Me gusta entretener la voz en los palacios de la aurora. Contenerla lejos de las cavernas del sol y de la luz. Acallarla al describir la penumbra o ennoblecerla al evocar el esplendor de las estrellas más calladas. Recrearla en la única cara que la Luna nos enseña. Alzarla al detallar la seda de su rostro cuando aún era mi rostro, el reverso de sus manos cuando aún eran las mías, o el tacto divino de su boca, la única ocupación entonces de mis labios…
Hay historias que jamás deberían ser contadas, ni siquiera recordadas. Y sospecho que la que me une a ti, Nadia, es una de ellas. En este instante nevará donde tú estás. Aquí, la tarde ensaya nuevos colores que ofrecer a los adioses. El cielo se ha dado profundidad, márgenes, relieve y, aunque parece aterrado, exhibe lo mejor de sí mismo. Intuye que queda poco tiempo para que llegue la oscuridad, su muerte cotidiana. El Sol es hoy apenas un filamento y oculta su impotencia tras el ámbar de las nubes. Debería estar avergonzado, un día más ha sido incapaz de calentarme el alma. Vivo aterido. Pero ha coloreado como nadie esta tarde tan extraña; añiles, blancos, violetas y naranjas… ¡Qué atardecer! Ojalá pudieras verlo. A mi lado, delante de mí, tengo las dos únicas fotos que quedan de ti. Las demás se perdieron en las profundidades de esas cajas de cartón en las que guardé todo nuestro pasado. Aún no he sido capaz de abrirlas, creo que ya nunca lo haré.
Desde una de las fotografías me miras lánguidamente mientras apoyas el rostro sobre una de tus manos.
¿En qué te convertiste? ¿En qué me has convertido? ¿Qué hice mal, sino amarte? Seguramente fue así, te malamaba, te malamé. Nadie merece ser venerado de la forma que yo lo hice contigo. Demasiada voluntad, demasiado sentimiento, demasiada sensibilidad, demasiado desatino sobre el seductor e insano tapete del amor. Siempre redoblando la apuesta, siempre aceptando las degradantes normas de ese juego incoherente, para perderlo todo por el vano orgullo, por la loca obsesión de un envite imposible. Sentía, sentía tanto a tu lado. ¡Qué bueno era eso de sentir cosas tan bellas! Llegué a tener fe en «nuestro amor». Creí ciegamente en él, te lo juro. Estuve convencido de que podríamos ganar, llegar a amar. Amar de verdad. Ahora ya no creo en esa clase de apego, y me avergüenza haber creído alguna vez, haberme exaltado hasta ese punto. ¡Y qué punto! Lo cotidiano mata, he ahí la realidad del amor, y hay que saber aceptarlo, soportarlo. ¿Cuántas veces me lo habré repetido?
Como las tuyas, también he perdido las manos de ese particular Dios en el que siempre confié, y me asusta no poder recuperarlas. No puedo seguir sin él, pero se esfuma. Necesito creer en algo. Seguir creyendo. Qué estúpido suena, pero qué cierto es. ¿Seré yo un dios, un pobre diosecillo impotente e inofensivo, tan incapaz como los grandes dioses que inventaron los hombres?
Estoy cansado, tantos años de ansiedad son suficientes. Y ahora sin ti… Imagina.
¿Recuerdas cuando no era así? ¿Recorrerá ahora alguna lágrima tus mejillas? Yo intento combatir los sollozos, impedir que me ahoguen mientras escribo, que las lágrimas empapen el papel y empañen las palabras. Caíste rendida, exhausta de amor. Tus obsesiones y sobre todo las mías nos llevaron a naufragar en una insignificante pero profunda charca, en un pequeño y oscuro lodazal emponzoñado, enamorado. No consigo verlo de otra forma. Demasiado amor. Nos engulló tan amoroso y movedizo fango. Y mientras nos ahogábamos tú disimulabas, sonreías falsamente al cielo para olvidar que nos hundíamos. Yo quedé paralizado por la angustia de ver impotente cómo afondaban nuestros corazones. El mundo me gritaba que lo harías, pero yo no quise escuchar su ronca y silenciosa voz, ni atender a sus gestos desesperados. Mil signos señalaban tu inminente ruindad, pero te amaba tan ciegamente que fingía no entenderlos, no saber interpretarlos.
En la foto, en tu reloj, si te fijas bien, se puede leer la hora. Las doce y cuarto, más o menos. Estás sentada en aquel infecto bar en el que tomamos unos bocadillos de pescado seco y unas Oranginas; ése en el que entramos agotados después de tanto caminar. ¿Te acuerdas? Era oscuro y lúgubre, pero nos pareció encantador. Uno más de los estúpidos y alucinantes efectos de estar seducidos, embaucados por el amor, fanatizados por él (en amor a dos). Al fondo, un tipo desenfocado, abatido, mira el vaso vacío en el que un instante antes buscó aliviar soledades y tristezas. Delante de ti, encima de la descascarillada mesa, una botella añil y abombada sostiene una vela encendida. La cera gotea sobre la madera roja. Todo se ve blanco, gris o negro en la foto, pero la cera y la madera eran rojas, como la sangre.
Lo recuerdo claramente, recuerdo todo de ese día. En tu cara se ve que te ibas consumiendo. Mentir tanto, con tanta astucia, con tanta constancia, absorbe demasiada energía. Mientras tú te empecinabas en tu farsa, en mí, como en el sauce, crecía la facultad de presentir los acontecimientos, de adivinar cuanto ocultabas. Algo que nunca dejó de sorprenderte. ¿Cómo no lo tuviste en cuenta? Cuánto sufrimiento nos hubieras ahorrado. ¿Recuerdas las noches que en la más absoluta oscuridad, sin vernos, ni siquiera tocarnos, como en un macabro juego, te decía con exactitud lo que pensabas? Un escalofrío recorría tu piel y tu voz delataba el desconcierto, la sorpresa, el miedo que sentías al descubrir que podía conocer las dobleces de tu hipocresía. Antes de todo esto, el amor manaba intacto de un punto exacto de tu frente, apoyando mi cabeza en ese lugar, fui sintiendo cómo el amor se iba apagando noche tras noche, hasta desaparecer. Qué triste resulta recordarlo. Después, sólo presagié dolor en tus designios. Luego, el tacto de tu piel se convirtió en mármol.
En Port Louis hacía calor, mucho calor. Todo lo envolvía un bochorno húmedo e insoportable. Habíamos pasado la mañana buscando en algunos tugurios conchas que aplacaran tu codicia malacóloga. El día anterior buscamos sin éxito en varias playas, buceando en las cálidas aguas cristalinas. Pero fue entre telas y especias donde encontramos un par de esas raras joyas caracolas que tanto te gustaban. En la foto tienes una de ellas sobre la mesa. Se la compramos a aquella señora obesa del peinado imposible que, para su desesperación, tuvo que sacarla de debajo de una enorme pirámide de conchas. Recuerdo su cara y la tuya cuando la montaña de cascarones de moluscos se vino abajo, qué escena tan cómica, qué hermoso recuerdo. Así eras cuando te encaprichabas de algo. Tu mano esconde el nácar detrás de una caricia, como apartándola, como protegiéndola de mí. Qué lejos quedan ahora tus manos.
Nunca he conseguido acostumbrarme a ver cómo la mala fortuna o la desgracia termina quitándose la máscara sobre el papel fotográfico. Mientras revelaba esa fotografía, fui leyendo en tus ojos cuanto guardaba tu alma. Tal como lo veo ahora. Ese extraño brillo, esa incómoda languidez, su lacónica ternura, su cansancio. Mi pueblerina ingenuidad me impidió verlo entonces. Allí, a través del objetivo, sólo admiraba tu belleza. Ocupado en ella no indagué en la mirada de ese instante. Todo estaba a punto en tus entrañas y en tus ojos. Todo dispuesto para apagar la luz y la sangre, para encender todo el dolor. Me miras distante y asustada, como pidiéndome que me aleje de ti, que te ahorre el descomunal desconsuelo que se nos avecinaba. Me miras desoyendo mis palabras, mis «te amo». Me miras sintiendo justo lo contrario. «Ya no te quiero», dicen tus ojos, vete, ¡apártame de ti! Necesito otra vida, otros sueños, otra boca, otras caricias. Me miras llena de aprensión, como quien planea despedirse sin adioses, sin estar segura de querer partir. Tus ojos marcan la distancia exacta que ya nos separaba. Antes de tomar el avión ya volabas alto por un cielo inalcanzable. Tan alto que apenas me distinguías.
Cierto que también se adivina amor en ellos. Ese amor que ahogaste en tu avaricia y que lejos de haber muerto, tal vez hoy te torture despiadadamente. ¡Quién sabe! Qué arrogantes delirios.
Me quebró el dolor cuando intuí que definitivamente te había perdido. No tuve tiempo de pedirte un último encanto, de convencerte amándote para que no lo hicieras. No tuve tiempo de rogarte, de persuadirte, de asegurarte que tras la nueva y efímera pasión junto a otra persona llegarían el luto, el cansancio, la nostalgia, como suele pasar. Quizá de nada hubiera servido.
En el amor, quienes renacen tras el peor hastío, escapando de las tinieblas del más profundo dolor, por largo tiempo pierden la facultad de amar. Buscan desesperadamente dejar atrás todo el tiempo y los recuerdos que trastocaron el sufrimiento y la tristeza. Y van descubriendo, lentamente, que ya nunca volverán a ser los mismos, que jamás volverá a ser igual…
Eso hicimos nosotros. Escapar del amor agonizante, disolvernos, jadear con dificultad. El silencio se impuso entre los dos sin compasión. Vivir uno al lado del otro se hizo casi imposible. ¿Merecerá la pena buscar culpas y pecados? No, claro que no, pero es tan inevitable.
Después de tantos años contigo, había aprendido, en cierto sentido, a mirar para otro lado. A tolerar lo que en otro tiempo me pudo parecer intolerable, a medir de acuerdo a mis locuras y fracasos los límites del amor, su realidad y su ficción, lo cierto y lo incierto, lo sincero y lo insincero. Pero nada pudo salvarlo. Al fin, a pesar de mis denodados esfuerzos por evitarlo, fui a caer en el inframundo de los celos. Empecé a padecer y hacernos padecer todas sus consecuencias. Me deslizaba por un tobogán de hierro incandescente revestido de afiladas cuchillas, inclinado, muy inclinado, y embadurnado de grasa hirviendo.
De improviso me dices que has decidido regresar a Francia. Que en París ha surgido una oportunidad única, algo que no puedes desperdiciar. Un nuevo trabajo, mucho mejor pagado, con enormes posibilidades de éxito. Éxito, qué expresión, qué concepto tan falaz, desordenado y blasfemo. Estabas tan excitada que, más que hablar, disparabas ráfagas de palabras, certeras, irrefutables. Términos incontestables que no procuraban tregua al contrincante. Tendrías más cerca a tu familia, vuelos diarios a Clermont. Por la autopista tardarías pocas horas en ir y venir en coche. De la noche a la mañana se avivó toda la inmensa ambición adormecida. Ya te veías laureada, colmada, renovada, lejos de mí, de nuestro hogar, de nuestra vida.
Y empezaba a ver claro que pasarías por encima de todo sin importarte el destrozo. Era evidente. No te reconocía. ¿Quién eras?
Vivir en Madrid, en España, comenzaba a asquearte, asegurabas. Exponías una tras otra oleadas de excelentes razones para justificar tu decisión, para aceptar, para marcharte. Luego, tras un pesado silencio, llegó el primer acto de la compasión. Al apaciguarse tu palabrería, caíste en la cuenta de que aquello, de «algún modo», también me afectaba. Y así empezaste a incluirme en tu autocomplaciente discurso, intentando mostrar cierta piedad ante mi silencioso gesto, ante la creciente desesperación que yo, en vano, intentaba disimular. No sólo significaba una oportunidad para ti, también sería bueno para mí cambiar de aires, cambiar de trabajo, de ambiente, alejarme de mi idolatrado hijo y de su infausta madre. Dejar atrás el asfixiante amor que me conducía a uno y el opresor rencor que me profesaba la otra. No sólo había buenas razones para marcharte tú, también para que yo lo hiciera. Esa parte la recitaste tan poco convencida que sentí misericordia ante tu fingido interés, ante tu creciente patetismo. Realmente fue patético, pero muy significativo, muy clarificador. Aunque uno es incapaz de imaginar a la persona amada escupiendo semejantes discursos. Vomitando aquel aluvión de palabras pomposas, absolutamente vacías, que simulaban invitar mientras desahuciaban. Como el maestro de ceremonias en el circo que, con gran cinismo, implica al espectador en uno de los números en el que jamás le permitirá participar.
En absoluto tenías pensado incluirme en la función. Yo ya no cabía en tus planes. Ya habías tomado tus decisiones y entre ellas también las mías. Era sólo una manera de intentar callarme, sólo me comunicabas los mandatos con acento agrio y soberbio. Algo se había quebrado de forma irremediable, ¿sólo por una oferta de trabajo? Todo lo que habíamos construido, lo que teníamos, de improviso, te inspiraba miedo y desconfianza, repulsión, llegué a pensar. No me equivocaba. Sin darte cuenta, eras tú la que justo en ese instante ya lo estabas convirtiendo en algo despreciable. Algún otro resplandor te tenía hechizada, especulé. Tampoco erraba.
Tus maliciosas e inesperadas reflexiones me dejaron tan desconcertado que comencé a pensar que todo cuanto decías quizá fuera una idea acertada. Que tal vez en ello hubiera algo de cierto, de esperanzador. Por un instante me obligué a querer creer que era posible acompañarte, que nuestras vidas no se verían trastornadas, que la distancia no alteraría nada entre nosotros. Tal como lo describías, parecía cosa fácil. Todo iría bien. Sólo habría que esperar que llegara el momento de reunimos allí, sólo unos meses, tal vez. Mientras, nos veríamos de tanto en tanto, iríamos y vendríamos. Pero tan optimista espejismo duró poco. La realidad, como yo temía, iba a ser muy distinta.
Claro que deseaba escapar contigo de todo lo absurdo, de todo lo detestable que nos rodeaba. Cada vez más atenazados por la caótica vida en Madrid, por las maquiavélicas intromisiones de mi exmujer, por los apuros y las obligaciones. Por los compromisos, por los malos horarios, por mis constantes viajes, por tu estúpido trabajo, por el dinero que siempre era insuficiente, por la gente hueca con la que alternábamos. Lejos, tan lejos, de una vida sencilla y sosegada. Alejados de la tierra, de los cercados de piedras cubiertos de musgo, de los torrentes, de las raíces y de los árboles. Tan lejos del silencio. Pero el que proponías no era el camino hacia esa vida, esa que hasta entonces confesábamos añorar y buscar los dos. Eso me hiciste creer hasta ese día. En ese preciso momento deberíamos habernos separado.
No podíamos lamentarnos de nuestra existencia. Si lo piensas, poseíamos mucho más de lo que necesitábamos, sólo lo gestionábamos mal. Teníamos una hermosa casa en la que refugiarnos del mundo exterior, una burbuja de paz y ternura. En ella, la preciosa lentitud se mezclaba con la buena música o las mejores conversaciones. Nuestra casa era entonces un lugar lleno de rincones, de arte, de libros, buenos vinos y buenas verduras hirviendo en los fogones. Una casa íntima, llena de comprensión y misterios, de amor. Sobre todo amor, del mejor que uno pueda imaginar. Era lo más parecido a un hogar que yo había conocido. Mi hogar, nuestro hogar. Yo ya soñaba con llenarlo de hijos. La cocina era una de mis habitaciones favoritas. Siempre olía a madera y a tomillo, luminosa y enorme. La encimera de abedul estaba llena de dibujitos grabados con la punta del cuchillo o el punzón, también pequeños poemas y frases escritas a lápiz. Recuerdo la última que trazaste en francés:
… la felicidad nunca se sirve en lonchas, viene en porciones, como los quesitos… por eso sonríe tan feliz la vaca de la etiqueta.
No sé de dónde la sacaste pero me pareció acertada. Recuerdo tu risa cuando hice un chiste de mal gusto al respecto, abrazándote por detrás, embistiéndote con palpitante ternura, mientras enjuagabas unos platos, «detrás de la vaca que ríe… mi amor, siempre está el toro que empuja», te dije. ¿Recuerdas?
¡Cuántas porciones de felicidad consumimos juntos en esa cocina!, en esa casa. Empaquetadas habrían llenado un millón de cajas redondas o cuadradas. Ahora me oprime su vacío de muerte, me enloquece. Soy incapaz de vencer el frío y el silencio que has dejado. No resulta trágico, sólo evidente, extremadamente real. Como dicen en las películas, parece que «ha llegado la hora».
Quería antes de partir escribirte una larga carta, pero hoy las manos me pesan como toros y resbalan torpes en la arena en que se convierten las palabras. No sé si lo conseguiré. Poco puedo decirte, no quedan gestos, guiños o sonrisas, ni siquiera suficientes lágrimas. Ya se han vertido casi todas. No queda una sola caricia que ofrecerte, una de esas que lo decían todo y aliviaban con su roce. En esta nada, sólo veo pañuelos blancos agitando su crueldad, pidiendo la ejecución de este destino, de esta muerte. En este espacio impenetrable en el que vivo, miro tus fotografías como quien mira el atardecer, como si estuvieras al otro lado de esas ventanitas de papel, detrás del gris, el blanco y el negro, observándome. Busco hallarte, apartarte, pero ni encuentro ni esquivo ni olvido.
Al final caímos en las fauces del desamor, negando al amor cualquier posibilidad. Nuestro delicado mundo quedó desperdigado, hecho añicos. Aunque esta casa guarde aún la luz de nuestra maravillosa y antigua locura, estos corredores llenos de recuerdos me llevan al mismísimo centro del rencor.
Y no quiero caer en eso, te lo juro. Esta casa se ha convertido en el museo de tu ausencia, es un lugar también llamado infierno. ¿Has oído hablar de él? ¿Podrías sacarme de aquí? ¡No puedo más! Haz que pueda irme de aquí…
He guardado en el altillo del trastero las cajas de cartón en las que quedó confinada nuestra vida. El paso de los años convierte las cartas que escribimos en laberintos de palabras sin sentido. ¿Recuerdas cuando cada noche te leía algunas páginas de un libro, algún poema, alguna columna interesante en el periódico? Hoy he leído algo hermoso y muy apropiado. Escucha…
Describir ahora el alto vacío del amor es tarea imposible. El humor y la esperanza agriados, cuajados en traiciones, y mi alma envuelta en el áspero sudario que ajustaste con tus manos. Así está todo. De oculto luto, de luto blanco. Remiendo de olvido los viejos recuerdos mientras se mezclan y se confunden con los recientes recuerdos, que en todo se parecen y recuerdan a los tuyos. Me pierdo en abrazos que no siento, sabiendo que no encontraré en ellos ningún alivio. No hay paz que perdure en los jardines del amor. Allí, el tiempo, en imparable descomposición, corrompe el final de cada día, de cada beso, de cada palabra…
Puedo imaginar, casi sentir, el sosiego de nieve que seguramente te envuelva ahora, allí, en tu casa, en Clermont-Ferrand. Tal vez estés mirando por la ventana, desde la cama, cubierta hasta los ojos. Tal vez busques algo de calor acurrucándote en la almohada, abrazándola o metiéndola entre tus piernas. Tal vez lo hayas encontrado ya en otro cuerpo.
Ante mí siguen esas dos fotografías, hiriéndome.
Puedo también imaginar, casi sentir, el asfixiante calor de aquel día en el mercado de Port Louis, en aquel sucio bar de mesas rojas. El dolor de aquella tarde en que te acompañé al aeropuerto.
Volarías a París y desde allí a Clermont. No podías esperar más. De nada sirvieron mis calladas súplicas ante tu impaciencia y tu determinación. Recuerdo la desconcertante despedida, una más, pero muy distinta de las otras. El sudor nos bañaba, ajustando aún más a tus caderas un ceñido vestido negro que revelaba sin pudor tu fascinante cuerpo. Te deseaba con locura mirando extasiado sus transparencias. Me besaste frugalmente, casi sin mirarme. Luego, caminaste inerte hasta la escalerilla del avión, sin volver la mirada. Te silbé fuerte para que lo hicieras, y te lancé un último beso que apenas pasó rozándote.
En cuanto pusiste uno de tus pies en la escalerilla, comenzó mi loca espantada hasta el parking, y después la carrera por la calzada que recorría la valla exterior del aeropuerto, hasta llegar lo más cerca posible de la cabecera de la pista. En sólo unos minutos, un 340 despegaría desde allí llevándote en su vientre. Lejos, tan lejos del suelo que yo pisaba, hasta un cielo que más que nunca me pareció infinito. Te habían asignado el asiento 14-A, una ventana a la izquierda, si me daba prisa y mirabas por ella me verías. Detuve el coche en el escaso arcén levantando una polvareda, a sólo unos cien metros del asfalto por el que rodaba el avión. Llegué a adivinarte a través de la ventanilla, mirándome. Eso me pareció. Me quité la camisa y subí al techo del Jeep para hacerte señas. Como un auténtico gilipollas, comencé a agitarla al viento desde allí arriba. Y eso hice mientras el Airbus giraba enfilando la pista, y durante toda la carrera de despegue hasta elevarse, ¡como si pudieras verme! ¡Pobre estúpido patético! Saltaba, lloraba y lanzaba al aire besos voladores, impotentes… ¡Cuánto te amaba!, ¡cuánto iba a añorarte! ¡Qué pena que te fueras así!
Debo ir tras ella cuanto antes. Tendré que darme prisa en acabar el trabajo para ir a su encuentro. Eso fue lo primero que pensé. Pero quedaba tanto por hacer. No tardaría menos de tres semanas, y eso era demasiado tiempo. Mientras te alejabas en el avión, la realidad fue cobrando en mi mente una nueva dimensión. Quise o pude comprender y justificar cada una de tus odiosas palabras. En mi desconsuelo, me sentí un absoluto egoísta, un rotundo idiota. Deseaba más que nada poder rebobinar, decírtelo justo en ese instante. Decirte: puedes ir y estar tranquila. Pronto estaremos juntos. Lo entiendo, respeto tu decisión, la comparto, te amo, te ayudaré en todo cuanto pueda. Sé cuánto deseas ese nuevo compromiso, ese nuevo trabajo, y cuánto disfrutarás con él, teniendo además cerca a tu familia. Todo irá bien, mejor que bien. Perdóname. En lo sucesivo, no permitiré que nada nos separe, que nada nos aleje…
Pero la distancia era ya insalvable.
Aún sobre el techo del coche, todavía descamisado, encendí un pitillo sin apartar la vista del cielo. El avión emprendió un pronunciado viraje a la derecha, trepando hacia el norte, difuminándose entre las escasas nubes y los gases de sus cuatro motores. Perdiéndose, dejando atrás millas de nada azul, todo el espacio que ya nos distanciaba. Abajo, los coches que pasaban junto al mío aminoraban la marcha, y sus ocupantes me miraban preguntándose si necesitaba ayuda o si era sencillamente un loco. Al bajar de allí y sentarme al volante, ya sin ti, supe que aquello, más que una despedida, había sido el más inevitable adiós, el más definitivo. En aquel rotundo atardecer, comprendí que no habría besos que guardar para el reencuentro. Una vez más sentí que mi vida, de algún modo, sólo se colmaría en la muerte. Algo que tenía que haber hecho hace tantos años, cuando era invulnerable y tenía el valor. Mucho antes de ti, de todas estas idioteces que ahora me desgarran, mucho antes de volver a concebir la posibilidad de que un nuevo dolor pudiera lacerarme.