EL VIAJE A NINGUNA PARTE

Recordar todo aquello no me hizo ningún bien.

Sentí náuseas. Por si esto fuera poco, papá despertó de improviso, completamente fuera de sí, aterrorizado, a la deriva, con el rostro desencajado. Había dormido más de cinco horas de un tirón cuando, de repente, dando un respingo siniestro, se abalanzó sobre el respaldo del asiento que tenía en frente y lo zarandeó violento, delirante, intentando incorporarse con torpeza. De su garganta salía un sonido bronco, un mugido gutural, como si una flema le ahogase de forma irremediable. Al conseguir levantarse, los pantalones le cayeron hasta por debajo de las rodillas. Se había orinado encima y babeaba. Era evidente que, al menos durante un largo instante, había olvidado dónde estaba o dónde iba, qué hacía allí metido o quién era yo. Le abarqué como pude e intenté tranquilizarle. Se fue calmando. Conseguí subirle los calzones, abrocharle el cinturón y sentarle de nuevo. También que bebiera un sorbo de agua y que tragara una de sus pastillas de colores, un ansiolítico que le ayudaría a recomponerse. Luego saqué una muda que mamá, siempre previsora, había metido en su equipaje de mano. También un paquete de toallitas húmedas y un pañal gigantesco, grotesco, que decidí ponerle por si la incontinencia atacaba de nuevo. Ya algo repuesto del lamentable episodio de pánico y desconcierto, le acompañé al baño. De camino, disculpándome, rogué a una azafata que colocara un par de mantas sobre el asiento mojado. En el angosto habitáculo del váter, casi como dos contorsionistas, conseguí que se lavara un poco, se cambiara y se perfumara. Salió de allí como nuevo, preguntando que cuándo se comía. También estaba hambriento. Al poco, unas manos colocaron en nuestras mesitas las bandejas con el desayuno, un tentempié frugal pero delicioso. Quedaban por delante varias horas de vuelo…

No tuvimos mucho tiempo para preparar ese viaje, aunque hiciera más de treinta años que yo lo imaginaba, que me disponía a ello de algún modo. El justo para abrir las maletas y echar lo imprescindible en ellas. El viernes, al fin, convencí a papá de salir a comprar algunas cosas. Pasamos horas de tienda en tienda, avituallándonos. Le regalé un traje nuevo que le daba un aspecto espléndido. Viéndole así costaba creer que era tan viejo y que estaba tan enfermo. Papá se había acostumbrado a llevar una vida rematadamente austera. Casi siempre vestía igual, con ese aspecto grisáceo, pobre y sombrío. Salvo para ir a la cama, jamás se quitaba su roída frazada de lana color rata. Pantalones vaqueros dos tallas más grandes y camisas de franela a cuadros, casi todo heredado de su hermano el pudiente. Sumido en su particular miseria, hacía tiempo que sobrevivía gracias a algunos recuerdos. Presencias espectrales de guerras pasadas, vividas y sobrevividas con intensidad, aventuras de las que guardaba su cojera, muchas cicatrices, hasta zarpazos, memorias de escaramuzas, honores y camaradería. Fueron buenos tiempos para él los de las trincheras, los de las batallas y sus estratagemas. Y en torno a todo eso, siempre, un céfiro entre agridulce y agriamargo. El mismo que le procuraba ese aspecto mate y deslucido, el mismo que le hacía sobrellevar la vida con incompetencia, de forma tan opaca y displicente. Su mente solía estar en otra parte, en otra dimensión de la memoria. Padecía una acusada amnesia del presente, y ya no servía mirar el endeble y escaso futuro. Lo mejor para asirse y no caer del todo era el pasado. Papá existía en una perpetua evocación de un remotísimo tiempo, del que yo aún no formaba parte. No era diferente a los demás viejos, eso le sucede a casi todos. La vida se ve triste tras los visillos de marzo, cuando muere el invierno y nosotros morimos con él, en la certeza de que ya no llegará otra primavera. Casi impacientes, se reconfortan en la idea de una muerte soleada, sentados en los bancos de los parques, doblando esquinas con desmaña, levantando aún el sombrero para saludar a los flemáticos viandantes, admirando con envidia los juegos de los niños o el lento ascender de los edificios, día tras día, en los solares en obras. Mirando desde arriba, desde lo alto de las pasarelas que cruzan autopistas, el veloz transcurrir de ríos de automóviles. Se paran a observar con la vida apoyada en bastones y muletas, o sobre ruedas, renqueantes, desganados, curiosos, absurdos. Resignados. Pasan los días y las noches contando gotitas y mililitros, engullendo pastillas, cercenando su estómago con jarabes y cápsulas para que nadie llegue a entonar por ellos el amargo canto que se canta en las defunciones. Soportando esa tos seca que tantas veces les impide dormir, sonreír. Reposan en el cansancio y se cansan del reposo, tragándose uno tras otro todos los suspiros, bebiendo a sorbitos las agrias lágrimas, suspirando rezos y sollozos. Sus desolados cuerpos siguen anhelando manos y caricias, o menos aún, se conformarían con un roce leve y afectuoso, compasivo, con un insignificante gesto de atención y estima, de tanto en tanto. Qué terrible condena la de envejecer. No sirve consolarse. No hay consuelo ni esperanza. El alma humana no es insensible al deterioro del cuerpo en el que habita. ¿En qué se convierten nuestras vidas? ¿Dependerá por entero de nosotros el rumbo con el que surcamos el espacio de nuestros días?

Repaso el tiempo en que era un pequeño bastardo huérfano de padre, desamparado de él, de casi todo, con los afectos mutilados, a veces feliz. Siempre os sorprendió mi capacidad para evocar los recuerdos de niño, la desenvoltura con la que rememoraba pasajes de la infancia que ya habían caído en vuestro olvido. Posiblemente sea sólo un modo de amparar motivos para seguir viviendo. Como un ratón fui acumulando recuerdos, pues sospechaba que tendrían valor algún día. Guardé muchos trocitos de placidez, algunas migajas de felicidad. También demasiados rastros de tinieblas, una rara colección de fragmentos del averno. Pero siempre he desconfiado de la verdadera naturaleza de las recordaciones, y dudo mucho que todas sean ciertas. Seguro que entre lo que guardamos y lo acontecido realmente existe un abismo insalvable. Forma parte de la condición humana, mentimos. Sobre todo a nosotros mismos. Sabemos distorsionar la realidad para apartar y olvidar la humillante o dolorosa realidad. Admitimos como ciertas las farsas que nos salvan, las que nos ayudan a superar algunos devastadores lapsos de la vida. Somos tan hábiles adulterando la verdad, que llegamos a olvidar que nuestras ficciones eran sólo eso, malos cuentos. La negación de algunas evidencias implacables y angustiosas. Acostumbrados a vivir en el corazón de la mentira terminamos al fin creyendo nuestras dulces y balsámicas fábulas. Cuanto más compleja es nuestra existencia más tendemos a creer en ellas. Eso pienso, no lo sé. Pero ¿quién sería capaz de sobrevivir sin autoengaño?, ¿sin dar algún respiro a la alegría?, ¿cómo soportaríamos la ansiedad?, ¿el eterno dilema del padecimiento? De pequeñas verdades y colosales mentiras se nutre la memoria. Esa arcilla da forma a nuestros recuerdos. Los míos, sean quiméricos o irrefutables, están ya tan recordados que no se pueden olvidar.

Todos los seres humanos mienten. Yo miento cada día, con demasiada frecuencia, de forma casi compulsiva, incontrolable. Pero nadie pareció jamás caer en ello o fingieron no hacerlo, y si lo hicieron supieron disculparme. Todos detectamos mentiras, nos damos cuenta, fingimos creer y disculpamos a quien nos intenta engañar. Como yo les disculpé siempre a ellos. ¿No es extraño? No, no lo es. Nuestra única convicción es y fue siempre el disimulo, la farsa. Como todos los humanos, he pasado la mayor parte de mi vida deambulando entre falacias absurdas y rebuscadas. Fingimientos más o menos mezquinos, tan sofisticados como burdos. Cuestión de supervivencia. Así de sencillo. Nada original tratándose de subsistir en un mundo tan cínico y enloquecido como éste, tan repleto de falsedad. La ficción es nuestro principal alimento, el más nutritivo.

Nos fascinan las películas, las novelas, nos encantan sus leyendas y buscamos que las nuestras, tan mediocres, en algo se asemejen a las que reflejan las pantallas o cuentan las páginas. Amparándonos en esas y otras invenciones consumimos los escasos días de nuestras vidas. La mentira es el disfraz de nuestra ignorancia, el bienhechor barniz que cubre los poros de nuestros miedos, la retórica que arropa a los seres más respetados o denostados, la condena de los más envidiados o repudiados, de los más poderosos y de los más desvalidos.

No soy nada original mintiendo y mintiéndome. Lo inaudito, lo excepcional, sería atender a la verdad y confesármela, confesarla aquí o allá sin disimulo. No podría soportarlo, no lo soportaríais.

Abro un cuadernillo cuadriculado, y sobre la cuadrícula trazo una línea, y sobre ella, cada diez cuadraditos, cruces que marcan las décadas que he vivido y las que, de haber ganas y fortuna, quedarían por vivir. No más de ocho o diez en el mejor de los casos. Así, de forma tan gráfica se puede apreciar nuestra yerma realidad, la dimensión real del escenario. ¡Qué corto trazo! ¡Qué corta la vida! Qué escasa existencia la nuestra, la de todos. Qué ridículas y presuntuosas todas ellas. Cuánto esfuerzo y cuánta turbación para tan poco corolario.

Ojeo una de las revistas que llenan la bolsa del respaldo.

Aún estamos en setiembre pero entre sus páginas ya se habla de la próxima Navidad. La que ya se acerca, asegura el articulista, debemos ir preparándonos. No sé si el que escribe rebosa ironía o imbecilidad. Pero tiene razón, pronto llegará. Una más, y una vez más regresará con ella la misma insólita nostalgia, el mismo desconsuelo, el mismo aborrecimiento, una idéntica incertidumbre. Cada vez nos la imponen antes, un día llegará en verano, aún olerá a sol y playa, a mar y sardinas. Otra vez esos ornamentos embaucadores, esos amargos dulces, esas lucecillas, millones de ellas, iluminando y coloreando nuestra exigua vergüenza, nuestro inmenso desasosiego, nuestro incomprensible afán por celebrar.

¿Qué celebramos? ¿A qué viene tanto enaltecer? ¡Malditos seamos todos! ¿Quién lo recuerda realmente? ¿Qué nos mueve al festejo?

Mientras lo hacemos, mientras nos regodeamos en esa orgía aniversaria, cebándonos, emborrachándonos, fermentando en piadosos fingimientos, en la depravación de esos caritativos y candorosos días, millones de críos allí abajo siguen agonizando de infamia y de hambre. Millones de hombres y mujeres vagan perdidos en sus infinitas y rotundas miserias.

¿Celebramos que no son nuestras esas míseras muertes? ¿Que están tan lejos los moribundos, sus cadáveres, que no se ven ni se huelen? ¿Celebramos la inmortal injusticia en que estamos instalados? ¿Celebramos que no hacemos nada por solucionar nada? ¿Celebramos nuestro absoluto egoísmo? ¿Nuestra bien aceptada impotencia? ¿Nuestra insuperable inmoralidad? Qué obviedad, ¿no es cierto? ¿Para qué decirlo o escribirlo? ¿Para qué repetirlo? ¿Para qué escucharlo otra vez?

Nuestras almas rebosan podredumbre. Si Él realmente existiera, si alguna vez hubiera existido, no dudaría en fulminarnos lanzándonos una colosal e impasible centella, o ahogándonos en una marea gigantesca o en el peor de los diluvios, o abrasándonos en el fulgor de un astro ardiente, homicida y desbocado. ¡Ay! si Él existiera, ¿qué sería de nosotros y de nuestras excéntricas e indecentes celebraciones? ¿Qué sería de esta nueva Navidad que en un par de meses será nuestra condena?

¡Oh Dios!, si ahora me escuchas, ¿por qué no me das una razón para seguir viviendo y creyendo?

Levanto la vista. Miro a un lado. Veo a mi padre postrado, vencido, esperando la muerte sin saber siquiera cómo hacerlo. Viejo y perdido, tierno y podrido. Imagino a los que quedan, a mis seres queridos, ¡qué expresión!

¿Quiero aún realmente a alguien?

A mi pobre hijo. Lo que queda de un niño desajustado, un mutante, que ya desaprende con ganas y desprecio todo cuanto le intenté enseñar, mientras su cerebro se vacía al ritmo que enloquecen sus hormonas. Casi instalado ya en la adolescencia, empeñado en despreciar con soberbia e ignorancia.

A mi pobre madre, perdida para siempre, de forma irremediable, en sus lamentos y frustraciones, demente y desconforme.

A mis pobres tías, sus tres hermanas, locas todas, todas locas, sobreviviendo aún a sus desvaríos, todas subyugadas por vidas zanjadas con premura, vacías, vanas, apuradas, muertas en vida sin un ápice de vida.

Quiero llorar por él, por mi hijo, por ella, por todas ellas y no lo consigo. Quiero llorar por sus patéticas soledades, sus desamparos, sus cercanos finales, sus aceptados acabamientos, pero no sale una maldita lágrima, nada que moje la punta reseca de la pluma con la que intento describir sus maldiciones, que también son las mías.

El fuego arde todavía pero pronto, muy pronto, se consumirá.

¿Recuerdas, papá, aquella tarde en Aranjuez? La Rana Verde, a orillas del Tajo. Allí merendamos fresas con nata, ¿te acuerdas?, sentados en la terraza junto al entonces caudaloso río. Lo comparaste con el inmenso Congo, mofándote del riachuelo español. Me contabas historias de África mientras yo te escuchaba, imaginándolas, con la mirada perdida en el verde oscuro de las aguas. Me hacías soñar. ¿Lo recuerdas?

¡Ya no recuerdas una mierda! Qué vas tú a recordar…

La inquietud que me provocaba la puesta de sol, la noche ya cercana, me angustiaban las noches. Aquellas mesitas de mármol con las patas de hierro verde, como la rana. Las sillas plegables de madera, «¡ten cuidado, Luisito, no te pilles los dedos, joder!». Mis pies que no llegaban aún al suelo. ¿Cuántos años tendría yo? ¿Cinco o seis? ¿Recuerdas? Pediste al camarero papel y bolígrafo. Luego escribiste aquel mensaje fantasioso con tu hermosa letra mayúscula:

«A QUIEN LO ENCUENTRE: ME LLAMO LUIS VAISSÉ Y TENGO NO SÉ CUÁNTOS AÑOS. VIVO EN…»

Así empezaba la misiva que también redactaste en inglés y en francés, por si acaso. Tú podías. Cuidabas los detalles. Metiste la hoja dentro del botellín de cerveza que acababas de apurar. Buscaste por el suelo un corcho, lo cortaste con una navajilla y tapaste bien con él la botella. Debía quedar hermética, que no entrara ni una gota de agua, asegurabas. La hoja sólo se puede mojar en ron o cerveza, eso decían los piratas, me recordaste. Luego, lanzamos la botella con fuerza al centro de las aguas del río. Pronto comenzó su viaje con la corriente hasta el océano. Llegaría lejos, muy lejos, prometiste. Quién sabe si la encontraría un náufrago barbudo y desesperado, perdido en alguna isla desierta. Tal vez caería en las manos de un fornido marino de piel curtida por el sol, que bien podrían ser las de un malvado y cruel bucanero. O posiblemente quedara atrapada entre las redes de pescadores de peces y de sueños. Quizá cayera en manos de una bellísima dama, una bellísima jovencita que paseara su melancolía por una playa tristona, remota y misteriosa. Todo lo decías muy serio, envolviendo cada palabra en un aire de solemnidad que me dejaba boquiabierto, absolutamente persuadido. Si mi padre aseguraba que aquel mensaje en una botella llegaría al otro lado del mundo, sin duda, lo haría. Tranquilo, quien lo encuentre sabrá tu nombre y tu dirección, alguien contestará, dijiste.

El lento torrente arrastró río abajo la botella con mi valiosísimo recado. Miré cómo se alejaba flotando hasta doblar el recodo en el que la perdí de vista. Ya sólo era cuestión de esperar. Y así fue. Pero tuve que aguardar más de un año una resolución.

Yo ya había olvidado por completo toda aquella historia cuando recibí respuesta. La carta llegaba desde África, y esta vez no la enviabas tú. Sentí una emoción tan intensa, tan inmensa, una inquietud tan increíble, que jamás olvidaré el momento en que abrí aquella carta. Me entregaste un sobre roído y amarillento que estaba mezclado con el resto del correo. Venía a mi nombre, lo habían enviado desde un lugar llamado Bamboesbaai, un pedazo de costa no muy lejos de Ciudad del Cabo, me explicaste, en Sudáfrica. El jodido botellín de Mahou alcanzó el Atlántico dejando atrás Lisboa y tras enfilar hacia el Sur, recorrió miles de kilómetros, bordeando el continente, hasta llegar a esa playa remotísima. Allí lo encontró una niña blanca llamada Collen O’Shea. Me escribía tan excitada como yo, o más que yo, tras haber tropezado con una botella semienterrada en la arena, y hallado en su interior un mensaje llegado desde España. Un país para ella tan exótico y desconocido como para mí el suyo. En su carta incluía una fotografía, una Polaroid, en la que posaba frente a la puerta de su casa con la botellita en una mano y mi carta en la otra, muy sonriente. Era pelirroja, con el rostro muy pálido y lleno de pecas. A su lado una señora también risueña que decía era su madre. Junto a la carta y la instantánea, un pequeño presente, un billete de diez rands, la moneda de su país. Me dedicaba asimismo unas líneas con cariñosas palabras de asombro y admiración.

Qué bien lo hiciste. Cuántas molestias te tomaste sólo por sorprender a un niño fácil de sorprender. Aunque era innecesario convencerme de nada, yo ya lo estaba, por supuesto, por completo. Pero todo resultó tan absolutamente irrefutable. No has vuelto a mencionar aquello. En tu vida lo has recordado. ¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo pudiste esperar más de un año para saciar de ese modo mi fantasía?

Nunca te lo he agradecido, ya va siendo hora de hacerlo, ¿no crees? Pero también va siendo hora de que, ¡por favor!, me saques de dudas. Sigo temiendo, imaginando, que todo fuera un cuidadoso montaje. Que la carta la escribiera alguien por encargo, seguramente una de tus sobrinas americanas. Yo no las conocía. Tal vez era la niña que aparecía en la foto, y tal vez esa casa fuera la casa de tu hermana. ¿No es así? ¿He adivinado? Les pediste que lo hicieran, les hiciste cómplices de tus originales propósitos. Luego te mandaron desde Washington la carta manuscrita y la fotografía familiar, el posado con el botellín y el mensaje. ¿Cómo iba yo a discernir? Más tarde, después de meter todo en un sobre, incluido el billete de diez rands, se lo enviaste a alguno de tus amigos africanos para que me lo remitiera desde allí. Jamás me iba yo a fijar en el origen, en la fecha, en el lugar en que estaba matasellada. Daba igual que procediera de un país u otro.

¡Qué pena que hayas olvidado todo eso!

No sé hasta qué punto estará distorsionado este recuerdo, tal vez lo haya inventado, o pertenezca a otra vida, a otro papá, y por eso tú no consigues evocarlo. Se indignó ante esa posibilidad. Pero es maravilloso tenerlo ahí, metido en el alma, bien iluminado, a salvo de las tinieblas de la indiferencia. En su sombra quedan ocultos tu pasado y el mío, nuestro ayer. Y guardo muchos más de esos recuerdos, de ese género, ¿sabes? ¿Quieres que te cuente algún otro? Resplandecen, sí. Les saco brillo de cuando en cuando. A pesar de su diminuta esencia siguen siendo suntuosos. Aún me protegen, y te los debo. También pesa en mi espíritu, como roca, todo el pesar que durante años me procurasteis. Claro.

En cualquier caso, la vida sigue. No será ya para ti, tal vez tampoco para mí, pero aquí nos tienes, ahí la tienes. Tan lozana como siempre, tan juguetona ella, sentada entre nosotros viajando satisfecha hacia otra muerte. ¿Cómo te despedirás de ella cuando llegue el momento? ¿Cuáles serán tus últimas palabras? ¿Qué melodía sonará en tu mente o cercana? ¿Qué recuerdos desgarrarán tu corazón justo antes de detenerse?

No recuerdo no tenerte, pero sí que me faltabas.

Recuerdo tus desdichas, tu angustia, tus gestos más íntimos de desesperación, también alguna alegría pasajera. No eras feliz aunque tampoco un desgraciado. Avanzabas sin pararte a pensar demasiado, poco más. En eso eras un extraño cobarde. Vivías los malos días jugando al impávido, como cuando de niños nos metíamos contigo en el agua helada sin poder hacer una sola mueca. En eso consistía el juego. Ganaba el que lo conseguía y solías ser tú.

Recuerdo vuestras broncas, las afiladas palabras que os lanzabais como cuchillos. Pasaban volando sobre mi cabeza, rozándome, para ir a clavarse en vuestros agotados corazones. Algunas atravesaron el mío, dejándolo dañado para siempre. Me volvieron loco y me hicieron ir aprendiendo todo lo que no hay que saber acerca del rencor, de la ira, de la sinrazón. Y todo eso sin albergar aún una sola certeza acerca del amor. No, papá, no son reproches. Todo eso quedó atrás, ya nada importa, lo sé. Pero aún busco aliviarme al compartir la trama de la pesadilla. Después de despertar, del sobresalto, sólo contándola comienza a dispersarse su aterradora bruma. Fuimos infelices, como tantos, como la mayoría. Tampoco pasa nada. ¿Qué cabe en la felicidad? Poca cosa, algunos momentos, soplos efímeros de dicha que irán a convertirse en frustración. ¿Qué abarca la tristeza? El origen de casi toda nuestra ilustración, casi todos los misterios del alma, gran parte de la grandeza de la vida. Es chocante, ¿no? ¡Qué paradoja!

Vuestras miserias fueron dando forma a mi existencia. Yo caminaba entre ellas ajeno a nada, atento a todo. Así conocí vuestros defectos mucho antes de valorar de verdad vuestras virtudes. No fui como la mayoría de los cachorros humanos que, de sólito embrollados, tienden a enaltecer la figura de sus padres creyéndolos cercanos a los dioses, todopoderosos y ubicuos. Sin hacerse demasiadas preguntas sobre su verdadera naturaleza, sobre su esencia. Ejemplos a seguir con los ojos cerrados, con las bocas selladas, hasta que con la edad llegan, una tras otra, todas las decepciones. A mí ya me decepcionasteis de antemano. Eso llevábamos ganado o perdido. Vuestro ejemplo fue lamentable. Gracias a ello aprendí que no había mucho que esperar. Que papá y mamá eran frágiles, incluso más que yo. Que mi vida a vuestro lado era sólo mía y que así sería ya siempre. Que mi espíritu no pertenecía a nadie, ni siquiera a vosotros. Toda aquella mugre, vuestra usual inmundicia, me forjó más independiente, más fuerte, más libre que los otros. Es algo que también tengo que agradeceros.

Pero recuerdo mi llanto, tantas y tantas lágrimas. Recuerdo recordaros, suplicaros, una y otra vez, que intentarais ser felices. Sí, era ingenuo hasta ese punto. Creía que los adultos pueden serlo. Os rogaba algo casi imposible, algo que no podíais conseguir, ni siquiera por un niño, por vuestro hijo. A veces fingíais serlo, como tanta gente, o tal vez os dabais un respiro. Eso me ayudó a salvar algo del pequeño Luis, de Luisito, algo que aún vive en mí, tristón y acurrucado. Todavía se acuerda de lo que es jugar, de que merece la pena la fantasía. Aún me brilla en los ojos de tarde en tarde, a pesar de tenerlo casi abandonado, encerrado en lo más hondo de mi alma, a pan duro y negra agua de regaliz.

Soñaba con veros sonrientes, abrazados, cogidos de la mano, lúcidos, silenciosos, agazapados en las caricias. No pedía nada para mí, todo era para vosotros. Sólo que me dejarais tranquilo con mis chapas y mis canicas, o persiguiendo lagartijas, o conquistando fortines con mi espada de madera, mientras vosotros os amabais o aprendíais a hacerlo.

Qué accidentada vida la vuestra, la nuestra. Cuántos escollos inútiles os empeñasteis en poner en mitad del camino y qué poco empeño a la hora de intentar sortearlos. ¿Para qué? ¿Por qué no seguisteis cada uno por vuestro lado? No me vengas ahora con lo de tu sentido de la responsabilidad. Detesto esa palabra. ¿A qué te refieres? ¿Qué es responsabilidad? ¿Acaso lo recuerdas? ¿Estar obligado a responder de las personas y las cosas? ¿Tener el deber de compensar, de reparar los daños, las culpas? ¡Qué angustiosa es la obligación! Destruye cuanto toca. Esa hechicera odiosa es la peor enemiga de la libertad, esa princesita ingenua. ¿No hubiera sido más responsable por tu parte haber partido en busca de otra posibilidad de amar? ¿Haber partido en dos o en mil pedazos aquel drama?

He aprendido que los compromisos desaguan el amor, que lo secan, lo momifican. Pero el amor engendra siempre obligaciones, se basa en ellas, se nutre y muere en ellas. Ese amoroso río nace en el ensueño y desemboca siempre, tarde o temprano, en un mar de compromisos anacrónicos, imposibles, inevitables.

Recuerdo vuestra lucha titánica por llevarme cada uno a vuestro territorio, porque me pusiera de su parte. Y yo, como un menesteroso mercenario liliputiense, luchando en los dos bandos, acumulando magulladuras y heridas que no distinguían su procedencia. Los dos cargados de buenas razones para odiar, los dos reclamando que tomara partido en vuestras dementes disputas, a favor de uno o de otro. De otro o de uno.

Soy yo quien lleva razón, ¿lo ves?… tu madre es tan malvada… No hijo, no hagas caso a tu padre… ¿no ves lo cruel que es conmigo?…

¡Maldita sea! Yo no veía nada más allá de vuestra eterna torpeza y mi infinita confusión. El pequeño domador, solo y desprovisto de látigo y de silla, en la arena de un circo detestable, recibiendo las dentelladas de dos fieras amadas y absurdas. Un par de alimañas inconscientes, ciegas de ira, que una vez preso el bocado tiraban de mí en sentidos opuestos, desgarrándome el alma, desmembrando la infancia, mientras se entretenían en la captura de un insignificante aliado.

Muchas veces me puse de tu parte, otras, las menos, de la suya. Aunque eso daba igual, el espectáculo siempre resultaba atroz, muy dañino, sobre todo para mí. Todo suena ridículo y recargado con el paso del tiempo, exagerado, irreal. No lo fue. Todo aquello sucedió y ni siquiera puedes soportar que lo mencione. Lo entiendo. Pero hay cosas, muchas cosas que aún me zarandean el ánimo.

Jamás olvidaré aquella tarde que desde una ventana aullé a mamá: «¡Ojalá te mueras ahora mismo!». Ella se largaba de casa tras discutir contigo prometiéndote a gritos que se aflojaría con el primero que se lo pidiera. Yo tuve que emplear una banqueta para auparme hasta el alféizar y asomarme, debía ser muy crío. Tú llorabas tu desesperanza. No recuerdo bien cómo acabó todo aquello, o no quiero recordar, o ya no puedo. En esa ocasión, como en tantas otras, tú fuiste para mí el subyugado, el pobre toro vencido, masacrado en la plaza sin clemencia, digno de toda mi lástima. A veces, como te digo, también me ponía de su parte, pero no recuerdo desear tu muerte. Nunca. Por si fuera poco, tú me leías poemas de Miguel Hernández, ella no. Aquellas circunstancias se convirtieron en la escarcha cerrada y pobre de nuestros días y nuestras noches. Y yo, por desgracia, sí sabía lo que pasaba. Todo lo que ocurría: «Desperté de ser niño. Nunca despiertes. Triste llevo la boca. Ríete siempre… ríete niño que te traigo la Luna cuando es preciso». Y tú lo hacías. Me acercabas la Luna si era preciso. Una noche me la diste bien llena y aún la conservo, casi intacta.

Recuerdo verte llorar. ¿Sabes lo que digo? ¿Sabes lo que es eso? Creo que muy pocas cosas pueden resultar más dolorosas y desconcertantes para un niño que ver gimotear a su padre. Hoy conozco las verdaderas razones de aquel llanto, su verdadero origen. Ya he recorrido alguna de esas cañadas que, a veces, conducen a la desesperación. Pero entonces, ¿qué sabía yo entonces? Apenas nada. Carecía de certezas y experiencias. Aunque no fueron muchas ¡cuánto aprendí de cada una de tus lágrimas!, de todas las suyas, de las mías.

Recuerdo las noches. El terror que llegaba con la noche, casi cada noche. No me asustaba el hombre del saco, ni el diabólico Sacamantecas, tampoco el lobo de Pedro o el que acosaba a los cerditos, tenía mis propios miedos esperándome de madrugada. Al menos no temía tanto la posibilidad de la visita de un monstruo como aquellos chillidos. Esos alaridos terribles que me arañaban en la oscuridad, que rechinaban en mi mente, partiéndome el sueño y el candor. Ella gritaba, aullaba, ¿lo recuerdas?

Sí, lo recuerdas. No puedes haber olvidado algo así. Aunque tú pocas veces estabas. Y estando, no te levantabas, no salías de tu cuarto. Permanecías allí, aislado en tu vacío. Sólo alguna vez, cuando la cosa se puso muy mal, interviniste.

Mamá gritaba. Su garganta, de forma inesperada, exhalaba un grito terrible. Se asfixiaba, o eso parecía, o eso sentía ella. Se incorporaba entre convulsiones, llevándose las manos al pecho, al corazón, a la garganta. Se retorcía pálida, fuera de sí, agonizante.

De repente ese maullido doloroso, ese lamento como brotado de ultratumba, recorriendo el angosto pasillo de nuestra casa hasta mis tímpanos, golpeando mi cerebro, mi espíritu dormido, negándome el silencio, la armonía, el descanso. Era un grito seco, largo, concluyente, anunciador de muerte. Una disonante negación de la vida. Era insufrible escucharlo y saber que poco o nada podía yo hacer, excepto sobresaltarme hasta la locura. Recuerdo acostarme temiéndolo, esperándolo. Llegaba hasta mí cruzando con impiedad la penumbra, más rápido que el sonido, a velocidad de la luz. Aún soy incapaz de describir lo que sentía. Todo el miedo, ¿sabes? Todo. Todo el terror que un niño puede concebir, o más que eso. Toda la angustia. Cuando sucedía, con demasiada frecuencia, sentía una espeluznante premura por llegar donde ella agonizaba para salvarla, una vez más. ¿Salvarla de qué? De la piadosa defunción que la acechaba, de la mala vida que la mortificaba. No lo sé. No lo sé. Aquel pobre niño en el que ya no me reconozco, iluso, aterrado, recorría en pocos segundos los pocos metros que le separaban de la cama de su madre, del lecho que ya intuía de muerte. A la deriva. A veces despertaba cogiendo ya su mano sin saber cómo había llegado hasta allí. Todo sucedía tan rápido. Recuerdo saltar de la cama adormecido, como lanzado por un resorte siniestro. Recuerdo, mientras corría, escuchar mi propia voz, extraña, irreconocible, profunda, gritando machacona y gutural: «¡mamámamámamámamá!». Un lamento largo, repetitivo, ridículo, que salía de mi boca mientras en mi perturbada carrera, iba rebotando de pared en pared, golpeando contra los muebles y los quicios, como una bola en un Pinball, sumando miles de puntos para perder una partida más. Luego solía atravesar la puerta entrecerrada de su habitación estampando la nariz contra el contrachapado, o dislocándome las muñecas, aunque eso sólo lo notaba al día siguiente, cuando llegaba la anhelada mañana.

En el aciago instante, mientras ella parecía perecer, yo permanecía allí, junto al tálamo, impotente, tiritando de espanto, bailoteando en pijama la enloquecedora danza del pavor. Las manitas brincaban de la frente al pecho, resbalaban de los muslos a los tobillos, retorcían en su desesperación la camiseta o el pelo. Apretaban frotando con infinita aprensión la cabeza chiflada o el estómago retorcido y desde allí volvían a aferrarse a lo que quedaba de mamá, a consolar acariciando su espalda caída, su rostro deshecho, su mandíbula desencajada, sus ojos en blanco. Tarde o temprano la noche me regalaba esa puta situación, me devolvía a esa pesadilla insoportable y desvelada. Con voz grave seguía suplicando una explicación: «¿quépasamamáquépasamamáquépasamamá?…».

Mi madre seguía allí entre espasmos y ahogos, inclinada, desmoronada, rota de ansiedad, fingiendo sin fingir un nuevo síncope, tal vez un infarto, un raro ataque de epilepsia, una insuficiencia respiratoria que parecía irreversible. En toda la casa resonaba un crepitar de cristales rotos, el chirriar de la guadaña de la muerte, invencible, devastadora. Entrenado en mil sobresaltos, aprendí lo que era el Valium y dónde se guardaba, dónde estaban los comprimidos rojos, verdes o amarillos. Y rápido, muy rápido, le metía las pastillas en la boca, debajo de la lengua, o ponía en sus labios el vaso de agua para que las tragara. No sé cómo no la envenené una de esas noches. Ella, en un lamento, me decía: «Ya se me pasa Luisito, tranquilo», o «llama al médico Luisito, ¡corre!».

Y yo lo hacía, conocía la mecánica. Buscaba la banqueta para alcanzar el teléfono negro clavado alto en la pared, demasiado alto para mí. Descolgaba el auricular y marcaba el número escrito a lápiz en el papel pintado, un tono, dos tonos, tres tonos, esperaba impaciente que respondiera la voz. «¡Vengan rápido, mi madre se muere!». Luego les daba la dirección una vez más y colgaba.

La espera entonces se hacía espeluznante, aún peor que el padecimiento anterior. Sumido en la más profunda desesperación, caminaba una y otra vez de su cama al ventanal del salón. Me asomaba una y otra vez buscando ver llegar el coche del médico de urgencias. Aguzaba la vista y el oído con la naricilla pegada al vidrio helado. La espera se hacía eterna. Mientras, intentaba que mi hermano pequeño no se despertara, que no supiera, que no se enterara de nada. Probaba una y otra vez a calmar a mamá: «¡yallegamamánotemuerasyallegaelmédicoyallega!…».

A veces me sentaba a sollozar en el suelo de la cocina o daba vueltas y más vueltas pequeñitas, majaderas, vueltecitas de pequeño loco. Miraba mis pies girando y girando, intentando acelerar el tiempo con sus inútiles pasitos. Sólo cuando por fin llegaba el doctor conseguía serenarme un poco. Como si su voz llegara desde una gran distancia, le oía hablar con mi madre, pero ya era incapaz de escuchar, de discernir. Una inyección solía poner las cosas en su sitio. Mamá se dormía, no sé más. Otras veces se la llevaban. Entonces avisaba a los vecinos, o telefoneaba a una de mis tías. Y esperaba, esperaba de nuevo, esperaba despierto a que la noche pasara, que mamá no muriese, que la tía llegara, que con un poco de suerte tú nos llamaras. «¡Que mi madre regrese!, Señor, por favor, que vuelva a mi lado…», me decía yo.

Alguna vez el dramático numerito te pilló en casa y alguna vez te levantaste a auxiliar con desgana a mamá. Tú sabías que aquello no era del todo cierto, pero yo no tenía ni idea. Para mí todo era real, definitivo. No recuerdo cuántas veces tuve que asumir yo la responsabilidad de atender aquellas somatizaciones, aquellos ataques de nervios, aquellas situaciones inconcebibles, escalofriantes para un niño. Gané experiencia con el paso del tiempo. Aprendí a ser un eficaz enfermero infantil en el turno de noche. Pero nunca llegué a acostumbrarme a aquellos gritos, aquellos que te reclamaban a ti desde el centro del infierno, aunque fuera yo el encargado de atender a su llamada durante años. Aún hoy, algunas noches, se me encogen el alma y la razón cuando creo escucharlos, cuando me parece oír esa reverberación antigua, ese rechinar desgarrado que salía de las entrañas de mamá. ¿Cómo no os dabais cuenta de que yo era incapaz de distinguir entre el aullido de la verdadera muerte y el de la angustia o el ansia? Era a ti a quien llamaban, a tu conciencia y a la suya. Era su extraña forma de reclamar atención, pero el único que acudía a su lado era un niño roto, confuso, asustado. Cada vez que sucedía algo entre vosotros, cada vez que la «bruja», que tu exmujer se cruzaba en tu vida de algún modo, o todos esos otros hijos tuyos, esos hermanos que yo ni siquiera conocía, a mi madre le daba un patatús. No fallaba. Terminé dándome cuenta con el tiempo. Era su forma de protestar, de rebelarse, de implorar piedad o perdón o compasión o amor. Su forma de joderte. ¿Quién sabe? Tú también tenías tu forma de hostigar, nada dramática en comparación, simplemente desaparecías una temporada. También tú me coaccionabas con tus escapadas, con tus lamentos, con tu actitud de pobre hombre incomprendido, fustigado. Desesperado, perdido, atrapado entre las dos locas que de un modo u otro te reclamaban. Y si lo pienso ahora, ¿qué podías hacer? Si no hubieras sido tan cobarde, tal vez, seguir tu camino, romper con todo. Pero ¿adónde ibas a ir? Eras demasiado cómodo, demasiado incompetente, como casi todos los hombres de tu época y la mía. ¿Quién iba si no a planchar tus camisas? ¿Quién iba a prepararte la comida o la cama? ¿Quién iba a lavar tu ropa? Podría ser que aún la amaras, que ya no supieras vivir sin ella, sin nosotros, una vez más separado de tus hijos, como sucedió con tus otros hijos. Qué complicado todo, ¿no? ¡Pobre papá! Conozco esa congoja, la de echar en falta a un hijo. Sólo a uno, a mi dulce Adrián. No puedo imaginar lo que debió ser para ti añorar a tantos a la vez. ¿Nos añorabas?

Nada de esto le mencioné a mi padre aunque me hubiera gustado poder hacerlo. Hablar con él de ello sin rencor, sin prejuicios, sin un fin determinado. Tal vez sólo por curarme de una vez por todas, por librarme definitivamente de tan amargas evocaciones. Pero llegaba tarde, como de costumbre. Ya no tenía sentido hacerlo. Él ya no recordaría nada de eso o no querría recordar. ¿Para qué? Toda una vida soñando hablar con papá y ya no tengo palabras, ni ganas, ni él tiene ya oídos para mí. Es posible que le escriba una larga carta y que, una vez muerto, la coloque entre sus manos, sobre su pecho, dentro del ataúd, para que la lleve consigo dondequiera que vaya. Para que una vez convertidos en polvo o ceniza, algún día, pueda leerla con calma.

Aproximé mis labios a las aberturas de su nariz por adivinar si aún tenía aliento, si seguía vivo. Su respirar era tan callado que parecía no tenerlo. Apoyé la oreja en su pecho para escuchar los latidos de su corazón y cerciorarme. Eran tan débiles que apenas pude percibirlos. Aguardé un instante. Seguía hondamente amodorrado, pero aún palpitaba su corazón. Luego, recostado en mi almohada, empecé a escuchar el pulso del mío. Su latir me pareció un tanto acelerado, irregular. Su sonido llegaba como el inquietante eco de un tamtan, un golpear lejano, amortiguado, que me incomodaba impidiéndome otra vez conciliar cualquier sueño. Sobrecoge sentir que esa pieza primordial está allí adentro, batiendo, ajena por completo a nuestra voluntad. Condenada a detenerse algún día, a detenerme. Dilatándose, contrayéndose, una y otra vez. Como un ser extraño de aspecto rojizo y repugnante que viviera dentro de mí, en mi oscuridad, enjaulado entre mis costillas, retumbando monótono. Mi existencia depende de ese sordo e incansable bombear que hace tiempo me planteo interrumpir. Con cada uno de sus golpes, como sigilosos pasos que se fueran acercando, regresó a mi mente la presencia de mi hijo. Toda su ausencia almacenada.