PREPARANDO SAKA-SAKA

El resto del vuelo transcurrió sin más. Sin apenas darnos cuenta. A un punto, todavía medio dormido, sentí que los motores deceleraban suavemente. El avión comenzó su lento descenso hasta la pista 06/24 del aeropuerto internacional de N’Djili. Minutos después sonó la campanita de aviso y se iluminaron las luces de «No smoking. Fasten seat belts». El comandante, con voz serena, informó que aterrizaríamos en unos quince minutos. En Kinshasa el cielo estaba despejado, la temperatura era de 25°, la humedad superaba el 90 por ciento y soplaban brisas suaves del suroeste. Papá despertó preguntándose dónde estaba. Aún tuve que convencerle de que estábamos llegando a África, parecía haber olvidado entre sus sueños cualquier atisbo de realidad. Era difícil para él aceptar que, más de treinta años después, regresaba a aquel insólito país en el que vivió años peligrosos, intensos y felices. Ese lugar salvaje que un día le cobijara tras su fuga de Madrid, huyendo de dos hembras quebradas. El lugar en el que dejó varios años de su vida, otra mujer y un hijo más. Allí quedaron Collette y Mukerembe. Un asunto del que papá jamás había vuelto a hablar. Nunca le oí mencionarlos, nunca quiso volver a tocar el tema. Era tabú. Seguramente poco existiría ya de todo lo que él conoció y amó. Aunque algo no había cambiado. La mayor parte de África seguía mancillada por el caos, el hambre y la miseria que un día sembraron y alentaron unos pálidos extranjeros sedientos de riquezas.

Uno. Cinco. Quince. Veinte. Veinticinco. Treinta, ¡full flap!

La tripulación del 747 fue desplegando los hipersustentadores progresivamente hasta extenderlos por completo y bajaron el tren de aterrizaje. El avión tomó tierra dócilmente, luego rugió, vibró y se estremeció frenando, abanicando levemente las alas hasta detenerse por completo y casi en silencio al final de la pista. Viró 180° y rodó muy lentamente hasta el estacionamiento, frente al edificio de la terminal. Las azafatas desarmaron las rampas y abrieron las puertas. Pasó aún un buen rato hasta que llegaron las escalerillas. La sofocante atmósfera africana inundó de golpe el interior de la aeronave, impregnándola de un aroma inconfundible. Un tufo denso y acre, un bochorno lánguido, húmedo y pastoso que antes de bajar ya nos había empapado el alma y la ropa. Comenzamos a sudar de verdad, como sólo se suda en los trópicos. Tuvimos que desembarcar tras los últimos pasajeros. Papá necesitaba una silla de ruedas que no llegaba. Seguía sintiéndose confuso, mareado. El largo viaje, los cambios de presión, el asfixiante ambiente le habían dejado exhausto, como ido. No empezaba bien la cosa. Al fin, llegó la asistencia con la sillita y nos bajaron en uno de esos elevadores que utilizan los servicios de catering para cargar en los aviones contenedores llenos de bandejas. Nada más llegar a la terminal del aeropuerto comprendí que había regresado a África, que habíamos regresado. Una lentitud exasperante lo dominaba todo, una ineficacia que puede complicar, incluso arruinar, cualquier posibilidad de disfrutar de un buen día, de un buen viaje. No teníamos visados, un asunto en el que apenas había vuelto a pensar desde que salimos de España. Surgieron las primeras complicaciones. No nos permitieron atravesar el control de pasaportes, ni siquiera para recoger nuestros equipajes. De poco sirvió que les implorara, que les intentara explicar la situación, viajaba en compañía de un anciano medio impedido, era evidente. Pero se mostraban tan lerdos como implacables. Nos aparcaron en una salita infecta, en la que el único aparato de aire acondicionado no funcionaba. Casi una hora después apareció un oficial obeso, de aspecto jovial, que hablaba chasqueando la lengua, pegándola al paladar con cada palabra que decía y con el que resultó casi imposible entenderse en cualquier idioma. El tipo transpiraba de tal modo que el sudor descendía formando caudalosos ríos por su rostro. Intentaba constantemente contenerlos secándose la cara con un pañuelo infecto. El hediondo líquido inundaba las cuencas de los ojos irritándolos, cegándolos. La secreción, como una extraña marea, bajaba a oleadas por su frente estancándose en las cejas, en los párpados, cayendo luego a cataratas hasta resbalar por sus grotescos y risueños mofletes. Era negro como la noche más negra y también un completo estúpido. Su incompetencia y su incapacidad me hicieron exasperar. Mi impaciencia crecía cada vez que miraba a mi padre postrado en la silla, asfixiado de calor y medio inconsciente. Le obligué una vez más a beber agua, toda el agua que pudiera. Temí que pudiera deshidratarse. Para empeorar la situación, al reclamo de mi cada vez más encrespado tono de voz, aparecieron dos funestos policías con intención de poner orden. Por fortuna uno de ellos hablaba un perfecto y pausado inglés. Una vez conseguí explicarle la situación y después de soltar varios billetes de veinte dólares a cada uno, la trama pareció entrar en vías de solución. Apareció otra funcionaría arrastrando los pies dentro de unas chancletas floreadas. Era tan gruesa como el primero, pero mucho más eficiente y simpática. Ella puso las cosas en su sitio. Echó casi a patadas a los tres patanes que nos habían retenido para nada y nos acompañó a otra estancia, mostrándose muy amable con mi padre. Ella misma empujó la silla de ruedas. Consiguió que nos sirvieran un té y unas pastas, y lo más importante, que nos trajeran hasta allí las maletas que yo empezaba a dar por extraviadas. Luego, segura y sonriente, se marchó con nuestros pasaportes prometiéndonos que todo se iba a arreglar. No mentía pero cuando regresó con los documentos en regla, ya habían pasado más de tres horas desde el aterrizaje. Tuve que pagarle un precio desproporcionado por los visados. Seguro que ella se llevó también su parte pero poco importaba ya. Con los salvoconductos sellados y las visas válidas para treinta días, pudimos por fin salir de allí. Conseguimos un mozo que cargó con nuestro equipaje y tomamos un taxi que por fin nos llevó hasta el hotel.

Mientras recorríamos los veinticinco kilómetros que separaban el aeropuerto del centro de la ciudad, la cara de papá se fue transformando. Recobró cierto color. Pasó todo el trayecto mirando por la ventanilla, abstraído, fascinado como un niño, con la nariz pegada al cristal. Me recordó a Adrián. Creo que entonces fue consciente de dónde estaba, de qué le había llevado hasta allí, de la cantidad de recuerdos que guardaba casi intactos. Éstos parecieron ir revelándose en su memoria con nitidez a medida que avanzábamos hacia el centro de Kinshasa, por las calles de la que para sus ojos seguía siendo Leopoldville. Nos alojamos en el Gran Hotel Kinshasa, en la avenida Batetela. Un mastodonte blanco de veintidós plantas a orillas del río Congo que rompía todas las reglas de la contención, el entorno y el paisaje. Nada del otro mundo. Era el único cinco estrellas de la villa, aunque no merecía más de tres. El servicio era pésimo, resultaba casi imposible entenderse con el personal y a primera vista la habitación me pareció húmeda, triste, demasiado ostentosa, decadente. Pero todo eso importaba poco. La nuestra estaba en el quinto piso, la 505. Los ascensores funcionaban, el aire acondicionado también, incluso en exceso, las camas eran cómodas, el agua de la ducha salía caliente y con fuerza. También tenía una televisión con un montón de canales vía satélite, incluso un mando a distancia. El servicio de habitaciones funcionaba las veinticuatro horas. ¿Qué más podíamos pedir por ciento treinta dólares al día? Pedí unos sándwiches y unos refrescos, algo de fruta, unas botellas grandes de agua mineral.

Llené la bañera y ayudé a mi padre a darse un buen baño que le desestresara, que le aliviara un poco después de tantas horas de viaje. Le froté bien por todo el cuerpo y lavé su cabeza enjabonándola y masajeándola con mimo. Se mostraba dócil y silencioso, sumiso. Apenas decía palabra y todo lo que yo le proponía lo acataba sin rechistar, cosa rara. Le puse el pijama, unas pantuflas confortables y le sequé el pelo peinándolo con esmero. Luego descorrí por completo las cortinas y acerqué un sillón a la ventana. La vista era magnífica. Abajo, unos metros más allá de las ostentosas piscinas del hotel, la cochambrosa ciudad en torno. Y un poco más allá el caudaloso Congo. Y al otro lado, en la otra orilla, se adivinaba ya Brazzaville. Aún más lejos parecía poder contemplarse incluso Punta Negra, frente al océano. Se sentó allí a admirar y esperar mientras yo me duchaba. Disfruté un buen rato del chorro golpeándome en la espalda, justo hasta empezar a sentirme culpable. Allí la mayor parte de la gente podría beber todo un año con los litros que yo derrochaba. Salí del agua envuelto en un enorme albornoz. Desde el baño escuché su voz preguntarme algo muy quedamente. ¿Qué has dicho papá?…

—Me has traído aquí a morir, ¿verdad?… —repitió.

—No… Te he traído aquí a vivir lo que nos quede.

—¿Por qué hablas en plural? Tú eres sólo un crío.

—Nunca se sabe, papá. Nunca se sabe…

—Es extraordinario poder ver esto otra vez. Sólo por estar aquí sentado y echar un vistazo, ya merece la pena haber venido…

—¡Vaya!, no sabes cuánto me alegra oírte decir eso.

—Deberías llamar a tu madre… y a Nadia. ¿No?

—Luego lo haré —mentí—. Estoy agotado.

—También a Adrián. Deberíamos haberlo traído con nosotros…

—No puede faltar al colegio tanto tiempo, además…

—Yo tendría que llamar a Collette y a Muke, seguro que están preocupados… —desvarió.

—Eso será muy complicado, papá.

—Me estarán esperando. Estarán intranquilos. No les he dicho nada…

—Papá, tal vez Mukerembe y su madre ya no vivan aquí. Puede ser incluso que hayan muerto. ¿Lo entiendes? Ha pasado mucho tiempo…

—Ayer mismo los dejé en el Pourquoi Pas.

—Déjate de estupideces, de eso, de ayer mismo, papá, hace ya más de treinta años, ¿lo entiendes? Estás muy cansado, deberías acostarte un rato…

—No estoy cansado, sólo un poco despistado…

—Ahora voy a afeitarme, abre si llaman a la puerta. Será la comida, ¿vale?…

—Tengo hambre.

—Yo también. ¿Quieres que encienda la tele?

No me contestó pero lo hice. Acababa de embadurnarme en pasta de afeitar cuando el camarero trajo el almuerzo. Firmé la nota, le di una buena propina y cerré la puerta con pestillo, por si a papá le daba por salir. Ya en pijama los dos, nos sentamos a comer unos sándwiches frente al televisor. El mundo está emponzoñado en las ondas hertzianas. En África o en Asia puedes consumir las mismas gilipolleces que en Europa o en América. La globalización del planeta, la peor, la más peligrosa, está en la estupidez televisiva y publicitaria que a todos nos iguala, sin distinción de razas o creencias. Pero a papá le gustaba mirar la televisión. Mirar y no ver nada, como la mayoría. Cambiaba una y otra vez de canal, sin ton ni son, en apariencia. Después de zapear un buen rato se detuvo en un programa que emitía la NBC: «El Show de Selina Scott». Con la monótona voz de la presentadora quedé profundamente dormido.

Amanece. Me desperezo frente al ventanal. Preparo un café. Sirvo una taza negra y generosa. Abro la ventana, huelo, observo y escucho. El día despierta fresco, pero será sofocante y húmedo. Un intenso olor a ozono lo invade todo después de una noche de aguacero y tormenta. África despierta, comienza a rugir. A veces suena como una viola o un violonchelo, pausada y profunda, elegante e inalcanzable. Otras, como un vetusto acordeón con el fuelle rasgado, atropellada, desentonada, crispante, patética. Tristísima. En ocasiones relumbra como el ámbar, el diamante o la esmeralda, otras tiene el hosco aspecto del carbón o el pedernal, del estiércol. Todo en sus vastos territorios parece peregrinar a medio camino entre el milagro o el desastre, trotar sin freno por el filo de los abismos o estar asentado y detenido en la más absoluta y llana pereza. Nada más pisar su suelo notas nítido bajo tus pies el pesado girar de la tierra, la sorda vibración de su parsimonioso mecanismo. Un rumor sordo y profundo, casi imperceptible, que hace tremar levemente toda su superficie y todo cuanto hay sobre ella, incluida tu alma. Allí puedes sentir, como en ningún otro lugar, el verdadero peso de la gravedad, esa fuerza misteriosa que nos mantiene pegados a la esfera. Una marea de sudor salobre corrobora nuestra condición de seres hechos de agua y de sangre. Cuando descansas recostado en su suelo, algo en el aire, en la tierra, un raro magnetismo, te hace sentir si estás cabeza abajo mirando al sur, atravesado de este a oeste, o bien orientado al norte. África te aturde con sus fulgores y te aterra con sus tinieblas. Vivirla, sentirla, contemplarla, te taladra los sentidos, para bien y para mal, agotándolos, dejándote exhausto. Es absolutamente deslumbrante hasta en la más absoluta oscuridad. La mirada no está acostumbrada a tanta y tan rara belleza, a tanta y tan inaudita fealdad. El oído no puede abarcar todos sus matices sonoros sin inquietarse, sin aterrorizarse en sus sordinas de muerte o ensordecer en el retumbar de sus exaltados alborotos y atabales. Sin hechizarse en los extravagantes cantos de sus aves, en los insólitos sonidos que decoran los silencios, provengan de las bestias o los hombres. Puedes enloquecer en el sigilo de sus arcanos desiertos de arenas, pedruscos o forestas. Es imposible no alucinarse en los hipnóticos ritmos de sus músicas y sus danzas, en el latir de los tamtanes que acompasan la vida, que lo son todo para los africanos, carta, corazón y campanario. Su aroma puede embriagarte como los más delicados inciensos y perfumes o demolerte asfixiado en aires definitivamente fétidos, en la esencia misma de la putrefacción. Su piel tiene el tacto suave del marfil bruñido o la seda más fina, pero también todas las asperezas que uno pueda imaginar ajando su corteza. Lamerla, saborearla, puede llevarte al éxtasis o matarte de asco y de sed. Puedes morir de calor o de frío, de pena o alegría, de dolor o placer. No hay términos medios en África, no hay tibiezas, todo allí vive o muere en contrastes imposibles, bellísimos o repugnantes, mansos o feroces. Celosa de sus secretos, de su realidad, de sus fantasías, de su tiempo, se contrae o se dilata dependiendo de cómo vengan los días y las noches. En sus relojes un tictac no dura un segundo, todo sucede mucho más veloz o de forma exasperadamente lenta. El espacio que separa nacimiento y muerte suele ser efímero, tal vez por eso las vidas africanas transcurran siempre lánguidas, en algo delirantes. África, aparentemente ocupada en hacer nada, no concibe la prisa, ni frecuenta en exceso la eficacia o la justicia. No espera ser comprendida, su verdadero ser no es de nuestra incumbencia, no es atributo de los blancos alcanzarla, entenderla. Sólo se abre, y sólo en parte, ante aquellos que sabe se acercan para amarla, para venerarla con humildad, con enorme respeto, sin hacer demasiadas preguntas, pues ella no encontraría respuestas que ofrecernos. África parece vivir eternamente condenada al peor de los tribalismos, a la más infame de las desesperaciones, al hambre o a las hambrunas más atroces. Ahogándose siempre en la sed insaciable y en los anhelos imposibles. Asida con aparente ingenuidad a las impúdicas manos de gobernantes casi siempre corruptos y crueles. Caminando o nadando con torpeza en el más abundante sufrimiento que uno pueda imaginar.

En un rincón de ese escenario comencé a moverme con mi aturdido padre. La primera mañana, nada más salir a la calle, después de un buen desayuno en el hotel, me pregunté ¿y ahora qué? ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué hago yo aquí en compañía de un anciano medio impedido? En la recepción me entregaron las llaves y la documentación del coche alquilado, un Toyota Tacoma de color rojo. Un pick-up todo terreno, enorme, cómodo y bastante bien cuidado. El vehículo apropiado, pensé, para movernos por las calles y las pistas en mal estado, a veces llenas de trampas y baches. Después de recoger el auto y lamentar lo complicado que resultaba para el viejo subir y bajar de él, le pregunté qué quería hacer, si tenía especial interés en visitar alguna zona de la ciudad, el barrio de Thysville, en la colina roja, o los alrededores del aeropuerto, o si le apetecía deambular por la ciudad paseando sin prisa. Imaginé que iba a dudar, pero su respuesta fue tajante, quiero ir al Pourquoi Pas.

¿Cómo encontrarlo? ¿Cómo explicarle que eso era imposible? Lo más probable es que ese local hubiera dejado de existir hacía décadas, le insinué. Insistió como un niño caprichoso. Una búsqueda inverosímil podía ser un buen comienzo, intenté consolarme. Y ¿por qué no? Recorreríamos la ciudad hasta llegar a la zona del aeropuerto, le propuse. Por el camino podría intentar reconocer algún lugar, alguna esquina. Avanzamos lentos por el bulevar 30 de Junio buscando salir del centro. Tuerce a la derecha por la avenida Kasa Buvu, sigue todo recto hasta el bulevar Sendwe, luego coge a la derecha por el bulevar Lumumba, nos llevará hasta el aeródromo, y no corras. Mi copiloto salió de su mutismo convertido en un eficaz guía. Cerca de aquí, en la barriada de Matete (lo que al pasar me pareció un suburbio infernal y peligroso), vivía parte de la familia de Collette, aseguró papá. Iba recuperando la memoria a medida que avanzábamos, recordando recovecos de la urbe, calles y avenidas. Las que recorrió mil veces al volante de su viejo Opel Kapitán, un modelo de los años cincuenta que compró al poco de llegar al Congo y que aún recordaba con nostalgia. El coche que más le había gustado en su vida, añadía siempre al hablar de él. Poco había cambiado la ciudad, al menos en lo esencial. Kinshasa seguía siendo Leopoldville. Bochornosa, sucia, violenta y caótica. Un indescifrable y «jodido caos», muy común en todas las capitales del continente, en el que parece imposible que nada pueda funcionar con cierta cordura. El tráfico era diabólico. Pasamos más de dos horas deteniéndonos en embotellamientos de aspecto irresoluble que de improviso, de forma inexplicable, se deshacían en locas carreras y adelantamientos suicidas. Los peatones, los asnos, las bicicletas y las motos competían con miles de automóviles destartalados o flamantes, con vetustas guaguas abarrotadas de gente, bultos y animales. A cada parón, un ejército de pequeños mendigos asaltaba literalmente nuestro coche. Casi toda la ciudad está tomada por los shegués, los niños de la calle, huérfanos en su mayoría que se afanan en conseguir unas monedas por las buenas o mediante la rapiña. Apenas te alejas de las pocas y más cuidadas calles del centro, mejor asfaltadas, todo es miseria y abandono, inmundicia. Cientos de kilómetros cuadrados de desventura y pobreza. Un deterioro infinito que convive con naturalidad con los retazos capitalistas de un escaso, tardío e inútil progreso, que casi siempre frena en seco la más absoluta corrupción. Así habían estado las cosas bajo la viciada dictadura de Mobutu Sese Seko, y así seguirían, incluso podrían empeorar. Todo el país estaba sometido a la bota de su despotismo. Un gigantesco territorio (unas cinco veces el de España) asolado por guerras interminables, en el que cualquier atisbo de dignidad humana, cualquier derecho, era violado por sistema y con absoluta impunidad.

En las calles de la «moderna» Kinshasa, los pocos edificios nuevos contrastaban con centenares de viejas y ruinosas construcciones. Las pocas zonas residenciales que aún subsistían se ahogaban cercadas por miles y miles de chabolas que formaban barriadas infectas. Durante los años que pasó allí, papá vivía cerca del aeropuerto N’Djili, en un lujoso «gueto». Villas y residencias de estilo colonial, muchas de ellas levantadas en los dorados años veinte. Preciosos chalets que sólo ocupaban ciudadanos extranjeros, blancos en su mayoría. Algunos habían resistido, restaurados con mayor o menor acierto, otros se caían de viejos. Ya lo eran en los sesenta. Muy cerca del desastroso aeropuerto, poco antes de un paso a nivel, encontramos la desviación hacia Camp Ceta, cerca del lugar que ocupó la sede de operaciones de la ONU en los tiempos que mi padre vivió en el Congo. El mismo lugar que ahora ocupaba el Centro de Entrenamiento de Tropas Aerotransportadas. Por allí, dispersas, seguían en pie algunas de esas villas privilegiadas. Nada más atravesar las vías del ferrocarril tomamos por una pista a veces asfaltada, a veces embarrada, surcada por profundas zanjas. Un par de kilómetros después un grupo de gendarmes y militares bien armados nos detuvo sin contemplaciones. Después de unas turbias explicaciones, después de soportar durante un rato sus absurdas y amenazadoras mofas racistas, al comprobar que éramos sólo turistas blancos, nos permitieron continuar. Ascendimos un buen trecho por la suave pendiente hasta llegar a la cima de la colina. Desde allí se contemplaba todo el perímetro del aeródromo N’Djili. Nos detuvimos y descendimos del coche. Mientras yo encendía un cigarrillo, papá miró en torno suyo intentando acordarse, probando a ubicar el paisaje en su memoria, ansiando encontrar el lugar en el que estaba su casa. En aquel tiempo los DC-7 de Sabena y los Hércules de Naciones Unidas, me dijo, despegaban o aterrizaban en esa pista haciendo temblar los cristales con el rugido inconfundible de sus motores. Cuando papá no volaba pasaba muchas horas en la torre de control como oficial de tráfico aéreo. Esa misma torre seguía ahí abajo, ya en desuso pero avizora, vigilando el ir y venir de aviones muy distintos a aquellos que papá guardaba en su recuerdo. Arriba, en el interior de la cúpula acristalada, pasó muchas tardes y noches sintiéndose un ser afortunado. Sólo por eso, por poder estar allí y mirar alrededor con sus prismáticos, atento al radar y a las radios, deleitándose en la extraordinaria sensación de camaradería que le unía a sus compañeros. Era el lugar más acogedor que recordaba, casi tanto como las cabinas de los aviones que entonces pilotaba yendo y viniendo hasta Stanleyville o Kigali, cargado de tropas y material. Pasamos un buen rato observando. Abajo, entre todas las casas que poblaban la falda del cerro, papá creyó reconocer aquella en la que había vivido. O lo que quedaba de ella. Bajamos callejeando por la colonia entre tramos pavimentados y otros de limo rojizo. Al fin la encontramos. Era la casa. La misma que mi padre había compartido durante varios años con su buen amigo Nus. Allí estaba, destartalada pero aún en pie. Incluso yo reconocí el caminillo, el porche, la entrada, aquello que aparecía en las viejas fotos de mi padre. El portón de acceso estaba asegurado con unas vueltas de alambre de espino. También con una gruesa cadena de la que pendía un herrumbroso candado abierto, completamente inservible. Alguien había colgado un cartel con una advertencia mal escrita a mano y en francés: «No pasar, propiedad privada». Liberé la puerta y entramos no sin cierta aprensión. Nada más cruzar el umbral, una brisa extraña sopló desde adentro acariciando nuestras mejillas y el mundo pareció quedar en silencio. El cielo se puso triste y durante unos minutos lloviznó. Cayeron lágrimas calientes, llantos tropicales. Papá estaba muy excitado por el hallazgo, tremendamente emocionado. Feliz y afligido a un tiempo. Una frondosidad oscura y asfixiante había invadido lo que antaño fuera un acicalado jardín cubierto de césped. Madreselvas y buganvillas, después de años de anárquico crecimiento, se retorcían entrelazando los colores de sus floridas ramas, oprimiendo las pilastras hasta casi quebrarlas, desmenuzando lentamente el cemento, las piedras y los ladrillos. Sobre el tejado, en parte hundido, sólo duraban unas cuantas tejas rotas de pizarra negra. En los enormes ventanales apenas quedaban cristales y los que había estaban rotos a pedradas. Las puertas y sus cercos ya no existían, las habían arrancado de cuajo. Hasta las cañerías y los cables habían sucumbido a los saqueos. La abombada techumbre daba la impresión de ir a derrumbarse en cualquier momento. Todo dentro o fuera de la casa amenazaba ruina, destilaba desolación. Papá cojeó arrastrando su figura por las demolidas habitaciones, una por una, apartando ramas, vidrios y cascotes con su bastón. Algunas ratas enormes escapaban al advertir nuestra presencia como espíritus grises y fugaces. Yo le seguía en silencio. Se detenía y miraba como si sus ojos pudieran ver aquel escenario horrendo transmutado por el esplendor de su recuerdo. De tanto en tanto sonreía como si alguna imagen antigua y radiante, durante un santiamén, hubiera iluminado su frente. Murmuraba para sí, como si charlara con alguien, pero no era conmigo. Viéndole pasear por las estancias fantasmales, pensé que tal vez había merecido la pena llegar hasta allí. En ese instante, mi padre sintió certera la dicha de haber podido regresar y echar un vistazo a las decrépitas escenas de su pasado. Pasamos allí algo más de una hora. La fatiga empezaba a ser notable en él cuando le pedí que nos marcháramos. Debíamos regresar al hotel. Comeremos algo y luego echaremos una buena siesta, le propuse. Le pareció una buena idea, estaba muy cansado. Antes de salir, papá se agachó con dificultad y arrancó una de las amapolas que coloreaban lo que quedaba del jardín. La guardó con ternura en el bolsillo de su chaqueta y luego subió al coche sin volver a mirar atrás. Pasó el camino de vuelta hablando sin parar.

La pista de N’Djili le parecía más larga, más ancha, todo era a sus ojos más grande que entonces. Como la ciudad, como yo, como todo. Recordaba Leopoldville como una nave perdida en una inmensidad verde y difusa. Una ciudad a la deriva rodeada por una jungla que seguía siendo impenetrable. En la inmensidad de sus recuerdos, todavía habitaban animales feroces y tribus caníbales sedientas de sangre. Amenazas de un lugar inhóspito que él sobrevolaba casi todos los días. Como el imponente cauce del río Congo, que serpenteaba durante miles de kilómetros surcando y alimentando esa espesura. Como «una inmensa serpiente con su cabeza oculta en el mar y su cola perdida en las profundidades de la tierra», escribió Joseph Conrad. Realmente en aquellas selvas latía sordo el verdadero «corazón de las tinieblas». Había leído cien veces ese libro. Siguió rememorando. Él y sus amigos, sus excelentes compañeros, después de cada misión solían ir a divertirse al que llamaban «barrio europeo». En Thysville se amontonaban algunos de los bares y restaurantes que ellos frecuentaban. Abrían hasta muy tarde, algunos hasta bien entrada la madrugada. Allí bebían bourbon y escuchaban buena música en directo. Recordaba una peculiar orquesta, la Okáfrica Jazz Band, que mezclaba el sonido del tamtan y el likembe con los del saxo, el clarinete y la guitarra. En esas calles estaban también las más suntuosas villas de Leopoldville. Pero sus antros favoritos estaban en el barrio de Poto-Poto, en Brazzaville, al otro lado del gran río. En ellos encontraban las más bellas putas. Mujeres muy jóvenes, deliciosas, que «amaban» la delicadeza y la generosidad de sus pálidos y ocasionales amantes. En Chez Mingiedi, el Dollar, Lolita o Chez Tintín, donde incluso preparaban algo parecido a una paella. En todos esos locales eran siempre bien recibidos, como los mejores clientes.

Busqué en la radio algo que amenizara los brutales atascos que encontramos de regreso al hotel y amortiguara la monótona charla de mi padre, que ya desembocaba en una sucesión de «lances» de juventud, entre buenos camaradas y mejores prostitutas. Sintonicé una emisora, Radio Okapi, ponían buena música, un poco de todo, hasta canciones de Julio Iglesias. Nuestro compatriota cantaba en francés, ne me parle plus d’amour, laisse faire le silence…, mientras papá hablaba y hablaba perdido en sus tarambanas recordaciones. De pronto dio un respingo en el asiento y su rostro y sus ojos parecieron iluminarse. Agarrándome la mano que tenía sobre la palanca de cambio exclamó emocionado: Pero qué idiota soy, ¡ahora me acuerdo! ¡Allí estaba el Pourquoi Pas!, en Brazza, y no en Leopoldville. Ahora lo recordaba bien. Estaba en algún rincón del barrio de Poto-Poto. Allí conoció a Collette. Allí empezó todo. Ése debía ser el punto de partida, me dijo con impaciencia. Te aseguro que mañana intentaremos ir a Brazza, le prometí, lo intentaremos, pero ahora debes descansar, debemos descansar. Ya has tenido suficientes emociones por hoy, ¿no te parece?

De Kinshasa a Brazzaville hay pocos kilómetros, cinco o seis. En la recepción me recomendaron que para ir tomáramos un cent-cent, un taxi, mejor que nuestro coche. Nos proporcionaron uno de confianza. Cruzar el río y la frontera podía ser muy complicado, y el tráfico en la laberíntica Brazza sería, me prometieron, aún peor que en Kinshasa. Tuve que ofrecer una generosa suma al chófer, un tipo mayor que parecía espabilado y honesto, para que ese día se dedicara a nosotros en exclusiva. Lo normal hubiera sido recoger viajeros por el camino hasta llenar el coche, ése es el concepto de «transporte colectivo» que tienen en general los africanos. Taxis y autobuses viajan siempre abigarrados, completamente repletos de clientes. Le pagué la mitad de lo acordado antes de salir para que eso no ocurriera. Avanzamos lentamente por el paseo Alberto en dirección a la frontera entre Zaire y la República del Congo. Las dos naciones, las dos ciudades, llevan una eternidad separadas legalmente, pero sus habitantes siguen hermanados a pesar de los odios ancestrales que también comparten. Un trasiego incesante unía las dos márgenes, el mismo bullicioso ir y venir de cuando pertenecían a un mismo país. En cierto modo, Brazzaville, fue en tiempos un apéndice de Leopoldville, un enorme barrio más. Con el tiempo se convirtió en una poderosa capital llena de misterios desterrados. Nos llevó más de dos horas coger uno de los ferrys que cruzan las turbias aguas divisorias. Iban atestados y navegaban penosa y lentamente, luego, los funcionarios de aduanas eran aún más parsimoniosos que los barcos. La tensión en el paso fronterizo era evidente, se notaba sobre todo por la enorme presencia de militares a uno y otro lado. Muchos zaireños iban cada día al mercado de Brazza a comprar o vender animales o mercancías y viceversa, multitud de congoleños atravesaban el río en dirección a Kinshasa. Las colas de gente y vehículos para embarcar o desembarcar eran eternas, me arrepentí de haberme aventurado con mi padre en ese desbarajuste. Pero él estaba empeñado en ir a toda costa, en buscar al otro lado. Las dos ciudades están una enfrente de la otra, cada una en una orilla, mirándose con repulsión y nostalgia, cerca del lugar en el que las aguas del Congo dejan de ser navegables. Más allá, está la infranqueable Puerta del Infierno y sus torrentes imposibles de descender o remontar. Sus aguas bajaban tan revueltas como el país en esos días. A mediados de los noventa, la situación en el Congo era dramática, especialmente dramática. La tensión ante la posibilidad de otra inminente guerra se notaba ya por todos los rincones. Aún chorreaba reciente toda la sangre derramada en los Grandes Lagos, el genocidio en Ruanda y Burundi, las matanzas a machetazos y pedradas entre hutus y tutsis, unos tres millones de personas perdieron la vida de forma terrible. Luego llegaron las avalanchas de víctimas expatriadas. En 1994, más de un millón de ruandeses, la mayoría hutus, entraron en el Zaire huyendo de la carnicería. Aquello desestabilizó aún más la ya inestable región: Los tutsis bayamulengues, sintiéndose abandonados por Mobutu, se iban a rebelar contra el tirano de la mano de Laurent Kabila. Después de todo aquel horror, la cruzada contra el corrupto Mobutu Sese Seko parecía ya imparable. El del Congo es conflicto eterno, eternamente olvidado, sobre el que las televisiones raramente enfocan los objetivos de sus cámaras, ocupadas en guerras más «productivas», más interesantes para los espectadores. Guerras asépticas, terapéuticas, en las que se emplean soldados cada vez más estúpidos y armas cada vez más inteligentes. Guerras atractivas, controladas, televisadas en directo. Mientras, lo que sucede en muchos lugares de África, las muertes de millones de personas, pasan casi desapercibidas en Occidente, casi ocultas, tergiversadas. Cuando se cuenta, todo parece quedar resumido a una lucha salvaje entre salvajes negros, seres extraños e irracionales, que se matan unos a otros por razones incomprensibles, completamente incoherentes. Y en los titulares, cuando los ocupan, aparecen los mismos nombres y apellidos, los mismos miserables que ya estremecían y sangraban el país cuando mi padre lo conoció, o sus descendientes, haciendo todavía de las suyas. El Zaire pronto se iba a convertir en la República Democrática del Congo, aunque eso suene a risa. Los zaireños ya se preparaban para acabar con décadas de crímenes bajo el imperio de Mobutu. La revuelta de Kabila estaba en marcha, todo estaba a punto para que en pocos meses las tropas rebeldes marcharan sobre Kinshasa y arrebataran el poder al dictador. Mi padre, en los años sesenta, había vivido de cerca los devastadores efectos de otra sublevación, la que terminó con la dominación de los belgas. Después de su partida, el Congo ya «independiente» cayó en un abandono infinito que aún, décadas después, perduraba. Mobutu Sese Seko llevaba en el poder desde entonces, desde el año 65, cuando se lo arrebató por la fuerza a Tshombe. Treinta y un años después de aquel golpe de estado, el dictador seguía en el poder. Aunque al parecer ya no sería por mucho tiempo.

Papá permaneció sentado dentro del coche durante casi toda la travesía. Le veía hablar con el taxista, no llegaba a imaginar de qué, con qué palabras, el conductor se manejaba mal en inglés y regular en francés, sólo se expresaba con fluidez en su incompresible dialecto, el Ungala. Papá se portaba bien, como un niño de excursión. Estaba cansado, tal vez dolorido, pero no dejaba escapar un solo lamento. Tomaba sus pastillas, que eran muchas al día, con diligencia, asumiendo la disciplina sin rechistar. Antes de salir del hotel le embadurnaba en loción repelente de mosquitos, los dos lo hacíamos; con todo, los bichos no nos dejaban en paz y alguno nos picaba. Me preocupaba que pillara una malaria, tener que ingresarlo quién sabe hasta cuándo en un hospital, o ponerme enfermo yo, lo que hubiera sido un total desastre. Pasé los tres cuartos de hora que duró el trayecto en el paquebote fumando y mirando las oscuras aguas del caudaloso río, que pocos kilómetros abajo se deshacía en torrentes infernales, en rápidos imposibles, hasta llenar el océano. Quedé ensimismado en mis coartados pensamientos; desde que llegamos a África mi mente estaba ocupada en lo inmediato, en papá, en sus medicinas, en nuestra aventura, poco más. No había vuelto a pensar en Nadia ni en Adrián. Tampoco en mis ambiciones suicidas. Como las aguas del río, seguiría dejándome llevar hasta que regresara a España, una vez allí decidiría cómo y cuándo hacerlo. O tal vez regresaría definitivamente a la vida.

Tenía la intención de pasar dos o tres días en Brazzaville, aunque nada dije a papá de mis propósitos. Reservé una habitación en el único buen hotel del centro, por si acaso. Había mucho que ver y hacer allí además de buscar el dichoso Pourquoi Pas. Antes de salir de Madrid le prometí que iríamos a ver animales salvajes, que haríamos un safari. La reserva de Lefini no estaba muy lejos, no sería tan espectacular como el Parque Nacional de Odzala, al que sólo se podía llegar en avión, pero colmaría nuestras expectativas. Decidiría sobre la marcha. Por fortuna, Sassou, nuestro chófer, tenía un buen amigo entre los oficiales de la aduana del puerto. Nada más atracar, después de descender del barco, consiguió que nos dejaran pasar el control sin esperar las interminables colas que se formaban a la llegada de los ferrys. El policía ojeó con desinterés nuestros certificados de vacunación y los pasaportes, nos hizo rellenar unos estúpidos impresos y luego selló los dos documentos sin mayor problema. No nos libramos de pagar las tasas ni de soltar una generosa propina al sumiso funcionario. Todo mereció la pena, al fin pudimos entrar en la ciudad fundada por el explorador Pierre Savorgnan de Brazza. Nuestro primer objetivo una vez allí, cómo no, sería el barrio de Poto-Poto.