Mi padre ya vivía en el Congo cuando yo nací. En una de las fotos, papá está sentado en la terraza amplia y luminosa de la que entonces era su casa. La compartía con dos compañeros de su tripulación, la 206. Hombres valerosos, aventureros, gente apasionada que buscaba en África lo que en ningún otro lugar podían hallar. Por las paredes trepan enormes buganvillas de vivísimos colores, frondosas ramas de jacarandá. Es un lodge blanco, de apariencia lujosa y decadente. Una casa baja, de una sola planta. Un cielo plomizo parece aplastar el ancho tejado de pizarra negra que cubre el porche. La foto, imagino, se tomó desde otro chalet contiguo y cercano. ¿Quién se la haría? Se le ve a través de un enorme ventanal cuadriculado, de estilo inglés. La silla en la que está sentado y la mesa sobre la que escribe son de madera oscura, probablemente caoba. Una majestuosa maraña vegetal rodea la casa ocultando cualquier otro paisaje. Detrás, se alzan imponentes los brazos deshojados de un solitario baobab. En el pequeño jardín, el césped cuidado con esmero contrasta con la salvaje frondosidad que lo circunda. Un sol invisible prolonga las formas, parece atardecer.
Mirar esas viejas fotografías, imágenes de hace tanto, tanto tiempo, con mi padre durmiendo a mi lado era un ejercicio insólito. Viajábamos hacia aquellos mismos paisajes, hacia aquellos territorios que seguramente ya no serían para él reconocibles. Rumbo al recuerdo y los recuerdos de ese hombre joven y apuesto que, unas décadas después, era ya sólo un bosquejo de lo que fue, un boceto que se difuminaba sin remedio. Era un tipo guapo mi padre. Un ser verdaderamente magnífico. En esa foto, viste pantalones beige y una camisa azul marino. Aquel día no se puso calcetines, sólo unos zapatos cómodos y elegantes color arena. Todo con el estilo propio del protagonista de una vieja película de los años cincuenta. Un cigarrillo cuelga indolente de sus labios, está muy moreno y el verde de sus ojos destaca profundo, aún más profundo que el espeso verdor de la selva. En el brazo derecho lleva ajustado un brazalete turquesa con dos letras blancas, «UN», United Nations. Sobre la mesa, libros, siempre libros, un cenicero de cobre lleno de colillas y dos vasos, uno con hielo, seguramente un Martini, otro que parece contener té y hojas de hierbabuena. Al lado, unos cuantos sobres y papel de carta, de esas cuartillas suaves y muy ligeras que se utilizaban entonces, con las esquinas surcadas por un avioncito sobre las palabras Par avion - By Air Mail. ¿A quién escribiría? Seguramente a mi madre, a mí. Lo hizo casi a diario durante años. Cartas llenas de amor, las mejores que uno puede esperar y recibir.
¿Qué hacía allí?, me sigo preguntando. Algo que todos hemos deseado alguna vez, huir. Una cobardía que requiere arrojo y mucho valor. Él se atrevió a ser cobarde, a escapar de todo lo que aquí le oprimía. Era militar y se alistó voluntario en la misión que la ONU mantenía en el Congo Belga. No se detuvo a pensar demasiado. Metió cuatro cosas en una maleta y se largó, sin más. Y no al encuentro de una vida fácil. En aquel tiempo, en aquel país, la guerra era ya tan larga, sucia y sangrienta como todas, por motivos muy similares a los que hoy las desencadenan. Le gustaba guerrear, apuntarse a causas que él consideraba justas, nobles. En el Congo, como en otros muchos lugares del mundo, se empezó luchando por la independencia, una insigne aspiración, pero todo acabó convirtiéndose en la repugnante batalla de unos y otros por la riqueza, por los diamantes y el oro, por el poder en definitiva.
En otra de las fotografías, fechada en diciembre, mi padre está sentado a la orilla de un lago que bien podría ser el mar. Atardece. Nada revela en la imagen que pudiera ser invierno. En el reverso, mi padre escribió:
Hoy ha sido un buen día, mucho menos caluroso. Me lo he tomado libre. Nus y yo hemos pasado la tarde tomando el sol en la terraza, disfrutando de esta inesperada, suave y distraída primavera; leyendo, duchándonos con el agua templada de la regadera, charlando. Unos pájaros enormes y alborotadores jugaban a perseguirse frente a nosotros, gritando en su idioma: ¡tú la llevas! Mañana temprano me tocará jugar a mí, volaré hasta Stanleyville. He dormido una reparadora siesta meciéndome en la hamaca. Os quiero tanto, os echo tanto de menos…
Saqué de mi bolsa de mano un viejo libro de notas que guardaba de mi padre. Un compendio manuscrito de viajes, sentimientos y experiencias. El grueso cuaderno, de tapas de cuero oscuro y hojas amarillentas, guardaba también entre sus páginas fotografías y recortes de prensa, flores secas, pequeños dibujos y notas cartográficas. Cuando despierte se lo dejaré ojear, pensé; se lo arrebaté hace años y nunca había vuelto a verlo. Aún dormía hondamente, yo seguía preso de un febril desvelo. Acaricié su frente, parecía frío. Le arropé con otra de las mantitas de avión. Rogué a la azafata que me trajera una taza de té. Recliné aún más mi asiento y, esperanzado en que llegara el sueño, comencé a leer…
En 1959 la situación en el Congo Belga era ya insostenible. Bélgica estaba harta del Congo, y el Congo más que harto de Bélgica. A principios del año siguiente, en una importante conferencia celebrada en Bruselas, las autoridades belgas fijaron precipitadamente una fecha para la libertad, el 30 de junio de 1960, una libertad que después no sería más que un dramático abandono. Durante la ceremonia del día de la independencia, en los jardines del palacio de la Nación, Patrice Lumumba habló con desprecio y resentimiento de los blancos, dejando muy claro a los europeos allí presentes, también al rey de los belgas, que los congoleños ya no serían jamás sus monos, sus macacos. Muchos flamencos llamaban así a los congoleños, sucios macacos, el peor insulto que podían proferir. Para rebajar el ambiente de tensión que ocasionaron sus palabras, el mismo Lumumba rindió también un cínico homenaje a la labor de los colonizadores belgas. Una vez concluido el traspaso de poderes, cuando terminaron los actos oficiales, en las calles de Leopoldville comenzó la fiesta, que durante cuatro largos días, precedería el antepenúltimo drama congoleño. La noche del 30 de junio, la mayoría de los bares y restaurantes de la capital permanecieron abiertos toda la madrugada. Los negros celebraron con euforia la independencia por un lado, en sus locales, y los blancos ahogaron en alcohol su «derrota» por otro, en el suntuoso barrio europeo de la colina de Thysville. Ajenos aún a los sangrientos sucesos que ya se habían producido. En Leopoldville nadie imaginaba los acontecimientos que llegarían y que afectarían a África y al mundo entero.
Sólo cinco kilómetros de agua turbia y turbulenta separan Leopoldville de Brazzaville (entonces la capital del Congo Francés), en la otra orilla. La celebración fue tornándose delirio, resentimiento, odio. El ansia de venganza y el pánico se apoderaron de la ciudad. Los europeos miraban a Brazza como la única salida. Hombres, mujeres y niños intentaron refugiarse en el consulado. El embajador de Bélgica y los de otros países europeos ordenaron la urgente evacuación de todos sus ciudadanos ante la gravísima situación desencadenada.
Belgas, franceses, británicos, portugueses, todos se reunieron en Leopoldville y aguardaron angustiados una evacuación que nunca llegaba. Las mujeres y los niños comenzaron a salir hacia Brazzaville en lentísimos y abarrotados ferrys. Los europeos empezaron a ser conscientes de su situación, llegaban noticias de violentos disturbios en el Bajo Congo, en Matadi, en Boma. Se hablaba de mujeres blancas violadas, de hombres detenidos y apaleados, ejecuciones a manos de los soldados negros amotinados. El creciente nerviosismo provocó el caos, un éxodo brusco e inesperado. Todos presagiaban ya la catástrofe e intentaron huir desordenadamente hacia la costa, dejando atrás lo que tenían, sus casas, sus coches, sus animales, todos sus recuerdos y enseres. Leopoldville se hundía. Era un barco a la deriva del que intentaban escapar miles de náufragos blancos. Algunos cadáveres fueron quedando en las aceras, en las orillas.
El 14 de julio de 1960, ante el caos y el baño de sangre que ya parecía imparable, la ONU decidió enviar fuerzas a la zona para restablecer el orden. El día 20 llegaron las primeras tropas al mando del coronel Driss, un marroquí frío, calculador y muy eficiente. Con ese contingente de cascos azules marroquíes y canadienses, llegaron también numerosos médicos, personal sanitario, técnicos de la OACI (la Organización Internacional de Aviación Civil de Naciones Unidas), radiotelegrafistas, controladores, pilotos…
Pilotando uno de los aviones que transportó a ese contingente de Naciones Unidas, a los mandos de un Hércules C-130, una mañana neblinosa, cenicienta y pajiza, llegó mi padre hasta la flamante y desintegrada República del Congo. Tomó tierra en Leopoldville el primer día de agosto de 1960, sin imaginar que pasaría allí varios años de su vida. Era piloto militar, capitán del ejército del aire, y cuando pidieron voluntarios no se lo pensó dos veces. Solicitó la baja temporal en la milicia y firmó un sustancioso contrato con la ONU. Acababa de dejar preñada a mi madre. Yo apenas era un comienzo entonces, crecía dentro de ella cuando él se «fugó». Papá tenía ya 43 años, estaba casado y con tres hijos. Ante la llegada del «intruso», ese nuevo hijo, y la que se le venía encima, prefirió batallar en otra guerra mucho más lejana y seguramente, para él, más apacible…
La presencia de nuevas tropas extranjeras no hizo sino agravar una situación ya explosiva. Se abría una crisis mundial de consecuencias imprevisibles. En septiembre de 1960, un coronel famoso por su crueldad, Mobutu Sese Seko, se hizo con el poder. La guerra quedó abierta en todo el país. Europa permanecía desconcertada ante un conflicto definitivamente sangriento e imparable, y achacaba el caos a la incapacidad de los africanos para autogobernarse, olvidando que el origen de casi todos sus problemas había que buscarlo en el brutal colonialismo que comenzó a finales del siglo XIX. La ONU, que hasta ese momento se había mantenido más o menos al margen, tuvo que actuar, meterse hasta las cejas en un conflicto que se les escapaba de las manos. En enero de 1961, las tropas de Naciones Unidas recibieron la orden de abrir fuego para intentar recuperar el control. El entonces secretario general de la ONU, el segundo que tuvo esa organización, el sueco Dag Hammarskjöld, convocó al Consejo de Seguridad. La guerra fría se había instalado también en el Congo Belga. Los soviéticos amenazaban a Estados Unidos, al mismísimo Kennedy, con intervenir. Mister H, que así llamaban a Hammarskjöld, fue el encargado de mediar entre rusos y americanos, para lo que era imprescindible «pacificar» el país negro. En septiembre de 1961 llegó al Congo Belga dispuesto a poner orden, con nuevos poderes y mucha más autoridad…
Un 18 de septiembre de 1961, como una más de las misiones que le encomendaban, a papá le asignaron pilotar el avión que tendría que llevar a Mister H a un destino secreto, hasta el lugar concertado para una trascendental cita. Despegaron de Leopoldville en dirección a Katanga, y desde allí, tras una breve escala, volarían hasta Ndola, al norte de Rhodesia (lo que hoy es Zambia). Tras un vuelo tranquilo, a poco menos de mil metros de altura, descendiendo hacia la aproximación final, el aparato se precipitó a tierra. Todos, excepto mi padre, murieron en el accidente, incluido el secretario general de Naciones Unidas. Fue un verdadero milagro que consiguiera sobrevivir al colosal impacto. Pero lo hizo. Las causas del siniestro quedaron ocultas en el misterio oficial. Se especuló con que habían sido derribados por el fuego de los mercenarios, por un misil, con la posibilidad de una bomba a bordo, aunque la verdad sobre lo ocurrido sólo la conocieron el superviviente y los investigadores que analizaron los restos del aparato para averiguar lo sucedido.
Fue un sabotaje. Alguien limó cuidadosamente los cables de los timones de dirección y de profundidad del Hércules, y éstos se partieron a pocas millas de Ndola, haciendo el aparato ingobernable y provocando la tragedia. A mi padre, sus superiores le ordenaron guardar silencio y jamás contó nada, era un hombre de honor y de palabra. Durante las pesquisas alegó amnesia postraumática, eso le diagnosticaron los médicos militares. Mucho más tarde, su buena fortuna también quedaría en secreto. Oficialmente «toda» la tripulación del aparato falleció en el accidente.
Cerré el libro y miré el atardecer pensando en el laberinto que llevó a mi padre hasta África, hasta el Congo, y en el que unos años después, en el 65, encontró a su regreso a España. En el embrollo que le trajo a mi lado. Un tinglado familiar muy complejo, cuyos detalles él ya ni siquiera puede o quiere recordar. Se enamoró de mi madre, de Amanda Ardiles, una jovencita, una chiquilla veinte años más joven que él. Y jugando, jugando a seducir, la dejó embarazada. Un drama, al menos entonces, siendo él un hombre casado, un militar de carrera, y teniendo ya tres retoños. Eran tiempos grises, muy grises, y tanto papá como su primera mujer pertenecían a familias católicas, franquistas, muy conservadoras y remilgadas. Confesar aquello supondría una convulsión, un escándalo de dimensiones insospechadas. En aquella época su situación era un horrible pecado, casi un crimen. Entre las preciosas fotografías que mi padre guardaba ocultas en las páginas de aquel libro, una me llamó la atención de forma especial. Una muy hermosa, cuarteada, en color sepia. En ella, una pareja posa ante la cámara con gesto indolente, enamorado. Están detrás de una mesa cubierta con un mantelito a cuadros. Quedan restos de una frugal comida o una cena, un salero, unas migas de pan, un par de vasos medio vacíos, una jarra medio llena de vino. La pared tras ellos es de madera, debe de ser algún mesón, o un restaurante coqueto. Él apoya el codo sobre la mesa y el mentón en su mano derecha. Entre los dedos un cigarrillo humeante del que a punto está de caer la ceniza. Sonríe levemente, con cierta desgana, mirando directamente al objetivo, desafiante. La otra mano aparece sobre el hombro de ella, que acurrucada en él mira al futuro con una candidez extraordinaria, entregada al amor, a la embriaguez, a los desvelos. Él viste americana y polo oscuros. Ella una rebequita y un suéter pálidos. Tal vez fuera cierto, tal vez entonces estaban locamente enamorados. Hacían buena pareja. Él repeinado, gallardo y elegante, como un actor de cine americano, una especie de Cary Grant a la española. Ella bellísima, como una joven estrella. En la foto acababa de cumplir veinte años, dulce, fresca e intacta como una manzana recién arrebatada a la rama…
Mamá apenas fue a la escuela, tuvo que trabajar desde muy pequeña. Era muy ignorante pero también muy perspicaz, muy vivaracha. Divertida y cantarina, una flor curiosa. Papá ya había pasado los cuarenta, y era todo un galán, educado, elegante, pícaro y muy amoroso. Un seductor, un aviador que no tardó en conquistar a la ingenua y jovencita empleada del quiosco del aeropuerto, en el que cada día él compraba el periódico. Así se conocieron, en Barajas, que entonces era poco más que un proyecto que crecía. Mi padre había tenido algunos líos de faldas, aventuras «extramatrimoniales», pero con ella la cosa fue distinta. Al parecer se enamoró de verdad, quizá por segunda vez.
Veinte años antes, conquistó a quien se convertiría en su primera mujer casi por un envite con los amigos, por la honra, sin pensar demasiado en el posterior compromiso. Marcia, que así se llamaba, era una de las damitas más codiciadas de Madrid. Culta, rica, de buena familia, una belleza lánguida y de alta alcurnia. También una codiciada presa para cualquiera que, como mi padre, se jactara de ser infalible en las batidas del amor. Y la consiguió, por encima de no pocos pretendientes. Pero no la amaba ni llegó a hacerlo, al menos no como él había soñado siempre amar, y aquello le convirtió en el cazador cazado. El día de la boda, justo antes de salir de la sacristía hacia el altar, se abrazó al cura y estalló en un incontenible y desesperado llanto. El desconcertado sacerdote intentó consolarle y disuadirle de seguir adelante con aquella farsa. A pesar de ello no supo decir no. Era un hombre de palabra, un capitán, un caballero. Además, contaba la presión, el compromiso con la sociedad, con la institución a la que servía, con las familias de los dos. Todo era demasiado fuerte, forzado. Pero lo asumiría. ¿Cómo dar marcha atrás, cómo explicar que había llegado hasta allí por un estúpido acto de fanfarronería, por una apuesta absurda?
Ella le amaba con furia y él se casó manso, entregado, sin pensar en las consecuencias, no había otro remedio. Así comenzó una vida de orden, infidelidad y rutina, como la de tantos, como la de casi todos. Pronto fueron llegando los hijos, para alegría de todos. Cuando comenzó a flirtear con mi madre ya tenía dos niños y una niña. Conocer a mi madre le condujo irremediablemente a mantener una doble vida, llena de obligaciones sin sentido, de zonas ocultas, de mentiras a las que se abandonaba buscando la posibilidad de un nuevo e inconfesable amor. Entre los tres se estableció una increíble relación. Vivía con su mujer y sus hijos en una lujosa casa del centro de Madrid, en la calle Velázquez. En esa misma casa, durante un fin de semana en que su familia estaba fuera, me concibieron a mí.
Aquella situación llegaría a ser insostenible.
Amanda, mi madre, era la más pequeña de ocho hermanos, la única hembra. Su padre, albañil, un hombre recto y honesto donde los haya. Pobre y rojo, como para él debía ser. Su madre, una mujer dura, seca y silenciosa, que afrontaba sin un lamento cualquier infortunio, cualquier tristeza. Era una familia de una humildad cercana a la penuria, en la que no había lugar para bobadas o fantasías. Aunque Amanda consiguió ocultar durante un tiempo su embarazo, los cambios en su menudo cuerpo terminaron haciéndolo evidente. Todo a pesar de las prietas fajas que gastaba para ocultar su creciente barriga. ¡Así nací yo!, oprimido. Cuando todo quedó al descubierto, a su padre, mi abuelo, se le partió el corazón. Su única hija preñada de un señorito facha, de militar cabrón y fascista. Aquello era demasiado para un alma tan encarnada como su sangre. Después de cruzarle la cara, juró no volverla a ver jamás y la echó de casa. Su madre calló y lloró en silencio. Amanda se vio en la calle, sin remedio. Encontró cobijo en casa de una amiga, Ofelia, una chica algo mayor que ella, muy independiente, muy moderna para la época. Vivía en una buhardilla frente al parque del Retiro, amancebada con un artista barbudo y excéntrico tras haber abandonado a un marido estúpido.
En esa casa nací yo, en la semiclandestinidad.
Cuando papá se enteró de que mamá estaba embarazada, el escándalo ya era público entre todo el personal del aeropuerto. Casi todos sabían ya que el gallardo piloto se había liado con la gentil quiosquera y que, además, la había dejado preñada. ¡Qué sinvergüenza! ¡Qué golfo! ¡Qué zorra! Tarde o temprano su mujer, Marcia, también se enteraría. La noticia iba a correr como la pólvora. ¿Cómo podía ese pobre estúpido engañarla con la hija de un albañil, un jodido rojo que incluso había pasado por Carabanchel? Todos acabaron enterándose. También en la milicia, donde, al capitán, comenzaron a hacerle el vacío y la vida imposible. La familia de mi padre no pudo asimilarlo y le dio la espalda al unísono. Sólo uno de sus hermanos supo, en cierto modo, entenderlo. Tampoco la de mi madre. Su padre y sus hermanos concebían encontrar al tal Alfonso para darle una paliza de muerte.
La malaventura a veces no se colma. Para remate de males, todo se agravó cuando Marcia confesó a mi padre (y no en un acto de despecho) que también ella estaba embarazada del que iba a ser su cuarto hijo. Así las cosas, para papá la mejor solución era quitarse de en medio, al menos durante un tiempo. Sumido en un brutal aturdimiento encontró, por casualidad, la que le pareció una buena escapatoria a la crisis. En el pasillo que conducía a su despacho, clavada en uno de los tablones de la oficina de control de tráfico aéreo, encontró la salida que buscaba, la única que podía tomar. La OACI necesitaba personal de vuelo para una misión de paz en África Central, en el Congo Belga. Pensó en cuántos miles de kilómetros separaban aquel lugar de Madrid. Y sin pensar más se puso a ello. Pasó todo aquel día en el Ministerio del Aire haciendo papeleos, rellenando formularios incomprensibles. Luego pasó los reconocimientos médicos, le acribillaron a vacunas y tuvo que contestar decenas de formularios que le parecieron complicadísimos, pero no tanto como su insólita situación. Salió de allí con un contrato bajo el brazo y un nuevo destino para su malograda vida. En sólo cuarenta y ocho horas partiría hacia Leopoldville. Le habían asignado pilotar uno de los Hércules C-130 con base en ese aeropuerto. Su misión allí no estaba muy clara, pero eso no tenía la más mínima importancia. Tampoco le pareció un inconveniente que en aquel ignoto país, la caza a los europeos se hubiera convertido en deporte nacional, en algo casi indiscriminado y demasiado cotidiano. Había obtenido un pasaje para un lejano infierno, pero sentía una tranquilidad pasmosa, un inmenso alivio. Se sintió feliz. Papá siempre fue experto en eludir los problemas, en apartarlos, sin maldad, sencillamente poseía un mecanismo mental para hacerlo sin demasiados remordimientos, con enorme y sincera inconsciencia, con regocijo. Para él, mucho más peligrosas que las calles de cualquier ciudad del Congo, eran las de Madrid. Y para qué hablar de su propia casa, de sus despachos en el aeropuerto o en el cuartel. Sin el respaldo económico de la familia de su mujer, y desheredado por la suya, con todo aquel desprecio, el futuro era más que incierto. Realmente su paga de militar no daba para mucho. Pronto estaría sin un céntimo y aquel contrato que acababa de firmar, además, le permitiría mantener cuatro bocas y acallar así (al menos en eso) a todos los que le repudiaban. Era un hombre honorable, por encima de todo. Y lo cierto es que casi todo el dinero que ganó arriesgando su vida en el tenebroso Congo lo fue enviando a sus dos familias en España.
No encontró ni el tiempo ni el valor para dar explicaciones a unos o a otros, para despedirse bien o mal. Sólo un buen amigo y compañero fue a despedirle al pie del DC-7 que le llevaría hasta África. A él le confió una carta que debía entregar a mi madre una vez hubiera partido. Le suplicó que se la entregara en persona, que intentara esperanzarla de algún modo, que intentara hacerle entender lo imposible. Esa misma mañana, en la que se disponía a despegar a bordo de un avión, había quedado con ella en una terracita a orillas del estanque del Retiro. Llévasela, le suplicó. Acude tú a la cita. Habla con ella. Dale algún consuelo. Intenta explicarle.
Ella, pobre inocente, estaría esperándole en el parque sin sospechar que él jamás acudiría, que no volvería a verle hasta pasados cinco años. Su amigo, sin duda un gran amigo, aceptó el terrible mal trago de entregar aquel sobre a Amanda, de tener que consolarla, si eso llegaba a ser posible. Y en efecto, allí donde habían quedado, bajo la arboleda, en ella aguardaba ingenua e impaciente, entre la calma y la ansiedad, entretenida en dar de comer migas de pan a los pájaros que rodeaban sus pies, a los patitos del lago que se aventuraban hasta la candidez de sus manos puras.
Mientras recordaba aquella historia, mi propia historia, amores y desamores de otros tiempos, de otras vidas, los giros del azar que habían dado lugar a mi existencia, mientras miraba aquellas fotos en blanco y negro, el sueño fue venciéndome. Necesitaba dormir, echarme una gran siesta, repararme en ella. Guardé las fotos entre las páginas del libro y el libro dentro de la bolsita del respaldo. Comprobé que papá seguía recogido, que respiraba tranquilo, y me acurruqué en mi asiento. Muy pronto, la esfera en la que proyectamos los sueños comenzó a resplandecer, a destellar en lentos y desvaídos colores…
Mi padre, sentado en su terraza africana, bebe a sorbos un Martini y escribe con delicadeza en el reverso de una postal ya timbrada. La primera que papá me enviaría desde allí. En el sueño, a su lado, incorpóreo, yo le miro con ese brillo en los ojos que sólo tienen los ojos de los niños. Como quien mira sin poder tocar un rarísimo hallazgo, un altísimo racimo, una roca lunar, la mismísima piedra Rosetta. De improviso, como si él pudiera verme, mi padre gesticula como lo hacen los magos, y ¡zas!, sonríe y finge arrancar al día, al cielo, un trocito de su luz y colocarlo suavemente sobre mi frente. Después, toma mis manos y pone en ellas la tarjeta que acaba de escribir.
Aún la conservo como una preciosa reliquia. Pude verla en el sueño con mayor claridad y viveza que en la realidad. Era como si en la superficie de la colorida cartulina las figuras cobraran vida y movimiento. En esa foto, un grupo de guerreros africanos, todos ataviados con taparrabos o faldillas de vivos colores, bailan al son de los tambores con los pies descalzos. Los llevan pintados de blanco hasta por encima de los tobillos, pareciera que usaran calcetines. El contraste con la oscura piel da a las piernas el aspecto de las patas de un caballo, de una cabra, de un okapi. De sus anchos cuellos cuelgan decenas de collares, colmillos color escarlata y marfil, un millón de cuentecillas con todos los matices del arco iris. En sus rostros, negros como la noche, ojos muy abiertos y blancos. En la piel, inquietantes trazos rojos y blancos, pinturas de guerrear. De sus cabezas caen sinuosos pelajes teñidos de almagre, frondosos plumeros arrancados a extrañas aves del paraíso, gotas de sudor resplandeciente. Engarzados en sus orejas, larguísimos pendientes, ristras de pequeños bolillos que cuelgan como encajes decorando sus esbeltas figuras. Detrás, el cielo enjaulado tras las ramas de árboles inmensos y un millar de pájaros levantando el vuelo. En una de sus manos, los guerreros llevan largas lanzas en las que han ensartado colas de animales. En la otra, escudos curtidos en pieles de cebras o leones, cada uno diferente, cada uno engalanado con representaciones irrepetibles. Danzan de forma frenética, radiantes, arrogantes, desafiándome, desafiando al pequeño que les mira desnudo, y tan fascinado como aterrorizado… El sueño se apagó ahí, en esos desvaríos. Ya no recuerdo más. Llegado a ese punto, arrullado por el ronronear de los motores del avión, debí perderme, por fin y definitivamente, en los tenebrosos abismos de un verdadero letargo.