Cuando murió su verdadero padre, Paula ya crecía en el vientre de Nadia. No pudo o no supo decírselo a Luis, o tal vez no se atreviera, ya no lo recordaba. El caso es que se fue de este mundo sin saber que una nueva vida, completamente suya, estaba por nacer, quizá la savia que él necesitaba para enmendar de una vez por todas su maltrecho espíritu. Tras la muerte de Luis, absolutamente desolada, Nadia dejó todo atrás, todo inanimado, atascado, sin aparente sentido. Llenó un par de maletas con algunas de sus cosas y voló con ellas hasta Clermont-Ferrand dejando Madrid tal vez para siempre, pensó entonces. Poco de lo que quedaba allí importaba ya. Cerró su morada madrileña, tan llena de recuerdos, y corrió a cobijarse en la de sus padres; la niña nacería allí. Desde aquel día, el del entierro, no había vuelto a ver a Adrián. Apenas volvió a saber de él por Daniel, algo que de tanto en tanto le hacía sentirse terriblemente culpable. El chaval tenía dieciséis años cuando sucedió todo, una mala edad. Ella realmente no sabía cómo tratarlo. Nunca supo cómo hacerlo. Su relación con el niño Adrián no fue fácil. El pequeño, de algún modo, siempre hizo a Nadia responsable de todo lo malo que le había sucedido en su corta vida, de no poder vivir con su padre, de no tenerle cada día a su lado. Además, su madre se empeñó hábilmente, de forma sutil, casi enfermiza, en hacérselo creer. Carolina odiaba profundamente a Nadia, odiaba que hubiera sabido hacer feliz (si eso se podía decir) a Luis, que le hubiera enamorado de aquel modo, que ya no cupiera otra posibilidad que ella. Ya que no podía recuperarlo, pasó muchos años intentando joderles, jodiéndoles. Aquella situación impuso un mundo de silencio y distancia entre Nadia y Adrián. Pero era el hijo de Luis, el futuro hermano de Paula, aunque aún no lo supiera…
Un buen día, diez años después, Nadia decidió poner fin a toda esa lejanía, a todo ese silencio, acallar de una vez tanto y tan prolongado desencuentro entre ella y Adrián. Él llevaba años viviendo y estudiando en Estados Unidos. También, tras la muerte de su padre, a su manera, dejó todo atrás y voló hasta allí. Se marchó con apenas veinte años y un montón de billetes en el bolsillo y en la cuenta corriente, parte de lo que abonaron los seguros de vida por la muerte de Luis. En Norteamérica pasó unos cuantos años sin rumbo fijo, derrochando, entregado a la mala o la buena vida, según se mire, a la diversión y el descontrol, mientras intentaba sin ningún éxito acabar la carrera de filosofía. Una noche, soñó con su padre y éste le habló en el sueño. Le reprendió duramente y le pidió que de una maldita vez acabara con el desorden de su cerebro y de su alma. Una pregunta permaneció en la mente de Adrián mucho más allá del despertar: ¿qué quieres hacer realmente con tu vida? Quiero ser piloto, se respondió, quiero volar. Y se puso a ello en cuerpo y alma, sumido en una férrea, espartana y reconfortante disciplina. Alistado en la soledad y la eficiencia, ya estaba a punto de acabar su formación.
Nadia sintió que ya no podía esperar más y decidió escribirle una carta. Una carta sencilla, sincera, concisa, cariñosa. En ella le pedía que le perdonara lo que tuviera que perdonarle. Le decía que deseaba verle, sin ninguna duda, que necesitaba hacerlo. Hablar con él. Ya sería un hombre, un buen hombre, sabría entenderlo y concederle ese deseo… También le revelaba que tenía una preciosa hermana. Le mandó una foto de Paula, para que supiera cómo era, y un dibujito que había hecho la pequeña para su hermano. Lo que Nadia no podía imaginar era que Adrián también albergara ese anhelo. Sobre todo desde que sentó la cabeza, levantó el culo y echó a volar. Los dos se sentían de un modo similar, se recordaban de un modo similar. Y los dos, casi a un tiempo, habían pensado en ese posible reencuentro, en cruzar sus miradas, sus nuevas miradas.
Nadia y Paula echaron la carta al buzón como si se tratara de una misiva a los Reyes Magos, como se lanzan flores o monedas al agua de las fuentes o los pozos pidiendo deseos. Temerosas y esperanzadas. Ella había explicado muchas veces a su hija que tenía un hermano mayor, que vivía en América, muy muy lejos, tanto que resultaba muy complicado llegar hasta allí. Por eso no le conocía aún. Paula fue imaginando, posiblemente mitificando, la fraternal figura de Adrián. Cuando Nadia le mostraba las pocas fotos que guardaba de él, la niña siempre afirmaba que aquél era su padre «pero en pequeñito». Adrián y Luis se parecían, era algo innegable, evidente.
La misma mañana que envió la carta, llevada por un irresistible arrebato, fue con su hija a comprar los billetes de avión. ¿Sabes qué?, le dijo, tú y yo nos vamos a ir de viaje, por fin vas a conocer en persona a Mickey Mouse… y es posible que también a tu hermano mayor. La emoción de Paula fue indescriptible. Haría un larguísimo viaje con su madre, volaría muchísimas horas en un gigantesco avión, eso era lo mejor. Bueno, eso y poder faltar al colegio al menos dos semanas. Sólo de pensarlo ya se sintió infinitamente libre y dichosa. El pretexto era pasar unos días en el Disney World de Orlando, en Florida. Luego, si todo iba bien, si conseguía hablar con Adrián, avisarle, desde allí viajarían hasta la escuela en la que su hermano aprendía a volar… tan bien como los pájaros. El Spartan College of Aeronautics, en el 8820 de East Pine Street. En la calle del «quinto pino del este», en Oklahoma, «iuesei», bromeó Nadia con la niña. Pasarían unos días en el quinto pino, en el oeste americano, fantaseó su madre. La pequeña imaginó el retumbar de los disparos en los duelos entre pistoleros, aventuras huyendo a caballo, con las botas de espuelas, el sombrero y el lazo. Pasarían un calor de mil demonios, mascarían tabaco y la arena que trajera el viento del desierto. En la agencia les informaron que podrían visitar una reserva india, un lugar, le explicó mamá, donde malvivían algunos de los pocos comanches que quedaban. ¡Comanches!, ¿qué más podía pedir?…
Tres días después partieron de España sin avisar a casi nadie, sin planear demasiado, sin que ella estuviera muy segura de estar haciendo lo correcto. Empecinada en la absurda idea de encontrarse con Adrián, aun a riesgo de no localizarle, de que no estuviera allí, de que no tuviera el más mínimo deseo de verla o de saber que tenía una hermanita. Volaron hasta Miami y desde allí, en vez de saltar a Orlando lo hicieron a Oklahoma. Primero intentarían ver a Adrián, luego a la familia Disney. Cuando aterrizaron en Tulsa, Nadia, con el estómago encogido, quiso no tener que bajar del avión, poder regresar con la niña por donde habían venido. Se sintió presa de un necio pánico, tan estúpido como el que tenía a volar. Se sintió ridícula, osada, inconsciente, imbécil. ¿Qué hacían allí? ¡¿A quién se le podía ocurrir hacer una cosa así?! Sólo a ella, fue la única respuesta que encontró. Se alojaron en un hotel de tres estrellas cercano a la terminal, el Radisson Inn Tulsa Airport, e intentaron descansar, idear un modo de salir de aquel embrollo de forma digna. Llenas de curiosidad, con cierta ansiedad, las dos se preguntaban qué iría a pasar, cómo terminaría todo eso, si en aquel lado del mundo encontrarían a Adrián brillando en el cielo. Un olor a pan recién horneado inundó la habitación, aquello era un buen augurio, pensó Nadia.
Adrián abrió los ojos con la alborada. Madrugó con ganas. Se alzó, se duchó y se vistió sin esfuerzo. Tenía que entrar muy temprano en el simulador, le esperaba una prueba importante, tal vez la última. De ella dependía su calificación final. Desayunó afanoso oyendo las noticias, revisó el maletín de vuelo una vez más, y después se encaminó al aeropuerto seguro de sí mismo, impaciente ya por avanzar las palancas de gases y despegar. Pasó cinco agotadoras e intensas horas a los mandos de un 737-400. Luego, repasó con su instructor cada detalle, cada posible metedura de pata, analizando los datos y las gráficas de los vuelos que acababan de realizar. Lamentó una y otra vez los escasos fallos, cada pequeño y jodido error. Salió de la cabina aturdido, muy despistado. Pero en general, con la sensación de que la cosa había ido bien. No las tenía todas consigo esa mañana, desde que los recibiera, no podía quitarse de la cabeza los cuadernos de su padre muerto. Aquellas enigmáticas páginas que su madre le envió desde Madrid y que aún no se había atrevido a leer. Tampoco podía dejar de pensar en la carta que acababa de recibir de Nadia, la otra viuda de su padre. Ésa sí la había leído. Quería verle… Últimamente había pensado en ella con demasiada insistencia, sin saber bien por qué. Con frecuencia le venía Nadia a la cabeza. Muchas veces pensó dar él el primer paso, escribir una carta, o tal vez hacer una llamada. Pero nunca encontró el momento o el valor de hacerlo. También a él le remordía tanta distancia, le reconcomía tanto destierro por parte de los dos. Se quedó petrificado cuando averiguó que tenía una hermana de casi diez años. ¡Una hermana! Esa insólita novedad latía una y otra vez en su cabeza mientras intentaba centrarse en lo que hacía o en lo que acababa de hacer. Un aviso de fuego en un motor y un piloto muerto le habían metido en un buen aprieto. Estaba ya a pocas millas del campo, casi en la aproximación final, volaba a los mandos y ya había bajado la palanca del tren, y extendido casi por completo los flaps. Empezaban a repasar la penúltima lista de chequeo cuando, sin previo aviso, por sorpresa, el cabrón del profesor que hacía de segundo piloto, decidió sufrir un infarto. Algo que le incapacitaba totalmente para el vuelo. Estaba solo, toda la operación quedaba en sus manos. He muerto —le dijo de improviso—, es todo tuyo, sigue tú. Atrás, el examinador y otro instructor se preguntaron cómo reaccionaría el alumno ante una siniestra circunstancia que ni ellos esperaban. ¡Un maldito infarto!, tenía que haber previsto algo así, se lamentó. La fatalidad le pilló completamente desprevenido y, aunque estaba preparado para afrontarla, tal vez, no supo reaccionar como debía. Cortó de inmediato el combustible a la turbina en llamas y disparó los extintores. Ajustó la potencia del motor que le quedaba, intentó compensar cuanto antes la guiñada, centrarse en la cruz de instrumentos que tenía frente a sus narices, seguir volando, eso ante todo. Hizo lo necesario, eso creía. Pero la ansiedad precipitó alguna de sus decisiones. Quiso tocar tierra a toda costa, lo antes posible. Comprobó una vez más que las tres luces del tren estaban en verde, colocó la palanca en full flap, ajustó la velocidad de acuerdo al peso y la longitud de la pista y «se tiró» a por ella sin dudarlo. Planeó tal vez en exceso sobre el asfalto mientras una voz metálica cantaba la altitud que le separaba del suelo. En cualquier caso el aterrizaje fue correcto, algo largo y duro, pero correcto. Consiguió detener el aparato de forma eficiente y en una distancia aceptable, sin quemar los frenos, y abandonar la pista sin sufrir daños. Todo salió bien teniendo en cuenta las delicadas e inesperadas condiciones. Todo excepto un detalle importante. Nada más declararse la cadena de emergencias, como le amonestó su infartado instructor, debía haber frustrado de inmediato, abortar la maniobra de aterrizaje y tirar hacia el cielo aun con un solo motor. No arriesgarse a tomar tierra sometido a tanta tensión y desconcierto. «Motor al aire y ascender», eso hubiera sido lo mejor. Subir y tomarse tiempo para pensar. Informar al control de la situación, declarar la emergencia, y luego, con calma, una vez autorizado, intentar de nuevo el aterrizaje «ya sin riesgos», con una actitud bien distinta. Por fortuna, tras la reprimenda, el examinador le felicitó por la «sangre fría» y la eficacia que había demostrado. Al fin, escuchó de su exigente maestro un tranquilizador «excelente vuelo, Adrián», estás capacitado, enhorabuena. Aunque le recordó que hacer eso en un vuelo real, a su juicio, hubiera sido una temeridad, un riesgo innecesario, daba por superada con creces la prueba. Es muy fácil «cagarla», decidir en esas condiciones, tenlo siempre presente, concluyó. Adrián salió del aula algo abochornado, abrumado y confuso, feliz y completamente agotado. Llevaba en pie desde las cinco de la mañana y desde las seis dentro del simulador, ese sofisticado potro de tortura para pilotos. Ya era casi mediodía. No había dormido bien, estaba inquieto, como cuando uno tiene la certeza de que algo inevitable va a ocurrir, bueno o malo, de forma inminente. Tal vez fuera sólo eso, el haberla «cagado» una vez más, y justo cuando se estaba jugando el todo por el todo. Pero había salido bien. Le costaba asumir esa idea, había terminado y todo empezaba otra vez para él. Al menos como profesional del aire. El examen final estaba superado. Aún aturdido sacó de la máquina un sándwich vegetal y una Coca-Cola. En ese momento oyó su nombre por la megafonía. Tenía una llamada en la recepción. Levantó el auricular desperezándose con discreción, medio bostezando y de forma mecánica contestó «hola» en inglés, con una mezcla de curiosidad y pereza. Imaginó que podía ser su madre desde España, algún compañero, alguien de la administración de la escuela. Así que la sorpresa no pudo ser mayor cuando, al otro lado, escuchó una voz femenina dulce y familiar, que habló con un acento extraño, muy titubeante…
—Hello!… I want speak with mister Adrián Vaissé, please.
—Yes, I am…
—¿Adrián?, ¿eres tú?…
—Sí… —respondió, y después hubo un larguísimo silencio.
—Soy Nadia —dijo ella casi en un susurro.
—¿Quién? ¿Qué Nadia?…, ¿la Nadia de papá?, ¿nuestra Nadia?, ¡no me lo puedo creer! —dijo completamente atónito.
—¡Ay! Adrián… el pequeño Adrián, pero si tienes la voz de tu padre, es igualita, ¡joder! —exclamó Nadia emocionada.
—Nadia, Nadia… Pero ¿cómo estás?… Pero ¿cómo…? ¿dónde estás? Cuéntame…
—¿Cómo estás tú, bribonzuelo?… —Así solía llamarle su padre.
—Ahora mismo agotado pero bien, muy bien… Estudiando sin descanso y volando todas las horas que puedo… Llevo vida de monje, de monje alado… Cuánto tiempo, ¿no?…
—Demasiado…, dentro de poco hará diez años que no nos vemos o hablamos. ¡Qué barbaridad! No puedo imaginar cómo serás ahora, cuánto habrás cambiado.
—Seguro que tú sigues siendo la misma… No puedo imaginarte cumpliendo años… Las personas no envejecen en la imaginación…
—¡Menos mal!, menudo consuelo… —exclamó simpática e irónica—, pero los años pasan para todos… también para mí. Aunque no me conservo mal, no —bromeó aún con picardía.
—Te recuerdo bien, Nadia. Ahora mismo parece que fuera ayer la última vez que te vi… aunque fuera tan triste aquel día…
—A mí me pasa igual, qué locura, ¿no? Te recuerdo como un adolescente serio e introvertido. He llamado a un muchacho y me encuentro que responde todo un hombre… Por casualidad, ¿has recibido mi carta?
—Sí…, llegó ayer…, y ya era hora…, ¿no? —rió.
—Qué estúpida soy y qué impaciente, casi llego antes yo que la carta. Casi no te he dado tiempo a leerla…
—Sí la he leído…, la he leído… ¿Por qué has esperado tanto para hacerlo? —Algo en la pregunta de Adrián sonó a reproche—. ¿Cómo es eso de que tengo una hermana?
—¿Y tú?…, ¿por qué no lo has hecho tú?… —también había un tierno resentimiento en la respuesta de Nadia—. Es preciosa, si la vieras ahora mismo, está aquí a mi lado muerta de risa, pero no se atreve a ponerse, no me lo pidas…
—¿Paula?… Se llama así, ¿no?… Paulita. ¡Qué gracia! No imaginas qué curiosidad siento. Ni imaginas tampoco cuánto he deseado saber de ti, verte, hablar contigo. Sobre todo en los últimos meses… Es curioso que me hayas llamado. Será el resultado de una extraña premonición. Cuántas veces habré pensado ponerte unas palabras, mandarte al menos una postal con la foto de un precioso avión… Pero no he sabido hacerlo, perdóname… De verdad que lo siento…
—Tampoco yo he sabido hacerlo. No te disculpes. La culpa es mía, sólo mía. Tú eras sólo un niño cuando… —Nadia guardó un largo silencio—. Tendría tanto que contarte…, pero ¡qué digo!, no tendría, ¡tengo tanto que contarte!… y quiero hacerlo. ¡Muy pronto! —añadió con enigmático entusiasmo.
—Yo también quiero verte, conocer a Paula. ¿Qué le habrás contado de mí?
—No sé si seré capaz de encontrar las palabras, si sabré por dónde empezar… Pero debemos vernos, claro. Hay que hacerlo, ¡pero ya!… a lo mejor puede ser mucho antes de lo que imaginas…
—¡Ojalá!…, pero aún pasará algún tiempo antes de que regrese a España. Precisamente hoy…, bueno, se puede decir que hoy he terminado con esto, con la formación en la escuela. Pero me quedaré aún unos meses por aquí. Quiero irme a Nueva York. Y si encuentro trabajo…, pues… igual ni vuelvo, no lo sé. Pronto tendré todas las licencias en regla… Probaré. Ya soy piloto, Nadia, uno de verdad —sonrió burlón—, cuánto le habría gustado a papá saberlo…
—Qué impresión me causa oírte decir eso. Ése era su sueño, el tuyo, y ahí lo tienes. Cumplido. Quería que fueras piloto, como tu tío, como tu abuelo. Qué feliz me hace saber que lo has conseguido. Si tu padre pudiera verte ahora se sentiría tan orgulloso…
—Seguro que lo sabe, que me ve… De tanto en tanto me habla en sueños… Seguro que está que «se sale»…
—Claro. Se sentirá muy feliz por ti. Muy feliz, como yo… —dijo esto en un sollozo.
—Aún le hecho tanto de menos —se lamentó Adrián.
—Yo también, todos los días —suspiró Nadia.
—No hablemos de eso ahora, ¿vale? No nos pongamos trágicos. Eso le jodería…
—No, no hagamos tragedia… Y si… —dijo Nadia alargando la sílaba—, y si mejor… quedamos para… ¿cenar?…, ¿qué te parece?
—¿Cómo para cenar?…, ¿dónde estás?…
—Pues aquí al lado, aquí al lado, aunque no lo creas… en un hotel muy cerca del aeropuerto… en el Radisson. Está tan cerca que los aviones parece que van a aterrizar en la habitación cuando pasan frente a la ventana. Paula está encantada, pocas cosas le gustan más que esos aparatos infernales… —rió Nadia.
—Pero ¿estáis aquí?, ¿en Tulsa?… No me lo puedo creer. —Adrián se quedó sin más palabras y sintió un extraño vértigo al imaginarlo.
—Espera un momento —Adrián escuchó cómo Nadia pedía a alguien la dirección del albergue—, estamos en el 2201 de la North East Avenue… cerca de la autopista 44, me dicen…
—Joder, Nadia, ¿qué me dices?, pero si estás aquí al lado…
—Sí…, aquí al lado… Pensarás que estoy mal de la cabeza… pero tenía previsto hace mucho tiempo —mintió— traer a Paula a Disneylandia y… si he sido inoportuna, dímelo, de verdad… No te sientas obligado… Nosotras… Lo siento. Debería haberte avisado, haberte advertido, haber esperado unos días…, darte tiempo para hacerte a la idea. A lo mejor no tienes la más mínima gana de que nadie te moleste.
—¿Cómo puedes pensar que sois una molestia?… Ahora mismo voy a veros…, si os apetece, claro… —ironizó.
—¿Quieres conocer por fin a tu hermano? —preguntó Nadia a su hija—. Dice que sí…, que le da mucha vergüenza… pero que quiere verte, ¡ya!… Aquí la tengo dando saltos…, ¿la oyes?
—¡Qué alegría, Nadia!, qué alegría tan grande me has dado… Verás, paso un momento por mi apartamento a ducharme y cambiarme de ropa, que estoy hecho un cerdo… y voy por vosotras. En menos de una hora nos vemos en la recepción del hotel…, ¿vale? De paso le compro alguna tontería a Paulita…
—No hace falta que le compres nada…
—Sí…, dile que le llevaré una enorme bolsa de chucherías americanas, que están buenísimas, y unos avioncitos, que aquí en la escuela venden unas maquetas preciosas… Bueno, no me entretengo más… Nos vemos en el Radisson, en una horita…
—Aquí te estaremos esperando…
—No me lo puedo creer… ¿Se parece la niña a papá?…
—Se parece a él, y a ti… No tardes…
—No, no tardaré… un beso…
—Otros dos para ti…
El día se puso gris y melancólico. Adrián llegó pronto al hotel, mucho antes de lo acordado. Cuando las vio se volvió de piedra, y así, petrificado, se entretuvo un buen rato en observarlas sin ser visto. Le esperaban en un saloncito recargado y vecino a la recepción, junto a una ventana, sentadas en un sofá rojo. La madre ojeaba una revista, un ejemplar atrasado de la revista Elle, la niña un cómic. Las dos parecían sacadas de una revista de moda, elegantes, pulcras, bellas, distinguidas. Nadia seguía siendo como la recordaba, tal vez más hermosa, más voluptuosa. Paula era una niña bellísima. Las dos llevaban el pelo recogido en un peinado muy similar. Él, a cambio del seductor uniforme, se había puesto unos vaqueros viejos, una descolorida camisa azul de cuadros un tanto horteras, sus roídas camperas, una vieja cazadora de cuero que un día fue de su padre. Sintió no haberse arreglado un poco más para la ocasión; al lado de ellas parecería un gañán. De repente le estremeció la idea de tenerlas allí enfrente, a pocos metros, de ir a encontrarse con ellas. Dio unos pasos difíciles de dar y se fue acercando a ellas sigiloso como un gato, con los lentos y almohadillados pasos que se suelen dar en los sueños. Paula fue la primera en divisarle. La expresión de su cara fue un poema, un precioso poema. Como movida por un resorte dio un respingo poniéndose en pie. Y se quedó así mirándole sonriente y azorada. Nadia levantó la vista y, con la indolencia que da la miopía, recorrió a Adrián de arriba abajo y de abajo arriba. Luego, también de un salto, se levantó y corrió hacia él. Paula fue tras ella sin saber bien qué hacer, cómo comportarse. Ellos se fundieron uno contra otro profundos y silenciosos. Adrián, mirando a su hermana por encima del hombro de Nadia, le guiñó un ojo. Le tendió la mano para que se acercara y la unió al abrazo con mimo. Se saludaron emocionados entre besos torpones y balbuceos, metidos de lleno en la tierna incomodidad de tan insospechado encuentro. Se sentaron los tres, Paula sobre las rodillas de Adrián, sin soltarse de su cuello. La pequeña lloraba lágrimas que no entendía y que buscaba reprimir. Nadia también lloró. Adrián supo consolarlas, calmarlas con su radiante sonrisa y sus bromas, que a las dos hicieron sonreír. Luego, ya más serenos los tres, más cómodos, decidieron ir a almorzar. Adrián las llevó a comer unos buenos filetes de vaca. La mejor carne que hayáis probado jamás, les prometió. Ninguna de las dos le quitó los ojos de encima mientras conducía hasta el restaurante. Paula y Nadia competían por hablar con Adrián, por contarle o hacerle preguntas, felices en la posibilidad y en el encuentro. Ninguno de los tres, en ningún momento, habló de Luis, ni siquiera lo mencionaron. Nadia y Adrián dejaron aflorar otros recuerdos, recuerdos olvidados, y fueron desenredando cándidos enredos en la memoria. A los postres ya se habían resumido el uno al otro sus vidas, y él ya sabía casi todo de la de su hermana. Los sumarios se iban narrando con desordenada euforia, alternándose las voces, encajando como las primeras piezas de un puzzle de un millón de piezas. Sus corazones se inflamaban en la avidez por contar, por indagar, en la rara dicha de estar juntos. Así pasaron la tarde, paseando por un inmenso y frondoso parque, tumbados en la hierba, jugando, a ratos pensando sin pensar demasiado. Al empezar a caer el sol, y ante la insistencia de Adrián, fueron a por sus equipajes al hotel, pagaron la cuenta y se trasladaron a su apartamento. Estaba cerca y era enorme, muy confortable. En ningún momento sintieron que fuera algo inoportuno, inapropiado. Allí estaréis mejor, tiene hasta un jacuzzi, les prometió. Ellas se instalarían en su habitación, él dormiría en el cuarto de invitados, no había discusión posible. Ya de anochecida, Paula y Nadia disfrutaron de un reconfortante baño de espuma y burbujitas. Después, ya en pijama, la niña tomó un vaso de leche con unas galletas y se acostó. Estaba agotada por las emociones y las caminatas, un poco pasada de vueltas. Aunque intentó resistir al sueño, seguir jugando y disfrutando, quedó pronto dormida. Adrián la llevó en brazos hasta la cama, la arropó con cariño y se arrodilló a su lado. Allí estuvo mirándola un buen rato, acariciándole las mejillas y el cabello mientras caía en el ensueño. La niña respiraba serena, sonriente, lánguida y bellísima, como un verdadero ángel. Reconoció en sus facciones la esencia de su padre, una sensación extraña. Llevaba algo de él, algo inconfundible, un rasgo inexplicable y certero. Tenía una hermana, era real, la tenía allí enfrente, estaba acariciándola… y sintió amarla de inmediato. Besó amoroso su frente y la abrigó de nuevo remetiendo bien el cobertor. Al salir de la habitación dejó la puerta entreabierta para que entrara algo de luz. Allí pasaron aquella inimaginable noche americana, su primera noche en casa de Adrián, la primera como dos adultos.
Se acomodaron sobre la alfombra, frente al fuego del hogar que ardía en una esquina del salón. Tomaron unas cervezas, unos nachos con guacamole y unas ensaladas. También descorcharon un par de botellas de buen vino para acompañar la cena y celebrar el reencuentro. Sobre la chimenea colgaban algunas fotografías. Una de su padre, de Luis, disparando su cámara en alguna remota trinchera, con su raído chaleco de reportero, un pitillo colgando de los labios y sus eternas gafas de sol. Al lado, una mucho más antigua del abuelo Alfonso. Llevaba puesto el mono de vuelo y ocultaba sus ojos también tras unas lentes oscuras. Posaba desafiante como un auténtico héroe de la aviación. Muy sonriente, de pie y en jarras, ante su majestuoso avión, un imponente Hércules. A su lado, vestidos de uniforme y aferrados a sus armas, tres soldados malayos lo escoltaban también risueños. La magnífica figura de Alfonso destacaba iluminando la escena, tomada hacía tantos años en el aeropuerto de Leopoldville. Nadia descolgó las fotos enmarcadas para verlas mejor.
—Te pareces tanto a ellos…
—Sobre todo cuando me pongo mis Ray-Ban —bromeó Adrián.
—Era tan guapo tu abuelo, casi tanto como tu padre…
—Tenían algo los dos, sí…
—Tú también lo tienes, créeme, tienes el toque Vaissé… —casi coqueteó Nadia—, de niño eras un poco soso —rió burlona— pero ahora… ¡cómo has cambiado!, ¡estás como un avión, chico!…
—La verdad es que tú apenas has cambiado… A no ser por esas patitas de gallo, por las tetas y el culo caído —respondió Adrián guasón—, no te echaría más de… ¿cuarenta?…
—Serás cabrón…
—Estás preciosa… ¡como siempre!… —le dijo tomándola por los hombros y mirándola a los ojos…
—Creo que es la primera palabra amable que consigo de ti de forma espontánea… ¡en toda mi vida! —rió Nadia.
—Que a veces pareciera que no te tragaba no significaba que a veces no te mirara…, muchas veces…, la mayoría sin que te dieras cuenta…
—En especial cuando salía de la ducha…, ¿no, golfante? Con esos ojos de pillo que tenías, que todavía tienes. Desde muy niños tenéis esa forma de mirar con el rabillo del ojo a las chicas… Imagino que ya sabrás hasta qué punto era injusto que «no me tragaras», ¿no?
—Lo sé…, completamente injusto, de hecho a veces me costaba detestarte… Cuando me entraba la ternura contigo tenía que fingir rápido que era un «tipo duro», ¡ya sabes!
—¿Y por qué?…
—Por nada…, de verdad… Por celos, tal vez, porque tenías la suerte de tener a mi padre todos los días… y yo no… ¡Yo qué sé! Porque era un completo idiota…
—Pobre mío… —Nadia acarició su rostro con ternura—, pero nada de eso era culpa mía… Él nunca habría vuelto con tu madre… De no ser yo… habría sido otra mujer…
—Lo sé…, lo sé… Es un poco absurdo que hablemos ahora de esto, ¿no crees?
—Es completamente absurdo…, tienes razón. Tú eras sólo un niño herido y yo una jovencita lerda y enamorada. Los dos fuimos víctimas de parecida estupidez. Y los dos sabemos que fue difícil para los dos…, para los tres…
—Hemos quedado en no hablar de eso, ¿no?
—Sí. Mejor hablemos de él…
—Te das cuenta de que, en el fondo, llevamos horas hablando de él…
—Es complicado quitárselo de la cabeza, sobre todo estando a tu lado…
—El vernos ha removido el fango en el fondo de la memoria…, lo mejor y lo peor…, pero parece que el agua no se ha enturbiado, ¿no? Siempre fuiste buena conmigo… Tuviste tanta paciencia… De él guardo, por encima de todo, el recuerdo de un padre que me quiso… mucho y muy bien, muchísimo…, aunque desapareciera…, aunque le perdiera dos veces a lo largo de una vida corta… Demasiadas veces para un niño…
—Y yo guardo el recuerdo del hombre que me amó tantísimo… y que siempre estaba desapareciendo…, ¡qué pesadez!…, hasta que un día desapareció por completo…, para siempre…
—¿Has encontrado a alguien?
—No… No… Desde que murió tu padre ha sido imposible reconciliarme con ese tipo de sentimientos. He conocido algunos hombres, claro, pero todos consiguieron decepcionarme antes de tener tiempo de conocerlos…
—Te entiendo… Me suele pasar…
—Me he vuelto demasiado exigente…, será eso… El listón quedó muy alto y nadie consigue superarlo… Alguna vez algo de sexo y nada más… Un vacío, un vacío enorme… Y muy pocas ganas… Después de morir tu padre se me apagó el alma… Huí de todo lo que había tenido con él en España, de todos los recuerdos… Regresé a Clermont con mis padres… Bueno y allí nació tu hermana…
—Qué raro suena… No lo imaginas… ¡Mi hermana!
—Luego, cuando el dolor se fue asentando, me fui con la niña a París… Y allí seguimos viviendo. De vez en cuando vamos a Madrid, aunque cada vez menos… Estamos solas, vivimos solas, y es mucho mejor así… Ya no aguantaría a nadie a mi lado… Y tú…, ¿sales con alguien?
—No… Ahora no… Hace mucho que no… Bueno, ya te he contado, aunque no lo creas, que llevo tres años de vida casi monacal. —Adrián rió ante el gracioso gesto desconfiado de Nadia—. ¡De verdad! ¡Es verdad! Te juro que en los últimos tres años sólo me he dedicado a estudiar, a volar, a hacer deporte y a dormir, a cuidarme mucho para poder seguir estudiando y volando… para ser bueno allí arriba…, sólo eso… Bueno… —se burló de nuevo de ella—, y algo de sexo de vez en cuando…
—¡Menudo fraile estás tú hecho!…
—No, en serio, me he dedicado por entero a esto. Estuve mucho tiempo dando tumbos, unos años, hasta que decidí que volar sería la única salvación…, lo único importante… Así ha sido y así es. —Los dos guardaron un largo silencio y llenaron de nuevo los vasos.
—Hay algo de lo que aún no te he hablado… —continuó Adrián de forma un tanto enigmática.
—Pues empieza… Me encantan los misterios…
—No sé cómo hacerlo…
—Inténtalo…
—Antes de aquella locura, de irse de viaje con el abuelo…, antes de que se fueran a África… papá vino a despedirse de mí a la puerta del colegio… A despedirse, para siempre. ¿Entiendes lo que quiero decir?… Ésa fue la sensación. Supe que ya no volvería a verle… No recuerdo bien cómo lo supe… pero no me equivocaba… O me equivocaba sólo en parte…
—De mí ni siquiera se despidió…, quiero decir, no pude verle una última vez, besarle por última vez… Aunque todo, en esa carta que te he contado que me dejó, sonara a despedida…
—Fue terrible sentir eso, lo fue para mí y debió serlo para ti…
—Lo fue. ¡Qué horror! No quiero pensar en aquellos días… ¿Era eso lo que tenías que decirme?
—No… No he terminado. Es mucho más fuerte…
—¿Más?… Me tienes en ascuas…
—Mi madre acaba de enviarme un paquete desde Madrid… Llegó ayer. Te lo voy a enseñar —dijo Adrián levantándose y yendo a buscar algo—. Dentro encontré esto… —le pasó unos cuadernillos que traía en la mano.
—¿Qué es esto?… —preguntó Nadia muy intrigada.
—No sé cómo decírtelo… —titubeó Adrián—, verás…, papá no murió en aquel accidente…
—¿Qué estás diciendo?…
—Esos cuadernos los escribió tiempo después. No tengo claro en qué fecha… pero… después… No he tenido tiempo. Sólo los he hojeado… No he podido ni me he atrevido a hacer más… Pero mira…, mira aquí…: 1998… ¡Como poco están fechados dos años después!… No murió en aquel avión, Nadia… Debió salvarse… y terminar después en algún lugar de África… El paquete tenía matasellos de Mopti, una ciudad perdida de Malí…
Nadia ya no podía apartar la vista de los viejos cuadernos manuscritos, sin duda, por Luis. Ni dejar de pasar una y otra vez las páginas acariciándolas. Aquellas hojas medio carcomidas y cubiertas por el polvo de toda una eternidad. El shock fue brutal. Pasó un largo rato derramando lágrimas lentas y silentes. Un tupido velo de agua salada cubrió su rostro y goteó sobre las palabras. Adrián, arrodillado frente a ella, guardó también silencio, conmovido, respetuoso, enternecido ante tanto y tan sigiloso dolor. Ante ese manantial de desdicha que lavó el rostro de la noche…, cambiándolo todo.
—Lo siento… —le susurró Adrián al oído.
—¿Cómo es posible, Adrián? —respondió ella alzando un poco la voz—. ¡¡¿A quién coño enterramos aquel día?!! ¿A qué viene esto?… ¿Intentas decirme que está vivo?…
—No lo sé…, créeme… —intentó calmarla—. Ya te digo que ni siquiera los he leído. Pero son ciertos…, son de él… Es su letra…
—¡Claro que es su letra! ¡Maldita sea!… ¿De dónde ha salido esto?…
—Mi madre recibió el paquete hace unas semanas. Luego se olvidó de enviármelo… ¡Si hubiera sabido lo que había dentro! Es muy fuerte… Ya te lo advertí…
—No me lo puedo creer… ¿Cómo no me has llamado? ¿Cómo no se lo has dicho a alguien? ¿A tu tío Daniel?… Hay que intentar averiguar…
—¡Llegaron ayer, Nadia! Y han pasado muchos años… Tranquilízate… Esto no quiere decir que siga vivo. Simplemente que vivió un tiempo más…
—Pero han llegado ahora…, alguien ha debido enviarlos…, tal vez él…
—No lo creo… De lo poco que he leído se deduce que le quedaba poca vida… Mira el trazo en las últimas páginas… Lee aquí…
—Hay que joderse con tu padre… —sollozó—. ¿No nos había ocasionado ya bastante sufrimiento?…, y ahora esto…, ahora esto… ¡Maldito sea!
—Hay partes ilegibles… en las que el lápiz se ha borrado, en otras faltan frases, párrafos enteros que se ha comido la carcoma —acercó una lámpara para que viera mejor y le enseñó algunas hojas— pero en general se entiende bien lo que dice… Mira…
—No quiero ver más ahora, no puedo —se lamentó Nadia dejando en el suelo los cuadernos—, no puedo de ninguna manera…
—¿Te das cuenta? ¡Qué inmensa casualidad la de vuestra llegada! Primero estos cuadernos…, y después, tú y Paula. ¿Te das cuenta? Es como si nos hubiera reunido alrededor de sus palabras… Tenemos que leerlas juntos. ¿Te atreverás a leerlas conmigo?… ¿Mañana?…
—No lo sé… Mi impaciencia y mi curiosidad son ahora mismo feroces, pero el miedo que siento es aún mucho más fiero… No lo sé… No lo entiendo… ni te entiendo a ti, Adrián… No entiendo nada…
—No me jodas, Nadia… —respondió Adrián con comedida ira—, no me digas que no me entiendes… ¿Qué habrías hecho tú? Aún no me he recuperado de la impresión… pero no podía mandar a la mierda todo por las palabras de un muerto… que llegan en el peor momento posible…
—Son de tu padre… ¡y a lo mejor no está muerto!… Al menos no murió cuando creímos… ni como pensamos que murió…
—¿Qué habrías hecho tú? —insistió Adrián con gran abatimiento, casi sollozando.
—No lo sé… Ponerme a averiguar de inmediato…, a buscar…
—A buscar ¿dónde?… Al otro lado del Atlántico… En un lejanísimo e inmenso territorio africano… Así… Sin más…
—¡Qué locura!…, perdona…, perdóname… —le rogó Nadia abrazándole con fuerza. Y así, abrazados se desmoronaron los dos sobre la alfombra.
—No pasa nada…, tranquila… —le dijo besándola Adrián—, volvemos a ser víctimas…, volvemos a ser dos estúpidos…, volvemos a no saber qué hacer con él…, ni el uno con el otro… —le susurró aún besando sus labios con ternura.
—¡Ay! Adriancito… —musitó Nadia atrayéndolo aún más hacia ella—. Tu padre te llamaba siempre así…, ¿recuerdas? Te ponía el nombre pequeñito…
—Mi dulce, mi dulcísima Nadia…
Ya no hablaron más. Sólo se besaron y se besaron y se besaron, primero lenta y tímidamente, luego insaciables… La brutal aflicción se mudó de improviso en inesperado y bestial deseo. El desconsuelo abrió apetitos básicos y sofocantes, del todo inevitables, tal vez insensatos. Se desnudaron el uno al otro poseídos por una irrefrenable y terapéutica lujuria. Todo el cansancio de los últimos días, tanta y tan reciente inquietud, toda la incertidumbre y el dolor, la sinrazón y el enigma se disiparon durante unas horas en el sexo más inesperado, generoso y desinhibido que se pueda llegar a imaginar…
Durmieron acurrucados en la escasa cama de la habitación de las visitas. Un sueño corto y profundo pero inmensamente reparador. Les despertó temprano la algarabía de los dibujos animados en la televisión. Una inhumana resaca de pasión y de vino les pesaba en la cabeza, y una pastosidad entre amarga y dulce les secaba las bocas. Cuando Nadia se alzó de la cama y salió del cuarto, Paula ya se había servido un tazón de leche con cereales, y se los zampaba absorta en las locuras de Mickey Mouse, el Pato Donald y Goofy. Los tres viajaban en una destartalada caravana por una carretera infernal que discurría al borde de un profundo precipicio. No tan hondo y peligroso como el que ella había descendido desnuda y abrazada a Adrián aquella madrugada. Nadia se sintió ridícula y avergonzada al ver a su hija. Corrió a besarla y darle los buenos días. Intentó explicarse poniéndole una absurda excusa de adulto que, sin embargo, resultó totalmente convincente para la niña. Paula le devolvió un beso alborozado, feliz, se sentía tan bien, le aseguró. La niña o no se había dado cuenta de nada, o no le daba la más mínima importancia. No todo iba mal, buscó convencerse con un veredicto latiéndole insistente en las sienes: «Te has follado al hijo de Luis, al hermano de tu hija, a un chaval de veintitantos años, sólo un crío a tu lado». Aún no conocía la sentencia. Adrián apareció en escena como si nada hubiese sucedido, recién duchado y afeitado, fragante, gentil, bellísimo. Demasiado hermoso. Más apuesto que Luis en su mejor momento, como una resurrección mejorada. Qué pena, pensó Nadia, que Luis no pudiera contemplarle ahora, mirarse en ese espejo, darse cuenta de una vez por todas y sin ninguna duda, de que aquél era su hijo. Llegó a dudar de Carolina a ese respecto. Que viera cómo su sangre, su alma y su hermosura corrían vividas e inconfundibles por él.
Adrián no tardó en preparar y servir, con todo lujo, un delicioso tentempié matinal, además de dos milagrosos Alka-Seltzer. Se sentaron uno frente a otro, hambrientos, sin apenas osar mirarse. Devoraron huevos, embutidos, frutas, tostadas, casi una jarra de café y otra de zumo de naranja. Paula dejó de ver sus «comiquitas» y acercó una silla para sentarse al lado de su hermano mayor, tan mayor, muy cerca de él. La pequeña agarró con discreción y ternura su brazo, y ya no paró de hablarle o escucharle embelesada. Elocuente, venturosa, intuyendo tal vez que algo bueno sucedía por allí, al menos a su forma de ver. Nadia y Adrián no conseguían borrar sus dos tontas sonrisas de los labios, ni evitar el inevitable y dulce gesto de idiotas, tampoco dejar de sentir una plácida laxitud estando cercanos. Pero nada mencionaron acerca de aquella noche de locura, de aquel demente deseo en que se habían consumido, ni de los misteriosos y polémicos cuadernos de Luis. Antes de hablar o leer tendría que llegar la noche y el sueño de Paula, parecieron acordar sin decir palabra. De tanto en tanto, en fugaces miradas, sus ojos conversaron llenos de interrogantes y proposiciones, de ansiedades y dudas. Adrián terminó su desayuno y se disculpó con ellas. Tendría que estar fuera un par de horas al menos. Se puso el uniforme y se dispuso a ir a la escuela, era inevitable. Pero después, le prometió a Paula con entusiasmo, las llevaría a uno de los mayores zoológicos de Estados Unidos y a un parque de atracciones maravilloso que nada tenía que envidiar al Disney de Orlando. Montarían en una gigantesca montaña rusa de madera, una de las más grandes del mundo, y vivirían una emocionante aventura descendiendo en troncos por las corrientes de un caudaloso río. ¡Lo pasarían mejor que bien! La felicidad en los ojos de Paula oyéndole deslumbraba, casi cegaba. Por un instante, Nadia, completamente extenuada, sólo vio ante sí un larguísimo y agotador día, y las poquísimas ganas y fuerzas que tenía para afrontarlo. Luego, Adrián besó levemente sus labios al decirle adiós y se despidió de la niña como si llevaran juntos toda la vida. Se conmovió hasta tal punto que notó cómo el alma se le erizaba por dentro. Ante la idea de pasar el día con él, se sintió aún más dichosa que su hija, llena de vida y vigor.
Mientras Adrián atendía a sus asuntos celestiales, ellas tuvieron tiempo de sobra para holgazanear un rato, para ducharse y vestirse tranquilamente. Emocionadas, resueltas como si llevaran allí viviendo hacía meses. Luego él las recogió y lo pasaron incluso mucho mejor de lo previsto. Fue un día resplandeciente y feliz, muy feliz para los tres. Después de cenar, ya de regreso, Paulita cayó rendida en el asiento trasero del coche, sobre las piernas de su madre. Adrián tuvo que llevarla otra vez en brazos hasta la cama. Su madre le puso el pijama y la arropó con mimo. Soñaría profunda, silenciosa y cerrada como una flor dormida. Ellos superaron el silencio bebiendo dos copas de un magnífico coñac. Encendieron la chimenea y acercaron el sofá al fuego. Adrián puso música, sonó Miss You Nights, de Art Garfunkel. A pesar de la agotadora jornada, ellos aún relumbraban como dos «diamantes de medianoche». No dijeron mucho. Deseaban sólo besarse después de tantas horas deseándolo. Y de nuevo se amaron, aunque con otra sed. Más vehementes y serenos, si eso es posible, más seguros, desoyendo otra vez la voz de la agorera sensatez. Después, todavía confundida por el goce, aún desnuda, Nadia fue a ver a su pequeña que seguía plácidamente dormida abrazada a su peluche, un roído ratón Mickey en blanco y negro vestido de maquinista. Mientras, Adrián echó leña al fuego, cogió los cuadernos de su padre, encendió unas velas y una lamparilla cerca del sillón en el que ya esperaba Nadia. Se los entregó con un gesto absolutamente inocente e infantil que a ella le pareció adorable, que otra vez hizo tremar su espíritu, que entrecortó su aliento. ¡No lo llames amor!, todavía no, pensó reprendiéndose con firmeza. Creo que ha llegado el momento de saber, le dijo Adrián, empieza tú a leer. Mejor hazlo tú, tienes su voz, le respondió Nadia llenando de nuevo las copas, recortando las palabras… Cuando Adrián abrió el cuaderno comenzaba a sonar otra canción del mismo artista, Scissors Cut. A ella le pareció una música adecuada. Él tiró de la tapa del cuadernillo despacio, muy despacio, como quien abre una de las pesadas puertas del tiempo, y empezaron a averiguar juntos y en voz baja…