EPÍLOGO

Afuera el sol incendió las retamas grises de la ciudad, coloreó de rojo el hormigón, se tamizó entre las nubes. Ella sintió esa amarga y antigua nostalgia una vez más. A pesar de la felicidad y el olvido, él siguió para siempre en algún rincón dentro de ella. Hacía ya muchos años que Luis había dejado de soñar, de pensar, de sentir, de atizar sus ganas de vivir, de alentar su perverso y obstinado deseo de morir. Pero aún, cuando menos lo esperaba, volvía su recuerdo. Nadia pensaba todavía en todo ello, en él. En lo más recóndito del día o de la noche, en la memoria o en los sueños, donde todo es secreto y nada es definitivo ni imposible. Miró desde la ventana cómo terminaba el día. Posiblemente, pensó, Luis deambulara por esa inmensidad atravesada de pájaros y estelas de aviones. Tal vez viajó mucho más allá del infinito, por la misma eternidad en la que moran los pensamientos y las palabras, por ese espacio donde el tiempo aún no sabe que lo es. Por los vacíos y silencios donde vaga la razón incorpórea de todas las cosas, de todos los seres.

¿Habría pensado en ella un instante antes de morir?

Seguramente no, se respondió melancólica. Se entregó a la última sensación casi inconsciente, probablemente recordando que ya no tendría nada más que recordar. Quizá se fuera en paz, o quizá no. Quién sabe si añorando su vida en el árbol, el silencio, la azarosa sencillez de su existencia dentro de él. Quién sabe si, en su demencia, vivió sus últimos años llenos de nostalgia por ese lugar del que tal vez nunca debería haber regresado. Nadia se preguntó una vez más si hicieron bien «salvándolo». ¿Cómo saberlo?…

A veces los secretos y sus enigmas son tan inmensos que no hay agujero donde esconderlos, ni siquiera en el que albergaba el alma inmensa de aquel baobab, los restos de Luis. Crecen, nos rodean, nos impregnan, nos transforman, y son ellos entonces los que nos guardan a nosotros y nos susurran de vez en cuando desde adentro. A veces el disfraz de la vida nos viene grande, demasiado grande, o excesivamente ajustado, tanto que nos asfixia. El tiempo y los hechos que no elegimos vivir nos pesan, nos sobrepasan, nos ocultan, nos raptan, nos llevan de acá para allá sin contar con nosotros. Impotentes, terminamos aceptando que no es sencillo eludir la vida que nos tocó vivir. Nos entregamos entonces a ella sumisos, aunque desde el instante mismo de la concepción la sintiéramos en algo ajena, incompatible tal vez con nuestros deseos, con nuestro espíritu. Incapaces de contenerla, de frenarla, de reprenderla, esperamos a que sea ella, la vida, la que se canse de jugar con nosotros. Y aguardamos pacientes o impacientes a que la muerte, una noche, una tarde o una mañana, se encargue de escribir al fin la palabra fin…