DE VUELTA A CASA, UN LUGAR TAMBIÉN LLAMADO INFIERNO

Regresé a Madrid con urgencia por reencontrarme con él, con Nadia, aunque no estuviera. Angustiado por romper tanto silencio, tanto desencuentro. Con la esperanza de reconocer aún a mi padre, a mi mujer, que los dos me reconocieran. Que los dos me perdonaran. No quedaba apenas tiempo. ¿Cómo había llegado todo hasta este extremo? No era capaz de responder esa pregunta. Aterricé en Barajas con la firme decisión de llamar a Nadia nada más bajar del avión, decirle «vuelve cuanto antes, he llegado, estoy aquí, aguardándote». Pero no lo hice. Mientras esperaba que la cinta giratoria me devolviera el equipaje, tomé la decisión de ir de inmediato a ver a mi padre. Pero tampoco lo hice. Al subir al taxi, escuché cómo mi voz daba al chófer la dirección de mi casa. En el asiento de atrás, mientras el taxista intentaba en vano entablar conversación sobre el tráfico infernal o la puta Liga, yo me iba hundiendo en las tinieblas de la incertidumbre. El niño que aún deseaba saltar al cuello de papá, dormir entre sus brazos, respirar ese aroma inconfundible que tanto me serenaba, luchaba por contener lágrimas y sollozos. No vayas todavía, espera. No la llames. Dentro de mí, también gritaba ese perverso e ignorante adolescente que nunca supo bien a quién culpar de tantas cosas. Ese que fue guardando pequeños resentimientos, reproches negros, verdes y grises, también para su padre y su madre. Pobre idiota. Una vez en casa, encendí la chimenea, conecté la calefacción y desconecté el teléfono. Dispuse no salir de allí y no abrir la puerta a nadie. Tenía algo de comida en el congelador, quedaba algo de leña, y un cartón de cigarrillos. Era más que suficiente. En la cajita del hachís tenía una china envuelta en unos cuantos papelillos. Frente a la chimenea desmenucé el polen y lié un pitillo. Tras unas cuantas caladas me sentí embriagado y ajeno, algo más alejado de casi todo. Así pasaré unos días, pensé. Colocado y sumido en una radiante soledad, en un oscuro silencio. Pensando, escribiendo, dormitando. No conseguía llorar. Necesitaba el llanto como se necesita el vómito tras una indigestión, pero éste llega sólo cuando tu alma lo desea, jamás cuando lo llamas.

Juana, la señora de la limpieza, se llevó un susto tremendo y también me lo dio a mí. Levantó de golpe la persiana. Yo estaba medio desnudo, medio dormido, medio envuelto en una manta sobre la alfombra, frente a una montaña de cenizas humeantes que ya desbordaba la chimenea. Deduje que mi aspecto debía ser horrible por cómo me miraba.

—¡Ay!, perdóneme usted… Nadia me pidió que siguiera viniendo a limpiar una vez a la semana. Lo siento mucho, no esperaba que estuviera aquí —se disculpó—. He pensado que era usted un ladrón o un okupa de esos, ¡qué sé yo!

—Soy yo el que lo siente… No te esperaba. He vuelto antes de lo previsto —respondí cubriéndome como pude—. ¿Qué día es hoy, Juana?

—Viernes, y son las ocho. De la mañana, claro —aclaró con cierta sorna—. Vengo hecha un sorbete, hace un frío que pela y llueve.

Me dio el «parte» completo. Miré por la ventana, afuera diluviaba. Había pasado varios días encerrado, pero en absoluto me lo parecía. El tiempo a veces se revuelve contra nosotros, no se sabe si viene o va, si acaba de llegar o ya pasó. Luego se nos revela otra vez juguetón, inquieto, inabarcable, siempre dispuesto a dejarnos atrás despreciando nuestras vidas. Había perdido por completo esa noción. En cualquier caso no podía seguir un minuto más allí tumbado, escondido, dando la espalda a la situación. Juana me preguntó por Nadia, a la que adoraba.

—¿Cómo no ha venido usted con Nadia? Pensé que vendrían juntos. Me dijo que llegaría mañana, y claro, pensé…

—¡¿Qué dices?! ¿Que mañana llega Nadia? —indagué excesivamente sobresaltado, muy aturdido.

—Pues claro, a las seis de la tarde. Ya le digo, creí que vendrían juntos —respondió un poco indignada por mi ignorancia, algo preocupada y llena de curiosidad—. ¿Qué le ha pasado en la mano, es grave?

—No, no es nada, un pequeño accidente con la chimenea. —Recordé el sordo dolor que atenazaba ya todo el brazo y también todo el que guardaba mi alma—. ¿A qué hora dices que llega Nadia?

Juana, ya muy escamada, esperó en vano que aclarara sus dudas, aunque ya intuía cuanto pasaba entre nosotros. Era una mujer extremadamente lista. También muy discreta. Llevaba años viniendo a casa, nos conocía bien. Luego, sin más preguntas, regresó a su tarea. Yo deseaba más que nada volver a ver a Nadia. Abrazarla. Sentirla viva y real a mi lado, como si nada hubiera ocurrido.

Oler su presencia, volver a escuchar sus pasos por mi vida. La amaba con tal intensidad que me dolía. Estaba dispuesto a perdonar, a olvidar, en definitiva, a mirar sin remedio hacia otra parte. Pero sería mejor que fuera acostumbrándome a su ausencia. Pensar en ello me provocó un pinchazo agudo y seco bajo las costillas, en el estómago. El pulso se aceleró latiendo en mis sienes. Debía evitar a toda costa verla, de lo contrario me paralizaría. La poca determinación que me quedaba, si es que quedaba alguna, se vendría abajo. Buscaría perderme de nuevo en su remanso y ya nadie podría arrancarme de allí. Ni siquiera mi padre, al que ya olisqueaba la perra muerte. Tanto la necesitaba. Pero la parca estaba impaciente, por él, por mí. Ya no podía mirar hacia otro lado. Debía acompañar a mi padre hasta la estación con tiempo para despedirnos tranquilamente, antes que ella pusiera entre nosotros una eternidad de silencio. Corrí desnudo por el pasillo hasta el baño, temiendo toparme de nuevo con Juana. Desde mi llegada no me había aseado. Apestaba. La ducha me reconfortó y me sentí de nuevo capaz. Me sequé, encendí la radio y me afeité despacio, mirándome fijamente a los ojos. Rejuvenecía lentamente mientras Juana trasteaba por la casa al ritmo de la Cadenza de Schnittke, de Beethoven. Me vestí y allí dejé a los dos.

Al salir a la calle, el día seguía gris, muy triste y oscuro. En la semipenumbra, la ciudad se movía ya a ritmo de viernes. Las escabrosas fachadas de los edificios relumbraban a través de la neblina como velos sucios. La mañana se había disfrazado de noche bajo la pálida y anaranjada luz de las farolas, de los faros de los coches. Me vi avanzando acelerado, tenue y borroso, reflejado en el brillo de la acera, en el cristal de los escaparates. Una lúgubre aprensión aceleraba mis pasos; debía llegar cuanto antes a casa de mi madre. Ella le había acogido, una vez más. No iba a permitir que papá muriera solo, lejos de «casa». A pesar de todo, de alguna recóndita manera, le quería. Al llegar frente al portal, me detuve y encendí un cigarrillo. Me sentía como quien va al encuentro del dentista. Aún di una vuelta a la manzana, caminando de forma más pausada. Intentando recapacitar, pensar con cierta coherencia. Qué antro repugnante es esta ciudad, pensé. Al regresar a Madrid siempre me invadía esa sensación. Sólo me incitaba a huir.

Al fin, demoré un poco más el encuentro con mis padres. Entré en El Corte Inglés, y gasté en la agencia de viajes buena parte del dinero que quedaba en la cuenta. La dependienta me atendió no sin cierto estupor. Dos billetes a Kinshasa, le apremié, para mañana o pasado, a primera hora, cuanto antes mejor. Alguna combinación habrá, ¿no? En primera clase, y la vuelta para dentro de un mes, justo cuatro semanas. Mejor déjelos abiertos, con la posibilidad de regresar antes si es necesario. No importa el precio. No importan las escalas, ni desde qué ciudad salga el avión. ¿Son necesarios los visados? Llamaré a la embajada. Eso lo arreglaremos sobre la marcha. No se preocupe, asumiré el riesgo. Búsqueme la mejor combinación posible. Sólo quiero volar en la mejor compañía y tener el mejor hotel una vez allí. Pasaré esta tarde a recogerlos, a última hora.