PAPÁ Y MAMÁ

Noto que están cicatrizando en mi alma todas las nostalgias; demasiado pronto, se están cerrando en falso. Como ellas, desdeñados, se van secando los recuerdos que guardamos de nuestros padres, las imágenes de sus rostros. Se transforman en el olvido hasta perder los semblantes del pasado, cualquier lozanía, paulatinamente. Sólo archivamos una memoria muy vaga de lo que fueron. Como si nunca hubieran sido jóvenes, tal vez bellos. Se van ajando a paso de buey y, un día, al regresar a casa, caes en la cuenta de que quien te abre la puerta es una anciana. Cuesta mirar las facciones de esa desconocida que en algo recuerda a mamá. Descubres que tu padre también se ha hecho viejo, muy viejo, y eres absolutamente consciente de su desamparo, del tuyo. Los reyes no existían, nunca existieron, y los padres que inventaron el engaño caen y mueren mucho antes que los árboles. Todo era mentira. No eran eternos, también ellos estaban a merced del tiempo, ese ser perezoso, insomne e impaciente, ese asesino. Su transcurrir, que fortalece castaños, membrillos o cerezos, consume hombres y mujeres, que apenas tuvieron tiempo de ser niños. Deberíamos pasar la infancia como alisos mecidos por el viento, vivir la larga adolescencia de los pinos. Tener la carne de almendra y la voluntad de caoba. La piel del álamo o el olivo. Ser ciruelo, naranjo o limonero con el alma inmensa de un baobab.

Justo antes de llamar, mi madre abrió como si estuviera detrás de la puerta, agazapada, atendiendo cualquier posible regreso. Como si olfateara mi presencia, o intuyera la distancia justa que me separaba del rellano, del portón, del timbre. Me besó alborotada por la alegría de poder hacerlo, después de cientos de días esperando. Pero hijo, ¿por qué vienes siempre de tan lejos?, ¿por qué tardas tanto siempre?… Preguntaba como si yo acabara de regresar del país de Hacetantotiempo, un territorio tenebroso que ella conocía perfectamente. Su rostro se tiñe un instante de tristeza, pero la posibilidad de abrazarme llena de algarabía el vestíbulo y la aleja de cualquier asunto que no sea su hijo. La besé con cariño pero deseando acabar cuanto antes con aquello. Sabe que detesto tanto los reencuentros como las despedidas, pero parece haberlo olvidado. Aborrezco toda la innecesaria parafernalia y efusividad de esos instantes, unos vestidos de alegría y los otros de tristeza, aunque pocas veces sean ciertas la una o la otra. Opté por actuar como si el tiempo no hubiera transcurrido, como si apenas acabara de llegar o salir de casa. Papá está durmiendo, susurró mi madre mientras entrábamos en la salita. Ha pasado unos días terribles, ha estado muy malito, pero hoy está mejor. Ahora tiene menos dolores, menos padecimientos. Pero necesita descansar.

—¿Sabe lo que tiene?, ¿sabe que se muere?

—Ya lo creo, imagínate cómo está. Es insoportable. ¡Con lo hipocondríaco que es! No lo quiere ni pensar, se engaña a sí mismo tan bien que se le olvida… quizá sea mejor así.

—No lo sé. Creo que no. Ahora no debería engañarse. Apenas queda tiempo. Mejor ser consciente, aceptar lo que hay. Así tal vez consiga disfrutar del tiempo que le queda. Tiene ya muy poca vida entre las manos, no puede seguir tirándola de mala manera.

Como siempre que hablaba de mi padre, me descubría recriminando en él actitudes que fácilmente podría reconocer como mías. Su herencia genética era poderosa. Descubrir que podía reaccionar o comportarme igual que él, me llenaba de ira. No sólo me parecía a mi padre o a mi madre, de quienes siempre consideré sus virtudes, sino que sobre todo me veía reflejado en sus peores defectos. En todas esas actitudes que yo detestaba y que difícilmente podían evitar. Era contra mí mismo contra quien me revelaba al mirarme en ese extraño espejo, que me devolvía mi propia imagen con cerca de cincuenta años más. Para nada quería yo acabar así. Para nada quería que aquel destello, el inequívoco reflejo de una existencia equivocada, se hiciera cierto en mi futuro. Es preferible morir joven, pensé muy convencido. Me habría gustado tanto que papá fuera un padre como yo. Tal vez un día lo fue y yo no lo recuerdo. O no tuvo el tiempo suficiente para ejercer. Quizá no reparó jamás en el exacto valor, en el alto precio que se puede llegar a pagar por disfrutar del amor y la compañía de tu hijo. Por cada hora de paternidad, sobre todo cuando vienen medidas, racionadas, prestadas. Él, como yo, arrastró siempre una dolorosa gabela de culpa. La herrumbre del remordimiento nos va dejando opaca el alma, paralizándola lentamente, hasta hacerla morir entre lentos estertores. Yo sólo he cargado con la falta de un hijo. Cuando llegué al mundo, mi padre ya comenzaba a sufrir por otros tres. Demasiado dolor, demasiada confusión que digerir. Aún más para un espíritu tan pueril, tan frágil como el de papá. No puedo reprochar nada a mi padre, no debería hacerlo. Habría que calzar los zapatos de cada persona para llegar a entender las verdaderas razones de sus actos, y eso es imposible.

Entré despacio en su habitación. Dormía con la radio encendida bajo la almohada, como siempre. Lejana, atenuada por el algodón, sonaba la Rapsodia sobre un tema de Paganini. Estaba profundamente recogido en el camastro de su zulo. Así llamaba él a la habitación que le había cedido mi madre. Un cuartito escueto, espartano, apagado y muy triste. La única ventana daba a un patio interior y apenas dejaba entrar algo de luz en los días soleados. Dormía en la que fuera mi cama cuando era niño. Aquel cuarto tenía un aspecto realmente siniestro. Hacía algo más de dos años que mamá le «había pedido» que se fuera de casa. Ya no soportaba su incipiente demencia, sus constantes manías, su infinita mala hostia. Papá se instaló entonces en una pensión dos portales más abajo. Mi madre le llevaba todos los días comida y cena, y antes de irse le dejaba preparado los aperos para el desayuno. Lavaba y planchaba su ropa una o dos veces por semana. Algunas tardes, si estaba de humor, pasaba unas horas con él viendo la tele, o salían a dar un paseo y tomar café. Sólo entraba en la casa de mi madre cuando mi hermano llevaba allí a sus hijos, por evitar que los niños visitaran a su abuelo en la triste pensión. Mamá vivía mucho más relajada, aunque a veces echara de menos las peleas con mi padre. Él seguía añorando su cuartucho y sus rutinas junto a ella. Cuando le diagnosticaron la fatal enfermedad, mamá se compadeció. Cuidaría de él lo que le quedara de vida. Era lo justo.

Al fin, papá había conseguido regresar.

Dormitaba con la boca entreabierta, pálido y liviano como una pavesa. Parecía ya muerto. Me sobrecogió pensar que tal vez ya no respiraba. Acerqué mi nariz a su leve aliento. De sus entrañas manaba un levísimo hedor a defunción, pero aún respiraba, aún vivía. La habitación entera estaba impregnada de su fragancia, una mezcla de Williams, la loción que usaba después del afeitado, y de Patrico, la brillantina con la que siempre se embadurnaba generosamente el pelo. A pesar de ello pude distinguir claramente el aroma a muerte que también destilaba su piel. Algunos podemos oler su cercanía. Es un tufo muy sutil, turbio, dulzón, indefinido. Un hálito espeso, que en algo recuerda al olor del gas cuando se escapa o al del moho que recubre los limones cuando se abandonan. No es el pestilente olor de los cadáveres, es algo mucho más etéreo. Quien ha respirado esa terrible esencia, no la olvida jamás, y yo lo había hecho muchas veces. Sucede igual con el amoniaco o el cloroformo, quedan para siempre en nuestra memoria olfativa, dentro de nuestras narices. Sentí la urgencia de abrazarlo. Me senté en la cama junto a él, consciente de cuánto me faltaría. Los dos, él y el camastro, crujieron en un lamento oxidado. Le acaricié apenas la cabeza cuando se volvió hacia mí sobresaltado, dando un respingo innecesario. Tenía la frente helada y sudorosa.

—¡Joder!, Luisito, qué susto me has dado —bramó.

—¿Cómo estás, papá? —Le besé en la mejilla ya sin demasiada emoción. Llevaba meses sin verme, y como siempre, se comportaba como si acabáramos de hacerlo.

—¿Pues cómo voy a estar?, ¡jodido!, ya ves —respondió pensando como siempre sólo en sí mismo.

—Mamá me ha dicho que te encuentras mejor, que últimamente no tienes dolores.

—¡Qué va a decir tu madre! —replicó con desprecio e ironía—, estoy jodido, Luisito, muy jodido.

Hablaba con ese tono de cabreo infinito, que ya en él era costumbre y que tanto me fastidiaba. Era como si constantemente estuviera disgustado por algo que ni él mismo conseguía recordar. Un tono de mala leche revenida, antiguo, perpetuo, que ya no abandonaba ni para comentar algo intrascendente, jocoso o divertido. Una modulación crispante que se había acrecentado con la edad y la sordera, y a la que daba colorido su vigorosa voz de trueno. En algo me recordaba al capitán Haddock.

Mi viejo capitán se incorporó con dificultad. Sentado en la cama a mi lado, con su camiseta de tirantes y sus calzoncillos tres tallas más grandes, aún parecía más delgado. Me levanté y le ayudé a alzarse a pesar de su resistencia a ser socorrido. Se acercó cojeando hasta la silla en la que, meticulosamente ordenada, dejaba cada noche su raída ropa. A pesar de la enfermedad, de la vejez y la cojera, su cuerpo conservaba aún cierta coherencia de la juventud. Nadie le echaría los casi ochenta que acababa de cumplir, ni diría que estaba tan enfermo. Mirándole de espaldas parecía sólo un chiquillo mal nutrido. Su cuerpo seguía siendo fibroso y muchos de sus músculos se resistían aún a la flaccidez de la carne abandonada. El cabello negro, fino y abundante, con ese brillo indeleble que le habían dejado décadas de gomina. Mi pelo blanqueaba ya por las canas, tenía muchas más que él. Las manos fuertes y grandes, detenidas en los cuarenta, eran idénticas a las mías. Me pareció que iba recuperando el color, que estaba menos pálido. Comenzó con dificultad a ponerse los pantalones.

—Tu madre está empeñada en joderme. Ahora te dice que estoy bien y dos minutos antes, o dos más tarde, me quiere hacer creer que me estoy muriendo —se lamentó musitando, maldiciendo.

—Mamá no está empeñada en «joderte». Pensaba que habíais dejado de discutir, qué aburrimiento.

—Pero si es que con tu madre no se puede, se pasa el día chinchándome…

—Mira déjalo, estoy harto de escuchar siempre lo mismo —le recriminé tajantemente—. Se acabó, papá, ya no hay tiempo para toda esa mierda, tienes que escucharme atentamente.

—No tengo ganas de escuchar gilipolleces. Estoy hasta los cojones de tu madre, de los médicos, de todo…

—¡Maldita sea, papá! —le interrumpí alzando la voz, ya muy irritado, acabaríamos como siempre, a voces—, ¿quieres callar de una vez y escucharme? —Los dos estábamos de pie en el angosto pasillo que quedaba entre la cama y el horrible y enorme armario blanco que colapsaba la habitación.

—¿Qué es lo que quieres? —replicó impaciente, desganado.

—Ya no tienes tiempo —continué—, para nada. No tienes tiempo que perder, ¿lo entiendes? Te estás muriendo, ¡joder! Siento hablarte así, pero así son las cosas. ¿Y qué haces? Estar aquí encabronado, jodido y encabronado, como casi siempre desde hace tantos años. Lamentándote de todo. Lamentando tus lamentos, la vida que llevaste y la que no llevaste, la vida que llevas, la que te queda. Pero no haces nada, absolutamente nada por cambiarla, por cambiar tu actitud… Sí —elevé aún más el tono—, estás jodido, ¡realmente jodido! Ahora sí que lo estás. Te mueres, papá. Lo que no es tan extraño a tu edad. ¿Vas a pasar el tiempo que te quede lamentándote también?, ¿eh? Siempre que te veo sucede lo mismo. ¿Te das cuenta? Comienzo a hablar como tú, a blasfemar, a gritar y a decir constantemente jodidos tacos… ¿Dónde quedó tu educación?, ¿esa educación de la que tanto te vanaglorias? ¿Por qué demonios tienes que decir «joder» cada dos palabras?… —Se hizo un largo silencio. Un silencio ya familiar, el que precede a los gritos con papá—. Te juro que no quería discutir, es lo último que deseo. ¿Cómo lo haces?, ¿por qué siempre me obligas a hacerlo?… O seré yo… ¿dime?

—Dos no discuten si uno no quiere. —Se volvió hacia mí soltando esa obviedad y enfurruñado como un niño—. Bueno, ¿qué coño quieres? Y perdón por lo de «coño» —añadió con ironía. Tomé un respiro para recargar mis acumuladores de paciencia, que con él quedaban casi siempre bajo mínimos.

—Quiero que te vistas de una vez. Quiero que salgas conmigo a la calle. Iremos a comprar algo de ropa para ti. Un traje elegante, beige como de indiana, eso te quedará bien. Una bonita camisa, unos buenos zapatos cómodos para caminar…

—Pero bueno, Luisito —odiaba que me llamara así, y él jamás evitaba hacerlo, o no podía evitarlo—, ¿tú te has vuelto loco? Pero si no tengo un céntimo, tengo que pedirle dinero a tu madre hasta para el periódico, que por cierto ya no me deja comprar dos, ahora sólo uno, y que me jodan… ¿Cómo voy a comprar ropa?

—¿Puedes callarte un momento? —le interrumpí de nuevo luchando por contener la voz—. Ahora yo tendría que volver a gritar, volver a discutir, pero no lo voy a hacer, no lo vamos a hacer. No alcemos más la voz ni digamos nada malsonante, ¿te parece?, ¿probamos? Ya sé que no tienes dinero, que tu pensión a medias no te alcanza. Mamá tampoco tiene demasiado, deberías agradecer que te pague el periódico y el peluquero, y los cafés, en fin. No te va a costar nada, yo voy a pagarlo todo. Ahora me dirás que yo tampoco nado en la abundancia, pero eso da igual, me importa un bledo, ¿entiendes? Venga papá, vístete de una vez y vámonos a la calle. No sé cómo lo haces para que se me olvide que te estás muriendo, ¡joder! Vas a hacer que lo desee. —Hice una broma macabra.

—Yo no me estoy muriendo —replicó abrochándose la camisa con toda la dignidad de la que era capaz—. Me encuentro perfectamente. Como bien, voy bien de vientre, no me canso… bueno, la pierna me sigue molestando un poco, de vez en cuando, pero…

—Papá, tienes un cáncer. Odio esa palabra siniestra. Podían haber elegido otra, suena a monstruo, a cangrejo negro y feroz. Pero eso es lo que tienes desde hace más de un año: un cáncer de próstata irreparable. Aún no hay metástasis, pero llegará. Que tú no lo aceptes no te va a curar, ni va a hacer que vivas más. Con suerte te quedan seis meses, un año, no sé. Es duro pero así es. Siempre has sido un hombre valeroso… debes afrontarlo. No te queda otra.

—He leído en una revista que hay personas que han conseguido superarlo. Que los tumores pueden llegar a desaparecer adoptando una actitud positiva, ignorándolos, diciéndose a uno mismo «no pasa nada, esto no es nada, me curaré». —Decía todo aquello con nula convicción y con esa risilla nerviosa tan característica en él cuando no encontraba salida.

—Tú lo has dicho, actitud positiva. De eso te hablo. ¿Realmente crees que tú mantienes una actitud positiva?, pero si hasta hoy no has querido ni hablar del asunto, me lo ha dicho mamá. Mira papá, los que han conseguido esa proeza seguramente no estaban en una fase tan avanzada de la enfermedad y seguro que no tenían casi ochenta años. Ahora, para ti, pensar en positivo es aceptar serenamente, ser realista. Al fin y al cabo has disfrutado de toda una vida. En cualquier caso te iba a tocar pronto. Y no temas, haremos todo lo posible para que el momento llegue suavemente, sin dolor…

—¿Cómo se puede aceptar que sólo te quedan unos meses?, ¡joder Luisito!

—Eso es lo que hay. No te queda mucho tiempo, y el que queda lo vamos a pasar juntos. Nos vamos a divertir. Siempre quise hacer contigo un largo viaje, ahora es el momento. —Dicho esto su cara se desencajó.

—¿Tú estás loco, ya estás con lo del viaje?, ¿adónde vas a ir con un viejo como yo?

—Quiero que vuelvas a África, que veas aquello otra vez. Mañana salimos para Ámsterdam y desde allí volaremos hasta Kinshasa. Leopoldville se llama ahora así, ¿sabes?, le cambiaron el nombre. Y el Congo se llama Zaire, o República Democrática, qué ironía…

—¡Claro que lo sé!, ¿crees que soy gilipollas? —replicó.

—Pasaremos allí unas semanas, dos o tres. No temas, que estaremos a cuerpo de rey, en un hotel de cinco estrellas, como dos señores. Iremos juntos a África, ¡por fin! Pasearemos por Goma, veremos qué queda de todo aquello, de aquellos lugares de los que tanto me hablaste, de Stanleyville, de Brazzaville. Recorreremos los lugares de tu pasado, de tu querida África. No puedo creer que no te apetezca regresar, llevas toda la vida añorando los años que pasaste allí. Bien, pues ahora te doy la oportunidad de volver, de verlo por última vez. Estaremos un mes como mucho. Si te apetece volver antes, antes volveremos. Dependerá de cómo te encuentres. Hasta que nos quedemos sin un céntimo. —Me escuchaba en silencio, sin mirarme, sabía que hablaba en serio—. Viajaremos, papá, sólo eso. Juntos, despacito, sin prisa, hasta donde lleguemos.

—Pero ¿tú sabes lo que puede costar eso?

—¿Quieres olvidarte del dinero?, no importa. Los billetes y el hotel ya están pagados. Tengo en el bolsillo más de un millón para gastar en lo que nos dé la gana. No es mucho pero será suficiente. Si se acaba tiraré de la Visa. Dejaré los números de la cuenta al rojo vivo si hace falta. ¡A la mierda el dinero, papá! Cuando mueras, los seguros pagarán la cuenta…

—¿Y Nadia?, ¿y el niño?, ¿y tu trabajo?, ¿lo vas a dejar todo por irte por ahí con un viejo moribundo? —empezaba a atacar por otro lado. Tomé aliento…

—Nadia y yo nos vamos a separar. De hecho ya estamos medio separados. Ella está con su familia, en Francia. Se va a vivir allí. Creo además que hay otra persona. En fin, no sé, me acabo de enterar. Aún estoy muy aturdido. Pero eso es ya inevitable. Mejor alejarme por un tiempo, no quiero verla ahora. —Mi padre adoraba a Nadia. Se quedó estupefacto ante la inesperada noticia, intentó decir algo, pero no lo hizo. Continué—: Respecto a Adrián, ya sabes, está con su madre que sigue en plan hijadeputa, nació así, qué le vamos a hacer. Apenas puedo verle. Tampoco él pone mucho de su parte, se ha hecho tan mayor, de pronto. Ahora sólo quiere estar con sus amigos, con las chicas, ya sabes. De eso no quiero hablar. No quiero hablar de ello. Y sobre el trabajo, lo he dejado. Nadia vino a Mauricio a pasar conmigo una semana, luego salió pitando, de improviso. Poco después me vine yo. No he hablado con mi jefe, aún debe de estar intentando localizarme, pensando que sigo allí, en la isla. He dejado tirado un reportaje de los caros. En fin, que como ves, todo va de culo. Ahora mismo lo único que me apetece es huir, escapar de toda esta mierda, ¿qué mejor que hacerlo contigo, no? —Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero mi padre no se dio cuenta.

—Estoy viejo y enfermo, no puedo irme por ahí a la aventura. Necesito tener cerca un hospital, por si acaso… Además, tu madre se quedaría sola.

—No me jodas, ¿vale? No me vengas ahora con mamá, con que te importa que se quede sola. Ella estará encantada sin ti, descansando de ti. Y lo del hospital no me vale, el mundo está lleno de hospitales. Las cosas en África han cambiado desde que tú estuviste allí. Está mucho más civilizada de lo que imaginas o recuerdas. En Kinshasa hay un buen hospital. No busques más excusas. ¿Qué quieres?, quedarte aquí dándote radioterapia, asustado y aburrido, atiborrándote de pastillas, dejando que te abrasen las entrañas para nada. No se puede evitar lo inevitable. Mejor que la muerte no te encuentre rendido, tumbado o sentado en el sofá como un idiota, mirando las idioteces que dan en televisión. Olvídate —sentencié—, vas a venir conmigo aunque tenga que llevarte a rastras hasta el avión.

—¡Déjame en paz!, ¿me oyes?, ¡déjame morir en paz!, ¡déjame morir como yo quiera! —respondió lloriqueando e histérico. Buena señal tratándose de él. Reaccionaba. Aunque me partía el corazón verle así, tan humillado.

—Es lo único que quiero, que mueras en paz. ¡Maldita sea!, en paz contigo mismo, conmigo, con la vida. No sirve de nada fingir que esperarás plácidamente. No será así, no te engañes. Pasarás los días, uno tras otro, cada vez más aterrorizado, más acojonado, cada vez más inquieto. Las noches serán un infierno. No podrás dormir, ni querrás estar despierto. No dejarás de pensar en ello un solo instante. Para tu desgracia has llegado a tu edad con cierta lucidez. Si te quedas aquí, te hundirás en tu mísera existencia, en tu jodido pavor. No vas a morir en paz, ¿me oyes?, ¡no será así! —dije estas palabras con cierto tono de burla—. Hace mucho que no tienes serenidad, ¿qué crees?, ¿que vas a conseguirla ahora? Y ya estamos de nuevo gritando como energúmenos…

—Eres tú el que grita, y el que dice tacos. —Casi sollozó. Me enterneció su forma de contestar, como si tuviera doce años y respondiera a la bronca de su padre.

—Tú acabarías con la paciencia de cualquiera. ¿Cómo puedes haberte vuelto tan cobarde? —Era justo lo que tenía que decir para colmar su rabia.

—¿Yo cobarde? ¿Yo?, que luché en Brunete y en Teruel, que tengo el cuerpo lleno de metralla. ¿Yo?, que me he pasado la vida jugándome la vida…

—Ya, ya lo sé, sé que no eres un cobarde. —Ahora sí que me recordaba al capitán Haddock, antes de partir hacia el Tíbet—. Sé que te pegaron dos tiros y que te estrellaste con tu avión. Todo eso lo sé. Lo has contado diez millones de veces, como un auténtico abuelo cebolleta. Has tenido muchos cojones, sí, pero el valor del que te hablo nada tiene que ver con tus pelotas. El que necesitas ahora es mucho más sutil, mucho más humilde, mucho más difícil de ejercer. El valor de reconocerte sumido en la apatía, en la más profunda miseria espiritual. Has entregado tu vida al miedo, a la rutina, al hastío. Te hace falta valor para salir de ello, para aceptar. Tienes que intentarlo, tienes que venir conmigo, dócilmente. Tienes que hacerlo por ti y por mí. ¿Cuánto hace que no te pido absolutamente nada? Necesito a mi padre, necesito lo poco que queda de él. Es imprescindible —sollocé—. Eres un hombre fuerte, siempre lo has sido. A pesar de todo sigues siéndolo. Estás ya un poco cochambroso, pero bueno, qué le vamos a hacer. —Sonreí diciendo esto y tomándole por los hombros. Los dos sonreímos, toda una conquista—. Te vendrá bien, ¡verás!, tendrás fuerzas para hacer este viaje, el último viaje… y si te fallan, yo estaré a tu lado; no temas, no temas nada…

—Te recuerdo que tu padre todavía no es un viejo gagá. La cabeza y «otras cosas» aún funcionan casi como el primer día…

—Eres un viejo verde, cabrón y sinvergüenza. Seguro que sigues empalmándote como a los veinte. —Le dije mientras le anudaba los cordones de los zapatos—. Bueno, ¿qué?, ¿nos vamos? —De nuevo le afectó esa risilla nerviosa que llegaba cuando no tenía argumentos, cuando se sentía arrinconado por la razón, por una idea. Cuando era incapaz de disimular un soplo de ternura—. Tenemos que hacerlo, papá. En serio, en broma, ¿yo qué sé? Pero hay que hacerlo ya, sin pensar. No hay tiempo. Olvida la palabra «pero», destiérrala de una vez por todas. Ahora sólo valen otras dos: «adelante, ¡claro!». Alguien me dijo una vez, y tenía mucha razón, que en esta vida hay que pararse a veces, respirar hondo y decir para sí: ¡¿pero qué cojones?! Y hacer entonces lo que te venga en gana, todo lo contrario a lo que todo el mundo espera…

—¿Quién te dijo eso? —respondió sin mirarme, mirándose al espejo, en cierto modo rejuvenecido, algo más erguido.

—Lo sabes bien. Fuiste tú. Aunque tan pocas veces supieras poner en práctica lo que predicabas a tus hijos…

Le ayudé a terminar de vestirse. Después desayunamos con mi madre. Al final conseguí llevármelo a la calle, salir a comprar algunas cosas. Charlamos y paseamos despacio, deteniéndonos frente a los escaparates. Lo primero que le regalé fue un bastón en el que apoyar su ancianidad y su leve cojera. La empuñadura era una de esas esferas de cristal que al girarla o agitarla deja caer una copiosa nevada. Dentro de la bola, en medio de la tempestad, volaba un viejo aeroplano, un DC-3. Una auténtica horterada, pero aquello le encantó y pasó el día jugueteando con la esfera de su báculo como un niño. También le compré un traje muy elegante y unas camisas, una gabardina, un par de cómodos zapatos y unos pares de calcetines y camisetas y calzoncillos de su talla. Después de las compras, de comer y tomar un café, pasamos por la embajada. No podían tramitar los visados antes de dos o tres días, pero nos aseguraron que podíamos solicitarlos al llegar, no habría problema. Los pagamos por adelantado y extendieron la factura. Luego nos acercamos a la consulta de su médico, en la calle Goya. Me pareció oportuno que le echara un vistazo antes de partir, además necesitaríamos recetas para comprar varias cajas de sus pastillas y dosis de morfina para al menos un mes. Más tarde, después de recoger en la agencia los billetes y toda la documentación necesaria para el viaje, pasamos por el hospital Carlos III para que nos pusieran algunas vacunas. A las ocho dejé a papá en casa, agotado. Le rogué a mi madre que lo acostara pronto y que le hiciera una maleta sencilla. Pasaría a recogerlo muy temprano. Pero ¿estás seguro, hijo? ¿Os vais a ir? Le mostré los billetes imitando el vuelo de un avión con la mano. No lo dudes, le aseguré. Mi madre me miró incrédula, convencida una vez más de que su hijo estaba completamente loco.