Las voces les llegaron pronto, diluidas por el bosque, pero inconfundibles.
Assur, presionándole el lomo, obligaba a Furco a mantenerse echado y en silencio. Gutier había desenvainado su espada, y la empuñaba enterrándola entre las agujas de los pinos para evitar brillos que lo delatasen. Con el arco cruzado a su espalda se acomodó dejando la pierna derecha y el brazo izquierdo preparados para alzarse rápidamente si era necesario. Los tres, pecho a tierra, tensaban sus músculos aguantando la respiración, y esperando que la patrulla de los normandos pasase de largo. Incluso el lobo parecía darse cuenta de lo que estaba en juego.
Y si, como bien sabía el infanzón, la historia ya había dejado tras de sí batallas mucho más importantes que se decidieron por nimiedades fortuitas, aquel lance entre hispanos y nórdicos tuvo también que dilucidarse por una desagradable casualidad.
Tirados sobre la pinocha vieron horrorizados cómo entre expresiones jocosas se acercaba uno de aquellos demonios del norte. Caminaba distraído, mirando a sus espaldas y gritando palabras a un desconocido número de compañeros que se habían quedado más allá del campo de visión de los hispanos.
El nórdico, otro gigantón barbado de gesto hosco, miraba en derredor, buscando algo que ni Gutier ni Assur supieron adivinar hasta que vieron al normando acuclillarse al lado de una mata de brezo al tiempo que se afanaba deshaciendo las ataduras de sus ropajes y protecciones.
Assur miró al infanzón sin poder evitar que el miedo se reflejara en su rostro. Gutier, sereno y acostumbrado a las tensiones propias de los prolegómenos de la violencia, le devolvió el gesto al niño intentando que su expresión mostrase una relajación que estaba lejos de sentir. Cuando ambos miraron de nuevo hacia el nórdico, se encontraron con la sorpresa, los había visto. Y antes de que sucediese lo inevitable Gutier tuvo tiempo de arrepentirse una vez más por haberse involucrado en la historia del pequeño.
El normando, por encima de la mata de brezo, en una escena que tenía algo de incongruencia poética, miraba a los hispanos con una expresión de cómico asombro.
Furco, sin hacer un solo ruido, enseñó los dientes mientras el pelo del cogote se le erizaba y las ancas acumulaban la tensión necesaria para saltar. Sin embargo, los humanos no reaccionaron, por unos instantes eternos solo se miraron los unos a los otros; el primero en romper la falsa calma fue el normando.
—Gætið ykkar! Þar bak við trén! Tveir bláþursar! —gritó advirtiendo a sus compatriotas e intentando erguirse y recobrar la compostura y sus armas, todo al mismo tiempo.
Gutier, que aun sin entender el idioma comprendió lo que sucedía, salió como un rayo y Furco, como si hubiera estado esperando la señal, se lanzó tras el infanzón gruñendo y soltando espumarajos por la boca.
Al nórdico no le dio tiempo de recomponerse, la espada de Gutier, tras describir un arco que a Assur le pareció interminable, se trabó en el cuello del pagano salpicando sangre y cortando, en un gorgoteo sibilante, el grito que el normando había empezado y no pudo acabar. Antes de que el cuerpo cayese, ya sin vida, Furco había trabado sus dientes en la nuca del hombre y movía la cabeza furiosamente, intentando romper el pescuezo del normando como tantas veces había hecho con las liebres. Y, por primera vez, Gutier se alegró de que el lobo estuviera de su parte.
El infanzón se rehízo rápidamente y, mientras el lobo se ensañaba con el cadáver del nórdico, corrió de regreso hasta Assur.
—¡Corre! ¡Llévate al lobo! ¡Escondeos en el castaño donde acampamos ayer! —urgió Gutier—. No te pares, no mires atrás y corre como si el mismísimo demonio te persiguiese. Espérame allí… —El infanzón calló un segundo, dudando—. Y si no he regresado mañana al alba, vete a… al monasterio de Samos, sí, a Samos. Pregunta por el hermano Malaquías y cuéntale lo sucedido. Y dile también que envíe recado a los hombres del conde Gonzalo, ¡no te olvides de eso!
El niño no reaccionó. Gutier temió que su límite hubiese llegado y que el muchacho se rompiese como un cabo demasiado tenso. Sin embargo, tras mirar fijamente el cadáver del nórdico e inclinar la cabeza para escuchar las voces airadas de los otros normandos, claramente más próximas, el niño reaccionó.
—En el castaño, y si no volvéis, al este, a Samos… —Y salió corriendo una vez más—. Furco, aquí, ¡ven!
Y el niño y su lobo desfilaron a toda prisa por el borde del risco mientras Gutier disponía sus armas y su mente para el combate.
Clavó la espada en el suelo, ante sí, y preparó una flecha con el arco a medio tensar, listo para hacer al menos un disparo antes de tener que trabarse en combates cuerpo a cuerpo. No sabía cuántos vendrían, pero intentaría abatir a todos los posibles antes de verse obligado a usar la espada.
Assur no podía sentirse más abrumado. Había perdido todo en unos instantes y, ahora, cuando había llegado a pensar que renacía la esperanza, volvía de nuevo a perderlo todo. Le hubiera gustado que Sebastián estuviese allí, con él. Se sintió más solo de lo que jamás se había sentido, y se sintió culpable, por Ilduara. Y por Gutier, él había insistido en ir al campamento normando. Incluso se sintió culpable por el destino de Berrondo. Y de un instante a otro, como si de una revelación divina se tratase, se sintió, también, incapaz de seguir corriendo.
Se detuvo resollando, con el rostro encendido y una resolución clara en su mente. Furco, inquieto, esperaba una señal para saber qué hacer.
—¡Vamos! No nos quedaremos solos de nuevo, ¡tenemos que ayudarlo! ¡No pienso volver a huir jamás!
Y echó a correr, en esta ocasión, en sentido contrario. Intentando cubrir la distancia recorrida en menos tiempo del que le había llevado llegar hasta allí.
Cuando estuvo cerca aminoró el ritmo, se agachó y puso todos sus sentidos alerta, intentando captar cualquier indicio que le permitiese hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo antes de llegar hasta el lugar donde se había quedado el infanzón.
A cubierto, tras el tronco envejecido de uno de los pinos, se asomó lo justo para poder ver mientras obligaba a Furco a quedarse tras él.
Uno de los cuerpos ya lo conocía, el destrozo que Furco había hecho en su nuca era fácilmente reconocible. En los alrededores había otros dos, medio hundidos entre las agujas viejas y demasiado lejos como para que Assur estuviese seguro de lo que veía. Uno de ellos parecía agarrarse a un último resquicio de vida con sordos estertores que burbujeaban en la garganta seccionada. El otro estaba inmóvil, quizá inconsciente o quizá muerto, Assur no podía saberlo. Y, un poco más allá, Gutier.
El infanzón estaba en evidentes apuros, rodaba por el suelo enzarzado en una sucia pelea con el que debía de ser el último de los normandos de la patrulla. Y, a juzgar por la diferencia en tamaño y corpulencia, Assur estuvo seguro de que no le quedaba mucho tiempo antes de que el nórdico clavase en el cuello de Gutier la daga que llevaba en su puño cerrado. El hispano, con las manos cruzadas, intentaba detener el alcance de la hoja a la vez que, con una de sus piernas dobladas, protegía la ingle de posibles golpes bajos.
Los dos hombres gruñían y rodaban cambiando de posiciones, sin embargo, el infanzón seguía desarmado y el nórdico continuaba empleando toda su destreza y fuerza para hundir el puñal en el cuerpo de Gutier. Assur vio que el infanzón tenía un corte en uno de sus muslos, la sangre manaba ensuciando sus ropas y pegoteando agujas de pino en sus calzones y tabardo. El pequeño, indeciso, no sabía qué hacer. Furco parecía tenerlo mucho más claro, y, de no ser por la mano de su amo, que lo retenía, ya se habría lanzado al ataque.
En el forcejeo los hombres se bambolearon una vez más y el nórdico perdió su casco gracias a un manotazo de Gutier y, de pronto, se le ocurrió. Nervioso ahora por la idea que había tenido y por poder llevarla a cabo lo antes posible, Assur metió la mano en la pinocha y rebuscó levantando tierra y viejas agujas enrojecidas.
Tardó lo que le pareció una eternidad, pero consiguió encontrar una piedra irregular de colores apagados. No volaría tan bien como los cantos que tantas veces había cogido del río, sin embargo, como cualquier otro niño de su edad, como cualquier otro pastor, Assur sabía bien cómo lanzar una piedra, fuera del tipo que fuera; incluso sin su honda.
Esperó a que el normando rodara hasta ponerse encima del infanzón y, cuando el nórdico se alzó para tomar impulso e intentar una vez más apuñalar a Gutier, el niño apuntó cuidadosamente. Respiró y soltó el brazo como un resorte, dejando la mano recta, que siguiera el lanzamiento, tal y como le había enseñado Sebastián.
El tiro fue bueno, pero el normando se había movido y solo consiguió rozarle la frente. Sin embargo, fue suficiente.
Furco había salido a por el normando casi con la misma velocidad de la piedra y, entre el golpe y el lobo, el nórdico se distrajo lo bastante como para que Gutier se hiciera con el puñal tras retorcerle las muñecas.
Buscando la axila, allá donde se unían las piezas de la cota de malla, el infanzón consiguió clavar la hoja hasta el mango y luego, revolverla con fuerza, para terminar sacándola con una trayectoria distinta a la que había empleado para clavarla.
Lleno de sorpresa y terror, el normando se derrumbó casi al instante, sin más gesto que el de intentar contener la vida que se le escapaba a borbotones por la herida abierta. Antes de que terminase en el suelo Furco ya le había saltado encima.
Assur se acercó intentando contener los temblores que lo amenazaban. Gutier se incorporaba sofocado y lo miraba con una severidad palpable.
El infanzón dudó, deseaba reñir al muchacho por haberlo desobedecido, sin embargo, tenía que reconocer que la ayuda de Assur había sido crucial para poder sacarse al normando de encima.
—¡Me has desobedecido! ¡Tenías que…!
Dudaba qué decir a continuación, cuando se dio cuenta de que faltaba uno de los cuerpos.
A uno de los normandos no lo había herido de gravedad, solo le había hecho perder el sentido al golpearlo con el pomo del arriaz de la espada. Antes de rematarlo, el último de ellos, con el que había terminado enzarzado, lo había atacado por la espalda y había tenido que reaccionar dejando el trabajo sin terminar.
El corte de la cara exterior del muslo le dolía y tuvo que arrastrar la pierna herida mientras caminaba hasta el borde de la cumbre: ya era tarde, el normando perdía el alma corriendo cuesta abajo hacia la orilla del río.
—Debemos irnos, en cuanto ese hideputa consiga ponerse en contacto con sus amigos, se nos van a echar encima, saben que no soy un pastor ni un campesino; me buscarán para que no pueda dar aviso a otros hombres de armas. Debemos irnos, ¡cuanto antes!
Y sacó del zurrón un retal de paño en el que había estado guardando los últimos mendrugos de pan para atárselo con fuerza en el muslo; una vez satisfecho con el improvisado vendaje, increpó al muchacho de nuevo.
—¡Vamos! ¡No hay tiempo que perder! ¡En marcha!
La herida de Gutier los retrasaba, sin embargo, imprimieron a su caminar el ritmo más rápido del que fueron capaces.
—Quizá podríamos buscar ayuda en algún pueblo, es probable que hacia el este queden lugares por los que los normandos no hayan pasado —sugirió el muchacho en un momento de descanso en el que se habían detenido junto a un arroyo.
La noche ya amenazaba y Gutier aprovechaba para lavarse la herida y rellenar el pellejo con agua fresca.
—Puede ser —contestó con voz cansada—, puede ser. Sin embargo, yo debo cumplir con mi obligación, tengo que avisar al conde. —Y Gutier no pudo evitar recordarse que, de no haberse metido donde no debía, ya hubiera podido dar por concluida su misión—. Además, si lo hiciéramos pondríamos en peligro a personas inocentes…
Y, aunque no le dio más explicaciones al pequeño, Gutier también consideraba cuál podría ser la reacción de los nórdicos al enterarse de que andaba tras ellos un hombre de armas. Por lo que él sabía, desde la batalla de Fornelos, en la que el antiguo obispo Sisnando perdiera la vida, no habían vuelto a vérselas con gentes de las mesnadas o combatientes serios. Tanto podían darle importancia como no. Pero sí estaba seguro de que no les permitiría adelantarse a la posible reacción de su señor o del resto de los nobles. Teniendo en cuenta la caótica situación del reino, si los nórdicos se decidían a lanzar un ataque masivo a las tres o cuatro poblaciones más importantes, todo podía perderse si no se forjaban las alianzas necesarias.
—¡Sigue! Mientras veamos, avanzaremos —dijo tajantemente el infanzón—. Debemos llegar hasta el paso de Nogais cuanto antes.
Y así lo hicieron, hasta que la escasa luna y la espesura del bosque volvieron a la noche tan cerrada como para convertir la marcha en imposible.
Los reniegos de Gutier habían hartado pronto al muchacho y, al segundo día de marcha, Assur había dejado de pedirle que se detuviesen en alguna de las poblaciones circundantes. Además, el chico había llegado a creer las promesas del infanzón, y no había querido importunarlo más de lo necesario; dándose por satisfecho con la seguridad que el hombre del conde mostraba respecto al pronto llamamiento que se haría al fonsado. De hecho, el infanzón había mostrado una determinación que al muchacho le había parecido admirable; la cojera de Gutier se había ido haciendo más y más evidente, sin embargo, a pesar de los padecimientos y del penoso ascenso siguió manteniendo un ritmo endiablado; y Assur quiso interpretarlo de modo tal que colmara sus esperanzas. Con la ilusión propia de su edad el muchacho imaginaba que Gutier deseaba tanto como él mismo llegar al castillo del conde. Las fuerzas de los nobles se unirían sin más dilación y, con el beneplácito del rey niño, se reunirían las mesnadas para expulsar por siempre a los normandos; el mismísimo Gutier podría rescatar a Ilduara y a Sebastián. Assur incluso se imaginó convertido en mozo de armas del infanzón, interviniendo de manera decisiva en la batalla en la que recuperaría lo poco que quedaba de su familia.
Por su parte, Gutier, cansado y dolorido, hubiera preferido no haberse convertido en esclavo de semejantes promesas, sin embargo, no se le había ocurrido otro modo de evitar que el muchacho lo retrasase todavía más. En realidad, el infanzón tenía sus dudas sobre la posible reacción del conde Gonzalo, pero había preferido pensar que, por una vez, el bien del pueblo podría interponerse a las ventajas de los juegos políticos. Además, su herida estaba suponiendo un verdadero calvario; pensó en más de una ocasión hacer un alto en Samos y dejarse atender por los monjes, aunque no llegó a decirlo para no dar pie a más palabrería del niño, que se hubiera quejado por el retraso.
Dejaron atrás el alto de Piedrafita y el apremio impidió a Gutier detenerse en la iglesia de Santa María la Real para rogarle ayuda al Señor, además, estando aquel lugar en manos de monjes benedictinos, no tenía Gutier amigos con los que contar, por lo que no le quedó otra que apretar los dientes y seguir. Con mucho esfuerzo, consiguieron hacer noche al pie de la colina que coronaba el castillo de Sarracín, su destino, al cuarto día; y solo las molestias y calenturas de la herida de Gutier les impidieron acometer la difícil ascensión.
Prepararon campamento en un claro entre viejos robles retorcidos de corteza gris, y Assur, intentando ayudar, se ocupó de rellenar los odres con agua fresca del cristalino Valcarce. Era un río retorcido y sinuoso que cambiaba una y otra vez de dirección por culpa de la intrincada geografía del valle; sus aguas limpias le hicieron a Assur recordar la mañana de unos pocos días atrás, mientras se preparaba para pescar en el Pambre. El muchacho se sentía confundido, perdido; la excitación de la aventura que estaba viviendo se mezclaba de una manera insana con la incertidumbre por su futuro y el enorme dolor que sentía por haber perdido a su familia. La esperanza de volver a ver a Ilduara o a Sebastián era su único amarre y Assur estaba decidido a no rendirse.
Estaban rodeados de montañas por todos lados, escarpadas cumbres verdes en las que destacaban algunas manchas de colores otoñales y muelas de titánicas rocas graníticas. Una enorme muralla natural que definía las fronteras de la antigua Gallaecia romana y que, a excepción de unos pocos pasos, se convertiría pronto en una cárcel de hielo y nieve. La escasa luz de la luna y las estrellas desdibujaba la silueta del castillo en lo alto de la colina, dándole un aire siniestro que consiguió que Assur temiese de nuevo por la vida de Ilduara.
Cuando el niño llegó hasta el campamento con el agua, Gutier se había adormecido con la espalda apoyada en la base de uno de los robles. Era la primera vez que Assur lo veía así, vencido por el cansancio; en las noches anteriores el infanzón se había quedado siempre de guardia y el rostro curtido de Gutier, atento y alerta, era, en cada ocasión, lo último que el niño había visto antes de cerrar los ojos y lo primero que había descubierto al abrirlos.
Ambos durmieron sueños intranquilos, el adulto por las fiebres que le subían desde la herida y el niño por las incertidumbres que lo asaltaban.
En la mañana lloviznó pesadamente.
El conde Gatón, señor de Astorga y el Bierzo, le había cedido a su hijo suficientes propiedades, arriendos, ganados y sedas como para que semejantes rentas pareciesen imposibles de dilapidar. Sin embargo, el que había sido un chiquillo malcriado se convirtió en un vividor malsano que supo disponer muy pronto de los bienes de su progenitor, con tan poco orden y semejante desconcierto que en solo unos pocos años desde el fallecimiento de su padre tuvo que empezar a vender sus propiedades; de entre ellas, por su valor y posición estratégica, de la que más le costó desprenderse fue de la fortaleza a la que había dado su propio nombre, Sarracín.
El fastuoso castillo dominaba el valle del Valcarce desde una posición privilegiada en uno de los picos más bellos de todos los montes bercianos. Con la amenaza musulmana, siempre viva desde las llanuras del sur, la fortaleza se había convertido, a lo largo de los años, en un bastión de la resistencia cristiana, adquiriendo un emblemático significado para todos los lugareños. El alcázar era, además, prácticamente autosuficiente, contaba con sus propios establos y caballerizas, una herrería a cargo de un artesano renombrado, una buena bodega, una despensa bien abastecida y un enorme aljibe excavado en la tierra que, al modo romano, mantenía el agua limpia con grandes anguilas que, además, de cuando en cuando se servían como platos en los banquetes celebrados en el gran salón común de la alta torre del homenaje.
Poco más de diez años antes el conde Sarracino, con enormes deudas que cubrir por sus excesos y lujuria, había vendido al cómite Gonzalo Sánchez el fantástico castillo con la sola condición de poder usarlo como lugar de pernocta cuando se ausentara de Astorga, y aceptando los términos del acuerdo, el avispado noble gallego regateó cuantos modios de trigo pudo hasta que, tras acaloradas discusiones, se hizo al fin con tan importante fortaleza y la convirtió en su residencia principal. De ese modo, poseyendo un castillo de tan alto valor estratégico y mezclándose en tantos entramados políticos como pudo, el conde Gonzalo Sánchez consiguió medrar en la jerarquía nobiliaria hasta convertirse en uno de sus miembros más influyentes.
Pero el aún joven noble tenía una ambición sin límites y esperaba que los nuevos tumbos diplomáticos del reino le permitiesen adquirir, si cabía, una posición todavía más notable.
El conde Gonzalo Sánchez era un hombrecillo enjuto y mezquino. Tenía una piel cenicienta y marchita con propensión a las verrugas y un pelo fosco y desagradable que escaseaba de manera alarmante en una enorme cabeza que parecía haber crecido sin tener en cuenta el magro desarrollo del cuerpo que la sostenía. Se tocaba con un bigotillo alargado que nunca conseguía cortar de manera simétrica; y padecía de graves dolencias intestinales que le obligaban a contar con los servicios permanentes de médicos y curanderos, además de dotarle de un aliento tan desagradable como los efluvios de una sentina olvidada y por culpa del cual los mozos y sirvientes solían referirse a él como el Boca Podrida. Era de pobre constitución y frágiles huesos, y arrastraba con desgana las consecuencias de una infancia humillante en la que únicamente su posición y nacimiento lo salvaron de quedar más veces en ridículo; poco hábil con las armas y pésimo combatiente, había sido blanco habitual de las chanzas de sus primos y parientes. Sin embargo, el conde había guardado celosamente cada burla en su memoria y, en cuanto heredó el título, aún con el cadáver de su padre caliente, se deshizo de todos aquellos que en algún momento se habían atrevido a reírse de él.
Esa mañana el conde se había despertado temprano, como era su costumbre, y había empezado el día masticando menta silvestre mientras elucubraba respecto a su posición en el juego de poder que se estaba disputando en la corte; en el cielo, algunas nubes ligeras escampaban dejando un fino velo brillante sobre los verdes de los montes. La subida al trono del niño Ramiro había sido una decepción, especialmente cuando él y sus adláteres se habían tomado tantas molestias para envenenar al padre del infante. Y, si los rumores eran ciertos, la recuperación de la cátedra de Compostela por parte de Rosendo no beneficiaba en absoluto las pretensiones del conde, pues mientras que la facción nobiliaria del cómite tenía un aliado en Sisnando, con el nuevo obispado las relaciones no eran precisamente cordiales. Además, por lo que sus informantes en la corte le habían dicho, era muy probable que Rosendo hubiera hecho todo lo posible para poner de su parte a la regente doña Elvira, la tía monja del joven rey.
Y una situación semejante no le convenía en absoluto al nuevo señor del castillo de Sarracín, pues llevaba años conspirando para que el poder de la corte recayese en manos más amigables.
Tiempo atrás, cuando el rey Ordoño había muerto, esperanzado con auparse cerca de la corona, el conde Gonzalo se había aliado con Fernán de Lara, todopoderoso de Castilla, el cual, tiempo antes, había casado a su hija Urraca con el fallecido monarca y ansiaba que, una vez muerto su yerno, fuese precisamente su nieto Bermudo el que subiese al trono. Sin embargo, las tácticas y conspiraciones empleadas fallaron, e incluso hubo quien se atrevió a tachar de ilegítimo al niño Bermudo aduciendo que la consorte andaba algo suelta de cascos con uno de sus yegüerizos. De todo el embrollo resultó beneficiado únicamente el medio hermano del rey muerto, que se coronó como Sancho I y fue conocido como el Craso, para disgusto del conde Gonzalo y del señor de Lara.
Y, ahora, muerto el Craso por la manzana envenenada que saliera de la misma apoteca de Sarracín, era su hijo Ramiro el que ocupaba un trono en manos de una monja y no el nieto del poderoso conde castellano, Fernán; así que el cómite Gonzalo esperaba ansioso noticias de su infanzón, Gutier de León, a fin de planear sus siguientes movimientos y poder deponer cuanto antes al rey niño y dejar el trono libre.
Unos días antes había llegado a Sarracín una misiva del conde Fernán rogando confirmación de la muerte del obispo Sisnando e información sobre el ataque normando; y el conde Gonzalo, mientras enjuagaba su boca de los restos de la menta fresca, urdía estratagemas que pudiesen servir para sacar provecho de las incertidumbres que tales nuevas, de ser ciertas, provocarían en la corte.
Cuando bajó al salón de la torre del homenaje, con la menta ya disuelta y el aliento apestando a bicho muerto, recibió la buena nueva del regreso de su hombre de confianza. Aunque herido, el infanzón Gutier esperaba a ser recibido.
Assur abrió los ojos calado por la lluvia y, para su asombro, tuvo que despertar a Gutier, que, calenturiento y con el rostro abochornado, parecía haber pasado una mala noche. La cecina se había acabado dos días antes y, entre la somnolencia de Assur, la fiebre de Gutier y el hambre de ambos, les costó ponerse en marcha.
La ascensión al castillo se hizo eterna, ralentizado su caminar por los vericuetos serpenteantes que negociaban la pendiente de la montaña entre enormes castaños y robles con troncos llenos de escondites para los lirones. Gutier cojeaba de forma evidente y Assur hubo de servirle de apoyo en más de una ocasión; tuvieron que hacer frecuentes paradas a fin de que el infanzón se tomase pequeños descansos que le permitiesen recuperar el aliento. Mientras, Furco, aburrido por la lenta marcha, corría de un lado a otro, adelantándolos o quedándose atrás según descubriera uno u otro rastro; en una ocasión lo perdieron de vista cuando echó una larga carrera tras una ahorradora ardilla que aprovisionaba las nueces de un nogal resquebrajado de antiguo por algún rayo.
Cuando llegaron al murallón del castillo, Assur quedó sorprendido por la inmensa construcción, la alta torre del homenaje le hizo sentir vértigo por el solo hecho de pensar en subir hasta la terraza almenada.
Todo era nuevo para el pastor: hubo que dar aviso a la guardia, muchachos y sirvientes iban y venían por los patios llevando y trayendo cestos y cántaros, hombres de armas charlaban paseando y el corpulento herrero, lleno de hollín y con su mandil de cuero firme repleto de chamuscados agujerillos, habló con ellos cordialmente interesándose por el viaje del infanzón hasta que Gutier insistió en la prisa a la que lo obligaban sus deberes.
—Yo ahora debo ir a ver al conde —le dijo el leonés al muchacho cuando ya se habían despedido del artesano—, los de la guardia ya lo habrán avisado de mi llegada. Tú no puedes acompañarme; te quedarás con el hebreo Jesse, es uno de los médicos que el conde tiene a su servicio. —A Assur le sorprendió la firmeza que el infanzón era capaz de dar a su voz aun aquejado de fiebres—. Es un buen hombre, además, yo tendré que ir a verlo en cuanto termine con el conde, creo que necesito un remiendo… Así que nos encontraremos allí cuando acabe —concluyó el infanzón antes de dirigir al muchacho a la apoteca del castillo.
El muchacho pensó por un momento en recordarle a Gutier que debía convencer al conde para llamar al fonsado y combatir a los nórdicos, pero abandonó pronto la idea al percibir que esa mañana el infanzón no estaba, precisamente, de buen humor, como delataba su gesto hosco y dolorido. Tampoco tuvo demasiado tiempo, les bastó cruzar el patio principal para llegar a la botica, una pequeña construcción llena de cacharros de todo tamaño y condición que fascinó al pastor.
El médico Jesse resultó ser un hombre bajo y desgarbado, con los hombros caídos, la nariz aguileña y el tópico aspecto judío que maravilló a Assur por lo extravagante de su indumentaria y lo estrafalario de su fachada. El hebreo solo aceptó quedarse a cargo del muchacho cuando consiguió de Gutier la promesa de regresar lo antes posible para echarle un vistazo a la herida de la pierna.
Antes de marchar el infanzón se dirigió de nuevo al chico:
—Estate quieto y callado —le ordenó a Assur— y vigila a esa mala bestia —añadió señalando a Furco—, no sea que vaya a enseñarle los dientes a quien no deba.
Cuando Gutier se alejó renqueando hacia la torre del homenaje, Assur, tímido y sin saber qué hacer, se sentó en un taburete que encontró en una esquina y acarició el cogote del lobo, mirando embobado cómo los extraños rizos que colgaban de las patillas del hebreo se bamboleaban al tiempo que este machaba en el mortero la tiza que, a la mañana siguiente, diluiría en la leche del desayuno del conde para mitigar sus molestias estomacales.
Jesse ben Benjamín, hijo de un mercader de vinos franco de Aquitania, había estudiado medicina en Bagdad siguiendo una firme vocación descubierta en la adolescencia, y había terminado ejerciendo al servicio de un prohombre del califato de Córdoba porque, de regreso a su tierra natal, había descubierto que la competencia era excesiva. Sin embargo, unos pocos años antes la fama de los médicos judíos había alcanzado un máximo al ser uno de ellos el que había librado a Sancho el Craso de su extrema gordura; lo que le supuso a Jesse una oportunidad de emigrar al norte de la península ibérica y entrar al servicio del cómite Gonzalo Sánchez y sus pertinaces problemas digestivos, cometido que, a pesar del voluble carácter del noble, se veía compensado por la mayor cercanía a las propiedades de su familia en el reino franco, donde su padre, de delicada salud, luchaba contra el paso de los años.
—¿Tienes hambre? —preguntó de pronto el judío entornando sus ojillos marrones y dejando a un lado el mazo del mortero.
Aunque Assur no contestó, su expresión fue tan franca como para que una amplia sonrisa de aquiescencia apareciese en el rostro del hebreo.
—Anda, ven, acerquémonos a las cocinas —propuso el judío con su exótico acento.
Y aun con el inconveniente de la curiosidad de las mozas del servicio Assur se sintió agradecido por poder llenar su estómago con algo más que cecina reseca.
Gutier, manteniéndose a lo que juzgó como una distancia prudencial e intentando apoyar el menor peso posible en la pierna herida, relató sus andanzas y se explayó en cuantos detalles pudo sobre la información que había recabado; incluyendo la esperada confirmación de la vuelta al obispado de Rosendo tras la muerte del belicoso Sisnando y todo lo que pudo recordar sobre el campamento de los normandos.
—¿Estáis seguro de eso? ¿Alrededor de tres mil? —preguntó el conde con tanto asombro como para que la fuerza en su voz llevase su desagradable aliento hasta el infanzón.
—Sí, mi señor, pude contar ochenta y tres navíos —contestó Gutier disimulando el esfuerzo por no contraer el rostro en una mueca de desagrado—. Eso supone unos tres mil normandos, más o menos.
Las pequeñas ventanas de la sala estaban cubiertas por lienzos encerados, y enormes lámparas de brazos de madera sostenían multitud de velas que solo conseguían suplir parcialmente la falta de luz que las telas robaban a la mañana, radiante tras la lluvia de la noche. El ambiente era opresivo y Gutier se sentía incómodo, su mente afiebrada reaccionaba lentamente, estaba deseando salir de allí cuanto antes.
El conde caminaba de un lado a otro con pasos inquietos de sus pequeños pies, rascándose la desproporcionada cabeza, y el infanzón esperaba pacientemente a ser despedido.
—Pero… por el momento se han mantenido en las tierras del conde de Présaras, ¿no es así?
—Sí, por el momento sí —concedió Gutier—. Aunque no creo que les importe mucho quién sea el dueño de las tierras, creo que, simplemente, ese valle del Ulla les gusta; hay que reconocer que tienen a mano una vía de escape rápida, y los afluentes que desaguan allí les permiten moverse al sur y al norte con libertad… Además, aunque no es una posición elevada, no por ello es fácil de atacar, están rodeados de picos y montañas por todos lados; pueden no tener la ventaja de dominar una cota alta, pero es un refugio que puede defenderse; y les permite mantener un buen número de efectivos cerca de sus naves.
—Ya, ya… Eso ya me los habéis dicho —le reprobó el conde con gesto de hastío—. Y ¿cuál creéis que será su siguiente paso? Se acerca el invierno, ¿lo pasarán aquí? —El conde lanzaba las preguntas al aire mientras seguía moviéndose de un lado a otro, como si no esperase respuestas concretas—. ¿Seguirán avanzando hacia el este o volverán a atacar Compostela?… O quizá quieran bajar hasta Lisboa, no sería la primera vez… Aunque hasta ahora siempre lo habían hecho desde el mar… —Y permaneció un instante callado antes de increpar a Gutier—: Hablad, por Dios, ¿qué pensáis?
El infanzón tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar las respuestas entre la niebla que parecía haber cubierto su raciocinio.
—No lo sé, señor… Creo que se quedarán aquí durante el invierno. Supongo que saben que, por el momento, nadie parece dispuesto a hacerles frente, aunque solo sea por la información que hayan podido sacarle a los prisioneros… —La mención de los cautivos le recordó al muchacho que lo había acompañado hasta allí—, aunque solo sea por la información que hayan podido sacarle a los prisioneros, deben saber que la situación política no es, digamos, estable… Y no se atreverán a cruzar el mar del Norte cuando empiece el frío… Pienso que avanzarán hasta donde les dejemos hacerlo, hasta donde puedan, tengo la impresión de que ese campamento del Ulla empieza a parecerse a un asentamiento permanente… Se quedarán allí mientras se lo permitamos, esquilmando cuanto encuentren.
—Eso está bien —contestó el conde—, muy bien. Así aprenderá ese desagradecido de Présaras, ¡que vaya ahora a pedirle ayuda a la monja loca esa! ¿Acaso no la apoyó cuando quiso coronar a ese mocoso? Con un poco de suerte a esos paganos les podrá la avaricia y volverán a intentarlo con Compostela… Sea como sea, tenemos tiempo para buscar el modo de que todo esto nos beneficie —dijo el noble deteniendo su ir y venir—, en cuanto se os cure esa pierna, iréis a Lara, tengo que hacerle saber al conde Fernán que ahora tenemos una oportunidad para presionar a Rosendo y al mismo rey. Veremos qué podemos sacar en limpio… Si lo ayudo a aupar al trono a su nieto, quizá pudiera…
Entonces algo se iluminó en el rostro del conde de Sarracín y su nariz se encogió revolviéndole el bigote.
—¡Aunque todavía podríamos hacer algo mejor! —bramó el noble con una alegría evidente que ni siquiera la pestilencia de su boca empañaba—. Algo mucho mejor…
Gutier conocía de sobra la tendencia a la mezquindad de su señor, tan aficionado a la cizaña como la peor de las alimañas, y no le costó adivinar las intenciones del cómite: debido a la amenaza de los normandos, la corona, aliada ahora con la Iglesia gracias a la recuperación del obispado por Rosendo, se veía en un brete y el de Sarracín podía aprovechar la situación para, ofreciéndose a intervenir o no en contra de los invasores, decantarse por el niño rey y las regentes, influidas por el prelado, o bien favorecer al de Lara, que pretendía usurpar el trono. Y, a pesar de la lealtad debida, el leonés no pudo evitar poner objeciones a lo que oía.
—Pero, señor, ¿y qué pasará? ¿Acaso vamos a dejar que los nórdicos campen a sus anchas? —Gutier hablaba intentando exponer sus quejas con el tono más humilde posible—. Sus rapiñas… matarán a mucha gente, no solo a los que ellos mismos arrebaten la vida, sino también por el hambre que dejarán tras de sí… En un par de semanas podrían llegar hasta aquí mismo, al Bierzo. ¿No sería más prudente llamar ya al fonsado y hacerles frente?…
De no haber estado aquejado por la fiebre, quizá Gutier hubiera podido exponer sus argumentos de un modo más sibilino, intentando plantear al conde las ventajas que le supondría enfrentarse a los normandos y salir vencedor, pues de ese modo la corona estaría en deuda con él. Sin embargo, y aunque llegó a darse cuenta del error, la espesa melaza en la que parecían haberse transformado sus sesos no dio para más en esa ocasión, y se olvidó de que al Boca Podrida se le habían acabado los escrúpulos hacía años; el conde no arriesgaría a sus propios hombres o sus tierras a no ser que tuviese la seguridad de que se vería beneficiado, sin importarle si recibía la recompensa de la corona o del de Lara.
—Muchos morirán… Todos corremos un grave riesgo, ¡todos! —insistió en su protesta con tanta fuerza como le permitieron sus fiebres.
Sin embargo, el conde de Sarracín no prestaba atención a las quejas de su infanzón y Gutier se libró de una reprimenda por su descaro. De hecho, abstraído como estaba, embelesado por las perspectivas de futuro que barruntaba, el noble tardó un momento en reaccionar.
El cómite Gonzalo estiró su espalda todo lo que pudo, intentando hacer crecer su menguado cuerpecillo y recolocando su escasa pelambre para disimular su calvicie.
—Estimado Gutier, esta es una oportunidad única, ¡única! —exclamó excitado por las posibilidades que imaginaba—. Podemos hacer algo mejor que tentar a Fernán. Jugaremos con dos tableros… Iréis a ver al de Lara y, al regreso, os llegaréis a Compostela, a transmitirle mis mejores deseos al obispo Rosendo. —A pesar de la calentura, al ver confirmados sus temores, a Gutier se le escapó un gesto de disgusto—. Tenderemos nuestra mano a ambos bandos a un tiempo… Habrá que escribir con mucho tino las cartas que os daré. —Y antes de continuar giró sobre sus talones para dirigirse a un sirviente que tenía a su espalda—: Que se encarguen de enviar a alguien a los bosques del sur, que interrumpan la cacería de Weland y lo traigan aquí, cuanto antes, veamos si ese borracho sabe algo que merezca la pena sobre ese tal Gundericus. —Y se volvió de nuevo hacia el infanzón—: Podéis retiraros Gutier, id a ver al hebreo y que os curen esa pierna, las cartas que habréis de llevar estarán listas en cuanto os recuperéis.
Gutier dudó sin estar seguro de cuáles serían las palabras más convenientes.
—Pero, mi señor, ¿no deseáis entonces que llamemos al fonsado hoy mismo? —preguntó sin poder evitar encoger los hombros, temiendo la iracunda reacción del conde.
—Oh, no, no. Es pronto para eso —contestó el noble malinterpretando la sugerencia de su hombre de armas—. Por el momento no necesitamos al fonsado, ya veremos cuando reciba respuesta. Si ese curilla con ínfulas púrpuras se muestra amistoso haremos una leva, ahora que el obispado está del lado de la corona, eso nos pondría en una posición excelente… Y si Rosendo no está dispuesto a devolvernos el favor de guardarle las espaldas, entonces, dejaremos que esos impíos arrasen Compostela y ayudaremos al de Lara a aupar hasta el trono a su nieto Bermudo. ¡No! No llamaremos al fonsado a no ser que esos descreídos decidan moverse hasta aquí, ¡en tal caso tendríamos que tomar las armas para defendernos! Pero, mientras tanto, no necesitamos a la soldadesca, con los hombres del castillo será suficiente.
Y antes de que Gutier pudiese intentar aclarar sus palabras el noble lo despidió con gestos de premura mientras se alejaba caminando hacia uno de sus sirvientes.
Sin saber qué más hacer, Gutier se retiró renqueando, con una expresión en el rostro que llevaba arrugas que no solo se debían al dolor de su pierna. Pensaba en las promesas que le había hecho al muchacho, en las responsabilidades que, sin desearlo o necesitarlo, había adquirido.
Gutier empezaba a caminar de nuevo, con pasos inseguros y todavía debilitado. Los primeros días habían sido los peores, tras volver de su entrevista con el conde, el médico hebreo se había hecho cargo de la situación y, una vez había limpiado la herida con vino y eliminado toda la corrupción, sajó la carne infectada para, finalmente, vendar la pierna del infanzón con gasas limpias que sujetaban una cataplasma de ajo, cebolla y tomillo; además, con la ayuda de un callado Assur, el judío había obligado a Gutier a beber continuamente infusiones de flores de sauco y brotes de cola de caballo secos, para reducir la fiebre; aparte, Jesse había encargado al muchacho que cambiase frecuentemente las compresas de agua fresca que había decidido aplicar sobre la frente del infanzón.
Para Assur habían sido días extraños, acostumbrándose a la vida en el castillo, echando de menos a su familia y sus rutinas. Se había negado a separarse del infanzón. Durante el día, ayudaba al judío en todo lo que le requería y se preocupaba de que no le faltase de nada a Gutier y, por la noche, cuando el hebreo regresaba a la vivienda cedida por el conde en el valle, Assur velaba los sueños inquietos del infanzón: dormitando al lado del camastro que el hebreo tenía en la trasera de la apoteca, a modo de escuálido dispensario en el que atender a sus enfermos, y en el que ahora convalecía Gutier. El apoyo de Jesse había resultado fundamental, el pacienzudo hebreo había sabido callar cuando el muchacho lo había necesitado, y había sabido escuchar en las pocas ocasiones en las que el niño no había podido evitar desahogarse. Además, y aun sin saber todos los detalles de la historia, el judío se había preocupado por evitar que Assur se dedicase en exceso a sus tristes recuerdos; Jesse había pasado con él tanto tiempo como le había sido posible, compartiendo con el muchacho algunos de sus conocimientos, enseñándole a preparar ungüentos, moliendas y medicinas varias: buscando mantener al niño ocupado con tareas nuevas e intentando que los ratos en los que se abstraía acariciando la cinta que llevaba atada en la muñeca se redujesen al mínimo posible. Y, siempre que un sirviente o una moza de las cocinas intentaba hablar con el chico, con la excusa de ir a buscar un mandado de la torre, los echaba con cajas destempladas en cuanto veía que Assur se sentía incómodo con las respuestas que debía dar.
Ahora, que ya había pasado una semana, Gutier recuperaba la entereza recostado en el camastro en el que había sufrido sus fiebres, en la pequeña y destartalada trastienda de la botica, y miraba agradecido al niño, que, con rostro contraído, intentaba entender algo que el judío le explicaba mientras acariciaba a su fiel animal, pegado a él.
Cuando estaba a punto de llamar al muchacho a su lado para darle las gracias por sus cuidados, buscando las palabras adecuadas para explicarle que, por el momento, no podrían ir en busca de sus hermanos, un estruendo de cacharrería llegó desde la estancia principal de la botica.
—¡Gutier de León! Bastardo hijo de mala madre, ¿dónde os escondéis?
Solo Furco reaccionó; girándose hacia el cortinón que separaba las piezas de la apoteca, ya empezaba a arrugar los belfos; los humanos, sorprendidos, se limitaron a mirar hacia la pesada tela.
—¡Maldito cobarde! ¿Habéis perdido el coraje? ¿Os cortó la lengua un sarraceno?, ¿o acaso os ha castrado algún moro? ¿De qué rasguño os andáis quejando? Vamos, salid y mostraos —era una voz potente y hosca, llena de un anguloso matiz que provocó escalofríos en el muchacho.
Assur, intentando contener a Furco, se giró hacia el infanzón buscando consejo y no tuvo tiempo de entender por qué en su rostro se dibujaba una enorme sonrisa.
—¡Weland! Pagano desagradecido. Pena es que el Señor no haya escuchado mis plegarias, rogué para que un jabalí os despanzurrase.
Jesse, hombre tranquilo y calmado, se echó atrás, como queriendo mantenerse al margen, y, con un gesto de la mano, le indicó a Assur que todo estaba en orden. El muchacho miraba hacia el cortinón y al camastro alternativamente, sujetando a Furco, que ya había empezado a gruñir, y observando asombrado como el infanzón se ponía trabajosamente en pie con una expresión cercana a la risa.
Cuando la pesada tela estambrada se apartó, Assur se quedó sin aire y su mano se contrajo instintivamente en el pellejo del lobo. Era uno de esos demonios del norte.
—Chico, ¡sujeta a tu saco de dientes! ¿Qué manera es esa de recibir a un amigo? Tendremos que trabajar tus modales… —le dijo el infanzón mientras pasaba a su lado renqueando, dirigiéndose hacia el normando.
Assur hizo lo que le pedían, y se echó atrás junto al hebreo mientras miraba sin entender cómo el castellano y el nórdico se abrazaban entre risas estruendosas. Furco, confundido y extrañado, soltó un resoplido de indignación y se tumbó con desgana a los pies de su amo, mirando hacia el pequeño hogar de la estancia como pretendiendo ignorar a todos los ocupantes.
Gutier era un hombre fornido y bastante alto, sin embargo, al lado del normando lucía como un adolescente. El nórdico le sacaba casi un palmo al hispano, y sus enormes manazas parecían perfectamente capaces de quebrar el espinazo del infanzón como si fuese una rama seca. Como era tan habitual entre los suyos, vestía cota de malla y botas y, de un tahalí amarrado al cinto, pendía la espada más grande que Assur hubiese visto jamás. Tenía un alborotado pelo rucio que, junto a la poblada barba, le daba un aspecto de oso vejancón y feroz, además, para asombro del muchacho, llevaba relucientes joyas de oro y plata: un par de anillos trenzados de oro hilado y un enorme brazalete que, imitando una serpiente, rodeaba con dos vueltas el grueso brazo del normando, tan ancho como la pierna del niño.
—Tranquilo —le dijo el hebreo al muchacho apoyando una de sus manos en el hombro de Assur—, es Weland; un nórdico que lleva años al servicio del conde Gonzalo. Él y Gutier son grandes amigos… La guerra suele unir de un modo muy especial a los hombres —añadió el hebreo como pretendiendo justificar la inconcebible amistad entre dos que debieran ser enemigos.
—Jesse, buen amigo, ¿no tendréis por ahí escondido algo con lo que celebrar este reencuentro? ¿Un poco de aguardiente? Por acaso… —preguntó el infanzón todavía con un brazo rodeando el cuello de Weland e inclinándose peligrosamente sobre la pierna buena para compensar la diferencia de altura.
El judío pareció dudar unos instantes y, mirando con sincera resignación al muchacho, le habló en voz baja:
—Un poco, ¿un poco? Entre estos dos bien podrían beberse todo el aljibe. —Y, tras suspirar, elevó el tono de voz y se dirigió a los hombres de armas—: Creo que me queda un barrilete de aguardiente de manzana, la traje conmigo en el último viaje que hice a casa de mi padre. Pero no hay más, si queréis beber hasta perder el sentido, como tenéis por costumbre, tendréis que convencer al bodeguero… —amenazó vagamente el judío antes de volverse para coger el alcohol prometido.
Assur se dio cuenta de que la indignación del hebreo era fingida, y sonrió tímidamente mientras observaba al infanzón y al nórdico, que ya buscaban acomodo para sentarse uno junto a otro.
—Y decidme, Weland, ¿en qué asuntos andáis metiendo vuestra apestosa cabeza estos días? —preguntó el infanzón sin perder la sonrisa al tiempo que intentaba colocar su pierna herida del modo menos doloroso posible.
El médico Jesse les tendió dos sencillos cuencos de madera y el pequeño barril de licor, acercando en el mismo gesto un taburete en el que sentarse con sus amigos.
—Estaba disfrutando de una partida de caza en los picos del sur —contestó el normando con su afilado acento—, y ayer apareció un yegüerizo con recado del conde; me estropeó una magnífica oportunidad con un buen gorrino… En fin, el infanzón Gutier había regresado —y al tiempo que lo decía Weland trazó un amplio arco con su mano pretendiendo abarcar al hispano—, y mi presencia era requerida.
El nórdico vació de golpe su primer cuenco de aguardiente y se sirvió de nuevo antes de continuar.
—He hablado con el conde antes de venir a veros. Me parece que se le van a caer los calzones con tanta excitación… Tengo la impresión de que está deseando que los míos ataquen de nuevo Compostela y que, a ser posible, le saquen los pulmones por la espalda a Rosendo. Es peor que un hijo malcriado del astuto Loki… Pero paga bien —dijo tocando el enorme brazalete en forma de serpiente que ceñía su musculoso brazo—. Creo que espera que, si el obispo cae, él y los demás nobles conseguirán poner en el trono al bastardo de Ordoño y así, tener el reino en manos de un muñeco que vaya y venga según su conveniencia… Ese será un buen nombre, Bermudo el Muñeco, sí, señor… —Y volvió a beberse de un trago la nueva ración de aguardiente como poniendo con ello punto final al comentario.
El judío permanecía callado, sorbiendo lentamente el fuerte licor de su Aquitania natal, y pareciendo desinteresado por los comentarios de los otros dos adultos. Assur, por el contrario, estaba deseando saber más, así que, lo más disimuladamente que pudo, se acercó a los tres hombres y se sentó en el suelo junto a Furco.
—Eso parece —concedió el infanzón con evidente resignación—, eso parece. De hecho, el conde me ha ordenado partir hacia Lara lo antes posible. Y después debo ir a Compostela, pretende reconciliarse con el obispo sin perder la oportunidad de traicionarlo una vez más…
Assur tuvo que hacer un enorme esfuerzo por no interrumpir con sus cuitas, ansiaba preguntar por el llamamiento al fonsado; deseaba, más que ninguna otra cosa, enfrentarse a los nórdicos.
—¿Son tantos como ha dicho el Boca Podrida? —preguntó Weland—. Si es como dice, debe de ser la mayor fuerza que jamás se ha desplazado hasta estas tierras. Mucho mayor que mi propia expedición…
—Sí lo son. Algo más de ochenta navíos, alrededor de tres mil hombres; al mando de un tal Gundericus —contestó el infanzón—. Y, teniendo en cuenta lo que ya se han atrevido a hacer, me parece que no van a detenerse hasta que conviertan todo en un erial. Además, como ya le dije al conde, me da la impresión de que están muy a gusto en ese valle del Ulla que han encontrado, es un buen campamento y ellos lo saben.
Assur, que había visto con sus propios ojos lo que el infanzón describía, no podía estar más de acuerdo; y miraba impaciente al nórdico esperando que les revelase el modo de conquistar aquel asentamiento, de vencer a los demonios del norte.
El hebreo permanecía en silencio y Weland se atusaba la barba pensativo.
—¿Ochenta? Humm… ¿Eran solo rápidos drekar de guerra o también había knerrir…, cargueros? —preguntó el nórdico recurriendo a su lengua natal.
El infanzón, que ya había tratado sobre los temas de la guerra con el nórdico, entendió la pregunta y contestó aclarando las dudas de Assur:
—La mayoría eran estilizados botes de combate, pero también pude ver un buen número de cargueros.
La respuesta le permitió al muchacho asociar rápidamente los nombres nórdicos originales con cada tipo de embarcación.
—¿Y tres mil hombres?
—Más o menos —se apresuró a contestar el infanzón acomodando su pierna mala—, aunque fue un cálculo a ojo, por las bancadas de remeros.
Y a Assur le sorprendió de nuevo el número, para él los nórdicos habían sido, simplemente, muchos, demasiados para contarlos.
—Gundericus… Supongo que eso debe de ser, en realidad, Gunrød. Ha de tratarse de un jarl muy poderoso, poderoso y respetado, es una fuerza extraordinaria.
—¿Lo conoces? —intervino el hebreo interesado.
—No, no lo conozco —contestó titubeando—, hace ya ocho años que abandoné los hielos del norte y con las continuas trifulcas solo los dioses sabrán quiénes son ahora los jarls más influyentes. A saber de qué fjord ha salido, puede que de Sogn o quizá de Hordaland, del sur… —Weland lo dijo como si solo sus compatriotas de las tierras de más al norte mereciesen su respeto. Parecía reflexionar, quizá intentando recordar—. Tres mil, ¿eh? Increíble, sea de donde sea, suena a elegido del mismísimo Thor…
Assur se dio cuenta de que el normando dejaba de atusarse la barba para acariciar un colgante que pendía de su cuello y, aunque no pudo distinguir de qué se trataba, sí pudo vislumbrar un brillante reflejo dorado.
—No seré yo quien lo niegue —concedió Gutier—. Pero más importante que su linaje, su país, o sus dioses, son sus intenciones; ¿qué creéis?, ¿pasarán el invierno aquí?, ¿se retirarán? El conde no quiere mover pieza hasta que sepa algo de sus aliados, de los viejos o de los nuevos que busca, pero temo que nos pasen por encima…
El nórdico dejó de entretenerse con su colgante labrado como un pequeño martillo y pasó a darle distraídas vueltas a su cuenco, revolviendo el fondo de fuerte licor; a Assur le pareció distraído.
—Sí, el conde también me ha preguntado… De lo que estoy seguro es de que pasarán el invierno aquí, con el año tan avanzado los mares del norte no se pueden navegar. Se quedarán mientras nadie se lo impida. Haciéndose con tanto botín como…
—¿Y los prisioneros?, ¿qué pasará con los cautivos? —interrumpió Assur, que se avergonzó al instante por el atrevimiento.
Los tres adultos se giraron al unísono y lo miraron: el judío con una triste mirada de comprensión, el infanzón con un serio gesto de reproche, y el nórdico con una divertida expresión de cinismo.
Weland no sabía todos los detalles, pero los sirvientes del castillo le habían contado lo suficiente cuando les pidió nuevas mientras esperaba a que el conde lo recibiese.
—Por el momento —contestó Weland alzando la mano para evitar que Gutier riñese al muchacho—, negociarán rescates con los que puedan, nobles y clérigos. A los demás los venderán como esclavos cuando tengan ocasión. Es probable que naveguen hasta el mar interior, el que vosotros llamáis Medi Terraneum, y busquen los mercados de las costas árabes, o si no, se los llevarán, algunos se los quedarán para el servicio propio; otros los enviarán por el Volga abajo, en sus orillas se han fundado ciudades con grandes mercados, siempre ávidos de esclavos para los señores de Oriente.
Jesse recordó los eunucos que guardaban los harenes de Bagdad y sintió una conmiseración que se le antojó insuficiente. El muchacho, todavía avergonzado, recibió su mano en el hombro con una mirada de profundo agradecimiento y se guardó el resto de las preguntas que hubiera deseado hacer.
Unos días más tarde, el infanzón se preparaba para partir y había dejado para el último lugar la tarea que más le preocupaba. Estaba con Jesse en la apoteca, el hebreo examinaba los labios rosados de la cicatriz que se empezaba a formar en el muslo de Gutier con ojos expertos y asentía para sí. El muchacho había ido a los establos para ayudar con unos carros de forraje y el infanzón sabía que tenía que aprovechar el momento para hablar con el médico antes de que el chico regresase.
—Si no apuráis el ritmo no tendréis problemas, podréis llevar una marcha casi normal —aseguró el hebreo—. De todos modos, untaos la zona con el aceite de rosas que os he preparado siempre que tengáis ocasión, y si lleváis caballo montad todo lo que podáis.
El judío se dio cuenta de que sus palabras eran ignoradas e, indicándole al infanzón con un gesto de la mano que se arreglara los calzones, se puso en pie y preguntó:
—¿Vais a decirme lo que os preocupa o voy a tener que adivinarlo?
Y como no obtuvo respuesta, volvió a preguntar guiándose por sus instintos:
—¿Es por el muchacho?
Gutier sonrió, aliviado en parte por la perspicacia de su amigo.
—Sí, es por el muchacho —concedió el infanzón—. No sé… Pensé que una vez en el castillo podría quedarse como mozo de cuadras o en las cocinas, pero no importa las tareas que le encargue, en cuanto termina vuelve a mí como un cachorro obediente… No sé cómo deshacerme de él. Tiene demasiadas esperanzas puestas en mí…
El judío, que fingía estar ocupado recolocando su instrumental, percibió en el infanzón mucho más de lo que dejó entrever con sus siguientes palabras.
—Es un buen chico…
—Lo sé, lo sé…, y valiente —concedió Gutier antes de sobresaltarse—. ¡Si se lo hubiese permitido, se habría lanzado contra el campamento de los nórdicos sin más compañía que ese lobo suyo!…
—Ya solo le quedan sus hermanos… —repuso el hebreo afilando sus palabras con un deje interrogativo.
—Yo no quiero…, no puedo tener una responsabilidad más —dijo el infanzón bufando como un gato enfadado.
—Claro, claro —concedió el hebreo.
Siguió un silencio en el que el judío intuyó todo lo que su amigo no se atrevía a decir. Jesse conocía al infanzón, y sabía que para Gutier el muchacho alejaba la posibilidad de volver a la vida monacal una vez arreglada la última de las dotes que le quedaba por resolver. Pero también sabía que, a pesar de que el infanzón no desease admitirlo, entre el hombre y el chico se había establecido un vínculo de raíces profundas.
—Podríamos dejar las cosas como hasta ahora. Mi Déborah se rasgaría las vestiduras si me lo llevase, y ya no está acostumbrada a los niños, hace años que mis hijos buscaron su propio camino, además, ¿un cristiano viviendo bajo el techo de un judío? Tendríamos problemas… —Jesse escudriñó el rostro de su amigo intentando confirmar sus sospechas—. No es mozo de armas ni escudero, así que no se ha ganado el derecho a dormir en el salón común de la torre; tampoco con los infanzones y mercenarios. Por no hablar de que al conde no le gustaría descubrir que tiene una boca más que alimentar; porque supongo que no habéis pedido su venia, ¿verdad?… —No hizo falta que Gutier contestase—. Y no creo que queráis llevarlo a León y dejarlo a cargo de vuestra hermana pequeña.
»Sin embargo, podría quedarse aquí, así no habrá quien ponga objeciones. Si no tengo pacientes puede dormir en el camastro. Me servirá de ayudante, y si el conde o alguno de sus mayordomos preguntan, bastará con responder que está a mi cargo como aprendiz. —El hebreo disimuló lo mejor que pudo el haber percibido el alivio evidente del infanzón—. Además, le vendrá bien aprender algo de provecho. Y estoy seguro de que, si tanto desea desfogarse con las armas y la batalla, Weland estará encantado de completar su instrucción.
Gutier miró a su amigo con una franqueza mucho más evidente por la expresión de sus ojos que por lo dicho hasta el momento.
—Así que aceite de rosas…
El judío no dijo nada más.
—Gracias… Volveré lo antes posible…
Y, sabiendo cuánto le costaría al infanzón confesarse, el judío se acercó hasta él para darle una afectuosa palmada en la espalda y zanjar la cuestión sin necesidad de más parloteo.
Poco después, Gutier marchó sin el sentimentalismo de cálidas despedidas y Assur, obediente, se quedó en el castillo de Sarracín. Fueron pasando los días y Jesse ben Benjamín asumió su papel de mentor con la misma dedicación con la que había afrontado sus propios estudios. Le gustaba el muchacho y se compadecía de su desafortunada situación, y como hombre que conocía el dulce placer de las respuestas encontradas en el conocimiento, ansiaba compartir las soluciones a los dilemas que antaño se había planteado; y Assur, tanto por curiosidad innata como por satisfacer a su maestro, resultaba un discípulo razonablemente aplicado; además, el pastor sabía que debía mantener las apariencias para que su presencia en el castillo no levantase mayor revuelo del que ya había causado.
Una tarde, pocos días tras la marcha del infanzón, el hebreo llevaba un buen rato hablando sobre la sangre y las teorías de Galeno al respecto.
—… abogaba porque el hígado es el órgano principal del sistema vascular, diciendo que, desde él, la sangre se desplazaba hacia la periferia del cuerpo formando la carne. Además, fue el que rechazó la idea de que las arterias transportaran aire…
Assur recordó el enfrentamiento con los normandos en el pinar y la rápida muerte del nórdico al que Gutier había clavado la daga en la axila.
El muchacho escuchaba prestando tanta atención como su voluble temperamento de adolescente le permitía, deseando que las horas pasasen hasta la llegada de Weland. Se sentía muy agradecido por los esfuerzos del hebreo, y escuchaba con genuino interés tanto tiempo como le era posible; sin embargo, tanto si se trataba, como en esa ocasión, de discursos médicos, como si el tema era la gramática o la geometría, el chico no conseguía sentirse verdaderamente atraído por las disciplinas del saber que el judío intentaba poner a su disposición. Tras lo ocurrido con su familia e, influenciado por la admiración idealizada que había desarrollado por Gutier, al muchacho, más que los poetas romanos o los filósofos griegos, le atraían las enseñanzas sobre el combate que el nórdico Weland compartía con él las tardes en las que sus obligaciones con el conde le permitían dedicarle unas horas. Jesse lo sabía, y cuando consideraba que Assur había hecho esfuerzos meritorios con la mayéutica, el álgebra de los sarracenos o en sus tareas como ayudante en la apoteca, hacía que sus lecciones divergieran a retazos de historia y, para embeleso del chico, le hablaba de las batallas de Escipión, de las grandes victorias de Alejandro Magno o de las glorias de Julio César. Assur disfrutaba especialmente con las historias sobre los gladiadores, escuchando al hebreo revivía los enfrentamientos entre los murmillos, los scissores y los dimachaeri; y el judío procuraba prestarle tantos detalles como recordaba, aun cuando las glorias de los lanistas de la vieja Roma no fuesen una de sus especialidades.
Los días pasaban y Assur se esforzaba por obedecer y mostrarse disciplinado, ayudaba en cuanto le pedían e intentaba mantener frescas en su memoria las palabras de su padre sobre el trabajo honrado y, aunque no podía alejar de su mente los deseos de venganza que albergaba hacia los nórdicos, procuraba seguir los consejos de Jesse y Weland, ambos lo instaban a dejar atrás el pasado y vivir el presente aprovechando las oportunidades que su nueva situación le brindaba. Sin embargo, le bastaba un rato a solas para terminar soñando con liberar a sus hermanos al tiempo que su mano buscaba los cabos del nudo en su muñeca.
Los fríos tardíos del otoño anunciaban la llegada del invierno llevándose con sus vientos helados las hojas marchitas de los caducifolios que adornaban la vega del Valcarce. Los ciervos berreaban en sus señoríos, apurando los machos los favores de las hembras; y los osos ascendían a sus refugios de invierno rebosantes de la gordura acumulada en el estío. Ya había nevado en un par de ocasiones y, aunque no había cuajado, pronto llegaría el tiempo en que las montañas se cubriesen de su blanco manto invernal.
Desde el regreso de Gutier los días de Assur no habían cambiado tanto como el pastor hubiera deseado; para disgusto del muchacho, el infanzón tenía demasiadas responsabilidades como para pasar el día pendiente de él. Sin embargo, en algunas ocasiones afortunadas el tiempo de ocio de sus tres improvisados tutores coincidía y Assur se veía felizmente rodeado de los hombres a los que había aprendido a admirar y respetar.
Esa tarde el cielo estaba preñado de nubes bajas, cargadas de agua, que amenazaban con abrir sus vientres grises y dejar caer una lluvia constante y fría. Gutier, Weland y Jesse estaban sentados en un recodo del patio del castillo, al lado de los establos.
Braulio, el herrero al servicio del conde, había vuelto de una de las ferias de Castilla con un barril de cerveza y, para solaz de un morriñoso Weland, que no llegaba a acostumbrarse al vino hispano y que pese a los años seguía echando de menos los fermentados de cebada, los tres amigos compartían el espumoso bebedizo amargo. Charlaban distraídamente sobre los tejemanejes políticos de los nobles y las últimas noticias que tenían respecto al movimiento de los normandos; mientras, Assur entrenaba el combate a espada con un escudero que solía atender a Weland y con el que, a base de golpes y verdugones, Assur ya había entablado una cierta amistad. Por orden del nórdico lo hacían sin los pesados escudos de mimbre que normalmente usaban en las prácticas, ese día el normando quería que los chicos ensayaran sus reflejos sin el resguardo de las protecciones.
Furco estaba tumbado al lado de los tres hombres, dormitando, y un desconfiado Assur lo miraba cuando el combate se lo permitía; en sus primeros entrenamientos el lobo había sido una verdadera molestia, el animal parecía no comprender muy bien las peleas simuladas de su amo y, en cuanto lo veía enzarzarse en una lucha, salía disparado con la intención de comerse al oponente. De modo que el muchacho había tenido que esforzarse mucho para hacerle comprender que solo debía acudir a su lado cuando lo llamase. Esa tarde Furco parecía estar comportándose e ignoraba los bríos de su amo por lograr un golpe que pudiera considerarse mortal y alzarse victorioso.
El entrechocar de las espadas de madera llenaba el aire de golpes sordos que hacían que Jesse se encogiera instintivamente; si por él fuera, el muchacho estaría aprendiendo latín clásico, el paso lógico ahora que parecía haber empezado a dominar los rudimentos escritos de su propio idioma. Sin embargo, además de las disciplinas de combate, en lo referente a las lenguas extranjeras, Assur solo parecía haberle encontrado el gusto al rasposo lenguaje nórdico de Weland, ya que, siguiendo el consejo del propio normando, el zagal estaba dispuesto a conocer a su enemigo lo mejor posible. El judío había intentado en más de una ocasión refrenar el escondido odio y las ansias de venganza mal disimuladas que veía en el joven; lamentablemente, había fracasado frente al ímpetu de la adolescencia.
—El conde de Lara aceptó el mensaje complacido y me hizo aguardar hasta dictar respuesta, creo que se barrunta la oportunidad de subir a su nieto en el trono. Sin embargo, el obispo no quiso ni recibirme, no pude hacer otra cosa que dejar la carta del cómite en manos de un secretario —explicó el infanzón banalmente mientras repartía su atención entre la conversación y las evoluciones de Assur en su práctica—. Pero creo que, aunque no lo admita, estará encantado de saber que el conde Gonzalo está dispuesto a aliarse con él, aquí podemos reunir una fuerza considerable… Aunque da igual… Está jugando en dos bandos a un tiempo. O mucho me equivoco, o ambas misivas proponían alianzas similares, me da a mí que al conde Gonzalo le va lo mismo en aliarse con Fernán González o unirse a Rosendo. Sin embargo, me cuesta creer que el obispo acceda sin más a la ayuda que le propone el conde. Me pregunto… —Gutier calló al ver cómo Assur esquivaba con fortuna una finta y se preparaba para asestar una estocada; pendiente del zagal, echó un trago de cerveza y chasqueó la lengua mohíno, sin verse capaz de imaginar qué les gustaría tanto a los nórdicos de aquel amargo fermentado—, me pregunto en qué lío nos está metiendo nuestro querido señor —terminó el infanzón la frase con evidente cinismo antes de cambiar de tema—. El muchacho parece un tanto distraído estos días…
Jesse no dijo nada. Mucho más perspicaz que sus amigos para ciertos asuntos, él ya sabía cuáles eran las tribulaciones del joven, aunque no consideraba necesario compartirlas.
—Es muy probable que así sea —concedió Weland—. Ese diminuto troll cabezón con aliento a bosta tiene más ínfulas que carne —aseveró el nórdico para sorpresa de sus amigos, que, aun conociéndolo, dejaron claro por sus expresiones que el tratamiento de Weland hacia su patrono era un atrevimiento impropio incluso para el lenguaraz normando.
Jesse no pudo evitar mirar a todos lados buscando oídos indiscretos que pudiesen chivarle al conde semejante falta de respeto. Pues aunque todos sabían que la lealtad de Weland al noble era solo tan profunda como la paga que recibía por sus servicios de mercenario, a juicio del hebreo, aquello tampoco era excusa para tal atrevimiento.
Assur, demasiado ocupado como para estar pendiente de la conversación de los adultos, retrocedía atosigado por una serie de mandobles furiosos que, si bien carentes de técnica, lo obligaban igualmente a dar pasos atropellados.
—¡Equilibrio! ¡Equilibrio, muchacho! —le gritó el infanzón antes de mirar a Weland con un claro gesto de reproche por su exceso.
El nórdico, sin darle más importancia al asunto, continuó hablando:
—Yo creo que Rosendo va a mandar al troll a recoger nabos con los dientes, es demasiado orgulloso para aceptar confederarse con el que le quitó el obispado… Y me parece que eso es lo que prefiere el enano. Pero da igual, me temo que, en cualquier caso, como siempre, los únicos perjudicados seremos nosotros. Sean cuales sean las alianzas que se forjen, corona e Iglesia o nobles, antes o después, nos tocará pelear.
—Eso es cierto, el acuerdo final no importa demasiado —concedió Gutier—. Por el momento parece que los normandos no se han movido, solo algunas escaramuzas sin importancia, aunque, como habéis dicho, tarde o temprano tendremos que enfrentarnos a ellos.
Assur había conseguido rehacerse, y ahora plantaba cara al escudero con algo más de soltura. Pero la velocidad de las acometidas de ambos contrincantes había disminuido tanto como para resultar patente a los observadores que los dos muchachos estaban derrengados. Las espadas de prácticas eran, como los escudos, mucho más pesadas que las reales y Assur se había quejado por ello en las primeras sesiones, hasta que Jesse le había explicado que ese era el modo en el que entrenaban sus adorados gladiadores, precisamente para que el peso adicional les ayudase a fortalecer los músculos y ser más rápidos con las reales.
En el tiempo transcurrido en Sarracín el cuerpo de Assur había empezado a reaccionar favorablemente al entrenamiento y la buena alimentación de las cocinas del castillo, asegurada con el patrocinio de Jesse; además de crecer había comenzado a ensanchar, y en su espalda y pecho se dibujaban líneas tensas que auguraban músculos poderosos. Era unos años menor que el escudero al que se enfrentaba, sin embargo, tenía su misma altura y ya resultaba más fornido; y sabía de sobra que si salía derrotado, ni Weland ni Gutier admitirían como buena la excusa de la edad, de hecho, no admitirían de buena gana ningún tipo de justificación.
El otro muchacho giró hábilmente esquivando el último de los golpes de Assur y, aprovechando el impulso, rodeó al antiguo pastor para propinarle un formidable puñetazo en los riñones que Assur recibió con un resoplido y un peligroso traspié con el que por poco no terminó de bruces en el suelo, lo que hubiera ofrecido su nuca como un blanco fácil y hubiese dado por terminado el combate con un triste fracaso.
Assur podía digerir las derrotas cuando Weland o Gutier hacían las veces de contrincante, sin embargo, no lo sobrellevaba tan bien cuando era otro de los muchachos del castillo el que lo vencía.
Volviéndose como pudo, esquivó un nuevo puñetazo y, haciéndose a un lado al tiempo que giraba sobre sí mismo, atrapó la muñeca de su oponente cuando este intentaba lanzarle una estocada a las costillas. Forcejearon unos instantes antes de separarse resollando y con la guardia baja.
—¡Mantén la postura! ¡Levanta el brazo, maldito enano cometierra! —le gritó Weland—. Como bajes de nuevo la guardia, te haré excavar estas montañas hasta que encuentres oro, ¡y después te haré forjarlo con los dientes!…
Assur logró reaccionar y, acostumbrado a la rudeza de Weland, no le dio importancia a sus palabras. Lo malo fue que su contrincante también se había hecho eco del consejo del nórdico. Volvieron a tantearse el uno al otro, dando largos pasos y moviéndose alrededor de un círculo con el tamaño justo para abarcar los brazos extendidos de ambos.
Assur arremetió de repente buscando el cuello de su contrincante, pero este alzó su espada haciendo que ambas empuñaduras se trabasen con un sonoro clac; Assur, viendo su ataque frenado, lanzó un codazo a la cara de su oponente que consiguió tumbarlo en el suelo. Y cuando el pastor ya pensaba que las tenía todas consigo, las tornas cambiaron de pronto.
El escudero notaba la sangre manar desde su carrillo, llenándole la boca, había recibido el codo del pastor en su mejilla con un impacto franco y luchaba por mantener la consciencia; intentaba incorporarse sobre extremidades inseguras y, viéndose acorralado, se decidió por una jugarreta. La tierra pisada de los alrededores del establo no tenía muchos granos sueltos, sin embargo, escarbó frenéticamente con la mano izquierda hasta hacerse con un puñado y, revolviéndose, se la lanzó al rostro a su contrincante.
—¡Eso ha sido muy sucio! —exclamó el hebreo sin poder contenerse.
Gutier, que viendo el combate concluido se levantaba ya para propinarle un coscorrón a Assur por haberse confiado después de tumbar a su oponente, se giró hacia el hebreo y, encogiéndose de hombros, le dijo con sarcasmo:
—En la guerra no todo es limpio, amigo mío…
El escudero recuperaba el aire preparándose para rematar la faena.
Assur, desesperado por verse derrotado ante las atentas miradas de Gutier y Weland, se frotaba furioso los ojos sintiendo una vergüenza que lo enfurecía, buscaba una solución que, en última instancia, lo salvase.
El hebreo miraba la escena preocupado y Weland, dando por terminado el combate, se ocupaba de la cerveza.
Entonces, aun sabiendo que no era lo más correcto, Assur acudió a la única salida que se le ocurrió: silbó.
—¡Furco! ¡Aquí!
Gutier se detuvo y miró con desaprobación cómo el lobo salía corriendo para interponerse entre los dos muchachos. Jesse sonrió tímidamente y Weland no pudo evitar exclamar su sorpresa por la reacción de Assur.
—Sá slyngi dirokkur!
El infanzón, sin querer saber qué había dicho su amigo, estaba a punto de recriminar a su discípulo cuando intuyó las verdaderas intenciones del chico y relajó el rostro con una expresión de alivio.
Assur seguía pasándose la mano por los ojos llorosos, pestañeando tan rápidamente como era capaz para librarse de la incómoda sensación.
—Aquí, Furco, quieto…, quieto…
El lobo no entendía muy bien lo que sucedía, pero, obediente, había acudido a la llamada de su amo, y ahora permanecía sin mover otros músculos que los de su hocico, que se arrugaban para enseñar sus colmillos con fiereza. Estaba preparado para atacar en cuanto Assur se lo pidiera.
El escudero se había quedado petrificado, la imagen del lobo listo para saltarle al cuello le había robado toda la iniciativa.
Assur seguía esforzándose por recuperar la visión. Tenía los ojos enrojecidos y le escocían tanto como para que la incomodidad de mantenerlos abiertos fuese igual de desagradable que el esfuerzo de cerrarlos y arrastrar las arenillas que se le prendían bajo los párpados.
Weland, que como el infanzón intuía el gesto de Assur, sacudía la cabeza, negando una y otra vez mientras estentóreas carcajadas le surgían de lo más hondo.
Tras unos instantes que se le hicieron eternos la vista de Assur comenzó a aclararse y pudo distinguir de nuevo a su oponente. Se frotó el rostro unas cuantas veces más y, cuando sintió de nuevo seguridad en lo que podía percibir, volvió a dirigirse a su animal.
—Furco, quieto, túmbate. —Y acompañó las órdenes con palmadas cariñosas en el cuello del lobo.
En un principio, Furco pareció dudar, sin embargo, el tono tranquilo de su amo le hizo entender que todo estaba bien y, con una expresión de satisfacción por los cariñosos manotazos, se tumbó sin más, tal y como Assur le había pedido.
Finalmente, Assur le hizo gestos a su oponente para animarlo a reanudar el combate, sin embargo, el escudero no podía hacer otra cosa que mirar con desconfianza al lobo, y bastó una rápida finta de Assur para que terminase con la espada del pastor apoyada en el cuello, un golpe que hubiera sido mortal y que clasificaba a Assur como vencedor.
—¡Quia! Se acabó por hoy. A tomar viento… Dejad las espadas y acercaos a que Jesse les eche un vistazo a esos golpes —ordenó el infanzón.
Gutier se sentía profundamente impresionado por la nobleza y buen hacer de Assur, ya que si bien era cierto que había recurrido al lobo, solo lo había hecho para contrarrestar la jugarreta del otro muchacho, y no se había aprovechado de la situación para ganar el combate sin más, había actuado con honor. Aunque no pensaba dedicarle semejante halago, temeroso de que los cumplidos volvieran blando al muchacho. Cuando los dos jóvenes pasaron a su lado para acercarse al hebreo, Gutier le habló a Assur lo suficientemente alto como para que el escudero lo oyese.
—No debiste dejar que te sorprendiese con un truco tan rancio, tenías que haberlo esperado.
Y antes de que el chico pudiese responder lo animó a seguir caminando con un gesto de la mano.
Assur había estado aguardando un elogio de Gutier desde la vuelta del infanzón, sin embargo, ese momento de modesta gloria todavía no se había producido, y el consuelo que le brindaba Jesse excusando al infanzón como un maestro poco dado a los cumplidos no le servía de mucho.
Weland, que seguía riendo tanto como para haberse atragantado con la cerveza, no tuvo tantos reparos como el infanzón en alabar al muchacho.
—Estúpido loco, un método muy poco práctico de ganar un combate…, pero con gloria suficiente como para ser incluido en una edda del mismísimo Thor —le dijo el nórdico a Assur entrecortando las palabras con su risa—. Casi se caga en los calzones cuando ese bicho tuyo ha salido con todos los dientes por delante… —Y terminó la frase con una carcajada al tiempo que levantaba su vaso de cerveza.
Jesse ya se había acercado hasta los muchachos y examinaba los morados y contusiones con eficiencia. Cuando consideró que ninguno de ellos revestía gravedad, los despidió guiñándole un ojo a Assur.
—Mañana venid a verme y aplicaremos algún ungüento. Ahora id a las cocinas a que os den algo de comer.
Y la expresión de Assur cambió, ensanchada por una sonrisa radiante.
Los dos muchachos se pusieron en camino. Dejando a los adultos tras de sí, comentaban los lances del combate, olvidada ya la fingida rivalidad que habían mantenido durante el enfrentamiento. Furco los seguía contento, intuyendo las sobras que podía recibir.
Gutier regresó junto a sus amigos y, cuando los dos chicuelos se habían alejado lo suficiente, se atrevió a hablar.
—Es un gran muchacho, ha sido un gesto propio de un hombre de honor…
—Sí, señor, una maldita hazaña —interrumpió Weland—. ¡Brindemos por ello!
Jesse los acompañó con gesto distraído, mirando las espaldas de los muchachos y sonriendo.
Despreocupados, siguieron bebiendo durante un buen rato, disfrutando de la compañía mutua y de las obscenas historias que, con la lengua suelta por el alcohol, Weland se animaba a contar. La tarde ya decaía y empezaba a refrescar cuando se decidieron a despedirse, principalmente porque Jesse había confesado que, si se retrasaba mucho más, su esposa sería capaz de hacerle dormir en el suelo. Se despedían ya cuando uno de los habituales en la guardia se acercó corriendo.
—¡Gutier! ¡Gutier!
El infanzón conocía al vigía desde hacía años y era uno de sus confidentes habituales en el castillo, bastaban algunas monedas eventualmente o una invitación esporádica a las tabernas de Valcarce para mantener al hombre contento y dispuesto a contar todas las novedades de las que se enteraba. Cuando llegó hasta el grupo de amigos, el hombre, sabedor de la confianza del infanzón en los que lo rodeaban, se explicó.
—Acaban de llegar unos campesinos que han escapado, uno de ellos ya ha pasado a la torre a despachar con el conde… Los normandos se han movido. ¡Han atacado Chantada!…
Assur caminaba esperanzado hacia las cocinas. No solo por la ración caliente que su estómago reclamaba con rugidos evidentes, sino también por las posibilidades que tenía de verla a ella. Lo que terminó resultando en perjuicio del pobre Furco, que se sintió extrañado cuando, tras ajustar el paso y acercar el hocico a la mano de Assur, este no le devolvió una palmada cariñosa. El lobo, un tanto airado, miró a su amo con expresión circunspecta al tiempo que, desentendiéndose de la caricia que buscaba, adelantó a los dos chicos.
Hasta el momento no había intercambiado con ella más que unas pocas palabras tímidas, sin embargo, Assur atesoraba todas y cada una de ellas como si se trataran de las más maravillosas perlas negras que los comerciantes del golfo arábigo pudiesen encontrar, pues, según le había explicado Jesse, esas eran las joyas más extraordinarias que nadie podría jamás poseer.
La primera vez se había cruzado con ella mientras ayudaba a transportar cestas de castañas recién recogidas. Las mozas de la cocina recibían los frutos y los clasificaban según el uso futuro, desechando las pasadas o picadas y eligiendo las que se secarían, las que se asarían y las que se emplearían en carísima confitura gracias al azúcar sarraceno; le había parecido una visión celestial. Para averiguar su nombre había sobornado a uno de los niños de las leñeras con un trozo de tocino del que se había privado: Galaza. Y por las noches se quedaba dormido repitiéndolo en voz baja una y otra vez, Galaza.
En solo unos pocos días los sueños adolescentes de Assur se habían cubierto de los recuerdos magnificados que podía construir con las fugaces visiones de ella en sus idas y venidas por la cocina. Todo era nuevo para el muchacho y, aunque se sentía al tiempo encantado y confuso, se estaban produciendo en él cambios que no lograba entender y que, por motivos que desconocía, le asustaban. Solo Sebastián, el mayor, le había hablado alguna vez sobre cuanto estaba descubriendo y, más que nunca, incluso a pesar de las flojas sonrisas con las que se llenaban sus tardes, echaba de menos a su hermano.
Por primera vez miraba a las muchachas de su alrededor como mujeres, y a las mujeres como fuentes de pasiones desconocidas, dándose cuenta de detalles y circunstancias que hasta entonces le habían pasado desapercibidos. Ahora, se ruborizaba cuando los pliegues de un vestido dejaban entrever la curva de un pecho, o se preguntaba cuál sería el tono de la piel de unos muslos insinuados por el pesado tejido de una falda; sentía una curiosidad por el desnudo femenino que solo supo calificar de impúdica.
Había oído historias que excitaban su imaginación, los mozos de cuadra más mayores se jactaban de cosas que no llegaba a comprender, y la anatomía femenina se le antojaba un dulce misterio por resolver. Alimentada por sus dudas y los cambios que sentía en su cuerpo, su desazón había ido en aumento hasta que, una mañana, agitado y abochornado, se había confesado a Jesse; la noche anterior había manchado su lecho en un sueño inquieto y rebelde cuyo simple recuerdo le coloreaba las mejillas.
El judío lo había escuchado con su sempiterna paciencia, sin extrañarse de que un joven cristiano tuviese tantas dudas con un tema que parecía intimidar tanto a los católicos. Práctico como siempre, Jesse se había decantado por enfocar el asunto desde el punto de vista médico, y un asombrado Assur recibió información más que suficiente como para sentirse escandalizado; sin embargo, para regocijo del hebreo, la curiosidad del muchacho pudo más que su castidad cristiana y a aquella primera sesión de preguntas la siguieron muchas más.
Así, pensando en Galaza y soliviantado, se dirigía ahora Assur a las cocinas, intentando seguir el hilo de la conversación que le proponía el escudero sin que se notasen demasiado sus ensoñaciones. A pesar de la diferencia de edad, elucubraba con apasionadas declaraciones amorosas que Galaza recibía con radiantes sonrisas complacientes; abriéndole sus brazos y entregándole sus labios.
—Chantada —repitió Gutier en voz baja, negando suavemente con la cabeza.
Aunque hubiera sido evidente para cualquiera de ellos que los nórdicos seguirían sembrando violencia y muerte mientras no hubiese quien les plantase cara, esa certeza no aliviaba la chispa de odio que insinuaba prender en sus amargas resignaciones. Especialmente para Gutier, que se sentía pieza de una culpable maquinaria obsoleta, incapaz de ponerse en movimiento si su dueño no obtenía beneficios por ello. Las divisiones del reino, las peleas entre los herederos y las ambiciones de los nobles se le antojaban al leonés excusas muy débiles cuando eran vidas lo que se ponía en juego. En Chantada él tenía amigos.
—¿Y el monasterio de San Salvador? ¿Lo han atacado? —preguntó.
—Sí, eso han dicho. Y la fortaleza de Castro Candade, no han dejado piedra sobre piedra… Y la iglesia de Santa Mariña… —contestó el vigía inclinando el rostro—. Por lo que he oído, llegaron hace apenas cuatro días, con el amanecer, y antes de décima lo que no estaba ya ardiendo estaba en ruinas… Creen que habrá más supervivientes, quizá siga llegando gente, aunque supongo que muchos otros se dirigirán a Lugo, por las murallas, o puede que a Compostela. Estos han venido aquí porque la hija de uno de ellos es sirviente en las cocinas. Esperaban que el conde los acogiese.
El silencio que siguió fue incómodo para todos, sabían que el conde no era, precisamente, un hombre piadoso que se hiciera cargo de las penurias de unos labriegos. El noble no tenía por costumbre permitir que todo el que lo necesitase pudiese acudir a sus dominios. Gutier recordó que la situación de Assur en el castillo era un secreto a voces.
—Está bien, Arias, está bien. Gracias por avisarme. Regresa a tu puesto, ya buscaré el modo de que puedas librarte de las guardias de cuarta y quinta feria. Gracias.
El vigía, contento en parte por la promesa de Gutier, ya pensaba en las visitas a las tabernas de la vega que serían posibles gracias a ese tiempo libre prometido. El infanzón sabía que en cuarta y quinta feria las guardias que le tocaban a Arias eran nocturnas y, conociéndolo de tantos años, Gutier era consciente de que la oportunidad de gastar unos trientes con alguna de las fulanas que decoraban las mesas del par de posadas que se escondían en el valle era el mejor modo de devolverle el favor.
Cuando los tres amigos se quedaron de nuevo solos, se miraron por unos instantes, con gesto de disgusto, hasta que Weland puso la nota discordante siguiendo su costumbre:
—Þar fór í verra! Ahora tendré que emborracharme…
Y el hebreo lo miró incrédulo, preguntándose la idea exacta de una borrachera que podía tener el nórdico si, a su juicio y considerando la enorme cantidad de cerveza que ya había ingerido, estaba en ese momento tan borracho como podía estarlo la horca que su padre usaba para bazuquear el mosto mientras fermentaba.
—Pues ya somos dos —añadió el infanzón.
Y el judío, encogiéndose en previsión a lo que tendría que oír una vez llegase a su casa, se decidió por unirse a ellos.
—Tengo que bajar al valle de todos modos… Así que supongo que nada me impide hacer una parada en la taberna antes de irme a casa…
La estridente risa de Weland levantó un poco el ánimo de los tres amigos. El nórdico rodeó los hombros de los otros dos con sus enormes brazos y, como un preludio de lo que sucedería, echaron a caminar apoyándose mutuamente con un aire taciturno que estaban dispuestos a borrar a base de alcohol.
Era la mañana del día de San Severo y las noches eran ya tan largas como para anunciar la inminencia del invierno; llovía pesadamente, grandes gotas gélidas que preludiaban la nieve que llegaría pronto. Había pasado una semana y, aparte de los pocos desahuciados que llegaron al castillo pidiendo asilo, no se tenían noticias nuevas de los normandos. Con aquellos labriegos asustados habían venido también los rumores y las habladurías sobre la crueldad de los demonios llegados del mar. La lucha, hasta entonces restringida a los valles accesibles desde las costas y a las playas mismas, se hacía más presente e inmediata, revolviendo los ánimos de las gentes de la fortaleza y de la vega del Valcarce.
Weland y Gutier habían discutido las distintas posibilidades que se les ocurrieron, ambos entendían que los nórdicos pasarían un invierno tranquilo, era fácil suponer que, con la nieve amenazando cerrar los pasos, al menos por el momento, las huestes normandas no se atreverían a moverse mucho más al este y arriesgarse a que los montes del Bierzo les supusieran una trampa en la que plantear batalla resultase imposible. Sin embargo, ambos estaban seguros de que todo el valle del Ulla seguiría sufriendo la ocupación y dominio de los nórdicos hasta que las fuerzas hispanas se les opusieran. Con el reino dividido y la corona en manos indecisas, mientras no hubiera quien les plantase cara, Weland y Gutier sabían que los normandos no regresarían sin más a sus tierras del norte.
Gutier deseaba hablar con el conde y, de algún modo, convencerlo para tomar una decisión antes de la primavera. Quería ilusionarse con la perspectiva de una expulsión antes de que empezase el verano. Y, aunque sabía que un simple infanzón como él no tenía semejante derecho arrogado, no podía evitar pensar en ello. Le bastaba mirar al muchacho para recordar el dolor que aquellos paganos descreídos podían engendrar.
Por su parte, Assur seguía intentando adaptarse al rosario de inesperados cambios que su vida había sufrido. Lo había perdido todo y ahora existían resquicios de esperanza, había sido un simple campesino y ahora se formaba para convertirse en hombre de armas, aprendía a montar a caballo y sus muñecas se fortalecían con la espada; estaba descubriendo la palabra escrita, conocía ya los principios del álgebra y la geometría, había asimilado a través de las lecciones de Jesse nociones básicas de filosofía y medicina, e incluso había comprendido que el mundo era mucho mayor de lo que jamás había imaginado: mientras Assur pensaba en celebrar la Natividad del Señor, el hebreo hablaba del Janucá y Weland explicaba la importancia de la fiesta del Jolblot. Además, Jesse le había contado su viaje a Bagdad y detalles sobre su vida en Córdoba, dejando entrever al muchacho el orbe musulmán y sumiéndolo en tal cantidad de novedades e ideas que el pobre pastor se sentía a menudo desbordado por la enormidad de su ignorancia; algo que, para asombro del muchacho, ponía de manifiesto, según el judío, lo inmenso de su sabiduría.
Assur tenía nuevos amigos en los que confiar, un lugar en el que sentirse seguro y una curiosidad innata que se veía saciada en raciones que se le antojaban escasas. Y ahora, además, había descubierto el amor. Sin embargo, toda la excitación y novedad se diluía amargamente en un triste velo de melancolía y pena. En más de una ocasión se sorprendió a sí mismo reconociéndose que, a pesar de la fortaleza que pretendía mostrar a los demás, hubiera preferido que las cosas no hubiesen cambiado. Echaba de menos a padre, con su orgullo severo, y a Ezequiel, con sus palabras entrecortadas y su dulce mirada de inocencia, a Zacarías, con el que le hubiera encantado compartir confidencias sobre Galaza y discutir todas las sensaciones que estaba descubriendo; pero, sobre todo, echaba de menos a mamá. Todos los días y en todo momento.
Y con cada día el cambio de estación se hacía un poco más palpable; los hombres se enfrentaban a la nostalgia arrimándose al fuego de los hogares y los caminos, convertidos en barrizales, se desbordaban por el agua de las pertinaces lluvias.
En el patio del castillo se formaban incómodos charcos para la práctica de la esgrima. Y, por lo general, forzado por el tiempo inclemente, durante los inviernos Gutier solía disponer de más tiempo de asueto y no era extraño que si las nubes, con su agua y su nieve, se lo permitían, se acercase a León para ver a sus hermanas, especialmente a la más joven, que era la única que seguía soltera. Sin embargo, ese año las cosas eran muy distintas, sabía que no iría a León, aunque sí despachó, a través de los escasos mercaderes que se movían todavía de un lado para otro, un par de misivas para su hermana, y otra destinada al padre de un pretendiente que le parecía adecuado y al que estaba deseando azuzar para que tomase una decisión. Pero no iría hasta la vieja ciudad.
Ese invierno Gutier tenía otras responsabilidades y, además, se sentía gustoso de aceptarlas. Aquel muchacho había demostrado todo lo que él esperaba de un hombre en una medida y calado impropios para su edad. Le gustaba el chico. No pensaba demostrarle lo orgulloso que se sentía de él, pero, sin lugar a dudas, le gustaba. Y, aunque no lo deseaba en absoluto, se sentía responsable de él y quería cuidarlo, por lo que intentaba, siempre que sus deberes se lo permitían, estar pendiente del muchacho.
Aquel día gris de San Severo el conde había planeado salir de caza a por algún venado, revolucionando a todo el personal y servidumbre con los preparativos y especiales requisitos que siempre exigía para sus cacerías; pero como el Boca Podrida se había levantado con las tripas más revueltas de lo normal, había reclamado a Jesse a su lado de inmediato, obligando a un mozo a bajar a buscarlo a la casa del judío en el valle antes incluso de que el hebreo se presentase en la apoteca del castillo y, pese a no salir personalmente de caza, había encargado a Weland que trajese una enorme cornamenta de la que presumir en el salón de la torre del homenaje. Impaciente mientras aguardaba respuesta de Compostela, su humor se había vuelto tan irascible como sulfurosas sus digestiones. Así que, con el castillo en calma y sin ninguna otra ocupación, Gutier pensó que sería una buena oportunidad para pasar unas horas con el muchacho y, quizá, enseñarle alguna cosa.
Tuvo que buscar al chico durante un buen rato hasta dar con él. Estaba sentado en el murallón del castillo, mirando al valle con el lobo a su lado, con las piernas encogidas y las manos entrelazadas. Gutier se dio cuenta de inmediato de que el zagal estaba sumido en uno de sus períodos de melancolía.
—¡Muchacho! —lo llamó mientras pensaba en cuál sería el mejor modo de animarlo.
Furco se giró al instante y, cuando bostezó ruidosamente para desperezarse, Gutier agradeció haberse ganado la confianza del animal. El lobo se guardó los colmillos y trotó por el adarve de la muralla hacia el infanzón. Assur se levantó también, sin decir palabra, y esperó obedientemente a saber qué querían de él.
—¿Qué te parece si practicamos un poco con el arco? —le dijo sabiendo que era la disciplina de la que más disfrutaba su pupilo.
El chico respondió de inmediato, aunque sin la sonrisa que Gutier había esperado.
—Como digáis.
El infanzón se dio cuenta de que el rostro del muchacho se recomponía. El pastorcillo estaba evidentemente triste esa mañana, sin embargo, había aceptado la sugerencia como una orden y sin protestas.
—Anda, ven, veamos si eres capaz de tensar mi arco —Gutier lo decía intentando alentar al chico, que llevaba semanas aguantando estoicamente las negativas a sus peticiones para probar las armas de los adultos.
Algo brilló en los ojos de Assur al tiempo que se ponía en marcha, pero su rostro siguió compungido.
Cuando llegó a su lado, Gutier estuvo tentado de posarle una mano en el hombro, pero se contuvo.
El esfuerzo del muchacho era evidente, y aun con la lluvia, que persistía ahora como una pesada cortina de suave humedad, el infanzón podía ver las gotas de sudor que perlaban la frente del chico. En el bosque, un cárabo soportaba el aguacero mirando entretenido la práctica de los humanos.
—Recuerda, el brazo del arco no tiene que estar tenso, basta con que lo trabes en la posición de tiro —decía el infanzón—, la mano no puede empujar el arco, ha de estar suelta para que todos los disparos se repitan del mismo modo.
El muchacho asintió con un gesto contenido y soltando el aire relajó de nuevo la postura destensando el arco y respirando acaloradamente.
—Calma, vuelve a intentarlo cuando hallas recuperado el fuelle —dijo Gutier, y estuvo tentado de añadir que ya resultaba asombroso que, aun sin control, el muchacho consiguiera manejar su arco, aunque rechazó la idea.
Furco los miraba con curiosidad, protegiéndose como buenamente podía del final del aguacero bajo la copa desnuda de un enorme aliso que delimitaba el claro donde los hombres practicaban el tiro. A pesar de que se sacudía enérgicamente cada poco, su pelaje húmedo se apelmazaba en mechones oscuros que le daban un cómico aspecto.
Assur miraba al suelo respirando profundamente, intentando aliviar la incómoda premonición de fracaso que se cernía sobre él, quería demostrarle a Gutier que agradecía la oportunidad que le brindaba, y que era capaz de usar el arco del infanzón tan bien como los más livianos que había venido utilizando hasta el momento. No quería decepcionar a su maestro.
Gutier miraba al chico ensayando su paciencia. El cambio operado en el muchacho resultaba notable; el crío había crecido sus buenas pulgadas, sus hombros y espalda resaltaban musculosos, definidos en la tela húmeda de la camisa, y su rostro se había afilado, e incluso le pareció distinguir algo de bozo.
—Tendremos que enseñarte a usar la navaja —dijo de pronto intentando cambiar el hilo de su discurso para no presionar demasiado al muchacho—. La pulcritud es una virtud tan deseable como cualquier otra. Además, con esos ojos y ese pelo, como te dejes crecer la barba, parecerás uno de esos malnacidos normandos.
El infanzón lo había dicho con ánimo y tono de mofa, pero Assur estaba demasiado concentrado para poder advertirlo, simplemente afirmó sacudiendo el mentón y volvió a colocar la flecha en la cuerda, listo para tensar el potente arco a medida que inspiraba.
La saeta voló y la cuerda del arco produjo un ruido sordo. Se clavó en uno de los alisos del otro lado del claro, a unos pasos a la derecha de la saca de lino basto que, llena de heno y colgada de la rama de otro árbol, servía de blanco. Había fallado de nuevo, pero al menos la altura era la correcta y, teniendo en cuenta la distancia, Gutier sabía que era un disparo más que aceptable.
—No puedes soltar la cuerda como si quemase… Debes dejar que se escape sola de entre tus dedos, como si los atravesase sin más; y relaja el brazo del arco… Vuelve a intentarlo, seguiremos aquí hasta que aciertes, y no me importa si estás cansado o te duelen los brazos, ¡otra vez!
Al chico se le escapó una mueca de desagrado por la reprimenda, y Gutier sonrió al darse cuenta de cómo el muchacho se esforzaba por borrarla de su cara.
En ese momento Furco gañó y salió corriendo hacia Assur, en cuanto llegó a su lado se sentó como si se lo hubiesen ordenado y miró al muchacho con la cabeza entornada.
Gutier conocía lo bastante a tan estrambótica pareja como para suponer que el lobo había acudido al presentir el ánimo de su amo. El infanzón suspiró y se permitió una licencia:
—Muchacho, ¿estás bien? ¿Te sucede algo?
Assur no respondió, seguía mirando al suelo y, tras palmear la cabezota del lobo, se tocó distraídamente la cinta de la muñeca. Gutier pensó por un momento regañarlo por no contestar.
—¿Es verdad? —preguntó entonces Assur.
El infanzón permaneció callado, sin saber a qué se refería el chico.
—¿Es verdad? —volvió a preguntar Assur; y sin darle tiempo al infanzón para responder siguió hablando—. ¿Es cierto que tenemos alguna posibilidad de encontrar a mis hermanos? ¿A Sebastián? ¿A Ilduara?… ¿La tenemos?
Gutier se daba ahora cuenta de que no había calibrado como debiera la melancolía callada del chico. Estaba a punto de responder intentando darle ánimos cuando Assur siguió hablando.
—Era mi responsabilidad… Y ahora… ahora… todo esto es… Pero yo no sé lo que debo hacer, ni siquiera sé qué debo sentir, no puedo evitar pensar en que me gustaría contarle a mis hermanos y a los chicos del pueblo que he aprendido a leer y a escribir, o que sé usar una espada —Assur hablaba atropelladamente, librándose tan rápido como podía de un peso enorme—. Pero yo debería estar de duelo, o atacando el campamento de los normandos… ¿Qué iba a pensar padre de mí?… Pierdo a Ilduara y me dedico a cumplir sueños, ¡sueños infantiles! Fingiendo ser un caballero…
El infanzón, sorprendido por la madurez del muchacho, no sabía qué decir. Assur palmeaba de nuevo la cabeza de su animal y mantenía la mirada baja. Gutier fue consciente de que el chico luchaba por no llorar.
—¿Qué pensaría padre de mí? No tenía que haber dejado sola a Ilduara… Y la casa, y los campos, nadie se ha encargado de la siega… ¡Nadie los ha arado!… Debería volver y asumir mis responsabilidades, ya tendría que haber sembrado…
Cuando Assur pareció callar al fin, desfogado, Gutier se tomó unos instantes antes de hablar, considerando muy seriamente sus palabras y pensando en las consecuencias.
—Hijo —apeló Gutier acercándose—, tú no has hecho nada malo. Tú has hecho mucho más de lo que se podía esperar de un niño —le dijo cogiéndole el mentón y alzándole el rostro para obligar al chico a mirarlo a los ojos—. No tienes la culpa de nada, ¿entiendes? —Assur se esforzaba por no llorar—. De nada… Y tu padre —Gutier dudó un instante—, tu padre se sentiría muy orgulloso de ti.
Los ojos de Assur se abrieron agradecidos con una expresión solemne.
—Estoy seguro de ello —añadió Gutier—, yo… yo lo estoy… Yo estoy muy orgulloso de ti.
Assur dejó caer el arco y se abrazó al infanzón como ya había hecho tantos días atrás. Gutier, poco acostumbrado a esos gestos de cariño, dudó con sus manos en el aire en un ridículo gesto hasta que, sin saber qué otra cosa hacer, rodeó al chico con sus brazos.
Estuvieron así, dando tiempo a la lluvia a terminar de escampar, hasta que Furco, celoso, hociqueó la cintura de Assur reclamando algo de atención; lo que Gutier aprovechó para librarse de tan embarazosa situación. Y, sin transición alguna, como dando el incidente por olvidado, el infanzón instó al muchacho a continuar con la práctica de tiro.
—Recoge el arco y vuelve a intentarlo, no nos iremos hasta que consigas acertar en el blanco —dijo Gutier con el tono de voz más serio que pudo componer.
Assur obedeció sin decir nada más. Tampoco hacía falta que lo hiciese, su expresión era casi jubilosa. Para el chico estaba claro que las palabras del infanzón no iban a perderse en el olvido de un momento para otro.
El muchacho tensó el arco de nuevo y, soltando el aire poco a poco, apuntó al blanco considerando la parábola a la que obligaba la distancia y la suave brisa que empezaba a soplar.
—Con suavidad, el disparo debe sorprenderte —dijo Gutier en voz baja.
Assur mantenía la posición de tiro frunciendo el ceño y haciendo un esfuerzo patente, su mano izquierda temblaba ligeramente, y las venas del cuello y los antebrazos se marcaban en su piel.
La flecha voló y Furco se sobresaltó con el silbido que produjo el emplumado al cortar el aire girando a toda velocidad.
—¡Bien hecho! —exclamó el infanzón antes incluso de que la flecha impactase en el saco del otro lado del claro.
No había sido un disparo perfecto, un poco escorado a la derecha, pero había dado en el blanco y era evidente para todos, incluso para Furco a tenor de la alegría de los humanos, que aquella flecha había arrastrado consigo algo más que la puntería del muchacho.
El rostro de Assur, triunfal, se giró de pronto hacia el infanzón y el muchacho preguntó:
—¿Qué hay que hacer para gustarle a una mujer?
El pobre oblato sufría la ventisca sin más protección que su hábito raído y la bondad de la providencia divina en la que, más que fe ciega, tenía confianza. El pollino que montaba agachaba la cabeza para avanzar, como buenamente podía, luchando con el fuerte viento gélido.
El invierno se había instalado ya en los montes del Bierzo, y el manto de nieve se veía punteado aquí y allá por las copas verdes de los pinos y las telarañas de gris y siena que formaban las ramas desnudas de los árboles de hoja caduca. Cruzar los pasos de las montañas con el frío tan avanzado era una empresa impropia de un hombre de Dios, sin embargo, en la Iglesia la obediencia era una regla inquebrantable, y al frailecillo no le había quedado otro remedio que seguir las órdenes dadas; cuando el todopoderoso obispo Rosendo decidía hacer llegar un mensaje, no sería la nieve enviada por el Señor la que lo impidiese.
La afición de Weland por los licores tenía algunas consecuencias para el nórdico, que, a su vez, implicaban ciertas incomodidades para Assur. Tiempo atrás, el conde había decidido racionar la cantidad de aguardiente y espirituosos de la que su mercenario podía disponer en la bodega del castillo y, aunque Weland casi siempre encontraba a quien sobornar para proveerse, de tanto en tanto no le quedaba más remedio que hacer acopio de plata y comprar algún barril en los mercados, granjas o posadas fuera de la fortaleza de su patrocinador. Y en esa fría mañana de invierno, quizá por nostalgia de sus tierras del norte, Weland había deseado empezar el día trasegando licor. De modo que Assur terminó siendo el encargado de bajar hasta el pueblo y subir cualquier clase de alcohol disponible.
La vereda que descendía al valle se había mantenido relativamente limpia en el centro gracias al ir y venir de las gentes del castillo y, aunque Assur, bien abrigado con una fuerte capa de lana, había elegido mantenerse en ese estrecho paso del embarrado sendero rodeado de nieve sucia, Furco prefería ir brincando de un lado a otro, enterrándose aquí y allá y reapareciendo cubierto por blancos copos esparcidos por su pelaje. Era evidente que se divertía hasta que algo inusual le llamó la atención. Fue el primero en darse cuenta de que alguien se aproximaba y, dejando a un lado su entretenimiento, salió corriendo hacia el visitante.
Assur, que conocía bien a su animal, supo enseguida que un extraño se acercaba.
El pobre oblato tenía la cara más blanca que la nieve que los rodeaba, el borrico resoplaba entrecortadamente por los ollares abiertos y tenía los ojos desorbitados; Furco solo los miraba con curiosidad, pero lo único que supieron ver el fraile y el pollino era un lobo enorme que se interponía en su camino.
—Estad tranquilo, padre, no os hará nada —dijo Assur cuando llegó hasta la escena.
El religioso, todavía intentando digerir el asombro que le había provocado la aparición de Furco, no supo cómo reaccionar. Assur siguió caminando por el barro, manteniéndose en el centro del sendero, libre de nieve acumulada.
—Os lo juro, no os hará daño —insistió el muchacho.
—¡No se jura en vano! Y… y… y… ¡no soy sacerdote! Fray servirá, fray Esteban… —reaccionó finalmente el oblato.
Assur, despistado con la jerarquía de la Iglesia, no le dio importancia a las palabras del asustado fraile y se limitó a llegarse hasta Furco. El animal lo recibió alzando la cara amistosamente y Assur le acarició el cogote intentando demostrar con hechos que su lobo no atacaría.
—¿Vais al castillo de Sarracín? —preguntó Assur con tono afable, intentando cambiar los aires de la conversación.
El fraile tardó en reaccionar.
—¿Acaso no resulta evidente? ¿Qué otra cosa iba a hacer un fraile en medio de una ventisca subiendo por este mald…, por este…?
El pollino rebuznó, como intentando terminar la frase de su jinete, y empezó a recular sin perder la expresión de pánico que le transformaba el rostro.
—Podéis subir tranquilo, el barro será vuestro único problema, ¿queréis que os acompañe? Yo bajaba a la vega a por… —Assur dudó, no estaba seguro de si era correcto mencionar las apetencias de Weland—. Volveré a subir en un instante.
Tan pendientes estaban el uno del otro que ni el fraile ni el muchacho se dieron cuenta de que a lo lejos, por entre los árboles del bosque que rodeaba la subida al castillo, una figura embozada caminaba luchando por no hundirse en la nieve. Furco lo olió, sin embargo, estaba tan divertido con el fraile y su pollino que no quiso darle importancia. Era un olor curioso, mezcla de sudor, cuero vejancón y algo metálico que se diluía con un deje de aceitoso humo de fragua. Por unos instantes le pareció familiar, pero la brisa se revolvió con un torbellino de copos y el borrico volvió a rebuznar asustando a una corneja que alzó el vuelo. El lobo se distrajo y se olvidó pronto de aquel aroma.
La noche cerrada arropaba el castillo con un frío penetrante que olía a resina vieja y los pucheros de las cocinas rezumaban jugosos olores que Weland ventisqueaba en el aire como un perro.
—Me comería un buey —rugió Weland con los ojos achispados por el alcohol.
Gutier estaba sentado al lado del nórdico en un taburete basto, con un cartapacio de cuero viejo en el regazo, e intentando hablar con el mercenario de sus preocupaciones sin conseguirlo; despistado por notar que su amigo parecía aquel día más dispuesto a la borrachera de lo normal, quizá intranquilo por algo que el infanzón desconocía, o puede que simplemente melancólico. Lo único que el leonés sabía es que, desde temprano, cuando se había encontrado con el normando en la fragua del herrero Braulio, a tiempo de ver como el artesano reavivaba las brasas para el trabajo de la jornada azuzando a sus ayudantes, su amigo ya se había mostrado hosco.
Weland se servía de continuo, vaciando un pequeño barrilete de aguardiente, y esperaba ansioso que una de las mozas de la cocina le trajese algo del estofado que había quedado de la cena servida en la torre para el conde. Anticipando la comida, masticaba algo de pan de centeno cuando no tenía la boca ocupada con el vaso de madera.
Gutier esperaba que le preparasen un hatillo con víveres para el duro viaje que tenía por delante, antes de acercarse a las cocinas se había pasado por el establo y se había asegurado de que su caballo estaba bien atendido.
—Partiré mañana al alba, incluso a pesar de la ventisca, el conde no ha querido atender a razones —se explicaba el infanzón—. Se ha puesto muy nervioso con el mensaje que ha traído el frailuco ese. Creo que Rosendo se ha negado a asociarse con él. Y ahora, con el ataque de Chantada, ya siente en el cogote el aliento de los tuyos y quiere forjar sus alianzas lo antes posible…
Weland dio un gruñido por única respuesta.
—Por eso tengo que ir a Lara en primer lugar… No sé lo que hay aquí —dijo Gutier palmeando la cartera de piel en la que llevaba la misiva del conde—. Puede que le pida ayuda a Fernán una vez más, o que lo mande a tomar viento e intente convencer a Rosendo de otro modo…
—No, seguro que no —interrumpió el nórdico—, ese mezquino nunca se atrevería a enemistarse con Fernán González, estoy seguro de que el Boca Podrida procurará mantener los dos bandos dispuestos a aliarse con él, incluso aunque Rosendo le haya contestado que puede ir a ahogarse entre las piernas de una puta vieja. Además, esa no es su única jugada… Creo que yo sí sé lo que pone ahí —dijo Weland señalando con la barbilla el regazo de Gutier—, quiere presentar una solución de su mano, como si fuera el que les puede sacar las castañas del fuego a todos. —Gutier torció el gesto intrigado—. A mí me ha ordenado que vaya hasta el campamento de los nórdicos a parlamentar, quiere que averigüe las intenciones de ese tal Gunrød y que plantee el pago de un…, ¿cómo se dice?, de un gafol… De plata, oro, lo que demonios sea… De un danegeld, como pagan los anglos a los de Danemark.
—¿De un tributo? —preguntó el infanzón pensando en la parada que tendría que hacer en su regreso desde Lara.
A Gutier no le extrañó la propuesta, había oído tiempo atrás la historia de cómo los navarros habían tenido que pagar rescate por el rey García, preso por los normandos en un razia de casi cien años antes.
—Sí, un pago para que no sigan los ataques y se vayan… Un heregeld.
—¿Y eso funcionaría? —preguntó el infanzón yendo al grano—. ¿Se marcharían?
—Sí, claro, a fin de cuentas, oro es lo que quieren. Y si ese Gunrød no está demasiado empecinado con Compostela, funcionará. Se ha hecho siempre… Muchos han pagado ya. Carlos el Calvo pagó en París… Y en Northumbría también, y los sajones, que se cagan en los calzones en cuanto ven nuestros drekar en sus costas, ¡llevan años pagando!, miles de libras en plata, miles…
Gutier resopló sorprendido por la cantidad.
—Entonces, ¿cobrarían y se irían?
Weland mordió un buen bocado del pan moreno antes de contestar.
—Sí, se irían… Pero si esta vez se les paga para que se vayan…, podéis tener por seguro que volverán a buscar más en cuanto lo hayan gastado. Si se paga el heregeld una vez…
—Entiendo —acotó Gutier pensativo.
Se quedaron callados, cada uno sumido en sus pensamientos. Gutier no supo ver que su amigo le estaba ocultando una parte de la verdad: había sido el propio Weland el que le había sugerido al conde la idea del tributo y la visita al campamento.
Al poco, una de las mozas de la cocina se acercó con un plato humeante lleno de estofado, era voluptuosa e insinuante, las curvas de sus pechos generosos se veían provocativas, abultadas por las ataduras de la camisola que llevaba bajo el delantal. Al verla, Gutier recordó algo.
—¿Weland?
—Hummm… —gimió el nórdico como único signo de aquiescencia, perdido en el escote de la moza.
—Con toda esta nieve y semejante invierno voy a tardar una eternidad en ir y volver a Lara, además, no puedo regresar sin más, tendré que subir al norte, a Oviedo… —Gutier se detuvo, consciente de que estaba divagando, y fue al grano—: Es el muchacho, está… está un tanto confundido estos días —dijo el infanzón mirando a la moza con una expresión muy distinta a la del nórdico.
Weland, que intentaba mirar las posaderas de la mujer mientras pretendía acertar con la cuchara en el plato de estofado, se dio cuenta de que Gutier también miraba en la misma dirección.
—Bueno —continuó Gutier—, me gustaría que mientras estoy fuera ayudaseis a Jesse con el muchacho, que estéis pendiente de él. Creo que puede necesitaros a ambos… Quizá el hebreo no sea… —Gutier sacudió la cabeza—. No importa, ¿lo haréis?
El nórdico volvió a mirar las curvas de la mujer y sonrió, creyendo entender lo que su amigo no llegaba a decir.
—Tranquilo, ese hebreo enclenque y yo nos ocuparemos del muchacho —dijo Weland con una franca sonrisa en los labios—. Marchad sin apuro.
Y Gutier agradeció al Señor poder confiar en sus amigos de nuevo para ocuparse del muchacho.
Las prisas del conde Gonzalo Sánchez habían permitido a Gutier recuperar su caballo para el largo viaje, aunque la comodidad de la montura no suplía el rigor del invierno y sus fríos.
El infanzón apuraba el ritmo tanto como Zabazoque, el semental zaíno de trote largo que robara en una incursión al califato, se lo permitía. Desmontaba a menudo, y sobrellevaba como podía el resentirse de la herida reciente del muslo, pero sabía que no podía exigirle más al rocín, los caminos embarrados y la nieve blanda no eran un firme adecuado para los cascos del jumento, y Gutier, aun con tanta prisa como llevaba, lo trataba con cuanta consideración podía: a no ser que fuera absolutamente imprescindible, se mantenía en lo que el paso del tiempo había dejado de las viejas calzadas romanas.
Los restos de las anchas vías que la maquinaria de guerra imperial había usado para expandir el poder de la ciudad de las siete colinas resultaban, a pesar del deterioro, pasos mucho más cómodos que los de sus anteriores cometidos, monte a través. Cómodos y fáciles de seguir, la mayoría del tiempo, aun con la nieve, podía dejar las riendas de Zabazoque sueltas y resguardar las manos en el tabardo, protegiéndose del frío.
Cuando llegó a Astorga dudó si seguir el camino del norte o el del sur, las dos calzadas corrían hacia el este; la una amenazada por las nieves de las montañas anejas y la otra por los moros que, en una aceifa improvisada, se hubiesen atrevido a vadear el Duero. Se decidió por la del sur, para protegerse del frío y poder, además, evitar la tentación de detenerse en León si seguía la más septentrional. Le apetecía ver a su hermana y hablar con ella, quizá comentarle lo del muchacho y compartir sus cuitas, sin embargo, su sentido del deber se antepuso y consiguió evitar el posible retraso.
No se sacaba al muchacho de la cabeza, estaba más preocupado por él de lo que hubiera reconocido. Y, como el lento camino le permitía mantener la mente ociosa, terminó buscando en qué razonar con tal de no pensar en los problemas que había traído a su vida el joven pastor huérfano.
Tener que detenerse al regreso en Oviedo era una maniobra curiosa. El conde le había encargado a Gutier llevarle una misiva al obispo Fruminio, con el que hasta el momento no había tenido relación alguna de interés, y el infanzón se preguntaba si no estaría el noble berciano pensando en traicionar a su antiguo aliado Fernán González. El frailuco que apareciera en el castillo debía de haber traído una respuesta airada de parte de Rosendo, y el conde intentaba acercarse de nuevo al obispo de Compostela estableciendo una relación con el episcopado de Oviedo, convencido de que le convenía más una alianza con Rosendo y la corona que con el noble castellano. La propuesta de Weland no era descabellada, era probable que el conde Gonzalo pretendiese argumentar que estaba en disposición de expulsar a los nórdicos intermediando en el pago del tributo.
Gutier sabía de primera mano cómo se habían ido desarrollando los acontecimientos, y empezaba a intuir que se avecinaban cambios en el panorama político. Los dos miembros de la nobleza, Gonzalo y Fernán, habían confabulado juntos contra el obispo que regía Compostela, buscando el ascenso al trono del nieto del conde de Lara. Ahora, con Rosendo de nuevo en la sede episcopal de Iria Flavia, la Iglesia estaba mucho más cerca de la corona, que aun reposando sobre la cabeza de un niño estaba, de hecho, en manos de una monja. De tal modo, el infanzón se imaginaba que, de sus dos mensajes, uno era una patraña, una falsa declaración de amistad y buenas intenciones, destinado al conde Fernán y con el objetivo de, aparentemente, dejar las cosas como estaban. Por el contrario, el otro mensaje bien podía ser una astuta artimaña del de Sarracín para acercarse al bando contrario a pesar de que el obispo Rosendo se hubiera negado a ello en un principio.
Una oferta de paz y halagüeña esperanza nunca podría llegar a Compostela de manos de enviado alguno del conde Gonzalo, como bien sabía Gutier, el mismo noble berciano se había encargado de levantar al obispo de su cátedra en tiempos pasados. Por lo tanto, imaginando la inquina lógica que el prelado tendría por el conde, Gutier se olía que el Boca Podrida intentaría usar a Fruminio como un intermediario hábil; buscando, al ponerse del lado de los intereses de la Iglesia, complacer a la regente y, con ello, ganar el favor de la casa real.
Gutier llevaba ya una semana fuera. Las mañanas seguían despertando a las gentes del castillo con el viento soplando entre los carámbanos que se formaban en los aleros y el invierno avejentaba despacio.
Esa tarde, después de un ajetreado día ayudando en la leñera, Assur sobrellevaba como podía la lección sobre la astronomía de Hiparco. Jesse, que sabía que el muchacho echaba de menos al infanzón, procuraba hacer lo posible para interesar a su alumno por la grandeza de los cuerpos celestes.
Estaban en la pieza delantera de la botica y, mientras Furco dormitaba, el hebreo movía los tarros de sus hierbas haciendo analogías con las que explicar el orden de los planetas al muchacho.
Assur no había protestado y no lo haría, se sentía demasiado agradecido, pero, por más que se esforzaba, no lograba comprender de qué le serviría saber sobre la lógica aristotélica, la mayéutica socrática o la medicina de Galeno. Entendía la utilidad de la escritura, y podía ver algo de sentido en el aprendizaje de los números, sin embargo, no entendía la importancia del resto de los conocimientos que el afanoso hebreo se empecinaba en poner a su alcance. En su fuero interno el pastor seguía pensando en la vida acorde a los ritmos de las estaciones, el calendario lo marcaban los tiempos del campesinado y no los equinoccios de los que le hablaba el judío. Aun así, se esforzaba tanto como podía a fin de agradar a su maestro.
—¿Hebreo, saco de huesos? ¿Dónde diablos te escondes, judío narigudo?
Jesse y Assur sonrieron al unísono al reconocer el acento rijoso de Weland.
—¡Deja en paz al muchacho! Le vas a llenar la cabeza de majaderías sin sentido…
El médico miró al muchacho sin poder evitar que la condescendencia se reflejase en su rostro.
—Anda, ve…, ve —dijo el hebreo con severidad fingida—, y no pongas excusas para complacerme. ¿O vas a pretender que te crea cuando dices que mis enseñanzas son para ti tan interesantes como las de ese bruto desmañado? ¡Ve!
Furco ya esperaba ansioso en el umbral y Assur se levantó sonriendo, destilando un agradecimiento patente en su expresión.
—Conque estás ahí, bribonzuelo —alborotó Weland al ver salir al muchacho—, ¿se te ha consumido la sesera o todavía tienes hueco ahí dentro para aprender algo de verdadera importancia?
Assur no tuvo tiempo para contestar, el nórdico siguió hablando.
—Tengo que partir… —anunció Weland con un deje interrogativo.
El muchacho se esforzó por no dejar que su desilusión trasluciese.
—… y tú vas a venir conmigo —concluyó el normando ensanchando la sonrisa entre las púas entrecanas de su bigote.
En un principio el chiquillo no supo cómo tomarse la noticia. Incrédulo y excitado a partes iguales.
—¿Qué les pasa a los esclavos en el norte?
Assur no había podido guardarse la pregunta por más tiempo.
Estaban acampados al este del castillo, a media jornada de marcha, en un recodo del valle del Valcarce donde el sinuoso río dejaba un estrecho brazo de tierra plagado de robles envejecidos. Sentados en las raíces de dos de los árboles más grandes, se dejaban calentar por las llamas de la hoguera y Weland se afanaba pretendiendo tostar la piel del costrón de tocino que había arrimado al fuego, bien untado con miel y vinagre.
Se habían puesto en marcha en cuanto Assur había reunido su equipo: cogió una alforja con algunos víveres, un pellejo de cabra para el agua, su modesto arco de entrenamiento y una aljaba con unas pocas flechas, una capa para protegerse del frío y un amplio gorro de borreguillo que le había regalado Jesse. Solo se habían entretenido el tiempo suficiente como para que Weland departiera unos instantes con el herrero Braulio mientras Assur, excitado por la aventura, acomodaba como podía sus trastos.
El muchacho, que no sabía ni su destino ni sus obligaciones, se había prometido guardarse las preguntas que le rondaban, pero no había podido mantenerse fiel a sus intenciones.
El nórdico compuso como pudo un gesto serio, consciente de la gravedad implícita de la pregunta del muchacho. Intentó responder con el rigor y el tacto que el chico merecía.
—No es como en el sur, con los moros, y no es como te habrá contado Jesse que hacían los romanos. En el norte, los esclavos, los thralls, se encargan de las tareas más pesadas de la granja; pero no los obligamos a mutilarse, no los convertimos en gladiadores, no los castramos para guardar harenes, no los enviamos a las minas de sal…
—¿La granja? —interrumpió Assur con desconcierto.
—Sí, la granja. Claro —contestó Weland con una sonrisa—, ¿acaso imaginabas que vivimos en nuestros barcos, sin más oficio que la guerra? —La sonrisa se ensanchó—. ¿Has visto mujeres o niños normandos?, ¿pensabas que surgíamos del mar sin más?… Hombres barbados armados con espadas paridos por ballenas…
La ironía le hizo más gracia al nórdico que al muchacho. Weland reía de su propia chanza y Assur, ensimismado, se daba cuenta de que no había pensado en ningún momento en los nórdicos como padres, madres o hijos. Solo había visto de ellos el mal que esparcían por donde pasaban y el dolor que dejaban a sus espaldas.
—Yo me crie en una granja…
El nórdico calló, recordando imágenes de su niñez, y Assur intentó asimilar las palabras de Weland.
—Nací en el paso del norte, en Halogaland, demasiado lejos para que aquí eso solo signifique más allá; en las islas de los britanos y los anglos nos llaman fingheinnte, y los germanos nos dicen ascomanni, hombres del fresno, y hay muchos que nos llaman, simplemente, habitantes de los lagos, aunque eso son solo los de las bahías de Götaland. Y para otros, como bien sabes, somos normandos o nórdicos, los hombres del norte… Suele pensarse que todos venimos de un único lugar, pero no es cierto. Las costas de las tierras del hielo son enormes, hay multitud de fjords y víks, y hay muchos señoríos, el reino del frío es enorme, mucho más grande que todo el califato de Córdoba. —Assur intentaba visualizar la descripción de Weland—. También están los de Jutlandia, al sur, son el terror de los sajones; los hombres de Svealand, adoradores de cerdos, más al este, siempre ansiosos por los tesoros de Oriente, y todavía más al este los hombres del finnvitka… Y los same, que sí parecen salir de los lagos, pero que en realidad son una tribu distinta…
»Y aunque nos peleamos y luchamos entre nosotros, compartimos un idioma, y muchas costumbres. Todos nos hemos esparcido por el mundo buscando riquezas y poder. Yo estoy aquí, otros fundaron Dubh Linn… Y la isla del hielo, Iceland, allí también hemos llegado… Hemos colonizado lugares lejanos y hemos preñado a las mujeres de los hombres de todas las tierras conocidas…
Assur se dio cuenta de que Weland hablaba con orgullo de los suyos y, aunque no dijo nada, sintió escalofríos al pensar en las palabras del nórdico. Prefirió no considerar la posibilidad de que el campamento que había visto junto a Gutier se convirtiera en una ciudad.
—Hacia el este, hasta la que vosotros llamáis Constantinopla. Y la tierra de los rus… Muchos se han hecho ricos, han regresado a sus granjas en el norte envueltos en oro y joyas. Dispuestos para convertirse en señores poderosos, en jarls, dueños de cuanto los rodea y pretendiendo adquirir los derechos de un rey. ¡Yo también lo haré!…
Weland calló de pronto, tornando su expresión con una nostalgia que el muchacho, abstraído, no supo ver; y en la que no llegó a adivinar los encontrados sentimientos que atenazaban la conciencia del nórdico. Ansioso por saber, ajeno a las tribulaciones de Weland, Assur se animó a preguntar de nuevo por aquello que tanto deseaba saber:
—De acuerdo, granjas. ¿Y cómo es la vida de los esclavos en esas granjas? —reformuló el chico.
El nórdico, sumido en sus ensoñaciones, tardó en contestar.
—Yo nací en una isla al noroeste —dijo al fin sacudiendo su barbudo rostro como si quisiera librarse de la culpa que empezaba a sentir por lo que vendría—. Cerca del estrecho de Moskenstraumen, donde una corriente cálida llena las aguas de peces y asegura la comida en el duro invierno —continuó haciendo girar el costrón de tocino en el espetón—. Eran los tiempos en que los hijos del rey Harald el de la Cabellera Hermosa desmembraban las tierras que, con tanto esfuerzo, su padre había unido bajo el mismo yugo. Muchos huyeron a Iceland, pero mi padre se mantuvo firme, era un jarl poderoso que dominaba la práctica totalidad de la isla. —Weland se percató de que el muchacho estaba a punto de preguntar de nuevo y se decidió a acercar su monólogo a los intereses del chico—. Teníamos siete thralls, ellos se encargaban de mantener la fragua, del secadero de pescado, de arar, de remendar las redes de los arenques, de los trabajos más duros. No los tratábamos mal, vivían en su propia dependencia, una cabaña mucho más pequeña que la skali…, que el gran salón donde mi padre ordenaba las celebraciones, pero caliente en invierno. Supongo que podría decirse que eran como jornaleros…
Assur imaginó que el nórdico intentaba suavizar la descripción. Tal y como Weland lo contaba, la vida de un esclavo en las tierras del norte no parecía tan dura.
—No eran libres, no podían marcharse, y tampoco podían acompañarnos en nuestras incursiones. Y no tenían derecho a los botines que mi padre traía… No tenían derechos de ningún tipo. Pero podían conseguir su libertad.
Assur reaccionó ante estas palabras.
—Como los gladiadores, ¿ganando un rud…?, ¿un rodi…?, ¿ganando una espada de madera?
El nórdico sonrió, era evidente que, aunque el chico no se daba cuenta de ello, las enseñanzas del hebreo habían calado hondo.
—No, simplemente comprándola. O bien con oro, o bien con una demostración de lealtad o fuerza, algo relevante que convenciera a mi padre para manumitirlos.
—¿Cómo? —preguntó Assur inquieto.
—Bueno, teníamos un thrall que era nórdico, había contraído deudas que no pudo pagar y no le quedó otra que acabar como esclavo. Mi padre le devolvió la libertad cuando mató a un oso que llevaba meses acosando al ganado.
Weland consideró un instante aprovechar el silencio del muchacho para recalcar que, en su desgracia, sus hermanos vivirían mejor como esclavos en el norte que si acabasen en manos de los sarracenos o en los mercados orientales. Sin embargo, se dio cuenta de que no serviría de mucho insistir en la idea y decidió cambiar el rumbo de la conversación; no era el momento de hablar de aquellos temas y él deseaba seguir las indicaciones de Gutier respecto al muchacho en un sentido muy distinto.
—Si estuviéramos en mi granja, ya te habría llegado la hora. Tengo algo para ti —anunció Weland al levantarse tras dar una nueva vuelta al espetón del tocino.
El nórdico rebuscó en su zurrón un rato mientras Assur rumiaba las palabras del normando procurando hacerse una idea del posible futuro que esperaba a sus hermanos si no conseguía rescatarlos.
—Probablemente, como hicieron con mis hermanos —dijo Weland con cierto aire enigmático, ocultando a su espalda algo que había cogido del macuto—, y como hicieron conmigo, te hubiesen enviado a pasar un tiempo en otra granja; hay que evitar que unos padres sean demasiado tolerantes o demasiado exigentes, debe buscarse una educación equilibrada. Y a tu vuelta, llegado el momento, tendrías que convertirte en un hombre…
La pausa sirvió para que Assur se retrepase en la raíz buscando acomodo, sorprendido por el nuevo rumbo de la conversación. Furco miraba embelesado el tocino en el fuego, ajeno a la conversación de los humanos.
—Cuando llega el momento los niños han de convertirse en hombres —continuó Weland—. Deben participar en un saqueo, o en un combate, demostrar su valía y su destreza de algún modo —Weland abrió el brazo libre, como para indicar lo fácil que eran las cosas en su tierra natal—, y a partir de entonces se convierten en adultos; deben asumir sus obligaciones y adquieren sus derechos, pueden llevar el nombre de su padre… —Assur miraba intrigado a su mentor—. Y luego lo celebramos con una gran fiesta, bebiendo mjöd y comiendo hasta reventar. —Weland sonrió con picardía antes de continuar—. Y también nos ocupamos de que los muchachos conozcan los misterios que las mujeres guardan entre las piernas… —Assur, azorado, bajó el rostro intentando esconder su vergüenza—. Ellas también tienen sus propios rituales para las muchachas, pero se ocupan de mantenerlo en secreto, es seidr… De eso no sé mucho, aunque no importa —añadió Weland moviendo su cabeza de un lado a otro—. Lo que importa es que el momento ha llegado para ti, y debes convertirte en un hombre —concluyó Weland tendiéndole la mano al muchacho con la palma abierta.
Era una daga. Sencilla y sin adornos, pero bien equilibrada. Eficaz y ligera.
—Por eso os parasteis a hablar con el herrero antes de salir del castillo.
Weland asintió, aunque Assur se dio cuenta de que los ojos del nórdico brillaron de un modo extraño.
—Cógela, es para ti. Es un regalo —dijo el nórdico acercando la mano con el puñal hacia el chico.
Assur, todavía abochornado por el comentario sobre las mujeres, tardó en reaccionar, hasta que el brillo del metal de la afilada hoja le llenó el rostro de ilusión.
El muchacho tomó la daga con respeto reverencial y se atrevió a pensar en que ya empezaba a parecer un hombre de armas, como Gutier y el propio Weland.
Mientras Assur miraba embelesado la afilada cuchilla, Weland volvió a hablar.
—El Boca Podrida me ha pedido que vaya a parlamentar con los normandos, el malnacido quiere ser el primer noble en ofrecer a la monja una solución, y se le ha ocurrido que yo podría negociar un tributo con los míos. Así que voy al campamento que Gutier vio en el Ulla, para entrevistarme con Gunrød y procurar un pago por su marcha… Y me vas a acompañar… Es hora de que empieces a comportarte como un hombre y asumas las obligaciones de un adulto.
Al pobre Assur casi se le cayó la daga en el pie con la impresión. La sorpresa le impidió ver la familiaridad con la que Weland había hablado del jefe nórdico.
En pleno invierno, con la nieve y el hielo tomando el valle, lo que vio a su alrededor condujo a Weland hasta recuerdos que creía olvidados. Había en todo lo que lo rodeaba un aire de familiaridad que, contradictoriamente, se le antojó como la advertencia de un peligro inminente. Después de tanto tiempo había llegado el momento; los hombres del norte, los suyos, estaban allí, en aquel campamento tan similar a los que habían quedado atrás en el pasado, junto a terribles batallas. Y el peso de la palabra empeñada se hizo agobiadoramente patente. Tuvo la inexorable sensación de que alguno de los draugrs de los que hablaba su madre tanto tiempo atrás se aparecería para romperle todos y cada uno de sus huesos; cuando traspasó el umbral de lo que parecía una skali como las de su tierra natal, casi esperaba ver el haugbui de su padre aguardándolo en el interior listo para atormentarlo.
—Weland, ¡Weland el Errante! Me alegro de verte. Han pasado años…
El sonido de su propia lengua se hizo extraño a los oídos de Weland, y no le gustó que le recordaran su apodo; tenía demasiadas implicaciones peyorativas, cabos sueltos de una urdimbre de oscuras reminiscencias que solo había comenzado a deshilacharse gracias a las inesperadas amistades que había trabado en aquellas tierras de Jacobsland, donde había encontrado, sin pretenderlo, una nueva vida.
Aun con las prisas y lo tosco del trabajo, la estancia estaba dispuesta con bastante tino, como una versión pobre pero digna del original nórdico: dominándolo todo con su resplandor y calor, un gran fuego central ayudaba a despegarse el frío del exterior, estaba rodeado de largos bancos corridos con mantas y pieles que los cubrían malamente, había algunos hombres sentados que bebían y charlaban, y en el par más alejado el godi atendía a unos heridos. Los escasos ventanucos estaban cubiertos con vejigas tensadas y la luz del día se agazapaba en las soleras y el umbral, las llamas y el humo apelotonado en la techumbre marcaban los claroscuros. Los troncos de las paredes todavía se perlaban de la savia que rezumaba el duramen, había gotas de ámbar que devolvían el fulgor del fuego, y entre ellas, armas, principalmente hachas y espadas, algunas melladas, todavía con restos cuajados de sangre seca, también algunos escudos. Había arcones herrados con grandes cerraduras y cubiertos de inscripciones rúnicas.
Y en el lugar de privilegio, un enorme sillón de pilastras labradas donde el jarl se acomodaba para beber jolaol de un cuerno tallado e intrincado con filigranas de oro.
Para Weland fue como regresar a casa con el alma emponzoñada por algún secreto que no permite que lo ignoren. Al principio, a su llegada a aquellas tierras del sur, había sido fácil, la ambición le había dado fuerzas. Pero con el devenir de los días, a medida que descubría las bondades de su nueva vida, su determinación había flaqueado y ahora, rodeado por aquellos símbolos de su pasado, se dio cuenta de que había esperado que semejante momento no hubiese llegado jamás.
Por primera vez, Weland fue realmente consciente del doloroso roer de los parásitos que la perfidia había ido dejando en su alma. Por primera vez, fue consciente de que se había convertido en un traidor.
Gunrød, sentado en su sillón fabrido con dragones y olas serpentinas, miraba con sus penetrantes ojos al hombre que acababa de entrar en el gran salón. Weland se percató de que el asiento aún lucía nuevo, poco afectado por el hollín y el uso, probablemente porque el jarl había lanzado los ondvegissulur de su viejo sillón al mar antes de salir para colonizar Jacobsland. Casi con toda seguridad, en el que se sentaba ahora Gunrød era el trabajo reciente de uno de los carpinteros de la expedición.
—Ven, hablemos, toma un cuerno y bebe. Bebe. Hay que celebrar la ocasión —insistió el jarl.
Weland se fue acercando, receloso de la docena de guardaespaldas de fiero aspecto que rodeaban a su señor. No se fiaba de ellos, ni de ellos ni de ninguno de los que analizaba su avance. No le hubiera confiado su hermana a ninguno de los presentes.
Gunrød captó la incertidumbre del Errante; y frunciendo el ceño, no sin desconfianza, analizó de hito en hito a su infiltrado en el reino cristiano. El tiempo se había ido estirando como el hilo caliente que saca el artesano de un metal dúctil y el jarl no quería dar por sentada una lealtad sobre la que solo tenía las palabras de un desesperado años atrás.
—Bebe y cuéntame. Hemos esperado tanto por esta oportunidad… Ahora que la casa no tiene perro que la guarde, podemos hacer lo que queramos. Incluso puede que, tras arrasar el norte, sigamos hacia el sur. Deberíamos ocuparnos de desteñir a esos hombres azules del sur, quizá consigamos que acaben siendo blancos —aunque el tono de Gunrød parecía amistoso y afable, Weland supo de inmediato que le estaban lanzando un ultimátum. El jarl quería escuchar de sus labios una confirmación y su falta de respuestas podía ser malinterpretada—. ¡Quizá deberíamos probar suerte con sus harenes!
El Errante dudaba. Gunrød lo observaba.
—¡Primero les sacamos las tripas y después el color! ¡Y luego las mujeres! —gritó alguien que Weland no supo identificar.
—¡Sí! ¡Hasta Córdoba! —vitoreó otra voz—. ¡Sigamos hasta Córdoba!
—¡No! ¡A Roma! ¡Vayamos a Roma!
Gunrød, sin abandonar la suspicaz mirada con la que examinaba al Errante, sonrió complacido por los ánimos exaltados de sus hombres. Sabía que sus lobos no se detendrían si no era él mismo quien lo ordenaba. Y consideró seriamente la posibilidad de llegar hasta Roma, le habían hablado de gigantescas iglesias llenas de tesoros, de un señor de los cristianos que acumulaba las más increíbles riquezas. Y, de camino, toda Hispania, el norte de África, las islas del mar interior: todo podía caer rendido a sus pies.
Los nervios de Assur se habían ido cebando para crecer tanto como se lo había permitido el camino hasta allí. Alocadas ideas sobre la salvación de sus hermanos se habían cruzado por su mente continuamente. Se llegó a ver como un héroe legendario que destruía el campamento normando como si no fuera más que una mala ilusión, y cuando su imaginación se desbocaba tenía que recurrir al recuerdo del rostro severo de Gutier, que tantas veces lo reconvenía por soñar despierto.
Y ahora que ya estaba allí donde tanto había deseado, no sabía cómo afrontar lo que veía.
Le habían vedado la entrada a la gran cabaña alargada a la que Weland se había referido como skali. Era un niño y a pesar de haber conseguido no mearse en los pantalones cuando los vigías les dieron el alto, no tenía derecho a discutir con los hombres sobre los asuntos que solo son propios de los adultos.
Estaba fuera, resguardado de la brisa gélida que subía desde el río bajo el alero de la techumbre, sobrellevando el frío con las manos en los sobacos y aceptando, entre divertido y decepcionado, que no parecía suponerle una amenaza a ninguno de los que por allí pasaban. A su lado, dos grandes maderos labrados con cabezas de reptiles titánicos estaban plantados señalando los dominios del jarl, para el muchacho era evidente que se trataba de un par de mascarones de proa de los navíos normandos. Entre ellos, cambiando de lugar de vez en cuando, la pareja de guardas que se mantenía junto al portalón de entrada sobrellevaba el frío con más comodidad que Assur. Ambos hombres se habían limitado a rugirle órdenes secas en cuanto había intentado separarse para explorar. En sus gritos Assur había creído reconocer expresiones que ya le resultaban familiares de tanto que el mismo Weland las repetía cuando el muchacho hacía mal algún ejercicio o se equivocaba con algún movimiento. Para todos los demás que pasaban por allí, el chico parecía invisible y Assur echó de menos la confianza que le suponía tener a Furco a su lado; Weland se había empeñado en que lo dejasen en el bosque, temía que el lobo resultase demasiado llamativo y eso los perjudicase. Según Weland, y para disgusto de Assur, no debía parecer más que un simple recadero, y Furco, el arco y gran parte de los pertrechos de Assur se quedaron atrás; sí le dejó llevar la recién estrenada daga, escondida en la trasera del cinturón y cubierta por la capa, aunque con la explícita advertencia de no desenfundarla a no ser que no quedase otro remedio.
Esperando a que Weland terminase con su parlamento, Assur intentó absorber todos los detalles que le fueron posibles.
Lo primero en que se fijó fue en el redil que meses atrás había visto servir como prisión de los esclavos. Estaba vacío. Algún madero suelto quedaba, mal colocado, pero no se veía mucho, la nieve sucia diluía la silueta del que había sido un improvisado corral y Assur, haciendo acopio de templanza, tuvo que asumir que los nórdicos habrían entendido que, con el invierno cerca, a la mercancía no le convenía enfriarse y morir.
Le había rogado a Weland que si tenía ocasión le preguntase al señor de los nórdicos por los esclavos. Assur incluso se había atrevido a pensar que, tal y como había predicho Gutier, se podría negociar un rescate. O simplemente comprar a sus hermanos. El muchacho esperaba que, si llegaba el momento, el infanzón, Weland y Jesse le permitieran contraer con ellos la deuda que estaba dispuesto a aceptar con tal de recuperar a Ilduara y a Sebastián.
Weland salía ya del gran salón. Al abrirse el portalón, una ráfaga de aire frío agitó las llamas y el godi que atendía al final de la sala a los enfermos refunfuñó tan alto como se atrevió.
Gunrød, pensativo, se rascaba las cicatrices de la mejilla izquierda viendo cómo su infiltrado abandonaba el lugar. Hacía ya mucho tiempo que no recordaba el dolor que había tenido que superar; para las torturas que le habían dejado el rostro como un cuero rancio, el jarl hacía ya mucho que había reservado la gruta más oscura de su mente.
No le gustaba lo que acababa de suceder. Desconfiaba.
—¿Es él quien te ha pasado información a través de los comerciantes de estaño?
Einar el Afortunado era el que preguntaba. Era uno de los hombres de confianza de Gunrød y uno de los pocos que podía atreverse a dirigirle la palabra sin ser interpelado primero. Tosco y rudo, con el aspecto de un barril, casi tan ancho como alto y con un cuello como el de un oso en el que los hombros, más que empatar, chocaban irremediablemente; miraba al mundo desde unos prietos ojos oscuros que apenas se distinguían del tono de su barba y cabellos.
—Sí, es él —concedió el jarl sin girarse hacia su interlocutor.
—Y ¿a qué venía ese estúpido interés por los esclavos?
Gunrød pensaba, él también se sentía amoscado. Intentaba recordar lo que sabía de Weland y encuadrarlo en lo que había visto. Algo no encajaba.
Weland era de una de las islas del noroeste, de las Lofoten, el hijo segundón de un jarl de poca importancia y una concubina cualquiera, con derecho al nombre pero sin tierras o herencia. Un caso común de mercenario ansioso de convertirse en un recuerdo lleno de gloria, queriendo pasar a la leyenda y ser invitado de honor en los banquetes del Asgard. Queriendo que su linaje perdurase. Tanta había sido el ansia que, con los elogios adecuados y sabiendo que no tenía granja a la que volver, había resultado fácil para Gunrød convencerlo de establecerse en Jacobsland, y servirle de informador. Pero ahora había algo que no cuadraba.
Había recibido información valiosa sobre los movimientos políticos de los obispos, nobles y representantes de la casa real. Sabía que, por el momento, tenía el camino expedito, la tierra de los cristianos estaba a su disposición. Sin embargo, la insistencia de Weland en saber sobre el destino de los cautivos era, cuando poco, extravagante.
—Prepárate, vas a seguirlo —anunció Gunrød volviéndose hacia Einar—. No me fío. Averigua adónde se dirige y descubre cuanto puedas del lugar y de ese tal conde Gonzalo Sánchez.
El abigarrado nórdico miró a su jarl y asintió sin más.
Furco los recibió con franca alegría, ansioso por moverse, y sin atreverse a abandonar el lugar en el que le habían ordenado esperar. Recogía Assur sus cosas cuando se animó a hablar.
—Entonces…, ¿ya no hay esclavos ahí abajo?
El muchacho, mientras acariciaba a Furco, feliz por el reencuentro, seguía intentando digerir las explicaciones de Weland.
—Solo unos pocos, para ayudar con los trabajos del campamento —respondió Weland pacientemente—. Pero a la mayoría los han mandado a los knerrir que tienen fondeados en la costa, buscando climas más benignos e intentando repartir el botín… —Weland no pudo evitar la expresión; cuando no son los propios los que han visto su vida transformada en un valor al peso, es difícil darse cuenta de que se trata, justamente, de eso, de vidas humanas.
Assur no se tomó el desliz en serio y, aunque le disgustó pensar en sus hermanos como simples reses, valorados en modios de trigo, en trientes de oro o sueldos de plata, no le guardó rencor al nórdico por haberlo hecho.
—… Para repartir los cautivos, el oro, las joyas y demás fortuna en distintos puntos. De ese modo evitan que, en caso de un ataque, puedan perderlo todo de un único golpe. —Assur asintió mientras seguía prestando atención a Furco—. Se ha hecho siempre así. Probablemente Gunrød conservará junto a él las joyas más valiosas y una buena parte del oro. Además…
Y Weland calló de nuevo, había estado a punto de añadir que, casi con toda seguridad, el jarl también habría reservado unas cuantas de las cautivas más atractivas para su propio disfrute y para el entretenimiento de sus hombres. Afortunadamente, se percató a tiempo del daño que sus palabras habrían podido causar.
Assur lo miraba inquisitivo, esperando que el nórdico continuase.
—Además, alejando parte de las posibles ganancias del grueso de sus hombres y dejándolas con distintos grupos de confianza, Gunrød se asegura evitar un motín.
Assur volvió a asentir antes de formular una nueva pregunta.
—¿Y dónde creéis que pueden estar mis hermanos?
Weland se abstuvo de comentar la posibilidad de que ya estuviesen separados y, encogiéndose de hombros con un tintineo de sus pertrechos, contestó:
—Podrían estar en la desembocadura del Ulla, en Juncaria. O en alguna ría más al norte, quién sabe.
—Pero, si solo los controlan pequeños grupos, entonces podríamos atacar e intentar rescatarlos, ¿no os parece?
Weland no podía quitarle la razón al muchacho, aunque encontró el modo de darle una respuesta satisfactoria que no lo alejase de sus obligaciones.
—Supongo que sí… Aunque será mejor que discutamos eso con Gutier. Es probable que pueda persuadir al Boca Podrida para enviarnos con algunos infanzones más.
Como esperaba el nórdico, el muchacho aceptó sus palabras.
—Bien, ¿y qué sucede con lo del tributo?
—Aceptaría cien mil sueldos —contestó Weland con falsa certidumbre, sabedor de que Gunrød se limitaría a apropiarse de semejante suma y seguir como hasta el momento; el mercenario sabía que los suyos no se moverían si no era por la fuerza, el jarl estaba demasiado obsesionado con las riquezas de Compostela—. Pongámonos en marcha —concluyó Weland.
Furco, percibiendo el ánimo de los humanos, fue el primero en echarse a trotar hacia el este, levantando sus patas para librarse de la capa de nieve en la que se hundían.
Assur se quedó en un principio rezagado. Había visto valorar una yunta de bueyes en veinte sueldos, y había oído hablar de que un caballo moruno, como Zabazoque, el semental de Gutier, podía llegar a cobrarse en más de cien sueldos. Sin embargo, no era capaz de imaginar la cifra que Weland había propuesto con tanta naturalidad.
Tuvieron que acampar al raso, los desmanes de los nórdicos no habían dejado posadas o tabernas en las que refugiarse de las noches de invierno. Y Assur aprendió a preparar un vivaque con un abeto joven: forzando el tronco a troncharse, pelando las ramas superiores para emplearlas como acolchado en el lecho y usando las laterales entretejidas para servir de techumbre. El chico descubrió encantado cómo, si bajo la márfega de ramas rotas del abeto se disponía una capa de brasas con algo de tierra por encima, se podía pasar la noche relativamente caliente pese al manto de nieve que rodeaba el campamento.
Por la mañana, Weland tostó pan de comuña, que sirvió con queso fundido al amor de la lumbre, de ascuas todavía calientes por el gran fuego que habían prendido para alejar el frío y espantar a las alimañas. Batiendo unos huevos a los que añadió algo de nata y en los que sumergió unas castañas secas, preparó un remedo abizcochado que Assur y Furco disfrutaron como si se tratase de su última comida. Y aunque el chico echaba de menos a Gutier, hubo de reconocer que, en lo tocante a la comida, prefería la gula de Weland al ascetismo del infanzón, que parecía conformarse con cecina y pan duro como si en su nueva vida como hombre de armas conservase la obligación de la pobreza de sus tiempos monásticos. Assur supo percatarse de que el frío y las circunstancias adversas del invierno resultaban mucho más tolerables junto al nórdico.
Cuando por fin se pusieron en marcha, no sin que Weland hubiese ya disfrutado de unos cuantos tragos de cerveza, Assur y Furco afrontaron el camino con un ánimo más que dispuesto.
Antes de tercia, el muchacho ya se había dado cuenta de que, de tanto en tanto, Furco se daba la vuelta extrañado, mirando tras ellos y venteando la brisa contraria como queriendo descubrir algo. Al principio no le dio excesiva importancia, pensando que quizá el lobo percibía algún rastro interesante que los remolinos de aire del bosque llevaban hasta ellos. Sin embargo, cuando ya se acercaba sexta y habían hecho un alto al resguardo de unas grandes lajas de pizarra, se atrevió a hablar.
—Creo que nos siguen —dijo con timidez.
Weland miró hacia el horizonte, entrecortado por árboles y lomas que dejaban tras de sí, antes de contestar.
—Sí, es cierto. Nos siguen; es un hombre solo. Un explorador. Puede que, al fin, tengamos la oportunidad de ver de qué madera estás hecho, chico.
Einar llevaba el sobrenombre del Afortunado porque, según los suyos y desde su más tierna infancia, había estado bajo la protección de los dioses. Tanto era así que, creyendo por propia conveniencia que en verdad era un elegido poseedor de lo que los suyos llamaban hamindja, raro era el cometido que no afrontaba con seguridad plena.
Cuando su jarl le había ordenado que siguiera al infiltrado que había mantenido en las tierras de los débiles cristianos, Einar no se había atrevido a protestar aun sabiendo lo poco que le apetecía tener que cruzar montes helados en pleno invierno. Sin embargo, y en honor a su apelativo, la suerte se le puso de cara una vez más. Algún álfar bondadoso dispuesto a ayudarlo habría torcido los caminos de aquellos dos para brindarle ahora la oportunidad de la venganza.
Lo intuyó al ver las primeras huellas, y pudo confirmarlo al ver cómo descendían una ladera. Acompañando a aquel al que llamaban Weland el Errante estaba el muchacho que se les había escapado unas lunas atrás. El lobo lo hacía inconfundible, el chico había crecido, parecía ya un hombre en ciernes, pero con aquel enorme animal a su lado no había modo de olvidarlo. Einar sabía que Gunrød tenía aquella escapada de unos simples chicuelos como una espina clavada. Especialmente por la niña, que bien podía haber alcanzado un buen precio como esclava en solo una temporada más. Además, la resolución del chicuelo le había supuesto al jarl una desagradable demostración de irrespetuosa osadía por parte de quien hubiera debido rendirse de inmediato, temeroso de su poder. Una inconcebible rebeldía que Gunrød ansiaba cobrarse con sangre. De modo que Einar el Afortunado, mientras seguía las inconfundibles huellas del hombre, el muchacho y el lobo, pensaba en cuánto se contentaría su jarl si podía llevarle al díscolo e impertinente mocoso. Estaba seguro de que Gunrød se mostraría encantado, despellejaría lentamente al crío para poder clavar su piel reseca en los postigos de su skali.
Einar no sabía qué relación unía al chico del lobo con Weland, y dudaba entre simplemente acercarse y decirle que entregase al muchacho, o si tendría que usar la fuerza. Prefería inclinarse hacia la idea de que la sola mención del nombre del jarl haría que Weland cediese. Pero asumió que la mejor estrategia sería observar al trío durante una jornada entera y luego decidirse. De modo que en la primera mañana apuró el ritmo e intentó acortar distancias.
Se habían detenido y ambos observaban al lobo, venteando el aire y mirando hacia el paso que habían cruzado.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Assur mientras, como le había enseñado Gutier, ya se esforzaba pensando cuál sería el mejor modo de enfrentarse a la situación.
Weland no contestó. Se había dado cuenta de que tenían a alguien tras ellos antes que el muchacho, y llevaba ya un par de horas razonando qué motivaciones podría tener su perseguidor. Obviamente, los habían estado siguiendo desde que abandonaran el campamento del Ulla, y Weland tenía la seguridad de que aquel que lo estuviera haciendo obedecía órdenes de Gunrød, algo que le planteaba dudas respecto a las motivaciones del jarl para haber mandado a uno de sus secuaces tras ellos.
Weland era consciente de que sus respuestas y presencia durante la entrevista con Gunrød no habían sido tan buenas como habría deseado; no había podido evitar que sus sentimientos aflorasen, dejando ver que las convicciones que años atrás lo habían llevado a aceptar su misión en las tierras cristianas habían flojeado en los últimos tiempos. Aunque si el jarl había percibido esos titubeos, Weland no llegaba a entender qué ganaba Gunrød haciendo que los siguiesen, o qué esperaba conseguir.
—Tendremos que pararle los pies —afirmó finalmente el nórdico convenciéndose a sí mismo de que era la mejor solución.
Assur, inquieto, cambió el peso de pie haciendo crujir la nieve. Si había entendido bien las palabras de Weland, tendrían que enfrentarse con su perseguidor. Estuvo a punto de preguntar cómo y cuándo, pero, recordando las admoniciones de Gutier, decidió callar y limitarse a obedecer.
—De momento debemos seguir caminando, tenemos que aparentar que no nos hemos dado cuenta. Hemos de aprovechar la ventaja que supone el que nosotros sepamos algo que él —dijo Weland moviendo la cabeza para señalar a sus espaldas— no puede adivinar si sabemos o no.
Assur entendió rápidamente el razonamiento; acorde a las enseñanzas sobre la guerra y las maniobras bélicas que había recibido en los últimos meses, la maniobra tenía sentido.
Cuando ya se acercaba la hora nona y el terreno comenzaba a ascender, como un anuncio de las montañas bercianas en las que se resguardaba su destino, Weland volvió a hablar:
—Nos detendremos ahí —dijo el nórdico señalando con la mano abierta un amontonamiento rocoso—. Le haremos creer que nos preparamos para pasar la noche al abrigo de esas peñas.
El muchacho afirmó con un leve movimiento, pensando mucho y sin atreverse a decir nada, obediente y dispuesto a hacer lo que le mandasen, aun a pesar del miedo que empezaba a sentir.
Weland comenzó por comportarse del mismo modo en que lo hubiera hecho en circunstancias más normales y Assur le siguió el juego del mejor modo que pudo, concediéndole a los nervios nacientes en su interior el menor acomodo posible.
—Debemos controlar nosotros la situación —dijo Weland bajando el tono de voz, dedicándose a vaciar los útiles de su zurrón y sin mirar hacia el muchacho—. Tiene que acercarse cuando nosotros queramos, ni antes ni después.
Assur no dijo nada y empezó a librar de los restos de la última cellisca un trozo del terreno en el que prender una hoguera, tal y como le había enseñado Weland: vigilando no hacerlo justo bajo una rama cargada de nieve que pudiese cimbrear y apagar las llamas por culpa de una ráfaga de viento, y dejando el espacio justo para sus lechos entre el hogar de la lumbre y las piedras, buscando que el calor del fuego les sirviese para atemperar la noche.
—Ve a buscar leña, llévate al lobo contigo. Si nos separamos crearemos una oportunidad que él querrá aprovechar —afirmó Weland echando el mentón por encima del hombro.
El nórdico parecía seguro de lo que decía y Assur no podía dejar de entender la lógica de la treta; así que el muchacho aligeró algo el peso dejando el pellejo de agua y el morral.
—Llévate el arco —le dijo Weland al chico cuando vio que se libraba de su equipo—, si te llamo pidiendo ayuda, úsalo, no se te ocurra enzarzarte en un cuerpo a cuerpo con él, no tendrías ninguna posibilidad —añadió el nórdico mirando fijamente al muchacho.
Assur hizo lo que le dijeron y llamó a Furco al tiempo que empezaba a alejarse.
Por su parte, Weland, mirando hacia las peñas disimuladamente, se aseguró de que la espada salía fácilmente de la vaina y se preparó para recibir el ataque pretendiendo que acomodaba el trozo de tierra que había limpiado el chico.
Ambos habían asumido que el interés de su perseguidor estaría centrado en Weland y no en Assur. Cuando en realidad era al revés.
Einar se escondía al abrigo de dos pinos que crecían juntos, robándole aire a un regoldo que se inclinaba escuálido en busca de luz y que tenía pocas probabilidades de aguantar hasta el siguiente invierno. Estaba seguro de que había logrado pasar desapercibido, en un par de ocasiones el viento se había revirado, pero había reaccionado con rapidez cambiando su posición.
Ahora veía cómo el muchacho se alejaba con su animal, aparentemente con la intención de recoger combustibles para la hoguera. Se habían detenido antes de lo normal, pero el Afortunado lo atribuyó a su suerte y no a que sus perseguidos hubieran descubierto su presencia.
Así, separados, sería más fácil, Einar estaba seguro de que Gunrød estaría encantado si le llevaba al muchacho, aunque no pudiese cumplir con su cometido original de seguir al infiltrado. El recuerdo de la huida de aquel crío le había robado más de un pensamiento a su jarl y él lo sabía.
Dejó que transcurriese un buen rato, para darle al muchacho tiempo a alejarse lo máximo posible. Weland parecía ocuparse del asiento de la hoguera.
Cuando lo creyó conveniente se puso en marcha, rodeando a contraviento a sus perseguidos y esperando sorprender al crío sin tener que quitarle la vida. Solo le preocupaba la posible reacción del lobo, aunque se atrevió a imaginar que podría matarlo fácilmente y llevarle a Gunrød el pellejo del animal como un trofeo más. Einar asumía que, si conseguía hacerse con el muchacho sin hacer ruido, podría amordazarlo y ponerse en camino antes de que Weland lo echase en falta.
Haciendo honor una vez más a su apelativo, y considerando lo bisoño de su oponente, Einar estaba seguro de que ya era todo cosa hecha. Ya se veía de vuelta en el campamento disfrutando de los cumplimientos de su jarl y bebiendo jolaol bien enfriado en el cauce del río.
Avanzaba despacio, pendiente del viento, moviendo los pies con la suavidad y la calma del que conoce bien la nieve como territorio de caza. Buscaba la cobertura de los árboles más grandes y prestaba atención a los sonidos de madera rompiéndose. No tardó mucho en divisar al muchacho a lo lejos, que se hacía con las ramas bajas y secas de las coníferas y con lo poco que parecía estar libre de la humedad de la nieve.
Assur pensaba en las palabras de Weland y se preguntaba cuál habría sido la suerte de sus hermanos. Ya planeaba rogarle a Gutier que le dejase acompañarlo si el conde Gonzalo permitía alguna expedición de castigo a los asentamientos normandos de la costa. Estaba tan sumido en sus pensamientos que tuvo que reconvenirse para permanecer alerta y dedicarse a aparentar que recogía leña. Cuando se puso a ello fue lo suficientemente espabilado como para acomodar las ramas bajas y marchitas que rompía de los pinos y abetos de tal modo que pudiera soltarlas con facilidad, Weland le había dicho que actuase con naturalidad, por lo que no le preocupaban los crujidos de la madera seca, aunque sí procuró prestar más atención a las reacciones de Furco y a lo que le decían sus sentidos. Llevaba el arco cruzado a la espalda y la daga seguía prendida en el cinturón; incómodo por los nervios que sentía y confiando en lo que había aprendido, si llegaba el momento, esperaba saber usar sus armas. Había ganado seguridad en sí mismo como para atreverse a realizar un disparo eficiente sin temor a herir a Weland en caso de que los dos normandos estuviesen luchando con espada, o incluso con los puños, a corta distancia.
Assur podía no ser un hombre de armas curtido y lleno de mañas, todavía le faltaban años para eso; pero algo sí que era, y sin lugar a dudas muy bueno: era pastor. Y lo había sido toda su vida, y cualquier pastor está acostumbrado a prestar atención a cuanto le rodea, el sonido de un arbusto moviéndose puede ser una res que se aleja, o una alimaña que se acerca. Cuando el ganado sale a la nieve porque hay que aprovechar los pocos claros de pasto, se le oye hociquear, o se percibe el crujir de las pezuñas incluso en la cellisca más fina, y es que Assur, además de pastor, era pobre, y perder una sola de las reses significaba una desgracia para toda la familia, significaba hambre y significaba penurias.
Cuando intentó explicarlo más tarde, hablando con Gutier, no atinó a describir exactamente cómo lo supo, en parte porque con el rabillo del ojo vio a Furco reaccionar, en parte porque oyó algo indefinible, y en parte porque, simplemente, lo sintió; cuando se giró lo vio. Allí, apenas a cincuenta pasos, estaba su perseguidor; caminando despacio hacia él y colocándose el índice ante los labios para indicarle al muchacho que callase.
Aquel nórdico no solo cometió el error de suponer que le sería fácil sorprender al chico, sino que también dio por sentado que aquel que tenía frente a sí era el mismo niño asustado que había visto correr ante él unas lunas antes. Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que el crío le ordenaba al lobo que se estuviera quieto; no había entendido las palabras, pero el expeditivo gesto de la mano no necesitaba traducción alguna. Y, acto seguido, se percató de que llevaba un arco que no había visto hasta entonces. Lo que vino después no pudo asimilarlo, y fue incapaz de impedirlo por más que echó a correr en cuanto se dio cuenta de lo que iba a suceder, convencido de que tenía tiempo de evitarlo.
Assur preparó el arco y cogió una de las flechas por el cabo del astil, la asentó en la cuerda con calma estudiada. El nórdico, encorvado y zigzagueando, se acercaba. Furco gruñía una vez más. Assur inspiró profundamente, alzando el arco, y pensó en las palabras de Gutier. Veía la cota de malla, veía el casco. Apuntó, compensó la altura, previó el avance del normando. Y cuando el nórdico, sin detener su carrera de requiebros, intentaba alzar su hacha para lanzarla contra Assur, la saeta voló.
El pastor dejó que la cuerda se desprendiese de sus dedos sin gesto alguno que pudiese viciar el disparo. La flecha se curvó, comprimiéndose por la tensión liberada en un suspiro, la cuerda se acomodó y la flexión de las palas del arco se transmitió al astil, que se enderezó de nuevo.
Fue un impacto claro y limpio, en el cuello, y la sangre empezó a brotar con la fuerza de un manantial en el deshielo de la primavera.
Assur volvió a decirle a Furco que se estuviera quieto, el animal, nervioso, intentaba avanzar con pequeños pasos, deseoso de intervenir y defender a su amo.
Pero el normando, devolviéndole ahora la sorpresa al chico, con una mano echada al cuello y el astil de la flecha sobresaliendo entre los dedos apretados, seguía corriendo con una expresión fiera. El muchacho, por alguna razón incomprensible, había pensado que todo acabaría cuando la flecha diera en el blanco. Le costó reaccionar. El nórdico se les echaba encima, Furco lanzaba espumarajos mostrando sus colmillos relucientes de saliva. Y Assur no sabía qué hacer, aquello que sucedía no había entrado en sus planes. El normando debería haber muerto.
Furco desobedeció y salió corriendo hacia el atacante; y fue únicamente el miedo a que su animal recibiese un tajo del nórdico lo que hizo saltar los resortes del muchacho. Cogió otra flecha y la disparó con el gesto limpio y completo que tanto había ensayado, convirtiendo toda una serie de pequeñas acciones y movimientos en una única secuencia armoniosa y fluida.
En esta ocasión falló. La flecha dio primero en la cota de malla con un ángulo extraño y algo desprendido del impacto entre metal y metal pareció rasgar la mejilla del nórdico; al menos el tiro sirvió para que a Furco no le rebanase el cuello el hacha que el normando bajó con toda su intención. El lobo escapó con habilidad y, revolviéndose mientras el normando se recuperaba del impulso del golpe, que lo había desequilibrado, Furco consiguió morder justo por la juntura entre la pantorrilla y la corva.
El nórdico gritó algo que Assur no entendió y se giró para atacar al lobo. Assur cogió una flecha más y disparó. El casco del nórdico tenía una cogotera de fuerte cuero, pero ya estaba demasiado cerca.
El virote del muchacho se clavó con fuerza suficiente como para obligar al normando a asentir ante su propia muerte.
Assur oyó unos estertores que le revolvieron el estómago y le provocaron una desazón que no comprendió.
Algo que permitía respirar al nórdico se había roto y el aire se llenó de sonidos sibilantes. Furco corría de un lado a otro armando barullo y dispuesto a comerse lo que quedase del normando. Assur tuvo que ordenarle que se acercara y se estuviera quieto. El muchacho se dio cuenta de que respiraba pesadamente y de que había sudado tanto como para sentir el frío penetrar en sus prendas caladas. Su corazón desbocado parecía no querer detenerse y, de un instante a otro, sintió un enorme cansancio echársele encima. Se dejó caer doblando las piernas y Furco se le acercó preocupado.
—Creo que es uno de ellos —le dijo al lobo con la voz entrecortada y falto de aire—. Uno de los que nos persiguió aquel día… Si hubiera sido aquel pelirrojo de la cara marcada… —concluyó negando con la cabeza y apretando los puños.
Y aunque el lobo no entendió las palabras de su amo, sí percibió lo que este necesitaba. Furco acercó su cabezota al brazo del muchacho y le lamió la mano. Se quedaron allí, en silencio, hasta que llegó Weland.
Hubo que rematar a Einar, a quien la fortuna se le había acabado por siempre, y sobre el que, Weland estaba bastante seguro, no planearía valquiria alguna para llevárselo a los grandes banquetes. Se había dejado sorprender por un crío, y aunque no deseaba restarle méritos al muchacho, no podía dejar de pensar que aquel cretino tenía que haber sido muy poco precavido y bastante torpe.
Weland, tras ocuparse de su compatriota, tuvo menos reparos a la hora de saquear el cuerpo de los que había tenido Assur durante el enfrentamiento.
—Quédate con la cota de malla y con el hacha. La brynja te estará más o menos bien de largo, este era un enano; pero tendrás que comer más para llenarla —dijo con evidente diversión mientras señalaba alternativamente de un lado a otro—. Y yo te enseñaré a usar el hacha.
Assur no dijo nada, todavía se esforzaba por asimilar lo sucedido; confuso, asustado, e incluso enfadado consigo mismo por sentirse de ese modo. Su cabeza daba demasiadas vueltas como para pensar en lo que Weland le decía.
Ambos necesitaron de sus propios silencios hasta llegar al castillo. Assur echó de menos a Gutier, y a Jesse; privado de respuestas a preguntas que todavía no sabía formular. El nórdico sintió cómo sus convicciones se resquebrajaban.
El invierno empezaba a apagarse con los tibios anuncios de la primavera, escondida en algún remolino de los vientos que llegaban desde el sur, de las llanuras allende las montañas. Las luchas de los machos de los bucardos, a cabezazos que sonaban como truenos en los montes, ya habían terminado. Por las cuentas del hebreo, Gutier estaba a punto de regresar, y Assur aguardaba impaciente la llegada del infanzón. Jesse lo sabía y, con su eterna comprensión llena de palabras apropiadas, intentaba animar al muchacho y evitar aquellos asuntos que seguían confundiéndolo o apenándolo. El judío se empeñaba cada día en hacerse cargo de los cambios en la situación de Assur, y procuraba tener el tacto suficiente como para guiarlo sin tener que recordarle explícitamente sus mayores preocupaciones.
Hablaban sobre la geometría de Euclides y, aunque hacía tiempo que Jesse había olvidado gran parte de lo que aprendiera leyendo los textos del matemático griego en la biblioteca de la universidad de Bagdad, recordaba lo bastante como para que Assur se sintiese tan perdido que en su rostro se dibujaba una cómica expresión de incomprensión. Como tantos otros días, y a pesar de que se aplicaba cuanto podía para satisfacer a su maestro, el chico esperaba la vuelta de tornas y poder seguir sus adiestramientos con Weland. El nórdico le había dicho que lo iría a buscar en cuanto resolviese ciertos asuntos. Antes de empezar sus lecciones de geometría, Assur lo había visto en el patio del castillo: hablando con el herrero; y el muchacho intuía que las frecuentes charlas entre el nórdico y el artesano se debían a que, en su desempeño como armerol, Braulio estaba ocupado intentando forjar para la soldadesca del castillo aquellas piezas que Weland, como consejero pagado por el conde Gonzalo, recomendaba para enfrentarse a los normandos. Assur albergaba la esperanza de que pronto se produciría la llamada al fonsado.
—Jesse, ¿puedo haceros una pregunta? —dijo el muchacho aprovechando una pausa del hebreo para recomponer sus ideas sobre lo que estaba explicando.
El judío, que sabía percibir el momento en el que la concentración y buena disposición del muchacho había llegado al límite, sonrió y lo animó a hacer su pregunta con un ademán de la mano.
—Sigo sin entender…
—¿Lo de los tzitzit? —se anticipó Jesse.
—Sí —afirmó Assur inclinando la cabeza.
Jesse sonrió nuevamente, las pesquisas del chico por las tradiciones judaicas podían deberse únicamente a un modo de evitar lecciones más densas. Sin embargo, el hebreo consideraba que lo importante era el aprendizaje en sí, a su parecer, todo conocimiento era válido antes o después a lo largo de la vida, por lo que no escatimaba sus explicaciones.
—Están para cumplir un mandamiento —aclaró Jesse—, y sirven para recordarnos que el Todopoderoso nos sacó de la esclavitud de Egipto y nos hizo su pueblo elegido —Assur quiso interrumpir y Jesse tuvo que alzar las manos para pedir paciencia—, consagrado a su servicio. Además, al verlos debemos tener presente que Él nos ha dado sus mandamientos en la Torá, para que los pongamos por obra. Por otro lado, en la guematría equivalen a seiscientos, lo que, sumado con ocho hilos y cinco nudos, supone un total de seiscientos trece, que es el número de mandamientos de la Torá…
—Pero si solo son unos flecos que atáis a la camisa —se le escapó a Assur—. No entiendo, tenéis tantos mandatos y preceptos, ¿cómo os acordáis de todo?, ¿por qué no se pueden mezclar la leche y la carne?, ¿a qué viene que no podáis comer conejo o liebre?
Jesse sonrió paciente, escuchando ya como Weland entraba en la apoteca.
—No debes ver tu mundo o tu verdad como lo único cierto, los cristianos tenéis la cuaresma, y los mahometanos no comen cerdo. Debes aprender a ver fuera de ti mismo.
—Es que tampoco entiendo eso, ¿de verdad creéis que si un musulmán se está muriendo de hambre en pleno invierno no va a comer un buen trozo de tocino, o un cristiano en día de vigilia?, pero si aquí apenas hay pescado… No lo entiendo. Y a Weland —continuó el muchacho señalando al nórdico, que ya había pasado a la trasera de la botica y, extrañamente, había permanecido en silencio—, a Weland todo eso le da igual, él come carne cuando le apetece… Y, además —siguió Assur cogiendo carrerilla—, ¿quién tiene razón? Cada uno dice una cosa distinta. Todos creen que sus preceptos son los verdaderos y su dios, el único.
Furco se había acercado hasta Weland y lo olisqueaba contento.
Jesse, comprendiendo las inquietudes de Assur y complacido por la madurez de su alumno al considerar un mundo más allá del pequeño reducto cristiano de la antigua Iberia, decidió cambiar la orientación de su discurso.
—No olvides que no es tu comprensión la que define la realidad, recuerda lo que hemos hablado sobre Platón. —Y, ante la evidente confusión del chico, añadió—: Anda, ve con Weland, por hoy ya hemos tenido bastante teoría.
El nórdico, sintiéndose aludido, pareció reaccionar y salir de su aparente abulia de esa tarde.
—Sí, dejemos a este hebreo loco con sus manías y vayamos a divertirnos un poco, hoy necesito distraerme.
El hebreo había temido que Weland se dejase llevar por su temperamento y soltase alguna blasfemia de mal gusto, sin embargo, el nórdico no añadió nada más y Assur pensó, al escuchar las palabras del mercenario del conde, que la diversión a la que se refería consistiría en algún entrenamiento con el hacha o alguna otra disciplina; pero en cuanto salió con el normando de la botica del hebreo, Weland lo sorprendió.
—Hoy bajaremos al valle, necesito algo de entretenimiento.
El muchacho no quiso preguntar, percibía que ese día el nórdico se mostraba taciturno, pero a pesar de sus dudas se contentaba con librarse de las lecciones de geometría, de modo que se limitó a seguir a Weland.
Como el frío empezaba a remitir, aun con la noche cerniéndose en la vega, el descenso fue agradable. Weland se mantenía en silencio, absorto en sus pensamientos, y Assur se dedicó a entretenerse lanzándole palos a Furco para que se los trajese.
El lobo tuvo que quedarse fuera y Assur pensó agradecido en el aumento de temperatura de las últimas noches. Antes de entrar, el muchacho le ordenó a Furco que estuviera quieto y se portase bien.
—Aquí no podrá ayudarte —dijo Weland con cierto misterio.
Una vez dentro, Assur lo observó todo con detenimiento, lleno de curiosidad.
En las mesas bastas había hombres del campo, fácilmente reconocibles por las manos encallecidas y la ropa sencilla, también algunos infanzones que Assur ya había visto en el castillo, y un par de caballerizos con los que el muchacho se había cruzado en alguna ocasión. En el centro ardían con fuerza unos leños en el hogar y una caótica mezcolanza de velas y hachones llenaba el lugar de una tambaleante luz anaranjada que parecía flotar bajo el humo que se acumulaba contra las vigas que cruzaban el techo. Había también alguna mujer con los lazos de la camisa demasiado abiertos como para no dejar claras sus intenciones y Assur, pensando en Galaza, no pudo evitar ruborizarse al entrever la sombra alargada que el valle de los generosos pechos de una de ellas dibujaba.
—Aquí no tenéis mjöd, pero ya buscaremos algo que puedas beber. Vamos a sentarnos allí —dijo Weland señalando una mesa vacía hacia el fondo de la estancia.
Assur, apocado e intimidado por el ambiente vespertino de la taberna, tardó en seguir al nórdico. Había visto la posada de día, yendo a comprar licor para Weland, pero la tranquilidad de los parroquianos que buscaban algo de comer o el eventual peregrino que se procuraba un pellejo de vino no tenía mucho que ver con el ambiente cargado que percibía ahora. Los infanzones, que mataban el tiempo entre historias de guerra echando los dados alrededor de sus vasos de vino, levantaron la voz discutiendo una jugada. En otra mesa alguien gritó un improperio. En el aire se percibía una mezcla de olores que cuarteaba la presencia del hollín de la lumbre, recuerdos a comidas viejas y al raspón agrio del vino pasado se colaban entre el sudor reseco y el cuero curtido.
En cuanto se acomodaron, una de las hijas del tabernero, con la que Assur se había topado en alguna ocasión, se apresuró a acercarse.
—¿Qué va a ser? —preguntó la muchacha inclinándose lo suficiente para que Assur prefiriese mirar a otro lado.
—Algo que acabe por convertir al muchacho en hombre —dijo el nórdico echándose a reír sin más—. Un jarro de ese aguardiente que guarda tu padre para matar a los caballos que se rompen una pata…
La moza asintió sin dar importancia a lo despectivo del comentario, como si, pese al asombro de Assur, aquel tipo de frases fuesen algo común.
El chico, que había levantado de nuevo la cabeza y observaba a la mujercita, no pudo evitar ser franco en sus intereses y Weland rio de nuevo olvidando las preocupaciones que lo habían mantenido tan callado hasta el momento.
—No me extraña, no me extraña —dijo entre carcajadas y palmeando al muchacho entre los hombros—. Unas tetas así bien valen el pago de un heregeld… ¡Tiene la proa de un knörr!
Assur no entendió todas las palabras de Weland, pero se ruborizó igualmente.
Había bebido cerveza y vino, sobre todo rebajados con agua, o en el caso del vino, incluso caliente y especiado, o con miel y huevos, como le había dado en más de una ocasión Jesse para desayunar. Sin embargo, al primer trago de aguardiente el antiguo pastor sintió un calor intenso que se le subió pronto a la cabeza y, de no ser porque le daba vergüenza, le hubiera dicho a Weland que prefería pasarse al vino.
El nórdico no estaba especialmente hablador aquella velada y Assur, empezando a sentir que su boca se volvía un poco pastosa y jugando con su vaso sin llevárselo a los labios, analizaba lo que le rodeaba con fascinación.
Al poco tiempo, Weland se le quedó mirando e inclinó el rostro con un gesto de aquiescencia casi imperceptible antes de levantarse. Como Assur observaba embobado el moverse entre las mesas de la moza que les había servido el aguardiente, no se dio cuenta de que el nórdico no salía para aliviar la vejiga, como había dicho, sino que se acercaba a la mesa de los infanzones.
Assur siguió sumido en el descarrío de sus ensoñaciones, sorbiendo con miedo el aguardiente, más por disimular que por gusto, hasta que le llegó el primer puñetazo.
—Mocoso malnacido, ¿cómo te atreves a mirar de ese modo a mi hermana?
Envuelto en el estrépito propio del taller de un ebanista, entre las patas de su escaño, Assur cayó al suelo sin entender lo que pasaba. Casi inmediatamente sintió como se le hinchaba la mejilla y un dolor relampagueante que trepó por su rostro.
—¡Vamos, muchacho! ¡Defiéndete! —gritó Weland desde la mesa de los infanzones, sonriendo y en aparente camaradería.
Assur había tenido el tiempo justo para pensar en disculparse y salir con la cabeza gacha. Sin embargo, ver al nórdico con los otros hombres de armas le dio una idea de lo que estaba pasando.
—Señor —dijo tímidamente—, no deseo problemas —añadió pensando en las veces en las que Gutier le había dicho que no se hiciese notar.
El airado infanzón miró por un momento a Weland y se cruzaron un par de asentimientos, luego volvió a increpar a Assur con displicencia.
—Pues deberías haberte mirado los mocos que te pegas en los dedos… ¡Levanta!
Assur dudaba, creyendo entender lo que Weland pretendía, pero pensando en lo que Gutier hubiese esperado de él.
—¡Levanta! En cuanto acabe contigo me cobraré yo con tu hermana…
Assur no sabía si ese infanzón había oído o no sobre su historia, o si simplemente lo había dicho por decir, sin embargo, aquel comentario le dolió de un modo profundo que arrastró algo dentro de él.
El muchacho se levantó, era ya casi tan alto como su oponente y, aunque todavía tenía la delgadez de la adolescencia restándole corpulencia, sus hombros eran tan anchos como los del hombre de armas. Se pasó la mano por la mejilla dolorida y asentó los pies recordando las lecciones de Gutier y del propio Weland. Sabía que no podía confiar en la fuerza bruta y, observando el aplomo que parecía tener su oponente, decidió fingir. Volvió la mano al rostro y recompuso su postura, encogiendo los hombros y aparentando que el alcohol lo había vuelto poco equilibrado, había visto las consecuencias de las borracheras de Weland tan a menudo como para saber qué debía pretender.
El nórdico vio enseguida las pretensiones de su pupilo y un brillo de orgullo le llenó los ojos; para él, como para todos los suyos, la astucia era una de las virtudes más importantes de un guerrero y, aunque a sus ojos el truco parecía burdo, el oponente de Assur semejaba dispuesto a caer en la añagaza, probablemente porque, a su vez, también había bebido demasiado.
Assur se movía despacio, analizando a su contrincante y esperando jugárselo todo a un par de movimientos rápidos y por sorpresa. A pesar del aguardiente se esforzó por afilar sus sentidos.
Los parroquianos miraban divertidos y el muchacho oyó cómo se cruzaban un par de apuestas.
Assur vio que su rival avanzaba dispuesto a terminar la pelea con rapidez y, sabiendo que era diestro, se pegó a la mesa dejándole al infanzón el menor espacio posible y acomodándose para el golpe directo que esperaba.