A pesar de su bullicio y su caótica circulación, Brazzaville es una ciudad más alegre y tranquila que Kinshasa. Sus calles están llenas de bullicio y de arte. En todos los rincones se venden máscaras y esculturas, pinturas coloridas e ingenuas, naif africano, bellos instrumentos musicales. Ya en Poto-Poto buscamos infructuosamente el Pourquoi Pas. Papá intentaba casi con desesperación recordar, orientarse en aquella maraña de calles repetidas, casi idénticas. En la enorme barriada conviven miles de personas, cientos de etnias, en un laberíntico y cuadriculado trazado de sucias callejas. Cada intersección, cada cruce, delimitaba parcelas cuadrangulares de terreno dividido a su vez en pequeñas parcelas. En cada una de ellas, decenas de casuchas levantadas con arcilla y madera, con cemento, ladrillos y planchas de uralita, muchas veces rematadas con plásticos y cartones. Todas rodeadas por cercas de estacas y enormes árboles, por una densa vegetación que ocultaba casi por completo las precarias construcciones. Un panorama pobre, denso, simétrico y monótono, en el que era muy difícil ubicarse, encontrar alguna pista que ayudara a su degradada memoria. Poto-Poto era un gigantesco e indescifrable suburbio. Fuimos preguntando a unos y a otros hasta dar con alguien que recordaba el local. Un anciano esbelto y altísimo que accedió a llevarnos al lugar donde estuvo un día muy lejano, nos dijo. Subió al taxi y con firmeza guió a Sassou por las intrincadas callejuelas. No tardamos mucho en llegar. En la propiedad que antiguamente ocupara el café, encontramos una atiborrada quincallería. Hacía ya muchos, muchísimos años, que el Pourquoi Pas había dejado de existir, fue poco después de la revolución, nos contó el viejo. Curioseamos por el local, ya irreconocible, y charlamos con uno de los buhoneros, también de aspecto octogenario, aunque seguramente tuviera poco más de cincuenta años. Le explicamos el objeto de nuestra búsqueda. Entonces, por fin, encontramos una pista, una razón para seguir. El que fuera dueño del Pourquoi Pas aún vivía. Papá recordaba bien a Ranim, que así se llamaba el hermano de Collette. Habitaba en Kintsomdi, otra barriada al noroeste de la ciudad, en la casa del marido de una de sus hijas, Véronique. Hacía ya más de seis años que la habían construido, nos explicó. El hombre apuntó la dirección en un pedazo de papel. Nos despedimos de los dos ancianos muy agradecidos y pusimos rumbo a la casa de Ranim. Aún tardamos más de una hora en cruzar la ciudad y alcanzar la periferia de la periferia. Sassou detuvo el taxi frente a la casa. Era una vivienda de una sola planta, levantada con bloques de arcilla muy roja, con el techo cubierto de tablones de madera y plásticos de todos los colores.
Véronique entreabrió la puerta con timidez, mirando algo temerosa por la abertura. Nos miró muy seria, muy sorprendida, lo último que esperaba era encontrar allí plantados a dos blancos sudorosos con caras de circunstancia. Nos miró varias veces, sin disimulo, de arriba abajo y de abajo arriba. Luego, con un suave acento francés, con indisimulada sequedad, nos preguntó que qué deseábamos. Buscamos al señor Ranim, usted debe de ser su hija, le contesté titubeando. El que fuera propietario de un café en Poto-Poto, añadí, el Pourquoi Pas. ¿Vive aún aquí? Aguardó un instante observándonos todavía con desconfianza, y luego vociferó adentro, llamando a su padre: ¡Papá, unos blancos te buscan! Escuchamos los lentos pasos de Ranim acercándose al umbral, arrastrando los pies tras la puerta verde y descascarillada. La abrió de par en par, un tanto desafiante, apartando con suavidad a su hija. Era un anciano de cara afable y tersa, con abundante pelo blanco sobre la fosca testa, muy rizado y abultado, como el de un payaso cano. Salió del umbroso interior de la casa y se plantó con los ojos guiñados y un poco encorvado al sol del rellano. En su mirada aún conservaba el brillo inquieto de la juventud. Nos echó un rápido vistazo con el cigarrillo casi consumido entre los labios, igualmente receloso. Todos nos miramos sin decir nada durante un instante prolongado y absurdo. Primero papá y él se escudriñaron con el rabillo del ojo. Luego, ya cara a cara, los viejos aguzaron los sentidos, observándose como si tuvieran ante sí la imagen de un espectro familiar, como dos aparecidos. Mi querido Ranim, ¿puedes recordarme?, le dijo mi padre. El veterano negro se ajustó las vetustas gafas y se acercó aún más a él mirando su rostro muy de cerca, a sólo unos centímetros. Después, retirándose, escupió la colilla, dio unos pasos atrás y se puso a cavilar. Soy Alfonso, el español de la ONU, insistió papá en su buen francés. ¿Te acuerdas de mí?, el hombre blanco de Collette. De improviso, el gesto en el rostro de Ranim se transformó por completo. Rumió algo al cielo, sacó las manos de los bolsillos y las echó a la cabeza, balanceándose así delante y atrás, muy impactado, jurando en algún dialecto misterioso, hablando muy rápido, repitiendo una melódica frase, de la que sólo llegué a entender un nombre, Collette. Su hija y yo mirábamos la escena muy turbados, sin saber bien qué hacer o decir. Ranim y mi padre se abrazaron emocionados, con añoso afecto, sonriéndose como dos majaderos, dándose palmadas en la cara o en la espalda el uno al otro. Tomándome del brazo, papá me arrimó efusivo al viejo diciéndole que yo era uno de sus hijos. Ranim tomó mi cabeza entre sus manos ásperas y acercándome la frente a su boca, me besó tres veces como si fuera su propio hijo.
¡Ay! Véronique, gimoteó a su hija el octogenario, aún cogido a la mano de papá. Éstos son buenos amigos de tu padre, le explicó, muy buenos amigos, buenos blancos, parte de nuestra familia. Secó una lágrima con el dorso de la mano y con gran afectación nos invitó a entrar en su humilde casa, que era la nuestra, aseveró con firmeza. Pasad, pasad, por favor. Reveló a su hija que ese anciano blanco era aquel del que tantas veces le había hablado. Alfonso, el hombre blanco de la tía Collette, su esposo. «El evaporado», añadió con voz taimada y sombría.
Papá y Ranim ocuparon las dos únicas sillas que había a la vista en una esquina del patio central de la casa. Yo me senté entre los dos, sobre unas esteras extendidas y un montón de viejos cojines, bajo un raído sombrajo de lona púrpura, polvoriento y descolorido. La vivienda estaba levantada con bloques de barro almagre, amasados con arcilla roja, excrementos y paja podrida. El techo era una cubierta de frágiles vigas y tejas desordenadas, de aspecto quebradizo y arenoso, y sobre éstas, cubriéndolas, innumerables plásticos de todos los colores, de todos los tamaños, sujetos con pedruscos. Todas las habitaciones de la morada se ordenaban alrededor del patio, formando un singular rectángulo irregular. Conté cuatro o cinco lóbregas estancias con coloridas cortinas a modo de puertas. Véronique salió de una de ellas, de la que debía albergar algo parecido a una cocina. Llevaba entre sus manos una bandeja, y sobre ésta, una humeante tetera de azófar y unos vasos muy rallados, casi opacos. Unos cuantos críos, los que supuse serían nietos de Ranim, salieron tras la joven, silenciosos. Nos saludaron con respeto y a un gesto de su abuelo marcharon a jugar por los alrededores, sin formar demasiado escándalo. Véronique sacó de uno de los bolsillos de su mandil un manojo de hierbabuena fresca y llenó con ella los vasos. Después sirvió el té vertiéndolo y aireándolo una y otra vez, con parsimonia, arrodillada, seria y ceremoniosa. Todos aguardamos las bebidas en un conveniente silencio. Entrevistas en la penumbra de una de las habitaciones, ocultas en la media luz, pude distinguir a otras muchachas que reían alteradas por nuestra inesperada presencia. Más tarde supe que también eran de la familia. En la chabola, con el viejo, vivían cuatro de sus seis hijas, dos de ellas con sus siete hijos, y sus maridos. Me pregunté si la bella Véronique sería una de las desposadas. Nuestra inesperada aparición conmocionó a todos cuantos allí habitaban. Y todos, grandes y pequeños, terminaron por aparecer en algún momento, entre complacientes y desconcertados, luciendo su mejor sonrisa. Ranim se había alegrado sinceramente de ver a mi padre, de tener el honor de una visita tan inimaginable, jamás soñada. Papá aceptó confuso tan acogedor recibimiento, agradecido, algo incómodo tal vez. Pensaba que Ranim jamás le habría perdonado el haber abandonado a Collette y al niño, a Mukerembe. Mi desconocido hermano negro. Pero de todo eso hacía ya tanto tiempo, tanto. Charlamos cordiales un buen rato, allí sentados. La gentil Véronique, un poco apartada de nosotros, acuclillada, pelaba patatas mientras asentía con la cabeza o reía quedamente de cuando en cuando, pero no articuló una sola palabra. Llegado un punto, Ranim hizo un ademán a su solícita hija y ésta, después de servirnos unos dedos de un fortísimo licor, se retiró llevándose adentro su quehacer y también a los niños. Él apuró de un trago, papá y yo bebimos sólo un sorbo de aquel caldo inmundo y virulento. Alcohol puro. Después, en toda la casa se hizo un extraño y denso silencio.
Ranim no había olvidado. Al contrario, tras dar un profundo suspiro, con un talante muy distinto, serio y solemne, de forma muy pausada, comenzó a hablar a mi padre casi como si todo aquello hubiera sucedido antes de ayer, y unas octavas por encima de su tono anterior.
—Destrozaste la vida de Collette, ¿lo sabes, Alfonso? ¿La recuerdas, verdad? Secaste su corazón, lo cercenaste, apagaste su luz. Cuántas veces se lo advertí —se lamentó—. No es bueno que una mujer negra cabalgue sobre un blanco, nada bueno. Es contra natura. No fuiste tú el único culpable. Ella se comportó como una furcia loca al prendarse de ti de ese modo. Ella sabía que terminarías marchándote de aquí, que jamás regresarías. Todos lo sabíamos. Éste no es lugar para los blancos, no lo era entonces, no lo es ahora y no lo será nunca. Cada uno tiene una tierra que pisar, que arar, en la que morir y ser enterrado. Ésta es la mía, ésta era la de Collette. La tuya está y estuvo lejos. Muy lejos de aquí. Pero cuando las hembras pierden el juicio son así. Ella salió adelante a pesar de todo, a pesar de sus actos y de su mala fortuna. Tú fuiste un buen marido y un buen padre mientras estuviste a su lado. Justo es decirlo. Nada puedo reprocharte de aquel tiempo. Pero no pertenecías a África y jamás debiste entrar en ella, amarla. Los espíritus blancos son torpes y fugaces, demasiado impacientes, demasiado inquietos. ¿Qué se podía esperar de un hombre volador?…, que alzara el vuelo, nada más. Que volara lejos y solo, persiguiendo a la bandada. Pobre Collette, pobre Collette. Cuánto llegó a sufrir por ti. Después de tu partida vivió un tiempo con nosotros. Lloró muchos meses tu ausencia. Trabajó duro, muy duro, penando siempre por ello. Cuidó de vuestro hijo con apego, lo amamantó mientras pudo, lo crió sano y fuerte. Un par de veces lo salvó de las fiebres, arrebatándoselo a la muerte. Sacó adelante al mulato sin su maldito padre blanco. Humillada pero sin perder un ápice de su orgullo. Ah, la bella Collette. Un día se echó el pequeño a la espalda y se fue sin decirnos adiós. Viajó al norte huyendo de su dolor, del hambre y de la guerra que otra vez nos asolaban. Tal vez soñando llegar más cerca de ti, de tu lugar. No encontró otro esposo, tampoco lo buscó. Vivió sola con su hijo hasta su muerte. Mukerembe regresó un día convertido ya en un hombre y nos contó la triste historia de su madre, cómo creció a su lado, cómo murió en sus brazos, dejándole para siempre. Luego Muke se marchó y nunca volvimos a saber de él. El chaval tenía demasiados sueños en la cabeza, demasiado ruido aturullando sus pensamientos. Quería viajar a Europa, buscarte. Pretendía cruzar desiertos y mares, viajar hasta la tierra de los blancos y encontrar en ese laberinto a su padre y una nueva vida. Le advertí que sería como buscar una gota del rocío del amanecer perdida entre las dunas. Qué muchacho tan loco. Qué insensato. No hemos vuelto a saber de él. De seguir vivo, ahora tendría la edad de este tu otro hijo… —dijo señalándome con la mano muerta.
La penetrante voz de Ranim quedó ahogada en un profundo suspiro, en un sollozo contenido durante largos años. Papá le escuchó en silencio, tal vez también conmovido, confuso, sofocado, seguro que sin saber qué decir. Sintiendo ya aquella historia tan lejana, tan ajena, del todo irreal. La escena, el escenario, el hecho de estar allí, nuestro viaje, su vida entera, todo debía estar cancelando la poca lucidez que quedaba en su decrépita mente, anulándola, desmenuzándola. No supe qué hacer para evitarlo y escapé un instante. Rogué a Ranim y a mi padre que me disculparan, necesitaba ir al baño. Me indicó el camino a la cloaca comunitaria más cercana, en la que ellos orinaban y hacían de vientre. No estaba muy lejos, en el interior de una choza sin techumbre, a unos cincuenta metros de la casa. Mientras me alejaba escuché a mi padre rogar a Ranim que le perdonara, que entendiera los increíbles avatares que le llevaron, décadas atrás, a tomar aquellas decisiones que ya no recordaba bien, las que desembocaron en acontecimientos tan tristes también para él.
Mientras meaba, un montón de críos se burlaron de mí desde la puerta, o asomando por encima de los muros, o por los huecos abiertos en éstos, imitando mi postura, riéndose de mi cara de asco, de la grotesca palidez de mi pene, tal vez. Dentro de la caseta el olor era nauseabundo. Al salir del sumidero repartí entre los chavales unos caramelos y caminé despacio hasta la casa mientras encendía un cigarrillo, demorándome, intentando no regresar en seguida al embarazo. Sentía un creciente desvelo por mi padre, solo ante la marea de flemáticas amonestaciones de Ranim, sometido a aquel imprevisto sacrificio, sufriendo aquella turba de inútiles reproches. Asomé un instante al interior, allí seguían los dos ancianos mirándose el uno al otro, tranquilos en apariencia. Juzgué que el tono había cambiado, que conversaban o recordaban otras cosas, otros sucesos, ya más distendidos. Véronique apareció en el umbral tirando de un viejo carrito de la compra, un cestón de tela a cuadros escoceses muy deteriorado, chirriante. Tropezó conmigo al salir y quedó encajada entre mis brazos, muy atolondrada, avergonzada por la torpeza. Iba al mercado, se disculpó, tenía mucha prisa. Me esquivó y casi echó a correr con paso firme, con la cabeza gacha. Espera, le rogué, déjame acompañarte. No quiero interrumpirles, le mentí. Mejor dejarles un rato a solas con sus recuerdos. Me miró seria y un poco indignada ante mi atrevimiento. Luego se le iluminaron la boca y la mirada, y haciendo una graciosa mueca infantil me indicó que la siguiera. Quería preparar un almuerzo especial en nuestro honor. Un buen Saka-Saka, una delicia que no estaba al alcance de los paladares blancos, añadió guasona. Un plato típico congolés, un guiso reservado para las grandes ocasiones y los días de fiesta. Una especie de cocido de verduras mezclado con pescado ahumado y arroz, o sémola, todo sazonado con curry y otras especias ignotas para mí. Imaginé algo parecido al cuscús magrebí. De improviso me entusiasmó la idea de ir al mercado con Véronique, nada podía apetecerme más. Tuve que pedir permiso a Ranim para hacerlo. Éste pensó un buen rato antes de, no muy convencido, concederme su beneplácito. Antes de salir de compras, ayudé a mi padre a orinar en una esquina del patio y le hice tragar su oportuno cóctel de pastillas de colores. No tardes, me rogó. ¡No puedo perder toda la mañana esperándote!, me gruñó Véronique cuando regresé a su lado. Lo hizo como lo hacen las adolescentes, como una chiquilla enamorada que aparenta no estar encantada con la compañía. Qué pecado ser blanco y no poder pasar desapercibido a tu lado, le respondí. Poder caminar junto a ti y mezclarnos con la gente sin que todos nos miren. Tal vez no deba hacerlo, no deba acompañarte, sugerí con fingido cinismo. Sentirás vergüenza, estarás incómoda. La muchacha reaccionó como yo esperaba, aunque esto suene tan petulante. Casi se horrorizó ante la posibilidad de que no la acompañara, de haberse pasado de rosca con su actitud desidiosa y antipática. No, no, por favor, estaré encantada…, al contrario, quiero que todos me vean contigo, me imploró clavándome la mirada, con voz pueril y suplicante. Reí enternecido e intenté agarrar la esquiva cintura de la doncellita negra. Escapó de mi mano y de mi brazo como de la pata de una langosta gigantesca. Sucedió como los dos esperábamos, como yo había vaticinado. Por el trecho que nos llevó de su casa al mercado de Ouezè, un par de kilómetros, todos miraron con socarrón asombro al blanco que caminaba junto a la bellísima Véronique. Ella caminaba orgullosa y muy erguida, manteniendo las distancias pero cogida con decisión de mi brazo. Con el culo aún más alto, con el pecho más henchido, con pasos aún más seductores y elegantes. Dichosa de pasear junto a un exótico europeo por Poto-Poto, agarrada a uno de esos bichos raros, sintiéndose importante. Recorrimos el trayecto hasta el rastrillo ajenos a las miradas, charlando, casi coqueteando, riendo. Compramos verduras, también dos hermosos peces, dos capitanes grandes y frescos, recién pescados. Lo último fue elegir unas hojas de mandioca, pedir un trozo de manteca de cacahuete, llenar un bidoncillo con aceite de palma. Así, cargados, paseamos aún un buen rato de puesto en puesto por el bullicioso mercado, perdidos en un ambiente completamente insólito para mí. Sumergidos en una ardiente composición de sonidos estridentes, de colores inverosímiles, de aromas brutales, de rarísimas fisonomías, entre los rostros de mil etnias sombrías y dispares. Un par de horas después, regresamos cogidos de la mano, como dos mocitos indolentes.
Véronique poseía una singular belleza. Por las viejas fotografías que yo había visto de su tía Collette, bien podía decirse que se parecían, y mucho. Beldad que ensalzaba su modo de comportarse conmigo, entre la timidez y el descaro, entre la aridez y la ternura, entre coqueta y despechada. En cierto modo, como si me conociera de toda la vida pero llevara mucho tiempo sin saber de mí. Era guapa, simpática y radiante. Y muy popular en el barrio, cantarina, como una Marisol africana. Bromeó con casi todos los vendedores del mercado, fueran hombres, niños, niñas o mujeres, daba igual. Con muchos de los que se cruzaron en nuestro camino, con todos los pequeños que pasaron a nuestro lado reclamándome unas monedas o unas golosinas. Ella, de tanto en tanto, cantaba chillonas canciones a unos y a otros, estrofillas que imaginé satíricas, que arrancaban risotadas a su improvisado público. Todos por allí, por esas calles, parecían conocerla y quererla. Y casi todos la llamaron por su nombre. ¡Eh! Véro… Muchos le preguntaban por mí entre risas. ¿Quién es ese paliducho que llevas al lado, guapa? Se mofaban. Y ella contestaba a todos en su insondable dialecto, con voz chistosa y gesto afectado o en francés: Es un primo mío muy lejano, aseguraba burlándose de mí. Quedó así después de que una mamba negra le mordiera, ya veis, perdió el buen color, ¡mirad qué pálido y qué flacucho está! Más carcajadas. Una mujer oronda y hermosa, coronada por un peinado imposible, se detuvo un buen rato a charlar con ella. Bromearon también sobre mí. La gorda se tronchaba, lloraba de risa mientras hacía gestos con la mano, sacudiendo el dedo índice a un centímetro de la nariz de Véronique, como intentando reprenderla. Le pregunté qué le hacía tanta gracia. Dice —respondió atolondrada Véronique— que será mejor que mi prometido no se llegue a enterar de que ando paseándome con un blanco tan guapetón como tú. Le he dicho que sólo eres un extraño familiar y ella me ha pedido que le «preste» a mi apuesto pariente durante un par de horitas. La mujer regordeta me miró asintiendo y haciéndome una mueca obscena, chupando uno de sus pulgares con libidinoso deleite. Me lanzó una sonrisa gigantesca y decenas de dientes blancos iluminaron su cara de charol. Yo le devolví amable el gesto, sólo la sonrisa, y le supliqué a Véronique que escapáramos cuanto antes de allí, por si acaso. Rió imaginándome entre los brazos de la insaciable mamá elefanta. Ya de regreso, a medio camino, algo fatigados, me propuso entrar a tomar algo en un local sombrío, un pequeño bar que de inmediato me recordó a aquel en el que saqué las últimas fotos de Nadia, en Mauricio. Acepté encantado, estaba sediento. Un camarero de aspecto afligido, flemático y espigado, sirvió las dos cervezas a un tiempo y con parsimonia, casi sin mirar los vasos y sin derramar una gota. No estaba fría pero me pareció deliciosa. Del altavoz de una radio mal sintonizada, a todo volumen, salía una música fascinante. Una armonía lenta y monótona, casi hipnótica, que sin embargo estimulaba a moverse. Un tamtan, de fondo, sonaba como los latidos del corazón de la tristeza. Era una canción de Zao, me aclaró Véronique como leyendo en mi pensamiento. Buena música congoleña, ritmos muy antiguos, que rejuvenecen en voces y manos nuevas. Se titula Les interdits, añadió. Habla de hacer cosas imposibles, prohibidas. De atrevernos a alcanzar todo aquello que las prohibiciones intentan arrebatarnos. Es una letra complicada, intraducible a los idiomas que entendéis los europeos, suspiró. Dejó de mirarme y comenzó a tararear la canción con dulzura, con la voz y la vista perdidas, a contonearse al son de la música apoyada en la barra. Yo no podía dejar de comerla con la vista.
Su aspecto era tan resplandeciente, tan dichoso, tan exuberante que punzaba mirarla. No tendría más de diecinueve o veinte años, quién sabe si diecisiete. El rostro exótico, oscuro y plateado, un tanto extravagante, de belleza increíble y ancestral, y en él, la sonrisa más bella y franca que jamás había contemplado. El pelo muy corto, como rapado al uno, cubriendo la testa altiva, un cráneo perfecto tocado por una espesura rizada, mullida, gustosa de acariciar. Los ojos, dos lunas color canela sobre cielos blancos, límpidos, almendrados. Rasgados y enormes. La nariz no muy ancha y de perfil recto, escasa para ser africana y un poco respingona. Alrededor de un cuello interminable, decorándolo, collares rojos, cuerdecillas y cuentas de colores, plumas diminutas, medallitas de latón. Los hombros brillantes, prominentes, culminando una espalda ancha, fuerte y sinuosa. La cintura estrecha. Las caderas amplias. El culo respingado, exacto y duro, con forma de prieto corazón. Un precioso trasero encaramándose a las alturas de mi deseo. Las piernas largas, perfectas, firmes como columnas. Toda ella era esbelta, una bellísima estatua tallada en mármol negro, el cuerpo de una atleta azabache. Pedimos más cerveza. Absorta en la música, daba un trago de tanto en tanto. Su boca jugosa besaba con sensualidad los labios ámbar de la botella, y yo, cada vez más, deseaba sentirla así en los míos. Imaginé sus pequeños pechos retozando bajo el mandil estampado. Sus pezones, duros como diamantes, rozando y rasgando la tela cristalina. Un sudor fino, como rocío, cubría toda su piel dándole un aspecto deslumbrante y sedoso, escurriendo por los brazos y el lomo, por entre los muslos y las nalgas. Podía oler su sexo, un fuerte e insólito olor a sexo. Ella, tan cándida, en ese instante tan inocente, era la representación del más absoluto deseo carnal, de la lujuria más feroz. Se había descalzado. Lanzó las roídas chanclas de goma a un lado como quitándose un peso de encima, un estorbo. Dando pasitos muy breves y seguidos, se separó de la barra avanzando con sensualidad, bailando enajenada, hilando pequeños giros con los pies sobre la desgastada tarima. De repente, sin saber por dónde había entrado, vi la cara oculta de la Luna recreándose ante mí, lenta y liviana, como si la danza fuera su única vocación. Como si el peso de la gravedad no tuviese que ver con ella. Exaltándose en las cadencias de la música, los pies descalzos se separaban levemente del suelo como si flotaran un instante antes de caer, de volver a pisar, contoneando los dedos, separándolos con erotismo infinito. Había pintado las uñas de un blanco brillante y la costumbre de andar descalza había tiznado para siempre la claridad lunar de las plantas. Sin apartar de ella la mirada, me adentré en la penumbra del local y me senté tras una mesita redonda, en una silla excesivamente baja. Allí, semioculto en la oscuridad e invisible al sereno vacío de su mirada, me abandoné en el deleite de su contemplación. Me dejé llevar por el espíritu de aquella inexplicable hembra, que albergaba toda la armonía, toda la paz que yo desconocía casi por completo. Se me aceleró el pulso y bajo mi pantalón de lona latió mi pene desbocado. En la radio, la voz del locutor interrumpió la canción que sonaba y el éxtasis de mi diosa africana, anunciando con rimbombancia otro tema. Sonó una balada ramplona. Me buscó con la mirada. Se giró hacia mí, me sonrió, y vino a mi encuentro. Mirándome fijamente, tendiéndome la mano. Me alzó con suavidad de la silla y se abrazó a mi cintura, incitándome a bailar con ella, así. Yo la rodeé con fuerza, con franqueza, y noté que en ese instante los ojos se me llenaban de lágrimas. Pensé en papá y lloré. En silencio, apretando aún más su cuerpo contra el mío. Ella percibió en su vientre la fuerza de mi abultada pasión y me miró desde abajo seria y gozosa, meciéndose en ella sin timidez, con cierto disimulo. Cayó sobre su rostro una de mis lágrimas, rodó por la mejilla dejando una estela clara que fue a perderse en su boca. Ella saboreó la sal de mi dolor mojando sus labios. Me abrió un poco la camisa y besó mi pecho con ternura. Como una niña. Sus labios me acariciaron mientras, en lingala, pronunció unas palabras que no entendí pero me reconfortaron: Sango mini, sango mini, sangoté, sango mini… Lo dijo muy lánguidamente, como un dulcísimo conjuro, como una tierna nana que arrulló y serenó mi corazón. «No es bueno estar triste, no es bueno para nada…». Repitió varias veces ya en francés: Tendresse, tendresse, mon petit, tendresse, caresses… Sollocé quedamente ceñido a Véronique y anhelé poseerla sin malicia, hocicando una y otra vez en su tupido cabello, besando su coronilla con los labios muy apretados. Abrazado a Véronique, una absoluta desconocida, un ángel negro perdido en un lugar absurdo, en una ciudad impropia y lejana, en el confín de ninguna parte. Así estuve un rato interminable. Me pareció haber pasado una eternidad a su lado, sentí que la conocía de siempre, como si tuviera entre mis brazos a una vieja amiga. De no estar tan seguro de que eso jamás volvería a sucederme, podría haber llegado a pensar que estaba enamorado de ella. Algo ya impensable para mí. Me deshice de su abrazo con delicadeza y me disculpé por haber llorado, tal vez por haberla violentado con mi erección. También le agradecí su consuelo. Me miró incrédula, un poco aturdida. Aquí nadie pide perdón por llorar o desear —me dijo—, el apetito, el llanto o la risa son partes de una misma cosa, como canturrear, como bostezar o estornudar. En mis tinieblas repicó otra llamada, la inquietud que sentía por mi padre. La poca luz que alumbraba la oscuridad del bar se tornó amarga y el áspero rumor de la realidad creció de golpe alrededor. Todos los ruidos regresaron a escena, y todos los interrogantes volvieron dispuestos a plantar cara a la muerte, temiéndola. Desvié la vista de sus ojos y le propuse que regresáramos, estaba preocupado por el viejo. Lo hicimos como ella quería, como me había pedido, yo caminaba diez pasos por delante y con las manos en los bolsillos, mientras ella acarreaba toda la compra en el carrillo y en un par de pesadas bolsas tras de mí. La esperé en el umbral de la puerta de la casa y, antes de entrar detrás de ella, en un gesto insensato, la atraje hacia mí y arrebaté a sus labios un beso, breve, furtivo y delicado. De haber tenido la piel blanca se habría sonrojado. Huyó de mí embriagada y corrió cabizbaja hasta la cocina. Allí, junto a sus hermanas, se puso a hacer la comida, a preparar Saka-Saka.
Me acerqué hasta donde seguían Ranim y mi padre. El africano escuchaba la radio con el transistor pegado a la oreja y papá dormitaba con la barbilla clavada sobre el pecho, babeando, excesivamente pálido. Habían estado viendo fotos, intercambiando imágenes antiguas, ya ilusorias. Habían quedado amontonadas sobre la mesa. Eso resta de nuestras vidas, si hay suerte: fotografías. Acaricié la frente de papá con los labios por sentir si tenía fiebre y le arropé con su frazada con delicadeza. Ranim, que observó mis atenciones, me agarró la muñeca y la apretó varias veces mientras me sonreía. Eres un buen hijo, me dijo. Yo no diría tanto, le respondí. Luego siguió escuchando su programa de radio mientras miraba con fascinación la empuñadura del bastón de mi padre, aquella esfera que guardaba una escena aérea e invernal. Seguro que aquel hombre jamás había volado o visto nevar, que ni una sola vez habría jugado con la nieve o visto la tierra a más de un metro sesenta de altura.
Intenté en vano ayudar a preparar la comida a Véronique y sus hermanas, aunque me dejaron estar con ellas mientras lo hacían, observando. Tres perolas de cobre, viejas y abolladas, hervían colgadas sobre el fuego de una escueta chimenea. Lo alimentaban con astillas, con algunas ramas, con trozos de cartón. Al lado, encima de unas brasas, se asaba uno de los enormes capitanes. Al caer la tarde todo estuvo listo y las mujeres sirvieron el almuerzo. Los cuñados de Véronique, que ya estaban en casa, se sentaron con nosotros, con los hombres, en torno a una mesa redonda. El Saka-Saka resultó delicioso. Sobre una hoja de mandioca serví a papá unas lascas del pescado hervido, otras del asado, unas verduras cocidas y un puñadito de sémola. Comió poco pero con apetito, parecía tener mejor aspecto, pero se le notaba agotado, silencioso. Ranim nos propuso pasar allí la noche, una posibilidad que ni siquiera me había planteado, no concebía para nosotros otro alojamiento que no fuera la habitación del hotel. Pero ésta estaba lejos, era tarde, y me pareció que papá necesitaba descansar con urgencia. Dormiríamos allí, quién sabía cómo, pero lo mejor era aceptar su hospitalidad, por no ofenderles y no agotar aún más a mi padre. Pagué generosamente a Sassou, que había pasado horas frente a la casa esperando para llevarnos de vuelta al hotel. Me despedí de él y le di otra buena propina para asegurar su retorno al día siguiente. Regresaría a las nueve de la mañana, puntual, me prometió, y me pareció sincero.
Ranim cedió su camastro a papá, yo dormiría junto a él, sobre el suelo, en una esterilla. Era una estancia parca y lóbrega, sin ventanas, que se aireaba apenas mediante una claraboya abierta en el techo. Estaba pintada en verde muy oscuro y el suelo de arena estaba casi por completo cubierto con deslucidas y polvorientas alfombras. De una de las paredes colgaban dos retratos que no llegué a distinguir. En una esquina, rodeando una especie de altarcillo, ardían las llamas de unos cirios. Sobre una mesilla, escoltando un manoseado ejemplar del Corán, humeaban un par de escudillas con incienso perfumando la habitación. Nada más. Así, iluminada sólo por las velas, me pareció incluso acogedora. Una de las chicas colgó de un gancho en el techo una gigantesca mosquitera que cobijó por completo la cama, aunque la tela estaba tan agujereada que de poco serviría. Oscureció rápido y todos se acostaron, también nosotros. Desde que regresáramos del mercado e hiciera la comida, no había vuelto a ver a la apetecida Véronique. Me hubiera gustado haber pasado toda la tarde con ella, entre sus brazos y sus piernas. Cuando papá se durmiera me masturbaría concentrado en esos pensamientos. Charlé brevemente y en voz queda con él mientras le ayudaba a ponerse una especie de chilaba que le había prestado Ranim para dormir. Era suave y estaba limpia. Le acosté casi como si fuera un niño, tomándolo en brazos con esfuerzo y posándolo con dulzura en el duro tálamo. Lo arropé con una manta áspera, luego mullí y envolví en su camisa unos cojines y los coloqué bajo su cabeza, a modo de almohada. Le inyecté una dosis de morfina, y le hice tragar un puñado de sus redentores comprimidos. Me deseó buenas noches y en seguida quedó profundamente dormido. Pensé en acostarme, en acompañarle en el sueño, pero estaba demasiado insomne, demasiado excitado. Salí al patio a fumar un cigarrillo. La noche, enmarcada en el rectángulo del patio, centelleaba poblada de estrellas, de extraños rumores. La corriente cercana del gran río como el mar, voces o risas lejanas, musiquillas en los transistores, cánticos de aves misteriosas, corales de ranas croando, el berrear o el mugir de alguna bestia, el rechinar de los insectos, los latidos de recónditos timbales. Fuera, más allá de los muros de la casa, me pareció escuchar la voz de Véronique. Trepé por una rudimentaria escalera hasta la parte del tejado que quedaba sobre la puerta, donde formaba un alto mirador de barro. Acuclillándome, me asomé con discreción a la calle, ocultando el pitillo en el hueco de uno de mis puños. Abajo, a sólo unos metros de la puerta, en mitad de la corredera, Véronique parecía discutir con su prometido, Mokalu. De inmediato, me tumbé boca abajo sobre el terrado y apagué con urgencia el cigarrillo, por temor a que pudieran descubrirme. También él había pasado esa tarde a conocernos. El novio de Véronique era un joven fornido y arrogante, altísimo, un tipo desconfiado y receloso de los blancos. Apenas estuvo unos minutos durante la sobremesa. Tomó incómodo un rápido café y se despidió de ella, de todos, con frialdad. Al parecer, con la oscuridad había regresado a buscarla. Mokalu le hablaba severamente, sin alzar la voz, mascullando palabras entrecortadas, áridas, amenazantes. Llenas de interrogaciones. Ella, desafiante, negaba con la cabeza o le hacía gestos desdeñosos. En un momento dado, él la agarró con ira por el brazo zarandeándola, casi levantándola del suelo y levantando la otra mano como si pretendiera golpearla. Ella se zafó con habilidad de la manaza, aunque terminó cayendo en tierra. Desde allí abajo miró a su hombre con fiereza y escupió a sus pies con ira. Luego se alzó digna y, sin decir palabra, le dio la espalda y entró en el patio cerrando tras de sí el portón, sin hacer ruido. El joven Mokalu se marchó calle arriba despechado, blasfemando y dando patadas a las piedras, señalando con el índice al cielo. Repté hasta el otro borde del tejado, el que daba al patio, y me asomé por ver a Véronique. Sin querer empujé un trocito de teja que cayó al interior. Ella levantó la mirada buscando en la oscuridad y me descubrió allí agazapado, mal escondido. Me sentí ridículo. Avanzó unos pasos, se encaramó a la escalera dando un salto y trepó ágil por ella hasta donde yo aún seguía tumbado. Acercó su rostro sonriente al mío y me dio un beso en la barbilla, un beso alegre y fugaz. Pero ¿qué haces aquí?, me preguntó radiante ante la inesperada sorpresa. Le chisté bajito por hacerla callar y puse mis dedos en sus labios con delicadeza, cerrándolos…
—… ¿estás loca?, ¿qué pasaría si nos descubrieran así, aquí?
—Todos duermen, puedes estar tranquilo. Escucha cómo roncan…
—Pueden despertar.
—No lo harán. Déjame subir.
Le tendí la mano y tiré de ella alzándola hacia mí, hasta cogerla entre mis brazos. A pesar de su exuberancia, el cuerpo era liviano y fibroso, delgado. Nos sentamos uno al lado del otro, muy juntos, tomándonos las manos con premura. Volvió a besarme fugazmente en la mejilla, con una mueca feliz en su cara.
—He presenciado la escena con tu novio, siento la indiscreción, no podía dormir y he salido a fumar un cigarrillo. No quería…
—No pasa nada. No tenía que haber discutido con esa bestia, es perder el tiempo.
—¿Cuál era el problema?…
—Está celoso. Quería que me escapara con él esta noche —casi se lamentó—. Alguna vez lo hago… Pero esta noche no, no me apetecía. Creo que está celoso de ti… —rió.
—No tiene ninguna gracia. Esa «bestia», como tú dices, podría destrozarme con un dedo.
—No es tan fuerte como parece… A veces ¡no lo soporto! Es un jodido racista, un jodido negro racista. Detesta a los blancos, a cualquiera que no sea de color negro.
—Si mi presencia aquí va a ocasionarte problemas, yo…
—No, no, no…
—Tal vez sería mejor bajar e ir a dormir, ¿no crees?
—¡No, por favor! —me suplicó abrazándose a mi cintura.
—Te aseguro que Mokalu me asusta, y no hablo en broma. No quiero meterme en líos ni molestar a nadie en esta casa.
—¿Cuándo te marcharás? —me preguntó sin haberme escuchado.
—Mañana, claro. Mi padre no está bien. Ya ha sido una locura tener que pasar aquí la noche. Necesita bañarse y descansar bien…
—En un hotel, claro…
—Claro…
—¡Llévame contigo! —me imploró medio en serio, medio en broma.
—Te haré un hueco en la maleta —bromeé, y ella quedó callada.
—¿Tienes mujeres allí?, ¿una esposa?…
—Tenía…
—¿Ha muerto?
—Más o menos…
—¿Cómo que más o menos? ¿Está muerta o está viva? ¿No será un zombi?… —preguntó un tanto asustada.
—Nos hemos separado y no creo que vuelva a verla nunca más…
—¿La añoras?
—Sí. Mucho.
—¿Es hermosa tu blanca?
—Bellísima, muy distinta a ti —dije sabiendo que decía algo inoportuno.
—Ya sé que no soy muy guapa, no hace falta que nadie me lo recuerde y menos tú —respondió enfurruñada, indignada.
—Sabes que no quería decir eso… Tú… Véronique, tú eres también bellísima, preciosísima, más que ella incluso. Sólo es que sois completamente diferentes, ¿entiendes? —Guardó un largo silencio, tal vez, sopesando la sinceridad de mi respuesta.
—Tienes sólo una mujer, ¿no hay más?
—No, no hay más.
—Aquí el que menos tiene, tiene tres…
—Allá es distinto. Eso no está bien visto. No se puede tener más de una esposa… No se debe…
—Sois muy raros… —Guardó otra vez silencio y pensó un rato antes de seguir hablando—. Si ahora tuvieras otras mujeres podrías consolarte en ellas…
—Me consuela estar ahora mismo aquí contigo. Me ha consolado bailar hoy contigo…
—¿De verdad? ¿Lo dices en serio?
—Por supuesto… —le respondí ofreciéndole un cigarrillo. Tomó uno de la cajetilla y lo puso entre sus labios como quien no lo hace con demasiada frecuencia.
—Si mi padre o mis cuñados me vieran… —musitó mientras lo encendía con desmaña.
—Fumando al lado de un malintencionado blanco en la oscuridad… —ironicé.
—¿Tienes malas intenciones?…
—Oh no, no, de verdad que no —respondí un tanto atolondrado.
—¡Vaya!, yo esperaba que sí las tuvieras —bromeó ella, maliciosa.
—Las tendría si pudiera, ¡créeme!, pero…
—Al fin y al cabo eres una especie de pariente, ¿no?, una especie de primo lejano —recordó satisfecha—. La tía Collette se alegraría de vernos así…
—¿Cuántos años tienes?…
—¿Importa mucho eso?, a vosotros los blancos sí, ¿verdad?
—No quisiera ir a la cárcel si intentara seducirte…
—No irías, tengo ya diecinueve años. Me hago vieja…
—Eres apenas una chiquilla…
—Mi hermana Fatoumata acaba de cumplir dieciséis, está casada y ya tiene un hijo de dos años. Aquí las cosas son así, ¿sabes? Si no me caso pronto con Mokalu, si lo pierdo, me quedaré sin marido. Todos empezarían a murmurar…
—Cualquier hombre se rendiría a tus preciosos pies, ¿lo sabes? Cualquiera moriría por acariciarlos… —Pasé uno de mis dedos por el empeine que me rozaba.
—¿Y tú?, ¿cuántos años tienes tú?…
—Treinta y seis…
—Qué estúpida costumbre la de contar el tiempo, ¿verdad?…
—¿A qué se dedica Mokalu? —Cambié de tema tras un denso silencio. Me pareció que Véronique temblaba. Busqué arroparla en mi abrazo.
—Es pescador y también lleva gente de una orilla a otra del río. Suele trabajar en Soyo, en la desembocadura. Trabaja duro. Dice que está ahorrando para nuestra boda, pero yo no lo creo. Estoy segura de que se lo guarda para huir de aquí. Os detesta pero sueña con vivir como vosotros, en vuestra tierra. Un día de éstos se marchará lejos. Muy lejos. Y yo me quedaré sola…
—¿Tienes frío? —le pregunté acariciando el hombro desnudo.
—No, pero no puedo dejar de tiritar… Y creo que si me abrazas así aún temblaré más —me aseguró mirándome, insinuándose con dulzura.
—No imaginas cuánto te deseo —le confesé.
—Tú sí que no puedes imaginar la furia de mis deseos… —me susurró girándose y besándome en la boca, incendiándome, marcándome a fuego con el rescoldo que ardía en su entrepierna.
Montó sobre mí a horcajadas, abrazando mi cintura con sus piernas, haciéndome reclinar. Quedé tumbado debajo de ella en el suelo templado de la terracilla. Me besó largamente y después se puso de pie. Oteó el entorno poniéndose de puntillas y miró abajo, hacia la oscuridad del patio, cerciorándose de que no había peligro. Yo quedé absorto en la negrura que se adivinaba entre sus piernas abiertas. No llevaba bragas. Con un rápido gesto alzó su vestido y lo sacó por la cabeza, quedando completamente desnuda. Miré cómo sus maravillosos pechos se elevaban hacia las estrellas, cómo sus pezones competían con ellas en el brillo. Así volvió a sentarse sobre mí, encima de la fuerza henchida que latía bajo el pantalón. Me encorvé impaciente, empujando como un ariete, separando aún más las ardientes puertas de sus entrañas. Comenzó a desnudarme sin prisa, pidiéndome en silencio que no me moviera, que la dejara hacer. Primero me abrió la camisa por completo y me despojó de ella. Luego avanzó deslizando su sexo por mi pecho hasta llegar a rozar mi barbilla. Así abrió las piernas cuanto pudo entregándose a la codicia de mi boca. Entrelazó sus dedos detrás de mi nuca y, sujetándome la cabeza, atrajo mi boca hacia sus labios. Jamás lamí con tal deleite entre los muslos de una hembra. Después bajó de nuevo resbalando por mi cuerpo, acariciándolo, humedeciéndolo, besándolo, relamiéndose hasta llegar a mi vientre, y más allá, hasta la cinturilla de mis vaqueros. Desabrochó el botón y descerrajó la cremallera con las dos manos, tirando hacia abajo, como si estuviera separando las agallas de un enorme pescado. Tampoco yo llevaba ropa interior. Mi pene saltó como un resorte escapando de su prisión, brincándole en la cara, dejándose atrapar en la mórbida opresión de sus jugosos labios. A pesar del riesgo que corríamos, quedé completamente enajenado, dejándola hacer, haciéndole cuanto deseaba. El tiempo quedó suspendido. La vida se disipó en otra dimensión. Casi agonicé de placer. Tal vez llegué a perder el sentido.
Podían habernos descubierto, haber subido a separarnos como a dos perros enganchados, habernos dado una buena paliza a cada uno, habernos cortado el cuello a los dos de dos certeros machetazos, nada hubiera importado. Lo juro. Pero por fortuna no fue así. Nuestra desbocada pasión se meció en el silencio, inflamándose en la clandestinidad, una y otra vez, hasta derrotarnos por completo, hasta que dolieron las quemaduras de aquel fuego. Las bocas mordieron y chuparon sigilosas, acuosas y fragantes, pujantes, casi mudas. Velando los jadeos, acallando los gemidos, aplacando en las gargantas las dulces palabras que luchaban por nacer. Sudamos amándonos sin medida sobre la arenisca del torreón, encharcándola, bajo el cielo nocturno de Brazza, iluminándolo, como dos completos locos, como si estuviéramos solos y condenados al placer y al silencio, como si nadie más existiera en el mundo.
Cuando desperté, desnudo y helado, ya clareaba. Véronique había desaparecido. Todo el cuerpo me escocía y temblaba. Me sentí sucio y desamparado, sediento y estúpido. Pensé en el sida, en que seguro estaría infestado, en la insensatez de haberme entregado así a una desconocida en un país emponzoñado en el VIH. No daría tiempo al virus de matarme, lo haría yo antes, me tranquilicé. Por un instante vino a mi mente la imagen de Mokalu buscándome cuchillo en mano, era otra posibilidad. Luego pensé en papá, en si seguiría respirando allí abajo, en el catre de Ranim. Por la semipenumbra de la calle ya deambulaba bastante gente. Me vestí tumbado en el suelo con cautela. Luego, intentando que nadie pudiera verme, repté hasta la escalerilla de mano y, tras comprobar que no había nadie en el patio, bajé por ella. Por fortuna seguía en su sitio, el salto era de unos cuatro metros de altura. Corrí descalzo hasta la habitación en la que esperaba encontrar a mi padre durmiendo serenamente. Entré en las tinieblas del cuarto con aprensión, con incertidumbre, las velas casi se habían consumido y apenas alumbraban. Con paso medroso fui acercándome al camastro. De improviso tropecé con un cuerpo inerte, tirado en el suelo. El sobresalto fue tremendo, creí que el corazón se me iba a salir por la boca. Era Ranim al que, para mi espanto, encontré dormitando en la esterilla en la que yo debería haber pasado la noche al lado de mi padre. La patada despertó al viejo que se incorporó con parsimonia, seguramente mirándome a los ojos. Encendió un candil e iluminó con él mi rostro, luego el de papá, como mostrándomelo. Estaba pálido, semiinconsciente, parecía ya un cadáver. Supe qué aspecto tendría cuando llegara la muerte.
—Tu padre ha pasado muy mala noche —apuntó severo y sereno, hablando muy bajito.
—No imagina cuánto siento no… —intenté justificarme desolado, buscando con urgencia el neceser con los medicamentos de papá. Preguntándome, ¿cómo no me he enterado de nada?
—Ha vomitado varias veces y aún tiene algo de fiebre —añadió Ranim—. Mi hija Diomi ha calmado la calentura con cataplasmas de «pan de mono» y le ha dado jarabe rojo de amapola para aplacar náuseas y espasmos. Ahora no siente dolor, no siente su cuerpo, y podrá descansar. Es buena sanando, no temas. Ahora está mucho mejor. Déjale dormir —me ordenó haciéndome gestos para que me olvidara de inyecciones y pastillas. Le hice caso aunque no tenía buen aspecto. Pero respiraba sereno y parecía reposar en paz, gracias a los cuidados de la piadosa hechicera.
—Salí a fumar y me quedé dormido, estaba agotado —intenté justificarme—, arriba en la terraza —mentí a medias—. No imagina, Ranim, cuánto les agradezco, a usted y a su hija, que hayan cuidado de mi padre…
—No tienes que agradecer nada a nadie —respondió con mirada y voz punzantes—, y no quiero saber dónde has pasado la noche…
—Siento que nuestra visita les esté ocasionando tantas molestias…
—Alfonso es mi amigo y merece toda mi hospitalidad. Ésta es su casa y ésa es su cama. No es una molestia. Además —añadió casi enojado—, debo mucho a tu padre, y nunca tuve ocasión de agradecérselo. Podéis estar aquí todo el tiempo que sea necesario, cuanto queráis…
—El chofer pasará a recogernos en un par de horas, eso será suficiente…
—Tal vez sería bueno llevarlo al dispensario, no muy lejos hay un buen doctor —sugirió mirando a mi padre y tomando el pulso en su muñeca, como sopesando la gravedad de su estado, sintiendo que quedaba poco para el fatal desenlace.
—Está muy enfermo, tiene un cáncer —le aclaré—. Teníamos pensado viajar mañana o pasado hasta el parque de Lefini, pero ya no llegará a verlo. Lo mejor será, como usted dice, pasar por un hospital y regresar a casa.
A través del tragaluz, el albor del día fue disipando la lóbrega habitación, haciendo visibles los detalles de la realidad. Véronique y Diomi entraron con una palangana llena de líquido humeante y unos paños. Se pusieron una a cada lado de la cama en la que parecía extinguirse mi padre. Mi fugaz amante desabrochó todos los botones del camisón de papá, desnudándolo con habilidad, como unas horas antes había hecho conmigo. Su hermana fue metiendo los trapos en el brebaje rojizo, espeso y caliente, empapándolos bien. Después de escurrirlos, los colocó uno tras otro sobre el cuerpo blanco hasta cubrirlo por completo, tiñéndolo poco a poco. Luego, una comenzó a refregar sus pies con la pócima y la otra a frotar el cuero cabelludo, a mesar sus cabellos. De tanto en tanto, sacudían sus manos al aire, ruidosamente, chasqueando los dedos, como desprendiéndose de la destemplanza, de todo el mal que se aferraba a mi padre intentando consumirlo. Papá fue cambiando de color, recuperando la esencia. Véronique me miró un largo instante, candorosa y compasiva, tal vez enamorada. Me sentí agotado y confuso y lloré en silencio. Deseé escapar de allí cuanto antes, regresar a Madrid. Todo sucedía como en algunas absurdas y angustiosas pesadillas. Temí desmoronarme, caer en un ataque de ansiedad terrorífico y paralizante. Tomé un ansiolítico. Ranim me hizo gesto de seguirle, y salí de la alcoba detrás de él. La luz cegó mis ojos. Tardaron unos segundos en acostumbrarse al fulgor del día. Cuando pude ver, plantado en el centro del patio, encontré a Mokalu esperando. Saludaba al anciano con respeto, inclinándose una y otra vez en una mecánica reverencia, sin mirarme o dirigirse a mí en ningún momento. Cogiéndolo del brazo lo llevó aparte hablándole en su lengua. Salieron de la casa. Al poco, Véronique surgió de la penumbra de la habitación.
—Mokalu ha ido a buscar al doctor —me dijo—. Le he pedido que lo hiciera. Ahora papá le estará explicando que el paciente no es un negro. Que es un viajero blanco y muy anciano.
—No servirá de mucho. Pero os lo agradezco… Ahora lo que debo hacer es llevármelo cuanto antes de aquí, llevarlo a un hospital —le respondí, mirándola con extrañeza, pareciéndome imposible haber pasado parte de la noche entre sus brazos.
—Tendréis que cruzar el río, pasar a Kinshasa, allí hay buenas camas, buenos médicos, todo muy limpio. El hospital de aquí es un sucio matadero —me advirtió.
Al poco, por la puerta reaparecieron Ranim y Mokalu, tras ellos un tipo gordo y sudoroso que me miró con indiferencia, tras unas gafas redondas y sucias, embutido en un traje ridículo, de tela clara, lleno de lamparones y tres tallas más pequeño. Tenía las manos pequeñas y regordetas, de una de ellas colgaba inerte un maletín de cuero muy ajado. Era el doctor N’Bolu, me aclaró Véronique mientras abría la cortina de la habitación al séquito. Entraron caminando deprisa, casi sin mirarme, casi ignorando mi presencia. Mokalu, al pasar junto a mí, me lanzó una ojeada desafiante. Iba a entrar tras él cuando Véronique nos empujó a los dos para que nos quedáramos afuera, sacó también a su padre y corrió con fuerza el telón impidiéndonos la entrada. Sólo N’Bolu, sentenció con voz seca. Mokalu blasfemó algo en su lengua, escupió al suelo y fue a sentarse a la sombra de uno de los muros de la casa. Allí se puso a jugar con un palito en la arena. De tanto en tanto me miraba y volvía a escupir. Jamás debería haberme llevado a mi padre hasta allí, pensé, jamás deberíamos haber emprendido ese viaje. Encendí un pitillo. Véronique salió de la silenciosa estancia y se acercó a mí despacio.
—Verás como todo se arregla —mintió intentando consolarme—. N’Bolu tiene buenas manos, es un hombre sabio…
—Tengo el presentimiento de que mi padre va a morir… y no debería ser aquí, ¿entiendes? Lejos de todo, de su casa, de su familia…
—Morirá si tiene que morir —me respondió con firmeza aunque algo desconsolada—. Éste será tan buen sitio como otro… ¿Te arrepientes de lo de anoche? —me preguntó en un susurro, cambiando de tema, esbozando una tímida sonrisa.
—No lo sé. Un poco sí. Pero no es eso… Me arrepiento de todo, ¿sabes?…
—Arrepentirse no sirve de nada. Tampoco torturarse ante lo inevitable…
—Lo de anoche, Véronique, fue un sueño, un hermoso sueño dentro de una pesadilla que ya dura demasiado…
Le dije eso mirando hacia donde seguía sentado Mokalu. La bestia negra me taladró con la mirada, bufando, tal vez loco de celos, inmovilizado por quién sabe qué fuerza, mascullando algo con odio. Afuera, tras la puerta, sonó un par de veces un claxon, debía ser el coche de Sassou que llegaba a recogernos. En ese instante el doctor N’Bolu regresó al patio.
—Temo que poco se puede hacer por su padre —me comunicó molesto por el resol, levantando las gafas y frotándose los ojos con las manitas—. Hoy no morirá, tampoco mañana. Será dentro de diez o doce días —dictó muy convencido.
—¿Tendrá tiempo de regresar con vida a Europa? —Ésa parecía la única cuestión.
—Imagino que sí. Está muy débil pero puede viajar. ¿Qué medicamentos está tomando? —me preguntó el orondo galeno.
Abrí el neceser de los fármacos y le mostré los medicamentos. Sacó algunos prospectos, se ajustó los lentes e intentó leer, con interés pero con pocas posibilidades de comprender, imaginé.
—Morphine? —me interrogó en inglés.
—Sí, en inyectables y en parches. —Le mostré las cajas correspondientes—. Una cosa u otra, o las dos, dependiendo de la intensidad del dolor. También…
—Dele además esto —me interrumpió sacando de uno de sus bolsillos una bolsita de plástico llena de bolitas negras. La puso en mi mano, parecía pimienta negra—. Esto le sentará bien. Machaque un par de semillas, sólo dos, y mezcle el polvillo con un poco de agua, zumo o leche, y hágaselo tragar cada tres o cuatro horas…
—Muchas gracias, doctor —le agradecí sin atreverme a preguntar qué era aquello—. Intentaremos regresar esta misma noche, espero que haya sitio en algún vuelo. Ahora debemos irnos —dije mirando a Ranim—, creo que ya está aquí el coche que esperábamos. ¿Cree que deberíamos pasar por el hospital antes de ir al hotel? —pregunté al médico.
—No serviría de mucho. Posiblemente le ingresarían y, casi con toda seguridad, moriría allí. Nada pueden hacer. Intenten llegar a su hogar, será mucho mejor. Vayan cuanto antes al hotel y que pase todo el día en cama, descansando. Intente mantenerlo sedado y que la habitación esté bien ventilada. De tanto en tanto tendrá que beber. Prepare un vaso de agua con unas gotas de limón y tres cucharadas de azúcar y que lo tome a traguitos. Por si no consigue que beba, le daré unas bolsas de suero, tendrá que pincharle, ponerle un gotero. Creo que también tengo algunas agujas en el coche. No queremos que se deshidrate —añadió secándose el sudor de la frente con la manga grasienta.
Dicho esto, deseándonos suerte y un buen vuelo de vuelta a casa, me tendió una mano flácida y se despidió ya con prisa. Intenté pagarle la asistencia, la consulta a «domicilio», pero rechazó tajante el dinero. Ranim, muy agradecido, le acompañó hasta la puerta haciéndole reverencias. Noté cómo Mokalu me miraba con odio. Allí afuera esperaba Sassou dentro del coche. Al vernos por el retrovisor salió de él precipitadamente. N’Bolu abrió el maletero de su polvoriento Peugeot, aparcado también frente a la casa. Dentro llevaba una de esas neverillas de camping, y dentro de ella, entre unas bolsas de hielo medio deshecho, unas bolsas de suero. Revolvió entre los cubitos, sacó tres y me las tendió, como había prometido. También me dio tres sobrecillos asépticos con tubitos y agujas en su interior. Metió la barriga en el coche con dificultad, arrancó ruidosamente y pisó a fondo levantando una polvareda, alejándose, diciendo adiós con la mano por la ventanilla. Ranim me tomó por el hombro como dándome ánimo.
¿Pero qué hacía yo todavía allí? Rodeado de extraños que me trataban con excesiva familiaridad, en el puto fin del mundo, atrapado en la lentitud, hundiéndome en las arenas movedizas de una tragedia absurda, con mi padre agonizante postrado en un camastro lleno de chinches. Tragando polvo y a la deriva, casi incapaz de tomar decisiones, ralentizado, sumiso y torpe. Necesitaba salir de allí, escapar a toda prisa, aligerar, acelerar como el brujo que acababa de desahuciar a papá. Urgí a Sassou para que me ayudara a sacarlo, a montarlo en el coche de la mejor manera posible, lo antes posible. Teníamos que regresar cuanto antes al hotel. Entramos de nuevo en la casa.
—Antes de que te vayas quiero enseñarte algo —me rogó Véronique tomándome de la mano—. No te preocupes, será sólo un instante… mi hermana está preparando a tu padre. Las dos os ayudaremos…
Tiró de mí hasta cruzar el patio y llegar a otra de las habitaciones, en la que supuse dormían ella, sus hermanas y los niños. Un montón de colchones y esteras se extendían por el suelo. Allí, en una esquina, dentro de un arcón de herrumbroso metal azul, muy descascarillado, la chica guardaba algo de ropa bien doblada y diez o doce libros, todos muy antiguos, varios títulos extraordinarios, la mayoría en francés, otros en español, Tolstói, Dunsany, Carpentier, Saint-Exupéry, Neruda… Levantó bien la persiana para que pudiera ver mejor. Abrió uno con delicadeza y lo puso en mis manos invitándome a leer. Un ejemplar que se desmoronaba de El negro del Narciso de Joseph Conrad. Una edición en castellano de la Editorial Ayacucho, Buenos Aires, 1947, conseguí leer…
—Eran de la tía Collette —me aseguró—. Fíjate bien…, están dedicados…
Pasé una o dos páginas y ojeé la dedicatoria. Me embargó una emoción indefinible, casi cierto espanto. Estaba escrita con la letra de mi padre. Él se lo había regalado a Collette poco antes de abandonarla. Tener aquel libro entre las manos me sobrecogió sobremanera, entorpeciendo aún más mis sentimientos. Tuve además la sensación de que leer aquello era una indiscreción. Me estremecí. Papá había dejado allí algunas palabras de amor, muy íntimas, también unos versos que tomó prestados:
… Y te querré, mi amor, te querré hasta que África y China se rocen y salte el río sobre la montaña y canten por la calle los salmones…
—Se amaron mucho, eso parece, ¿no? —apuntó Véronique—. Todos están dedicados con gran ternura… Quédatelos, son para ti… —Me recorrió un escalofrío al oírle decir eso.
—No puedo aceptarlos… —acerté a decir.
—Llévate todos los que quieras, los que desees, los que están escritos en tu lengua…
—No puedo entretenerme mucho más, Véronique, yo…
—Llévate al menos el que tienes entre las manos, algún día te alegrarás de haberlo hecho… Nunca regresarás por aquí. Nunca volverás a verlos… ni a verme. —Ahogó un sollozo al decirlo—. Significan mucho para mí, por eso tiene más valor que los lleves contigo… Gracias a ellos aprendí a leer. Han sido muchas veces mi consuelo, mi fantasía, las palabras de mis sueños… Además a Mokalu no le gusta que yo lea, que las mujeres lean… ¡Llévatelos, maldita sea!… —me ordenó gimoteando y salió corriendo de la habitación.
«… Tengo entre mis brazos a la Flor de los Tiempos y nadie ha amado tanto…», leí antes de cerrarlo.
Cogí otros dos ejemplares al azar y salí detrás de ella con los tres libros en la mano, buscándola. Lloraba en mitad del patio y Mokalu giraba a su alrededor acosándola, como un jaguar enfurecido. Volví a preguntarme qué demonios hacíamos allí, por qué no habría dejado a mi padre morir en paz en Madrid, por qué no estaría yo ya muerto, convertido en cenizas o bien enterrado. Todo me resultaba cada vez más incómodo, más asfixiante, más escabroso y sombrío. Al fondo del patio, ajenos a la escena, Sassou parecía discutir con Ranim acerca de la mejor manera de sacar a mi padre y llevarlo hasta el coche. Deseé estar ya con él dentro del avión, alzando el vuelo, lejos, muy lejos de esa lóbrega chabola, de aquel laberinto de arenisca del que no conseguía salir, de aquella panda de negros chiflados… Todo el coraje que me empujó a emprender tan insensata aventura se tornaba más y más incertidumbre, mayor vulnerabilidad. Un absoluto desamparo se apoderó de mí. También una extraña furia al contemplar cómo Mokalu zarandeaba otra vez y sin miramientos a Véronique, como si la retara.
Me acerqué a ellos gritándole que la dejara en paz. El desalmado reaccionó como era de esperar. Sin dudar se abalanzó sobre mí largándome un brutal y certero revés que me derribó. Caí de culo, sangrando por la nariz, y los libros cayeron a mi alrededor despojándose de algunas hojas. Los pétalos escritos revolotearon entre nubes de polvo amarillento. Antes de que pudiera levantarme siguió el furibundo aluvión de puñetazos y patadas. ¡Maldito hijo de una puta cerda blanca!, rugió babeando. En apenas un minuto me molió a golpes. Véronique se agarró a su cuello intentando impedirlo, pero Mokalu se zafó de ella sin esfuerzo, lanzándola muy lejos. Sassou no se atrevió a intervenir, Ranim se sintió impotente. Las hermanas y los niños aparecieron de la nada gritando como cochinos en el matadero. La fiera se acercó a Véronique y, delante de todos, mientras ella aún intentaba levantarse, le propinó un brutal bofetón que le partió los labios y la mandó de nuevo por tierra. Rebotó al caer en la arena como a cámara lenta, sangrando también con abundancia. Sassou y Ranim ya intentaban en vano frenar a la bestia, serenarla. ¡Te voy a matar!, aulló todavía mientras intentaban sujetarlo, golpeándome aún antes de salir corriendo de allí. Se escabulló humillado ante la severidad de las palabras de Ranim, amonestándolo, echándolo de su casa para siempre.
Nos socorrieron de inmediato. Diomi lavó nuestras heridas con diligencia y cortó las hemorragias conteniéndolas con fango color azafrán. En mi aturdimiento, me pareció ver a Nadia acercándose a mí, tendiéndome los brazos dispuesta a protegerme y consolarme. La necesidad de estar junto a ella tiró de mi vientre como una garra invisible, de uñas afiladas. Un nudo en la garganta me impedía hablar. La boca pastosa me sabía a sangre, sal y limo. Caminé hasta la tinaja en la que atesoraban el agua y bebí de ella hasta saciarme. Me mojé intentando espabilarme, empapándome el pelo y la camisa. Todos nos calmamos. Fui a ver a mi padre. Estaba despierto y consciente. Pero apenas podía moverse.
—Hola, papá…, ¿ya no duermes más? —le pregunté con ternura acariciándole la frente y las sienes, refrescándole, la piel con mis manos aún húmedas—. Tenemos que irnos. Es hora de regresar a casa. No hemos tenido mucho tiempo, lo sé.
—Qué le vamos a hacer, hijo… No quiero morir aquí… —suplicó en un murmullo, con dificultad. Un lamento chasqueó retumbando en el paladar reseco, sonando aún más dramático. Le di un vaso de agua.
Luego me arrodillé junto a su lecho en un gesto infantil, desamparado. Y lloré quedamente apoyado en su cuerpo, rendido, pidiéndole perdón una y otra vez. Papá puso sus manos sobre mi cabeza y habló confortándome, como cuando era pequeño.
—No pidas perdón… —me dijo casi bisbiseando—. No vuelvas a hacerlo… Fue una buena idea venir hasta aquí aunque todos puedan pensar lo contrario. Teníamos que haberlo hecho mucho antes, hace muchos años. Mi pequeño Luis, mi niño. Ahora me siento bien. Tengo menos miedo a morir. Será que estoy tan cansado que casi lo deseo, chico. Es hora de regresar… Ya no tenemos nada que hacer aquí. Estos recuerdos ya no me parecen míos y ni siquiera tengo fuerzas para mirar, para recordar. Prepara todo y en marcha. De vuelta a casa…
—Lo siento, papá…, de verdad —le dije enjugándome las lágrimas—. Te llevaré al hotel, te daré un baño y te acostaré. Mientras yo voy a cambiar los billetes me esperas en la cama viendo la tele… y esta misma noche nos vamos. ¿De acuerdo?
Véronique y Diomi me ayudaron a lavarlo y vestirlo. Ya no tenía fiebre y estaba mucho más despierto, intentando colaborar en lo poco que podía. Levantamos y sacamos a papá de la cama con menos dificultad y menos esfuerzo de lo previsto. Todo gracias al ingenio africano de Ranim y de sus hijas. Con unas varas y unas tiras de lona improvisaron un palanquín que nos permitió alzarlo del lecho ya sentado. Lo cogimos en volandas y lo llevamos en las angarillas hasta posarlo en el asiento del coche. Todos, pequeños y mayores, uno tras otro, pasaron a despedirse de mi padre cogiéndole la mano con respeto y afectación, como si fuera la del Papa de Roma. Adioses definitivos, de los que de verdad son para siempre. Ranim se arrodilló a su lado, junto a la puerta abierta del taxi, y besó su rostro tres veces con emoción. Yo también fui despidiéndome de todos, agradeciéndoles su hospitalidad, sus desvelos. Véronique miraba la escena desde el umbral, apoyada en la puerta de la casa, como sin querer acercarse. Tenía el rostro amoratado, un ojo hinchado y se tapaba la boca con un trapo manchado de sangre. Caminé hasta ella. Apartó la mirada, girando la cabeza inclinándola, dolorida, abochornada, muy afligida. Acaricié su mentón y su barbilla girándola hacia mí, tiernamente. Aparté el lienzo que cubría sus labios deformados y los besé con delicadeza. Se abrazó a mí hipando, hundiéndose en el llanto y en mi pecho. Se aferró a mi cintura como si yo fuera un pedazo de su alma que se le escapara. Aún temblaba temiendo que Mokalu regresara, me confesó.
—¡Idos ya! —me urgió—. Idos de una maldita vez…
Me desembaracé de su apretón con cuidado, besándola en la frente y la dejé allí. Entré a recoger los libros deshojados, olvidados en la arena. Recogí una a una las hojas caídas, secas y polvorientas. Guardé todo en mi mochila y salí de aquella casa para siempre. Ranim me dio unas palmadas en la espalda mientras entraba en el coche y me sentaba junto a papá en la parte trasera. Cerré con fuerza la desencajada portezuela. Tomé la mano de Ranim por la ventanilla antes de que arrancáramos, dándole una vez más las gracias y rogándole que me perdonara.
—Venga, largaos ya… los blancos sólo traéis problemas cuando aparecéis por aquí —me dijo sonriéndose en un lamento, en un reproche. El viejo motor diesel del cent-cent de Sassou repiqueteó escandaloso, destemplado y nos alejamos. Giré una sola vez la cabeza para mirar atrás. Pude ver a Véronique sentada en el suelo, acurrucada, llorando todavía, supuse, con la cabeza entre las piernas. No sentí nada, excepto un deseo infinito de salir de allí, de dejar atrás aquel mundo ajeno y oscuro.