretas habían buscado la protección de aquellos bosques para ponerse a bien con Dios, rodeados de un paraje que podría haber sido visto como un edén y en el que la providencia del Señor ponía de manifiesto su grandiosidad. Y cuando aquellos ermitaños se sintieron demasiado apretujados en sus soledades, se unieron para fundar un monasterio que pusiera orden a sus rezos y convivencias terrenales sin perder nunca de vista la grandeza del Todopoderoso.

La pobre construcción se colgaba de las rocas del valle como el nido de un águila, desmochada y a medio terminar, con sillares inacabados que se esparcían por el exiguo repecho en la pendiente donde el buen Dios había llamado a aquellos hombres a instalarse; solo era accesible a través de una penosa e interminable ascensión a lo largo de anchos peldaños labrados en las piedras que hacían parecer a las cabalgaduras cabras en equilibrio y que ponía los pelos de punta a todo aquel que se atreviese a mirar al fondo del valle mientras subía. Las copas de árboles viejos le servían de bóveda, y en las tardes de verano los juegos de luces que los rayos de sol colaban entre las verdes hojas hacían las veces de modernas vidrieras.

La humilde comunidad sobrevivía gracias a la caridad y a la buena disposición de algunos patronazgos eventuales de los nobles, y todos los monjes aceptaban gustosos los períodos de escasez y el ayuno forzado, viendo pruebas divinas y sentido de la devoción donde otros veían locura. Sin embargo, su suerte cambió unos años después cuando, llamado por la bondad de aquellos hombres y lo hermoso del lugar, el obispo Rosendo se había dejado influir por las historias que del modesto cenobio se contaban, y había decidido premiar a la comunidad con importantes donaciones que engrandecieron el patrimonio del monasterio, y a las que, además de reliquias, cruces y un bello altar, añadió regalos más mundanos que ayudasen a luchar contra el hambre. Rosendo cedió al cenobio unas buenas fanegas cultivables en su misma orilla del Eume y otorgó a los frailes jurisdicción sobre villas y feligresías de los alrededores, eximiéndolos incluso de su propia autoridad en el obispado de Compostela. Tanto fue así que, con el paso del tiempo, la iglesia que naciera por el amor de unos ermitaños obtuvo la categoría de Real Colegiata, con seis orgullosos canónigos que no olvidaban agradecer a Dios todos los días las preces recibidas bajo el auspicio del obispo.

El lugar era casi una fortaleza encerrada entre montañas, protegida por las laderas y deudora de su magnanimidad, por eso, el obispo Rosendo, mucho menos belicoso y con menos ínfulas que su predecesor Sisnando, había elegido refugiarse en Caaveiro en tan difícil trance. Y aunque había sido la mismísima regente Elvira la que, a través de carta llegada desde León, le había pedido que se encargase del pago del tributo personalmente, el obispo prefirió obedecer solo en parte.

Rosendo dudaba de que su presencia física frente a los terribles paganos del norte fuera necesaria, prefiriendo dejar el asunto en manos del mezquino Gonzalo Sánchez, más de la catadura de aquellos temibles descreídos. Y aun con reservas respecto a la bondad de toda la idea del pago de un tributo, por no hablar de que temía una traición del conde berciano, no estaba dispuesto a terminar con una flecha en la espalda, como terminara Sisnando en la batalla de Fornelos al intentar defender Compostela del ataque de los nórdicos. Había oído que al díscolo obispo le habían arrancado los pulmones por la espalda después de darle muerte, en una suerte de sádico ritual que, de solo imaginarlo, conseguía que su hombría buscase un bolsillo nuevo en la túnica. Así que, sin pretender desobedecer las órdenes recibidas desde la casa real, Caaveiro era el lugar más cercano a los normandos en el que pensaba estar, pues, según razonaba, Dios lo había llamado a este mundo para más excelsas tareas que engrandecieran su obra y palabra, y si para que aquellos demonios heréticos tuvieran que irse había que pagar, por él bien estaba siempre y cuando los caudales los aportase la misma regente a través de préstamo gravado del obispado compostelano.

Y bien a gusto que se sintió Rosendo con su decisión cuando, tras haber enviado a uno de aquellos desagradables hombres de armas a dar recado, fue recibido al pie de la escalinata que subía al monasterio con toda la pompa y boato que aquellos monjes de Caaveiro podían ofrecer.

Aunque el obispo parecía complacido con toda aquella algarabía de respetuosos saludos e interminables fórmulas de cortesía, Gutier estaba deseando seguir camino hacia el norte y llegar hasta el campamento que los hombres de Sarracín ya debían haber instalado en la desembocadura del Iuvia. Sin embargo, tuvo que aparentar humilde obediencia durante un buen rato, y cuando por fin entendió que todo aquel recibimiento había terminado, se dio cuenta de que se había hecho demasiado tarde como para continuar, y de que tendrían que hacer noche en el monasterio de Caaveiro.

Weland vivía el frenesí de los preparativos en el acantonamiento normando con un humor melancólico y dubitativo. Había intentado en varias ocasiones hablar con Gunrød, deseaba reclamar su pago y marcharse al norte cuanto antes, ansioso por disfrutar de su nueva condición de hombre rico y de la fama que acarrearía su hazaña: años infiltrado en tierras cristianas para abrir las puertas de Jacobsland. Sin embargo, el jarl lo había evitado en todas las ocasiones, frustrando los intentos de Weland por dejar de convertirse en el Errante.

Los knerrir de la costa habían recibido aviso y a pesar de su condición de cargueros todos estaban siendo aprovisionados de armas y escudos, las grandes bodegas que los barcos tenían a proa y popa estaban siendo aliviadas para dar cabida a los guerreros, sus enormes velas cuadradas se remendaban, los nudos de las cajetas se rehacían y nuevas escotas se trenzaban. Todos seguían las instrucciones de su señor; el jarl tenía un plan, había ideado una argucia que les aseguraría un asiento en los banquetes sagrados. Se respiraba la ansiedad. Las huestes se agrupaban y las espadas se afilaban mientras los hombres limaban su impaciencia con comentarios acuciosos. Todos hablaban de las riquezas que obtendrían, de las glorias que ganarían para el recuerdo y de cómo los escaldos narrarían sus hazañas, y Gunrød, orgulloso de todos sus lobos, los animaba con verborrea engrandecida mientras repasaba los preparativos: barrerían a los cristianos, arrasarían Jacobsland y no dejarían tras de sí nada más que huesos calcinados.

—Quiero irme, quiero mi pago —logró decir Weland con la firmeza justa para solamente rozar la impertinencia.

A su alrededor la actividad era frenética y todos parecían tener tareas pendientes. La atención del jarl era solo marginal y a Weland no se le escapó el gesto de desprecio que torció las cicatrices de Gunrød.

—Termina de ajustar las jimelgas de los mástiles de los skutas. Y asegúrate de renovar las cintas de los timones —le ordenó secamente el jarl al carpintero con el que había estado hablando antes de que el Errante se atreviera a interrumpir.

Estaban en un playón del río donde los menestrales revisaban las embarcaciones mientras Gunrød supervisaba con gesto severo a sus hombres y miraba con ojo crítico sus adorados navíos.

Solo después de que el artesano se hubiera marchado el jarl se dignó a mirar a Weland.

—No. Todavía te necesito. Quiero que los cristianos te vean en uno de los barcos cuando entremos en el estuario.

Weland quiso protestar, pero dos de los berserker que solían rodear al jarl hicieron amago de avanzar al intuir su reacción. No le quedó otro remedio que contenerse si no deseaba acabar descuartizado allí mismo.

—Podrás irte cuando hayamos acabado —sentenció Gunrød.

Los romanos ya habían luchado a sangre y fuego por aquel pedazo de costa, enfrentándose a bárbaros desgreñados que parecían no conocer el miedo, después lo hicieron los suevos, que supieron ver inmediatamente el valor estratégico del enorme puerto natural y, justamente allí, en el refugio que formaban las rías del golfo de Ártabros, donde los moriscos nunca se atrevieron a llevar sus barcos por no atravesar los mares embravecidos que lo rodeaban, habían probado suerte los normandos en más de una ocasión. Ahora, cuando faltaban cinco días para que se cumpliera el plazo puesto por los cristianos, unas nuevas huestes nórdicas, ansiosas como animales rabiosos, volverían a sembrar su violencia.

Manteniendo una ordenada formación, la gran flota normanda bojeaba hacia el norte desde la desembocadura del Ulla, ayudando a las grandes velas de lana con bogadas que seguían el ritmo de las canciones que los remeros dedicaban a Odín. Y su jarl, acodado en la borda de uno de los drekar que guiaban la partida, observaba la costa y el avance orgulloso de los suyos, de sus lobos, una manada que montaba dragones que surcaban las hijas de Ran. Estaban dispuestos para el combate. Gunrød, apoyado en el extremo libre de rodelas de la traca de arrufo, descansaba el hombro contra las escamas del madero tallado que formaba la proa del navío, el labrado cuello de un mítico monstruo de expresión amenazante hendía las aguas oscuras lanzando espumillones de agua. Sus ojos azules miraban hacia tierra llenos de concentración.

Costeaban farallones que le recordaban a los fjords y víks de sus tierras, algo más pequeños, imbricados, llenos de rocas desiguales y de calas escasas en las que no había opción a fondear porque los bajíos amenazaban con peñascos afilados. Todo eran roquedales abruptos coronados por bosques verdes entre los que se escurrían cursos de agua que se esforzaban entre pizarras y granitos por llegar al océano. Incluso pudieron ver la caída rabiosa de un riachuelo que se precipitaba directamente al mar desde un roquedo a más de cincuenta pasos de altura, creando una aguzada cascada de suelta agua blanca.

Unos arroaces se cruzaron ante los navíos, jugando a las carreras con los barcos de los nórdicos mientras con sus saltos rompían el oscuro océano que, aun con el tiempo bonancible, usaba sus azules profundos para amenazar con tragarse las ágiles naves. Viendo lo que veía, Gunrød entendía la premura de los romanos, que habían buscado con desesperación puertos seguros más al norte y que, una vez encontrados, fundaran allí sus ciudades y se preocuparan de señalizarlo con una torre desde la que un fanal ardiente guiase al hogar a los marineros entre las aguas traicioneras.

El nombre había ido cambiando con el paso de los años, despegándose de una pátina de su latín original, y ahora las gentes conocían a la ciudad como Crunia, aunque, si las cosas no cambiaban, era probable que no quedase mucho por recordar con el paso de los años. La población, arrimada a las abruptas y pedregosas playas del cabo que abría el golfo de Ártabros por el sur, se había ido vaciando a medida que los miedos de las gentes se habían ido hinchiendo. En las últimas décadas los normandos les habían traído a la memoria horrores que creían olvidados desde que los suevos arrebataran de manos de los centuriones del imperio el dominio de aquellas tierras. Cansados de los eventuales saqueos y hartos de la salvaje piratería de los demonios del norte, los lugareños habían buscado refugio en la siguiente ría del magno puerto, acomodándose en Brigantium, más abrigada y protegida que Crunia. Sin embargo, tras ellos y su abandono quedaba el faro que los romanos habían construido para guardar las vidas de los marinos y salvar los sueños de hijos que, gracias a la torre, no serían huérfanos.

Montado en su propia lengua de tierra, tras la punta que las gentes llamaban Penaboa, quedaba el faro erigido en nombre de Hércules, solitario y vendido al destino, azotado por vientos y tempestades, pero siempre cumplidor con su tarea de mantenerse en pie aunque su luz ya no guiase a los marinos.

Gunrød lo miró todo con ojos críticos y le gustó lo que le rodeaba. Era el lugar perfecto para lo que pretendía; el estuario se enredaba plegándose sobre sí para esconderse en un valle con colinas que lo salvarían de miradas indiscretas.

No le costó dar la orden, los knerrir fondearon y los drekar se adentraron en la bahía. Algunos hombres se echaron al agua con cabos para, apoyándose en las orillas del Mero, guiar las maniobras de remonte al marcar los virajes apropiados gracias a la tensión de las cuerdas que llegaban hasta los navíos.

Cuando la noche ya amenazaba por el este, los barcos más rápidos y ágiles de la flota estaban escondidos en el río, aguas arriba de los remansos salobres, e incluso aquellos que, por falta de espacio, habían tenido que fondearse en la misma desembocadura estaban ocultos para los cargueros que permanecían en la cola del estuario.

En las orillas del río algunos de los normandos que habían echado pie a tierra se preparaban para la noche. En las hogueras se rustían las piezas que las partidas de caza habían conseguido antes del ocaso, y muchos bebían sin mesura entre eructos y fanfarronadas llenándose las narices de los aromas de la carne asada. Otros afilaban sus hachas y espadas, algunos apretaban los aretes metálicos de sus brynjas, muchos se lanzaban pullas cuestionándose mutuamente la virilidad, el valor o la habilidad con las armas, y las altivas respuestas siempre incluían brutales juramentos en los que los nombres de sus dioses se mezclaban con amenazas. Era evidente que se sentían a gusto, olían su presa como sabuesos frenéticos tras el rastro. Se preparaban para la guerra.

Y, mientras los hombres solo echaban en falta a algunas barraganas que sustituyeran a las usadas y famélicas esclavas, su jarl ultimaba los detalles de la trampa que tendía; rodeado por la élite de sus hombres y sentado al lado del mayor de los fuegos, hablaba por encima del crepitar de las llamas con el Errante.

—Cuando llegue el momento tendrás tu pago… Por ahora, hay algo que deberás hacer… —le dijo Gunrød con un suspense que parecía divertirle—. Debes convencerlos de que el resto de las naves ya han partido hacia el norte.

Y Weland empezó a comprender que su codicia lo había llevado hasta rincones que hubiera deseado no conocer.

Para Gutier fue un alivio saber que el obispo no pensaba llegarse hasta Adóbrica, pero aún lo fue más ponerse al fin en marcha y dirigirse al norte, aun teniendo que cargar con la ruda pareja de frailes que Rosendo había elegido para guardar en su nombre los barriles con el tributo, y que parecían dispuestos a dejarse despellejar en vida antes que separarse de la carreta.

Preocupado por todos los preparativos, el infanzón deseaba ponerse al cargo de sus hombres en las mesnadas cuanto antes, dudaba de la capacidad como estratega del conde Gonzalo y esperaba poder intervenir para evitar que el planteamiento del noble fuese inapropiado, especialmente después de lo que había visto desde la colina a la que había subido con Assur.

Por su parte, procurando no demostrar la inquietud que sentía, el muchacho intentaba mantener la compostura que sabía que su tutor esperaba de él.

El resto de los hombres afrontaban, cada cual a su modo, lo que se avecinaba, aunque todos compartían un cierto desagrado por haber dejado atrás la sencilla misión de escolta. A excepción de Nuño, eran gente curtida en la batalla y sabían que, se presentase como se presentase, lo que estaba por llegar no tendría nada bueno para ellos, al menos nada más allá de la supervivencia, ya que, en esa ocasión, ni siquiera tendrían tesoros sarracenos que saquear.

Ariolfo, que además del vicio del juego tenía la virtud de la transparencia, no dejaba de mirar los barriles.

—Olvídalo —le dijo Lope por lo bajo—, si no te mata ninguno de esos dos frailes, lo hará Gutier…

Velasco, que se había percatado de la escena, sabía bien que Lope sembraba en barbecho su cizaña, conocía a Ariolfo, y aunque no dudaba de que las tentaciones estarían royendo las tripas del maragato, estaba seguro de que jamás traicionaría a Gutier. Al Boca Podrida sí, pero no a Gutier. De hecho, no podía imaginarse que alguien pudiese traicionar a Gutier.

Assur no encontró medios para evitar la decepción que sintió; influido por las historias de Jesse y las referencias a las temibles legiones romanas o a los sanguinarios hoplitas espartanos, lo que vio a su alrededor no era, en absoluto, como había esperado.

El grupo llegaba al Iuvia desde el sur, y descubría que el Boca Podrida, en lugar de optar por uno de los dos brazos de tierra que formaban la ría, había decidido asentarse en un otero que dominaba la misma desembocadura.

Sin más orden que el azar se dispersaban las tiendas, camastros improvisados, fogatas e incluso hombres de las fuerzas que había reunido el conde Gonzalo Sánchez. Unos perros famélicos se escurrieron entre los huecos libres y, quizá atraídos por el chirrido de las ruedas de la carreta, se acercaron hasta ellos, aunque salieron pronto corriendo con el rabo gacho en cuanto olieron a Furco. Había incluso un buhonero que, atraído por las mesnadas, se había unido al grupo y vendía a voz en grito toda clase de fruslerías.

Cierto era que también había algunos hombres entrenándose con la espada, unos cuantos se delataban como infanzones o caballeros por sus ropajes, y otros que, finiquitando el trabajo de los herreros tras fijar las afiladas puntas a los astiles, emplumaban flechas que juntaban en haces. Sin embargo, Assur había esperado mucho más de aquellos en los que confiaba para recuperar a sus hermanos.

Gutier, que supo ver la desilusión del muchacho, dejó las riendas de Zabazoque en manos de Velasco y se acercó hasta Assur.

—En las afueras del campamento siempre se queda la chusma. Hay hombres que merecen la pena…

Assur no dijo nada, aunque pensó que la estampa que le había ofrecido el campamento de los normandos era bien distinta.

—Anda, busca a Jesse. Yo me reuniré con vosotros en cuanto el conde se haga cargo de la maldita carreta.

Y así lo hizo el infanzón, aunque no regresó de buen humor.

El hebreo se había instalado, con algunos de sus tarros y cachivaches, en una tienda improvisada en el extremo opuesto del campamento, apenas unos palos que tensaban una malla de sombreo, aunque al menos se alejaba lo suficiente de la muchedumbre como para poder obviar el olor a humanidad y excrementos, además de servir como improvisada consulta.

Jesse había recibido al muchacho con alegría todavía descompuesta por el dolor del luto, pero alegría al fin y al cabo, y se había mostrado encantado con la charla distraída que le brindaba su pupilo mientras Furco sesteaba a los pies de Assur, ajeno al barullo de las mesnadas. De cuando en cuando, interrumpiendo la pobre conversación, algún paciente venía a pedir consejo sobre una herida menor, a que le ligasen una torcedura propia de los lances de entrenamiento, o a cambiar el vendaje de las ampollas que arrastraba desde hacía días. Sin embargo, con la aparición del infanzón, el hebreo buscó de inmediato una excusa para alejar al chico y poder hablar a solas con su amigo, deseaba tener noticias frescas sobre el futuro de la contienda, deseaba albergar la esperanza de volver a Monforte con su esposa en un par de días. Y, aunque había esperado ansioso el reencuentro con Gutier, la comprensión de su amigo no le evitó el disgusto que se le atravesó en el gaznate al conocer el pesimismo del infanzón por lo que se avecinaba.

Había llegado el día, pronto amanecería, y con el sol llegarían también los normandos.

Una niebla pesada brotaba de la ría como el aliento de un titán, alzándose perezosa y rodeando los bosques y peñascos de las orillas. La bruma abrazaba a los hombres con una humedad que se agarraba a sus prendas y los hacía sentir incómodos, como si su rocío fuese un dogal de funestos augurios, todos sabían que era el anuncio del caluroso y radiante día que se avecinaba, y todos sabían que el enemigo arribaría pronto.

Las desoídas quejas de Gutier no habían servido de mucho; el conde había dispuesto a sus hombres confiando solo en su criterio y esperando que la sorpresa fuese suficiente para garantizarle una victoria. El noble, convencido de que la ausencia del obispo le pondría en bandeja los dineros del tributo, no parecía dispuesto a prestar la atención merecida a la planificación de la batalla, como si razonase que bastaba con decirles a los nórdicos que no pensaba entregarles el pago para que se marchasen sin más.

Junto con Jesse, los impedidos, menestrales y herreros, y todos los que no estaban llamados a luchar, se habían quedado en el alto donde se había establecido el campamento. Los demás, los útiles para la guerra, se habían repartido.

Una pequeña fuerza, de apenas cien hombres, acompañó al noble hasta Adóbrica, moviéndose por el cabo más septentrional y con la intención de presentarse como embajada de buena voluntad ante los normandos. Y Gutier hubiera preferido estar allí, pero el cómite había querido que él se encargase del resto de las tropas, que debían distribuirse en el lado sur del estuario para emboscar a los nórdicos. Y el leonés había obedecido.

De hecho, Gutier no solo había acatado la orden de cubrir la parte meridional de la bahía, también había tenido que mantener una desagradable conversación a la sordina con dos de sus hombres a fin de acatar lo mandado por el noble: junto a la pareja de frailes al servicio del obispo se movían Nuño y Lope, que habían recibido sus órdenes a través del infanzón. Si surgía la oportunidad, discretamente, en el fragor de la batalla, aprovechando la confusión, debían dar muerte a los religiosos y huir con los sueldos de oro, intentando pasar desapercibidos y escoltando al conde Gonzalo hasta lugar seguro.

Solo un puñado estaba al corriente de la codiciosa maniobra del conde Gonzalo, pero Gutier estaba seguro de que muchos se olían la perfidia.

Por mucho que le disgustase, la obediencia debida se imponía sin dejarle una vía de escape, de igual modo que cuando había tenido que involucrarse con la expulsión del obispo Rosendo o con la muerte del rey Craso. Y si había que hacerlo, aunque fuera con mala conciencia, el leonés deseaba hacerlo bien, por eso había confiado en la habilidad de Lope con el puñal y en la fuerza bruta del Mula.

En cuanto a Velasco, Gutier le había pedido que permaneciese a su lado para guiar a la infantería, por si los normandos llegaban a echar pie a tierra; y a Froilo lo había destacado con un pequeño grupo al que había mandado marchar más al sur para anticiparse ante la posibilidad de que los nórdicos dejasen barcos en la retaguardia, pues, aunque el conde no parecía dispuesto a admitir esa eventualidad, el infanzón deseaba tener ojos a sus espaldas.

El que faltaba del grupo que había partido del Bierzo, Ariolfo, se desayunaba ahora con cecina y pan duro mientras observaba el estuario con una expresión triunfal; había pasado el día anterior lanzando una flecha tras otra a la bocana de la ría, midiendo las distancias y calculando los tiros que los arqueros habrían de hacer para asegurarse, desde las líneas que se habían establecido, que harían blanco en los navíos de los normandos; y no había podido evitar aprovechar la jornada para cruzar apuestas que le habían permitido sanear un poco su maltratada bolsa, famélica por los envites de los dados.

Y con la mañana, entre la niebla, junto a Ariolfo y los hombres a quienes había estado instruyendo, un Gutier de aire circunspecto hablaba con un par de los infanzones que mandarían líneas de arqueros, y Assur, algo ausente, compartía su ración con Furco.

Allí, en el lado sur del estuario, impacientes, escondidos por los bosques y refugiados por la costa abrupta del extremo del cabo, se dispersaban el resto de los cristianos, conformando el grueso de las mesnadas del conde Gonzalo y listos para la batalla. En aquel terreno escarpado la tierra del cabo iba elevándose desde el interior para acabar formando un cerro que dominaba la bocana de la ría antes de hundirse en las aguas bravías del mar. Una atalaya que les aseguraba a los cristianos la buena posición que Gutier había querido aprovechar gracias a la habilidad de Ariolfo.

—¿Estáis seguro? —le preguntó el infanzón al arquero señalando con el mentón uno de los haces de flechas que habían dejado preparados, a mano para permitir una rápida sucesión de disparos.

Ariolfo, que como atestiguaban sus ganancias sabía perfectamente que no todos los que usarían el arco tendrían su habilidad, no titubeó al responder:

—Sí, basta con que se usen las marcas y referencias que tomamos ayer. Si no se levanta el viento, no habrá fallos… Además, aunque las flechas embreadas tiendan a escorar, bastarán uno o dos blancos, la madera de los barcos suele arder como yesca, saldrá bien —concluyó con convicción.

Habían partido en cuanto la luz fue suficiente para no temer encallar en las trampas de roca de aquellas aguas traicioneras que, con sus bajíos plagados de peñascos, cercaban la costa.

Habían buscado las aguas más abiertas del golfo y, con rumbo nornordeste, habían dejado atrás la península del faro de Hércules.

El viento rolaba indeciso negándoles su ayuda, sin obligarlos a luchar con la deriva, pero haciendo flamear los trapos contra los cordajes de las cajetas y obligando a que algunas bancadas de los knerrir tuvieran que bogar para compensar. Aun así, avanzaban a buen ritmo y antes de que el sol levantase mucho más, llegarían a Adóbrica.

En el knörr que encabezaba la flota, Weland permanecía sentado en la popa, junto al codaste, mirándose los pies con aire ausente. Al lado del timonel esperaba mantenerse bien lejos de la proa, lo más lejos posible del berserker que Gunrød le había asignado para ejercer con él de perro guardián y que, a través de veladas amenazas, mantenía viva la intimidatoria coacción con la que el jarl deseaba asegurarse de que el Errante no encontrara en su conciencia remordimientos por la traición a sus nuevos amigos, los cristianos.

En ese y en el resto de la veintena larga de navíos los hombres se animaban y jaleaban a los que llevaban los remos, contentos de entrar en acción. Todos los que no estaban escondidos en las bodegas llevaban sencillas prendas de lana, muchos iban con el pecho al descubierto; no se veían lorigas o cotas, ni espadas, y solo unos pocos escudos en las amuras. A primera vista podrían haber pasado por una simple expedición de mercaderes, todo el material bélico estaba escondido en las bodegas y arcones, disimulando su verdadera naturaleza, aunque Weland sabía bien que no era así; las zonas de carga, y las mantas extendidas que disimulaban trampillas y bargueños, y todos los huecos posibles… No había plata ni metales, tampoco especias o madera, ni una sola cabeza de ganado, nada de valor. Todo había quedado atrás, escondido en la ría de Crunia, en apenas unos cuantos knerrir, panzudos y sobrecargados. Ellos no estaban pensando en el comercio.

Cruzaban el golfo de Ártabros, rielando apenas rumbo al Norte, con las abruptas líneas de tierra a la vista, entrando y saliendo en el océano de manera indecisa. Doblaron punta Torella, dejando quedar a la derecha la ría de Brigantium y el estuario que formaba el Eume, donde Weland había oído hablar de un rico monasterio que había alcanzado el rango de Real Colegiata y en el que había pensado a menudo en los últimos días: si Gunrød lo traicionaba, buscaría un par de hombres con los que aliarse y asaltaría el cenobio, los tesoros de los religiosos serían suficientes para convertir en ricos a todos los de un pequeño grupo de asalto, y así podría asegurarse un porvenir en el norte. O donde fuera, pero dejando atrás un presente que deseaba convertir en pasado cuanto antes.

La mañana estaba cargada de un aire húmedo y pesado que reducía la visibilidad, sin embargo, aun desde su asiento en el gobierno del timón, Weland ya podía distinguir la verde lengua de tierra que se desprendía para formar el brazo sur del estuario del Iuvia y actuaba como un enorme rompeolas para el puerto de Adóbrica, en el lado norte de la desembocadura.

Cuando faltaban unas pocas millas, y ya discernían con claridad la mordaza que formaban los cabos del estuario, Weland ordenó que se redujese la marcha y el ritmo de las bogadas se volvió lento y pausado, dejando el trabajo para el suave viento, que apenas hinchaba el pujamen de las velas. Ante ellos, entre la niebla que empezaba a levantarse al calor del día, se veía el callejón de mar que se dejaba embudar y, al notar cómo la nave capitana aminoraba la marcha, todos los demás hicieron lo acordado: cesaron la boga y se dejaron mecer al pairo, justo frente a la bocana del estuario. Solo el de Weland se adentró en la ría, buscando el puerto de Adóbrica mientras los hombres a bordo miraban a su alrededor con suspicacia.

Pese a la niebla, Assur lo reconoció pronto, su vista era joven y su posición inmejorable. Parecía sentado al timón del primero de los knerrir y el muchacho esperaba que los vigías que Gutier había instalado más al sur ya hubiesen enviado recado. Él, aun con la impaciencia que sentía, estaba dispuesto a cumplir su cometido, incluso a pesar de que, internamente, sabía que el infanzón lo había mandado hasta allí para alejarlo del comienzo de la batalla si las cosas se torcían.

Escondido como estaba entre las rocas, no tenía miedo a ser descubierto, además, Furco lo esperaba obediente un poco más allá de la línea de la pleamar. Lo que sí le preocupaba era que sus flechas se mojasen. Tenía una obligación de vital importancia, señalar la entrada en la ría de los últimos navíos negros, aquellos que, incendiados y hundiéndose, deberían servir para retener al resto dentro del estuario.

Assur se dio cuenta de que algo no cuadraba, al adivinar sus siluetas entre los velos de la bruma contó apenas veintitantos barcos, y en ninguno parecía haber esclavos. Además, cuando estaba pensando en sacar el pedernal para prender la brea de sus saetas, observó atónito cómo los normandos detenían su avance y solo uno de sus navíos se adentraba en la ría. Assur temió que Weland hubiera fallado en su cometido de atraer a los nórdicos al interior de la ría.

El muchacho se estaba poniendo nervioso, no estaba seguro de lo que haría si el resto de los barcos no cruzaba la bocana, como había temido Gutier, y tampoco se le ocurría cómo avisar a su maestro de que no todos los navíos negros que habían visto en el Ulla habían navegado hasta Adóbrica. Dudaba si lanzar o no las flechas ardientes que debían servir de aviso a los arqueros cristianos.

Gutier, agazapado en las sombras del bosque junto a sus hombres, observaba la escena con preocupación evidente.

El navío normando avanzaba por la cuña de agua salobre arrimándose ya a la orilla norte para buscar el puerto. La delegación del conde, bien por delante del noble y los dineros, amurallaba el puerto con hombres armados prestos a lanzarse al ataque si así lo indicaba su señor.

El conde Gonzalo, montado a duras penas en un enorme caballo de batalla desde el que sus piernecillas colgaban ridículamente, observó cómo Weland avanzaba con parsimonia hasta la proa de la nave y cruzaba unas palabras con un normando de fiero aspecto que se cubría con un pellejo de lobo.

Weland habló con el berserker en cuanto se dio cuenta de que al lado del cómite había una carreta con dos frailes. Tenía que tratarse del dinero traído desde Compostela, y aunque el nórdico imaginaba que el noble intentaría huir con el tributo en cuanto tuviese una oportunidad, suponía que no se habría atrevido a no tener los cuartos allí, por si las cosas se torcían y tenía que simular el pago. Finalmente, resignado, sin saber muy bien a qué atenerse, ordenó arriar la gran vela cuadrada de lana. Era la señal que el resto de la flota esperaba.

Assur vio como los normandos comenzaban de nuevo a remar para obligar a los pesados cargueros a maniobrar y el muchacho se movió hasta sus flechas sacando el pedernal.

Gutier dio la orden y se prendieron los regueros de brea que, aprovechando taludes ensanchados del terreno, se habían preparado para que los hombres tuvieran fuego a mano con el que prender los venablos.

El conde Gonzalo miró una vez más a la carreta y a los frailecillos de rostro curtido que la acompañaban, y agradeció de nuevo la suerte de no tener a Rosendo vigilando sus pasos. Si surgía la oportunidad, se quedaría con el tributo.

Viendo el trapo de la nave de Weland arriado, los navíos normandos fueron entrando uno a uno en la ría con el único impulso de sus escasos remos mientras sus ocupantes, entre palada y palada, intentaban, con gestos disimulados, ir haciéndose con sus pertrechos.

Assur prendió la primera de las flechas ante el asombro asustado de Furco, que lo miraba inclinando la cabeza.

El último knörr cruzó la bocana y el muchacho, intentando no quemarse con las gotas de brea derretida que se deslizaban por el astil, disparó alto una sucesión de tres flechas y salió corriendo hacia el cerro.

Gutier distinguió los trazos de gris anaranjado que la señal del muchacho bosquejó en la niebla y gritó las órdenes a los arqueros al tiempo que Ariolfo, al ver también los dardos de Assur, corría ya de una línea a otra recordando a los tiradores las referencias que habían estimado.

Ambos bandos habían dado sus señales, la suerte estaba echada.

Los cristianos de infantería esperaban ansiosos ajustando correajes y tahalíes, sobando los arriaces de las espadas y luchando con su nerviosismo.

El conde y unos pocos acólitos escuchaban sin demasiada atención las declaraciones de Weland, que, tras las amables palabras del reencuentro, les aseguraba que como signo de buena voluntad la flota normanda se había dividido. La mayoría había partido ya hacia el norte demostrando sus sanas intenciones de retirarse en cuanto se recibiera el pago. El conde incluso animó a los religiosos con gestos sonrientes para que acercasen la carreta con los toneles del tributo. Apenas unos pocos normandos habían echado pie a tierra cuando el conde Gonzalo vio el cielo surcado por flechas incendiarias. Era el momento.

El horizonte empezaba a clarear y la niebla, anticipando lo que vendría, parecía arredrarse.

Assur apuraba su marcha hasta quedarse sin aliento, deseando avisar a Gutier de que apenas treinta barcos habían entrado en la ría. Mientras esquivaba las ramas pensaba en los esclavos, era evidente que los normandos habían llevado al golfo una flota llena de guerreros y el muchacho se preguntaba dónde habrían dejado a los cautivos y si, como había predicho Gutier, los escasos cargueros anunciaban que pronto aparecerían más navíos para cercar a los cristianos desde el lado sur.

Los últimos barcos normandos que habían cruzado el estrecho empezaban a arder y el conde Gonzalo pensó que la suerte ya estaba de su lado, los descreídos no saldrían de la encerrona. Sin darle tiempo a la comitiva nórdica a reaccionar, el cómite puso en marcha su plan con un explícito gesto de su cabeza. El Boca Podrida, haciendo ya que su caballo empezase a recular, sonrió retorcidamente una vez más, henchido de mezquino orgullo.

Nuño no entendió bien el gesto de cabeza del noble, pero Lope sí lo hizo, en un instante desenfundó su daga y retrocedió desentendiéndose de la refriega que ya comenzaba al borde del puerto.

Froilo y los hombres que junto a él había destacado Gutier en el sur corrían tan rápido como para sentir que sus hígados se salían de sitio. Querían avisar cuanto antes, habían visto a una segunda flota normanda que cruzaba el golfo de Ártabros.

Tras la orden de abrir fuego, Gutier se dio cuenta con consternación de que en el estuario no había más que unos pocos navíos. Eran muchos menos de los que había visto en el Ulla, y aunque se concedió unos instantes para lamentar el haberse dejado llevar por la señal del muchacho, se rehízo con premura y ordenó a Velasco que destacase a unos cuantos hombres a lo largo de la costa sur, en previsión de un desembarco a sus espaldas. Antes de tener que atender a sus propios problemas pudo ver cómo la lucha comenzaba en la otra orilla, el enorme caballo del conde destacaba mostrando cómo su jinete buscaba resguardarse en la retaguardia, luego concentró su atención en lo que estaba sucediendo en la ría.

Las referencias y consejos de Ariolfo habían dado sus frutos, la última media docena de naves negras ardía con altas llamas que se agarraban a los mástiles prendiendo incluso en las carnes de sus marinos. La bocana quedaría pronto bloqueada por armazones humeantes que apenas podrían mantenerse a flote.

Los normandos estaban reaccionando con una rapidez asombrosa, se habían dado cuenta de que en Adóbrica no había más que un centenar de cristianos y habían despreciado aquella lucha que entendían resuelta por unos pocos. Unos cuantos intentaban apagar los fuegos de a bordo con los cubos de achique, pero el resto ya empezaba a desembarcar en la orilla sur de la desembocadura. Se protegían con grandes escudos que habían sacado de los barcos, sobrellevaban las andanadas de flechas cubriéndose con las rodelas hasta que estas parecían puercoespines de púas erizadas. Para sorpresa de Gutier, de sus barcos parecía surgir un suministro inagotable de armas y escudos, además de normandos cargados con largas lanzas similares a los pila romanos que arrojaban con una fuerza asombrosa y que, si bien carecían del alcance de los venablos cristianos, causaban con sus impactos bajas mucho más seguras que las flechas de los hispanos, detenidas muchas veces por los abundantes escudos y las eventuales cotas de malla que muchos se vestían a toda prisa.

Pronto los arqueros cristianos se vieron obligados a dejar de prestar atención a los navíos normandos y tuvieron que buscar hacer blanco en los nórdicos que empezaban a correr desde la orilla. Los de infantería, aun con dudas y las deserciones de algunos labriegos reconvertidos, salieron de los bosques unidos, buscando el encuentro con los paganos.

En la orilla norte los hombres del conde formaron cerrando filas, no con la habilidad de una falange macedonia, pero sí con la práctica que las luchas por decenios contra los sarracenos habían proporcionado, se percibía que el conde había elegido a los más curtidos para proteger su lado de la ría. No había arqueros y se produjeron los primeros combates cuerpo a cuerpo, haciendo resonar las espadas con los enardecidos normandos, que parecían dispuestos a llevarse por delante a los cristianos con el simple arrojo enloquecido que arrastraban a la batalla. Muchos cargaban con sus escudos tachonados, entraban en las filas cristianas como un árbol viejo cayendo sobre un bosque, abriéndose camino con estruendo.

En la orilla meridional, Assur estaba ya cerca de la acción y se cruzaba con arqueros que se movían buscando mejores posiciones y grupos de infantería que se enfrentaban a los demonios del norte. Entre los normandos vio a unos cuantos enloquecidos que corrían dando alaridos sin importarles si ante ellos tenían a uno o a diez cristianos, sus pieles y su actitud enfebrecida los delataba; el muchacho había oído a Weland hablar de ellos en más de una ocasión, eran los temibles berserker, que, influidos por misteriosos brebajes de hongos malditos, entraban en combate poseídos por trances místicos que los transformaban en frenéticos animales despiadados que no conocían el miedo.

Los frailes enviados por el obispo, que, aunque como bien había supuesto Gutier, eran hombres que conocían la guerra, no supieron ver la perfidia que los rondaba y, esperando que el mal les llegaría enseñándoles el rostro, no pudieron evitar la sorpresa cuando la daga de Lope les robó la vida mientras estaban pendientes de la lucha que comenzaba delante de sus narices. Sus puñales, ocultos entre los pliegues de los hábitos, ni siquiera llegaron a ver la luz de la mañana. A pesar de las advertencias de Rosendo sobre la bajeza del conde Gonzalo, no habían llegado a imaginar su final en medio de aquella batalla.

Gutier, que no tuvo tiempo de lamentar una vez más la mezquindad del cómite o sus propias acciones, gritaba órdenes concisas y exhortaba a los arqueros a tomar las espadas y reunirse con los de infantería en líneas por encima de las estrechas calas por las que avanzaban los demonios del norte, quería a todos los hombres juntos para ofrecer una barrera infranqueable. Y quería acabar cuanto antes con los que habían entrado en el estuario, estaba seguro de que llegarían más y sabía que necesitaría a todos en el lado sur cuando llegase el momento. Pero cuando el muchacho llegó se distrajo.

—¡No han venido todos! —gritó Assur en cuanto vio al infanzón—. Son apenas treinta…

Gutier solo asintió.

—Quédate a mi lado —ordenó con gesto severo, ya girándose hacia la costa.

Assur hubiera deseado comentar que no había visto a los cautivos, pero pronto se dio cuenta de que no era el momento de ser egoísta y, haciéndose con un manojo de flechas de los haces que habían estado a disposición de los arqueros, se reunió con el infanzón y animó a Furco a seguirlo manteniéndose pegado a sus piernas.

Muchos descendían hacia el estuario, dispuestos a enfrentarse al desembarco nórdico. Y Gutier los refrenó y obligó a sus hombres a ordenarse en las posiciones más elevadas.

En el lado norte Nuño obedecía a Lope y hacía que los pollinos avanzasen siguiendo al conde, que, tras haber llamado a su lado a un grupo de infanzones de su confianza, se había puesto en marcha hacia el este, hacia el campamento, dejando con presunción inocente la lucha en manos de sus mesnadas. Ahora que varios de los navíos negros ya se habían hundido y sin frailes que contradijesen su versión de los hechos, rodeado de hombres cuyo silencio sabía garantizado, le bastaría argüir que la batalla se había desencadenado tras la entrega del tributo.