En la radio sonó esa misma canción, justo la que escuchaba el día que recibió la noticia de que su padre había muerto. Tal vez por ello, el tema quedó grabado en su memoria de forma indeleble. Tenía entonces dieciséis recién cumplidos, y de eso hacía ya diez años. Después de una década de distancia y olvido, al término de una rara y tensa jornada de trabajo, Adrián está tendido en la cama, desfallecido, completamente agotado. El telón de otra etapa de su vida, tal vez la más colosal, la más esperada, está a punto de alzarse. Tiene que descansar, dormir de verdad, no tan poco y tan mal como en las últimas semanas. Mañana será el gran día, ¡por fin! Ha pasado más de seis horas metido en un simulador de vuelo, a los mandos de un Boeing 737. Con las manos en los cuernos y los pies en los pedales, pulsando interruptores, accionando palancas, sudando la tinta que sudan los pájaros. Preparándose para la prueba definitiva, para el examen y la suelta finales. Aterrizando y despegando en medio de la tempestad, una y otra vez. Resolviendo paradas de motores, pérdidas de combustible, fallos hidráulicos. Luchando contra endiabladas rachas cruzadas o endemoniados vientos en cola. Perfeccionando técnicas y destrezas que te salvan de la muerte, a ti y a los cientos de personas que llevas detrás. Aprendiendo una vez más a salir airoso de las cizalladuras, a evitar o escapar de las corrientes que pretenden tirar al suelo aviones cargados de almas.
Todo por si un día…
Atardece. La iluminación es tenue, la habitación está moteada de sombras y luces que alumbran o esconden pequeños recuerdos. Fotografías, objetos que le cuentan quién fue, quién es, de dónde proviene, qué dejó atrás. Todo quedó al otro lado del océano, ¡tan lejos! El chico trotamundos salió de su hogar un día ya lejano, con apenas veinte años, y se marchó a Estados Unidos. Así solucionó en parte la tristeza, alejándose, haciendo camino al elevarse y al descender, una y otra vez. Siempre quiso ser aviador, como su abuelo, como su tío, y por fin estaba a punto de conseguirlo. Eso parecía. Pronto se licenciaría, podría pilotar en alguna línea aérea. Ya estaba cualificado para navegar con determinados tipos de aviones. Era sólo cuestión de tiempo, de búsqueda, de paciencia, de presentar solicitudes aquí o allá. Encontraría trabajo, eso era seguro. Tal vez regresaría pronto a España, pilotaría en Iberia. El sueño estaba a punto de cumplirse, podría seguir subiendo allí arriba unas horas todos los días, la mayor parte de los días de su vida. ¡Qué hermosa y conmovedora idea! Pensaba en ello con cierta melancolía cuando sonó otra vez esa canción, por completo azar. A la vez alguien llamó con insistencia a la puerta de su apartamento. Una molestia imprevista. Aturdido, con extrañeza y desgana, estampó su firma, la hora y la fecha, donde le indicó el mensajero de Fedex.
A las 19.26 h, del 6 de octubre de 2006, Adrián Vaissé. No esperaba ningún paquete. Encendió una de las lámparas por romper la penumbra y ver mejor la consigna. Lo enviaba su madre desde Madrid. Palpó el sobre con extrañeza, tal vez contuviera un libro no muy grueso. Rasgó la impenetrable bolsa de plástico con la ayuda de la punta de un cuchillo. Dentro del envoltorio oficial, otro sobre nuevo y almohadillado. Y en el interior de éste, otro paquete de aspecto vetusto, meticulosamente atado con unas vueltas de cordel. Tenía la apariencia de haber viajado mucho, durante largo tiempo, dando vueltas por ahí hasta llegar a sus manos. Ni una nota de mamá explicándole. Eso hizo aumentar su estupefacción. Se dejó caer sentado en la cama con el insólito envío sobre las piernas. Estaba expedido en Bamako, y había llegado a España desde África, desde Malí. Bajo una docena de bellos timbres africanos y otros tantos descoloridos e ilegibles matasellos, con letra que le resultó muy familiar, estaban escritos su nombre y sus antiguas señas, la dirección de la casa en la que vivía con su madre.
Adrián Vaissé
Camino de Navahonda, 7
28290 Robledo de Chavela (Madrid)
Spain / Spagne
Al otro lado del sobre, en el remite, con la misma caligrafía marchita y conocida, algo que le golpeó el centro del alma rompiendo una espesa bruma del pasado: el nombre de su padre. Sólo eso, su nombre, Luis, y algunas estrellitas dibujadas con rasgo veloz e inconfundible. Sostuvo el fardillo largo tiempo entre las manos y aún le dio varias vueltas antes de decidirse a abrirlo. ¿Qué era aquello? ¿Qué podía ser? Cortó con cuidado el cáñamo y lentamente desplegó sobre la cama el precario embalaje. Retiró primero el papel de estraza lleno de manchas que lo envolvía todo, luego un par de viejas hojas de periódico, dos pliegos enormes y amarillentos de Le Matin du Mali. Por fin descubrió el contenido. Era un cuaderno de color ocre, cubierto de polvo y arenilla. Uno de esos librillos de dos líneas que se usan en los parvularios. En el anverso había unas palabras impresas en francés: «Cahier-Le réveil qui sonne». Debajo de éstas, un pequeño despertador dibujado con ingenuidad. Echó un rápido vistazo a las páginas. Todas parecían profusamente escritas a lápiz con la misma caligrafía, con aquellos trazos tan sabidos que sacudieron con fuerza cualquier serenidad…