Era un niño que cambiaría la historia de los hombres. Y, aunque él no lo sabía, el destino ya estaba buscando quien lo forjase.

El verano anunciaba su final con nuevos frescores en el alba, jirones de niebla se levantaban perezosos desde los vados del río, y Assur podía notar las primeras manchas pardas en las hojas de las ramas que colgaban sobre el agua. En el aire húmedo se adivinaba el rastro a hierba recién segada de algún campo cercano, y el muchacho intentaba que aquellos instantes de libertad durasen por siempre; ajeno a que su niñez iba a llegar, en un instante, a un final triste y doloroso.

Faltaban solo unos días para san Mateo, si continuaba sin llover habría que empezar con los duros trabajos de la zafra; y luego, labrar la tierra y sembrar el centeno para comenzar un nuevo ciclo. Sin embargo, por el momento, el niño podía permitirse holgazanear un poco; dejando al tiempo escurrirse lentamente mientras pastoreaba en la pradería, que, todavía húmeda de rocío, empezaba a amarillear anunciando el cambio de estación. Disfrutaba de su tan inusual mañana de asueto.

La noche anterior le había dicho a mamá que quizá fuese buena idea que él se encargase del ordeño de antes del amanecer. Calesa, así la habían llamado por capricho y empecinamiento de Ezequiel, el más pequeño de los hermanos, era la única vaca que había parido ese año, y estaba un poco inquieta esos días por culpa de un rasguño mal curado en una de las ubres. Pensando en ello, Assur había argüido que quizá los pequeños tendrían problemas para manejarla; además, había añadido, una vez almacenada la leche, lo más fácil era que él mismo siguiera ocupándose del ganado. Ella lo había mirado condescendiente, sabiendo lo que su hijo deseaba realmente: una oportunidad para entretenerse pescando truchas.

Las jornadas anteriores habían sido duras, levantando los postes de los almiares para recibir la hierba que habría de segarse en breve. Así que, fingiendo un recelo que no sentía y apretando el delantal entre sus manos enrojecidas, ella había permitido a Assur reemplazar a alguno de sus dos hermanos pequeños, que eran los que normalmente se encargaban de los trabajos menores, como atender el ganado o llevarlo a pastar.

La tolerancia serena que escondían los cansados ojos azules de mamá, según decía su padre los mismos que había heredado el propio Assur, le había permitido albergar la esperanza de llevar a casa unas cuantas pintonas del tranquilo y sinuoso Pambre. Una idea que lo henchía de infantil orgullo por contribuir como un adulto más a poner comida sobre la mesa. Eran cinco hermanos, demasiadas bocas para una familia que dependía en exclusiva de lo que la tierra y el escaso ganado tuviesen a bien regalar, por lo que cualquier aporte era siempre bienvenido. Se sentía ansioso y lleno de expectativas, con esa clase de esperanza que solo los niños saben crear, imaginando peleas interminables y peces enormes; y, lo que era todavía más importante, ya podía ver el gesto complacido de su padre ante las truchas recién fritas en tocino. Tal y como a él le gustaban, rellenas con unas cuantas hojas de menta silvestre.

Con pasos jóvenes y elásticos Assur caminaba por entre la hierba alta de la orilla buscando saltamontes, aún inactivos por el frío nocturno. Furco, obediente y complacido, trotaba a su lado, echando de vez en cuando la cabeza hacia atrás, más pendiente del ganado de lo que lo estaba su pequeño amo. Las robustas vacas, entre rucias y pardas, con largos cuernos grisáceos en forma de lira, permanecían tranquilas, arrancando hatillos de hierba con sus dientes cuadrados, amansadas mientras el calor de la mañana no levantase a los tábanos y vigilando con alguna mirada de reojo los movimientos de sus pastores. Temerosas de recibir un mordisco en el corvejón si se alejaban demasiado.

Ya tenía la vara de sauce preparada y uno de sus dos únicos anzuelos bien atado en el cabo de la liña, con uno de aquellos complicados nudos que su hermano Sebastián le había enseñado entre pacientes resoplidos. Alternativamente miraba el cauce del río y la grama, buscando las suaves corrientes entre las ovas que servían de apostadero a las truchas, intentando descubrir algún insecto adormilado en los tallos. Era un tramo que conocía bien, pues no solo era una de las praderías de pastoreo más habituales, sino que también era un puesto perfecto para, en la primavera, sorprender patos con una piedra lanzada con rapidez.

Mechones de su pelo rubio se bamboleaban de un lado a otro acompañando sus gestos. Estaba tan concentrado que, cuando Furco gañó, se sobresaltó. Poco le faltó para terminar dándose un chapuzón.

El lobo se había dado la vuelta y corría ya hacia la niña, que descendía por la suave ladera. Las vacas se apartaron con trotes irregulares y miradas ansiosas, preocupadas por llegar a ser el centro de atención del animal. Assur sonrió complacido al distinguir a su hermana Ilduara, apenas un par de años menor que él y, como única niña, la preferida de su padre, Rodrigo. En realidad, la preferida de todos ellos, pues Ilduara resultaba ya una mujercita llena de buenas intenciones y dulce carácter, todo enmarcado en un rostro sereno de rasgos suaves en los que destacaba una nariz bien perfilada y una expresión siempre sonriente, con la que se ganaba el afecto inmediato de conocidos y extraños.

La niña traía sobre la cabeza una cesta de mimbre llena de ropa que, en comparación a su delgado cuerpecillo, aparecía enorme a los ojos de su hermano. Furco, que aún no había dejado atrás el asunto de ser un cachorro, ya brincaba de un lado a otro de la muchacha, entorpeciéndole el caminar, a lo que Ilduara respondía con risas nerviosas y complacidas.

Un año antes, cuando Assur había pasado ya su duodécimo invierno, uno de los terneros recién nacidos había aparecido muerto en otro de los páramos que usaban para el ganado, uno sito más al sur, cerca del Ulla, el gran río que limitaba las posesiones del condado de Présaras. Había sido una triste noticia y Rodrigo, su padre, había tardado tres días en conseguir matar a la bestia que había diezmado la exigua ganadería, poniendo en peligro la supervivencia de toda la familia para el invierno, pues pagados los arreldes de carne debidos al sayón del conde, la resta a mayores del valioso ternero comprometía seriamente las reservas. Assur, curioso e inquieto, había querido acompañar a su padre a revisar los lazos instalados a lo largo de los pasos entre zarzales y jaras. Cuando descubrieron a la loba, ya fría, el niño había razonado que, entrada como estaba la primavera, era muy posible que en algún lugar de los montes colindantes se escondiera una lobera con camada. Le costó otros tres días dar con la guarida, además de un mal encuentro con una nerviosa jabalina y sus jabatos listados, que aparecieron de improviso en una vereda cerca del Pambre mientras el niño se tomaba un descanso. Pero el esfuerzo mereció la pena y, tras escarbar ansioso con sus propias manos, había hallado su recompensa. Acurrucado, gimiendo de frío y hambre, se movía inquieto el único de los lobeznos que quedaba.

Assur había tenido que pasar aquellas dos noches fuera y, cuando por fin había conseguido regresar con el cachorro envuelto en su camisola de lana, lleno de arañazos de las zarzas, con los calzones rotos y tierra hasta detrás de las orejas, se había llevado una tunda memorable. En otras circunstancias Rodrigo hubiera podido apreciar el orgullo de su hijo ante semejante hazaña, pero tanto él como su mujer habían estado enfermos de preocupación, y el logro del muchacho no les restó nada del amargor que se les había instalado tras el paladar. Los últimos años habían sido tranquilos, aunque siempre existía el peligro de que los moros apareciesen en el horizonte en una de sus frecuentes aceifas, o, peor aún, que los temibles hombres del norte surgiesen del río para arrasar cuanto encontraban a su paso.

Las cosechas habían sido escasas y las inestables fronteras del valle del Duero, al sur de las montañas que miraban al mar, hacían que muchos hablaran de aquel año de nuestro Señor de 968 como un año de miserias seguras. Era el segundo en el trono del rey niño, Ramiro III. Y, para gran parte de los lugareños, la coronación del chicuelo había sido premonitoria de grandes catástrofes, pues, a pesar de llevar el nombre de su amado abuelo, el joven rey no era más que un títere en las manos de la verdadera gobernante del reino, su tía, la monja Elvira; una mujer tan indecisa como implacable que actuaba como regente gracias al sustento del clero y a la escasa y controvertida ayuda que obtenía con el pusilánime apoyo de la madre del rey niño, una viuda absorta en su carrera eclesiástica en la antigua capital, Oviedo.

Los inviernos habían sido fríos y las heladas tardías habían resultado devastadoras, para muchos el tiempo era propicio para que el milenio llegase antes de tiempo. Algunos incluso esperaban que el arrebatamiento del Señor se avecinase por fin, llevándoselos a todos al reino de los cielos. Y las brujas que tanto había perseguido años ha el rey Casto, Alfonso, parecían haber resurgido de entre las piedras, ofreciendo curas y pócimas, o adivinando el futuro en la cera cuajada en baldes de agua fría. Así lo atestiguaban los eventuales peregrinos que se aventuraban a cruzar aquellos montes interiores de la antigua Gallaecia romana para venerar las reliquias de Santiago el Mayor, allá, hacia el oeste, siguiendo el curso del Ulla y llegando al puerto de Iria Flavia. Desde allí, en menos de un día de marcha hacia el norte podía llegarse hasta el Locus Sancti Jacobi en el que aquel mismo rey casto había mandado construir, más de cien años antes y con el beneplácito del mismísimo santo padre de Roma, un templo apropiado a tan magno descubrimiento. Lo que había supuesto, con Jerusalén en manos infieles, que las tierras en las que se habían instalado los bisabuelos de Assur se convirtieran en una de las vías de paso más importantes del mundo conocido. Y, como consecuencia, en un apetitoso reducto que albergaba ofrendas y oro abundante, lo que no solo suponía orgullo y satisfacción para obispos y prelados, sino también un objetivo goloso para todo aquel con voluntad para reunir un grupo de violentos facinerosos con ansias de volverse ricos.

Sin embargo, Assur no había llegado a pensar en ningún momento en las temibles historias de muerte y destrucción que llegaban desde los mares del norte, más allá de las montañas, o desde Córdoba, más allá de los valles. Él solo había sabido preocuparse de cómo alimentar y educar al lobezno. Lo que no había conseguido más que en parte, pues el animal seguía mostrando habitualmente su carácter salvaje, y parecía obedecer únicamente a Assur. Y, aunque siempre respetaba a los niños más pequeños, no permitía jamás que un adulto le acercase una mano cariñosa.

Ahora, Furco recibía con su habitual inquietud a la pequeña Ilduara, que ya estaba a tiro de piedra.

—¡Te traigo pan y queso! —exclamó la niña con una sonrisa que se torció al ver el gesto serio con el que su hermano reaccionaba.

—Chissst… Asustarás a todas las truchas —quiso reñir Assur sin poder evitar que los grandes ojos pardos de la pequeña desarmaran en un momento su enfado—, ya te he dicho mil veces que no grites cuando estoy pescando —concluyó el niño intentando componer un aire de adulto en reprimenda que no llegó a conseguir.

La pequeña se miraba los pies haciendo esfuerzos por mantener la cesta en equilibrio y el lobo agachaba los hombros presto a jugar, ignorando la falsa regañina. Cuando Ilduara volvió a alzar la mirada, agitando sus párpados con guiños nerviosos, Assur no pudo continuar con su fingida seriedad y dejó escapar un suspiro que se confundió con una sonrisa, ante la que Ilduara encontró redaños para seguir hablando.

—Mamá me dijo que viniese a lavar al río —declaró la niña atreviéndose a soltar una de las manos del borde de la cesta y usarla para señalar las prendas del interior—, y yo pensé… No me di cuenta de que estabas… Pensé que, a lo mejor, podíamos almorzar juntos.

—Pensaste… Pensaste. Y tenías que decirlo tan alto como para que te oyesen en Compostela. —Assur había conseguido fingir un poco más una cierta acritud, sin embargo, se arredró en cuanto vio que los ojos de su hermana se abrían aún más en una expresión desacostumbrada, preocupado de que su pantomima hubiese llegado demasiado lejos—: Oh, vamos, linda dama —así la llamaba cuando quería arrancarle una sonrisa—, no te lo tomes así, seguro que no pasa nada, si ni siquiera tengo saltamontes todavía; no tiene importancia… —El joven pastor terminó por callar cuando su hermana soltó de nuevo una de sus manos.

—¿Y ese humo? —habló por fin la niña señalando el horizonte a espaldas de su hermano.

Assur se giró a tiempo para ver cómo una nueva columna de humo se sumaba a la que ya había intrigado a su hermana.

—No lo sé…

Hacia levante, apenas perturbadas por la suave brisa de la mañana, se iban alzando, una tras otra, voluptuosas torres de humo negro y espeso. Llegaba ya un cierto olor acre y picante, con dejes de hoguera apagada a toda prisa.

—¡El pueblo! —gritó Assur, y echó a correr sin una palabra más.

Furco e Ilduara se quedaron mirándose, sin saber si debían o no seguirlo, con un absurdo gesto de perplejidad que era evidente incluso en el lobo. Tras ese instante de duda, viendo como su hermano les cobraba ya una cierta ventaja, la niña se decidió a dejar la cesta de la ropa en el suelo con un resoplido de esfuerzo, y, haciendo bailar su trenza con un asentimiento mudo, se animó a seguirlo sujetándose la amplia falda.

El lobo fue tras ella después de un momento de vacilación en el que miró con desasosiego hacia el ganado.

Los niños corrían inquietos y Furco, divertido por la agitación, variaba el ritmo de su trote para mediar entre los hermanos y evitar que Assur cobrase demasiada ventaja.

—Puede que un establo esté ardiendo… —consiguió aventurar Ilduara entre resoplidos.

La niña, deseosa de llamar la atención de su hermano, habló sin darse cuenta del sinsentido. Ya eran cuatro las espesas trenzas de negro humo que se distinguían entre los claroscuros del follaje.

Assur, que no entendió las palabras de la niña pero distinguió su voz, aminoró el paso para permitir que Ilduara se acercase. Aunque permaneció callado, respirando con pesadez. Deseaba llegar cuanto antes, sin embargo, pese a la ansiedad que sentía, tuvo la suficiente presencia de ánimo como para darse cuenta de que, si se materializaban sus peores temores, podía ser mala idea dejar a su hermana sola.

Atravesaban bosques cerrados de robles y castaños que empezaban a tapizarse de hojas muertas, olían la humedad de la tierra con cada inspiración entrecortada. Trasegaban una suave pendiente llena de helechos maduros que se arrebujaban bajo alisos y sus pies descalzos susurraban en el sotobosque. Acortaban camino monte a través, y Assur ya podía distinguir una de las veredas que se acercaba hasta el villorrio cuando apareció, dejándose llevar por la cuesta, un aterrado Berrondo. El muchacho descendía sin gracia, a trompicones, braceando para mantener un escaso equilibrio.

—¡Los hombres…! —intentó gritar al ver a los hermanos mientras señalaba a sus espaldas con aspavientos histéricos—. Son los hombres del norte. ¡Normandos…! —consiguió decir justo antes de que sus piernas regordetas le fallasen y cayese rodando hasta los pies de Assur cuando este se incorporó al camino.

El lobo alcanzó a su sorprendido amo mientras Berrondo intentaba ponerse en pie. El gordo muchacho se quejaba lastimeramente por los raspones que se había hecho en las palmas de las manos al caer y Furco, ya sin la diversión de la carrera, encontró una mata de verdolaga recortada por alguien con fiebres y olisqueó interesado algún rastro. Ilduara llegó cuando Berrondo intentaba quitarse con dedos temblorosos las arenillas que se habían quedado prendidas en su piel. La chiquilla permaneció callada, había oído lo suficiente como para que su única idea fuera quedarse al lado de su hermano.

Assur no supo si considerar en serio las palabras de Berrondo. Aquel muchacho no le gustaba; sin embargo, el pastor era lo suficientemente maduro como para reconocerse que le tenía cierta animadversión por el solo hecho de ser el hijo menor del sayón. Aunque también era cierto que el propio Berrondo no contribuía a mejorar la idea que Assur o los demás zagales del pueblo podían tener de él. Berrondo siempre parecía querer compensar su torpeza en los juegos recordándoles a todos los demás la posición de su progenitor como delegado del conde, y si alguien amagaba con reírse de su gordura o de su poco agraciado aspecto, era rápido en presentar severas amenazas que, por desgracia, eran bien recibidas por su padre. En más de una ocasión los pagos de arreldes, odres, argenzos y macellaris habían sido exigidos antes de lo debido; incluso se habían cobrado calumnias indebidas bajo falsas acusaciones de robo. Tropelías todas de las que el sayón se servía, a todo lo ancho y largo del condado, para beneficio propio. Haciendo que, tanto padre como hijo, fuesen poco apreciados por los habitantes de los dominios del conde de Présaras.

Además, Berrondo era un niño consentido y mimado que disfrutaba de una vida sin responsabilidades o trabajo, limitándose a acompañar eventualmente a su padre. Y aunque Assur sabía distinguir un cierto regusto a envidia en sus propios sentimientos, tampoco podía dejar de recordarse que no era el único al que desagradaba aquel muchacho obeso, de tez oscura y pequeños ojos porcinos. Su hermano Sebastián, de edad parecida, lo odiaba intensamente. Y no sería la primera vez en la que el hijo del sayón se había valido de una mentira para convertirse en el centro de atención. Sin embargo, la posibilidad de que sus palabras fuesen ciertas hizo que un escalofrío recorriese la espalda del pequeño Assur.

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó al fin mientras aceptaba en la suya la mano inquieta de su hermana.

Berrondo resollaba haciendo que bailase la pequeña papada de su cara redonda. Las heridas de sus manos parecían haberse convertido en lo más importante del mundo y tardó en contestar.

—Sí, sí. Estoy seguro, son los normandos, han llegado por el Ulla…

—No digas sinsentidos —interrumpió Assur impaciente—, no pueden sortear las aguas bravas de los saltos de Mácara. En todo caso habrán dejado sus barcos negros más abajo y habrán llegado hasta aquí andando, o a caballo…

—Y… y qué más da cómo hayan llegado hasta aquí —quiso recriminar Berrondo intentando arrastrar con la voz la autoridad que tantas veces había visto ejercer a su propio padre en el desempeño de su cargo—. Hay que huir, debemos ponernos a resguardo antes de que nos cojan, ¡hay que correr! ¡Alejarse!

—Pero… ¿qué estás diciendo?

Assur no podía dar crédito a lo que oía. Recordó los despectivos comentarios que Sebastián le dedicaba a menudo al hijo del sayón y, pensando en cuánta razón tenía su hermano, pudo sentir el sabor del resentimiento, viscoso y amargo, deslizándose por su garganta.

—Tenemos que ir al pueblo, hay que ayudar, debemos llegar… —y mientras lo decía Assur se percató de que su hermana, nerviosa, retorcía su mano. Cayó en la cuenta de que sus palabras podían no ser tan lógicas como parecían. No podría perdonárselo si es que le ocurría algo a Ilduara.

Berrondo había empezado a farfullar de nuevo, urgiéndolos a marcharse. Assur lo ignoró y, al tiempo que se agachaba para ponerse a la altura de la pequeña, giró sobre sí mismo.

—Escucha, presta atención y obedece. —Ilduara lo miraba con ojos asustados, comenzando a entender la gravedad del asunto—. Yo voy a acercarme al pueblo, pero tú debes quedarte aquí… No, no… Mejor vete corriendo hasta el castaño que hay en la finca del zoqueiro, ¿sabes dónde? —No esperó a que la niña contestase—. Vete hasta allí y escóndete en el tronco hueco, no te muevas hasta que yo vaya a buscarte y… tú, Furco —el lobo levantó las orejas y lo miró desentendiéndose del dulce aroma a conejo que había encontrado en la verdolaga—, quédate con Ilduara, ¿me oyes?, cuida de Ilduara…

Y, sin esperar a que su hermana diera alguna muestra de aquiescencia, echó a correr de nuevo, dejando atrás las protestas de Berrondo.

Se mantuvo en la vera del camino, un tanto a cubierto, permitiendo que las ramas de los árboles le golpeasen los brazos y el torso. Y, por primera vez, entendió cómo se habían sentido sus padres cuando había desaparecido en busca de Furco.

El camino se hizo eterno. La docena escasa de viviendas que daba forma abstracta al pequeño pueblo se alzaba sin orden ni concierto en un otero que daba nombre a la aldea, la mayoría eran versiones más o menos humildes de simples pallozas con techumbres y piezas variadas según los posibles de cada familia.

Outeiro se resguardaba al este del pico de Pidre, el terreno descendía suavemente hacia el sur formando laderas soleadas donde una depresión central servía de nacimiento a un arroyuelo, otro de entre los muchos que cruzaban una tierra llena de montañas y valles en la que los inviernos traían agua y nieves abundantes.

Outeiro era uno sin más de tantos asentamientos que habían ido surgiendo al repoblar los dominios reconquistados a los hijos del islam. Otro de entre los villorrios que florecían alrededor de las tierras que, por presura, behetría o concesión de los nobles, los hispanos habían recuperado cuando sus montañas y rudo carácter coartaron las ansias de expansión mahometanas.

Herederos del indómito temperamento de unos pueblos que ya se habían resistido al dominio romano y al posterior asedio godo, aquellos hombres, liderados por sus últimos nobles, luchaban desde hacía doscientos años por su libertad, unidos contra el asedio agareno; y poco a poco, dejando tras de sí sangre y sudor, habían ido ampliando el territorio retomado, aunque las escaramuzas seguían siendo continuas. Así, las fronteras eran volubles e imprecisas, tierras de nadie en las que ni cristianos ni musulmanes conseguían asentamientos permanentes. Como consecuencia, la estrecha franja de verdes y viejas cordilleras del norte de la península ibérica frenaba la influencia de la luna menguante; quedando el futuro de la gran Europa heredera del imperio carolingio en las manos de unos cuantos que se negaban a ceder asiéndose a su fe. Prueba de ello era la pequeña capilla dedicada a la Virgen María que se escondía al sur del pueblo. Construida mal y aprisa, atestiguaba la reocupación cristiana de aquellos lares y, a pesar de la modestia, era orgullo y símbolo para los habitantes de Outeiro y los otros pequeños puebluchos de los alrededores.

Pronto llegó la curva desde la que se veía la casa del sayón, la más rica y ostentosa, que dominaba el resto desde uno de los extremos del pueblo. El olor a quemado y las sombras que bailaban por culpa de los fuegos le impidieron a Assur centrar sus sentidos en cualquier otra cosa.

También llegaron los gritos, las llamadas de auxilio y las exclamaciones de dolor. Y Assur no quiso aceptar lo que, por desgracia, comenzaba a presentir.

En el extremo del muro de piedra que rodeaba la casa del sayón, por el lado que miraba al pueblo, apareció una ominosa figura sombría que le daba la espalda al chiquillo. Un hombre, casi un gigante a los ojos de Assur. Uno de ellos. Un guerrero con un ahusado casco de hierro y una cota de malla que destellaba maliciosamente respondiendo a las chispas de los fuegos. Llevaba un hacha enorme que pendía de un brazo laxo y, aunque el muchacho no podía verla, le pareció que también cargaba algo más en la otra mano. Caminaba con grandes zancadas pesadas, sin percatarse del niño que lo observaba. Parecía mirar con atención algo que sucedía en el interior del villorrio. Los aros metálicos de la visera del sencillo casco se entremezclaban con la hirsuta barba negra e impedían a Assur distinguir más detalles, y aunque cambió de posición unos pasos, no llegó a ver mucho más. El nórdico, que seguía moviéndose, quedó pronto oculto por la tapia, de hombros para abajo.

El normando se alejaba por la vía, justa para el paso de un carro cargado, que formaban el murete de la casa del sayón y la descuidada leñera de la vivienda anexa, la de Osorio o zoqueiro. Y cuando Assur, que aguantaba la respiración sin ser consciente, ya solo veía el extremo picudo del casco, aquella hacha apareció de nuevo, amenazadoramente, alzada sobre la cabeza del normando. Assur comprendió que el normando se plantaba firmemente mientras balanceaba el arma con cortos movimientos de un brazo poderoso. Preparándose, apuntando.

Vio el filo partir dando vueltas sobre sí mismo. No distinguió el blanco. Pero oyó el alarido que siguió y, lleno de angustia, se dio cuenta de que tenía que haberle dicho a Ilduara qué hacer si a él le pasara algo. Una idea que se instaló en su nuca royéndole los pensamientos mientras intentaba aclararse y decidir cuál debía ser su siguiente paso.

Oía las llamas lamiendo casas y establos con fiereza y, de fondo, un coro impreciso y atonal de lamentos. Y, por encima de todo, se destilaban las voces roncas y angulosas del brusco idioma de los hombres del norte, sonaban a órdenes impías y carentes de la más mínima clemencia.

A poco estuvo de salir corriendo con la idea de auxiliar al pobre desgraciado que hubiese recibido el hacha en sus entrañas. Solo el recuerdo de los suyos lo detuvo y, finalmente, se decantó por otra idea.

Se internó de nuevo en la espesura, rodeó el pueblo y descendió hasta los árboles que daban al costado de su propia casa, ya cerca del extremo opuesto al de la vivienda del sayón. Allí, y con el escaso refugio que le proporcionaba una silva crecida en una inclinación del terreno, se atrevió a mirar con disimulo por encima de las hojas espinosas.

Un fuego inmisericorde se comía la techumbre. La modesta casa ardía como el mismísimo infierno, las piedras de los muros se ennegrecían. De la pequeña huerta anexa al muro trasero solo podía ver un tramo. Las matas de judías habían sido pisoteadas, y el bancal de las fresas, convertido en terrones deformes salpicados por hojas sueltas. Unas pocas coles arrancadas aparecían esparcidas por todos lados. Por la mañana, cuando había salido con el ganado, aquel pedazo de tierra aparecía pulcro y cuidado, reflejo del mimo con el que mamá lo mantenía. Los surcos de la tierra bien definidos y todas aquellas matas de verde colocadas con un encanto simétrico que a Assur siempre había fascinado. Ahora parecía que una tormenta apocalíptica se lo había llevado por delante y, por primera vez en los últimos y alocados instantes, la tristeza encontró el camino para empañar los sentimientos de Assur. Aquel huertecito era el orgullo de mamá, a ella le encantaba cuidar de cada uno de sus hierbajos. El muchacho no pudo evitar sentir una repentina sensación de culpabilidad por todas las veces en las que, prefiriendo remolonear, había intentado evitar cumplir las tareas que mamá le había pedido que llevase a cabo en aquel pedazo de tierra.

No veía el resto del pueblo; la fachada principal y el fuego se interponían, pero ya podía asegurar que al menos media docena de casas ardían como la suya. Algunos cerdos corrían de un lado a otro y un carnero desatendido balaba lastimeramente.

La puerta se abrió y el corazón de Assur dio un vuelco, esperaba ver a los suyos huyendo del fuego. Pero no apareció mamá. Tampoco el pequeño Ezequiel, ni Sebastián, el mayor de todos, ni Zacarías, que solo le llevaba un año. Y tampoco su padre.

Era otro de aquellos demonios del norte, calmado y tranquilo, despreciando el infierno que se desataba sobre él. Llevaba la cabeza descubierta y, a pesar del riesgo, ignoraba las chispas incandescentes que le caían encima; algunas llegaban a sisear en su túnica de cuero acolchado con riesgo evidente de prender en su revuelta melena pelirroja, sin embargo, el normando caminaba con confiada parsimonia, apoyando una amenazante espada en su hombro derecho. Era el mismo gesto que Assur había visto hacer tantas veces a su padre con la azada, y la similitud lo inundó de un desasosiego incierto que se transformó en angustia rápidamente; en cuanto distinguió las manchas carmesí que decoraban el pecho del jubón del normando. El tinte grana de la sangre seca destacaba con espanto en el viejo cuero clareado por el sol.

—¿Qué está pasando?

A Assur le faltó el aire de repente.

Allí, a su espalda, estaban los tres. Berrondo, Ilduara y Furco, que miraba a ambos hermanos alternativamente con una expresión casi humana. Parecía esperar un premio de Assur por haber permanecido al lado de la niña, como mostrándose orgulloso por el deber cumplido. Sin embargo, ante la falta de halagos y caricias de su amo, el lobo se desentendió pronto de la situación y, rodeando a los niños con un trote ligero, se puso a olisquear por los alrededores.

—Pero qué… ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Assur mal encarado.

Se había dirigido directamente a su hermana, ignorando a Berrondo; e Ilduara, asustada e inquieta, mostraba con la tensión acumulada en su bonito rostro que no tenía una respuesta clara que ofrecer. Cuando la pequeña empezó a farfullar, dispuesta a hacer un esfuerzo por organizar sus ideas, Berrondo la interrumpió repitiendo su pregunta.

—¿Qué está pasando? —inquirió el rechoncho muchacho intentando dar un timbre de autoridad a su atiplada voz. El inseguro esfuerzo solo sirvió para poner en evidente manifiesto el terror que sentía.

Algo frío y duro en los penetrantes ojos azules de Assur le demostró a Berrondo que no estaba dispuesto a prestarle su atención antes de haber templado sus propias cuitas con Ilduara. Por lo que, y antes de reconocer que ambos hermanos estaban dispuestos a dejarlo a un lado, procuró salir airoso del trance aludiendo algo que hacer.

—Será mejor que juzgue por mí mismo —aseveró compuesto mientras se giraba hacia el zarzal que los ocultaba.

Assur e Ilduara se miraban fijamente obviando los pretendidos aires del hijo del sayón. El uno sin saber si era el momento adecuado para una regañina, la otra deseando que le diesen un fuerte abrazo y le asegurasen que todo aquello no era más que una pesadilla que se empeñaba en parecer demasiado real.

Y en ese momento todo cambió bruscamente. Berrondo farfulló algo desde su atalaya tras el arbusto. Assur no le prestaba atención, pero asimiló una referencia lejana sobre un grupo de hombres armados, y Furco, que se había colocado a un lado de la misma zarza, se quedó quieto. Tenía el pelaje del lomo erizado y había empezado a gruñir sordamente. Era un borboteo nervioso que le surgía de lo más profundo del pecho. Assur se giró hacia el lobo, preocupado, cuestionándose si llamaría la atención del normando que había visto salir de su casa. El muchacho juzgaba mentalmente la distancia cuando los acontecimientos se precipitaron.

En el instante en el que Assur se disponía a llamar al animal a su lado los nervios de Berrondo se rompieron como una cuerda demasiado tensa y, con un gritito histérico, intentó echar mano al lobo.

—Sal de ahí, estúpido bicho, o… —Berrondo no pudo acabar la frase. Agachándose primero y alargando el cuello después, Furco lanzó una rápida dentellada. A punto estuvo de arrancarle los dedos al hijo del sayón, que, milagrosamente, había retrocedido a tiempo.

Sin embargo, la torpeza del muchacho eligió ese preciso momento para ponerse de manifiesto. Al echar el pie derecho atrás mientras encogía el brazo y escondía la mano bajo el sobaco como un pájaro aterrorizado, Berrondo perdió el equilibrio y cayó en la zarza de manera estrepitosa. Se hundió entre ramas y hojas con un torpe revuelo de tela y brazos en el que el manto que vestía se prendió en las púas del arbusto, enredándose por culpa de los desmañados esfuerzos del zagal por incorporarse. Se revolvía buscando inútilmente dónde asirse.

Y, aunque no llegó a saber el porqué de semejante pensamiento, Assur se preguntó cómo podía aquel chiquillo gritar tanto. Recordaba lo que había sentido y oído cuando aquel nórdico había lanzado su hacha, y no lograba entender cómo Berrondo podía armar semejante escándalo por culpa de las espinas de un arbusto.

No tuvo tiempo para hallar una respuesta, y tampoco para encontrar en su interior el reproche que deseaba sentir. Casi inmediatamente chirriaron en sus oídos aquellas roncas voces de afilados matices. No le hizo falta traducción.

Furco, de nuevo pendiente de lo que sucedía en el pueblo, arrugaba los belfos y se preparaba para atacar. Assur dio un paso al frente y tuvo la fugaz visión de tres de aquellos gigantes que se ponían en movimiento. El primero de ellos, el pelirrojo de anchos hombros y cabeza descubierta, apuntaba hacia donde se encontraban con el brazo extendido y la enorme espada al frente.

—¡Corred! ¡Corred!

Solo se tomó el tiempo suficiente para apoyar su mano en el cuello tenso y caliente de Furco, haciendo presión para que girase la cabeza y se percatase de que su amo se ponía de nuevo en marcha.

Berrondo consiguió ponerse en pie y abandonó tras de sí sus lamentos echándose a correr con la escasa soltura que sus fofas piernas le permitieron.

Assur, mucho más ágil, se adelantó fácilmente y tomó la mano de su hermana al vuelo para tirar de ella y ayudarla a mantener el ritmo de la carrera.

—Hacia el regato, al Ruxián —gritó Assur distinguiendo claramente las fuertes pisadas y el vociferar de los normandos que se acercaban peligrosamente.

El muchacho, sintiéndose responsable por no haber sabido evitar el comportamiento de Furco y el escándalo de Berrondo, valoró con rapidez sus posibilidades. El lobo no le preocupaba, pero la mansa docilidad silenciosa de su hermana sí lo inquietaba. En pocos pasos tuvo que ceder a lo evidente, la pequeña no aguantaría.

—Ven, ¡sube! —la instó tras echar una rodilla al suelo y ayudarla con el brazo a encaramarse a su espalda.

Con su hermana a cuestas, Assur solo se concedió un instante para ceder ante una pequeña punzada de culpabilidad por dejar a Berrondo, que seguía retrasado. Inmediatamente después imprimió a sus piernas de cuanta voluntad disponía y corrió liberando todo lo que tenía dentro, dispuesto a reventarse el pecho antes de que aquellos malnacidos venidos del tenebroso mar le pusieran la mano encima a Ilduara.

Se movían hacia el nordeste sin seguir un camino concreto, atravesando los familiares bosques que otoñaban. Assur tardó en darse cuenta de que su ventaja se iba reduciendo poco a poco. En solo unos momentos de carrera echar la cabeza atrás le permitió distinguir por primera vez a sus perseguidores. Al enorme pelirrojo al que había visto cruzar el umbral de la que había sido su casa se habían unido otros dos de fiero aspecto y movimientos rudos. Un bigardo larguirucho de interminables brazos que vestía cota de malla, se protegía con una rodela y agitaba una espada corta de doble filo por encima de su casco; y otro, casi tan alto como ancho, que además de vestir también la larga prenda de anillos metálicos, portaba un hacha labrada tan grande que necesitaba ambas manos para sostenerla. Aun con sus pesados pertrechos todos ellos corrían con intimidante ligereza, además, Assur intuyó en sus rostros barbados una atroz determinación; le quedó muy claro lo que podía esperar si los atrapaban.

Aquellas bestias malnacidas que surgían de los hielos del norte no solo buscaban el oro de las iglesias o las mercaderías y posesiones de los lugareños. Había un jugoso botín del que nunca prescindirían: los esclavos.

Entorpeciendo su campo de visión, un descoordinado Berrondo corría sin gracia con la cara compungida. Assur supo con aterradora claridad que o bien hacía algo pronto, o aquellos gigantes los atraparían.

Dedicando solo la atención necesaria a mantener sus pies fuera de obstáculos que lo pudiesen hacer caer, Assur se devanaba los sesos buscando una salida. Mientras, dolorosamente, empezaba a acusar de modo evidente el esfuerzo adicional que le suponía cargar con su hermana. La pequeña, después de haber mirado tras de sí una única vez, se aferraba con fuerza a su hermano. Había cruzado sus manos sobre el cuello del muchacho y enterraba el rostro lloroso contra el hombro de él, soportando estoicamente el golpear rítmico de los huesos en su mejilla a cada zancada.

Assur sentía sus piernas arder. Y un doloroso palpitar en las sienes se aceleraba a medida que su corazón amenazaba con reventar. Oscuras premoniciones se acumulaban haciéndole perder la concentración y, con honda tristeza, tuvo que reconocerse que le costaba pensar con claridad en busca de una salida. La idea de que le hiciesen daño a Ilduara, o incluso a Furco, se empeñaba en hacerse cada vez más presente, Assur percibía cómo la pena le anegaba el ánimo tentándolo a desfallecer. E irónicamente, tras mirar de nuevo a su espalda y distinguir el cruel gesto del tajo que tenía por boca el primero de sus perseguidores, no pudo evitar pensar en cuán feliz se prometía el día. En la mañana brumosa su única preocupación había sido capturar unos cuantos saltamontes para cumplirle un capricho a su padre ofreciéndole unas truchas del Pambre.

Y, de repente, se acordó. La barca. La vieja barca de José, el molinero de Mácara. Un año antes el enjuto hombrecillo había construido y calafateado una nueva barquichuela de fondo plano para ayudar a que sus clientes de la otra orilla le pudiesen enviar los sacos de cereal a través del Ulla y, a su vez, él pudiese entregar la harina sin tener que pasar por un penoso rodeo. La nueva embarcación estaba a buen recaudo en el caz del molino, pero un favor en el que intervino una oveja perdida del rebaño de Leovigildo, algunas bromas de los chicuelos y un par de descuidos habían dejado, con el paso del tiempo, a la vieja barca aguas arriba. Olvidada, pudriéndose en una ensenada calma por encima de los rápidos que precedían a la presa del molino, esperaba serle útil a alguien.

Sintiendo un alivio lejano por la posibilidad remota que podía entrever en su imaginación, Assur viró ágilmente al sur. Corrió recuperando parte de las fuerzas perdidas sin preocuparse de Furco, sabía que lo seguiría. No prestó atención a la posible reacción de Berrondo.

Estaba cerca. Pero cuanto más próximo se sentía a una salvación, más encima podía notar a sus perseguidores.

En su carrera pasaron cerca de la modesta capilla de Santa María, la dejaron a su izquierda sin llegar a verla, pero sabiendo que allí estaba. Y Assur le pidió ayuda a la Virgen rogándole que las piernas no le fallasen y que su hermana saliera con bien de ese aprieto.

El terreno ya descendía, anunciando el cauce del Ulla, y aunque comenzaba a rozar lo insoportable, el peso de Ilduara se hizo un poco más llevadero. El ligero alivio solo sirvió para que la ajetreada mente de Assur dejara a un lado sus ruegos y se preocupara por la niña y lo enfermiza que comenzaba a parecer su apatía. Esquivando una rama baja el muchacho se prometió a sí mismo dedicarle toda su atención a la pequeña en cuanto salieran de aquella encrucijada.

A sus espaldas oían los gritos de los normandos sin entenderlos. Entre resuellos se azuzaban los unos a los otros y al muchacho le pareció distinguir alguna carcajada cruel. Le indignó entender que para aquellos demonios del norte la persecución de tres niños era poco más que una chanza. Berrondo soltaba alaridos esporádicos que retumbaban en los oídos de Assur.

Ya estaban cerca, hacía falta un último impulso. Apuró la carrera anteponiendo su voluntad a los calambres que amenazaban sus piernas agarrotadas y doloridas.

La madera clareada por el sol estaba salpicada por manchas de humedad. La tablazón desencuadernada y medio suelta; las juntas abiertas y necesitadas de un remiendo de brea. Su aspecto era del todo lamentable, pero vislumbrarla entre las ramas caídas de un aliso desmochado por alguna tormenta supuso un alivio inigualable.

Assur no tuvo tiempo para delicadezas, dejó caer a su hermana de golpe y el escaso peso de la niña fue suficiente para romper con un crujido seco el único travesaño que servía de asiento en la pequeña falúa. Sin embargo, Ilduara no se quejó, aunque Assur estaba seguro de que se había hecho daño. La pequeña se limitó a acurrucarse contra la plana popa cuadrada. El zagal no perdió el tiempo, mientras gritaba a Furco que saltase al interior de la barca, la empezó a empujar para sacarla de la suave arena de la orilla y meterla en la corriente.

Berrondo rogaba que lo esperasen y los nórdicos rugían con indignación al ver que sus presas podían escapar. Furco, con gestos fieros y rápidos, saltó del bote para interponerse entre su dueño y aquellos hombres. Gruñía enseñando dientes afilados entre los pliegues oscuros de sus belfos retirados. Assur, inclinado sobre la barca, empujaba con todas sus fuerzas intentando hincar los pies en la suelta gravilla húmeda de la pequeña playa fluvial.

—¡Al bote, Furco! ¡Sube! ¡Con Ilduara! —le ordenó entre gemidos de esfuerzo intentando olvidarse del dolor ardiente que le laceraba los músculos de las piernas.

Berrondo seguía chillando, con un miedo palpable que se entrecruzaba con sus ruegos.

—¡Esperad…! ¡Esperadme!

Los normandos, a poco más de cincuenta pasos, aceleraban el ritmo gritando en su lengua amenazas evidentes. La barca se movía con desesperante lentitud, como presa de un disgusto inesperado por verse obligada a abandonar su retiro; la fina arena removida desprendía un oscuro olor terroso que se pegaba a la garganta de Assur con cada inspiración.

Ilduara se levantó de golpe en cuanto la popa entró en el agua y, aunque la niña no dijo nada, Assur pudo ver por entre los mechones caídos y sudados que le barrían la frente que el agua fría había entrado por las junturas del viejo bote, y Furco, ya en la barca, miraba con suspicacia como el nivel iba subiendo.

Berrondo se lanzó dentro del bote sin más miramientos que su propio terror, llegando a apoyar uno de sus pies en la espalda doblada de Assur, que perdió el equilibrio y terminó de bruces en el agua. Ni siquiera se molestó en protestar, comenzó a empujar de nuevo en cuanto comprobó la distancia que todavía los separaba de los salvajes nórdicos. Poco a poco fue sintiendo cómo la resistencia cedía a medida que el fondo del bote se metía en el agua. Cuando el esfuerzo se lo permitía alzaba el rostro de entre sus hombros estirados para mirar el interior y ver cómo se engrosaba la lámina de agua que comenzaba a cubrir el fondo de la falúa.

—¡Empuja! Vamos, empuja. ¡Van a cogernos! —gritaba Berrondo dando saltitos nerviosos.

En cuanto sintió que el agua mojaba los dedos de sus pies descalzos se aupó por encima de la pequeña borda y se derrumbó en el interior del bote respirando con dificultad. Y solo entonces se dio cuenta de que no habían cogido una pértiga con la que impulsarse.

—¡Ya llegan! ¡Están aquí! —gritaba Berrondo.

Ilduara permanecía callada, ensanchando la expresión de horror que transfiguraba su cara. Furco se movía inquieto, gruñendo de nuevo.

Assur se sentía desfallecido y sin fuerzas. Y, aunque la capa de agua fría del fondo de la barca había espabilado un tanto sus músculos agarrotados, tuvo que reunir tantos redaños como le quedaban para ponerse de rodillas al tiempo que ordenaba al histérico Berrondo que metiera su mano en el río y empezase a bracear.

—Agáchate y rema… —Assur se mordió la lengua callando lo que, en verdad, hubiera deseado gritarle al hijo del sayón—. ¡Rema o morirás!

Berrondo no pareció entenderlo, pero Assur, echando a su hermana y al lobo hacia la proa, metió el antebrazo en el agua e impulsó la barca con todas sus ansias. Cuando el gordo chicuelo consiguió reaccionar, la barca ya escoraba a babor por el solitario esfuerzo de Assur. Algo que, sin que mediara la intención del hijo del sayón, les permitió encarar la orilla opuesta.

Las voces roncas de los normandos resonaban en sus oídos con amenazante cercanía. Ya estaban en la ensenada de la ribera que había ocupado el bote. Y, aunque Assur no se atrevió a girarse para echar un vistazo, la escena que había presenciado en el pueblo una eternidad antes se repitió ante sus ojos con una atroz claridad. Por un momento le pareció oír el silbido del filo de un hacha cortando el aire a su espalda.

El agua subía poco a poco de nivel y la podrida tablazón gemía con resentimiento. Ilduara, reacomodada frente a los dos muchachos, se limitaba a seguir mirando con aprensión hacia la orilla. Furco, apoyando las manos en el cuarteado tachón de cuero que hacía las veces de amura, enseñaba los dientes, nervioso, con su cabeza a un par de pulgadas de la de Assur. Las desmañadas manotadas de Berrondo no lograban contrarrestar las prolongadas y fuertes brazadas de Assur, lo que, unido a la corriente que los empujaba por la izquierda, daba al bote una errática deriva en la que parte del esfuerzo de los muchachos se perdía en inútiles cambios de rumbo.

Cuando Assur, sin dejar de mover su dolorido brazo dentro del agua oscura, se atrevió a mirar por encima del hombro, pudo distinguir a los tres normandos discutiendo entre ellos. Estaban apenas a una docena de pasos. Dos de ellos, llevados por el ansia irremisible de la persecución, habían avanzado hasta el mismo río, el agua lamía los bajos de sus cotas de malla, gesticulaban señalando de tanto en tanto hacia el bote, que se alejaba con parsimoniosa exasperación. No hacía falta entender sus gritos. Estaban decidiendo si deshacerse o no de las pesadas protecciones y pertrechos, era evidente que se planteaban si continuar la persecución a nado. Sin embargo, por alguna razón, no fue semejante posibilidad la que logró arrancar un nuevo escalofrío de la espina dorsal del muchacho. Fue la mirada fría y serena del que mantenía los pies en seco. Era el pelirrojo que Assur había visto salir de su propia casa. Aquel gigante de cara hosca permanecía en silencio, y no parecía estar atendiendo a la discusión que se traían entre manos sus compatriotas. Deslabonadas por la barba, el zagal pudo distinguir una serie de cicatrices que cruzaban el rostro cuadrado y curtido del nórdico. Tenía un aspecto feroz. Y, con una seguridad que detestó irremediablemente, Assur tuvo la certeza de que aquellos ojos que parecían tallados en piedra habían visto morir a sus padres y hermanos.

Las manos de los muchachos resultaban unas palas pobres y, aunque bogaban con todas sus fuerzas, se alejaban lastimeramente. Tanto que incluso cuando volvió a mirar hacia la otra orilla, Assur siguió sintiendo los ojos del normando clavados en su nuca.

Ilduara continuaba sin moverse o hablar y Furco, como si se empeñase en suplir la inmovilidad de la niña, se revolvía inquieto intentando pasar entre los dos muchachos para acomodarse en la popa. Berrondo pareció a punto de quejarse, pero el recuerdo del salvaje bocado fallido que el lobo le había lanzado junto a la zarza retuvo sus ansias de protesta. Sin embargo, incapaz de mantener la boca cerrada, encontró rápidamente algo sobre lo que quejarse.

—El agua. ¡Nos hundimos!

Antes de contestar Assur miró a su hermana de reojo. La niña había apoyado la mano derecha sobre el costado y el muchacho estuvo seguro de que se había hecho daño cuando la había arrojado al interior del bote.

—Pues no pares —contestó al fin Assur con una acritud palpable—. Ya estamos cerca, solo falta la mitad… Aguantará…

—¿Y si no aguanta? Yo no sé nadar —arguyó Berrondo.

Assur dejó escapar un suspiro de hastío mirando cómo Ilduara comenzaba a masajearse el costado. Dudaba entre alegrarse porque la pequeña empezase a reaccionar o preocuparse por las consecuencias del fuerte golpe.

—Pues por eso mismo. Rema y calla —insistió Assur con un tono que no daba lugar a réplica mientras giraba un poco más la cabeza y observaba por un momento a los nórdicos.

Estaban ya los tres fuera del agua, mirando con fría calma cómo los críos se alejaban trabajosamente. Quizá pensando en que no merecía la pena perder más tiempo porque todavía quedaba mucho que rapiñar en el desprevenido pueblo que habían atacado esa misma mañana. Con una taimada expresión de confianza que engendró en los críos un desagradable presagio.

Assur sentía el brazo llenarse de agujas calientes que pinchaban dolorosamente sus músculos cansados. Y sus piernas doloridas se resentían por mantenerse de rodillas para poder continuar braceando. Pero era consciente de que antes o después los normandos encontrarían alguno de los posibles vados. O que simplemente avisarían a unos cuantos más y cruzarían el río a nado. Sabía que no podían detenerse, debían seguir huyendo. Y si no era por él mismo, debía hacerlo por su hermana.

El chiquillo no podía evitar que pensamientos sobre el destino del resto de su familia cruzaran su mente; pero sabía que no podía perder el tiempo. Se prometió a sí mismo que regresaría al pueblo en cuanto Ilduara estuviese a buen recaudo. Tenía que despegarse del aciago presentimiento que le había invadido al mirar a los ojos del gigante pelirrojo. No podía rendirse. Mamá, o el pequeño Ezequiel, o alguno de los mayores. Sebastián. O padre, cualquiera de ellos podía estar herido y necesitar ayuda. O podían estar huyendo como él mismo estaba haciendo. Tenía que encontrarlos.

—¡Sigue! Ya casi estamos… —dijo Berrondo simulando autoridad.

Assur no contestó. Pero era cierto, faltaba poco. Sin embargo, la orilla sur del Ulla no tenía ningún varadero practicable allí mismo, la suave curva del río había ido escarbando un talud en la blanda tierra fértil.

Tuvieron que dejarse llevar por la corriente rechazando media docena de las proposiciones de Berrondo para arrimar la barca a la orilla. Cuando por fin consiguieron varar el bote, en un lodazal medio cubierto de lentejas de agua que se quedaban atrapadas entre las finas hojas de unos ranúnculos, Assur necesitó de toda su fuerza de voluntad para echar pie a tierra y ocuparse de bajar a su hermana.

Furco fue el único de los cuatro que pareció dejar atrás toda la angustia vivida. Y lo hizo con asombrosa facilidad, en cuanto saltó a la orilla se puso a olisquear los troncos de finos abedules blancos entre los que habían ido a parar. Berrondo, por su parte, intentaba acomodarse el manto que lucía descolocado desde que había caído en la zarza, solo entonces se dio cuenta de que en su pelea con el arbusto había perdido la fíbula con la que lo sujetaba. Por un momento pensó en protestar por su pérdida, aunque cambió de opinión al ver el rostro cansado de Assur mientras este, de rodillas, acomodaba los cabellos que se habían soltado de la trenza de Ilduara.

—¿Y ahora qué?

Assur no le hizo caso, estaba demasiado pendiente de su hermana.

—¿Ilduara? —preguntó con voz ronca por el cansancio—. ¿Ilduara?, ¿estás bien?, ¿te duele? —inquirió señalando el costado de la niña—. ¿Te has hecho daño…?

Pero la pequeña no contestaba, miraba fijamente a su hermano con los ojos contraídos.

—Dijo que tú no podías ser el único haciendo de héroe… y… y salió tras de ti y yo… yo… no me atreví a quedarme sola… Lo siento… Lo siento; no sabía qué hacer, y pensé que lo mejor era seguirte… Sé que te desobedecí… —Y sin acabar la frase la niña se abalanzó sobre Assur, y rodeó el cuello de su hermano con brazos temblorosos y lágrimas vacilantes que salpicaron la mejilla de él con cada sollozo.

—No, tranquila. Tranquila, mi niña. No pasa nada —intentó consolarla Assur pasando suavemente su mano derecha por la espalda de la niña—. No pasa nada, ya terminó. Tranquila, linda dama, tranquila…, linda dama…

—Pero ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Adónde vamos a ir? —insistió Berrondo sin pensar ni por un momento que los dos hermanos necesitaban un instante de intimidad.

Les costó decidir qué hacer; solo cuando Ilduara se hubo calmado lo suficiente como para que sus sollozos remitiesen, Assur tuvo tiempo de tomar una decisión mientras se masajeaba el cansado brazo.

Siguieron avanzando hacia el sur. El muchacho sabía que no tenían mucho donde elegir. A ese lado del río las tierras ya no le resultaban familiares, estaban fuera de su ambiente natural. Sin embargo, había que elegir entre lo poco que conocían. Y la elección tenía que hacerse pronto, el único que parecía capaz de mantener un ritmo razonable era Furco, que disfrutaba de la agitación con su ilusión de cachorro.

Aunque la niña caminaba obedientemente y sin quejarse, Assur sabía que Ilduara no aguantaría mucho más; el terreno ascendía poco a poco y los pinos le iban robando protagonismo a los caducifolios. Al suroeste empezó a destacarse en el horizonte el macizo de Picolongo, que, a contraluz, rodeado de la claridad del sol del mediodía, se mostraba impertérrito y eterno. Y más allá, cortando el cielo con curvas erosionadas, la colina de Farelo.

—Vamos hasta Ludeiro —dijo por fin Assur mirando el promontorio—, allí podemos pedirle ayuda a Julián —aventuró el muchacho con una convicción que no estaba seguro de sentir—. Además, debemos avisarlos de que han atacado los normandos, si tienen tiempo para reaccionar, a lo mejor…

—¿Y quién te dice a ti que no lo han atacado ya? ¿Eh? —interrumpió Berrondo con gesto adusto—. ¿Cómo lo sabes? Puede que de Ludeiro no queden más que cenizas.

Se habían detenido, y Assur miraba fijamente al hijo del sayón mientras Ilduara se agachaba para acariciar a Furco con el cariño que ella misma necesitaba.

Assur, a pesar de ser un par de años más joven, le sacaba casi una cabeza a Berrondo y, como eso era algo que incomodaba al hijo del sayón, el obeso chicuelo rodeó al pastor para aprovechar la inclinación del terreno y soslayar la diferencia. Assur quedó entonces a la altura de Berrondo, aunque dándole la espalda y rumiando las palabras del hijo del sayón sin decidirse a hablar.

—Tienes… tienes razón —concedió al fin el cansado muchacho.

Aunque no le gustaba tener que admitir que se había equivocado, Assur entendía que no era el momento ni el lugar para mantener su postura por simple orgullo y cabezonería. No sabía nada de cómo los normandos habían llegado hasta allí, incluso era posible que en lugar de haber remontado el río Ulla hubiesen entrado mucho más al sur, por el gran Miño. Había oído historias. No hubiera sido la primera vez. Además, desde el último de los grandes ataques nórdicos se habían construido altas torres de defensa en la ría del Ulla. En definitiva, no tenía suficientes elementos de juicio como para saber, siquiera, si realmente el sur era o no la mejor opción.

—Debemos ir a Lugo. Allí tengo un tío que trabaja para el obispo Hermenegildo —dijo Berrondo—. Además, los normandos nunca han entrado en Lugo.

»Mi tío me contó que hace unos años el obispo hizo firmar a los notables de la ciudad una carta en la que se comprometían con su defensa. —Algo de lo que Assur también había oído hablar, toda la villa se había preparado para repeler a los normandos—. Y también está la muralla romana, allí estaremos a salvo. Seguro.

Assur, que seguía de espaldas al hijo del sayón, sabía que sus palabras no carecían de sentido, desde hacía siglos el lugar, fortificado, había sido prácticamente inexpugnable. Los godos habían echado a las legiones del decadente imperio romano, pero los mahometanos solo habían podido hacerse con su control por unos pocos años. Las legiones imperiales habían hecho un buen trabajo para proteger la ciudad. A su pesar, el muchacho tenía que reconocer que Berrondo llevaba razón. Sin embargo, llegar hasta Lugo, mucho más al este, supondría al menos dos días de dura caminata en un terreno que, ahora se daba cuenta, no sabía si era o no hostil.

—Vamos, debemos ir a Lugo —insistió Berrondo reforzado por las dudas del pastor.

Assur se dio al fin la vuelta y miró al rechoncho niño cuyos ojos refulgían ahora con la satisfacción de estar en lo cierto; pensó con tristeza que Berrondo sentía hacia él una rivalidad innecesaria que poco ayudaría en tan difícil trance.

—Tienes razón, es cierto, pero Lugo está muy lejos. Palas de Rei está más cerca. O Chantada… Y si no han sido atacadas, nuestro deber es avisar, no podemos dejarlos a su suerte. Además… —y Assur calló. Se dio cuenta de que de nada serviría exponer en voz alta sus dudas sobre la capacidad de Berrondo, no creía que pudiese aguantar dos o tres días de dura marcha sin comida ni tiempo para descansar.

Ante el silencio de Assur, el hijo del sayón volvió a hablar.

—¿Y quién nos avisó a nosotros? ¡Nadie! No; debemos ir hacia Lugo. —El tono de Berrondo iba creciendo en intensidad, quizá por miedo a que le negaran la razón dada, o quizá por miedo a deambular por aquellas tierras haciendo de heraldos cuando lo único que él quería era refugiarse.

Assur seguía sin pronunciarse, indeciso y preocupado.

—Además, ¿qué vamos a hacer con la niña? —añadió Berrondo refiriéndose a Ilduara con la misma falsa superioridad que ensayaba tan frecuentemente.

Ilduara, si se enteró del comentario, no se dio por aludida, y siguió prestando su atención al lobo, que, echado sobre su espalda, disfrutaba de la atención recibida. Assur siguió callado, valorando sus opciones.

—¡Vámonos a Lugo! —insistió Berrondo con tozudez.

Assur lo ignoró y se acercó hasta donde Ilduara y Furco. El pequeño período de inactividad había hecho aflorar dolores escondidos, y todos sus músculos protestaban pese a su juventud y fortaleza. Esos pocos pasos fueron más propios de un anciano que de un muchacho.

—Ilduara, pequeña —le dijo Assur a la niña con voz queda agachándose a su lado—. ¿Estás bien? —Ante el mudo gesto de asentimiento se decidió a seguir. Ilduara lo miraba solo de reojo, curiosamente concentrada en las caricias con las que Furco disfrutaba—. No sé qué hacer… No le falta razón, pero no creo que lleguemos a Lugo… ¿Tú te acuerdas de Julián? El mozárabe de Toledo, al que le compramos a Calesa cuando Ezequiel empezaba a hablar…

—Sí, sí que me acuerdo…

La niña había contestado con voz rasposa, pero al menos había hablado, y Assur dejó escapar una sonrisa indulgente.

—Ya sé que estás cansada, pero no podemos pararnos. —Assur suspiró y se apartó un mechón de pelo sucio que le cayó frente a los ojos—. No podemos… Mira, no creo que seamos capaces de llegar a Lugo. Está demasiado lejos… Pero puede ser que los normandos también hayan atacado Ludeiro. ¡No podemos saberlo! —El muchacho se puso en pie sacudiendo su brazo dolorido con gestos enérgicos—. Me he devanado los sesos y creo que lo mejor es que nos separemos…

—¡No! —negó la niña con más energía de la que había demostrado desde primera hora de la mañana.

A Assur se le partió algo dentro al ver el miedo tan intensamente reflejado en el rostro de la pequeña.

—Tranquila. Solo será por un rato. Mira, no quiero arriesgarme a que te pueda pasar algo —dijo el muchacho agachándose de nuevo junto a la niña, que, habiendo dejado de acariciar a Furco, lo miraba intensamente—. La casa de Julián está un poco antes del pueblo. Yo me acerco hasta allí, y si todo está en calma le pediré ayuda. Estoy seguro de que nos acogerá, además, así podré avisarlos del peligro que corren. Si no los han atacado, y yo creo que no… En esta orilla del río y… creo que los normandos se han quedado al norte, los que nos seguían no quisieron cruzar… Bueno, si todo está bien, una vez con Julián, podremos pensar en dirigirnos a Lugo, o quizá a Compostela…

—Pero, y si… y si los han atacado, ¿qué pasa entonces?

—Pues que vuelvo aquí corriendo y nos moveremos por nuestra cuenta. No tenemos nada que perder —aseguró el zagal.

—Sí, sí que lo tenemos. ¿Y si te cogen?… ¿Y si están allí y te atrapan? —dijo la niña expresando sus peores temores.

Assur no podía dejar de admitir que la niña tenía razón, sin embargo, aquel plan le parecía la forma más razonable de continuar avanzando.

—No te apures, me llevaré a Furco. Él me defenderá, además, seré muy sigiloso… Ya sé que pueden estar allí, de modo que tomaré precauciones. Haré lo mismo que cuando acompaño a padre de caza… Saldrá bien.

—¿Estás seguro?

El muchacho no lo estaba, aunque se dio cuenta de que su hermana necesitaba que se lo reafirmase igualmente.

—Sí, lo estoy… En el peor de los casos estaremos como ahora, los tres solos. Y en el mejor podremos comer algo caliente y contar con la ayuda de los hombres de Ludeiro. —Assur estuvo tentado de añadir que también tenía la esperanza de que los hombres del pueblo lo ayudasen a regresar a Outeiro, a intentar rescatar a sus padres y hermanos. Además, Assur se sentía desbordado por todo lo que estaba pasando; ansiaba que un adulto se hiciera cargo de la situación; la responsabilidad por las decisiones tomadas le pesaba como una enorme losa—. Vamos, tenemos que buscarte un buen escondite mientras yo me acerco a casa de Julián.

Separarse de Ilduara había sido más duro de lo que esperaba, pero Assur ansiaba creer que el plan que había ideado era la mejor solución posible. Le hubiera gustado poder preguntarle a padre, o a Sebastián, que era el mayor. Pero no estaban allí para ayudarlo y las dudas lo atenazaban.

Habían buscado un buen escondite hasta que la mañana decayó. Rechazaron varias opciones, algunas de ellas por las quejas de Berrondo, y se decidieron por el hueco natural entre las grandes rocas de un caos de berrocal; convencidos de que serviría. La vegetación crecida: tojos, zarzas y sauces caprinos, escondía la parte baja de las grandes moles graníticas, salpicadas por desgreñados musgos de largas hebras. Los enormes tolmos de roca gris despuntaban por entre el manto verde como si se asomasen tímidamente y, entre dos de los más grandes, apoyados precariamente el uno en el otro, un deforme arco natural dibujaba un vano que se prolongaba hasta la base de una tercera roca. El espacio resultante creaba un refugio natural y, aunque la bóveda que formaban las piedras no tenía mucha altura, era lo suficientemente amplio como para que Berrondo e Ilduara se escondiesen. Prueba de ello eran la tierra compactada del suelo y los cenicientos restos de fogatas que habían dejado tras de sí los pastores o peregrinos que lo habían usado con anterioridad. Lugares como ese los había utilizado el propio Assur cuando alguna tormenta lo había sorprendido con el ganado.

Ilduara, cansada y dolorida, se había sentado a regañadientes en la oquedad aprovechando el montoncillo de ramas de jara que alguien había abandonado tras de sí. Antes de dejarla allí Assur se hizo con un buen puñado de moras de las silvas de los alrededores y se lo entregó a su hermana rogándole que comiese algo. Luego le prometió que regresaría lo antes posible. La pequeña, queriendo fingir una entereza que no sentía, se entretuvo enredando sus dedos en los pocos rastrojos que, a modo de zócalo, cubrían escasamente la base de las piedras.

En cuanto al hijo del sayón, Assur había llegado a proponerle que lo acompañase. Sin embargo, Berrondo había sugerido que era mejor que se quedase atrás vigilando a la niña. Assur supo al momento que era solo una excusa para tomarse un descanso y quedarse a cubierto, pero no insistió.

Y ahora Assur caminaba cansinamente hacia el sur intentando mantener sus sentidos alerta y orientándose con la vista de Picolongo.

La tarde comenzaba llenándose del calor acumulado en la mañana. El sol, de frente, dejaba ver a contraluz nubes de polen y el vuelo de algunos insectos. De forma malsanamente contradictoria el día se mostraba a sí mismo espléndido, una soleada jornada de otoño en la que los bosques lucían verdes que se apagaban y el aire se llenaba de suaves aromas de flores tardías.

Furco, presintiendo el desánimo de su amo, caminaba tranquilo a su derecha, alzando la cabeza de tanto en tanto y mirando con sus vivos ojos amarillos el rostro preocupado de Assur.

El muchacho, a pesar del cansancio y el cuerpo dolorido, se obligó a reaccionar; dejó a un lado los pensamientos sobre su hermana y el resto de la familia, haciendo un esfuerzo procuró no recordar el aroma del pelo de mamá cuando se lo lavaba, y se concentró en lo que debía hacer. Varió el rumbo para tener la brisa a un costado y caminó un tanto agachado, buscando la protección de las zonas más cerradas del bosque. Sabía que el rodeo iba a retrasarlo, pero quería tomar todas las precauciones necesarias.

Juzgando la posición del sol, Assur calculó que no faltaba mucho para la hora nona, y se obligó a acelerar el paso en lo posible; siendo consciente de que tendría que regresar a por Ilduara con tiempo de sobra como para que la vuelta a Ludeiro pudiera hacerse antes de la caída de la noche. Ascendía paralelo al Peizal, un riachuelo que se escurría de las laderas de Picolongo y de cuyas fuentes bebía el pueblo.

Por lo que Assur recordaba, el hogar de Julián era la primera de las viviendas de Ludeiro que se encontraría en la dirección que llevaba. El mozárabe, al que todos consideraban rico, había traído consigo fondos suficientes como para hacerse una gran casa de piedra con abundantes piezas y un negro enlosado de pizarra que, destacando entre la floresta, fue lo primero que distinguió Assur.

El zagal se tomó su tiempo antes de acercarse, escuchando con atención y observando cuanto había a su alrededor. Se movió con estudiado cuidado y, temiendo que Furco se exaltase de nuevo si es que había extraños cerca, le ordenó que lo esperase junto a un enorme roble que lindaba el fin del bosque.

El lobo, que se había inquietado un poco, no quiso obedecer hasta que el chiquillo lo obligó empujando su costado con las manos y tumbándolo. El animal entendió la orden y se quedó quieto, pero volvió a levantarse aventando el aire con repetidas inspiraciones. Assur lo conocía lo suficiente como para saber que algo había llamado su atención, pero lo instó de nuevo a obedecer.

—Quédate aquí. Quieto —le mandó severamente Assur con la palma de la mano en alto, y el lobo, finalmente, aceptó su autoridad de mala gana.

Empezó a caminar con cuidado y calma, pero una terrible intuición invadió al niño muy pronto. No pudo evitar apurar el paso. Solo se oía el canto eventual de algún petirrojo. Rodeaba ya la casa buscando la entrada principal cuando el olor lo azotó por primera vez. Lo conocía perfectamente.

A veces alguna res tenía un traspié. O una oveja se quedaba atrapada en un lodazal. Era el mismo tufo punzante y, aun así, la vista del cadáver le sorprendió.

Lo reconoció porque llevaba el mismo chaleco de cordobán repujado que había visto cuando él, Sebastián y padre habían comprado a Calesa. Era una prenda lujosa y escasa en aquellas tierras del norte y Assur recordaba con claridad lo extraño que le había resultado que su padre, cubierto con humildes ropas de lana basta, comprase una res a un hombre tan ricamente ataviado. Probablemente el mismo Julián y el padre de Berrondo eran los únicos en los alrededores, además del propio conde, con posibles como para tener una prenda así.

Estaba de espaldas, con las piernas desmañadas en una postura muy poco natural, y solo uno de sus brazos doblado bajo el pecho en un gesto que hubiera sido incómodo. En el otro costado solo quedaba un desgarrado muñón sanguinolento justo por encima de la articulación del codo. El miembro cortado estaba unas varas más allá, con el puño inútilmente cerrado en torno a una sencilla daga.

Grandes moscardones verdes zumbaban atraídos por la peste que había dejado la muerte tras de sí, y cuando Assur fue capaz de levantar la vista del cuerpo inerte de Julián, descubrió que no era el único.

Entre el núcleo de Ludeiro y la casa del mozárabe mediaba una explanada verde que había sido deforestada tiempo atrás para dar una falsa sensación de continuidad al pueblo. De haber sido un día como cualquier otro de los que Assur había vivido, solo un par de árboles hubieran roto la monotonía de la hierba adornada de helechos. Ahora, en aquella planicie se distinguían manchas de bordes difuminados por los tallos de grama y llantén. Y el muchacho, intimidado por lo que adivinaba, no fue capaz de sentirse agradecido porque los detalles de la matanza se escapasen de sus ojos.

Por algún motivo las viviendas de Ludeiro no habían sido pasto de los fuegos de los nórdicos, pero, por lo que Assur podía intuir, no habían dejado alma alguna que se pudiese aprovechar de aquella circunstancia. El muchacho no sabía cuántos habían sido los habitantes del villorrio, sin embargo, a medida que con pasos cansinos se acercaba al grupo principal de casas, los muertos le parecieron incontables.

Assur se movía inquieto, evitando mirar fijamente los cuerpos inertes, girando la cabeza como un pajarillo asustado, procurando impedir que su mente guardase entre sus recuerdos aquellas imágenes cruentas. Ni siquiera se atrevió a gritar. No sabía qué posibilidad lo asustaba más, que contestase algún moribundo o que no contestase nadie.

Impresionado por la masacre que lo rodeaba, Assur tardó en caer en la cuenta. Los normandos también estaban en la orilla sur del Ulla…

Una vez más en aquel interminable día, salió corriendo como alma que llevase el diablo y solo perdió resuello para dar un largo silbido con el que llamar a Furco a su lado.

En cuanto lo volvieron a esconder los bosques que rodeaban Ludeiro, se arrepintió de lo que había hecho. Se sentía culpable por no haber intentado ayudar a algún posible superviviente. Pero recordar que Ilduara se había quedado atrás había disparado los resortes de sus piernas. Lo que le llevó a sentirse aún peor por no haber sido suficientemente previsor como para buscar algo de comida que llevarle a la pequeña. Y también algo de ropa de abrigo. Sin embargo, la sola posibilidad de perder también a la risueña Ilduara le había sorbido los sesos. Se sentía confundido y lleno de culpa, pero ya solo existía una prioridad: reencontrarse con su hermana.

El camino se le hizo eterno, el sol parecía moverse con la rapidez de un halcón. Y para empeorar la situación, las piernas le pesaban como hechas de plomo. Y los pulmones le ardían. Su cuerpo se extenuaba y su mente comenzaba a desvariar. Sintiéndose culpable por hacerlo, buscaba excusas para perdonar sus errores. Intentaba convencerse de que aunque los normandos estuvieran esquilmando también la orilla sur, eso no suponía que hubiesen encontrado a la pequeña Ilduara.

Corría sin tomar las precauciones que se había procurado en el trayecto de ida. Aunque se sabía mucho más expuesto, prefería correr ese riesgo a retrasarse todavía más. Tanta era la diferencia que ya podía ver algunos de los desbaratados tolmos de piedra del berrocal donde se había quedado la niña.

—¡Ilduara!… ¡Ilduara!

Quiso oír lo que no se podía oír. Nadie contestaba.

—¡Ilduara! ¡Linda dama!

La abertura de la oquedad entre las grandes moles de granito en la que se había escondido la pequeña estaba a unos pocos pasos más. Ya solo tenía que dar la vuelta.

—¡Linda dama! —gritó forzando una sonrisa de anticipación en un rostro tenso y contraído.

Estaba vacío. No había nadie. No estaba Ilduara. Y tampoco el hijo del sayón. Furco olisqueaba contento el interior de la cavidad, reconociendo el olor familiar de la pequeña y demostrando ansia por verla.

Assur caminaba en círculos mirando en todas direcciones. Al principio no lo vio, pero poco después los signos le resultaron evidentes; las ramas rotas, los rastrojos pisoteados. Se desesperó y empezó a correr erráticamente, dando bruscos cambios de dirección de un lado a otro. Se alejó rodeando las gigantescas rocas con una amplia vuelta.

Tenían que haber sido los normandos, grandes huellas eran testigos mudos de las botas de los nórdicos.

Intentó seguir el rastro, caminó y caminó, pero el tiempo se le agotaba y el día tendía hacia su inevitable final ciñendo sus posibilidades con un apretado bozal. Cuando creía haber encontrado la pista auténtica, pronto lo acometía la desilusión porque perdía las huellas o descubría que se había equivocado y que se trataba de un paso de ganado. Furco, leal, no se despegaba de sus talones. El lobo, sin entender lo que sucedía, iba tras su amo y obedecía, y aunque Assur intentó varias veces hacer que siguiera el rastro de la pequeña, no llegó a conclusión alguna, la pista se diluía antes o después en pasos demasiado concurridos, o cuando alcanzaban la orilla del Ulla o de cualquier otro arroyo. En una ocasión había encontrado la inconfundible pisada de uno de los finos borceguíes de Berrondo, pero nada más que le asegurase qué dirección seguir.

Cuando el ocaso comenzaba a amenazar con cubrir toda posibilidad de seguir el rastro de Ilduara, el muchacho decidió regresar hasta el berrocal antes de que la oscuridad se lo impidiese. Desesperado por la inseguridad que sentía, deseaba empezar a buscar desde allí mismo con el nuevo día, una vez más.

Cuando llegó hasta las rocas estaba exhausto, desmadejado. Y por encima de todo, confuso y aturdido. Entró a resguardo entre las piedras y dio vueltas sobre sí mismo incrédulo. Seguía sin poder aceptarlo.

En el interior del hueco que dibujaban las grandes piedras uno de los últimos rayos de luz del día se colaba por un resquicio. Un brote de cardo que crecía solitario entre las sombras del suelo de tierra, pegado a una de las paredes, quedó patéticamente iluminado. Prendida en sus pequeñas espinas estaba la cinta de lino con la que Ilduara se sujetaba la trenza. Assur se la había regalado, la había comprado en la feria de Palas de Rei, el mismo día que, juntando lo poco que tenía, había conseguido sus preciados anzuelos.

Y la tensión se liberó rompiendo toda la entereza que Assur había ido atesorando durante el día. Cayó al suelo de rodillas y violentos sollozos lo acometieron.

Assur lloraba acurrucado en posición fetal, preso de convulsiones que pronto le hicieron hipar. Todo el dolor y las lágrimas contenidos se liberaron con la fuerza de una presa derrumbada por una crecida temprana.

Furco, sorprendido e incómodo, se mantuvo inicialmente a un lado, observando con recelo a su amo. Cuando se decidió a acercarse lo hizo lentamente, con la cabeza gacha buscando el rostro del muchacho y gimiendo interrogativamente, como si le pidiese permiso a Assur.

El niño no se dio cuenta de que el lobo se había acercado hasta que la lengua rasposa de Furco le lamió generosa las lágrimas que inundaban sus mejillas. Se abrazó al cuello del animal y este se dejó caer a su lado, sin cesar de lamer el rostro triste del muchacho.

Mientras el niño lloraba el lobo hizo guardia, y cuando la noche cayó, por fin Assur quedó vencido por el cansancio y el dolor. Se sumió en un sueño inquieto y ligero lleno de terribles pesadillas.

Y Furco le aulló a una luna que era poco más que una esquirla de plata en un cielo de azabache a medio cubrir por un velo de altas nubes oscuras.

Cuando Assur despertó el alba clareaba el horizonte. Fue confuso y doloroso. Sus músculos parecían no querer responder y el muchacho podía sentir en todos sus miembros las consecuencias del titánico esfuerzo del día anterior. A fin de asimilar lo sucedido tuvo que esforzarse para abrir camino en una pesada somnolencia; le costó reconocer el lugar.

Y allí estaba la delicada cinta. Tan cerca como para apreciar restos de tierra y ceniza en el blanco difuso del basto lino. Prendida en las espinas transparentes de un cardo, revoloteaba lánguida por los remolinos de aire que se colaban desde la boca de la covacha. Todo regresó con malsana viveza, y el brillo de sus profundos ojos azules se destiñó con oleadas de pena.

Miraba a su alrededor cuando, hacia el fondo de la cueva, donde el día anterior había visto los restos de viejas fogatas, observó apilado un montoncito de ramillas verdes a medio quemar. Comprendió que Berrondo había intentado hacer un fuego.

Imaginó el humo escurriéndose entre las piedras a plena luz del día y, de pronto, supo cómo había desaparecido su hermana. Un odio insano le llenó el alma y una determinación nueva nació en su interior.

Cogió la cinta de lino con gestos bruscos y se la ató en la muñeca del antebrazo izquierdo, apretándola con los dientes y los dedos de la mano libre. Lleno de ese nuevo rencor, que no había conocido hasta entonces, dejó atrás el cansancio y el dolor.

—¡Furco! Ven. Vamos a buscar a Ilduara… Vamos a buscar a Ilduara y al malnacido de Berrondo —le dijo Assur al animal poniéndose en marcha.

Esperando la respuesta del lobo, y cuando ya se extrañaba de que no hubiera acudido a su encuentro, Assur se dio cuenta de los gruñidos del animal.

El vello de la nuca del muchacho se erizó. El recuerdo de la persecución de los nórdicos cobró vida. No podía verlo, pero sabía que el lobo tenía la misma actitud agresiva que tanto le había enorgullecido observar cuando los normandos les pisaban los talones.

—¡Furco! —llamó de nuevo al tiempo que salía de la cueva para encontrar al lobo a unos pasos de la entrada. Tal y como se lo había imaginado, el animal estaba listo para atacar.

—¿Es tuya esa mala bestia? —dijo alguien que Assur no vio.

El muchacho, en tensión, giró sobre sí mismo oteando los alrededores sin distinguir el origen de la voz.

—¡Chico! ¡Contesta!… ¿Ese montón de dientes tiene algo que ver contigo?… —La voz sonaba llena de sarcasmo cansado.

El chico, sin saber a qué atenerse, seguía sin contestar.

—¡Muchacho! ¿Estás bien?

Un ruido entre los árboles llamó la atención de Assur. Justamente en la dirección en la que Furco gruñía apareció un hombre que se aproximaba con ademanes cautos.

Era de mediana estatura, y destacaban en él los ensanchados hombros de alguien que llevaba años practicando el arte de la espada. Se movía con calma y seguridad. Sus pies se elevaban lo justo para no susurrar entre la hierba. Tenía el rostro curtido, de fuertes rasgos marcados por huesos prominentes, y su cabello entrecano dejaba intuir la treintena. Llevaba un tabardo holgado de lana marrón que impedía distinguir más detalles, pero Assur se percató enseguida de que la manga izquierda había sido atada al antebrazo de modo que quedase pegada a la piel. En aquella mano el desconocido sostenía un arco a la altura de la cadera y, detrás, entre los pliegues del sobretodo, se veía el brillo metálico del arriaz de una espada que, colgando de un tiracol que le rodeaba el cuello, contrapesaba la aljaba para las flechas que pendía del lado opuesto. Con los fuertes dedos de la mano derecha el hombre sujetaba la cuerda encerada y el cabo del astil de una flecha. Parecía preparado para disparar en un abrir y cerrar de ojos si lo consideraba necesario. Y el muchacho no dudó de que lo haría, los verdes ojos del hombre se lo decían con su falta de expresividad.

Assur había visto hombres así cuando el conde, a instancias del rey, había convocado al fonsado para enfrentarse a los moros. Era un hombre de armas, un espadero. Y el muchacho sintió un repentino e inmenso alivio; sin poder evitarlo imaginó en un fugaz instante que aquel extraño sería portador de las soluciones a todos sus problemas.

—¡Gracias a Dios! —exclamó el niño—. ¡Tiene que ayudarme! Mi hermana… —las palabras rebullían inquietas por el raciocinio de Assur y, aunque trataba de ordenarlas, no sabía cómo explicarse—, los normandos…, los normandos han desembarcado, han atacado mi pueblo, han matado a la gente de Ludeiro —Assur señalaba en todas direcciones en un esfuerzo por poner sentido a lo que decía—, y mi hermana… Se han llevado a mi hermana —dijo al fin moviéndose hacia el extraño—. Se la han llevado… ¡Tiene que ayudarme! ¡Es muy pequeña! ¡Ella no sabe…! ¡Tiene que ayudarme!

El hombre relajó un poco más su postura y dejó la flecha en el carcaj que colgaba de su costado mimando las suaves plumas.

—Hijo, cálmate, respira —respondió sin dejar de mirar al lobo—, ¿tu hermana?, ¿de qué hablas?

Por su parte, a Furco le había cogido por sorpresa la reacción de su amo ante el intruso. Dejó de gruñir y, ladeando la cabeza, miraba extrañado la escena sin saber qué hacer.

En un principio Assur fue incapaz de enlazar sus palabras coherentemente. Tenía tanto por decir que todo se atropellaba antes de salir por su boca. Sin embargo, tras esas vacilaciones iniciales, la paciencia del extraño rindió sus frutos y, con escuetas preguntas, el recién llegado consiguió entender la historia entrecortada del muchacho.

—Mi her… mi hermana… ¡y mi familia… Sebastián, Zacarías, el pequeño Ezequiel. Hablo de ellos —dijo Assur con la voz tomada—, tenemos que hacer algo… ¡Algo!

El hombre creyó entender; había visto demasiado y, para su desgracia, sabía, casi con toda seguridad, lo que le habría pasado a la niña. Su rostro se contrajo en una mueca austera y sintió como se le encogía el alma, sin embargo, aunque no lo hubiese admitido, y a pesar de que era lo último que deseaba, se apiadó del niño sintiendo en su pecho un calor que creyó que los años habían borrado.

Intentando calmar al pequeño, el hombre lo instó a sentarse a la entrada del refugio de piedra y, en breve, Furco aceptó la situación. El lobo, suspicaz como siempre, se había acomodado al lado de su amo y permanecía con la cabeza erguida, atento a los movimientos y la voz de aquel extraño. Evidentemente preparado para defender a Assur si aquel hombre tenía un gesto impropio.

—Entonces, ¿vamos a buscar a Ilduara? —preguntó ansioso el muchacho en cuanto hubo finalizado su relato.

—Hijo…, vayamos por partes, en primer lugar, ¿cómo te llamas? —dijo el adulto intentando racionalizar la conversación y darle un principio coherente.

—Assur. Me llamo Assur…, hijo de Rodrigo —añadió finalmente.

—Bien, entonces, Assur Rodríguez… —concluyó el hombre no sin cinismo.

—En realidad, casi siempre nos han conocido como Ribadulla —explicó Assur reprochándose inmediatamente por perder el tiempo con nimiedades.

—Sea, Assur Ribadulla —concedió el hombre—. Pues ante ti…

—Y este es Furco —interrumpió el muchacho ansioso al tiempo que palmeaba el cogote del lobo.

El hombre, reuniendo su paciencia en un corral cerrado, sonrió con aire paternalista, comprendiendo la urgencia del niño por incluir a su animal en las presentaciones.

—¿Furco? —preguntó perdiendo el hilo de la conversación.

Assur levantó el mentón en un gesto de orgullo y, extendiendo su mano derecha al frente, sujetó el pulgar con el índice dejando los otros tres dedos estirados.

—Furco. Medio palmo. Era muy pequeño cuando lo encontré… Lo tengo conmigo desde que era un cachorro. Es un lobo, un lobo de verdad —aclaró el muchacho con cierta ínfula.

—¿Un lobo? Ya me había parecido, ahora me explico por qué parece tener el humor de una indigestión de berzas fermentadas… —Arrepentido casi al instante por haber banalizado la conversación, el adulto intentó recobrar el hilo—. Bueno, dejemos eso… Yo soy Gutier de León y soy infanzón al servicio del conde Gonzalo Sánchez, por orden del cual estoy aquí…

—¿Por los normandos? —interrumpió Assur emocionado—. ¿Guiais una leva? ¿Han llamado al fonsado?… ¿Hay más hombres? Vamos, llamémoslos… No hay tiempo, tenemos que rescatar a Ilduara. —Assur se había puesto en pie, excitado y ansioso—. E ir a mi pueblo, hay que ayudar a toda esa gente… Y Berrondo, también hay que rescatar a Berrondo. Es… es… Bueno, no importa, hay que rescatarlo también.

Gutier se recordó a sí mismo que debía mantenerse al margen. Pero no pudo.

—Muchacho, cálmate —dijo con un tono de voz suave que seguía arrastrando cierto cinismo—. Estoy aquí solo, no he venido para…

Ante el gesto compungido del niño, Gutier, arrepintiéndose incluso antes de abrir la boca, decidió entrar en más detalles.

Assur, cariacontecido, palmeaba el lomo de Furco mirando al suelo.

Y Gutier habló.

Sabiendo como sabía la suerte que podían haber corrido la hermana y la familia del niño, se sintió en la necesidad de excusarse. Acababa de ver el horror sembrado por aquellas bestias, sin embargo, el crío tendría que comprender que, antes incluso de enfrentarse a los terribles ataques normandos, el reino, titubeante, divido y peligrosamente indefenso, debía recomponerse a sí mismo.

Tiempo atrás, en vida del implacable Ramiro II, las cosas habían sido muy distintas, el severo monarca había exprimido las defensas de los mahometanos llevando las fronteras cristianas hasta más allá del río Duero. Todo el poder del clero y la corte había sido contenido en el inflexible puño del rudo monarca y el reino había conocido la prosperidad gracias a la ambición de la corona. Sin embargo, tras morir el viejo rey, sus herederos se habían dividido y una sucia retahíla de intrigas de sacristía y palacio había comenzado.

Pero antes de que la corte se desmoronase habían sido años felices y Gutier aún podía recordarlos. Segundo de los hijos varones de uno de los zabazoques más renombrados de la ciudad, el infanzón había nacido en la reconquistada León, convertida en aquellos días, tras ser arrebatada a sangre y fuego a los sarracenos, en uno de los baluartes cristianos de la península ibérica. En aquel entonces, la villa contaba no solo con su propio obispado, sino también con agua tomada del Bernesga y un alfoz en el que florecían pequeños propietarios y comerciantes; tanto era así que había llegado a robarle la corte a Oviedo, la antigua capital que levantara el rey Casto siglos antes, al comienzo de la resistencia cristiana.

Incluso se había vuelto a instaurar un mercado semanal. Y cada cuarta feria, el día que los hombres de la Legio VII gemina que habían fundado la ciudad dedicaban a Mercurio, el interior de las murallas de León quedaba abarrotado por vendedores, buhoneros, campesinos y caldereros; y, desde bien pequeño, Gutier había acompañado a su padre a los bulliciosos puestos de abasto, donde lo ayudaba con sus tareas oficiales, disfrutando especialmente con las pesadas de los cobros.

Como en los últimos dos siglos los monarcas cristianos habían estado demasiado ocupados defendiendo su libertad como para acuñar moneda propia, en los pagos que calibraba el padre de Gutier se pesaban mezclados denarios romanos, trientes godos, sueldos galicanos llegados desde más allá de los Pirineos, y hasta dírhems moros que traían consigo los mozárabes emigrantes. Y el hijo del zabazoque miraba ensimismado los platillos de la romana de su padre intentando adivinar los caminos que aquellas monedas habrían recorrido, las manos por las que habrían pasado. Cada perfil, cada cuño y cada símbolo le resultaban evocadores, y su infancia se había llenado de sueños en los que tanto podía ser un centurión romano como un invasor visigodo.

De aquellos intereses, atenta siempre a quien pudiera destacar en una carrera eclesiástica, se había percatado doña Gonza, la recién nombrada abadesa del monasterio de San Miguel Arcángel. Y siempre que la monja acudía al mercado para vender las conservas y dulces que producía su congregación, le prestaba atención al inquisitivo hijo del zabazoque. La piadosa mujer, encantada con el carácter despierto del muchacho, había intermediado ante el adjutor de San Justo de Ardón, que era además maestro de novicios del cenobio. Y así, tras la pertinente donación, Gutier se había vestido de hábito para mayor solaz de su familia y de la abadesa, segura de haber incorporado a la Iglesia un siervo llamado a grandes logros.

Una vez en el monasterio, el muchacho había descubierto pronto algo mejor aún que las monedas o las explicaciones de doña Gonza, los libros. Y el pequeño Gutier había aprendido rápidamente a escamotear a sus rezos y obligaciones ratos en los que poder curiosear entre las sonrisas de los frailes del scriptorium. Allí, además de los comentarios a los evangelios de San Agustín y de Casiodoro, también encontró textos que le permitieron peregrinar a mundos desconocidos para él hasta entonces, como los poemas de Virgilio, o fragmentos de una sobada geografía de Estrabón. Halló respuestas a preguntas viejas y nuevas, propias y ajenas; conoció la teología, el latín y rudimentos de matemáticas. Y, entre aquellos muros, en la paz del cenobio, Gutier aprendió a amar el conocimiento.

Encantado con su suerte, el joven novicio había esperado ansioso el devenir de los años, deseando, si a bien lo tenía el abad, convertirse en iluminador.

Sin embargo, aquella fortuna se había quebrado dolorosamente. Un inesperado accidente con una carreta de bueyes repleta de sacos de trigo había dejado a Gutier huérfano de padre y con un hermano mayor tullido. El muchacho se había visto obligado a abandonar su vida contemplativa y asumir la responsabilidad de una madre viuda, un hermano impedido y cuatro hermanas demasiado pequeñas como para poder aportar algo más que sencillos bordados a los fondos familiares.

Su madre, compungida y abrumada, había intentado ayudar para evitarle el mal trago a su hijo. Junto a las pequeñas empezó a cocer pan para vender en el mismo mercado del que su esposo había sido inspector. Pero el aporte adicional de poco habría servido en cuanto pasaran unos meses y las rentas adelgazasen. Finalmente, apurados por los prestamistas judíos, habían descubierto las deudas desconocidas que el zabazoque había dejado por culpa de los dados, y al joven leonés solo se le había ocurrido una salida.

Desde la crucial batalla de Simancas, en la que cayeran las tropas del califa Abd al-Rahman III, los jinetes cristianos eran tenidos en alta estima por toda la nobleza, y era habitual entre los villanos aspirar a convertirse en caballeros al servicio del rey. Ese había sido el camino elegido por su hermano, que, antes del accidente que lo lisiara, había entrado al servicio de un noble con la esperanza de medrar como soldado de fortuna. Así, heredando del primogénito un morcillo paticorto, unos arreos baratos y armas herrumbrosas, terminó Gutier al servicio del conde Sancho, sustituyendo a su hermano en el juramento prestado.

Los primeros años resultaron, además de confusos, duros y aterradores. Gutier hubo de aprender el uso de las armas a base de fracasos, y no le habían faltado ocasiones en las que dar gracias a Dios por haber salvado el pellejo ante el moro por pura providencia divina.

Gutier, resignado, añorando la feliz vida del monasterio, sufrió los horrores de la violencia y manchó de sangre su conciencia. Y con el tiempo, sin pretenderlo, con el solo mérito de haber sobrevivido donde otros habían perecido, llegó a convertirse en uno de los hombres de confianza del conde; e incluso reconoció las virtudes de la camaradería y el honor.

Poco a poco la fortuna comenzó a sonreírle. Cobró porcentajes de botines de guerra y saqueos, y pudo garantizar el bienestar de su madre y asegurar a sus hermanas dotes generosas para acordar casorios adecuados.

Luego, cuando ya empezaba a soñar con retirarse a la paz del monasterio de Sahagún y recuperar algo de lo que había perdido, el Señor puso ante él, de nuevo, tortuosos caminos que recorrer. El conde Sancho murió y su heredero, Gonzalo Sánchez, tomó a Gutier, hombre ya curtido, como el preferido de entre los infanzones a su servicio. Y, para su desgracia, el infanzón, cínico y resabiado, pronto descubrió que, de todas las virtudes del padre, el hijo no había heredado más que el título.

Murió también el viejo rey, conquistador de los valles al sur del Duero, y el joven conde Gonzalo, ambicioso como ningún otro, decidió aprovecharse de aquellos tiempos inciertos y, como muchos otros aliados que encontró entre la nobleza, se valió de la incipiente debilidad de la corona para sembrar cizaña y cosechar abundante mies.

Un inacabable rosario de candidatos al trono, apoyados por distintas facciones de la nobleza y el clero, pelearon durante años creyéndose cada cual el único con derechos a la corona y surgió una rápida sucesión de monarcas y herederos que habían subido y bajado del trono como si el regio asiento quemase sin que ninguno de ellos llegase a ser respetado por el vulgo, que se había referido a sus efímeros reyes con sobrenombres como los de Ordoño el Malo o Sancho el Craso.

Y fue, precisamente, en los días en que el obeso Sancho había ostentado la discutida corona, cuando los cabos entre la Iglesia y el trono se tensaron hasta estar a punto de romperse, como una driza deshilachada en un vendaval. Fueron tiempos convulsos en los que Gutier, sin otro remedio que enranciar sus disgustos ante los pocos escrúpulos de su señor, se vio inmerso en sucias conspiraciones que habrían de marcar los años venideros.

Esperando sustituir al gordo rey Craso por otro heredero que les fuera más propicio, un elenco de nobles entre los que se incluía el señor de Gutier se alió con el todopoderoso Fernán González, conde de Castilla y señor de Lara, que ya había intentado arrebatar el trono de León en más de una ocasión a través de matrimonios de conveniencia y oscuras alianzas. Cerrado el pacto tras elegir a un candidato al trono, la facción nobiliaria había presionado a los obispos a fin de que extorsionasen al pusilánime rey obeso hasta que su poder languideciese.

Gutier en persona había llevado recado a la floreciente Compostela, los nobles harían generosas donaciones para la ciudad del apóstol si el obispo Sisnando conseguía debilitar la corona lo suficiente como para poder aupar hasta el trono al candidato elegido por la nobleza.

Y el rey craso tuvo que ceder, ante su pueblo no podía negarle el favor a la villa que albergaba las veneradas reliquias que tantas riquezas aportaban al reino gracias a los peregrinos; así, el prelado, favorecido por las presiones del señor de Lara en la corte, había obtenido fondos y permiso para ejercer una leva con la que reforzar sus dominios ante posibles ataques de moros o normandos.

En unos pocos meses, incluso excediéndose en su cometido al juicio de los nobles, el obispo Sisnando había exprimido la voluntad de sus feligreses para mayor gloria de la Iglesia y ridículo de la corona. Desoyendo las peticiones de mesura que llegaban de la corte, el prelado había levantado torres de defensa en las desembocaduras de los ríos Ulla y Tambre, había construido una enorme empalizada que cercase la debilitada muralla de la ciudadela compostelana; y, como medida extrema, había cavado un gigantesco foso rodeando la aglomeración de viviendas que crecía en torno al Locus Sancti Jacobi. Aprovechando para sí y su obispado la oportunidad, Sisnando organizó sus territorios como si no dependiesen de la corona y extendió rumores malsanos sobre independencia con los que encorajinó a la nobleza que le era cercana a la corte.

Sin embargo, la plebe, airada por tantos trabajos, aupada por los nobles contrarios al señor de Lara, se soliviantó por los abusos del obispo y elevó quejas a la corte que fueron secundadas por ciertos terratenientes; lo que le había servido de excusa al presionado rey para arrebatarle la cátedra episcopal a Sisnando y ponerla en manos de un tal Rosendo, que había sido ya obispo en Mondoñedo y tenía fama de santo en vida. Contentando a unos, disgustando a otros y enfureciendo al conde Fernán González, que había recibido la noticia de labios del propio Gutier, enviado hasta los dominios de Lara como correo por el conde Gonzalo.

Sisnando, privado de su dignidad, acabó preso; sin embargo, hubo quien pensó que nada podía haber mejor que un obispo que debiera favores. De modo que, deseando controlar la corte, los nobles aliados con el conde de Lara urdieron una supuesta tregua que había de tratarse en la fortaleza de Castrelo de Miño y le tendieron una trampa al rey.

El conde Gonzalo, que tenía a su servicio a un médico hebreo experto en herboristería, había tenido la idea. Y Gutier había sido el encargado de escamotear el veneno salido de la botica del judío con el que, tras burlar a la guardia real apostada en la fortaleza de Castrelo, se había emponzoñado la cena del monarca. Víctima de la ambición de los nobles, el rey Sancho el Craso agonizó largamente con las tripas enredadas, presa de terribles retortijones.

Muerto el rey, una nueva batalla por la sucesión había comenzado y, mientras los distintos bandos nobiliarios discutían, Gutier había recibido otro encargo. El infanzón, acompañado de unos cuantos hombres de las mesnadas del conde Gonzalo, había cruzado el reino a uña de caballo y liberado a Sisnando para, tal y como querían los nobles acaudillados por el señor de Lara, llevarlo a Compostela y ayudarlo a recobrar su obispado.

Así, Rosendo, que apenas había tenido tiempo de disfrutar de su dignidad episcopal, sin poder contar con el apoyo del monarca fallecido, presionado por la sombra armada de Gutier que guardaba las espaldas de un airado Sisnando, había abandonado la ciudad del apóstol.

Como resultado, a pesar de que Sancho el Craso había conseguido, antes de ser envenenado, que sus acólitos entre la nobleza apoyaran a su pequeño hijo Ramiro en la sucesión, la parte del poder nobiliario que le era contraria había podido equilibrar la balanza colocando a alguien de su interés en la importantísima sede episcopal de Iria Flavia, la más rica de todas, la que controlaba Compostela.

Después de años de disputas la corona había recaído en la testa de un niño que atendía las audiencias jugando con la espada de su ayo, e inevitablemente, la integridad del reino había comenzado a cuartearse, resquebrajada por hendiduras capaces de engendrar funestos vaticinios.

Como si las disputas de las regentes no fueran suficientes, los mahometanos, oportunistas, habían enviado desde Córdoba una presuntuosa embajada con la que ridiculizar las pretensiones de la débil corona y constatar la sempiterna amenaza del islam, acantonado en el sur de la península. Y, mientras los nobles se enviaban mensajes codificados y la Iglesia se resquebrajaba, los normandos habían atacado de nuevo, con más fuerza que nunca.

Habían llegado rumores, aquellos demonios del norte habían remontado el Ulla y Compostela había estado a punto de sucumbir. El obispo Sisnando, quizá queriendo dejar constancia de que había vuelto a hacerse con las riendas del obispado, imbuido por las obligaciones guerreras que las antiguas leyes godas exigían de sus prelados, seguro de que el niño rey no reaccionaría, fue el primero en contraatacar. Sisnando había corrido a enfrentarse a los invasores nórdicos en cuanto tuvo noticia de que habían penetrado por Juncaria, burlando las torres de vigilancia que él mismo había levantado en la ría del Ulla unos años antes. Sin embargo, de nada le sirvió al rebelde obispo todo su arrojo. Al poco de entrar en batalla, a unas millas al sur de Compostela, Sisnando fue muerto por una flecha normanda en el sitio de Fornelos durante la Cuaresma de aquel año de nuestro Señor de 968. Y el miedo se extendió como lumbre en la yesca.

Y con la llegada del otoño, entre cuchicheos pronunciados bajo expresiones compungidas bajo el peso del miedo, las cuadrillas para la zafra abandonaban los campos impulsadas por las noticias que llevaban los vientos.

Había que confirmar aquellos rumores y, bajo las órdenes del conde Gonzalo Sánchez, Gutier había partido desde las tierras del noble al borde de los montes bercianos. Marchaba solo, con la encomienda estricta de pasar desapercibido, y dos eran sus cometidos: en primer lugar, dar por ciertos los vanos rumores sobre la muerte de Sisnando y, de verse confirmados, enterarse de los movimientos de Rosendo; en segundo lugar, averiguar cuanto le fuese posible sobre las huestes normandas, efectivos, barcos, posición y cualquier detalle que pudiese ser de ayuda. El conde Gonzalo y sus compinches, conscientes de que antes o después habría guerra, necesitaban saber a qué atenerse; ya que, y Gutier tenía la certeza, no se moverían a no ser que se sintieran ganadores; si les convenía, incluso dejarían campar a los normandos a sus anchas; o comerciarían con ellos sin más, pues solo el afán por la plata de los nórdicos era comparable a su sed de sangre.

El infanzón, eficiente como siempre aun a pesar de su desagrado por la tarea, había apurado al máximo el ritmo de su trote y, aun evitando las calzadas romanas, cubrió cien millas de montes y valles de bosques cerrados en apenas cuatro días. Durmiendo al raso sin encender fogatas que lo delatasen y permitiéndose el único lujo que le brindó una liebre despistada al cruzarse con él al tercer día. Harto de cecina reseca y pan duro, había buscado un refugio en el que poder comer caliente. Encontró un hueco entre enormes berruecos donde esconder el resplandor del fuego, y se concedió una noche de descanso verdadero mientras digería los restos de liebre aderezada con romero, tumbado sobre una improvisada márfega de verdes ramas de jara. Sin poder imaginar que, en ese mismo lugar, solo unos días después, su vida cambiaría para siempre.

Había llegado a Compostela la mañana del quinto día, poco después de tercias, y pronto se dio cuenta de que los ánimos estaban soliviantados. El miedo de los lugareños resultaba patente incluso en las escasas gentes que se cruzaba en las afueras. Todos parecían huir con los recuerdos de las recientes batallas frente a los normandos apretados en el cogote.

Gutier, embozado en su tabardo, había envuelto las armas en su loriga de cuero y las había dejado escondidas en un bosquecillo de jóvenes alisos, apenas unos cientos de pasos al sur de la gran empalizada que construyera Sisnando. Solo llevaba encima una daga escondida en la bocamanga y, tras haber desastrado su aspecto, consiguió parecer un simple peregrino.

Había traspasado el imponente cercado por el conocido lugar de Mazarelos, librándose de las preguntas de la guardia con las típicas excusas devotas del peregrino a las reliquias del apóstol, y había seguido hacia el norte por el empedrado de la rúa Novus.

Como buen soldado de fortuna, Gutier sabía que no había mejor sitio para tomar el pulso del lugar que las tabernas y, cruzando la rúa Villare, se revolvió en el laberinto de callejuelas y piedra hasta toparse con el callejón de la Rainha. En el aire se distinguían los olores de los platos preparados en las posadas y el profundo aroma del granito avejentado. Eligió la más lúgubre y oscura de las cantinas que vio, un tugurio apestoso cubierto por décadas de humo pegoteado de grasa que era conocido como O Mico Preto.

Esforzándose por parecer uno más, se movió con calma, arrastrando la pierna derecha y encorvándose, fingiendo alguna deformación. Escogió la última de las mesas, y se sentó de cara a la puerta principal con la espalda pegada a la pared. Aguzó el oído y dejó pasar el rato bebiendo pequeños sorbos del vino ácido y enturbiado que le sirvieron. Cuando se acercaba la hora sexta pidió yantar y otra jarra de aquel bebedizo acre.

El insípido guiso llevaba carne de cerdo pasada y habían intentado tapar el desastre con un desagradable exceso de tomillo. El vino, un caldo barato obtenido de uvas recogidas antes de tiempo en las cepas blancas que abundaban en la costa, era mordiente y tenía un fuerte regusto astringente que le dejó una sensación afelpada en la lengua.

Oyó vagas charlas llenas de temerosas expresiones entre los pocos parroquianos y vio a muchos pasar con morrales y macutos para el camino.

La ciudad le había parecido incongruentemente vacía. Desde hacía años Compostela se había enriquecido y crecido a un ritmo frenético, llenándose pronto de gente de toda clase y condición y sirviendo de aliviadero para muchos escapados que, aprovechando un dictado del viejo rey Ordoño II, intentaban pasar cuarenta días en la villa sin ser reclamados y, de ese modo, convertirse en hombres libres. Sin embargo, esa jornada, más bien parecía que el lugar se estuviese vaciando de almas rápidamente.

Todavía con el vino peleándose con el paladar, había seguido callejeando hacia el norte hasta llegar al preconitorium. Había esperado tener la suerte de escuchar algún pregón.

Pero la escasez de transeúntes o nuevas lo animó a meterse en la platería de un orfebre judío. Y aunque suspicaz por el aspecto desmañado del infanzón, el orfebre confirmó las noticias que habían llegado hasta el Bierzo; además de algunos comentarios intrascendentes sobre las sernas otoñales debidas a la Iglesia, adelantadas ese año, Gutier escuchó el relato de la truculenta muerte de Sisnando y pormenores sobre la vuelta al obispado de Rosendo. El prelado, tras recuperar su condición, había intentado calmar el temor de Compostela anunciando su firme intención de expulsar a los normandos.

Deseoso de conocer más detalles de los que podía brindarle el judío, decidió llegarse al monasterio de San Pelayo. De sus tiempos de novicio el leonés conservaba algunas amistades: frailes que habían quedado repartidos por todos los territorios del reino cristiano. Y el infanzón se había servido de ellos como informantes en más de una ocasión. La Iglesia llegaba a todas partes y, desde Oviedo a León, de Astorga a Lugo, Gutier sabía con quién podía contar si deseaba saber algo.

Gelmiro apenas había cambiado. El aguzado rostro ratonil de pequeña nariz y ojos inquisitivos parecía ser el mismo que veinte años atrás. Su constitución y porte, tan cerca de lo enfermizo como podían serlo los de un hombre sano, seguían bailando dentro de un hábito demasiado grande en el que las manchas y el hedor anunciaban de lejos al inquilino. Gutier siempre había estado convencido de que el menudo Gelmiro se empeñaba en usar tallas de más para tener huecos suficientes en los que almacenar la mugre. La única diferencia era que su ya antes escasa mata de pelo se había refugiado tras sus pequeñas orejas de soplillo, formando dos únicos mechones revueltos que despuntaban con timidez alborotada.

—¡Querido Gutier! —había exclamado exaltado el frailecillo haciendo hediondos aspavientos con las manos—. Benditos los ojos, pródigo hermano. ¡Cuánto tiempo! Venid, venid conmigo, acompañadme a las despensas a ver si conseguimos del hermano cillerero que nos permita celebrar tan bienaventurada llegada con algo de pan y vino.

En eso tampoco había cambiado Gelmiro. Tal y como recordaba Gutier, el fraile era siempre capaz de encontrar excusas que le permitieran hurtar un poco de vino de las cocinas.

—Mi buen Gelmiro —había replicado Gutier intentando que no resultase evidente el esfuerzo que hacía por no arrugar la nariz—. Tan devoto como siempre. Por lo que puedo oler, seguís convencido de que lavarse demasiado a menudo incita al pecado —había dicho el infanzón con su clásico sarcasmo revenido.

El pequeño fraile obvió el comentario y guio alegremente a su invitado, encantado por tener una excusa para escudriñar las bodegas.

Ya con un cuenco de vino cada uno y habiéndose sentado no lejos del hogar, entre el barullo de las idas y venidas de la cocina, tras los consabidos prolegómenos banales y algunas bendiciones, Gelmiro se decidió a preguntar directamente.

—Y bien, ¿qué os ha traído hasta Compostela?

Gutier sabía que, si Gelmiro llegaba a suponer que estaba en Compostela intentando obtener información, el fraile iría corriendo a avisar a su prior, y este haría lo propio con el obispo, comprometiendo su misión y poniéndolo en una situación muy delicada.

—He decidido peregrinar hasta las reliquias del apóstol. Supongo que he recuperado algo de la santidad que tenía en San Justo…

Gelmiro no lo creyó, pero prefirió no decirlo en voz alta, lo que aprovechó Gutier para guiar la conversación a fueros de su interés.

—Y… ¿cuál es vuestra historia? ¿Alguna novedad? —había preguntado el infanzón.

—¡Ay! Amigo mío. Están los ánimos exaltados, no podríais imaginarlo. Como ya sabréis… —Gelmiro había aprovechado la pausa entornando los ojos y dándole la oportunidad a Gutier de soltar la lengua, sin embargo, como la triquiñuela pareció no funcionar, se decidió a continuar—. Rosendo es de nuevo obispo de Iria, y parece empeñado en convertir todos los monasterios a la regla de San Benito. ¡Imaginaos! Quiere que abandonemos cada cual las de San Isidoro o San Fructuoso, según corresponda, y que todos abracemos esa moda impía que llega de allende la Aquitania. Creo que quiere borrar todo recuerdo de Sisnando. ¡Acabaremos como los francos!…

Gutier no había reaccionado ante la excitación del fraile y Gelmiro, incapaz de permanecer callado mucho tiempo, continuó hablando tras pedir a un novicio que rellenase su tazón de vino.

—… No creo yo que vaya a conseguirlo. Más de un abad le ha hecho llegar ya su recelo. Además, ahora mismo tiene asuntos más importantes con los que lidiar… Mucho más importantes… Si se descuida, no va a tener monasterios que transformar…

Gutier siguió callando y Gelmiro se ocupó de volver a rellenar su cuenco, que parecía no tener fondo.

—Han llegado noticias desde Curtis —había seguido hablando el frailecillo—, esos demonios del norte han arrasado la iglesia de Santa Olalla. ¡Han robado todo lo que tenía algo de valor! ¡Y todo el vino de misa!… —Gelmiro alzó los brazos al cielo llenando el ambiente de hedores picantes—. ¡Todo! ¿Podéis imaginarlo? ¡Todo el vino! Y… hay rumores de que no dejaron a nadie con vida. —El pequeño monje se persignó con prisa—. Pobres desgraciados, ¡el Señor los acoja en su eterno amor!

El ataque de Curtis fue algo nuevo para Gutier y se atrevió a hablar.

—¿Los normandos? ¿Han llegado a Curtis?

Antes de contestar, el monje apuró lo que le quedaba de vino.

—Sí, sí, hasta… Curtis, hasta Curtis… Y todos muertos… Llegaron por el Ulla con la primavera y, ya veis, ahora… En Curtis… —Al monje se le había empezado a trabar la lengua, y entre el tono ceniciento de su rostro sucio ya destacaba el bochorno de su nariz—. Ese tal Gundericus, o como se llame, parece haber venido a hacerse el dueño y señor… Y señor de todas nuestras tierras. ¡Arderá en el infierno! ¡Demonio descreído!… ¡Impío! Rosendo conseguirá reunir a los nobles y dará igual si son cien o doscientas naves… ¡Arderán en el infierno!…

Gutier ocultó su satisfacción. Estuvo seguro de que las fuentes de Gelmiro eran fiables, el pequeño fraile siempre había sido un metiche con casi tantas ansias por los rumores como por el vino, y tan ávido era para escucharlos como lenguaraz para desvelarlos. El infanzón pudo tener la certeza absoluta de que el obispo buscaba aliados entre los nobles y, de manera natural, había elegido a los priores de los conventos de Compostela para dejar que la noticia calase. Si la situación era tan grave como parecía, cabía la posibilidad de que incluso tendiera su mano a viejos enemigos.

—¿Cien o doscientos barcos?

—Sí, sí… —balbuceó el vino en boca del fraile—, sí, sí, sí… cien… Dicen que cien naves suben por el río y con los que no comercian pues… pues los matan… ¡Paganos! ¡Son unos paganos! Y también dicen que Rosendo… —Gelmiro intentó hacer un gesto de complicidad apoyando un dedo de uña negra en el puente de la nariz—. Dicen que Rosendo no ha podido admitir que son las murallas de Sisnando las que han salvado a Compostela. ¡Y la soberbia es un pecado capital!

Sin poder obtener nada más en claro del achispado fraile, Gutier había abandonado la ciudad del apóstol con tiempo suficiente como para hacer noche en el bosquecillo donde había escondido sus armas. A la mañana siguiente se dirigió al sur y no al este. Tenía que ver cuál era la verdadera fuerza de los normandos.

No fue difícil seguir el rastro. Los normandos habían dejado tras de sí muerte y destrucción. Y, entre los que no habían perdido la vida, quedaban los que ni siquiera deseaban detener su huida para maldecir a los demonios venidos del océano tenebroso, y los que se deshacían rápidamente en lamentos en cuanto se les preguntaba.

Llegó hasta el Ulla dejando a su espalda el lugar de Fornelos, donde el obispo Sisnando había perdido la vida de una forma terrible. Y una vez en el valle siguió hacia el este, remontando el caudaloso río. Se movió con precaución, con las armas engrasadas y los sentidos alerta.

Al avanzar las señales fueron más y más recientes. Gutier cruzó campos de cereal pisoteados y arruinados, encontró casas reducidas a escombros y descubrió cabañas enteras de ganado descuartizado. Finalmente, buscando siempre puntos altos desde los que poder observar, terminó en un pico cerca del devastado pueblo de Rendos. Y, cuando la noche ya se anunciaba en el horizonte, los vio. Y supo de inmediato que se acercaban tiempos terribles.

El muchacho seguía con los ojos clavados en el suelo, palmeando el cuello del lobo, pensativo, quizá rogando a Dios. Y Gutier sintió un desagradable escalofrío de conmiseración por el crío. Ni siquiera acudir a la providencia divina le serviría, pues la devastación que dejaban tras de sí los normandos estaba tan cercana al mismísimo averno que solo los demonios más oscuros podían campar por ella. Él lo había visto.

Estuvo a punto de mentir piadosamente al muchacho, pero luego recordó. Recordó lo que había visto en el asentamiento de los nórdicos la tarde anterior y prefirió callar.

Habían establecido su campamento en el enorme valle que permitía al Ulla unirse a varios de sus afluentes de una sola vez. La confluencia creaba una enorme ensenada que daba cabida cómodamente al ejército normando.

Allí estaban, destacando sobre las aguas tintas del enorme río. Impresionado por lo que veía, Gutier se había esforzado con la cuenta. Ochenta y tres barcos, con bancadas para alojar a un par de docenas de remeros por navío. La mayoría eran estilizados y amenazadores, de escaso calado, de maderas oscuras y afinadas proas y popas de rodas y codastes labrados, perfectos para la guerra; también había algunos de mayor manga y con más obra viva, evidentemente cargueros. Muchos estaban varados aprovechando los playones naturales, e incluso con el sol de la tarde lucían tenebrosos. Algunos se movían río arriba, aprovechando enormes velas cuadradas con franjas de color que suplementaban la fuerza de los remos, transportaban lo que parecían pequeños grupos de asalto, avanzadillas. Otros se movían río abajo, usando los remos para guiarse en la deriva de la corriente, y Gutier había deducido que habría más cargueros esperando en la desembocadura, preparados para hacerse a mar abierto si existían amenazas para el botín apresado.

En total debían de rondar los tres mil, y muchos de ellos parecían poder permitirse el lujo de llevar cotas de malla; era evidente que no se trataba de una desorganizada panda de desharrapados que se habían echado al mar como último recurso, era un contingente bélico en toda regla, preparado para la lucha. Abundaban las espadas y las hachas y, o bien colgadas de las amuras de los navíos, o bien repartidas en pilas entre las tiendas, se veían montones de rodelas de vivos colores.

Muchos parecían listos para disfrutar de una velada de excesos, a juzgar por los asados que daban vueltas en las hogueras, pero también había visto a otros que formaban retenes de guardia que quedaban pronto repartidos por el perímetro del campamento.

Las tiendas, los fuegos y el humor festivo hacían palpable la seguridad que los normandos sentían en sus fuerzas y posición. Y a Gutier le había parecido que aquellos hombres rudos tenían razones fundadas para sentirse así.

Algunos atendían los fuegos y los espetones que giraban sobre ellos, otros racionaban enormes jarras de lo que Gutier había intuido debía de ser algún licor, unos pocos afilaban sus armas con esmero y la mayoría de los restantes parecía, simplemente, disfrutar del ocaso. Eran muchos y estaban bien establecidos, y el infanzón no había tardado en percatarse de que aquel era un campamento con visos de permanente, incluso había algunas construcciones simples de madera basta.

En el extremo occidental los nórdicos habían aprovechado una curva cerrada del río para montar un cerco de maderos cortados burdamente, allí guardaban a sus prisioneros. El infanzón no había podido diferenciar los rostros, pero la mayoría eran fácilmente identificables como niños y mujeres. Los mantenían apilados como animales y algunos de los normandos parecían estar preparando recuas de maniatados cautivos. Separaban grupos de media docena y los obligaban a caminar hasta uno de los barcos más grandes. Gutier había comprendido que serían aquellos por los que no podían o no deseaban pedir rescate, carne para los mercados de esclavos.

Una de las jovencitas se había resistido asiéndose a las faldas de su madre y Gutier había visto, horrorizado, como el normando que parecía estar al cargo de aquella tarea le propinaba un brutal golpe con la empuñadura de su espada. La muchacha había caído, inconsciente, y con gestos secos el gigantesco pelirrojo le había indicado algo a sus compinches.

Acongojado, Gutier había terminado por girar la cabeza para no seguir mirando. Estaba acostumbrado a la barbarie de la guerra, pero los alaridos de la madre de la muchacha habían llegado hasta él mientras aquellos paganos salvajes se turnaban para abusar de la pequeña.

Gutier había visto hombres terribles haciendo cosas innombrables, sin embargo, aquel gigantesco normando se le antojó el hideputa más desalmado con el que jamás se había topado. Mientras sus hombres se aprovechaban de la pobre muchacha él parecía limitarse a reír, soltando frases hirientes a los prisioneros que se arrebujaban en el lado contrario del improvisado corral. Además, Gutier había notado como, en lugar de llevar una cota de malla, se cubría simplemente con cuero, como hacía él mismo. Y el de León sabía que, pudiendo permitirse elegir, solo un hombre muy habilidoso con las armas podía preferir la ligereza de la piel a la protección adicional del metal. Eso era algo que requería mucha confianza.

Todavía incómodo, dueño ya de la información que le había pedido su señor, agazapado entre las sombras del ocaso, Gutier había seguido moviéndose hacia el este, hasta que una curva del Ulla lo había obligado a detenerse y buscar refugio.

Al día siguiente, ansioso por tomarse un buen descanso, había relajado su marcha para llegar sin prisas al mismo escondite que había usado en la venida.

Sin embargo, no había sabido anticipar lo que iba a encontrarse en aquel caos de berrocal.

Tras sus dudas, intentando olvidar el repeluzno que le habían provocado los recuerdos que acababa de evocar, procurando desechar la conmiseración que sentía, mirando con recelo al lobo, Gutier decidió hablar con franqueza.

—Mira, hijo, yo no estoy aquí para ayudarte… Tengo que regresar al este, a las tierras del conde en el Bierzo. Los normandos no son el único problema del reino… —dijo pensando en el niño rey y en la precaria relación de la corona con los nobles.

Assur seguía callado, acariciando a Furco mientras el animal, pese a los mimos que recibía, continuaba mirando fijamente a Gutier, suspicaz y alerta como era natural en él.

—¿Muchacho?

El niño no abría la boca.

—¿Chico? ¿Lo comprendes?

El lado más racional de Gutier se empeñaba en recordarle que aquel muchacho desconsolado no era, ni por asomo, una de sus responsabilidades. Pero tampoco era capaz de que la visión de cómo los nórdicos trataban a sus cautivos se desarraigase de su memoria.

Assur empezó a agitarse. Fuertes convulsiones de llanto contenido sacudían su pecho y Furco se giró preocupado hacia su amo. El niño, doblado sobre sí mismo, con las piernas encogidas, acariciaba los cabos del nudo con el que se había sujetado la cinta de Ilduara a la muñeca.

—Fue culpa mía… No debí dejarla con ese pazguato…

Ahora, era Gutier quien callaba.

—Era mi responsabilidad y… y yo tomé la decisión equivocada, ¿qué le diré a mamá? ¿Y a padre? ¡Les he fallado! ¡Le he fallado a ella! No debí… No debí… —Assur se repetía negando una y otra vez con la cabeza, había roto a llorar de nuevo, como la noche anterior. Y, aunque se avergonzaba por ello, no podía evitar que las lágrimas le corrieran por las mejillas. La pena se mezclaba con la rabia y el propio reproche despertó en él la ira que había estado conteniendo—. No debí… Yo soy mayor… Ella era mi responsabilidad, ¡mía! No debí…

Gutier intentó apoyar una mano en el hombro del chico, para calmarlo, pero Furco reaccionó de inmediato: arrugó los belfos en una amenaza plausible.

Bruscamente, el muchacho dejó de llorar con un ruido sordo y se pasó el dorso de la mano por los ojos.

—¡Muy bien! —exclamó Assur sorprendiendo a Gutier, que, intentando mantener la mano lejos de los dientes del lobo, dudó haber oído lo que creía haber oído—. Si lo tengo que hacer solo, lo haré solo —dijo Assur sin un sollozo más—. El conde, sus infanzones, tú y todos los normandos podéis iros al mismísimo infierno. Si nadie piensa ayudarme, lo haré yo solo.

Y echó a andar resuelto, dejando atrás a Furco y Gutier, que se miraban con indescifrable asombro.

El lobo se puso pronto en marcha, y con un trote rápido se quedó al lado de su amo. Gutier, sin embargo, soltó un suspiro incómodo y se esforzó por alegrarse con el cambio de situación. Ya estaba libre, y si el muchacho había decidido irse, nada los ataba, podía volver a las tierras del conde y presentarle la información que había obtenido. Había conseguido todos sus objetivos y, con algo de suerte, el cómite le daría alguna recompensa o, cuando menos, lo dejaría tranquilo unos días mientras decidía cómo actuar con lo que su infanzón había averiguado. Gutier sabía que, antes de dar un paso, el noble cruzaría mensajes y recados con otros grandes de Galicia y con el obispo Rosendo.

Intentando olvidarse del muchacho a medida que lo veía caminar hacia el bosque, se dispuso a tomarse el día de descanso que había planeado, deseando tener la fortuna de la vez anterior y cazar algo que poder cocinar cuando cayera la noche y encendiese su fogata.

Ya cubierto por la espesura, Assur refunfuñaba lleno de determinación. Llevaba caminado un buen trecho cuando se dio cuenta de que ni siquiera sabía adónde ir, no tenía idea de lo que iba a hacer.

A medida que avanzaba, la certeza y seguridad que lo habían inundado en su rabieta se fueron diluyendo, pero no se detuvo, y decidió que, si tenía que empezar por algún sitio, lo haría por su propia casa. Los normandos habían estado allí, podía ser que todavía estuviesen. Quizá encontrase a su padre, y así ya tendría en quien apoyarse; o podía ser que Sebastián, el mayor, hubiese escapado. Y si los normandos estaban todavía en Outeiro, podría observarlos, e intentar descubrir qué había sido de Ilduara.

Sujetando a Furco por un pliegue del pellejo del cuello, Assur prestaba atención. Intentaba escuchar alguna voz, algún sonido.

Todo aparecía tranquilo y, desde el viejo tocón en el que se agazapaba, no se veía nada que le indicase que los normandos seguían en Outeiro. Había restos de la escaramuza, un cesto abandonado del que se habían caído pequeñas manzanas, una capa pisoteada y arrugada, cenizas que volaban en la suave brisa. No solo no se veían normandos. No se veía a nadie. El aire le llegaba preñado de olores fuertes y desagradables, con el penetrante hedor acre a fuego y brasas se mezclaba el dulzón hedor de la muerte.

Dio un rodeo y llegó al mismo punto que la mañana anterior, viendo la esquina del muro de la casa del sayón como la había visto antes de que los acontecimientos se precipitaran de forma tan desgraciada. El día había pasado tan lentamente como un siglo, y el recuerdo de lo sucedido hizo que Assur sintiera una nueva punzada de culpabilidad, tuvo que cerrar con fuerza los ojos para no llorar.

Avanzó con pasos cautelosos, encorvándose sin ser consciente de ello, y muy atento a Furco, al que retenía continuamente con órdenes quedas. Lo primero que vio fueron los zuecos. Esparcidos por la tierra del camino había, al menos, una docena de pares. Unos terminados y enlustrados con grasa, otros a medio hacer, algunos eran solo proyectos en tarugos desbastados. Había uno roto junto a la puerta. Estaba abierta.

Habían saqueado la casa de Osorio y no habían visto utilidad alguna en el delicado trabajo del anciano. Assur no había visto jamás cómo tanto podía destruirse en tan poco tiempo. La techumbre se había consumido, del interior emanaba un desagradable olor a podredumbre en el que Assur no quiso pensar. Las herramientas y las pocas cosas que el zoqueiro había tenido aparecían tiradas de cualquier modo en los alrededores del umbral. Era evidente que se habían llevado todo lo que les había interesado. Con el resto habían arrasado.

El zoqueiro, vejancón, correoso y delgado como un mimbre, siempre había tratado bien al pequeño Assur, de hecho, a todos los niños del pueblo. Siempre tenía una sonrisa para ellos y, con cada nacimiento, el artesano se acordaba de hacerle algún sencillo juguete al recién llegado. El pequeño Ezequiel todavía jugaba tirando del diminuto carro que Assur había recibido años antes.

Siguió avanzando despacio, siempre atento a que Furco permaneciese a su lado. Rodeaba el muro de la casa del sayón y, por lo que podía ver, la propiedad del oficial del conde tampoco se había librado de las ansias de destrucción y pillaje de los normandos.

Y entonces vio los pies, uno de ellos todavía calzado con un zueco de oscuro nogal tratado al humo; un delicado trabajo de filigranas que se enredaban en el empeine labrado. Inconfundibles. El zoqueiro había caído en el estrecho paso entre su casa y la de su vecino. Assur corrió.

—¡Osorio! ¡Osorio!

Vomitó inmediatamente. Era obvio que el viejo artesano había sido el blanco del hacha que Assur había visto partir la mañana anterior. La enorme herida parecía querer escaparse del escuálido pecho huesudo del anciano. El cuerpo estaba hinchado y deformado. Las moscas zumbaban a su alrededor. En su cara, velada y pálida, se distinguía una desagradable expresión de horror, acrecentada por la inflamación que había causado la podredumbre.

Las violentas arcadas exprimieron en un instante la escasa bilis que el vacío estómago de Assur podía contener.

El muchacho, perdida ya toda precaución, echó a correr desesperado por lo que pudiera encontrarse. Furco lo seguía.

—¡Mamá! ¡Mamá!… ¡Ezequiel, Zacarías! ¡Mamá!

El pueblo le pareció inmenso.

—¡Padre! ¡Sebastián!… ¡Mamá!

Por desgracia para Assur, sus temores se confirmaron y, sin tener la posibilidad de elegir, su niñez acabó.

Encontró a mamá, a Zacarías, al pequeño Ezequiel, que sujetaba con sus manitas el carro de juguete. Y a su padre, delante de todos ellos. Assur estaba seguro de que los había defendido hasta el final.

No lloró. Quiso hacerlo. Pero se contuvo. Sabía que a padre no le hubiera gustado que lo hiciera.

Faltaba Sebastián. El mayor, el que siempre estaba ahí con una sonrisa indulgente, dispuesto a echar una mano a los pequeños aunque estuviese derrengado porque padre le había exigido trabajar todo el día como un hombre crecido.

Dudó. No sabía qué hacer. Tardó más de lo que hubiera deseado en tomar una decisión, y no fue hasta que se levantó el viento, arrastrando la pestilencia de la muerte, que se dio cuenta de cuál era su obligación.

No había nadie que pudiera ayudarlo, y el pequeño camposanto de Santa María de Pidre estaba muy lejos. No le quedó otra opción. Assur sabía que no era tierra consagrada, pero estaba seguro de que su madre, dadas las circunstancias, se hubiese alegrado de su decisión.

La tierra de la huerta había sido removida infinitas veces, pero a pesar de estar suelta y de ser fácil de manejar, Assur necesitó toda la mañana y parte de la tarde, la hora nona estaba cerca cuando terminó de cavar. Y, de algún modo, sintió que había hecho lo correcto, a mamá le hubiese gustado. Así lo sintió, y la idea le sirvió de consuelo.

Las tumbas abiertas eran irregulares, toscas. Eran heridas tan profundas en el pecho del muchacho como la del viejo Osorio, y eran igual de terribles. Tendrían que servir.

Ezequiel apenas pesaba. Y Assur le dejó llevarse su carro, estaba seguro de que el pequeño lo disfrutaría.

Con Zacarías no tuvo demasiados problemas, aunque no pudo cambiar la camisa ensangrentada y rota. Buscó una muda, pero en la casa nada quedaba aprovechable.

Para mamá lo peor fue el pelo. Tuvo que arrastrarla, y su preciosa melena se enredó, hojas del otoño y suciedad se trabaron en los cabellos. Necesitó mucho tiempo antes de conseguir que mamá estuviese bien y, aun así, no quedó satisfecho. Recurrió a todos cuantos arrestos le quedaban para no llorar.

Furco tuvo que ayudar con padre y, aun con la fuerza del lobo, le costó una eternidad moverlo. Resultó extraño y confuso sentir que era él quien debía ocuparse.

De tanto en tanto el niño acariciaba la cinta de lino que había atado a su muñeca y su fuerte determinación se veía consolidada. Él no se dio cuenta, pero probablemente, si no hubiera sido por el resquicio de esperanza que suponía aquel símbolo, no habría sido capaz de hacer cuanto hizo. De una manera incierta y oscura ese trozo de lino fue el ancla que mantuvo la cordura del niño en su sitio.

Cuando concluyó, estaba agotado, sin embargo, no se permitió flaquear. Estaba dispuesto a hacerlo todo solo si no le quedaba más remedio. Eso era lo que padre hubiera querido, no debía rendirse.

El viento arreció y algunas ramas crujieron con sonidos que eran como lamentos. La hojarasca se revolvió en pequeños torbellinos y los cuervos que aprovechaban lo sucedido graznaron desde el interior del pueblo. Assur no sabía ningún responso, pero dedicó unos instantes a recordarlos a todos.

Consiguió no llorar, y un pequeño deje de orgullo mantuvo su ánimo lejos de la desesperación.

Pensando en recuperar fuerzas y organizar sus ideas, se sentó frente a las tumbas, mirándolas con aire ausente. Era difícil impedir que el dolor se le comiera el alma. Era casi imposible pensar en el siguiente paso. No encontró consuelo por más que lo buscó y, sin siquiera percatarse de ello, sintió un agradecimiento infinito por la lealtad de Furco. Este, por su parte, tan cansado y hambriento como podía estarlo su amo, se dejó caer de medio lado, apoyando la cabeza en las manos y cerrando los ojos.

—A lo mejor sería buena idea preparar unas cruces. ¿Quieres una mano?

La voz, con su inconfundible tono ronco, obligó al muchacho a girarse.

Gutier no dijo nada más, pero abrió los brazos para recibir al niño, que corría hacia él.

Había llegado con tiempo como para ver a Assur terminar su dolorosa tarea, y se había decidido a dejarlo continuar en solitario, sintiendo que tal hubiera sido el deseo del muchacho. Cada uno debía ocuparse de los suyos. Gutier era consciente de que esa podía ser una máxima poco cristiana, pero práctica y útil en una tierra de guerras y fronteras inestables. Además, como el infanzón bien sabía, el dolor siempre se convertía en una amante íntima y despechada que, con egoísmo infinito, reclamaba toda la atención.

No hablaron mucho, uno no quería escuchar y el otro no sabía muy bien qué decir. Para evitar que las alimañas pudiesen profanar los cuerpos cubrieron las tumbas con piedras. Luego, Gutier usó algunas de las herramientas de Osorio para apañar unos cuantos tablones y convertirlos en cruces. Por último, talló los nombres que Assur le dictó con golpes toscos y rápidos de formón, aprovechando las últimas luces del día. Fue un trabajo basto, pero el muchacho pareció quedar satisfecho.

—Cuando haya encontrado a Sebastián y a Ilduara… y resuelto todo esto, me encargaré de que un sacerdote se ocupe de sus almas. Y buscaré el modo de conseguir unas laudas… Tendré que acordarme de cuál es cuál… —Y, con esas palabras, giró sobre sí mismo y se encaminó a lo poco que quedaba de su casa.

Gutier estuvo a punto de preguntar, pero calló en cuanto se dio cuenta de que el muchacho no sabía leer.

Al poco, el niño salió de la casa con un hatillo y se encaminó al bosque. El lobo lo seguía moviendo el rabo.

—¡Muchacho! ¿Adónde vas?

Assur ni siquiera se giró, contestó levantando la voz a medida que se alejaba.

—A buscar a mi hermana y de paso, a mi hermano mayor. Aquí ya no hay nada más que hacer… Bueno, sí lo hay, pero yo no puedo ocuparme de toda esa gente. Tengo que encontrarlos. Tengo que encontrar a Ilduara.

Gutier no dijo nada. Sabía que no era prudente quedarse en el pueblo: los restos de la muerte eran fuente de miasmas y enfermedades, así que, todavía dudando, a medias aguas entre la curiosidad y la admiración por la entereza del zagal, se animó a seguir al muchacho.

El infanzón no apuró el paso y aunque no perdía de vista al niño, le dejaba conservar la ventaja. Cuando ya llevaban un tramo recorrido en el interior del bosque, Gutier, previsor y al tanto, se puso a rebuscar en su zurrón. La reacción de Furco fue casi inmediata, se paró en seco y olisqueó nervioso con inspiraciones rápidas y agitadas. Assur necesitó unos pasos de más para darse cuenta de que su lobo se había detenido.

—¿Quieres un poco de cecina? —preguntó Gutier mientras ofrecía con la mano extendida un buen trozo de la carne seca.

Assur se giró para mirarlo con ojos brillantes y ansiosos. Tardó en contestar, y Gutier se percató del esfuerzo que el muchacho hacía.

—No, no quiero, gracias. En cuanto encuentre un lugar en el que pasar la noche, buscaré algo de comer.

A Gutier aquel niño le gustaba cada vez más. Era evidente que estaba muerto de hambre, sin embargo, había tomado la decisión de apañárselas solo y eso intentaba. De hecho, aunque no le había dicho que no lo siguiera, tampoco le había pedido que lo acompañara. Estaba seguro de que si Assur supiera escribir, tampoco le hubiese consentido encargarse de las cruces de las tumbas. Sin embargo, el infanzón no pensaba permitirle al crío que se mostrase tan altanero.

—Hijo, tienes dos opciones, o compartir conmigo mis provisiones o comerte los mocos… Así que ¡tú decides! —dijo el leonés con el gesto serio—. Pero hazlo pronto, porque yo quiero encontrar un sitio apropiado para instalarme antes de que oscurezca, a ser posible un lugar en el que poder encender un fuego sin riesgo de ser visto.

Por unos instantes, Assur tuvo el arrojo de mirar fijamente a los ojos de Gutier mostrándose impertérrito, pero tuvo que reconocer que no tenía muchas opciones. Además, Furco, aunque no se había movido de su lado, gemía inquieto pasándose la lengua una y otra vez por los belfos húmedos y, si no tanto por él mismo, sí por su animal, aceptó la cecina que le ofrecía el infanzón.

—Gra… gracias —concedió al fin el niño bajando los ojos y alargando el brazo.

Assur había conocido épocas de hambruna, como cualquier otro niño de aquellas tierras, pero, aun así, no pudo evitar que las tripas le gruñeran con fuerza mientras aceptaba el tasajo, esforzándose por no demostrar la enorme ansia que sentía. A pesar de la cual, y recordándose que no debía ser egoísta, rompió la carne aprovechando la nervadura y repartió el trozo de cecina, mitad y mitad, con Furco, que lo tragó de un bocado ansioso y se quedó suplicando un poco más, abriendo sus enormes ojos amarillos tanto como podía.

Gutier no había preguntado al muchacho hacia dónde se dirigía o cuáles eran sus planes. Había preferido mantenerse en silencio, y no solo por respeto al duelo del chico, sino también porque él mismo necesitaba meditar sobre los acontecimientos. Se estaba viendo implicado de un modo inusual y tenía que digerir los cambios.

Por sugerencia del zagal se habían detenido junto a un gigantesco castaño. El árbol, que seguramente ya era viejo antes de que Roma cayera, tenía un enorme tronco retorcido que los años y las lluvias habían ahuecado, dejando la madera reseca y engarmada, llena de filigranas oscuras que la podredumbre había ido tejiendo. Era lo suficientemente grande como para que ni siquiera el abrazo de tres hombres juntos pudiera abarcarlo. Y solo la capa más exterior, la corteza y unas pocas pulgadas, se mantenía viva. Las ramas, cómicamente cortas, aparecían todavía verdes y sanas, cargadas de puntiagudos erizos que el otoño aún no había empezado a soltar. Assur lo conocía porque aquel tronco hueco era uno de los escondites preferidos de Ilduara.

Aun contando con la protección del inmenso árbol no se atrevieron a encender un fuego, lo que desilusionó a Gutier. Tendría que renunciar a cazar algo y conformarse con acudir a sus ya escasas provisiones. Assur, sin embargo, no encontró nada de malo en la cecina, el queso y el pan endurecido. Y, aunque no pidió más de lo que le dieron, era evidente que para el muchacho la comida había sido insuficiente. Sin embargo, Gutier observó complacido como, a pesar de la escasa ración, el muchacho no evitó compartirla con su lobo. Y, decidiendo privarse a sí mismo de lo que le hubiera correspondido, Gutier le dio un poco más de tasajo al niño.

—Y… ¿podrías decirme qué piensas hacer ahora? —preguntó el infanzón intentando no sonreír ante el ansia mal disimulada del chico por la comida.

Assur tardó en contestar. Gutier no supo si es que el muchacho no deseaba compartir sus planes o si es que no tenía plan alguno, aunque, cuando se animó a hablar, parecía seguro de sí mismo.

—Seguiré yendo al sur, hasta el Ulla —respondió el muchacho—. Por lo que sé, llegaron remontando el río, así que, si yo voy siguiendo la orilla, antes o después los encontraré.

Gutier, asombrado, tardó en pensar una contestación lógica.

—Y… cuando los encuentres, ¿qué?

—Pues no lo sé… Lo sabré cuando llegue. Ya se me ocurrirá algo…

El infanzón notó que una involuntaria sonrisa de escepticismo se le colgaba de los labios.

—Pero, muchacho, ¿de verdad crees que tú solo vas a poder rescatar a tu hermana? —Gutier iba a añadir que ni siquiera tenía la seguridad de que la niña siguiera con vida, pero se dio cuenta de que podía ser contraproducente.

—Y a Sebastián, no os olvidéis de Sebastián, si no estaba… Si no estaba…, tienen que haberlo capturado, también… Furco y yo los ayudaremos a escapar, ya se me ocurrirá algo, ¿verdad? —Se giró y palmeó el cuello del lobo mientras le hablaba—. ¿Verdad que sí, Furco?

El animal, encantado con los mimos y el olor a cecina de las manos del muchacho, gruñó satisfecho sacudiendo una de sus patas traseras.

Gutier no deseaba entrar en detalles, pero prefirió advertir al niño de que estaba a punto de cometer una locura.

—Hijo, ¿en serio crees eso? —No esperó a la respuesta—. Yo he visto su campamento, son alrededor de tres mil, ¡tres mil! Y cualquiera de esos descreídos parece muy capaz de cortarte la cabeza sin pestañear y tomarse tus sesos para almorzar. No puedes estar hablando en serio.

A Assur no le impresionó el número, sino el hecho de que el infanzón hubiese visto el campamento.

—¿Lo habéis visto? ¿Dónde? ¿Río abajo?

—Chico, parece que nunca escuches. ¿De verdad piensas que puedes enfrentarte a tres mil normandos?

Assur lo miró seriamente mientras seguía palmeando al satisfecho Furco.

—No, claro que no, ¿me tomáis por loco? No voy a enfrentarme a tres mil normandos… Ni a tres mil ni a tres… Si ni siquiera sé cuántos son tres mil… Yo solo quiero rescatar a mis hermanos. —El muchacho respiró profundamente antes de continuar, había, al menos uno, al que si le hubiera gustado enfrentarse, pero sabía que aquel no era el momento de pensar en eso—. Así que ¿dónde están?

—Hijo, no seas mastuerzo, ¿qué pretendes? ¿Llegarte hasta su campamento y pedirles amablemente que liberen a tus hermanos?… Ni siquiera sabes con seguridad si están allí…

La noche se cerraba y, sin las atenciones de su amo, Furco se había tumbado soltando un prolongado suspiro de resignación. Assur no contestaba y Gutier, luchando con el arrepentimiento, se animó a seguir hablando.

—Mira, si quieres puedes venir conmigo. Estarás a salvo. Yo tengo que volver a las tierras del conde y acabar lo que he empezado. Acompáñame. Ya buscaremos algo que puedas hacer, quizá de yegüerizo en los establos, quizá incluso de mozo de armas o escudero… Puedes empezar de nuevo.

Algo en los ojos de Assur cambió y Gutier distinguió en ellos una dureza que no hubiese esperado encontrar jamás en la mirada de un chiquillo.

—¿Mozo de armas? ¿Y me enseñaríais a usar la espada? ¿Me enseñaríais a luchar? —Mientras lo preguntaba, Assur pensaba en el rostro marcado del normando pelirrojo que los había seguido hasta el río.

Gutier lo había dicho llevado por un impulso, pero, ante la posibilidad de que el niño marchase contra el campamento normando en una estúpida cruzada suicida, prefirió insistir en la idea si con ello lo convencía para que lo siguiera.

—Sí, claro. Por supuesto, puedes quedarte conmigo y ser mi asistente. Te doy mi palabra de que te enseñaré a usar las armas. —Como el chiquillo no decía nada, Gutier porfió—: Mañana podemos partir hacia el este, en tres días podríamos estar en…

—¡No! —interrumpió firmemente Assur—. No, mañana rescataré a mis hermanos, y después habrá tiempo para las armas y lo que venga. Pero primero hay que rescatar a Ilduara… y a Sebastián.

Gutier, que no salía de su asombro, siguió con sus argumentos.

—Muchacho, se acerca el otoño, esos normandos no irán a ningún sitio. Pasarán el invierno aquí, no se arriesgarán con las galernas, créeme. Ven conmigo y buscaremos el modo de rescatarlos más adelante. —A Gutier le costaba creer sus propias palabras, pero no sabía qué otra cosa decir—. Estoy seguro de que, en breve, los nobles llegarán a un acuerdo, con el rey o los obispos, o la tía del rey o quien demonios sea, pero llegarán a un acuerdo y les plantarán cara… O podemos intentar pagar un rescate, seguro que se cruzarán mensajes y correos entre los nobles y los nórdicos, podríamos hacer un trato con ellos… Si estamos donde el conde, podremos enterarnos y meter baza. Hay muchas cosas que podemos hacer, pero lo que no voy a permitir es que tú, solo, te plantes en el campamento normando. Por muchos dientes que tenga el malhumorado ese de tu lobo…

—Pues entonces, venid conmigo, así ya no iremos Furco y yo solos.

Solo respondió un búho con una llamada lejana. Gutier, olvidándose de lo que iba a decir antes de que el muchacho lo interrumpiese con tanto descaro, no pudo hacer otra cosa que dejar la boca abierta en una tontuna expresión de asombro de la que solo fue capaz de recuperarse tras unos instantes.

Assur volvía a ofrecerle sus caricias al lobo y Furco, feliz, le mostraba el vientre a su amo con total confianza.

—No hay otro modo, ¿verdad? —dijo al fin el infanzón—. O voy contigo o irás solo. Es una entre dos, ¿no es así?

Assur se permitió unos instantes antes de contestar.

—Supongo que, si quisierais, podríais obligarme a acompañaros, aunque pienso que sois consciente de que me escaparía en cuanto pudiese… Además, no creo que Furco os lo permitiese de buen grado.

Y el lobo, que había oído su nombre, levantó distraídamente una oreja, aunque siguió tumbado boca arriba disfrutando de las atenciones de su amo. El asueto no le duró mucho, Gutier se irguió bruscamente y el animal reaccionó con rapidez, levantándose también.

—¡Está bien! ¡Tú ganas! Mañana te llevaré hasta su campamento y veremos lo que puede hacerse. Pero no prometo nada… Y dile a ese maldito bicho que se calme, casi me lo hago encima —protestó con sorna antes de marchar en busca de un lugar en el que descargar la vejiga.

Assur, que tenía la intuición de que empezaba a conocer al infanzón, se guardó para sí las palabras y muestras de gratitud.

Llevaban desde tercia observando y, aunque Assur se esforzaba por distinguir los rostros de los cautivos, no podía tener la certeza de si alguno de sus hermanos estaba o no en el basto redil donde los normandos mantenían a los prisioneros. Ni siquiera pudo distinguir al gordo Berrondo. Sin embargo, no parecía prudente acercarse más. Por el momento disimulaban su posición como podían, agazapados entre aviejados pinos de corteza cuarteada que crecían en la cumbre cercana a Rendos.

Desandando el camino que Gutier ya hiciera, se habían mantenido en la orilla norte, y usaban la misma atalaya desde la que el infanzón descubriera el asentamiento de los nórdicos.

El día era claro y solo algunas nubes altas cruzaban, como hilos sueltos, el cielo azul que las montañas entrecortaban. Apoyaban sus rodillas en la mullida pinocha y, cada vez que se movían, podían aspirar el penetrante olor resinoso de las coníferas.

Mirando el horizonte y juzgando la ligera brisa, Gutier habló.

—En dos o tres días lloverá… —Y aunque no lo dijo en voz alta pensó en que sería mejor que se pusieran en marcha hacia el este cuanto antes.

Gutier sabía que las pretensiones del niño eran imposibles, además, en el improbable caso de que lo consiguieran, dudaba de que pudiesen emprender una marcha lo suficientemente rápida, teniendo que preocuparse por los normandos que, con toda seguridad, los perseguirían.

El niño obvió el comentario.

—Deberíamos cruzar —dijo Assur en voz baja—, allí, más allá de Agolada —continuó mientras señalaba—, aquel pico es más alto, quizá veríamos mejor.

—Hijo, no te das cuenta de que no importa si vemos o no vemos. Es imposible, además del corral están rodeados por tres lados de agua y, por el cuarto, de tres mil normandos. Estén o no estén tus hermanos ahí abajo, no hay modo de que podamos rescatarlos. Necesitaríamos alas.

Assur tardó en reaccionar, le costaba imaginar lo que realmente significaba tres mil, sin entender si el infanzón lo había dicho por la enormidad que implicaba o si realmente había estimado el número de normandos.

—O aletas, podríamos hacerlo por el río…

—Definitivamente, a ti el sol te ha secado los sesos —aseveró Gutier—. Ahí abajo hay tres docenas de niños y mujeres, asustados y hambrientos, muchos maltratados, y un buen porcentaje con heridas importantes. —Ambos habían podido ver a muchos que cojeaban o llevaban rudimentarios vendajes en alguno de sus miembros—. Y tú pretendes que crucen a nado más de cincuenta brazas de una fuerte corriente… Y eso suponiendo que no te descubran antes. Definitivamente, más secos que un cuesco del diablo en canícula de verano… —renegó el infanzón haciendo aspavientos—. Como… como los pezones de una vieja…

Assur, que se iba acostumbrando más y más a las habituales rudezas de Gutier, no dijo nada. La vista de los cautivos había abierto ante él horizontes de esperanza que no estaba dispuesto a perder bajo ningún concepto. Y tampoco pensaba desanimarse por el cinismo del infanzón.

—Quizá podríamos distraerlos… —aventuró el muchacho.

Gutier estuvo a punto de soltar otro comentario sarcástico, cansado de las obviedades que tenía que poner de manifiesto, sin embargo, se contuvo. Como era lógico, el chiquillo seguía manteniendo un aire taciturno y triste que no invitaba a las bromas, y el infanzón quería respetarlo, aunque no siempre le resultaba fácil evitar que su resignado y ceniciento carácter saliera a la luz. El tiempo pasado juntos le había enseñado a Gutier que aquel muchacho tenía algo especial y, aunque no pensaba decírselo abiertamente, empezaba a tenerlo en alta estima; con su arrojo y honestidad el pequeño había sabido granjearse una buena porción de respeto. Con esos pensamientos rondándole, Gutier se quedó mirando a Assur fijamente.

—Hijo, ¿cuántos años tienes? ¿Quince? ¿Dieciséis?

El muchacho se dio la vuelta y encaró al infanzón mostrando sorpresa por el cambio de tema.

—No, señor. Tengo trece —contestó obediente.

—¡Dios misericordioso! Pues debes de comer por dos, pareces mucho mayor. Serás tan grande como esos hideputas de ahí abajo.

El niño, que no pudo evitar henchir el pecho con orgullo, se revolvió ansioso, un tanto avergonzado, intentando dar la conversación por concluida y volver a fijarse en el campamento normando.

Gutier, que avanzó un par de pasos y se sentó al lado del muchacho, lo observó con atención por primera vez.

El pequeño tenía una fuerte constitución, de huesos grandes y largos, lo que, sin embargo, no le impedía moverse con agilidad y soltura. Gutier estaba seguro de que podría convertirse en un buen espadachín. El rostro era anguloso a pesar de la juventud y el fuerte mentón le decía al infanzón mucho del carácter y la determinación del muchacho y, si no hubiese sido por las rubias greñas descuidadas, siempre revueltas, el chiquillo todavía parecería mucho más mayor. Sin duda lo más llamativo, bien colocados entre la frente ancha y la nariz delineada, eran los enormes ojos azules; Gutier los había visto envejecer y enfriarse en tan poco tiempo como para sentir escalofríos por la entereza del muchacho.

—Sí, esa es una buena idea, deberíamos distraerlos —insistió Assur sacando al infanzón de sus razonamientos—. Podríamos prenderle fuego a sus barcos con una flecha en llamas —añadió mirando el carcaj de Gutier.

El adulto suspiró antes de responder.

—Muchacho, las flechas embreadas no vuelan bien, se pueden usar para blancos enormes, pero no para acertarle a uno de esos barcos desde aquí. —El infanzón sabía bien de lo que hablaba, esa era una técnica habitual en las batallas con los sarracenos, en ambos bandos, y de poco servía si la fuerza contraria no abultaba lo suficiente—. Es un disparo cuesta abajo y con más de trescientos pasos. Además, si consiguiéramos prender una hoguera con tiempo, si pudiésemos encender una flecha sin que nos vieran, si yo fuese capaz de acertar semejante disparo, y si a la primera pusiéramos a arder una de sus naves, serviría de muy poco —Gutier continuó hablando mientras señalaba los playones y ralentizaba el ritmo de sus palabras intentando dejarle todos los inconvenientes bien claros al niño—. Esos paganos saben muy bien lo que es la guerra, ¿es que no te has dado cuenta? Entre cada par de barcos hay por lo menos una docena de pasos, las velas están recogidas y, por encima de todo, tienen un suministro inagotable de agua que baldear… Créeme, sé de lo que hablo. A su servicio el conde tiene a uno de esos descreídos, lo único que les gusta más que la guerra es el oro. Yo he hablado con él en más de una ocasión y saben cómo establecer campamentos seguros.

Aunque Gutier se ahorró sus sospechas sobre la entidad de aquel asentamiento, ahora que volvía a mirarlo con atención, estaba cada vez más seguro de que empezaba a parecer más una colonia estable que un simple campamento mercenario.

—No, como mucho —continuó Gutier con cierta desazón tras la pausa—, y con suerte, podríamos chamuscar una cubierta, lo que entretendría a los cuatro menos borrachos que estuvieran cerca, pero seguirían quedando para ti solo los otros dos mil novecientos y tantos. ¿Lo entiendes?

—Sí, me temo que sí… Lo entiendo.

Y se hizo un silencio incómodo que solo rompía el picotear de un pájaro carpintero labrando algún árbol cercano.

Furco apareció después de una pequeña excursión por los alrededores y buscó a su amo, que, aunque distraído, le brindó al lobo las caricias que buscaba.

—Deberíamos hacerlo al revés… —dijo de pronto Assur con cierto aire dubitativo—. No podemos contar con que puedan nadar, es cierto, pero yo sí puedo hacerlo. Puedo nadar hasta el otro lado y ayudarlos a salir entre los maderos…

—Y después, ¿qué? —preguntó con su habitual laconismo irónico el infanzón.

Assur lo pensó por un momento.

—Pues ya que no podemos contar con que naden, bastaría con que se dejasen arrastrar por la corriente. Podríamos —continuó especulando el muchacho—, podríamos usar los propios maderos del redil…

—Ese, ese sí que es un tiro demasiado largo —dijo el infanzón entre resoplidos y poniéndose en pie.

Mientras Gutier se alejaba ya hacia el interior del pinar el niño lidiaba con su decepción acariciando el lomo de Furco.

—Pues más vale que a ti se te ocurra algo o de lo contrario —le dijo Assur al lobo mirándolo con ternura—, me da la impresión de que ese de ahí es muy capaz de comer lobo para cenar, no le caes bien —le aseguró el niño a Furco con un tono de complicidad—. ¿Qué? ¿Se te ocurre algo? ¿Eh? Bueno para nada.

Pero a Furco lo único que se le ocurrió fue tumbarse y ofrecer su panza, dispuesto a disfrutar de la atención de su amo.

Y, antes de que al lobo le diera tiempo a sentirse completamente a gusto, Gutier apareció de repente manteniendo el índice de su izquierda apretado contra sus labios y obligando con la derecha a Assur a tumbarse.

Al lobo le llegó un olor que le dijo mucho más que los gestos del infanzón. Olvidándose de las caricias que esperaba, se preparó para atacar encorvando el lomo y enseñando los dientes.

—Mantén a ese bicho en silencio o acabarás ahí abajo mucho antes de lo que pensabas —susurró Gutier al oído del niño.