Es algo así… Ya no se me da tan bien dibujar, pero servirá para ayudarte a imaginar. Imponente, ¿verdad? Cuando lo miro aún me sobrecoge su presencia. Para los dogones son seres sagrados. Los custodios del territorio en el que merodea el dios chacal. Pero vienen poco por aquí. No les gusta demasiado acercarse a la tierra de los baobabs. Todo más allá de su falla es un «más allá» demasiado inquietante para ellos. Un universo demasiado distante y mucho más abstracto que el verdadero universo que estudian y veneran. El lejano mundo de los tubabus, de los hombres blancos, es para ellos algo incomprensible, completamente inverosímil…

… Abajo, al pie del inclinado país de los dogones, en Bandiágara, la vida es un rompecabezas de hombres y mujeres, de niños y niñas que lloran, ríen, o corren al azar, como pequeños locos. Seres que irrumpen a voz en grito en el fascinante desafío de tener que vivir y sobrevivir un nuevo día. Habituado al apacible compás de mi silencio, sentí verdadero pánico ante la enloquecedora actividad del mercado. Un zoco al aire libre, asfixiante y tumultuoso. Entre sus puestos se movía una muchedumbre agitada, impaciente, vertiginosa. Me mezclé entre la gente imaginándome invisible. Pero me equivocaba. Mi aspecto llamaba a todos poderosamente su atención. A mi paso, unos cuchicheaban burlones, otros asustados, otros se apartaban asqueados, otros con torpeza, espantados o indiferentes. Me detuve a observar a la sombra de un árbol del mango. Aquella gente extraña, aquel escenario perturbado, era todo un espectáculo de colores y aromas para mi monótona e inodora existencia. Un frenético ir y venir de insólitos seres de diferentes etnias, de todo tipo de objetos. Manos y pezuñas, monedas y billetes, pieles, verduras, altísimas máscaras talladas, portones labrados, camaleones vivos o disecados, pescado seco o maloliente, moscas negras, verdes y húmedas devorando ojos y frutas, posándose en los rostros, en las telas, las figurillas, en los abalorios… Iban de acá para allá cráneos y cuernos de antílope, manojos de crines, tambores y lanzas, picas y cuchillos, puertas o ventanas, lagartos y murciélagos pudriéndose al sol…

… Poco han cambiado las cosas para el pueblo dogón desde que los primeros colonos franceses llegaran a Tombuctú, y desde allí a su falla, a la profunda trinchera en la que vivían ajenos a los preceptos del islam y a la arrogancia de los blancos y sus dioses. Sigue siendo el mismo pueblo, el mismo paisaje que, en los años treinta, encontró Marcel Griaule a su llegada a las montañas de Hondorí y la planicie de Bandiágara. Siguen siendo una etnia remota y aislada, un pueblo sabio y primitivo. Parece que el turismo, que por fortuna parece escaso, no ha contaminado aún lo más íntimo de su cultura y sus tradiciones. De su cosmología, que tantos debates habrá desatado. Pero en las calles ya se pueden encontrar objetos que hasta hace poco eran impensables para ellos. Instrumentos asombrosos y beneficiosos como gafas de sol, espuma y hojas de afeitar, radiocasetes, ventiladores, postales, linternas, pilas…

Entre todos los objetos del atestado bazar, encontré algo impensable. Algo que resplandeció a mis ojos y que deseé de inmediato. El deseo, ese encanto olvidado. Uno de los comerciantes, entre otras muchas bagatelas, vendía algunos lápices, cuadernos, gomas de borrar, sacapuntas… Todo usado y escaso. El vendedor, un anciano senufo, tenía la mercancía tirada por tierra. Me acuclillé frente a él como un niño frente a los juguetes en un escaparate. Pasé un buen rato mirando obnubilado esos codiciados objetos. El viejo llegó a sentirse incómodo ante mi insistente presencia, creo que de buena gana me hubiera echado a patadas. Pero no lo hizo. No se atrevió.

Por alejarme de allí, para que no le espantara a la posible clientela, me dijo con desprecio que cogiera lo que quisiera y me largara. No entendí bien sus palabras ni su malestar. Cruce con él una escueta y lenta mirada, y sin más tomé del suelo un lápiz y uno de los cuadernillos. Cuando los tuve en mis manos, el tiempo, la soledad y muchos de los anhelos olvidados pasaron por mi frente. No tenía dinero con que pagarle. Le ofrecí con un gesto lo único de valor que tenía, al menos era algo muy valioso para mí, el báculo que, cuando partí de Mopti, me regaló Ambén. Por llevarlo, muchos me observaban con asombro, mirándome con el rabillo del ojo. Desconfiados, suspicaces. Para ellos era un sacrilegio que un blanco poseyera aquel añoso bastón de mando dogón. Le tendí la mano con mi amuleto y, tras pensárselo un instante, lo cogió. Después me lo devolvió, rogando a sirio que le perdonara. Me alejé de allí escuchándole blasfemar. Sentí cierto vacío ante la posibilidad de perder mi báculo, pero pronto se llenó con las posibilidades que me abrían aquel cuadernillo de tapas anaranjadas y el lápiz de rayas negras y amarillas.

Con él, en él, te escribo ahora. Desde la inanimada soledad de este desierto, desde el vientre de mi árbol. Escribo para ti, como se piensa. Las palabras resbalan: caen de la memoria, ruedan, resuenan, vibra su rumor negro entre mis dedos. Como diría el viejo Ambén: «¡Tengo un gran ruido por cabeza!»; pero siento que ese ruido me acerca ahora a ti, a ese otro yo que es tu recuerdo…

Hace mucho que descarté el regreso… Y sigo sin conocer bien la razón de este inmenso hueco, de tantos años eclipsados. Quisiera poder explicarte, describir los senderos que me lanzaron al vacío. Describírtelos para que puedas reconocerlos y evitarlos, pues créeme, no merece la pena ni la alegría recorrerlos. Darte alguna clave, las llaves que entreabren las puertas de algunas incógnitas. Ayudarte a no convertir tu vida en una prisión, como me sucedió a mí. Atrapado tras las rejas de la ansiedad, de la sinrazón. Como viví tantos años…

El cielo, casi siempre amarillo por aquí, hoy está rojizo, como la sangre que a duras penas bombea mi angustiado corazón. Mientras escribo se desmorona la muralla de olvido que me protegía. Vuelvo a atarme a las preguntas. Vuelve a estrangularme todo cuanto ya no queda, cuanto regresa, cuanto fue quedando atrás. Debería mudar la sangre y la piel. He estado demasiado alejado, he ido demasiado lejos. Y tú, tal vez, huyendo de la nostalgia ya ni siquiera me recuerdes. Habrás crecido tanto, tanto. Recuerdas aquel día, la última vez que nos vimos, a la salida del colegio. Sí, me estaba despidiendo de ti. Te dije que salía de viaje, otra vez, pero que esa vez estaría mucho tiempo fuera. Me preguntaste si no podías venir conmigo. Y fui tajante. No, no podías, ¿lo ves como no? Hay viajes que uno sólo puede hacer consigo mismo. El de la muerte es uno de ellos. Yo deseaba morir entonces. Por encima de ti, de todo. Deseaba morir una vez más. ¡Cuánto me equivocaba! Lo necesario era vivir. Aprender a vivir…

Desde entonces…

Ahora, ya lo ves, sólo soy el hijo de este árbol. Soy una de sus ramas. La más frágil. Él me engendró de nuevo después de caer medio muerto a sus pies. Entré en él para dejarme morir y renací. Lentamente crecí en la paz del vientre de este baobab, en el interior de su útero de madera.

¿Cuántas veces habré ya muerto y renacido? También lo he olvidado. ¿Qué habrá sido de tu madre? ¿Y de Nadia? ¿Dónde está ahora la mano de papá?… Eso te habrás preguntado tú tantas veces… Tal vez sigas preguntándote… ¡Qué tristeza!

Que un padre tenga que sobrevivir y enterrar a un hijo es el peor de los horrores, ¿en qué genero de tortura cabe su muerte?, ¿cómo se afronta su destierro?, no hay manera. ¿Quién hubiera podido consolarme? Para mí era así de algún modo. Como si de algún modo hubieras muerto aún sin haberte ido. Y fui yo quien implantó esa alternativa. No es lo mismo que contemplar al hijo moribundo, o verlo morir, no. Pero sí es perderlo a rachas para siempre… Tener que limitarte a remirarlo una y otra vez sin apenas tiempo para mirar. Saber restringido el espacio para el beso, la mirada y la caricia. Verlo crecer a trompicones, sobrecogido por los cambios y por cuanto se perdió en los intervalos. Es no saber nunca bien a dónde va o si volverá. Si volverás a verlo. Y así, hay que seguir adelante, sabiendo que no habrá nada mejor después, que siempre encontrarás en su piel y en sus ojos la evidencia de todo lo perdido, de todo el tiempo errado, de todo cuanto temiste que sucediera. No supe afrontar la maldita e injusta culpa. Y enfrentarse culpable a un hijo, créeme, es un sutil castigo. Mi alma y mi rostro se fueron demacrando. Mi error fue errar, una y otra vez. Cuando tu madre y yo nos separamos no imaginé hasta qué punto sufriría por tu ausencia. ¿Recuerdas aquel pequeño príncipe del libro? Aquel Principito que dejaba atrás su planeta para ir a recorrer otros mundos. Al partir abandonaba a su querida rosa, lo único que de verdad amaba. Con el tiempo la nostalgia por ella se hacía insoportable. Le faltaba cada uno de los minutos que empleaba en cuidarla. L’important c’est la rose! Ahora lo sé, lo sé de verdad. Tú, como ella, eras lo único importante. Pero en aquel momento en mi cabeza bullía el universo mientras tu madre vivía ocupada en la perfidia, completamente ajena a tanta creación. Pero tú eras mi hijo, mi bienamado hijo, por mucho que un maldito papel dijera que

… que no eras mío… ¡Qué estupidez!…

En mitad de mi caos apareció Nadia. Y pasó el tiempo. Unos años más tarde, de la noche a la mañana, también perdí todo cuanto acepté como bueno a cambio de perderte. El único trofeo que obtuve de Nadia fue una esclavitud dura y humillante. Más ruinas…

Creo que siempre sucede así. El amor es sólo un espejismo que nos anima a follar para gozar y perpetuarnos. Debería haber pasado solo toda mi vida. Haber vivido en la castidad y la contemplación. Sin querer ni dejarme querer. Dependiendo sólo de mí mismo, sin más preocupación que mi propia existencia, o mi muerte. Sin amar ni ser amado…

Nadia también me propinó un golpe brutal. Como tu madre. No las culpo. No culpo a Nadia. Pero la bofetada me hizo despertar, despabilar y descubrir cuán insípidos eran mis placeres, qué idiota era mi vida, qué cautiva, qué falsa…

Supe de golpe qué inmensas y odiosas eran mi ignorancia, mi soberbia, mi inútil osadía, la profundidad del inmenso abismo por el que volví a caer. Algo peor que la muerte…

Al marcharme de tu lado quise dejar en la cuneta todos mis errores, pero su peso era infinito, y yo cargaba con ello de forma inevitable. Y hasta aquí llegué arrastrándolo. Los hombros y la espalda jamás dejaron de martirizarme por cargar con tanto lastre, con tanto pesar…

Todo esto no sería una idiotez para cualquiera, tal vez también lo sea para ti… pero para mí no lo es… nunca lo fue…

Un día, rendido, convencido de que nunca lo conseguiría, desistí de volar. Acepté que debería seguir reptando como un caracol, arrastrándome a ras de suelo bajo la densidad de roca de mi alma. Soportar para siempre el ansia, la desazón del más absoluto antagonismo con cuanto me rodeaba… Y siempre ¡es tanto tiempo! Me resultaba agotador estar obligado a ser, ¿cómo decirlo?, un hombre adulto, civilizado, conforme, domesticado. Admitir que en eso consiste la existencia, en soportar la insoportable tiranía del absurdo impuesta y admitida por casi todos los humanos, al menos los que entonces tenía a mi alrededor. Lo intenté, intenté adaptarme. Pero al renunciar a los sueños, a la esencia, a mi verdadera naturaleza, una gravedad insufrible, mucho más pesada que la de la Tierra, comenzó a oprimir casi tanto como tu insoportable ausencia.

¿Quién podía entenderme?, nadie…

Intuir los talantes de la malvada calamidad no es fácil. Y es extenuante vivir constantemente con el sapo de la aprensión sumergido en tus entrañas, devastándote día y noche. No se puede vivir siempre sobrecogido, siempre temiendo que en cualquier momento la vida y la cordura se desboquen. Me costaba tanto encontrar el deseo de vivir, completar las horas, los días. ¡Si supieras! No había nada que hacer, salvo cortar los hilos y dejarme llevar.

Suicidarme…

Intenté imaginar cuánto te dolería, pero no fui capaz. Perdóname.

Antes de acabar quise hacer ese loco viaje con el abuelo. Darnos la oportunidad que tú y yo ya no tendremos. A la vuelta lo haría, me mataría, lo tenía todo planeado, aunque no hubiera pensado demasiado en ello. Aunque no tuviera aún decidida la manera de hacerlo, de poner fin a mi vida. Pero guardaba varias ampollas de morfina… Tal vez así habría sido…

Pero la vida supo burlarse de mí… Mató al abuelo y casi me mata…

Luego, mientras me sucedían las cosas que te he contado y otras que no menciono, fui comprendiendo lo valioso que es tener la oportunidad de estar vivo. Vivir y aprender, ése es el único objetivo. Ni las penas ni las alegrías tienen trascendencia. Vivir, nada más. Saber luego morir en paz…

Creo que sabré hacerlo… y que, tal vez, mi próxima existencia será mucho más placentera… porque sabré afrontarla y vivirla mucho mejor. Con más sencillez, con menos arrogancia, con infinita humildad. Eso espero… y espero poder averiguarlo pronto…

Estoy tan cansado de esta vida…, de toda mi vida… Vivirla es como intentar vaciar el mar sacando el agua con una palangana…

… Vuelvo a escribirte desde esta tierra de nadie, metido en este tiempo de nadie, entre la oscuridad y la luz, enfrentando recuerdos olvidados que cortan como afiladísimos cuchillos, que dejan la piel del alma a tiras sólo con rozarlos. Ha debido pasar tanto tiempo desde que dejé de contar el tiempo… Las sinuosas interrogaciones ¿? se han ido enderezando hasta convertirse en tiesas exclamaciones ¡!.

A fuerza de preguntarme y no hallar respuestas, aquellas hoces negras segaron los delgados tallos de mis pocas certidumbres.

No estuve a tu lado para ayudarte a comprender que no existen respuestas… y explicarte que es mejor no preguntarse demasiado. Seguramente me culparás de ello. Nada hubiera cambiado el veredicto, para pocas cosas hay respuestas. Al menos yo nunca las tuve, ni las tengo después de tanto, después de todo. Por muy arduo que busques no podrás encontrarlas. Quizá tras la muerte… Aunque ahora también lo dudo…

La mente olvida en seguida las facciones que fueron cotidianas, queridas… entre los restos del pasado. No me acuerdo de tu cara. Es terrible, recuerdo cómo eras pero tu rostro está difuminado. Elegí vivir el presente para que el mañana pudiera ser mejor, para que en el ayer se atenuara la añoranza de lo que ya no llegaría a vivir, de todo lo malvivido…

Intento imaginarte… con todas mis fuerzas. A veces creo que estás ahí, en la oscuridad respirando suave a mi lado. Me giro para tocarte, acariciarte, besarte… pero ¡qué tristeza!… no estás… no estás… no estás…, ¡maldito sea!… Qué dolor no recordar tus facciones, ni siquiera las mías de entonces… Se me seca el cerebro, todo yo me he ido secando, endureciendo, corrompiendo. Mi espíritu vive sin mí en este cuerpo escuálido que ya no le incomoda. Y se prepara ya para vagar de nuevo a su antojo. El polvo de esta tierra me ha cubierto por entero, hijo, se me ha infiltrado y ha teñido la sangre de gris. El color rojo ya no cabe en mis venas. Tendrás algunas fotografías y podrás recordarme tal como era. Cuánto daría por tener aún la tuya que siempre llevaba en la cartera, pero se perdió en el accidente… Qué paradoja… ¿Qué son los recuerdos cuando ya no tienen forma? ¿Tinieblas? Nubes bajas que se difuminan lentamente mientras creemos que podremos tocarlas. Nada más. ¿Quién sabe en qué andarás ahora? Si serás el proyecto de una buena persona… o de un miserable… Un futuro hombre de provecho o un futuro infame. Quisiera poder encontrarme contigo en ese utópico lugar en el que las cosas son siempre como debieron ser. Poder olvidar que te he olvidado, aunque estés siempre dentro, mellándome la paz y la memoria…

¿Tendrán tus ojos mi mirada?…

Si ahora me dieran a elegir, preferiría pasar a tu lado cien vidas… Sin importarme nada de todo lo demás. Sólo eso, estar a tu lado. Vivir juntos los dos… Solos tú y yo… Sin enturbiar nuestro camino con metas que no existen, sin aspirar a inalcanzables destinos, sin ansiar ni ambicionar nada más que eso, poder cuidarte, verte crecer día tras día, poder amarte cada milésima de segundo de cada día. Sin nostalgias ni engaños, entretenidos en el precioso juego de vivir para vivir. Sin mirar siquiera de reojo dónde conducirá nuestro camino, sin preguntarnos jamás de dónde partió o cuándo acabará…

Pero… ¡maldito de mí!… ¡Soy el prisionero de todas las distancias! Me he convertido en esto que lees… En un fantasma desatinado, en el alma hueca de un baobab. Y como él, estoy condenado a clavar las raíces en el vacío… En un cielo tan desconsolado como mi pobre corazón… Condenado a seguir vivo… ¡¿Hasta cuándo?! No lo sé…

… ¡Qué largo, doloroso e impreciso es el olvido! Aúllo a las estrellas. Es un grito profundamente subterráneo, gritos que claman a quien nunca escuchará. Bajo este firmamento magnífico sigo esperando que en el sueño me alcance la muerte, sin más… Pero somos tan propensos a la vida… Qué raro castigo…

… Hoy me acompaña una tristeza amarga, seca y silenciosa. El cielo parece comprimirse a mi alrededor formando una enorme burbuja de nubes negras, cargadas de electricidad. Una pátina gris ha cubierto todo delicadamente y la escasa luz de esta mañana parece la de un tubo fluorescente. Siento melancolía. La melancolía es amable, húmeda, un sentimiento cubierto de rocío. Está aquí, girando despacito a mi alrededor. Me sonríe de soslayo, dulcemente, como queriendo disimular su ternura. Me mira con sus ojos de cometa sin perder detalle. En mis indefinidas horas, siempre es mejor su compañía que el vacío que normalmente pone sordina a mis sentidos. No, no estoy sediento de melancolía, de dolor… Pero me alivia llorar regocijado en el llanto. Sucede tan rara vez. Suspirar sin aflicción, sin anhelo. Evocar sueños serenamente. Reconquistar algo de lo que fui, reconocerme un instante en quien era. Pero dura poco. La muerte de las flores es inevitable. En esta esquiva nostalgia de ti, te busco más seguro y confiado…

… Anochece una vez más… Y yo sigo tan lejos de todo, de todos, perdido en el rotundo vacío de esta inmensidad desierta. Siento que la muerte va cobrando presencia… Tengo la impresión de ir a deshacerme sobre el lecho de hojas dentro del árbol. O puede que me pille afuera y termine fundiéndome con el polvo amarillento de esta tierra yerma. Es una dama silenciosa, respetuosa, negra y serena. Camina junto a mí sin decir palabra, severa y empecinada. Poco a poco va succionando el escaso aliento que me queda. Mi alma cada vez más esquelética y la suya cada vez más oronda, más rolliza. Anochece… y una vez más ella se acuesta a mi lado, paciente, segura de no estar esperando en vano…

… Caminé un millón de noches y días hasta llegar aquí… Llegué demasiado lejos buscando el olvido y en él me detuve. Ya apenas tengo recuerdos… Vaciar la memoria hace que los sueños dejen de tener sentido… que poco a poco dejes de soñar…

… Llegará tu tiempo para marchar… pero vigila hacia dónde te encaminas… Camina olvidando y detente sólo para soñar un rato de tanto en tanto… No mires atrás… Eso me decía siempre mi padre, tu abuelo. No hay que mirar atrás, ni debajo, como cuando aprendías a montar en bicicleta. ¡Siempre adelante! Pobre papá, cuánto le echo de menos si pienso en él… Eso hago ahora, soñar despierto entre renglones… en el sigilo de esta gruta de madera…

… Algunas noches, dentro del baobab, miro arriba, a través de la embocadura de este inmenso tronco hueco. Arriba, entre las ramas aferradas al cielo, se adivinan millones de estrellas. Parece la silueta de un extraño árbol de Navidad. Aunque cierre los párpados sigo viendo nítida la cúpula del firmamento… y me siento más cerca de las estrellas. Han llegado una vez más. Acaban de detenerse. Cada cierto tiempo, sucede algo inexplicable, un buitre y una cigüeña, rompiendo el silencio, vienen a posarse juntos allí arriba, en una de las ramas más altas. Y allí pasan la noche, aleteando de vez en cuando, manteniendo el equilibrio. Graznando a ratos. Desde muy lejos llega el eco machacón de algún tamtan. Ella, la cigüeña, parece crotorar al ritmo. Él parece seguir el compás moviendo el cuello. Los dos componen con sus murmullos una monótona e hipnótica melodía. Oyéndoles recorro el tiempo transcurrido, veo escenas del mundo del que provengo, donde quedaste, allí donde me era imposible discernir entre lo equívoco y lo justo. Aquel hueco negro en que me iba consumiendo. Esas dos bestias, con sus arrítmicos cantos, me cuentan que la vida no se equivoca, que somos nosotros los que acabamos siempre confundiéndola…

Sin pretenderlo, conseguí sobrevivir y vivir una nueva existencia en estas coordenadas perdidas. No bastarían mil años para explicarte la sencillez y complejidad de este lugar, para aprender todo cuanto puede enseñarme…

Hay noches en las que puedo escuchar los latidos del árbol… el rumor de su vigorosa savia ascendiendo y descendiendo al cielo y a la tierra… Es todo lo que tengo… Debe llevar aquí más de mil años. Parece muerto pero está lleno de vida. Habrás oído hablar alguna vez de la leyenda de los baobabs. Cuenta que no es bueno despertar la envidia de los poderosos. Al parecer, la majestuosidad y la fuerza de estos seres irritaron a algún celoso dios, y éste, en castigo, los puso del revés, patas arriba. Las raíces al aire y su frondosidad bajo la tierra. Tal vez la envidia esté en el centro de todos los males. Los condenaron a vivir sin sol, eternamente. En ocasiones puedo sentir el leve y angustiado crujir de sus ramas atrapadas bajo el suelo. En las noches plenas de luz, dicen, el árbol se nutre del agua de la luna. Ésta corre poderosa por sus venas. Lo cierto es que sólo un trago de esa savia luminosa puede saciar la sed de todo un día…

Su madera es muy blanda. La punta del cuchillo entra en ella sin mucho esfuerzo. Y de sus heridas mana pronto ese líquido blanco, agridulce. Cuando lo bebo siento que alcanzo a vivir y comprender un poco más. Durante unos minutos siento la certeza de ser parte del árbol, del aire que respiro, de la tierra en la que reposo, del fuego o del sol que abrasa la vida, del universo que envuelve el tronco que me refugia. Siento vahídos que me serenan en la sensación de no existir, de formar parte también de la nada…

Él es mi aliado, mi castillo. Me amamanta. Me alimenta con su blanca sangre y sus pulpas. Soy hijo de este árbol y nada me falta a su lado. ¿Te he contado ya cómo llegué hasta aquí?…

Después de dejar atrás la pobre y polvorienta Bandiágara, deambulé durante semanas por la desolada planicie de la meseta… Obsesionado, me empeñé en seguir la dirección que marcaba la punta de mi lanza. Ahora suena insensato, pero aquel hierro fue durante muchos días mi brújula. La sed fue mi perdición. El agua se acabó. Empezaba a ahogarme. En mi interior quedaba apenas un filo de vida. En mi peregrinar, las proteínas que me proporcionaban insectos y reptiles me daban fuerzas, pero éstas se agotaban cada vez más rápidamente. Cuando creí no tener fuerzas para dar un solo paso más, ya absolutamente desfallecido, me topé con él. Caí de bruces contra el suelo. Al intentar incorporarme, como un espejismo, como una alucinación, vi a lo lejos el colosal gigante. Se levantaba entre nubes de polvo desafiando cualquier perspectiva. Había encontrado en mi camino otros baobabs, pero ninguno era similar a aquél. Achaqué aquella visión a mi agonía, a mi quebrada conciencia. Conseguí arrastrarme hasta la penumbra de su alargada sombra. Así alivié la insolación. Al acercarme, mi mirada, cegada por el sol y el cansancio, fue incapaz de abarcar su contorno, de ver más allá de sus límites, créeme. Hice un profundo corte en su piel y lamí la herida con avidez. Bebí cuanto pude, hasta saciarme. Luego, al rodearlo, me sentí como si me hubiera topado con la pata de un elefante grandioso, descomunal. Me pareció una caminata interminable. Al otro lado, a la altura de mi cintura, se abría en su corteza una entrada, un agujero de poco más de un metro de diámetro. Parecía la guarida de algún animal, y sin duda sería un buen refugio para pasar la noche. Lancé algunas piedras dentro por ver qué sucedía. Una pequeña bandada de murciélagos escapó revoloteando sobre mi cabeza, en su enloquecido aleteo me parecieron enormes mariposas negras. Después me asomé dentro con cautela. La oscuridad del interior estaba tenuemente iluminada, la luz del sol poniente entraba aún como por una gran claraboya. Me recordó la que cae desde la cúpula del Panteón de Roma. No había nada allí dentro…

Subí como pude hasta entrar por el hueco y me dejé caer al interior. Al hacerlo me acordé de la bodega del Poltsjerna, cuando me lancé dentro sin pensar, de aquella mala idea, aquel batacazo. Pero esa vez sería distinto. Caí sobre blando. El interior estaba cubierto de hojas secas y ramitas, alfombrado por las hebras y la suave pelusa que recubren la cáscara del pan de mono. El tiempo, la oscuridad y la humedad habían convertido toda esa materia vegetal en un oscuro y mullido compost orgánico. Por las paredes de la gruta crecían extraños líquenes, musgos, raras setas. Entre el serrín vegetaban infinidad de larvas de insectos, todo tipo de gusanos y algún reptil que pronto escapó de mi presencia. Allí quedé tumbado, medio inconsciente, allí pensé que iba a morir. Debí dormir durante dos o tres días. Quedé al cuidado del dios de todos los baobabs

El ruido de lo que me pareció un animal arrastrándose me despertó. Temí encontrarme cara a cara con alguna alimaña, fuera lo que fuese. Pero mi agotamiento era tal que no pude moverme. Creí estar inválido. Tal vez en las fauces de una bestia, pensé, encontraría de una vez alivio mi desesperación. Mis huesos no saciarían mucho su apetito… Después del inmóvil sobresalto, muy poco a poco, conseguí moverme, desentumecerme, hasta lograr incorporarme con torpeza. Dentro del árbol la temperatura era muy agradable. Tenía algo de la humedad y el delicioso frescor de las florestas. A pesar de los escorpiones y las arañas que se refugiaban en ella, la cueva me pareció acogedora, un lugar amable. La luz del sol entraba por la embocadura de la puerta y desde arriba rompiendo la oscuridad… como entra por la cúpula del Panteón de Roma…, creo que eso te lo he dicho ya, ¿verdad?…

Aquél, posiblemente, era el lugar que tanto había buscado. Sentí que lo era, casi de inmediato. No tardé mucho en recuperarme. En un par de semanas, gracias al jugo del árbol y a sus frutos fui ganando parte de vitalidad, forma y lucidez. Una vez «conquistado» ese territorio vertical, como un parsimonioso robinsón, fui logrando pequeños triunfos. En pocos meses había amoldado aquel espacio a mi seguridad y a mi comodidad de forma razonable. Cuando conseguí encender un buen fuego sentí que aquél sería mi hogar durante mucho tiempo. El hueco del tronco resultaba un tiro perfecto. Los rescoldos siempre permanecían encendidos, día y noche. La madera no escaseaba y el humo no era un problema, la blanca humareda ascendía hacia el cielo por el interior del baobab. La copa del árbol humeaba levemente, como una enorme e insólita chimenea en mitad de la nada del desierto. Muy lentamente fui apropiándome de aquellos preciosos metros cuadrados, fui haciéndolos más míos, más placenteros, más humanos. Desbrocé y limpié el suelo. Horadé y encaucé varios manantiales que siempre que quería brotaban generosos. Quemé con una tea centenares de metros de telas de araña que taponaban el tubo, velos de seda tan tupidos que no permitían que ascendiera todo el humo de la hoguera, ni que entrara toda la luz del sol. Con fibras y ramas fabriqué un rudimentario y eficaz enrejado a modo de puerta, que en seguida me hizo sentir más seguro, más en casa. Con las mismas hebras y mi vieja manta mullí un lecho aceptable en el que reposar. Gracias a las lianas que colgaban desde la cima por el interior del árbol, con el tiempo, conseguí escalar hasta la embocadura, en la parte más alta del tronco. Era un magnífico mirador entre las ramas desde el que se podía ver a varios kilómetros a la redonda. En mitad de la nada había encontrado una cómoda morada. No me faltaba el pan, aunque fuera «de mono», ni tampoco el agua, aunque fuera tan rara y espesa…

… Allí dentro, como un ser invisible, inexistente, fui comprendiendo poco a poco la verdadera razón de la existencia. Llegué a sentir algo muy cercano a la felicidad. Había encontrado mi lugar…

… Hoy estoy muy cansado. Me cuesta más que nunca avivar la lumbre… y si no lo hago terminará por apagarse… El sol se esconde otra vez tras el horizonte mientras escribo… Como el fuego, se va apagando el día, y a la vez se van encendiendo en mi alma los anhelos, los deseos, las obsesiones. Desde que he vuelto a pensarte, a pensar en tu mundo que fue el mío… se me escapa la poca cordura…

… ¿Y si de improviso descubrieras que toda tu vida ha estado equivocada por una razón u otra?… ¿Y si supieras que esos errores no servirán de nada?… Que no te harán aprender ni una sola de las tediosas e inútiles lecciones que precisamos para vivir…

Vives en un mundo completamente ininteligible para mí… Una sociedad levantada sobre los inestables cimientos de la codicia, la envidia, la sangre derramada y la mentira…

Allí pasé las horas mirando a través de la opaca falsedad de hombres y mujeres, sobreviviendo a duras penas en un loco baile de máscaras… Intentando vencer a los días, ganar tiempo, pero el tiempo es como el aire, te das cuenta de que existe sólo cuando falta, y así lo vas desperdiciando…

He despertado de infinitas pesadillas y de muy pocos dulces sueños. Siempre el mismo desasosiego y el ánimo tan enroscado como las eses de esa palabra… Tembloroso y desconcertado… El miedo y la angustia detienen la vida, la hacen deplorable. Atrás quedaron restos de momentos amables, de levísimas alegrías. ¿Quién inventaría la palabra felicidad?… La felicidad no es una alternativa, sólo una falacia, una utopía. Vivir rodeado de seres falsamente felices, irracionalmente satisfechos, de serviles fingidores, siervos de una inalcanzable dicha, me hizo sentir culpable de todo mi infortunio… Cuanto más desdichado te contemplan, aunque finjan compasión, más se regocijan. Es su manera de sobrevivir. Todos nos aferramos a una u otra mentira para subsistir…

Mirar atrás es contemplar destrozos, ruinas. Rechazo la vehemente y humillante actitud de los «felices», de los que buscan aplacar el miedo negando lo innegable…

Acercarse a la muerte desvela, verla llegar lentamente aterroriza, tenerla caminando a tu lado, enfrentarla es casi imposible, negarla enloquece. La muerte es sólo un paso más en el camino de la vida, la zancada final que marca la distancia vivida. Como en los juegos de los niños, ¡zas!, hasta aquí llegaste. Seremos seres civilizados el día en que la aceptemos más serenamente, como cualquier animal, como las bestias que olvidamos ser… Cuando llegamos a la vida lo hacemos huyendo de la muerte…, y así nos vamos una y otra vez…

Pasamos la vida con el corazón entre los dientes huyendo de una idea, de un momento que nunca existió, de un instante incomparable. ¿Qué será preferible? ¿Vivir o morir? Poco importa ahora… La vida es un continuo suceder en que realmente no sucede nada, en el que nada tiene importancia. Pero este conocimiento no te hace inmune al miedo. Yo también temo a la muerte…

La memoria es un parapeto poco fiable, una frágil defensa para soportar nuestro vacío, un ingenuo engaño del que es difícil escapar o prescindir. Quise huir de mi propia vida, pues no la soportaba, pues no sabía cómo dejar de desperdiciarla… Quise huir del remordimiento, de la culpa, de la nada… y fui a descubrir que la nada lo es todo…

Ahora, escribiendo, busco de nuevo no estar solo, dejar de hablar conmigo para hacerlo con el papel…, contigo… y no enloquecer más… ¿He adoptado el silencio o fue el quién me adoptó a mí?

Escapé de un mundo de años y de seres pero la piel y el tiempo siguen dentro, en alguna parte, indigestando las ideas. En mi árbol conseguí dejar atrás los pensamientos, librarme de la angustia y la inquietud. En mi soledad llegué a ver allí donde pocos se atreverían a mirar… aventurarme por lugares vetados a los vivos, donde los no nacidos esperan aún formando parte del cielo… Una vez llegué a ver a través de los ojos de Vlimma, una leona, ¿o tal vez fuera un chacal?, una de las bestias que deambulan por este desierto guardando los espíritus dogones. La fiera sólo esconde en su alma certezas, respuestas muy simples para todos los enigmas que hemos inventado. Respuestas que hombres y mujeres apartamos de nuestra mente para no caer en la demencia.

De repente viene a mi cabeza una frase: «Te toco y llueve». Recuerdo haberla escrito alguna vez… ¡qué extraño!…

Echo de menos conversar. Alguna vez apareció por aquí algún nativo… pero me temen…, no me hablan… Nunca entendieron bien de dónde llegué… En las reuniones de la toguna, los ancianos seguramente seguirán especulando sobre el lugar de procedencia de Dimoune Baobab. Algunos, normalmente niños o jóvenes, vencían el miedo y la pereza, y se acercaban hasta el árbol con curiosidad. Se sentaban en cuclillas a unos metros de la entrada y allí esperaban a que el extraño hombre blanco asomara… Luego, velozmente, con el dedo o una ramita, dibujaban unos cuantos símbolos en la arena, algunas estrellas… Me saludaban con la mano y se alejaban por donde habían venido…

Los dogones tienen ideas singulares acerca de las estrellas. Pasan gran parte de sus vidas observando y esperando del cielo… De sirio, el lucero que adoran… Como yo… Como este árbol que sólo teme a los rayos… Hace mucho que dejaron de venir…

… Sé que ya no soy el mismo pero sigo sin saber quién soy… Quisiera reconocerme en este ser en que he llegado a convertirme. Quien ahora soy no quisiera ser quien es en este instante, ni tampoco volver a ser quien fue. Como ves, ya soy completamente incompatible.

Descubrí tarde que el olvido jamás marchita entre las hojas del corazón. Que el recuerdo permanece siempre como un ardor apoderándose de sus entrañas. Elegí desertar, y no sé qué daría ahora por poder pasear a tu lado entre las ruinas que dejé atrás. Desde entonces espero la muerte, o el despertar de esta pesadilla, como se espera que todo florezca tras el largo letargo del invierno.

No debería haber bajado otra vez a Bandiágara. ¿Qué me trajo de nuevo hasta aquí? Hoy he despertado en este Babel, en este confuso caos… He roto la hipnosis del silencio, de la lentitud… He vuelto al vértigo de esta ansiedad y caigo rendido en el esfuerzo de intentar retroceder… He rasgado el velo del olvido, ahora que ya no recuerdo cómo recordar…

Te amo poderosamente, mi pequeño Adrián, con todas mis fuerzas… y eso me mantiene vivo. Te necesito, necesito encontrarte… Pero tu lugar y el mío son inalcanzables…

Dicen los dogones que el azar no existe… pero espero que estas páginas, aunque sea por azar, caigan algún día entre tus manos. Que me entiendas si es que puedes hacerlo… y me perdones…

La propia muerte está cavando ya la fosa que me guarda…

Hasta ese punto la escritura fue haciéndose cada vez más tortuosa, más incomprensible y caótica, las ideas más absurdas. Costaba leerlo. Después, el texto resultó ya totalmente ilegible. Revisaron hasta la última página. Sólo eran trazos sin significado alguno, una sucesión de monótonas rayas garabateadas con profusión y mano nerviosa. La extraña taquigrafía parecía querer imitar la forma y la cadencia lineal de las palabras escritas. Que el cuaderno terminara así, en aquel galimatías sin sentido, supuso una gran frustración para ellos. Luis no había dejado ni una sola de las sesenta hojas del cuaderno sin rellenar. Línea a línea, prodigando el absurdo. En la última página, abajo, en la esquina inferior derecha, había escrito su nombre, una estrellita perdida y un número, ¿una fecha?: 2000.

Aquello explicaba algunas cosas, supuso Nadia, había tardado al menos, dos años en escribirlo, en rellenar el cuadernillo. Tal vez luego, lo envió él mismo, quién sabe cuándo…, en el año 2000, o mucho después. Bien podía haber dado a alguien el encargo, alguien que tardó en cumplirlo. El paquete pudo traspapelarse en las estanterías de alguna remota oficina de correos, o también podría haberlo remitido Luis hacía unas semanas. ¿Cómo descartar esa posibilidad? Adrián no la eliminaba, ninguna de ellas, pero seguía mostrándose escéptico. Su padre, por lo leído y no leído, no parecía estar ni muy cuerdo ni muy bien de salud. Albergaba poquísimas esperanzas. Le rogó a Nadia no seguir hablando de ello. Necesitaban dormir, el vuelo aún sería largo. Paula llevaba un par de horas haciéndolo con placidez. Compartieron una pastilla y se acurrucaron en sus butacas dispuestos a descansar durante el resto del viaje.

Cuando llegaron a Madrid, Daniel ya les esperaba en Barajas. Iba vestido de uniforme. Él también había aterrizado hacía poco. Fue un encuentro emocionante, muy amoroso, muy tierno y sincero. Dani ya había leído el cuaderno y estaba entusiasmado con el misterio y sus posibilidades. Todos acabaron en su casa. Nadia no se sentía aún con ánimos para entrar en su piso de Madrid, para afrontarlo. Daniel les contó que había intentado hacer algunas gestiones, por desgracia todas infructuosas. Nadie parecía mostrar demasiado interés en buscar al «hombre del baobab», a aquel supuesto superviviente. Todo eran problemas legales o no, inconvenientes grandes o pequeños. Los trámites necesarios sólo para poner en marcha una posible búsqueda serían demasiado largos y costosos. Deberían valerse por ellos mismos. Ésa era la conclusión. Invertir algo de pasta y emplear toda su perspicacia, toda su pericia, para emprender cuanto antes la expedición y llevarla a buen fin. Se había informado: conseguir las visas y los permisos para volar a Malí, no sería demasiado difícil. En Bamako podrían alquilar una avioneta, tal vez un bimotor. Si Adrián estaba dispuesto, partirían en unos días. Esperarían el tiempo necesario para vacunarse y solucionar algunos papeleos, nada más. Daniel ya había conseguido la calificación en vuelo, el ascenso. La compañía le había adelantado sin problemas la fecha de la prueba. Ya era comandante y ya estaba de permiso. ¡Dispuesto a partir!, exclamó entusiasta. Lo festejaron con una buena cena y unas botellas de buen vino. También celebraron esa decisión: Daniel y Adrián irían a buscar a Luis. Nadia descartó la idea de acompañarles. No quería viajar a África con Paula, la pequeña correría riesgos innecesarios y posiblemente los dos serían un estorbo. Podía haberla dejado con sus padres y viajar con ellos, pero le parecía mucho más sensato e importante estar a su lado. La niña y su madraza esperarían noticias con impaciencia. Los tres brindaron por el éxito de la misión, por encontrar a Luis, por conseguir hallarlo con vida…

Tuvieron que pasar tres semanas antes de poder partir de Madrid. Llegaron a Malí con un visado para seis meses. Pero en Bamako aún tuvieron que dar muchas explicaciones, rellenar absurdos formularios, firmar seguros de todo tipo, obtener nuevos permisos, en especial los que les permitirían alquilar el avión y poder volar con él. Pasaron otros quince largos días de espera y tribulaciones, hasta que por fin, una mañana, un funcionario les entregó el último salvoconducto en regla. Se desesperaron mientras el tipo encargado del asunto escribía a máquina la autorización, encendiendo un pitillo con otro, tecleando sin prisas con un solo dedo.

En el aeropuerto les esperaba una vieja Cessna 206, una avioneta de seis plazas que, tras una revisión somera, les pareció bien conservada, en buenas condiciones para el vuelo. Pagaron por ella una pequeña fortuna por adelantado, a modo de fianza, y tendrían que pagar setecientos dólares por día. Entre los dos consiguieron sacar de España y meter en el país unos treinta mil. Sólo declararon llevar encima la tercera parte. Calcularon que el dinero llegaría pero en cualquier caso tendrían que darse prisa. Los mecánicos ya habían llenado los depósitos y la habían limpiado especialmente para ellos. La cabina apestaba a pulimento y ambientador de rosas. Cuando ya se disponían a subir al avión, se enteraron de que no iban a volar solos. No podrían. Un empleado de la empresa que les alquilaba el aparato tendría que acompañarles, así lo exigían las normas gubernamentales. El encargado de African Airways fue tajante al respecto. O su oficial iba con ellos o no volaban. Ésa fue la última pega antes de poder despegar. Parecían no fiarse en exceso, por muy pilotos de líneas aéreas que fueran. El aviador africano que iría con ellos, Kananga se llamaba, les pareció un buen tipo, y no se equivocaron en su juicio. Resultó ser un hombre amable y simpático, bien educado y servicial, inteligente y colaborador. Ka, que así prefería ser llamado, se disculpó con ellos por su obligado papel de «carabina».

En seguida congeniaron con él, y pensaron que probablemente les sería de gran ayuda. La primera escala sería en el aeropuerto de Mopti. Daniel se puso a los mandos y Adrián se sentó a su lado, en el asiento de la derecha. El agregado observaba y sonreía desde una de las butacas de atrás, dispuesto a dejarse llevar. Una vez autorizados a entrar en pista y despegar, cuando las ruedas de la avioneta dejaron de tocar tierra, Adrián y Daniel sintieron de algún modo el regocijo de su primer despegue…

La primera noche que pasaron en Mopti, ya se demostró hasta qué punto iba a serles útil la compañía de Kananga, casi imprescindible. Necesitarían guía e intérprete para llegar hasta la falla de Bandiágara y poder moverse en el país dogón. Un buen interlocutor sería la única forma de conseguir contactos, alguna información fiable, una camioneta, camellos o porteadores si fuera necesario. Kananga conocía a la persona indicada, Thiemoko, el director de una agencia que organizaba salidas a los acantilados desde Mopti. Se alojaron en el hotel que regentaba y en el que tenía su base de operaciones para internarse en las tierras dogón. Cenaron cuatro capitanes al horno, un pescado delicioso, con guarnición de arroz y vegetales, a orillas del Níger. Sentados a la mesa, apurando varias cervezas de mijo, pusieron a Thiemoko al tanto de sus planes. Kananga parecía sentirse feliz con los excéntricos clientes que le habían tocado en suerte, no se aburriría, como solía sucederle. Para visitar las aldeas o montar campamentos, les explicó Thiemoko, era necesario hablar con los jefes comunales. Nada sucedía sin su conocimiento y su aprobación. Pagaron a Thiemoko el triple de lo que solía cobrar por organizar una excursión. Viendo buenas perspectivas de negocio, éste decidió de inmediato ocuparse en persona de todo. Y también les acompañaría en su búsqueda. No sería sencillo, les advirtió, pero sí posible. Encontraría el inmenso baobab del que hablaban y al hombre que suponían vivía dentro de él. Si aún vivía, si aún seguía allí…

Dos días después aterrizaron en una pista de arena llena de baches, entre campos de mijo y cacahuetes, a las afueras de la aldea de Shanga, en la parte alta de la falla de Bandiágara. La toma no fue sencilla. Un enjambre de excitadísimos chavalillos se acercó a toda carrera, para ver de cerca el aparato que acababa de descender del cielo. El calor y la humedad del Sáhel les dieron también la bienvenida. Cuando se apagó el rugido del motor y se apaciguó el griterío de la muchachada, llegó el melancólico sonido de la kora que un viejo tocaba apoyado en una acacia, sentado sobre una lata…

Nada más tomar tierra, Thiemoko se puso a hacer su trabajo. Y lo hizo bien. Lo primero fue consultar a los jefes dogones de la zona. Éstos, intrigados, aceptaron recibir a «los blancos que buscaban a otro blanco». Ante la complejidad del asunto, decidieron que éste requería ser dilucidado con calma en la Toguna, el lugar donde los dogones intentan solucionar todos sus problemas, acallar todas sus preocupaciones. Los ocho ancianos se vistieron para la «ceremonia» con raídas túnicas azules y singulares sombreros, e invitaron a entrar a los extranjeros, de forma absolutamente excepcional. Ni ellos, ni las mujeres o los niños podían hacerlo. Allí dentro, entre máscaras que representaban diferentes animales, los viejos se colocaron formando una media luna y escucharon con gran atención la historia que contaban los dos jóvenes blancos. Sus dos acompañantes negros sirvieron de intérpretes. Pasaron muchas horas sentados en la toguna, bajo un techado ancho y abierto, excesivamente bajo para poder levantarse y ponerse en pie. La techumbre se apoyaba sobre ocho gruesas columnas de madera tallada. Una por cada uno de sus ancestros fundadores, nos explicó Thiemoko, sus ocho antepasados, la serpiente, el lagarto, la tortuga, el escorpión, la rana, el caimán, la hiena y el conejo.

Gran parte del país dogón crece como hiedra aferrándose a las paredes de la falla. Casas y graneros de barro se alzan colgando literalmente de los acantilados. Cerca de una de sus cuevas sagradas, casi en el borde del precipicio, se celebró la larga reunión de la toguna. La rara solemnidad de la situación, las magníficas vistas desde ese extraño balcón al infinito, embriagaron a los invitados. Allí pasaron muchas horas explicando a sus anfitriones los verdaderos significados de su visita, de sus propósitos. Después de escuchar en completo silencio, los ancianos reflexionaron y hablaron. Sabían de la existencia de Dimoune Baobab y de su árbol, el mayor del universo, sentenciaron. Para mayor alegría, les aseguraron que sabrían llevarles hasta la zona donde arraigaba el gigante. A los dogones les fascinó conocer los detalles de la historia de Luis, les gustó cómo sonaba su verdadero nombre. «Úisss», lo pronunciaban ellos en su acento. Entendieron la inquietud de los visitantes y decidieron ayudarles. Al día siguiente, dos guías les acompañarían hasta la aldea de Niminiama. El baobab no quedaba muy lejos de allí. Adrián y Thiemoko decidieron viajar por tierra, en la camioneta, junto a los batidores dogón. Daniel y Kananga buscarían desde el aire, e intentarían aterrizar lo más cerca posible de la aldea o del árbol si es que lo avistaban. Intentarían avisarles en caso de hacerlo, por radio o sobrevolando el coche en círculos.

Abandonaron la insólita reunión en la toguna poco antes de que se ocultara el sol. Por apaciguar la impaciencia de los inquietos blancos, esa noche llevarían a cabo un extraño rito adivinatorio. Al amanecer, les prometieron, les dirían con certeza si Dimoune Baobab seguía vivo o no.

Con la ayuda de una vara, el más anciano del grupo dibujó en la tierra un gran rectángulo y trazó varias líneas cuadriculándolo. En cada una de las celdas fue echando unos puñados de cacahuetes. A la mañana siguiente, leyendo, interpretando los rastros de los chacales, sabrían decirles si la búsqueda merecería la pena o no, si sería o no en vano. Al chacal le enloquece el maní, les explicó sereno y convencido Thiemoko ante sus caras de incrédulos. Ese animal era uno de los principales dioses dogones, alguno vendría, les aseguró. Para todo lo inexplicable hay siempre una explicación, les dijo un hombre que escondía su rostro tras una máscara con forma de pájaro. Luego, el hechicero les invitó a retirarse, a ir a descansar. Los jefes les dieron libertad para acampar donde quisieran, también les ofrecieron una cabaña para pasar la noche. Los cuatro eligieron quedarse cerca del avión. Kananga y Thiemoko durmieron dentro, uno sentado en la cabina y el otro atrás, tirado en el angosto pasillo, con las botas como almohada. Ellos en dos sacos, al aire libre, bajo las estrellas y las alas.

Adrián tardó en conciliar el sueño. Le dio por pensar en Nadia. Deseó soñarla. Pero la noche se prolongó para él en una pesadilla atroz, en la que el cadáver de su padre le imploraba ayuda.

Despertó trastornado y aterido de frío. Encendió un fuego no muy lejos del avión, preparó un puchero de café y fue a ver si algún animal había entrado en el rectángulo de los adivinos. Éstos, dando grandes zancadas en torno al dibujo, examinaban ya ensimismados las huellas de los chacales, dos o tres, decían, sin duda, que no habían dejado rastro de los maníes. Después de muchas deliberaciones, uno de los chamanes se dirigió con solemnidad a Adrián. No podía asegurar que su padre habitara aún dentro de un baobab pero era seguro que, estuviera donde estuviera, seguía con vida, sentenció escupiendo al suelo.

Una hora después, Thiemoko ya estaba al volante de la pick-up esperando a que subiera Adrián con los dos guías dogones sentados en la parte trasera, un hombre maduro y enjuto y un chaval risueño de unos quince años. Todo estaba dispuesto para partir, el agua, las provisiones, hasta improvisaron una rudimentaria camilla por si llegaban a necesitarla. Tío y sobrino revisaron juntos el avión, observados con curiosidad por el gentío que los rodeaba. Antes de separarse, Adrián y Daniel se abrazaron con fuerza, esperanza y aprensión. Luego probaron una vez más los walkie-talkie con los que intentarían comunicarse, permanecer en contacto, y sintonizaron una de las radios del avión en la misma frecuencia. Los teléfonos no funcionaban bien por allí, conseguir cobertura era un auténtico milagro. Adrián subió a la camioneta y Daniel a la avioneta. Cuando puso en marcha el motor, la multitud se alejó unos metros hacia atrás, veloces y asustados. Luego, el aparato correteó dando botes hacia el punto de partida, mientras muchos corrían a colocarse a ambos lados de la rudimentaria pista de despegue. La Cessna rugió impetuosa en su carrera hacia el cielo dorado y limpio de la mañana. Subió y se alejó virando al este. No tardarían mucho en sobrevolar la zona, menos de media hora, calculó Adrián mirando en el mapa una vez más. Ellos, en coche, transitando aquellos carriles infames, sorteando socavones y piedras, emplearían en llegar tres horas como poco… Adrián no andaba equivocado. Desde el aire, en unos veinte minutos avistaron las chozas de la aldea. Descendieron y dieron un par de pasadas por encima de sus pocos y asombrados habitantes. Un par de hombres, unas cuantas mujeres y muchos niños. Aquello debía ser Niminiama. Introdujeron las coordenadas en el GPS y ascendieron de nuevo hasta los mil pies de altura, poniendo rumbo a la zona marcada en la carta de vuelo, donde se suponía que se alzaba el árbol gigantesco. Entre las acacias cada vez más dispersas, sobre la tierra ocre y rojiza, empezaron a asomar algunos altísimos baobabs, engrandeciéndose en el paisaje de forma inverosímil. En pequeños grupos o solitarios, se alzaban por aquí o por allá en medio de una frondosidad de arbustos llenos de espinas. Dispersos e imponentes, crecían a lo largo de muchos kilómetros cuadrados de terreno, formando una franja larga y ancha de paisaje completamente insólito e inquietante, absolutamente irreal. Sus desnudos ramajes, como dedos gigantescos, se aferraban al cielo moteado de nubes bajas. Cortaron motor y descendieron a menos de quinientos pies. Las manos de los árboles parecieron entonces querer agarrar el avioncito de juguete. Daniel pidió a Kananga que tomara los mandos, que siguiera volando en línea recta, muy atento al rumbo, a la altitud y la velocidad, él observaría con más atención afuera. Al poco, fue Kananga quien por casualidad lo avistó primero. Lo divisó a su derecha y dio un grito de admiración. Ahí estaba el baobab que buscaban, no podía ser otro, a unas cinco millas, aunque era complicado calcular tomando como referencia aquellos desproporcionados seres. Daniel cogió los cuernos y viró a la vez que metía potencia. A medida que se aproximaron pudieron comprobar sus verdaderas y soberbias dimensiones. Kananga intentaba con insistencia comunicar con el coche. La voz de Adrián contestó entre silbidos y estridencias: «¡Os recibimos!…, roger…» Daniel, ocupado en el vuelo rasante, y muy aturdido por la emoción, sólo acertó a darle un lacónico mensaje: «¡Lo hemos encontrado!». Mientras Daniel maniobraba de forma endiablada rastreando un lugar donde posarse, Kananga, temiendo perder el contacto por radio, se afanó en señalarles el rumbo y las coordenadas que debían tomar para llegar hasta allí. Iban a intentar aterrizar. Podrían hacerlo. Muy cerca del cíclope había un área en apariencia despejada. En cuanto tomaran tierra encenderían un gran fuego, la humareda les ayudaría a tomar la buena dirección. Y esperarían. Esperarían su llegada antes de acercarse al árbol. No soplaba un hilo de viento. El paisaje parecía detenido en una formidable fotografía en tres dimensiones tomada en otro planeta. Todo parecía inanimado, y sobre todo aquel baobab en el que se adivinaba con claridad una embocadura oscura. La entrada que Luis describía en su carta, por la que muy pronto accederían para salir de dudas…

Daniel consiguió tomar tierra con pericia y detener el avión a unos trescientos metros del árbol. Todo parecía muerto. No se escuchaba un solo ruido. Nada se movía, ni una rama, ni una hoja, nada en el entorno tenía en apariencia el más mínimo atisbo de vida. Se cercioró de que podrían volver al aire llegado el momento. Para asegurarse limpiaron de piedras un buen trecho del terreno. Esperarían allí, junto al avión, a la sombra de las alas. No se acercarían al árbol hasta que Adrián no llegara, hasta que no estuviera a su lado. El sol ya estaba alto en el cielo y el calor era asfixiante, el termómetro marcaba más de 37°. Durante la sofocante espera desbrozaron matorrales, recogieron palos secos y fueron amontonándolos formando una gran pira. Dos horas después de aterrizar la encendieron, asegurándose de que no se extendería. No consiguieron volver a contactar con el coche, que calcularon ya no debería tardar en aparecer. Por hacer más visible y negra la humareda, echaron a las llamas uno de los neumáticos de repuesto que llevaban en la bodega del avión. Luego, lo que les pareció el lejano rumor de un motor fue creciendo hasta hacerse inequívoco. Poco después distinguieron a lo lejos la polvareda que levantaba la camioneta acercándose. Una vez reunidos, comieron y bebieron algo, charlaron un buen rato, tardaron aún en atreverse a caminar hasta la boca abierta del baobab.

Los últimos pasos fueron aterradores. Aproximarse a aquella mole perdida en la nada resultó sobrecogedor. Adrián y Daniel caminaron delante, tras ellos, a sólo unos pasos, Kananga, y mucho más atrás, muy recelosos, los guías dogones. Thiemoko, poco amigo de los posibles difuntos, decidió quedarse acuclillado bajo uno de los planos de la avioneta. Prefería estar alerta, vigilar por si acaso, se excusó sombrío. Una vez estuvieron a los pies del árbol la perspectiva resultó turbadora. La inmarcesible copa se perdía en las alturas cada vez más nubladas, como un extravagante rascacielos arborescente. La boca de entrada quedaba a un metro y medio del suelo, y tendría otro metro y medio de diámetro. Se detuvieron un instante antes de aventurarse a mirar en la oscuridad. Adrián fue el primero en decidirse. Se aupó agarrándose al borde de la entrada y, asomándose, preguntó al vacío dando una voz: «¡¿Hay alguien ahí?!». La única respuesta que obtuvo fue la del eco de sus palabras y el frenético aletear de unos murciélagos. Los bichos escaparon despavoridos de la gruta para volver a entrar en seguida, huyendo de la ardiente luz del día. Todos se sobresaltaron y se sintieron ridículos por ello. Aunque desdeñaron con nerviosas burlas el miedo, supieron que habría que armarse de coraje para, de una vez por todas, penetrar en el arcano. No habían llegado hasta allí para amedrentarse de forma tan grotesca. Ayudándose el uno al otro, y con el apoyo de Kananga, Daniel y Adrián ingresaron tímidamente en la escabrosa cueva, con gran precaución. Para poder avanzar y adentrarse en las tinieblas, tuvieron que limpiar el acceso, apartar una gran maraña de espinas. Daniel se hizo un profundo corte en una mano con una de las púas, que desinfectó y vendó de mala manera. Detrás de los abrojos que cegaban la entrada, encontraron el primer signo inequívoco de que algún ser humano había pasado por allí. Una especie de enrejado, una tranquera medio caída que intentaba hacer las veces de puerta. Era una rudimentaria defensa artesanal, ramas trenzadas a mano con jiras de liana. Alguien la había colocado allí a propósito, eso era seguro. Avanzaron un poco más e intentaron iluminar el interior con sus linternas. La bóveda parecía enorme y la luz del todo insuficiente. Dentro aún revoloteaban los ratones alados arrastrando enormes velos de seda arácnida. Un olor acre, nauseabundo, les obligó a taparse la boca y la nariz con pañuelos. Los haces de luz de las lámparas se perdieron en la tenebrosidad, casi impotentes. Esperaron a que los ojos se fueran habituando a las sombras para poder ver con más claridad. Se dieron cuenta de que, desde arriba, tamizada por una densidad inimaginable de telas de araña y restos de vegetación, entraba algo de luz, muy tenue. Ese hueco ahora casi obstruido debió ser antes la «chimenea» que Luis describía en su cuaderno. Con unas varas, como dos ciegos, se movieron más hacia el interior palpando antes de pisar. Descendiendo, resbalando por una ligera pendiente. Todo el suelo era inconsistente y escurridizo. Los pies se hundían un poco más a cada paso en la putrefacta capa vegetal que lo revestía. En el centro de la gruta se alzaba un promontorio, una especie de volcán enano lleno de cenizas. Allí debía haber mantenido Luis encendido el fuego durante años. Les pareció que la escoria aún conservaba algo de calor. Era otra posible «prueba de vida» que les alentó a seguir con sus ingratas pesquisas. Subidos a lo alto del cráter enfocaron con las linternas girando alrededor. Muy lentamente, escrutando en cada recoveco, alumbrando cada pequeño rincón. Al fondo, unos metros más atrás, la figura de Kananga se recortaba a contra luz mirándoles desde la embocadura de la caverna. Casi habían desistido cuando Adrián creyó ver algo. Los dos concentraron allí los faros y quedaron petrificados. Al fondo, oculta entre bejucos y trepadoras, dentro de una recóndita oquedad en la pared, casi impenetrable, distinguieron lo que les pareció una figura humana, una especie de momia…

Los dos se acercaron con cautela, y con infinita tristeza, a lo que muy probablemente sería el cuerpo sin vida de su padre y de su hermano. Apartaron la enramada que lo escondía e iluminaron de cerca la siniestra silueta. No reaccionó. Reposaba con la cabeza apoyada entre las rodillas, cubierto por una especie de lienzo inmundo. El ser, acurrucado en posición fetal, tenía una apariencia completamente exánime. Estaba sentado sobre una materia viscosa que apestaba. Fue una visión y una sensación indescriptible, pavorosa. Daniel acercó su mano al cuerpo y lo zarandeó muy levemente. Luego, con gran reparo, retiró la maraña de pelo gris y mugriento que colgaba cubriendo el rostro del que imaginaron ya un cadáver. Entonces, para colmar el momento de espanto, el despojo humano alzó y giró levemente la cabeza, entreabrió sus mortecinos párpados, y se les quedó mirando. Subyugado, vencido, dispuesto a entregarse a cualesquiera fueran aquellas bestias que lo acorralaban. Aunque estaba del todo irreconocible, no tuvieron la menor duda, aquel momio era Luis. En sus ojos macilentos, velados por las cataratas, aún se desaguaba un hilillo de vida. Adrián rompió a llorar. Daniel maldijo una y otra vez en un susurro…

Desbordados por la impresión, por los inconcebibles sentimientos que soportaron en ese instante, a punto estuvieron de desfallecer, de salir corriendo de allí como almas que lleva el diablo. El cuerpo inerte siguió mirándoles sin mover un músculo. No hubo otra reacción. Con extremo cuidado, Daniel tomó entre sus brazos lo que quedaba de su hermano sin que éste opusiera ninguna resistencia. Como un gorrioncillo lánguido y desplumado, o un superviviente de un campo de exterminio nazi. Ya no pesaría más de cuarenta kilos. Parecía un niño grande, contraído y famélico.

—Soy Daniel, tu hermano, ¿me recuerdas? ¿Puedes oírme? ¿Puedes hablar?

Kananga entró en la caverna con la mochila de los primeros auxilios, una cantimplora, mantas y una lámpara de gas que iluminó mejor la aterradora estancia, la terrible escena, la horrible visión de ese pobre hombre marchito. Recostaron a Luis sobre un cobertor y lo cubrieron con el otro. Adrián consiguió entreabrir los labios sellados y resecos de su padre y darle a beber unos sorbos de agua de su boca. Parecía muy deshidratado.

—Es tu hijo… Adrián… —insistió en hablarle Daniel—, ¿le recuerdas?

Las pupilas del «muerto» se movieron muy pesadamente, a pequeños respingos, buscando los ojos de Adrián. Éste, sollozando de forma incontenible, abrazó con cuidado a su padre arrodillándose a su lado. Luego lo tomó en brazos y lo arrulló como a un crío. Daniel se abrazó a los dos. Kananga salió fuera de nuevo, discretamente.

—Papá…, ¡pobre papá! —lloró Adrián con infinito desconsuelo…

Adrián cogió una de las manos de su padre y le pareció notar que éste apretaba la suya levísimamente. Dani sacó del botiquín un termómetro y le tomó la temperatura. Confirmó lo que el tacto de su piel advertía, padecía una severa hipotermia. Ungieron y frotaron con aceite toda su piel intentando hacerle entrar en calor, activar la circulación de la escasa sangre que debía correr por sus venas. Luego lo abrigaron de nuevo. Había que sacarlo cuanto antes de allí, de aquel humedal insalubre, proporcionarle el calor del sol. Kananga y el supersticioso Thiemoko ya habían acercado la angarilla para portarlo hasta el avión. Lo tumbaron en ella con delicadeza. Debía llevar mucho en la oscuridad, antes de acarrearlo afuera, cubrieron sus ojos con uno de esos antifaces que dan en los aviones y un paño oscuro. Así evitarían que la luz del día derritiera el estambre de su mirada, cegándolo tal vez para siempre. Si es que no lo estaba ya.

Consiguieron sacarlo del árbol sin mucha dificultad. La camilla dogón resultó ser un utensilio muy eficaz. Para poder meterla dentro del fuselaje, desmontaron los cuatro asientos traseros y los echaron en la cuba de la camioneta. Por si botaban más de lo previsto, aseguraron la hamaca y el cuerpo de Luis improvisando unas trabas con los cinturones de seguridad. Daniel y Kananga se sentaron a los mandos del avión y Adrián se sentó atrás, en el suelo, al lado de su padre. Thiemoko y los dogones regresarían por donde habían venido en el coche. Aunque sabía que sería muy improbable que le hicieran caso, Daniel pidió a los guías que antes de partir inspeccionaran el interior del árbol, que buscaran dentro cualquier objeto que hubiera podido pertenecer a su hermano. El motor del avión se puso en marcha sin problemas. Kananga pisó a tope los frenos y aceleró a la máxima potencia. Cuando parecía que el aparato se iba a desmoronar, los pilotos soltaron las riendas y corrió desbocado zarandeándose por la accidentada pista. Temieron reventar una de las ruedas, o las tres a la vez. Unos cientos de metros después rotaron y se elevaron veloces, dejando atrás el recóndito y misterioso territorio de los colosales árboles…

Para siempre…

Parecía mentira que aquel mundo de apariencia infinita, extraterrestre, poblado de baobabs, estuviera a poco más de media hora de vuelo, a unos ciento cincuenta kilómetros en línea recta del aeropuerto de Mopti. Aterrizaron para repostar y luego continuaron viaje volando durante otra hora y media hasta llegar a Bamako. Allí ya estaban sobre aviso de la emergencia y esperaba una ambulancia. En ella fueron aullando hasta el Hospital Gabriel Touré. Kananga se ocuparía del avión, de los papeleos, explicaría a sus jefes la situación. Ya pasarían al día siguiente, o al otro, por el aeródromo para ajustar cuentas. No en vano, tenían sus pasaportes retenidos, eso además del dinero de la fianza, que superaba con creces la deuda contraída. Sin duda pasarían a pagar la factura…

Luis perdió el conocimiento al poco de despegar, y así ingresó en el servicio de terapia intensiva, algo parecido a una UCI. Los médicos no daban crédito, no se explicaban cómo aquel hombre blanco de aspecto desahuciado pudiera seguir vivo. Durante el vuelo, una fiebre altísima e incontrolable había reemplazado a la hipotermia. Adrián fue aliviándola con paracetamol y trapos húmedos. En el hospital, los enfermeros raparon su cabeza, afeitaron y lavaron todo su cuerpo, y desinfectaron cada una de sus heridas. Nada más llegar le suministraron oxígeno, colocaron vías clavadas en sus venas y en ellas inyectaron un montón de medicamentos. Por uno de los agujeros de su nariz entró un tubo que llegó hasta su mermado estómago. Analgésicos, antipiréticos, antibióticos, calmantes. Inyectaron también un suave puré que llenó sus famélicas entrañas. Los médicos constataron su importante pérdida de peso, los graves síntomas de deshidratación, el lamentable estado que el extraño paciente presentaba en todos los aspectos. Era un caso sin duda singular. En su deteriorado organismo apenas quedaba un hilo de vida, advirtieron, pero todo parecía funcionar medianamente bien. Su robusto corazón aún latía, eso era lo más importante, aunque fuera de forma casi imperceptible. Harían todo lo posible por salvarlo, les prometieron. Después de sedarlo y someterlo a mil pruebas y análisis, quedó intubado y monitorizado, en observación. Muchas horas después, uno de los doctores les comunicó en un pasillo que lo peor había pasado, que el enfermo parecía estable y dormía sereno. Posiblemente se salvaría. Aunque en ese caso, tardaría meses, tal vez años, en recuperarse por completo. Habría que esperar, tener mucha paciencia. Estaba en buenas manos. Les recomendó que fueran al hotel y regresaran al menos veinticuatro horas después. Tampoco a ellos les vendría mal asearse y descansar, insinuó el médico.

Antes de ir a reposar, regresaron al aeródromo y ajustaron cuentas en las oficinas de African Airways. Recuperaron sus documentos y la fianza. Desde allí reservaron habitaciones en el mejor hotel de la ciudad, en el lujoso L’Amitié. Una vez allí, aseados y bien comidos, se plantearon cómo decírselo a Nadia. Según los doctores, aún tendría que pasar un mes antes de poder regresar a España. La llamaron desde la habitación y le contaron la aventura vivida para rescatar a Luis, al hombre del baobab.

Mientras él se recuperaba en el hospital, ellos se ocuparon en solucionar con las autoridades del país todos los trámites para, llegado el momento, poder repatriarlo. Oficialmente estaba muerto y enterrado, no existía, no tenía papeles, pasaporte, nada que probara su identidad. Nada que sirviera para identificarlo, salvo los testimonios de su hijo y su hermano, y los documentos que poco a poco fue consiguiendo la Embajada de España en Bamako. Enviaron a Europa fluidos para realizar pruebas de ADN. Recibieron un nuevo DNI y su pasaporte en regla. La colaboración de la embajadora fue imprescindible. Era una mujer inteligente y eficaz, que se implicó al máximo en un asunto que la tenía fascinada. Daniel y Adrián pasaban cada día por el hospital a ver a Luis. Le compraron pijamas y ropa interior, la ropa limpia parecía incomodarle, también el aseo diario que aceptaba con desgana. Pasó las dos primeras semanas en una especie de coma inducido hasta que una mañana despertó. Pero siguió sin hablar, sin dar muestras de reconocerlos, de acordarse de quién era o de dónde venía. Era pronto aún, aseguraban los doctores. Empezó a ganar algo de peso y a pronunciar algunos sonidos, extraños monosílabos que terminaron por aprender a interpretar. Ya comía purés de verduras, papillas de frutas, leche y galletas, alguna tortilla que tragaba con dificultad. No le quedaba un solo diente en la boca, pero las encías, a fuerza de emplearlas, le servían para masticar. Al parecer, su paladar no funcionaba bien, había perdido el sentido del gusto. También la vista y el oído estaban muy mermados. Su pulso era lento como el de un maratoniano, y aunque ausente, se mostraba dócil con las personas que le atendían. A veces tenía accesos de irritabilidad, de desorientación, e intentaba escapar de la cama y de la habitación. Pero era fácil controlarlo, calmarlo.

Adrián y Daniel pasaron muchas horas sentados al lado de su cama, hablándole, intentando hacerle recordar, contándole… Pero él en ningún momento reaccionó con interés o emoción a las palabras de su hijo y de su hermano. Simplemente los miraba.

En veinte días su recuperación física ya era notable. Sin embargo, mentalmente permanecía bloqueado, sumido en una cada vez más anómala percepción de la realidad. Padecía algo similar a la demencia senil o el Alzheimer, les dijeron los especialistas, algún tipo de enfermedad degenerativa cerebral, seguro, aunque aún era pronto para emitir un diagnóstico fiable. Tampoco ellos podían hacer nada. Una vez en Madrid deberían hacerle pruebas imposibles de realizar allí que confirmaran o no ese diagnóstico. Su cuerpo seguía muy mermado, pero había recobrado el color y la apariencia de un ser humano. Una tarde los médicos les aseguraron que ya podría viajar a España para que continuara allí su convalecencia en otra clínica. Fue una alegría inmensa para los dos. Habían dejado demasiados asuntos aparcados por estar allí y se sentían muy impacientes por regresar.

Dos días después fueron al aeropuerto a sacar tres billetes en primera clase para regresar a Madrid. No iban a dejar de pasar a despedirse del bueno de Kananga. Éste se emocionó mucho al verlos, al saber que preguntaban por él y percibir en los blancos su sincero afecto. Se abrazaron y charlaron sobre lo vivido. Kananga, para su sorpresa, les dijo que Thiemoko le había enviado algo para ellos desde Mopti. Una caja pequeña con lo que los dogones habían encontrado en el interior del árbol. Superando su aprensión habían buscado dentro del baobab. La abrieron muy intrigados. Dentro encontraron una rudimentaria lanceta sin mango, mohosa y mal afilada, un báculo dogón, un pequeño lápiz roído y despuntado, una goma de borrar ovalada, unas babuchas de cuero carcomidas, casi deshechas, la montura de unas gafas con una sola patilla y una única y gruesa lente, un par de cuencos de cobre verdosos, una bolsita de arpillera llena de huesecillos, colmillos de animales y algunos de sus dientes, un pañuelo infecto, un gorrillo negro de lana… Poco más. Sólo con aquellos objetos había vivido Luis durante casi diez años dentro de su floresta. En el interior de una de las desgastadas sandalias, envuelto en un trocito de tela, encontraron algo oculto. Al ver lo que era, Adrián se conmocionó profundamente y no pudo evitar una vez más las lágrimas. Era una pequeña foto de carnet de cuando él tenía siete u ocho años, una de esas que te sacan en el colegio cada curso. Estaba muy deteriorada, ajada y descolorida. Adrián sonreía repeinado, mirando a la cámara con gesto satisfecho y vestido con una camisa de rayitas rojas y blancas bajo un jersey granate.

Al mediodía del día siguiente pagaron la factura del hospital, se despidieron muy agradecidos de los doctores africanos y, ya con el alta médica en la mano, se llevaron a Luis en una silla de ruedas. Aún no podía caminar o no quería o había olvidado hacerlo. Kananga les llevó hasta el aeropuerto. Durante el trayecto pasaron por la legación española para despedirse de Marta, la embajadora, y agradecerle una vez más todos sus desvelos. Ésta se ofreció a acompañarles personalmente hasta el avión, por si aún pudiera presentarse algún problema. Les advirtió de que la historia ya había saltado a los medios de comunicación españoles. Cuando los periodistas se enteraran de su regreso, muy posiblemente, tendrían que esquivar a la prensa durante un tiempo. Poco después de las nueve de la noche embarcaron en un Airbus 330 de Air France que les llevaría a París. Desde allí, por fin, volarían hasta Madrid.

Les ayudaron a subir la silla a bordo y a acomodarle junto a una ventanilla. No opuso en ningún momento resistencia, no se quejó, apenas se movió, salvo un leve mirar a uno u otro lado, observándolo todo con expresión de pasivo asombro. En el hospital también les habían proporcionado unas gafas, tal vez no eran exactamente de su graduación, pero era seguro que él veía mucho mejor, porque todo lo que alcanzaba a ver llamaba poderosamente su atención. Adrián se sentó a su lado y le cogió la mano. Despegaron puntuales. Al poco de elevarse, Luis giró la cabeza y miró afuera. Adrián vio su gesto de extrañeza reflejado y repetido en la doble ventanilla.

—Ya estamos en camino, papá, volvemos, estamos volando —le dijo Adrián apretándole la mano con mucho amor—, pronto estarás en casa… ¿Te apetece regresar a España?

Adrián preguntó a su padre como si realmente éste pudiera contestarle, como si estuviera ya lúcido y recuperado. Luis pareció no inmutarse, pero un rato después, un par de minutos más tarde, sin apartar la vista del cielo, dijo en un susurro inaudible:

No lo sé…

Adrián no llegó a oírle.

Nadia no fue a esperarles a Barajas, prefirió aguardar en casa de Dani con Paula. No se atrevió. Habían decidido que, de momento, Luis viviera allí. Seguramente pasaría aún mucho tiempo ingresado, pero después necesitaría un hogar y toda la atención del mundo, y no iban a meterlo en una residencia. Tal vez un día llegara a valerse por sí mismo pero eso era muy improbable. Daniel vivía solo, no tenía pareja estable, más bien se podía decir que alternaba varias muy inestables. Casi todas azafatas. Seguramente, el comandante tendría que cambiar de vida y buscar alguien apropiado. En cualquier caso todos colaborarían en la tarea de cuidarlo. También Amanda. Ella aún no sabía nada y, al parecer, nadie, excepto Nadia, había pensado en contárselo, en decirle que su hijo mayor seguía con vida. Realmente no sabían cómo hacerlo.

A su llegada a Madrid, una UVI móvil esperaba a pie de escalerilla del avión, también un subsecretario de Exteriores y un par de funcionarios de ese ministerio. Daniel, Adrián y Luis bajaron los últimos, en un ascensor del servicio de catering. Abajo, la austera e inesperada comitiva les dio la bienvenida a España. Un fotógrafo se encargó de inmortalizar el momento para las fotos oficiales. Les aseguraron que no tendrían que ocuparse de nada, estaba todo previsto. Una pequeña caravana de vehículos se puso en marcha detrás de la ambulancia dejando atrás el avión. Llevaron a Luis al mejor hospital de Madrid, una clínica privada que solía atender a los miembros de la Familia Real. Allí quedó ingresado, en una habitación que parecía la de un gran hotel. A su llegada, el equipo médico también salió a recibirles. Les prometieron que el enfermo recibiría la mejor asistencia posible. La historia del «hombre del baobab», del madrileño muerto y resucitado al que un día, diez años atrás, dieran por desaparecido en un accidente aéreo, había fascinado, trascendido y saltado a la prensa. Fue portada en todos los periódicos y ocupó titulares en los informativos de la radio y la televisión. A la salida del centro médico esperaba un nutrido grupo de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión. Los informadores se abalanzaron sobre Adrián y Daniel. En el hospital les propusieron salir por otra puerta, intentar pasar desapercibidos, pero prefirieron afrontar el encuentro. Contestaron algunas preguntas, contaron una escueta parte de la historia de Luis Vaissé, agradecieron a todos su interés y se marcharon. Un coche oficial les llevó a casa de Dani.

Allí esperaban impacientes Nadia y Paula. Para Adrián el reencuentro con la mujer de su padre fue muy raro y algo traumático, más aún delante de su tío. La abrazó con ternura y sintió también cómo el deseo tiraba de él con fuerza. Sintió que a ella le sucedía algo parecido. Tuvieron que contener sus impulsos por muchas razones. Pero para los dos, en ese preciso instante, quedó claro aquello que tanto habían temido, se amaban. A pesar de todo, por encima de todo. Daniel y Adrián pasaron horas contando a Nadia los detalles de la aventura del rescate. Paula escuchó hechizada la narración. Ellos supieron evitar a la niña los pasajes y los detalles más escabrosos. Nadia decidió ir a ver a Luis al día siguiente; aunque no sabía cómo afrontarlo, decidió no esperar más. Daniel la acompañaría y Adrián se quedaría en casa con la niña. Tal vez irían a ver pingüinos y a comer a Faunia.

Nadia abrió la puerta de la habitación 209 con verdadera aprensión. Aterrorizada, desvalida, llena de aflicción. Su cuñado Daniel seguía intentando arroparla. Nadia le suplicó que no entrara, que la dejara sola con él. Cerró la puerta y suspiró muy profundamente mirando a Luis. Yacía en un lecho blanco, inmaculado, recostado de un lado y mirando hacia la luz que entraba por la ventana. Se descalzó y se acercó a él despacio, muy sigilosa, como intentando no despertarle. Tenía los ojos abiertos y la mirada perdida en el cielo. Rodeó muy lentamente el lecho, acariciando las barandillas de acero, mirándole. Mirando al hombre que más había amado en toda su vida, el más dulce y hermoso amante que había conocido. No quedaba nada de él. Estaba pálido, huesudo, muy delgado. Parecía un anciano. Los labios habían desaparecido, su boca no era más que una delgada línea entreabierta, completamente inexpresiva. Babeaba ligeramente y tenía boqueras blancas en las comisuras de los labios. Dos tubitos transparentes entraban por los orificios ensanchados de una nariz que Nadia no recordaba así, tan torcida y desproporcionada. Le dijo hola sollozando…, y rompió a llorar, ya no pudo hablar más. Cayó desplomada y se arrodilló junto a Luis, frente a su rostro. Besó varias veces con dulzura aquella boca antes tan mórbida y ahora tan afilada, tan seca, tan rígida e insensible. Él pareció no inmutarse. Tal vez parpadeó un par de veces, nada más. Sus ojos parecieron atravesarla, seguir mirando las nubes a través de ella, mucho más allá de su rostro compungido. Pasó más de una hora así, a su lado, acariciándole la cabeza, las mejillas, con su otra mano cogida a su mano. En completo silencio. De tanto en tanto gimoteaba en un llanto incontenible, aunque las lágrimas, como un torrente inagotable, no dejaron de brotar de sus ojos ni un instante. Alguien llamó con los nudillos en la puerta y entró. Era una enfermera sonriente y demasiado dicharachera para el momento. Tenía que pinchar a Luis. Nadia se retiró hasta la ventana intentando devolver una sonrisa a la chica. Ésta destapó al enfermo y le cambió de posición con gran habilidad, «es para evitar escaras», explicó a Nadia. Llevaba sólo puesto un camisón abierto por detrás. La sanitaria lo abrió para ponerle una inyección. Quedaron al descubierto las sondas que salían de algunas partes. Nadia se quedó horrorizada al ver lo que quedaba de su cuerpo encogido, mermado, esquelético, lleno de llagas y pequeñas heridas. La enfermera cumplió con gran diligencia y afición todos sus quehaceres. Inyectó otros medicamentos en el tubo que iba a parar a una de sus venas, cambió las bolsas de suero y comprobó que goteaban, ajustó el flujo del oxígeno, le tomó la temperatura, observó los parámetros vitales en los monitores. Hizo todo aquello sin parar de hablarles. Ninguno de los dos escuchó su retahíla. Luego, después de decir chillona: «¡venga Luisito, que se va usted a poner pronto muy bien!», se despidió de Nadia y salió de la estancia cruzándose con Daniel, que entraba en ese momento. Nadia se abrazó a él empapándole la camisa de lágrimas. Dani intentó consolarla, pero eso era algo imposible.

Nadia no volvió a visitarle mientras permaneció en el hospital, ni permitió que Paula sufriera el shock de ver así a su padre. La niña tendría que esperar a que Luis se recuperara mucho más.

Seis meses después Luis salió de la clínica. Al final se instalaría en casa de su madre, de Amanda. Adrián se ocupó de darle la noticia, de contarle que su padre vivía y toda aquella historia inconcebible para la abuela. Pero una madre es una madre. Ella cuidaría de él, tenía fuerzas para eso y para mucho más a sus sesenta y seis años. No iba a permitir que nadie volviera a separarla de su hijo. Se sentía culpable. Siempre se había sentido en deuda con él. ¿Quién sabía por qué? ¿Quién iba a cuidar de él mejor que ella? Además, todos la ayudarían. Hubiera dado la vida por su hijo, por no tener que verle así, pero de algún modo estaba feliz de recuperarlo, de poder tenerlo a su lado, fuera como fuera. Luis aceptó impávido su nueva morada, su habitación, los amorosos cuidados de esa señora extraña, dulce y cariñosa. Tampoco parecía recordarla. Aunque completamente ausente, Luis siguió mostrándose dócil y manso. Después de un tiempo, consiguió caminar aunque con mucha dificultad, apoyado en dos bastones. El hecho de recuperar esa habilidad le proporcionó otro aspecto, otra dignidad. Poco a poco, casi como un bebé, fue ganando pequeñas batallas a la inmovilidad, a los pequeños retos cotidianos, desde encender un interruptor a abrir un grifo. Pero sus pequeñas conquistas, sus pequeñas capacidades físicas, esas tímidas habilidades que a todos alentaban y celebraban como un triunfo, durarían poco. A pesar de todo intentaron que llevara una vida lo más placentera posible. Los fines de semana solía pasarlos con Nadia y Adrián. Tenía una habitación reservada en su casa, y otra en la de Daniel, donde se quedaba también alguna vez. En ocasiones, les parecía apreciar en su semblante un leve cambio, como si de repente fuera a recobrar la conciencia. A veces les parecía que esbozaba una tímida sonrisa. De vez en cuando salían a pasear con él caminando muy despacito, empujando la silla de ruedas por los jardines cercanos, o por las calles entre la gente y el tráfico, deteniéndose a mirar escaparates. Siempre se entretenían un rato ante los instrumentos que se exponían en los del Real Musical. Era evidente que le gustaba mirarlos.

A veces tomaban algo en el Café de Oriente, dentro o fuera, en la terraza, según estuviera el tiempo, era un lugar que también parecía gustarle.

Tras muchas treguas y derrotas esperando siempre un milagro, una mejoría, de repente, de un día para otro, su estado físico empezó a empeorar vertiginosamente hasta igualarse a su estado mental. Desde su regreso de África, Luis aún vivió cuatro años más. Los pasó muy bien atendido, bien cuidado, bien amado, mientras su rara enfermedad degenerativa iba consumiéndolo, incapacitándolo, aislándolo más y más de la vida y la realidad. Llegó un momento en que la situación se hizo intolerable. Adrián decidió no permitir que la angustia siguiera prolongándose más de lo imprescindible. Habló con Amanda, con Nadia y con Daniel, también con Paula. Intentó hacer entender a todos lo que todos ya habían pensado alguna vez. Era evidente. Había que poner fin a la lentísima agonía de Luis, ya no había remedio. Estaba seguro de que su padre, más que cualquier otra cosa, deseaba salir a toda costa y lo antes posible de ese cuerpo ya inservible, de esa vida tan aciaga e incómoda para él y para todos los que le querían. Luis deseaba morir y seguir su camino otra vez. Ya no cabía otra posibilidad. Una noche Adrián le susurró a su padre al oído: «No temas yo te ayudaré a partir». Le pareció notar que la mano de su padre apretó levemente la suya al oírlo. Lo haría pronto, con determinación y sin el menor remordimiento. Todos estuvieron de acuerdo en que aquello era lo mejor, la única salida…