REGRESO DE CLERMONT
(SINRAZONES PARA SEGUIR AMANDO)

Trepando por el viento se cruzó con el otoño. Él se acercaba lentamente mientras ella se alejaba de Clermont-Ferrand. Con la pereza con que se suele despedir el verano, pero impaciente por encontrarse con Luis. Intranquila, inquieta dentro de su cuerpo y en la butaca del avión. Había pasado ya más de un mes sin verle. Allí con sus padres, alejada del ruido, de la confusión, fundida en su ternura, el tiempo y la nostalgia cobraban para ella otra dimensión. Pero nada más despegar le asaltó la impaciencia por llegar a su lado. Durante aquel tiempo que pasaron separados, había estado constantemente yendo y viniendo a París, ocupada en los pormenores de sus nuevos quehaceres allí. Por el ventanal de su despacho en la rue Courcelles se veía a lo lejos la Torre Eiffel. Metida en faena y mirando por ella, había conseguido olvidar las preocupaciones, aplacar sus tempestuosos pensamientos. También aparcar por un tiempo los malos augurios de Luis, su pesimismo, esa agobiante forma de ver las cosas que, últimamente, mostraba sin ningún pudor…

No había vuelto a verle desde que lo dejara atrás en el aeropuerto de Port Louis, a finales de agosto. Desde ese día, durante todo ese tiempo, Luis no respondió a una sola de sus insistentes llamadas, ni a uno solo de los mensajes que dejó en la recepción del hotel. Los empleados que atendían las llamadas aseguraban que mister Vaissé salía al alba y solía regresar a su habitación muy tarde, después de anochecer. Luego, una mañana, le informaron de que partió de forma precipitada.

¿Hacia dónde? Pronto lo sabría.

Le añoraba. Le había añorado cada día de septiembre. Íntimamente. Alejarse de él no aplacó en nada su ansiedad. Todo lo contrario. Acrecentó su nostalgia de amar y ser amada. De ser amada de verdad, por él, como antes. Como un día. A pesar del hastío y la confusión que acechaban a aquel amor, hubiera querido tenerle a su lado cada instante, compartiendo la belleza de aquellos bosques, la paz de la casa de su infancia. ¡Cuánto le echaba de menos! Qué desatino todo, qué tempestad de pensamientos contradictorios.

Una noche Luis la llamó desde Londres. Fue la última vez. ¡Qué sorpresa! Pero su voz sonaba incómoda, cansada, muy abatida. Había hecho escala allí en su anticipado regreso desde Mauricio, le contó, y poco más consiguió sacarle. A él no le gustaba hablar por teléfono. Como de costumbre, no dio muchas más explicaciones. No lo reconocía en la parquedad de sus palabras. Justo antes de despedirse, Luis le confesó que su padre estaba muy enfermo, que se moría, pero que ya hablarían, le dijo. Fue una conversación seca, breve y chocante. A Nadia le pareció hablar con un extraño al que sin embargo conocía perfectamente. No se atrevió, ni le apeteció entonces insistir más, preguntar más. Tampoco llamar a la madre de Luis, indagar. La comunicación con Amanda jamás había sido muy fluida, ni tampoco sabía qué decir, cómo comportarse o qué llorar ante ese tipo de desgracias. Ni siquiera podía imaginarlas cercanas, era incapaz de pensar en ello. Le aterrorizaban las paralizantes ideas de la enfermedad y de la muerte, de la desgracia acechando a sus personas más queridas. Creía conocer bien a Luis. Para él sería diferente, sabría afrontarlo. Era duro y estaba habituado a verla y sentirla cerca, pensó.

Los últimos días que pasó con Luis en el edén de Mauricio, transcurrieron en una chocante mezcla de ternura, culpa y compasión. Al menos por su parte. Entre la impaciencia por largarse de allí cuanto antes y la maravillosa idea de poder pasar allí, al lado de Luis, el resto de los días de su vida. Ante la certeza de amarle, se imponía muchas veces la evidencia de estar harta de amar y ser amada de ese modo. Tan dulcemente constreñida, delimitada, consumida. Es terrible languidecer en una de esas crisis de desamor frente a la persona que aún quieres con toda el alma, frente a alguien tan tierno y entregado como Luis. Tan enamorado. Insistió tanto en que le acompañara en aquel viaje que no pudo negarse. A ella no le gustaba entrometerse en su trabajo, intentar mezclar compromiso y placer, distraerle de sus ocupaciones. Pocas veces lo había hecho. Pero él le suplicó como quien está ante la última oportunidad, como si aquellos fueran los últimos días antes del fin del mundo. Nadia pensó que, tal vez, de la experiencia su amor saliera repuesto o roto de forma irreparable, su relación reforzada o definitivamente deshecha.

Los primeros días, Luis tuvo que dedicarse más a sus objetivos, a sus modelos y a sus escenarios, que a Nadia. Pero trabajaba duro, condensaba tres jornadas de trabajo en una para luego poder dedicarle dos a ella. Nadia fue toda languidez aquellos días. Cuando estaba con él, se quedaba ensimismada mirando el mar, perdida en sus pensamientos, totalmente ajena a sus palabras mientras él hablaba y hablaba intentando reconquistarla, convencerla, tal vez, de hasta qué punto era extraordinario y bello aquel amor. En la paradisíaca Mauricio fue consciente de lo frágil que era ya aquella unión, aunque él pareciera o fingiera no darse cuenta. A la vez, crecía en ella la evidencia de que era impensable una ruptura. Le necesitaba y necesitaba estar lejos de él casi con la misma intensidad. Hubo momentos en los que se sintió hastiada, angustiada, terriblemente confundida. También hubo otros en los que cayó rendida a sus encantos y sus encantamientos. Profundamente embelesada, seducida, enamorada. Probablemente ocurrió en uno de esos instantes de apasionada y deliciosa enajenación. De improviso, mientras hacían el amor, en el instante del orgasmo, Nadia se sintió especialmente alada, repleta. Embargada por una emoción vehemente y nueva, completamente inédita, muy anhelada.

De entre todos, se cumplió en ella el sueño más soñado.

Hacía ya seis semanas que en su interior crecía lentamente un pequeño rey, o una reinecita, su altecita la reina. Luis aún no lo sabía. Debió suceder en aquel amoroso crepúsculo. Notó cómo su esencia atardecía bajando de su vientre a sus entrañas, abrasándola tiernamente. Luego, en Clermont, el resultado del test de embarazo sólo confirmó lo que ella ya había sentido tan nítido en aquel instante del nirvana. Estaba preñada de él. Por fin podría saciar su renovada sed de inocencia, de una infancia nueva, sólo suya, plena y radiante. Nada le parecía más romántico que la maternidad.

Como si de repente el destino se desperezara, rompiendo las nubes, aclarando días e ideas, soleándolo todo, dejando atrás cualquier extravío, todo el desvarío. Así se sintió. Como cuando despiertas de un sueño lleno de malos sueños habiendo encontrado soluciones para todo. De repente la vida deja de pesar y el tiempo parece sacudirse el polvo del pesimismo, de los pésimos días transcurridos. Como quien escapa de la pesadilla. La certeza de saberse y sentirse madre le hizo tomar conciencia del cielo y del infierno. Sintió pereza y miedo, impaciencia y alegría, euforia y placidez. De improviso, todo empezaba a ir bien, mejor que bien, al menos para ella. Estaba deseando contárselo, compartir con Luis tanta buena nueva, tanta renovada ilusión. Había dejado solucionado y cerrado un nuevo y magnífico empleo en París. Algo estimulante, y aún más cuando por aceptarlo y ejercerlo vas a cobrar una cantidad indecente. Lo firmado en el contrato desbordó todas sus expectativas. Cualquier ambición quedaba satisfecha. Era el trabajo de sus sueños, pensaba una y otra vez, era ya suyo, y además, por fin tendrían dinero. Dinero de verdad, para vivir tranquilos, para dejar atrás todas las deudas, los malditos créditos, la asfixiante hipoteca, la mediocridad, la escasez. Podrían mantener la casa de Madrid y vivir en París sin problema. Su nueva empresa le proporcionaba incluso alojamiento, un apartamento precioso, enorme y luminoso en la rue de Rivoli.

Luis podría dejar de trabajar, al menos del modo en que lo hacía, pensaba. Ya no tendría que estar al servicio de nadie, de ninguna agencia, podría montar su propio estudio. Hacer lo que quisiera. O dedicarse por entero a cuidar de la niña o el niño que esperaba. Tal vez trabajar con ella en la revista. Era un magnífico fotógrafo, y no sería difícil conseguirle ocupación. Ser directora de Elle en Francia podía abrirle muchas puertas, proporcionarle muy buenos contactos.

Sus padres estaban felices con el embarazo, con que la «niña» hubiera regresado a casa bien preñada. De la noche a la mañana todo había cambiado para ella, y cambiaría para ellos. Estaba segura. Se sentía optimista y capaz, llena de energía, tocada por el poder de la persuasión. Le convencería, sin duda. Le esperaría en París y se amarían aún más en esa espera. La preocupación por Luis difuminó sus pensamientos, enturbiándolos. De tanto en tanto, ese desvelo lo ensombrecía todo. No podía dejar de pensar en él. Deseaba abrazarle, acariciarle dulcemente, tranquilizarle, darle pronto tantas y tan buenas nuevas. Empezar de nuevo. Hacía más de un año que todo se venía torciendo con Luis. Estaba más que harta de España, de Madrid, de su trabajo, del de Luis. De que pasara la vida viajando de acá para allá, de pasar tanto tiempo sin él, de que aquello les fuera separando de forma irremisible. Y ya no podía soportar a Carolina, la ex de Luis. La que no dejaba de intentar hacerles la vida imposible. La que tantas veces lo conseguía. Martirizando a Luis con las más absurdas exigencias, impidiéndole ver a su hijo, obligándole a ser sumiso, chantajeándole. Y Luis permitiéndolo, agachando la cabeza, cediendo terreno a cambio de unas horas con un hijo que posiblemente ni siquiera fuera suyo. Carolina siempre había sido una zorra. Aquello sacaba de ella a la peor Nadia. Pero no deseaba volver a pensar en todo eso.

Ahora, por fin, tendrían la oportunidad de poner tierra y agua de por medio. Y escapar de los tentáculos del rencor de Carolina. Adrián podría ir y venir en avión tantas veces como quisiera. Le vendría muy bien viajar, pasar los fines de semana en París con ellos, alguna temporada lejos de su madre y de su país.

El último año fue complicado. Lo pasaron arrastrando pesados reproches sobre el fango de una crisis brutal. Larga y muy pesada, de la que, a veces, sólo ella se sentía responsable. Aunque eso no fuera así. Había pasado los últimos meses martirizada por el hastío y las incógnitas, por la culpa y la confusión.

Sufriendo y gozando, como pocas veces. Su entrecortada «no relación» con Luis le había conducido a un estado de rarísima enajenación. Flotaba entre lo que no deseaba ser y lo que era, entre lo que nunca había sido y lo que jamás hubiera querido ser. Perdida y sin muchas posibilidades de encontrarse. De que él la encontrara.

Todo sucedía en una interminable sucesión de emociones, de pensamientos. Aquello desembocó en una orilla lejana y solitaria, completamente ajena a Luis. Y allí, en esa orilla, Nadia encontró una Nadia que no conocía. Sorprendente, llena de aristas, capaz de desmenuzar todas las convicciones, de olvidar cualquier convencimiento. Cuanto había pensado toda una vida quedó en suspenso. No siempre somos quienes creemos o deseamos ser. Pero de improviso, la vida puede ser tan veloz como triste, o tan lenta como terriblemente dichosa. Los amantes a veces extrañan en otro amante, sin apenas darse cuenta. Y así le sucedió. Conoció a Piero. El único ser, el único hombre con el que se topó paseando por acantilados que sólo ella creía conocer. Seguramente una insensatez, pero no encontró el modo de evitarlo. Todo quedó oculto para Luis, al que para su desgracia, en ningún momento dejó de amar. Ni un solo instante, a pesar de todo.

Piero caminó un tiempo a su lado por los rarísimos paisajes de su embeleso. Lugares y situaciones completamente ajenos a este mundo. Todo parecía irreal, aunque no lo fuera. Al principio ni siquiera llegó a sentirse demasiado culpable, o no encontró el momento de hacerlo. Era sólo como fantasear, como poder deleitarse en bellísimas alucinaciones. Pecar y gozar sin hacer daño a nadie. Tímida e inocente, llena de erotismo, de vida, ilusionada y bellísima. Soñando y viviendo sueños que alguien sueña y vive, pero que en absoluto te pertenecen. Pensando pensamientos que alguien piensa, extraños por completo a su vida, a su voluntad, a todo lo acostumbrado para ella. Mientras, imaginaba a Luis a salvo, ajeno a la aventura, aparcado, esperando en lo más cotidiano. «Lo cotidiano es la muerte del amor…», le había repetido Luis tantas veces, mientras luchaba por evitarlo. Qué tristeza. Cuando salía de viaje solía decirle: «alégrate, esto rompe lo cotidiano, nos mantendrá vivos y a salvo… a mi regreso nos amaremos más y mejor…».

Tal vez no le faltara razón. Pero sus ausencias fueron haciéndose demasiado densas y frecuentes, demasiado «cotidianas». Fue a finales de enero de 1995. Iba a hacer siete años que se conocían. Y en muchos aspectos, durante ese tiempo, la existencia de Nadia había dependido por entero de su relación con Luis, de Luis. Nada ni nadie se había interpuesto entre ellos. Así fue hasta que conoció a Piero. Tal vez sólo por eso, por estar metidos hasta el cuello en la maldita crisis de los siete años. Aquel pensamiento le pareció un titular para un artículo de la revista. Era apenas nada pero todo cabía en esa nada. Y ese vacío la ahogaba. Las ventanas de su amor habían quedado cubiertas de polvo de Luna, empañadas por una escarcha fina, desafortunada. Luis partió una vez más, sin temer a la muerte.

Esa vez rumbo a Kobe, en Japón. Allí tuvo que fotografiar una vez más los infinitos rostros de la muerte. Todo el horror que dejó tras de sí un espeluznante terremoto. El temblor demolió buena parte de la ciudad y aplastó las vidas de miles de personas. Más de seis mil. Estaría allí por tiempo indefinido, un par de semanas como poco. Viajó hasta el país del sol en busca de la muerte, impaciente por llegar, con pasión, tal vez con compasión, inquieto por pisar y observar el territorio del espanto. Y como de costumbre, se fue sin mirar atrás, sin importarle mucho o nada lo que los demás pudieran sentir tras su partida. Dos días después, Nadia salió para Italia. Con profunda desgana debía asistir a un seminario de Derecho Económico en la Universidad de Milán, a cuenta de la empresa para la que trabajaba. No le vendría mal la distancia y la experiencia, sobre todo por no estar y esperar sola, una vez más.

Piero Pissetta era profesor allí. La casualidad le llevó a sustituir a un compañero para impartir clases de ese curso. Y la fatalidad le condujo a conocer a Nadia. Nada más verla quedó prendado y no paró hasta prendarla a ella. Para ello desplegó toda la maestría italiana del buen seductor. Era un hombre joven y hermoso, rubio y fornido, bien educado, divertido, apasionado, culto, elegante, delicado. Una absoluta tentación. Poseía todos los atributos necesarios para derretir la sensatez de cualquier mujer.

La primera vez que se vieron fue en la escalinata de acceso a la Facultad de Ciencias Económicas y Estadísticas, en la via della Festa del Perdono. Ella estaba sentada en uno de los escalones más altos y él no dejó de mirarla un sólo instante mientras subía todos los demás. Se acercó a ella con decisión y le preguntó aquello tan recurrente de: «Ci conosciamo?». No, no se conocían, no se habían visto en la vida. Ella era una francesa que vivía en España y él un milanés al que no le gustaba viajar en avión y que apenas había salido de Italia. Pero «peccato non conoscerti!», le respondió ella con ingenuo descaro. No, pero qué pena no conocerte, eso le soltó. Nada más cruzar sus miradas y aquellas palabras en italiano, Nadia supo que caería en sus brazos, en cualquiera de sus trampas, que él lo conseguiría, y que no habría indulgencia suficiente para ella. Nada más conocerle cedió al flirteo como una adolescente coqueta y despreocupada. Se zambulló en el afán de conquistar y ser conquistada, con ardor, sin esfuerzo, sin ofrecer la menor resistencia, sin dejar demasiado espacio a los remordimientos. Así pasaron juntos cerca de un mes, en las aulas y fuera de ellas. Fue mucho más que acostarse juntos cada tarde, cada noche. Fue algo peor que eso. Se fundieron absolutamente. Afanosos como nunca, desnudaron sus corazones, se despojaron de todo y se enamoraron perdida e inevitablemente. Pasaban las horas abrazados, cumpliéndose, derrochándose, como si el fin del mundo estuviera ya próximo, como si el tiempo y la realidad no existieran. A pesar de tanta pasión, de tan ardientes deseos, no conseguían culminar su «amor» en el sexo. Como si una extraña maldición o un tenebroso conjuro lo impidieran. Ella no soportaba la idea de que él llegara a penetrarla. Jugaban entusiasmados o inertes hasta el éxtasis, durante horas, pero sin llegar al final previsto y acariciado. Se masturbaban uno al otro, rozándose, carcomiéndose, relamiéndose. Se devoraban una y otra vez excitando aún más sus impenetrables apetitos, alentando el ansia de llegar a la verdadera posesión. Qué raro fue y qué placentero, qué febril, qué sensual. En medio de toda aquella voluptuosidad, el recuerdo de Luis, como una indolente presencia, frenaba a Nadia sin refrenarla. Tal vez fueran los espíritus de los miles de cadáveres que le rodeaban en Kobe, o los peligros que seguro estaría corriendo, toda la incertidumbre por su suerte, el amor que aún le guardaba. Todo retenía de algún modo su erotismo, subyugaba en parte la lujuria, incomodaba sus ardientes entrañas, cohibía su incontenible deseo. Una situación absurda que, seguramente, sólo una mujer pueda compartir, comprender y experimentar. Para Piero llegó a convertirse en un juego tan inquietante como agotador, excesivamente frustrante. Un retozo que lejos de consumarse le consumía. Su hombría de algún modo quedaba una y otra vez insatisfecha. A punto estuvo de violarla en más de una ocasión, de joderla sin más miramientos, de metérsela hasta atravesarle el alma. Pero no lo hizo. Respetó la incomprensible y delirante contrición de aquella hembra divina que, además, le volvía loco en la cama, todas sus injustificadas contradicciones. Conformarse valía todo aquel placer.

Así transcurrieron los veintitrés días que duró el curso. Así hasta la primera despedida. No le confesó a Piero su inesperada inquietud, pero Nadia decidió regresar cuanto antes a la sensatez, a su hogar. Deseó apartar todo aquello de su verdadera vida. Pero no pudo, no era tan fácil. Regresó a casa, con Luis, pero tiempo después, volvió a caer en las redes de Piero. Siguieron viéndose. Muy de tarde en tarde, pero, así, de tarde en tarde, llegaron a follar, a follar de verdad, como verdaderos posesos. En algún momento llegó a sentirse despreciable por lo que hacía, pero de una forma tan insustancial que no bastaba para evitarlo. Cuando tocaba distancia, en la distancia se escribían. Sobre todo lo hacía él. Y de vez en cuando, muy de vez en cuando, se llamaban. Así fue todo. Nadia jamás se había planteado tener un «amante», pero en eso se convirtió Piero. Con el tiempo la diversión se fue tornando agonía, incomodidad, molestia más que goce. Habían planeado pasar juntos unas semanas, en agosto. Después, pondría fin a todo aquello. Al menos lo intentaría con más fuerza, como si se tratara de dejar de fumar. Diría a Luis que se marchaba un par de semanas con su amiga Cármin. Una vez al año siempre viajaban juntas, aunque sólo fuera durante unos días. Todo sería muy verosímil. Perdida en las contradicciones, Nadia planeaba ya encontrarse con Piero en Italia. Para alisar el terreno a la farsa, iba a comentárselo a Luis, así como si tal cosa, cuando él le propuso que le acompañara a Isla Mauricio. Se quedó totalmente pasmada, sin saber qué decir. Dudó un instante, y a pesar del chasco, de sus infieles planes fallidos, fingió estar encantada con la idea. Luis tenía prioridad. No encontró el modo de lanzarse a la mentira y decirle que no. Y por fortuna o por desgracia no lo hizo. Iría con él, ¡claro!

E hizo bien. Allí, en el paraíso, Nadia reencontró por fin al Luis que más amaba. Lo mejor de él, que era tanto. Y quiso, por encima de todo, reencontrarse con ella misma. Pero el recuerdo del bello Piero seguía corriendo por sus venas, embrollándola. ¿Por dónde pasar? ¿Cómo escapar de uno o de otro? ¿Qué hacer? ¿Cómo vivir así? Ésa no era vida. Todo eran verdades a medias, mentiras enteras, preguntas para las que no había respuestas coherentes. Hubo instantes en los que se sintió sucia, despreciable, abominable por soñar y pensar en Piero mientras dormía o follaba con Luis. Resolvió alejarse del abismo, no volver a saltar. Abandonar definitivamente ese otro universo que había colmado de estrellas, hechas con el serrín de la verdad deshecha. Había comenzado a abandonar la monotonía de su vida, de su verdadera vida, por la absurda reincidencia en un amante absurdo que terminaría siendo también monótono. Se repetía aquello una y otra vez intentando persuadirse, a veces con escaso convencimiento. Al fin lo consiguió y dejó de desconocerse. Su voz interior habló con claridad. Su mente regresó a lo que todos considerarían cordura. Pondría fin a Piero y Luis jamás llegaría a saber nada de aquello. Jamás lo haría, jamás se lo diría. ¿Para qué? Iba a terminar, definitivamente. Llamó a Piero y le pidió que la esperara en Charles De Gaulle a su regreso de Mauricio a París. Nada más. Piero se comería su miedo a volar por verla una vez más: estaba tan enamorado. Cuando llegó el momento de dejar atrás el reinicio de Luis para ir al encuentro del final de Piero, su alma quedó rasgada. Pasó buena parte de las once horas del vuelo nocturno de regreso llorando.

Piero esperaba ansioso al otro lado de la puerta de llegadas, sonriente y saludando con la mano. Se encontraron, se besaron, se abrazaron, con los ánimos enfrentados. Ella agotada tras el insomnio y el largo viaje, con insuficiente coraje, penosa, recién embarazada. Él impaciente, lleno de ternura, ansioso por tomarla en sus brazos, por estar entre sus piernas. Su sonrisa bajó pronto las alas, supo casi de inmediato que algo grave sucedía. Caminaron de la cintura y en silencio por la terminal. Se sentaron en un bar. Pidieron dos cafés y un par de croissants. Antes de darle tiempo a hablar, antes de que pudiera cautivarla de algún modo, clavó su mirada en él y le dijo que aquello había terminado. Fue directa, estricta, tajante. Nunca más volverían a verse, ni a escribirse, ni hablar siquiera. Jamás, jamás, jamás, jamás… repitió jamás muchas veces y en voz baja, sin parpadear, sin mover apenas los labios, suplicándole contrita que entendiera. Él la observaba en silencio, aún más compungido, con tanta y tan cándida incredulidad en los ojos que su mirada dolía. Piero escuchó atentamente y supo que Nadia hablaba muy en serio. Apenas dijo una palabra. Ella, observando el rostro lloroso y bellísimo de Piero, se preguntó si aquellas facciones, aquellos ojos, los había visto antes, alguna vez, en un cuadro, en las páginas de un libro o una revista, en alguna película. Si alguna vez, aquel hombre, fue real y suyo. Ya no lo sabía. En ese momento, Piero le pareció sólo el personaje de un romance de poca monta, un ser ficticio por completo con el que había paseado por la angosta orilla de un mar privado. Ya no dudaba, era lo que debía hacer. Allí terminaba la historia de Piero, en un pequeño y atestado café del aeropuerto. La poderosa marea de Luis, como un tsunami, había arrasado las inciertas costas de su fantasía. Fue categórica, rotunda, impasible. Probablemente, Piero vagaría un tiempo añorándola, o tal vez no. No sería mucho en cualquier caso, eso esperaba. Era una buena persona, un hombre adorable. No merecía nada de eso. Lo sintió por él, por Luis, por ella, por todo. Sintió haber puesto en marcha las maquinaciones de la mentira y haber manejado los engaños con tanta astucia. Sintió tan innecesaria y agotadora tarea, para haber llegado hasta ahí, hasta la tristeza y el dolor. A pesar de ello, tras aquella decisión, tras la ejecución de Piero, experimentó un gran alivio, una victoria en la derrota. Se despidieron sin grandes aspavientos. Besó los labios de aquel hombre con dulzura, levemente, por última vez. Luego dio media vuelta y se alejó de él tirando de su maleta de colores con ruedas. Se esfumó. Nada más, nada idílico. Dolía pero no miró atrás. Y a cada paso se sintió más aliviada, más ligera, renovada, más cerca de Luis. Regresaba a su amor y juntos esperarían el milagro que ya se forjaba en sus entrañas. Aunque llegó a dudarlo, concluyó que el pequeño no podía ser de Piero, no coincidían las fechas. Sólo Luis podía ser el padre de esa enorme esperanza. Debió engendrarse en la isla, en el Paraíso Perdido. Llegó a sentirlo. Luis convertido en Adán, y ella en Eva. El diminuto embrión ya era mucho más que un símbolo, mucho más que un ser humano, mucho más que todo lo efímero y lo eterno que ella conocía.

No quedó apenas nada de Piero. Se fue de ella como vino, de improviso, de vacío. Y su sombra quedó en las tinieblas de un enredo del que escapar a tiempo. No fue una frivolidad, tal vez todo formara parte de la mala inercia humana, pensó, o de los antiguos códigos de la tribu. Piero sería siempre una confidencia incompartible, un inmenso secreto que guardar en el fondo del abismo de lo que sentimos alguna vez. Jamás debería llegar a convertirse en el inmenso error que habría podido ser. Sentía pánico ante la idea de tener que acarrear con las consecuencias. Se ama y se pierde, nada más y nada menos. Unos más, otros menos. Perdemos y amamos. Y por nada del mundo quería ella perder. La posibilidad de que Luis llegara a enterarse… seguía atormentándola. Tal vez amó a Piero, pero nunca podría compararse aquel extraño amor con el que le inspiraba Luis, tan inmenso. En medio de aquel tremendo lío, descubrió que él era esa parte de ella que siempre echaba en falta. No podía siquiera intentar suponer qué habría sucedido si hubiera sabido… Si supiera… ¿Cuánto habrían perdido? ¿Cuánto habría perdido ella? ¿De qué habría servido tanta pérdida? Qué innecesario resultaría todo. Qué ganas de borrar lo sucedido durante esos meses, de quemar las pocas páginas de ese libro que dejó a medias. Tenía la impresión de no ser la protagonista de esa pésima trama, que tal vez se lo contó un día su hermana o una buena amiga. Maldijo las torturas que impone a veces el destino, el haber caído como una idiota en sus ardides, terminar tan enmarañada, tan confundida, tan dominada por la incertidumbre.

No guardaría de ello un placer que añorar extasiada, ni un pesar que recordar con especial tristeza. Simplemente sucedió. Le sucedió a otra Nadia, la que nadie conocía, ni ella misma. Ésa con la que no querría volverse a encontrar. Le partiría el alma que Luis pudiera sentir o haber sentido dolor o pena por ello. Que un episodio tan trivial hubiera podido separarles. El viento de un miedo irracional siguió hinchando el globo de su aprensión. Pavor a que algo ya inexistente pudiera interponerse entre ellos, alejarlos, romperlos. Debía tachar todo, cancelar cualquier pista, cualquier resquicio. Las cartas de Piero mal guardadas en la cocina pasaron por su frente congelándola. Debía llegar cuanto antes y destruirlas. Llegar cuanto antes, quemar las cartas, encontrarse con Luis, besarle, abrazarle, tranquilizarle. Acurrucarse en sus brazos y llorar en silencio. Susurrarle al oído todo está bien, mejor que bien. Decirle por fin que pronto serían tres. Que le amaba como nunca le había amado, como nunca amó. Que sentía más, que estaba más viva, más serena, mejorada. Regresar cuanto antes al reino de su amor, y hacer de él un territorio verdaderamente inexpugnable. Vivir a su lado todo el tiempo que quedara por vivir…

Aterrizó en Madrid desesperada por llegar a casa. A pesar de la hora, por una vez, el tráfico pareció no ponerse de parte de la impaciencia y sí de ella. No tardó mucho en llegar. Al entrar en la casa un silencio sepulcral le dio la bienvenida. De allí dentro salió un hálito de aire denso, garzo y oscuro que la atravesó. Como si al abrir, al empujar la puerta, hubiera removido todo el vacío y éste le hubiera traspasado el pecho. Sintió un profundo estremecimiento, como si sus pasos avanzaran hacia una inminente destrucción, hacia un cataclismo de dimensiones insospechadas. Recorrió su espalda el escalofrío de la más honda indefensión. Entre la tenue luz que dejaban entrar las persianas, como un espectro, pudo ver a la muerte encrespada como un gato negro, recorriendo la estancia de esquina a esquina, deslizándose por las paredes, intentando esconderse sin conseguirlo. Luego desapareció siniestra y risueña, escurridiza, burlona. En el ambiente se respiraba el tufo de una dolorosa angustia, el miedo que provoca tener que mirar la realidad frente a frente y no poder apartar la vista. Aquélla no era su casa, la casa que dejó, alegre y hogareña, radiante. En el lapso de una ausencia se había transformado en una cueva húmeda y fría, en una catacumba sin fondo que apestaba a humo, a tabaco, a sudor, a daño, a partida. Se sintió derrotada. Cerró la puerta, apoyó la espalda en ella y se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo. Allí lloró como cuando era una niña, completamente desamparada, sobrecogida. La maestra vida le iba a pedir cuentas, lo intuía, iba a sacarla a la pizarra y no tenía hechos los deberes. Había llegado sólo dispuesta a la alegría, no estaba preparada para contemplar ruinas, las más tristes ruinas que se puedan imaginar. Suplicó a Dios su compasión, sintiéndose a su merced, como una llama al viento, como una pavesa. Al presentir la derrota, le afectó una extraña fiebre. Recorrió la penumbra del largo pasillo hasta el dormitorio y se metió en la cama vestida y tiritando. Le dolió acostarse, respirar su aroma aún impregnado en la almohada, sentir que la nube de plumas del edredón aplastaba su cuerpo. Cayó sobre él todo el cansancio, todo el peso del recuerdo estancado en el alma y en la memoria, todo lo que en ese instante había dejado de ser suyo. Quiso ser otra. Poder regresar. Volver atrás, hasta aquel caluroso atardecer en Port Louis, poco más de un mes atrás. Deseó que la noche llegara cuanto antes, ocultar su desasosiego en ella, que se hiciera eterna su oscuridad y eterno su sueño. No tener que levantarse nunca más, no volver a despertar. Que el tiempo pasara, borrara y olvidara, sollozó a su Dios.

Perdóname Señor, rogó una y otra vez en susurros, gimoteando hasta quedar mal dormida, recogida en su dolor y en un soñar mortecino. La luna y el sol giraron por sus trémulos sueños destrozando estrellas. Ya había anochecido cuando despertó. Aterida, débil, con un terrible vacío en el estómago, por completo inapetente. Encendió todas las luces de la casa, puso en marcha la caldera y subió el termostato a treinta grados. Necesitaba calor con urgencia. Se sirvió un Orfidal, un vaso de leche y unas galletas que mojó y tragó con desgana. La muerte, como un sapo enorme, acechaba en algún lugar de la casa, agazapada, esperándola. Todo estaba ordenado y limpio. Todo normal en apariencia. Nada parecía poder justificar tan brutal y creciente aprensión. Lo único insólito en aquel decorado tan sabido eran unas cuantas cajas amontonadas en el salón. En ellas Luis había echado algunas cosas, algunos libros, algo de ropa revuelta. Un sinsentido. Se notaba que las había llenado de forma muy precipitada, movido por algún íntimo arrebato. Mirando en su interior pensó en las cartas de Piero. Saltó como un resorte y corrió por ellas hasta la cocina, pero ya no estaban donde recordaba haberlas dejado. Empezó a entender.

El orden y la limpieza no eran obra de Luis. Juana debía haber estado en la casa hacía poco, muy poco. Pensó en llamarla. Al llegar junto al teléfono encontró una escueta nota de Juana y, dentro de un sobre cerrado, una larga carta de Luis. De nuevo sintió escalofríos…

Levantó el auricular, pero el teléfono no daba señal. Siguió el cable hasta la clavija. Estaba desconectado de la línea. Mantuvo largo rato la carta entre las manos antes de atreverse a abrirla. Pensó de nuevo en las otras malditas cartas, ¿dónde podrían estar?, ¿dónde las habría metido? Manoseó el sobre con cautela, se lo acercó a los labios y a la nariz, lo olisqueó aspirando lenta y profundamente. «Para Nadia», sólo eso había escrito. Hasta el trazo de su nombre le pareció espeluznante. Entre las minuciosas y pulcras letras de Luis, tan bellas, tan familiares para ella, entrevió un tic insólito, algo sobrecogedor… Tardó aún un rato en decidirse a rasgar el sobre y entrar en su interior.

Viernes. Octubre de 1996

Mi dulce Nadia:

Me voy y esta vez no puedo llevarte conmigo. Hay viajes que uno debe hacer solo porque no están claros ni el destino ni la distancia a recorrer… Papá se muere, ya es inevitable. No le queda mucho tiempo. Menos del que yo imaginaba, tal vez sólo unos meses. No lo sé, los médicos tampoco. A pesar de todo, no puedo decir que esté mal. De momento no.

Ese viaje con él, ese con el que tantas veces fantaseé y te hablé, ya no puede esperar. Imagino lo que estarás pensando. A estas alturas es una locura, lo sé. Para cualquiera lo sería. En cierto modo también para mí, pero ya está todo en marcha, todo cerrado. Mañana a las diez salimos hacia Amsterdam, y desde allí, un par de horas después, volaremos a Kinshasa, en el Congo. Pasaremos unas semanas en lo que quede de su amada Leopoldville. Suena bien, ¿o no?

Me lo llevaré a rastras si es preciso. Siento haber esquilmado la cuenta, pero no puedo pararme ahora a pensar en ello, detenerme en las malaventuras del puto dinero. Será restituido muy pronto, créeme. No temas por eso. Las primas de los seguros de vida de papá repondrán todo lo malgastado. Tómalo como un anticipo. Quiero que vea aquello por última vez, incluso no me importaría que muriera allí. Sería un buen lugar. ¡Qué más da! Haré una pira con su cuerpo y dejaré que el gran río Congo arrastre sus cenizas y las lleve hasta el océano.

Veremos en qué acaba todo esto. Qué gran lío, y qué raro es siquiera considerarlo, ¿verdad? Nadie lo sabe, excepto mi madre. Y no sabe todo. Tampoco mis hermanos. No he querido decírselo, ni siquiera a Daniel. Si no se queda en el camino, espero estar de vuelta en un mes, más o menos. En cualquier caso, no creo que, dadas las circunstancias, el viaje se prolongue demasiado.

Siento no haber sabido… no haber podido… Lo siento todo. Créeme. Quisiera decirte tantas cosas… Sé mucho más de lo que te figuras, pero a pesar de todo… el amor y el deseo me ahogan, aún me ahogan. ¿Por qué tuvimos que separarnos? Ojalá me hubiera atrevido a seguirte hasta Clermont, hasta París. Ojalá no me hubiera apartado de ti un solo instante. Pero las cosas son como son, ¿no?

La vida muy pronto cambiará para los dos. Es necesario. Lo intuyo. Lo sé. Yo ya no necesitaré nada y tú lo tendrás todo, todo menos mi angustia y mis torpezas. Mis sentimientos ahora son demasiado confusos, contradictorios. Te amo, te condeno, te añoro, te detesto, te bendigo y te maldigo, todo a un tiempo… ¡Qué puta sensación!

Busco soñarte enamorado, pero por desgracia, desde hace unos días, apareces en todas mis pesadillas. La última fue anoche, una mala noche. Pero hoy me he levantado algo mejor. Distinto, aun siendo el mismo. Para domar a la nostalgia me he puesto a escribirte esta absurda carta. No servirá de mucho. Aún no sé si consentiré que leas esto, esta patochada. Aún no sé si la dejaré en alguna parte para que la encuentres o si la romperé en mil pedazos. Desde nuestra despedida no había vuelto a escribirte o decirte una palabra. Sólo esa antipática llamada desde Londres. No supe hacerlo mejor, ni contestar a tus llamadas. Lo siento, créeme, pero me sentía incapaz de enfrentarte, de enfrentarme a mí mismo, de enfrentarnos, para bien o para mal. El maldito resentimiento me lo impedía. Hemos conquistado una situación insostenible, ¿lo sabes? Una realidad que niega cualquier posibilidad de amarnos. ¡Claro que lo sabes!

Sobre la mesa, frente a mí, tengo tus fotos y una vela encendida.

Pienso que así es el amor, como esta desdichada candelilla, y que el nuestro no es muy distinto, por mucho que nos empeñáramos en creer lo contrario. Nada es eterno en él. Cuando prendemos la mecha ya lo sabemos, o lo deberíamos saber. La cera terminará consumiéndose en su lento y efusivo ardor, en su ardoroso atrevimiento, de forma inevitable. Y cuando menos se espera nos deja a oscuras, fríos, impotentes. La que tengo aquí, tal vez no alumbre ya lo suficiente para escribir a su luz otras cien palabras. ¿Qué hacer entonces? ¿Buscar? ¿Sin más remedio? Aparecerá otra candela en el cajón más inesperado, claro, y encenderemos de nuevo la cuerda encerada, posiblemente como si fuera la primera vez que lo hacemos. Eso es amar. Nada más. Ir de corazón en corazón dando bandazos, entusiastas respingos, prendiendo ilusiones, nuevos destinos, sabiendo, sin querer saber, que todo ese monótono frenesí está abocado al fracaso. Buscar para encontrar lo mismo, una y otra vez, la misma progresión, el mismo desenlace. Y al parecer no queda otra, hay que aceptar su efímera existencia y gozar del resplandor mientras la cera se consume en el cerote. En nada me reconforta haber llegado a esta tajante conclusión.

Hay quien es feliz sin amar. Así quisiera ser yo. Pero ¿cómo?, después de haber probado tantos y tan exquisitos afectos a tu lado… El que tú y yo teníamos, esa pasión dichosa era algo inaudito. Ahora un lento desamor llueve sobre nosotros, gotea por nuestras almas y se cuela por sus mal cerradas ventanas. También, creo, está empapando estas letras. La punta de la pluma va y viene sobre el papel con la violencia de las olas de un mar embravecido. Me encrespa tener que despedirme de ti, antes de tiempo. Me convulsiona esta puta vida. Todo ese dolor que parece siempre ansioso por anularme, por tenerme. Estoy harto de andar esquivándolo, de sentir en mi nuca su olfatear, su fétido resuello.

Por eso, entre otras muchas cosas, me voy.

Hace ya demasiado, lo sabes bien, que la zozobra me persigue, que la paz no me encuentra, que no sé dónde encontrar el más mínimo sosiego. No tienes la culpa y es injusto cargarte a ti con ese peso. Si lo pienso, jamás he descansado, ni siquiera debí hacerlo durante los meses que pasé en el vientre de mi madre. Hasta llegar a ti, como un perro errante y perturbado, siempre busqué reposar en el rincón equivocado, una y otra vez. Y ahora… ¡maldita sea! De nuevo todo el desasosiego acojonándome, acompañándome. Quizá no exista paz para mí. Tal vez estoy condenado a la inquietud. Posiblemente la armonía no esté a mi alcance, o no sepa alcanzarla, no sé, no sé, no sé…

Después de esto, de ti, no se puede amar más. Eso parece.

¡Cuánto me vas a faltar!

Tú latirás lejana, ajena a lo que fue o lo que será, a todo lo que tenga que venir. Todo ha cambiado, ¡todo! Y ahora lo único inmortal en nosotros es la incertidumbre, la puta incertidumbre, las constantes preguntas sin respuesta, las respuestas a tantas cosas que no quiero preguntar. La única certeza son las tinieblas de mi ignorancia. Y para vivir hay que saber, y saber ver, y estar seguro de algunas cosas… pocas… y confiar en ellas ciegamente. Como yo confiaba en ti.

No te entretengas más, mi amor, apenas queda tiempo. No tardes más. Ayúdame a despedazar esta pesadilla, a impedir que sea aún más real de lo que ya es. Si volví a la vida fue por ti, por ti… No puedo escribir más, ya no puedo escribir más, perdóname alma mía…

¿Habré sabido yo alguna vez hacerte feliz?

Con mucho más que todo mi amor, Tuyo eternamente.

LUIS

PD. Busca dentro de la caja de madera, sobre el escritorio. Aunque no te apetezca demasiado, llama a mi madre. Te lo agradecerá, está algo confusa.

Al terminar de leer el sol se ocultó de golpe. El cielo se tornó siniestramente negro, del color de las nubes más negras. Lloró y sonrió y volvió a llorar y a sonreír y a llorar… La carta le pareció bella y despreciable, dulce y enigmática, reconfortante y desgarradora, todo a un tiempo. Las palabras llegaron a tocar su cuerpo, acariciaron su piel, la calentaron. En su interior, la voz de Luis encogió todos sus órganos, detuvo todos sus sentidos, arrullándolos, disgustándolos, envarándolos. De repente, la esperanza y la desolación, la angustia y la alegría, el vacío y la plenitud, todo quedó convertido en un denso revoltijo dentro de su mente. Y mezclándolo todo, un cucharón de mal augurio, la certeza de que ya no volvería a verlo. Acurrucó su ceniciento corazón en un sofá intentando poner orden en sus emociones y en sus pensamientos. Deducir qué habría pasado en las últimas semanas, qué pasaría ahora por la mente de Luis, ansiando llegar a alguna conclusión. ¿Qué significaba aquella carta? Había tanta tristeza y tanto amor en sus palabras, era tan íntima. Ésa era la palabra para describirla, íntima. Incompartible. Para cualquiera podría resultar sólo un absurdo y petulante galimatías, casi indescifrable. Ella sintió tremar toda la carne, cada uno de sus huesos. El mensaje poseía el relieve de una despedida, el eco de un inevitable adiós. Poco importaba que él asegurara que el viaje no se prolongaría demasiado, que la vida iba a cambiar. ¿A qué se refería? Eran enigmas que superaban cualquier lógica, cualquier significado, al menos para ella. Luego llegó el arrebato de la impaciencia por saber, por hablar con él, con alguien que supiera de su paradero. Abrió la cajita de madera que mencionaba en la carta, pero no encontró nada dentro. Conectó el teléfono y marcó con urgencia el número de la madre de Luis. Se sintió egoísta, sin palabras. Nunca había tenido mucho que hablar con su suegra, pero tal vez ella sabría decirle, quizá supiera algo.

Su relación con Amanda jamás fue muy fluida. Simplemente se respetaban guardando largas distancias. Ella siempre soñó ejercer su papel de madre absorbente, de fiera loba amante y protectora, pero su hijo jamás lo permitió, y de ello culpaba a Nadia. La mamma vio frustradas sus maternas aspiraciones de dominación desde que su hijo era muy pequeño, y en cierto modo intentaba hacer pagar a Nadia por ello. Procuraba no hablar con Amanda más allá de lo imprescindible, de lo que marcan las normas de cortesía de la nuera. Con el padre, con Alfonso, era distinto. Era todo un caballero. Seductor, bien educado, honesto, culto, un hombre elegante y parco en palabras que solía flotar ajeno a la realidad entre ingenuo y despistado. Aunque su ingenuidad y sus despistes podían llegar a enternecer o exasperar en igual medida. Era muy parecido a Luis. Desde el primer día Nadia y él conectaron a la perfección. Alfonso solía recordarle que no sólo había enamorado perdidamente a su hijo, y lo decía completamente en serio.

En el auricular los tonos se hicieron interminables. Colgó y volvió a marcar. Tal vez Amanda había salido. Las dudas y la impaciencia zumbaron una y otra vez en su oído esperando una respuesta. ¿A qué se refería Luis al decir que no guardaba rabia ni rencor? ¿Sabría lo de Piero? ¿Por qué no le había dicho antes que su padre estaba tan mal? ¿Por qué no había vuelto a llamarla? ¿Por qué tanto silencio? Alguien descolgó por fin al otro lado y ella sintió un gran embarazo…

—¿Amanda? soy Nadia, ¿cómo estás? Yo estoy en Madrid, acabo de llegar. Tu hijo me ha dejado una nota, dice que se va con su padre de viaje, que Alfonso…

—Pues sí, hija, está muy mal, se nos muere…

—¿Y cómo no me habéis llamado?, por Dios, alguien tenía que habérmelo dicho.

—Ay, hija, lo sé, pero ya sabes cómo es Luis. Me pidió que por nada del mundo te dijera nada, no quería que te preocuparas. Ya sabes cómo se pone conmigo. Lo bruto que es. Además, tú tampoco has llamado… —reprochó con cierta malicia.

—Lo sé, lo siento, he estado muy muy liada. Además, llevo mucho sin saber nada de Luis. Me llamó desde Londres y luego nada más, nada… ¿Dónde está?

—Pues se ha ido de viaje con su padre, imagina. Ya se han ido. Se lo ha llevado a África, nada menos. No deja de parecerme una locura…

—Pues sí lo es. Pero ya verás como irá bien —intenté mentir en vano—. Para ellos es importante hacer ese viaje. Luis lleva años planeándolo. Pero tienes razón, ahora es una locura. ¿Y si le pasa algo a Alfonso?

—Se lo ha llevado casi a la fuerza, la verdad es que el padre no estaba muy convencido…

—¿Te han llamado, has sabido algo de ellos?

—Nada hija, ni una palabra. Ni siquiera sé si han llegado aún. Ya me advirtió que no esperara llamadas… ¡Ya le conoces!

—Y Alfonso, ¿cómo estaba antes de salir?, ¿se encontraba bien?, ¿estaba en condiciones de viajar?

—La verdad es que no está mal para tener lo que tiene, aunque a veces le den unos dolores malísimos. Pero para irse por ahí a la aventura y tan lejos, pues no está…

—¿Y qué tiene?

—Un cáncer, hija. En la próstata, imparable según los médicos. Luisito se ha llevado un montón de inyecciones y de pastillas, todo lo que le ha recetado el oncólogo. Pero no sé. Este hijo mío no está bien de la cabeza, ya lo sabes, qué te voy a contar a ti. Mira que llevarse a su padre estando como está… Estoy deseando que vuelvan.

—¿Lo sabe su hermano?

—Qué va, hija… Tampoco ha querido que se lo dijera. Imagínate. A nadie, a nadie…

—Si no se lo has dicho a Daniel, te perdono. Veo que se puede confiar en ti para guardar un secreto.

—No debería ser ningún secreto, entre todos me van a crucificar cuando se enteren. Pero ya sabes cómo es Luis cuando se pone serio, lo cabezota que puede llegar a ser. Me hizo jurárselo y yo soy muy supersticiosa con los juramentos, le tengo miedo a romperlos. No veas qué apuro cada vez que llama alguien y pregunta por su padre… A mí no me gusta mentir, pero hija, estoy hecha una embustera.

—¿Y qué le dices a Dani?

—Pues lo que te estoy diciendo, que no sé nada. Excusas. Que el médico le ha mandado al campo a reponerse, que está pasando unos días en la sierra con su hermano Javier… Como allí no hay teléfono, pues eso…

—¿Sabe alguien que Alfonso está tan mal?

—Saben que está mal, claro. Eso salta a la vista. Sospechan que puede ser grave, pero nada más. No saben que se está muriendo, si a eso te refieres. Sólo se lo dije a Luis y él me convenció de que no dijera nada a nadie, ¿para qué? Si ya es tan mayor, si tiene que morir de todos modos. ¿Para qué amargar a nadie? Eso me dijo, y claro yo… Yo no sé qué va a ser de mí cuando se enteren todos, porque se terminarán enterando. ¡Tú fíjate! ¿Sabes qué quiere hacer Luis cuando vuelvan?, si es que vuelven… Pues organizar una cena para decírselo a toda la familia. Y a Alfonso no le ha parecido mala idea. En el fondo, padre e hijo son tal para cual…

—Pero ¿no hay nada que hacer?, ¿es seguro ya que…? Cuesta creerlo. ¿Os han dicho cuánto puede vivir todavía?

—Con seguridad nadie te dice nada, hija, ninguno parece saberlo. Me refiero a los médicos. Ya le han visto varios, y todos igual. Como es viejo, pues te andan mareando, como si eso no importara ya demasiado. Uno dice que tres meses, el otro que seis, otro que un año. ¡Ay qué asco de médicos! Para mí que no le queda mucho. Está bien de aspecto, pero hay algo en su cara, en los ojos. No sé, hija, no sé. Un horror. Da miedo pensarlo. Yo cuando me muera quiero que sea así, ¡zas!, sin darme cuenta. Que me parta un rayo…

—Escúchame, Amanda… Tengo que hablar con Luis, es muy muy urgente, muy importante que le localice. ¿No te han dicho a qué hotel iban? ¿No te han dejado un teléfono de contacto, una dirección, algo?

—Nada, hija, ya te digo que no… Si yo no sé muy bien ni a dónde iban. Primero a Holanda, me dijo, creo. Luego desde allí hasta Kenia, me parece, no sé. Y al parecer tienen pensado moverse por ahí. No sé… ya sabes que mi hijo no suele decirme nunca nada… Y dime, hija, ¿qué pasa con vosotros?, ¿cómo estáis?, ¿qué sucede que andáis así, cada uno por un lado?

Pensó evasivas, aparentar que todo iba bien, decirle lo de su embarazo, que iba a ser abuela, pero no lo hizo. Silenció la buena nueva por no desconcertarla aún más, por no meterse ella en más líos. Buscó un mal pretexto para colgar y lo hizo. Nada más. Hablar con Amanda sirvió de poco o de nada, aunque en algo la sosegó. Al menos el tiempo que duró esa conversación a la que puso fin de forma tan precipitada, angustiada, compungida, balbuceando algunas palabras, seguramente ininteligibles. Después se sintió incluso más ansiosa. En algún momento sonaría el teléfono, pensó, sonará. Y será Luis desde el fin del mundo. Su dulce Luis. ¿Qué estaría él sintiendo en ese instante?, se preguntó.

No era sencillo conocer y compartir sus estados de ánimo, ni siquiera para ella. Luis era un ser hermético, demasiado impreciso, incluso para ella. Un hombre amable, sí, y en cierto modo simpático, siempre correcto con la gente que trataba. Pero poco más que eso se podía decir de él. En el fondo siempre vivía distante, ajeno a los demás. A veces parecía sentir algo próximo a la felicidad, muy pocas veces. Lo cierto es que vivía profundamente atormentado, aunque fuera en silencio. Sin decir apenas nada, sin excesivas lamentaciones, sin aspavientos, sin derrochar demasiado tiempo en penas ni alborozos. También podía pasar de un extremo a otro cuando menos lo esperabas. Podía regocijarse en algo insignificante, gozar como nadie de ello y, un instante después, caer de nuevo sumido en su recóndita tristeza, en su impenetrable amargura.

A pesar de ello, aunque pueda parecer imposible, poseía un don para hacer felices a las pocas personas que amaba de verdad. Luis, maravilloso Luis, casi siempre enajenado, absorto en su inmutable soñar, amparado en su burbuja, casi indefenso afuera, perdido en el laberinto de un mundo para él incomprensible. Si lograbas entrar en su pompa protectora, si conseguías que lo permitiera, podías descubrir cuantos prodigios guardaba Luis allá adentro. Ella lo había conseguido, ¡vaya que sí! Flotar indolente a su lado, en la incompatible atmósfera de su particular planeta, entre sueños y fantasías improbables que allí llegaban a saborearse. También había sufrido su feroz hiperrealismo, su insaciable ironía, su malsana y sarcástica crueldad hacia lo humano. Luis había desarrollado un afinado y malévolo sentido del humor, en algo tierno, como el de algunos niños, que a veces aplicaba con saña. Gracias a eso parecía sobrevivir. Para él el optimismo en exceso era cosa de cretinos, y la euforia desbordada un inequívoco síntoma de la peor ignorancia. Hacía ya mucho tiempo que devoraba su vida esa corrosiva manera de apreciar, de percibir cuanto le rodeaba. Sin darse cuenta apenas, se alejaba de la infancia en la que buscaba guarecerse, cada vez más serio y taciturno, más loco y adulto. En Mauricio, durante aquellos días a su lado, Luis recuperó su vivaracha y deliciosa sonrisa de niño travieso. Sus ojos volvieron a chispear errantes. Pero algo en su interior, algún veneno agridulce, acechaba y le abatía de tanto en tanto, de improviso. Envejecía entonces a simple vista, y en su mirada se adivinaban los abismos de su espíritu ajado, condenado. Una preciosa alma de niño malhadada y marchita de tiempo equivocado.