DESDE EL BAOBAB, CERCA DE BANDIÁGARA

Sé que recibir esto, si es que llegas a recibirlo algún día, te afligirá… Te desconcertará por completo, dolerá en tu corazón y llenará tu cabeza de preguntas. Te sorprenderá y te joderá un rato la vida. Perdóname por ello, por todo. Ojalá mis palabras sepan aliviarte de algún modo, dar respuesta a algunos de tus interrogantes. Calculo que tendrás ya dieciocho años, un poco más tal vez. Atravesarás ahora un tiempo complicado, no sé si el mejor para asimilar todo esto. Te ruego que no le des mucha importancia, nada la tiene, aunque a tu edad todo pueda parecer tan trascendente. La existencia, la mía, la tuya, la de todos, no es más que una raya dibujada con desgana en una pared, en la arena. Una larga línea discontinua cincelada de mala manera, como en un grabado mal trabajado. ¡Debes creerme! Vivirás y morirás, ya lo habrás hecho antes muchas veces aunque no lo recuerdes, y seguirás haciéndolo durante una eternidad. ¡Yo lo sé! No es una locura, es algo real. Creo que te debo una explicación, algo de luz sobre la lóbrega vida de un padre inexplicable.

De tanto en tanto, en la inmensa noche, escucho lejano y retardado el bramido de los motores de algún avión. Una altísima aerovía pasa justo por aquí arriba. Siempre quisiste volar, ser piloto como el abuelo. Desde muy niño, lo recuerdo bien. Era un sentimiento tan innato que, estoy seguro, algún día lo conseguirás. ¡Siempre fuiste tan cabezota y perseverante! Cada vez que veo pasar uno te imagino ya gobernándolo, sentado en el sillón de la izquierda, mirando hacia abajo a través del ventanal de la cabina. Y ese pensamiento me hace sentir tan orgulloso. Créeme. Ahora te escribo acostado sobre una estera de hebras, tendido en la arena. Veo sus luces blancas, rojas y verdes titilar veloces rumbo al norte, a diez mil metros sobre mi cabeza, trazando una magnífica línea celeste que señala justo el lugar del que provengo, el lugar donde quedaste, donde estarás todavía. Donde aún debes estar. En esta clara oscuridad puedo distinguir las nubes rectilíneas que abandona en su avance, las efímeras estelas que el calor de las turbinas deja en la gélida atmósfera. Aquí abajo el silencio es absoluto y el aire más cálido, completamente límpido, mucho más transparente que el que te envolverá allí donde estés. Si pudieras respirarlo a mi lado, sentirlo. Aún respiras, ¿verdad? Si pudiera tenerte ahora aquí a mi lado, un instante al menos. Si pudiera ahora hablarte en vez de escribirte. Cada vez que pasa una de esas inabordables y colosales naves voladoras pienso en ti con profunda nostalgia. Pienso en la manera de escapar de aquí y regresar a ti. Me martiriza ser consciente de cuán imposible es ya mi fuga, de cuánto tiempo y distancia nos separan. Siento una añoranza inconmensurable, infinita, merecida. Esos surcos fugaces que curvan el cielo, enhebrándose en él como hilos blancos, me zurcen el alma, hilvanan en ella la verdadera magnitud de tu ausencia, la cadena de malaventuras que me trajo hasta aquí. Clavándoseme las agujas una y otra vez.

Te escribo desde un lugar de África. Qué curioso, ¿no?, pensarás, África de nuevo. Ya será para ti evidente que sobreviví a ese suceso en el que, seguro, me darían por muerto o desaparecido. La maldición y la bendición de este continente parecen perseguir a nuestra familia, al menos a tu abuelo y a mí. El abuelo murió allí, tus lágrimas por él no fueron en vano. Qué paradoja, ¿verdad? Hacía más de treinta años que se salvó de otro accidente aéreo en el Congo, y yo fui a traerle aquí para que se cumpliera ese destino que entonces no se consumó. Debía estar escrito en alguna parte. La muerte es muy rencorosa con los que consiguen eludirla. No sufrió, eso quiero pensar aún. No creo siquiera que se enterase de en qué forma se fue esta vez de este mundo. Ha pasado mucho tiempo desde aquella noche…

Ahora siento que ya no me queda mucha vida. Me voy consumiendo, creo que estoy al borde de la extinción. Ésa es la palabra, me extingo. Como una rara especie, como el rescoldo que me abriga cada noche y que intento mantener vivo de forma obsesiva. Y poco puedo hacer por evitarlo. Estoy tranquilo, no temas. Mi subsistencia es plácida y serena. Espero el nuevo tránsito casi con desinterés. Un muerto te escribe para decirte que está moribundo. Cómico, ¿no? Seguro que he conseguido hacerte sonreír. Siempre comprendiste mi macabro sentido del humor. No fue nada «morir» entonces y no será nada volver a hacerlo. Te pido otra vez que lo entiendas, nada de eso importa demasiado. Pero no quiero que toda la memoria perezca conmigo. Deseo contarte algunas cosas, recordarlas para ti, para mí, antes de irme otra vez. Temo que todo se esfume convertido en polvo, en gemidos, en la resonancia y la sordina eternas de este lugar desértico. Es extraordinario escribir, poder volver a hacerlo, hablarte aunque sea así. He intentado olvidar y no olvidar tantas veces que no será fácil conseguir algo coherente, siquiera legible. Tendrás que disculparme. Deseo escribir con esmero y cordura pero ando extraviado en extrañas recordaciones, en raras ideas que martillan mi cerebro. Y a fuerza de usar las palabras sólo en el pensamiento, posiblemente, pueda errar en su verdadero sentido sobre el papel. Perdona si no consigo expresarme con más acierto, con más eficacia. No estoy seguro de la validez de mi caligrafía, tampoco sé si sabría hablarte… si pudiera hacerlo. Creo que mi garganta ha olvidado los vocablos que conoces. Al menos esa sensación tengo ahora. Espero no descaminar demasiado en las oraciones. Ni en mis rezos. Tal vez esto resulte indescifrable y absurdo de leer. El eco de un asunto ya casi olvidado, un tema insondable que debería haber quedado enterrado para siempre. Pero tú debes seguir siendo lúcido e inteligente, lo entenderás. Al menos lo eras entonces. Los chiquillos son siempre tan perspicaces. Puede que esto que sueño lo llegues a leer, suene en tu mente con el trabucar de un tartamudo, o con la repetitiva voz de los locos. Empeñado en relatar mi demencia mientras me pierdo en ella. Tal vez crea escribir lo que pienso en este instante y no sea así. Es posible que estos rasgos que quedan en las hojas, estos pequeños garabatos que distingo con dificultad y extrañeza, sean sólo eso, garabatos, una rara taquigrafía impenetrable para ti. Un enmarañado jeroglífico ajeno por completo a lo que pretendo expresar. Como si los símbolos salieran de las manos de un niño analfabeto. Como un parvulario, pongo todo mi empeño en guiar con acierto la punta del lápiz entre las líneas, despacito, en moldear la caligrafía para hacértela legible, comprensible. La mano y la mente van entrando en calor. Espero conseguirlo. Por el camino, además de buena parte de la vista y casi toda la dentadura, fui perdiendo las letras y su costumbre. Fuera del cavilar, las frases son algo muy difuso. Divago, lo sé. Me justifico, también lo sé. Escribirte ahora, desde aquí, es como hacerlo en el agua o el viento con una varita de acacia…

No sé con exactitud cuánto tardé en llegar hasta este lugar. He olvidado en gran medida el patrón con que se mide el tiempo. Pero creo que han pasado unos dos años desde la noche del accidente. Me han dicho que estamos en 1998. Debo fiarme. Ni siquiera estoy seguro de cuánto he empleado en llegar hasta esta línea, hasta esta palabra, hasta este trazo en el cuaderno, hasta esta a.

Te escribo desde un lugar muy remoto, en el país dogón. ¿Has oído hablar de él? Vivo cerca de un insignificante poblado que se llama Niminiama. No será fácil que lo encuentres en los mapas. Si ahora lo estás haciendo, si estás buscando en un atlas, ve a la página del África Occidental. Busca Malí, y luego Bamako, la capital. Sigue con el dedo por el gran río Níger, a la derecha, hasta llegar a Segou. Y luego continúa avanzando aguas arriba, te quedan unos cientos de kilómetros para alcanzar el lugar en el que aún existo. Llegarás a una zona en la que el caudal se deshace en cuantiosos afluentes. Allí encontrarás una ciudad llamada Mopti, junto a otro río, el Bani, cerca de la confluencia con el Níger. Mopti es una especie de sucio suburbio, al que de forma incomprensible llaman la «Venecia africana», y que es la última gran población cercana a la falla de Bandiágara. Ésta quedará aún más a la derecha en la carta. Búscala. No muy lejos del borde de ese enorme acantilado, más allá de los quebrados en los que viven los dogones, unos cincuenta kilómetros más al norte, está el lugar desde el que ahora te escribo. Justo en mitad de esa nada, dentro de un árbol gigantesco, a un millón de años luz de ti. Los que parecen haber pasado desde la última vez que te vi a la puerta de la escuela…

Llegado a ese punto, a esos puntos suspensivos, Adrián no pudo continuar leyendo. No pudo seguir más. Un sueño irresistible vencía ya con creces a toda la curiosidad, a la avidez por seguir leyendo. Nadia hacía rato ya que se había quedado dormida acurrucada en el regazo de Adrián. Señaló la página, cerró el cuaderno y lo dejó sobre la mesita. Con delicadeza, intentando no romper el sueño, consiguió acomodarla en el sofá e incorporarse. Sintió el alma y el cuerpo entumecidos. Puso bajo su cabeza una almohada, besó tiernamente sus labios y la arropó con un edredón de colores. Buscó en el mapa y señaló con un rotulador fosforescente la ruta, la zona, siguiendo las indicaciones escritas por su padre. Niminiama debía de ser un lugar realmente nimio, como señalaba, ni siquiera aparecía en el plano. Mañana seguiría con eso. Apagó las luces y atizó las ascuas en la chimenea por reavivar las llamas y el calor. Antes de meterse en la cama echó un vistazo a la pequeña. Su hermana dormía destapada y serena, abrazada a su peluche, totalmente ajena a la turbación que estaban provocando en él las palabras de su verdadero y desconocido padre. La arropó también con enorme ternura y le dio un beso en la frente, luego fue a acostarse, completamente agotado…

Mal durmió entre pesadillas difusas y tenebrosas. Cuando abrió los ojos, ya hacía rato que «sus chicas» estaban despiertas. Paula dibujaba a la vez que veía dibujitos en la tele y Nadia examinaba absorta las páginas del cuaderno. Después de besarlas, fue lo primero que le dijo Adrián, le preguntó un tanto inquieto hasta dónde había llegado en la lectura. Sólo hasta la página marcada, le tranquilizó ella. Había empezado de nuevo desde el principio, por releer lo que la somnolencia de la noche anterior había enturbiado, hasta hacerle perder el hilo y la consciencia. No pretendía leer más allá sin estar a su lado. Seguirían juntos a su regreso. Él tenía que volar esa mañana, recuperar un par de horas que tenía reservadas y pagadas. Ésa sería otra sorpresa para ellas. Adrián les propuso salir a pasear un rato entre las nubes. A la niña no hubo que convencerla pero a Nadia le costó acceder. Al final, a pesar de la desgana, consiguieron persuadirla.

—No temas nada —le rogó Adrián—, estaremos en tierra para la hora de comer, sobre la una. Puedes estar segura de que Paula hará un aterrizaje perfecto —bromeó guiñando un ojo a su hermana. Después del vuelo, irían a comer a un precioso restaurante que alguien había montado dentro del fuselaje de un viejo DC-4—. ¡Os gustará! —les prometió.

Nadia ocupó uno de los asientos en la parte de atrás y dejó que Paula se sentara en la cabina al lado de Adrián. No se sentía demasiado bien aquella mañana, tal vez a causa de su recelo a volar, de los excesos de la última noche. Tomó una biodramina antes de despegar. Luego pasó la mayor parte del vuelo mirando por la ventanilla, perdida en sus pensamientos, temiendo marearse. De tanto en tanto se acercó delante a verles y acariciarles, a charlar un rato con su hija, a contemplar el panorama al frente y abajo, a través del vertiginoso velo giratorio de la hélice. Adrián se afanaba en su tarea con absoluta eficacia y profesionalidad, pero sin dejar de atender a su hermana, respondiendo paciente a sus insistentes preguntas de niña, explicándole con entusiasmo para qué servía cada instrumento, qué pasaba si accionaba este botón o aquella palanca, el porqué de cada una de sus acciones y gestos, de sus conversaciones por radio con los controladores. Para Nadia era extremadamente conmovedor verles así, disfrutando de aquel modo, uno al lado del otro, gozando de estar allí arriba, sentados en el cielo, volando juntos y ajenos a las turbulencias, al estruendo del motor, a las alturas, a todo lo que a ella le inquietaba al más mínimo descuido. Nadia intentaba vencer sus temores, convencerse de que nada malo podía pasar, recurriendo a aquello de las impecables estadísticas y la casi infalible seguridad aérea. Es tempranísimo para morir, se repetía mirando a su niña iluminada por el sol. La muerte, pensó, no se iba a atrever a irrumpir en medio de tanta belleza rompiéndolo todo… Luis jamás lo permitiría…

—¿Estará papá por aquí? —preguntó Paula a su hermano. Éste meditó un rato mirando el cielo que quedaba a su izquierda antes de responder. Nadia, discretamente, volvió a su asiento dejándoles solos.

—Hoy seguro que sí —le dijo Adrián con convencimiento.

—Mamá dice que está en el cielo… ¿Podrá vernos?

—Para nosotros el cielo es inmenso, pero para él será un charquito azul… lleno de tiempo. Seguro que está ahí fuera, y nos ve y nos oye. Puede incluso que esté ahora mismo aquí, entre nosotros, o sentado por ahí atrás al lado de tu madre, mirándonos sonriente —dijo Adrián mientras la cría, pensativa, miró en torno suyo como si en algún momento pudiera llegar a ver el espectro de su padre.

—Le querías mucho, ¿no? —le preguntó la niña.

—Claro, mucho más que infinito…

—¿Y él a ti? ¿Y tú a él?

—Mucho más aún…

—Me hubiera gustado conocerle…

—A él también le habría encantado conocerte… Tú eras lo que necesitaba aunque no lo supiera… Hubieras sido lo mejor de su vida.

—A veces sueño con él… Sueño que jugamos en la playa o en un parque… que nos reímos… que me espera a la salida del colegio… pero no tiene cara… o yo no me acuerdo…

—Vaya…

—Desde ahora le pondré la tuya —rió divertida y un tanto azorada.

—¿Te gusta volar tanto como parece? —le preguntó él por cambiar de tema.

—Me encaaaanta… —respondió la pequeña prolongando deliberada y exageradamente una A tan amplia como su sonrisa.

—¿Te gustaría llevarlo un rato?

—No me lo creo… No me puedo creer que me dejarás…

—De verdad que sí…, si te atreves…, ¿te atreves?

—¡Claro! Pero me da un poco de miedo… Además… —dijo aún poco convencida, sin llegar a tomar del todo en serio la maravillosa proposición—… no llego a los pedales.

—Eso no es problema, yo tengo otros, ¿ves? Es muy fácil, verás… Pon las manos así en el volante que tienes frente a ti… Los pilotos lo llamamos cuernos. No te preocupes por los pedales, de eso y de otras cosas ya me encargaré yo… Cuando estés lista, cuando me digas, desconectaré el piloto automático. Y cuando lo haga, mucha atención, porque estarás a los mandos —Paula tragó saliva—, haz sólo lo que te diga y sobre todo hazlo todo muy suavecito… ¿Ok? ¿Lista?… —Adrián pulsó un botón iluminado y sonó una breve alarma que hizo dar un respingo a la niña—. ¡Pues… ya está! —le aseguró—. ¡Es tuyo!… Ahora… gira muy despacito a la derecha, tirando a la vez un poquito hacia ti…

A un gesto de la niña el avión se inclinó desviándose de su rumbo con delicadeza. Ella experimentó una emoción incomparable, del todo desconocida, y se sintió el ser más poderoso y afortunado del cielo y de la tierra. Poco a poco fue metiéndose más y más en su papel de pequeña aeronauta. Seria, serena, concentrada, y siguiendo a rajatabla las instrucciones de su instructor. Se elevó unos metros y bajó otros tantos, hizo unos cuantos virajes más a babor y a estribor intentando después dejar niveladas las alas, también picó el morro cortando motor y recuperó la pérdida empujando hacia delante la palanca de los gases y tirando de los cuernos. Durante unos minutos gobernó aquella máquina prodigiosa adiestrada y ayudada por su hermano, navegando a su lado, a cientos de kilómetros por hora, a varios miles de metros de altura, completamente libre y feliz. Pilotaron una Cessna Caravan, un bellísimo aeroplano de ala alta y un solo y ruidoso motor, que podía llevar hasta ocho pasajeros. Era de color verde aceituna, con dos ribetes dorados pintados a cada lado del fuselaje.

Después de dos cortas y apacibles horas en el aire, las ruedas del avión se posaron con suavidad en la pista. Nadia respiró aliviada y agradeció al cielo (y a Luis) que nada malo hubiera sucedido. Ya en tierra se sintió de nuevo en forma. Los tres, parlanchines y radiantes, bajaron del avión y caminaron cogidos de la mano hasta llegar al coche, jugando por el camino a levantar en volandas a Paula a la de tres, cada dos o tres pasos. Por un instante Nadia sintió que Luis había regresado para estar con su hija, para disfrutar de ellas. Paula y Adrián se comportaban como dos buenos hermanos, o tal vez, como un padre y una hija… La turbación y la felicidad de la niña tras el vuelo eran indescriptibles. Al fin almorzaron en una mesita muy coqueta junto a una ventanilla ovalada, dentro del fuselaje de un vetusto cuatrimotor varado y transformado en lujoso comedor. Después del postre y los cafés regresaron a casa donde Paula, rendida por las emociones, durmió una buena siesta. Ellos se entregaron de nuevo el uno al otro, primero en la pasión de los besos, después en la de la lectura. Esta vez, ante la insistencia de Adrián, fue Nadia la encargada de retomar la narración…

Unos días después del accidente llegué a esa ciudad inmunda de la que te hablaba, a Mopti. Agonizante y perdido. Me había librado de morir aplastado o abrasado entre las llamas del accidente y a punto estuve de morir ahogado en ese puerto. Un bullicioso ancladero fluvial al que arribé a bordo de un viejo y destartalado mercante, el Poltsjerna. Un barco rojo, blanco y oxidado, gobernado por un grupo de malditos. Siniestros negros, negreros, blancos, piratas que traficaban con hombres, mujeres, niños o niñas, con armas, drogas, cereales o especias, con todo lo que cayera en sus claroscuros garfios. Poco importaba el género con tal de que proporcionara algún beneficio. Embarqué en el Poltsjerna en un mal amanecer, no muy lejos de los restos del avión, aún cerca del aeropuerto de Bamako. No me entretuve demasiado en mirar atrás. Salí prácticamente ileso de la tragedia y dejé rápidamente el infierno en el que se incineró tu abuelo y, probablemente, la mayor parte de los pasajeros. Aquél era el rodeo que me salvaba de la vida y de la muerte. Ya no tendría que volver a pensar en el suicidio: ya era un difunto. Me supe muerto en vida de inmediato. Todavía bajo los efectos del shock, muy aturdido y desorientado, muy asustado, corrí cuanto pude adentrándome en la oscuridad hasta llegar a la orilla de un río. Luego, completamente exhausto, caminando como un zombi, seguí la ribera hasta un caótico embarcadero en el que, en completa anarquía, se alineaban decenas de pinazas. Allí me oculté en el interior de una de las canoas, cubierto por una pesada lona que apestaba y enredado en una maraña de redes mal tejidas. Intentando dejar de tiritar, y no clavarme los herrumbrosos anzuelos que se amontonaban en el fondo y entre las mallas. La sangre que manaba de una de mis cejas corrió por mi rostro hasta la boca, aliviando en algo la sed. No sería la única vez que bebería del líquido rojo. En esa orilla me hundí, fallecido y desfallecido. El estruendo del impacto y las explosiones, las llamaradas y la incipiente luz del alba despertaron a una multitud de desposeídos, sacaron de sus madrigueras a todo un enjambre de pescadores y mercaderes, a todos los chiquillos de ese rincón de África. Un gentío que iba y venía tirando a tierra aparejos y echando al agua barcazas grandes y pequeñas. Todos corrían enloquecidos, nerviosísimos por llegar cuanto antes al lugar donde se había estrellado el avión. Toda aquella confusión favoreció que pudiera pasar desapercibido. No quería ser descubierto, llamar la atención de todos. Yo era el único rostro pálido desentonando en aquel oscuro pasaje. Un par de kilómetros más abajo aún resplandecía el incendio y una gigantesca columna de humo negro se inclinaba en el cielo señalando a todos el epicentro de la pesadilla que querían contemplar, de la que buscarían sacar algún provecho. Un caos de chalupas, totalmente atiborradas de trastos y viajeros, atestó pronto el Níger. Todas navegaron río abajo a punto de irse a pique. El amanecer quedó pronto despoblado y la sucia playa casi desierta. Busqué esconderme otra vez, y mejor, en el único barco grande anclado por allí. Era el Poltsjerna. Un buque no muy alto, accesible. No había mucha distancia entre la línea de flotación y la borda. Nadé unos metros adentrándome en el río y, como un mandril despavorido, trepé por un cabo hasta alcanzar la cubierta. Parecía desierta, pero no me entretuve en más contemplaciones. Corrí a lanzarme por la embocadura de una bodega sin pensar en el vacío. Fui a caer unos metros más abajo sobre una montaña de grano empapado que en algo amortiguó el golpetazo. Rodé por la ladera de mijo hasta caer en el barrizal putrefacto que cubría las planchas de hierro del fondo. Miré arriba, al cielo enmarcado en el hueco por el que un segundo antes me había tirado. El borde resultaba inalcanzable sin ayuda, trepar me pareció imposible, sobre todo en condiciones físicas tan mermadas como las mías. Me atormentó una insoportable claustrofobia. La angustia resultaba además casi tan insufrible como el olor. Me ahogaba. Una fetidez insoportable en forma de vapor me asfixiaba, una mezcla de hedor a cadáver, pescado podrido, gasoil, orín, leche fermentada, metal enmohecido… Aquel silo, aquella ciénaga emponzoñada, sería mi prisión. El gas pestilente y la humedad penetraron en la piel y en los pulmones quebrantándome, desvaneciéndome. Perdí el conocimiento. Cuando desperté, el barco ya había zarpado. La navegación aireó en parte aquel agujero infecto. Oí voces, gritos que me parecieron terribles. Ya era del todo imposible desembarcar, volver a tierra. Me cercó de nuevo un dolor inhumano, una pavorosa ansiedad. Hubiera dado toda la necia y escasa vida que en apariencia me quedaba por un poderoso sedante… por morir sin más padecimientos. Pero éstos no habían hecho más que empezar. En una milésima de segundo tus decisiones pueden cambiar toda tu vida, toda tu buena o tu mala suerte. Meterme en el sucio vientre de aquella nave del averno y emprender aquella infernal travesía, me pareció entonces uno de los peores errores de mi vida, de toda una vida llena de errores. No puedo explicarte con certeza por qué hice todo aquello. Tal vez porque llevaba desde mi nacimiento huyendo de mí mismo

Pensé en gritar a los de arriba pidiendo ayuda, pero por fortuna supe contener el impaciente impulso de mi desesperación. Muy pronto comprendí que sería imprescindible permanecer oculto allí abajo. El viaje hasta Mopti se prolongó durante varios días, no sé, tres o cuatro, puede que cinco. Creí morir de verdad. En mi semiinconsciencia noté que el barco efectuaba varias paradas a lo largo de su lento y pesado navegar. Para esconderme mejor, conseguí cavar una madriguera en la base del montículo de grano. Se había compactado y no era fácil avanzar, tampoco evitar las avalanchas de semillas que a veces me cubrían por completo. Terminé con las manos ensangrentadas y con las escasísimas fuerzas que aún me acompañaban. En ello estaba, cavando, cuando mis uñas toparon contra una superficie áspera y dura, partiéndose. Era madera astillada. Bajo la montaña de mijo podrido de la bodega, encontré una caja llena de piezas para montar armas, rifles y pistolas. Imaginé que no sería la única. Fui sacando y enterrando la quincalla hasta vaciar el cajón. Éste tendría metro y medio de largo por cincuenta centímetros de ancho. En esa especie de sepultura para enanos encontré algo de cobijo, al menos estaba más o menos seca. Metí la cabeza y encajé allí dentro mi espalda, las piernas quedaron fuera, tapadas por el grano. Me dolían de un modo insoportable, también los riñones, pero debería permanecer así muchas horas, al menos mientras la oscuridad no fuera absoluta. Asomando desde mi escondrijo no podía ver nada excepto una pequeña porción de cielo maliano, ocre de día, azabache y estrellado cuando se ocultaba el sol. Desde allí escuchaba el casi constante griterío de arriba, el guirigay que armaba la tripulación yendo de acá para allá en cubierta. De noche, el eco del agua, el runrún de los motores, el martillar de los pistones, el pesado girar de la hélice. También los pleitos que mantenían los guardianes mientras, en vez de vigilar, jugaban a las cartas. Algunas risotadas obscenas desde el puente mientras una mujer chillaba, sin duda violada una y otra vez por aquellos bárbaros, luego algún susurrar, algo de silencio, y después, de nuevo, alguna voz lejana o cercana bramando órdenes. Para aliviar el hambre tuve que ingerir pequeñas porciones de la repugnante borona en la que me ocultaba, llena de gusanos blancos y diminutos, también algunos insectos más grandes, cucarachas y gorgojos que corrían entre el mijo. Calmé la sed insufrible lamiendo el fondo, bebiendo a sorbos el caldo inmundo que llenaba un palmo del suelo, un agua pútrida en la que flotaban manchas de aceite negro y toda clase de excrementos. Aquel líquido hizo que la disentería no tardara en cebarse con mis tripas. No paraba de vomitar y la colitis era incontrolable. Es inconcebible el límite al que puede llegar la resistencia de un ser humano. No exagero, ésas fueron las condiciones de vida durante esos días infaustos. Por increíble que pueda parecer. La fiebre subió desfalleciéndome, una y otra vez, haciéndome perder la razón. Me desintegraba en los delirios de ese tenebroso duermevela, en atroces tiritonas. Así, diarreico, febril, desahuciado, bañado por completo en las heces, transcurrió el tormentoso viaje que me llevó a Mopti. Al amanecer de la última jornada que pasé a bordo, como en una alucinación, me pareció escuchar arriba el retumbar de unos tiros, el estruendo seco y fugaz de una ametralladora disparando. Al poco, tres cuerpos ensangrentados, acribillados a balazos, cayeron rodando hasta el fondo del silo. Uno tras otro quedaron amontonados cerca de donde yo estaba, como marionetas sin hilos ni crucetas, rotas y manchadas. Los cadáveres de los tres hombres negros se desangraron a pocos metros de mí. Uno de ellos golpeó la cabeza contra el hierro oxidado, y su cráneo crujió como la cáscara de un enorme huevo duro. El cuello quedó retorcido por completo. El muerto, dándome la espalda, me miraba fijamente con los ojos muy abiertos, con la boca detenida en una mueca aterradora, llena de dientes blanquísimos. Una de las balas debió entrar por la nuca y salir por su frente. La carne destrozada y partes del hueso se abrían en su faz como la flor de un flamboyán. Pasado un rato, me arrastré lento hasta los cadáveres y lamí sediento la sangre que manaba aún caliente de esos pobres diablos. Con ella suavicé la sequedad de mis labios y mi garganta, reconfortándome. Eso fue lo último que hice y que vi antes de perder de nuevo el sentido, antes de desmoronarme en el que imaginé sería un desmayo definitivo. En ese instante dejé de sentir dolor, dejé de sentir y casi me regodeé en el descanso de la muerte. Sentí que flotaba, que me elevaba levitando como a veces sucede en los sueños…

La endemoniada travesía acabó al atardecer de ese día en una de las dársenas de Mopti. Una vez amarró el buque, algunos tripulantes debieron bajar por cuerdas y escalas hasta el fondo de la bodega. Desperté oyendo el chapoteo de sus botas a mi alrededor. Ataban con sogas los cadáveres para sacarlos de allí y deshacerse de ellos. Junto a sus oscuros muertos, se encontraron con la sorpresa de otro cuerpo también exánime y pálido como la muerte. Me patearon sin miramientos, me golpearon con sus varas una y otra vez, empujándome, zarandeándome por ver si me movía, sí aún quedaba algo de vida en mí. No dudaron en darme por muerto. Otra vez me sucedía. Y en verdad casi lo estaba. Los cadáveres de los negros acabaron en el fondo del río con una piedra atada al cuello. El mío, tal vez por ser el de un blanco, no acierto a encontrar otra explicación, lo arrojaron sobre una montaña de restos de pescado y basuras, como un despojo más. Allí quedó semienterrado el que creyeron mi cadáver…

No sé muy bien cuánto tiempo pasé tirado entre tripas, colas y cabezas en descomposición. Un hombre y un niño que rebuscaban entre los restos me encontraron. A pesar del sobresalto, imagino, supieron distinguir en mí algo de aliento. Echaron mi cuerpo en una carretilla y me llevaron con ellos a su casa. Sigue siendo todo inexplicable, lo sé, pero así ocurrió. Lo supe más tarde.

Unas cuantas mujeres cuidaron de mí. Me tumbaron en un camastro de paja, me desnudaron, me lavaron y curaron la infinidad de heridas que se repartían por mi cuerpo, luego me cubrieron con hojas de banano y me envolvieron en sudarios. Me hicieron beber agua y me alimentaron con leche de cabra caliente y otros brebajes durante dos semanas, hasta que recuperé en parte el sentido, hasta que pude comer algo más sólido. Cuando desperté, cuando conseguí abrir los ojos, vi sobre mí varios rostros. Uno de ellos sonreía desdentado y especialmente sorprendido. Era el de Ambén, el hombre que me salvó. También se alegraron los de sus hijos y sus mujeres. Todos dieron gracias a Alá por haberme salvado. Intenté hablar pero fue imposible. Me llamaron Blanco y, en cierto modo, me adoptaron como parte de la familia como una exótica mascota. Pasaron dos meses antes de que pudiera incorporarme y caminar aunque fuera con mucha dificultad. Ellos siguieron velando por mí de forma generosa a pesar de su pobreza hasta que estuve casi recuperado. Había pasado casi un año. Todos me trataban de la misma forma que se trata a un buen perro compañero, con cariño pero con distancia, como si no fuera de su especie, como si no fuera humano. Los niños se divertían jugando conmigo y los mayores me mostraban a sus vecinos con orgullo, narrándoles cómo me habían encontrado y salvado. Unos y otros me llamaban de tanto en tanto para que acudiera. ¡Au, Blanco, ven aquí!… Acabé por no apreciar nada extraño en que lo hicieran. Todos se prodigaban en afectos y caricias, me sacaban a pasear todos los días y, una vez al día, llenaban mi cuenco de comida caliente, casi siempre arroz, más o menos abundante. No me faltaban el pan ni el agua, eso era para mí más que suficiente. De noche dormía acurrucado en mi confortable jergón de paja en el granero. Y pasaba el día también como un can, tumbado aquí o allá, dormitando, dejando la vida pasar. Así fui sanando muy lentamente. Cuando tuve fuerzas para hacerlo, Ambén me llevó a trabajar con él. Yo tiraba del arado haciendo surcos en la tierra seca y estéril mientras él me dirigía como a un asno, o arrastraba el carricoche con el que recogíamos papel, cartones, vidrio y chatarra. Alguna vez fuimos al puerto en busca de pescado, otras embarcábamos allí para llegar hasta el mercado de D’Jené, en el que una vez a la semana vendía telas y quincallas. Yo no hablaba con él, ni con ningún miembro de aquella insólita familia que me había acogido. No hablaba con nadie. Me acostumbré a emitir sólo sonidos, a hacer gestos elocuentes, y aunque acabé por entender en parte lo que decían, nunca entablé conversación con ninguno de ellos. Sólo una vez dialogué con Ambén en su lengua, lo que le sorprendió tanto como si hubiera hablado con una de sus cuatro cabras. Fue el día que decidí salir de allí, dejar atrás mi animal existencia, probar a emprender de nuevo camino hacia ninguna parte… Ese largo sendero me trajo aquí, hasta este lugar desde el que hoy te escribo…

Seguramente te estoy embarullando con la narración, ¿no? Ten paciencia y piedad con tu padre. Me siento muy trastornado ahora mismo. Ardo en deseos de contarte, y no debo impacientarme ante semejante reto. Podría ser que estas palabras sólo consigan irritarte después de tanto silencio. Sigo sin estar seguro de saber ordenar las ideas… si continuar por el final o por el principio… o no seguir adelante y lanzar estas absurdas páginas al fuego…

¿Cómo y dónde empezó todo? También yo sigo preguntándome desde aquel día en que partí con tu abuelo en un viaje ilógico, que ya intuía sin retorno. ¿Lo recuerdas tú?… Me es muy difícil ordenar la memoria, hacerte comprensible el largo y lóbrego episodio que pretendo resumirte en este escueto cuadernillo. Y me es muy difícil abstraerme al dolor que me produce recordar esos recuerdos, recordarte, recordar a Nadia… Toda la vida que he vivido desde entonces y toda la que dejé cancelada de forma tan estúpida. Te suplico que disculpes mi torpeza y mis malditas divagaciones…

Te quiero tanto…, te quiero siempre tanto…

La lectura extenuaba por la emoción y la intensidad con la que los dos, ora uno ora otro, la ejecutaban. Se detuvieron llegados a ese punto. Leyeron esos últimos «te quiero» ya bajo la escasa luz que entraba por las ventanas entreabiertas del crepúsculo. En ese momento Paula despertó después de una siesta demasiado larga y apareció en la habitación con carita de bien dormida. Los dos se quedaron de piedra, sorprendidos in fraganti y sin saber bien cómo comportarse. Se les había ido la olla con la hora. Luego no habrá quien te duerma —lamentó Nadia su despiste contrariada pero bromeando con ella, tendiéndole los brazos—, anda, ven aquí. La pequeña dio un gran salto sobre la cama y se metió entre los dos absolutamente feliz y alborozada. Ellos completamente sonrojados, intentaron no dar más importancia al asunto. La niña encontró de lo más natural que estuvieran allí dentro, casi desnudos, ojeando juntos un libro. Se abrazó a su madre dichosa, momento que Adrián aprovechó para, tropezando de forma muy cómica, enfundarse unos pantalones. Nadia no pudo evitar reírse de él. La niña se abrazó a Adrián en cuanto éste regresó al lecho. Paula cogió el cuaderno que reposaba sobre el edredón y les preguntó qué era lo que estaban leyendo.

—Es un viejo cuento que escribió papá —intentó explicarle Adrián mostrándoselo—, mira, también hay algunos dibujitos hechos por él.

—¡De papá! ¡Qué bonitos son! —exclamó la niña observándolos con gran interés—. ¿Puedo recortar alguno para quedármelo?

—¡No! —intervino tajante Nadia—. Ni se te ocurra, ¡mira que te conozco!…

—Si los recortas —le insinuó Adrián—, también recortarías las letras que hay por detrás y ya nunca podrías leer el cuento completo. Y es muy importante que algún día lo hagas…

—Yo ya leo muy bien…, ¡eh! ¿Puedo?…

—Todavía no…, es demasiado pronto…, cuando seas un poco más mayor…

—¿Cuánto más?

—Cuando tengas unos diez años más por lo menos…

—¡Oh no!…, eso es demasiado tiempo… —se quejó zalamera—, no quiero esperar tanto… Léemelo tú…, ¿de qué va?

—Son historias de África, muy enredadas. Es un cuento muy triste y a veces también da mucho miedo… Ahora no te gustaría demasiado leerlo… pero te gustará llegado el momento. Además —añadió Adrián dando cierto misterio a sus palabras—, éste es un cuaderno mágico, muy secreto, créeme. Muy raro. Él solo irá escribiéndose únicamente para ti…

—¿A ver…?

—No se puede ver… Sólo lo hace cuando sus tapas están cerradas, muy bien cerradas… Así —le aseguró Adrián quitándole con delicadeza el librillo y cerrándolo—, muy despacito, aunque no puedas verlo, dentro, van apareciendo más y más letras, podría ser incluso que aparecieran otros dibujos…

—¡No me lo creo!… Me estás tomando el pelo…

—Escucha dentro, escucha atentamente… —le dijo muy serio y acercándole el cuaderno a la oreja. Paula atendió con mucha atención. Adrián arañó muy levemente en la contracubierta, imitando el sonido de una punta al escribir.

—¡Es verdad!… ¡Se oye algo!… ¡Ah!… pero seguro que eras tú…

—Yo no soy, ¡de verdad!… —respondió él riendo—; me creerás cuando seas más mayor y puedas leerlo…

—Vale…

La niña pasó a otra cosa con la misma soltura con la que había intentado entrar en esas páginas. Ellos suspiraron y la siguieron aliviados. En vez de salir a cenar fuera, Adrián preparó una apetitosa merienda cena. Decidieron que después verían una o dos películas, los tres. A Paula le pareció una idea estupenda, por una vez podría trasnochar, aunque fuera un poquito. Cada una de ellas elegiría una entre las que se amontonaban en la estantería. Paula escogió El viaje de Chihiro, una de sus favoritas. Nadia cogió Memorias de África. Parece que dan un buen programa esta noche, bromeó Adrián, mientras encendía la chimenea. Mientras, después de acabar su postre, Paula dispuso todo para la sesión doble de cine. Encendió la tele y metió el primer disco en el reproductor DVD, puso a mano los mandos a distancia, colocó y mulló un montón de cojines, trajo de la cocina un cuenco rebosante de palomitas y, acomodándose frente a la pantalla, se sirvió un batido de chocolate. Nadia se acuclilló junto a Adrián mientras él atizaba el flamante fuego. Intentó en voz baja convencerle de que tendrían que llamar a Daniel cuanto antes, hacerle saber.

—Ha llegado el momento de hablar de esto con Dani, ¿no te parece?… Tal vez él sepa qué hacer…

—No me parece mala idea llamarle, pero sabes que no hay mucho que hacer… Han pasado ya ocho años desde que escribió eso…

—Sí… pero alguien te lo ha enviado hace muy poco, Adrián. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Por qué llegan ahora esas palabras? Es muy extraño, ¿no te lo parece? ¿Y si las hubiera mandado él mismo?

—Eso ni se me había pasado por la cabeza…

—Es muy improbable…, lo sé, pero, piensa, ¿quién iba a mandarte una cosa así desde Malí? ¿por qué a ti? ¿quién hubiera podido saber o averiguar por allí tu dirección?

—Tienes razón… No lo había pensado de esa forma… Soy un poco tarugo, la verdad. Pero es que me cuesta imaginarle con vida… Imagínate pensar o admitir que podría estar vivo ahora mismo.

—¿Le has dicho algo a tu madre?

—No… no sabe nada. Aunque no sé qué pensaría al recibir el paquete…

—Yo no le diría nada… Todavía no diría nada a nadie. Pero a Dani sí…, hay que hablar con él…, tienes que llamar a tu tío cuanto antes…

—Ya es un poco tarde para hacerlo, son casi las ocho de la tarde… Estará durmiendo seguro… Además, mira a tu hija, no creo que quiera esperar más…

—Tienes razón, mejor le llamas mañana. Pero le llamas…, ¿vale?… Me quedaría mucho más tranquila…

—Lo haré, no temas…

Paula, ya muy impaciente, les apremiaba a comenzar la proyección cantando aquello tan pueril de «que empiece ya, que el público se va…». Los dos se disculparon fingiendo enseñar las entradas a la acomodadora. ¿Son éstos nuestros asientos señorita?, dijeron señalando al sofá. Ella asintió haciendo una reverencia e invitándoles a tomar asiento. Se sentaron. Después de apagar la luz, Paula pulsó la tecla del play de forma muy ceremoniosa. ¡Silencio…, dijo con voz grave, que empieza la sesión! Durante los primeros minutos de la maravillosa película que había visto ya cien veces, Adrián no pudo quitarse de la cabeza las preguntas que acababa de hacerle Nadia, la no tan loca idea de que pudiera estar vivo aún, en alguna parte. Se sintió asustado y extraño, aún más cuando la mujer de su padre se abrazó a él una vez más con deseo y ternura. En la pantalla, la pequeña Chihiro entraba en un tenebroso callejón sin salida con sus padres, que ya no tardarían mucho en convertirse en dos enormes cerdos glotones y terroríficos. Paula, fascinada con la intriga, no vio cómo detrás de ella su hermano y su madre se besaban tal vez enamorados, cada vez más confundidos. Paula vio entera y muy atenta la primera película. Después se quedó dormida durante la segunda, mientras los protagonistas, junto al fuego de su campamento, brindaban «por la cándida adolescencia». En ese punto la pararon. Nadia acostó a la niña mientras Adrián preparaba un par de copas. Después regresaron a África, pero a otro lugar, a otros personajes, a otra aventura, mucho más cercana y desconcertante. Adrián puso la banda sonora de la película que acababan de interrumpir y continuaron leyendo juntos. Esta vez, él volvió a poner voz a lo escrito…

Una mañana, después de aprovisionarme, dejé atrás la casa de Ambén y su familia. Cuando le anuncié que me iba, él mismo metió en un hatillo unas libretas de pan, un saquito de arroz, otro de sal, una escudilla para cocinar y un cuenquito para comer, una gran caja de cerillas, además de una cantimplora llena con cinco litros de agua. Toda esa preciosa mercancía era para mí. Me entregó también un enorme batik de algodón color índigo, y unas cómodas babuchas de piel poco usadas. Le mostré mi agradecimiento besando tres veces su mano. Ha llegado el momento de partir, le dije en su lengua, gracias por todo. Ambén me abrazó un momento y también me dio tres besos en las mejillas. Luego, acariciándome la cabeza, golpeándola con afecto, como se golpea la de un buen perro, me deseó buena fortuna. Antes de marchar quiso todavía regalarme algo, un recuerdo, me dijo, un amuleto. Entró en la casa y al poco regresó con una especie de lanza de hierro oxidado, corta y labrada a mano. Tenía una ancha punta ovalada y sin filo, con forma de pez, y a modo de empuñadura, un raro fetiche, un hombrecillo barbudo tocado por un gorrete, de labios y ojos saltones, enormes pies y con las manos apoyadas sobre el taparrabos. Es dogón, me dijo, te traerá suerte. Puso el extraño báculo en mis manos, dio media vuelta y regresó a sus asuntos sin más adioses. Fue un gran adiós, una brevísima despedida, casi carente de emoción, al menos por mi parte

Pero me fui mucho más vivo de lo que llegué, mucho mejor en todos los aspectos. El tiempo y los pesares pesaban menos sobre mis hombros. Me sentía mucho mejor de salud, muy recuperado y brioso. Aunque estuviera muerto y tal vez olvidado. Todo a la vez. El caso es que así partí. Debía emprender otra vez camino, seguir mi rumbo, fuera el que fuere. Dejé que mis pasos me guiaran sin pensar demasiado. Ellos eligieron salir de Mopti hacia el este, por la carretera de Gao. En ocasiones tuve la impresión de estar siguiendo la dirección que señalaba la punta del cayado dogón, que sostenía en mi mano balanceándola como un zahorí. No andaba errada esa brújula. Empecé a caminar muy lentamente, y así, con pausada terquedad, viajé durante muchos días y muchas noches. Apenas me detenía para dormir o descansar un rato muy de tanto en tanto, cuando ya no podía más. Algún trecho lo hice en alguno de los escasos coches que recorrían la molida calzada, con buena gente que ralentizaba la marcha o se detenía en el arcén para invitar a subir al lento caminante encapuchado. Así seguí aquella carretera infinita, atajando a veces, cortando, pero volviendo siempre a retomarla. Kilómetros y kilómetros hasta llegar a las calles de la remota Bandiágara…

—Existe un camino para llegar a él, ¿lo ves? —dijo Nadia muy excitada—; sabemos qué dirección tomó, hasta qué zona llegó…, ¿no?

—Tendremos que seguir leyendo antes de sacar conclusiones, de abrir otros caminos… pero puedes estar segura de que mañana llamaré a Daniel —dijo Adrián con convencimiento—, creo que tal vez…

—Tal vez ¿qué?…

—Que tal vez deberíamos empezar a pensar en la posibilidad de emprender esa búsqueda algún día… por absurda que sea…, seguir todas estas pistas… aunque no será fácil…

—Daniel sabrá qué hacer…, es piloto, sabrá qué hacer… ¡Los dos sois pilotos! ¡Qué narices! —añadió Nadia apretando las manos de Adrián con orgullo—. Vosotros siempre sabéis qué hacer para llegar hasta el último rincón de la tierra… revoloteando como los pájaros… ¿Vienes a la cama?, me caigo de sueño…

—Aún no…, ve tú. Ahora no podría dormir. Si no te importa —se disculpó Adrián besándola—, seguiré un rato…, al menos hasta que me entre la modorra…

—Mañana te alcanzaré, no lo dudes…

—Buenas noches…

—Buenas noches, Adrián… Te quiero…

Hace ya mucho tiempo de todo eso… Y hacía mucho también que no me alejaba de mi cueva, que no bajaba hasta el bullicio al pie de la falla. Muchos meses.

… Hace unos días, ¿cómo explicar lo inexplicable?, después de meses de inmovilidad, de mudez y hastío, casi de expiración, un poderoso e inexplicable impulso vital me empujó a moverme, a marchar. Tal vez fuera esta repentina impaciencia por emplazarte de algún modo, por relatarte mi desventura, mi mala o buena ventura, todo lo acaecido desde aquel día en que desaparecí… Metí en el hatillo unos frutos, llené de savia y agua la calabaza que me sirve de cantimplora y al anochecer, por evitar las ardientes horas del sol, emprendí camino hacia el sur, otra vez hacia Bandiágara. Despacio, casi inconsciente de mis pasos, bajo el firmamento, recorrí durante horas la larga distancia que me separa del filo del acantilado. Alcancé el borde de la meseta al amanecer. Una suave brisa me acarició al asomarme y vi salir el sol desde esa altura, cerca de la aldea de Shanga. Tendí la estera entre unos arbustos, bajo una frondosa acacia de flores amarillas, y me tumbé a su sombra a descansar. Unas horas después, sobre el mediodía, descendí, no sin esfuerzo, por la escarpada pendiente de arenisca de la falla. Por la misma pared que un día escalé buscando dejarme atrás, abajo, al fondo, para siempre…

Allí, en el mercado de Dona, conseguí el lápiz y este cuadernillo en el que escribo, en el que intento contarte. Cuando no pueda más, cuando no quepan más letras o se consuma la mina, buscaré la forma de hacértelo llegar, intentaré que alguien, tal vez el bueno de Oukuro, lo certifique en la oficina de correos de Bandiágara. Espero tener fuerza y vida para hacerlo.

Esa vez, en el mercado, todo me pareció distinto. Los colores, los sonidos, los olores, todo resultaba más intenso. Todo sorprendía de forma desmesurada a mis desacostumbrados sentidos, tan ajenos ya a tanta agitación, a tanto ir y venir, al tumulto de tanta humanidad. Me sentí muy confundido y asustado. Llevaba ya mucho viviendo en una estricta soledad. Aquí raramente recibo la visita de algún nativo o de un animal. En mi parcela de desierto habitan pocas bestias, sólo algunas serpientes, algunos lagartos e innumerables insectos…

Hace unos días me ocurrió algo muy desconcertante. Un chacal blanco, enorme y famélico apareció rondando alrededor del árbol. Temí que la fiera, sin duda hambrienta, hubiera decidido roer la poca carne que le queda a mis huesos. Merodeó mucho tiempo mirándome, mirando sin atrever a arrancarse. Yo esperé armado con mi pequeña lanza. No tenía la más mínima intención de atacarme, resultó ser sólo un manso y curioso visitante. Tras la desconfianza y el desconcierto inicial, el animal se acercó a la entrada de la gruta desde la que le observaba y, alzándose sobre sus patas traseras, olisqueó y lamió mis manos con insistencia. Me atreví a acariciarle y él agradeció el gesto. Después se tumbó a unos metros, esperándome, esperando que saliera de mi madriguera y me acercara hasta él. Eso hice, con cierta aprensión y con la punta afilada en la mano. Entonces me habló. Te juro que lo hizo. Pensarás que he perdido el juicio. No habló como un ser humano, pero escuché su voz áspera en mi mente, con claridad. ¿Sabes qué me dijo? Que mi hijo vendría un día a buscarme. Que tu corazón aún seguía inquieto por mi pérdida. Que volvería a verte… Nada más. Luego, después de darle a comer unos despojos de lagarto, se alejó caminando muy despacio hasta desaparecer de mi vista.

Describirte el decorado de mi entorno es representar una tierra sedienta, seca y agrietada, en la que sólo crecen arbustos llenos de espinas, algunas acacias desperdigadas por aquí y por allá, decenas de enormes baobabs. Así es aquí el mundo de noche y de día, bajo el sol o las estrellas. Aunque ninguno de esos árboles gigantescos es tan colosal como el que me cobija. No lo elegí yo, fue él quien me acogió a mí… Luego, si me acuerdo, te contaré más acerca de esto y del misterioso chacal… Ahora me ha entrado hambre y sueño… He de comer y dormir un rato…

Hoy, como el día, he amanecido desorientado, perdido en mitad de un tifón de arena que parece empeñado en desarraigar mi árbol. No lo conseguirá, nada ni nadie lo ha conseguido en más de mil años. No se puede salir fuera, no se podría respirar ni dar un paso, y apenas se ve en la penumbra amarillenta. No me encuentro demasiado bien. Por fortuna tengo la cazuela llena de té hirviente para apaciguar mi malestar. Quiero seguir escribiéndote. Me subleva este vértigo de palabras de buen o mal agüero, sus formas, sus significados, sus vaticinios. Apoyo la punta sobre el papel. Ella se nutre de mis pobres razonamientos, él se colma en los lentos signos. No estoy seguro ya de a qué habla pertenecen las palabras. De qué extraña y postergada lengua provienen, ni cuándo fueron aprendidas. Valdrán si cumplen su misión. Llegar a ti de alguna manera, estés donde estés. Es un deseo tan puro, tan intenso, que tal vez puedas sentir ahora mismo lo que pienso mientras intento escribirlo. Justo en este preciso instante. ¿Lo sientes? ¿Sientes ahora lo que escribo? En mi mente el áspero donno se mezcla con el español, y mi deficiente inglés con el escaso francés que me quedó de Nadia. ¿Qué será de Nadia? Todos los sonidos que alguna vez aprendí, empleé o escuché, se afinan ahora en una sola e imprecisa lengua. Un enigmático idioma que sólo vibra en las cuerdas de mi pensamiento. Palabras cuyo significado se confunde en la garganta, la memoria o el papel. Ni siquiera recuerdo si recuerdo hablar. He abandonado el incauto hábito de expresar sentimientos con la voz. De tanto en tanto me descubro emitiendo sonidos en los que apenas me reconozco. Su eco me irrita, me inquieta como un gruñido en la oscuridad. Si pudieras escucharme ahora, si pudieras verme. Aquí, arrodillado en el suelo, encorvado como un animal, agarrando el lápiz torpemente con mi zarpa, intentando enfocar cada letra que escribo bajo la tenue luz del fuego. Si a duras penas puedo distinguirlas es gracias a unas gafas de gruesos lentes que conseguí en el mercado. Pero ni con ellas veo bien, los cristales están ya muy deteriorados. Pero son muy útiles para encender el fuego a modo de lupas. Las llamas, otro milagro. Pero hoy se ha perdido el sol bajo las dunas que vuelan. Debo avivarlo antes de que se apague. Tengo frío. Afuera el día vuelve a parecer noche. El silbido del viento es ya ensordecedor… La arena penetra con violencia por cada hueco formando remolinos de alfileres. La tempestad es mucho peor de lo que pensé. Debo acurrucarme bajo las esteras, protegerme… Cuando pase, seguiré… Te quiero

… El día que bajé al mercado de Bandiágara y conseguí estos prodigios de la escritura, también pude mirarme temeroso en un espejo. Qué extraño fue. Ni lo imaginas. Si me vieras ahora no serías capaz de reconocerme, o mi aspecto te intimidaría de forma insoportable como me sucedió al verme reflejado. Tengo la apariencia y el olor de las bestias. Su mirada. Mucha gente me huye. Todos los que no me conocen. Hace años que no me lavo en condiciones, que no me afeito la barba y que no corto mis cabellos. Que sólo limo mis uñas raspándolas contra las piedras o arañando la corteza de mi árbol como lo hacen los gatos. Parezco un raro animal, sí, pero a la vez un pobre náufrago albino, cegato, desdentado y delirante, creo que en algo tierno. Será por el aspecto que me dan las gafas. La parte más humana que reconocí en mi rostro fue esa desdichada montura. Cuando me las puse para intentar verme mejor, la única lente que quedaba, la otra se perdió, dio un aspecto desproporcionado a uno de mis ojos, haciendo aún más grotesca mi mísera imagen. Hasta mis cejas son canas. Todo el pelo hace mucho que debió volverse blanco y crece a su antojo, aunque cada vez menos. Mi cabeza, como mi mente, se ha convertido en una maraña cenicienta, en una enrevesada selva gris llena de parásitos. Mi piel también fue tornándose grisácea, rugosa y ajada, como la corteza de un viejo árbol. En eso, y en otras muchas cosas, me parezco ahora a este baobab. Me fundo con él. Somos casi uno. Él majestuoso, yo insignificante. Los dedos de mis manos son diez sarmientos retorcidos, llenos de nudos, ásperos, casi insensibles. Poco queda de aquellas manos que te acariciaron un día. Ahora apenas pueden manejar con acierto esta varita mágica de madera y carbón. Qué maravilla poder escribir. ¡Qué maravilla! Me deja fascinado esa estrecha línea negra que deja a su paso la punta del lápiz. Debería apretar menos. Tengo que afilarlo cada dos por tres con mi cuchillo, si sigo así se consumirá pronto, incluso antes que mi vida.

En esta prehistoria en la que vivo, la mina negra resulta una sofisticada herramienta; emplearla, un acto tecnológico, casi futurista, un portento de ese pasado que escribiendo intento recordar.

Ya no soy la persona que conociste, la que quizás, aún recuerdes… ¿Me recuerdas? Quiero pensar que sí. Que no has olvidado a tu padre. Porque yo soy tu padre. Siempre quise serlo y lo fui. ¿Pensarás tú igual? Quiero creer que sí. Ahora, si me tuvieras a tu lado, no me reconocerías. Te espantaría no saber distinguir qué soy exactamente. Ni yo mismo sé bien en qué me he convertido, no tengo claro quién soy ni quién fui cuando era aquel que tú llamabas papá…

Pero a pesar de cuanto te cuento, no todo ha sido malo, no todo ha ido tan mal. No quiero darte una mala impresión. Seguro que al leer esto has vuelto a sonreír. Vivir lejos de ti, de vosotros, de todo, fuera del tiempo, te ciega y también te permite ver con mayor nitidez. Te hace alucinar en una irrealidad total y, a un tiempo, te proporciona una noción más real de las cosas, de los otros, de uno mismo. A veces, como ahora, todo gira frenético en el caleidoscopio de mi memoria. Peleándose ansiosas por acaparar mi pensamiento, me vienen a la vez millones de pequeñas imágenes. Un torbellino de rostros polimorfos, de escenas desenfocadas, paradójicas, la mayoría en blanco y negro. Pero ni siquiera estoy seguro de si pertenecen a esta u otra vida. Probablemente son imaginaciones que me encandilan como si formaran parte de alguna certeza, o tal vez sean realidades que en todo parecen invenciones. En ocasiones llego a creer que por fin he comprendido, aunque lo cierto es que sigo sin saber nada… Que poco o nada he aprendido desde que partí un día tan lejano dejando atrás la vida y la muerte… Dejándote atrás a ti… Tengo tanto que decirte, tanto que contarte y me siento tan impotente. ¿Seré capaz? ¿Será ya tarde?

Te quiero tanto hijo…

… Hace unos días, ¿cómo explicar lo inexplicable?, después de meses de inmovilidad, un poderoso e inexplicable impulso vital me empujó a moverme, a marchar, a descender por la escarpada pendiente de la falla, la misma que un día escalé buscando dejarme atrás, abajo, al fondo, para siempre… para siempre…

… Ahora mi hogar es un árbol, un gigantesco baobab nacido hace muchos siglos en este lugar perdido de África, en la tierra de los dogones, en Malí. Imagina si es grande que la base de su tronco tendrá más de diez metros de diámetro y sus ramas más altas tocan el cielo a más de treinta metros de altura. Es difícil hacerse una idea. La primera vez que lo vi creí estar soñando. Tiene las desproporcionadas dimensiones que se ven sólo en sueños. Allí dentro está mi espacio, ésa es mi morada. Te sonará muy extraño, lo sé. Pero para mí es lo único palpable de verdad, mi verdadera condición, mi único cobijo, mi hogar. Dentro de él creo haberme aproximado con cierto éxito a la verdadera felicidad. Al menos sucede en ocasiones. A esa felicidad que desconocemos, la que no depende de nada ni de nadie. La que nos colma sin más colmándose en sí misma. La que siempre buscamos en vano, pues ella jamás frecuenta los lugares que solemos frecuentar, esas situaciones, ese tipo de gente. Una felicidad en la que apenas cabe la desgracia, pues nada, excepto tu propio dolor puede hacerte desgraciado. Eso ya me importa poco, tengo mis propios remedios para aliviar muchas dolencias. Lo que siempre me angustió, lo que siempre temí más que al dolor, era a la desdicha que traen las pérdidas, las ausencias. Pero ya lo perdí todo. Siempre tuve más miedo a la muerte de los otros que a la mía. Sobre todo a la tuya. Ahora que vuelvo a pensar en ti sin restricciones, noto que puede regresar de nuevo ese pavor, tan cargado de infelicidad…

Me parece que te lo he dicho antes, que hace unas líneas te he hablado de él. No puedo pararme a releer, la vista no da para más. Disculpa si a veces me pierdo en las palabras. Vivo dentro de un árbol. Y éste no queda muy lejos de ese poblado que también creo haberte mencionado, Niminiama. Ésa es la humanidad que tengo más a mano, el planeta más próximo en el vacío de mi universo de cielo, árboles y arena. Sólo son cuatro chozas de adobe en las que viven algunos dogones. Dos buenas familias, la de Oukuro y la de Ogolu, dos hombres rudos, piadosos y hospitalarios. Dejaron abajo las tierras cercanas a las aldeas de la falla, y aquí arriba, en la meseta, se dedican a criar a sus innumerables hijos, a pastorear sus pocas cabras y a cultivar cebollas, mijo, mazorcas y tomates, que riegan con agua estancada. ¿Sabes? Lo único que añoro de verdad, además de ti, es el agua. Ver el mar, nadar o navegar en él, mirarlo a tu lado mientras hacemos castillos de arena. Una buena ducha de agua caliente. La recuerdo saliendo por los grifos, desperdiciándose de ese modo tan absurdo, y casi me entran ganas de llorar. La que allí se derrocha o se tira a lo largo de un día, en una sola casa, aquí sería un tesoro incomparable y venerado que duraría meses. No hay mucha por aquí. No. Y eso que yo no me puedo quejar. Tengo a mi alcance un bendito e inagotable sucedáneo, la sangre blanca que corre por mi árbol. Ella calma mi sed cuando se agota la que, de tanto en tanto, me ofrecen mis buenos vecinos dogones. Son muy pobres y muy generosos también, y no dudan en compartir conmigo lo poco que poseen, la poca agua que tienen o los escasos frutos que su ardua labranza les proporciona. El agua aquí es el bien más precioso, mucho más que el oro o los diamantes, créeme. Por fortuna, dentro de mi «casa», bajo la piel del baobab, como te decía, se acumulan litros y litros de ese brebaje prodigioso. Sólo tengo que horadar un poco con la punta del cuchillo para que mane incesante el néctar que nos sustenta a los dos. Es una especie de resina pálida, mucho más líquida que la de los pinos, que sale casi fresca hasta que la herida del árbol seca y cicatriza, taponándose. Tiene la apariencia del semen o el jugo del aloe. Los dogones la atesoran en cuencos, en garrafas, en todo tipo de cacharros y botellas, y la dosifican con cuidado. La recolectan de la misma forma que allí se emplea en los pinares. Aunque esta sangría llene antes los potes, los baobabs más cercanos entre sí están a cientos de metros unos de otros y es una durísima tarea abrir y beneficiarse de esas fuentes. El agua que cae del cielo o que acarrean la acumulan en pocillos horadados en la tierra. En este territorio es tan arcillosa e impermeable que el líquido no se pierde salvo por la evaporación. También la guardan en rudimentarios aljibes. Si hay suerte, se llenan durante la breve estación de las lluvias para aliviar en lo posible la eterna temporada seca. No sé por qué te cuento todo esto, es posible que no te interese lo más mínimo. Pero hace tanto que no hablo. Rara vez lo hago con los dos hombres de la aldea, sólo cuatro palabras de cortesía. Saludos, agradecimientos, algunas sonrisas.

Mientras ellos dos se ocupan en leer el Corán a sus hijos, pastorear u holgazanear de acá para allá, discutir de asuntos celestiales o terrenos, sus mujeres (uno tiene cuatro esposas y el otro siete) pasan la jornada trabajando como negras (nunca mejor dicho). Apaleando el grano en los morteros, triturando los preciados frutos de un enorme karité que se alza en el centro del poblado. De sus «nueces» obtienen un asombroso aceite. Una grasa espesa color miel con la que cocinan y ungen sus cuerpos y sus cabellos. También los míos alguna vez, cuando me acerco a visitarlos. Qué reconfortante sensación la del tacto de las manos y la grasa en la piel y el pelo, en el cuerpo reseco, abandonado. Con esa manteca y harina de maíz, amasan y hornean unas deliciosas tortas. De tanto en tanto mandan a los críos a traerme algunas. Todo un detalle, ya que, en ir y volver, emplean casi un día de camino. Es gente fuerte y extraña desde niños. También cargan todo ese trecho con una vasija de agua que van pasándose de cabeza en cabeza, unas hojas de té y algunas otras hierbas. Para mí es una fiesta recibirles, deleitarme saboreando ese manjar. Básicamente me alimento del «pan de mono», así se llaman los frutos que me da el baobab. Son como extrañas y enormes almendras. Una pulpa dulce envuelta en una cáscara de piel aterciopelada. Está rico y es nutritivo. A veces Oukuro y Ogolu me envían con sus hijos unas tiras de pescado seco. De vez en cuando salgo a cazar y, si hay suerte, como serpiente o lagarto asado. Cuando vienen, sigilosos y asustados, los chiquillos dejan sus ofrendas ante la boca de entrada a mi árbol y luego escapan corriendo y riendo como locos, sin darme tiempo a agradecérselo. Me respetan y me temen como a un manso demonio, de hecho así me llaman los chavales: «el diablo bueno del pelo blanco». Aunque, por lo que intuí en el mercado de Bandiágara, parece que todos en esta remota región hubieran oído hablar de Dimoune Baobab, ése es mi apodo, el hombre del baobab, el loco que vive dentro de un árbol en mitad de la nada. Así me llaman. Creo que no sólo los niños sienten cierta aprensión hacia mí; también los adultos, en especial las mujeres, se muestran a veces recelosas ante mi desconcertante presencia…

Aquella frase hizo saltar a Adrián. Habría que buscar al «hombre del baobab».

Por lo que su padre decía no sería difícil encontrar alguien que hubiera sabido de él, o del lugar o la zona donde habitaba. Alguien podría guiarles hasta allí, hasta él, orientarles. Agotado, detuvo la lectura y se fue a dormir. A la mañana siguiente, nada más despertar, con un café recién hecho en la mano, lo primero que hizo fue llamar a su tío Daniel. No lo pensó dos veces. Nadia y Paula todavía dormían cuando marcó su número…

—¿Daniel?

—¿Sí?

—Soy Adrián…, tu sobrino…

—Pero bueno, Adrián, ¡qué sorpresa! ¿Cómo estás? ¿Qué es de tu vida?

—Estoy muy bien. Muy bien. Y ya se puede decir oficialmente que soy piloto de líneas aéreas… Mañana pasaré a recoger las licencias.

—Joder… ¿Has acabado ya?… ¡Enhorabuena! Qué ilusión me hace…

—Quién sabe si un día no acabaremos volando uno al lado del otro… ¿Sigues en el 320?

—Ahí sigo… Un poco quemado si te digo la verdad, con unos horarios demenciales, pero también estoy terminando un curso… La semana que viene me darán la suelta como comandante…

—Bueno, ¡qué bien!… La enhorabuena tengo entonces que dártela yo a ti. Anda que no me queda nada a mí para poder decir eso… ¡La suelta de comandante de Iberia!

—Todo llega, no temas… ¿Qué perspectivas de trabajo tienes? ¿Vuelves a España o te quedarás por allí?

—Varios de mi promoción tenemos ya una oferta sobre la mesa, en los cargueros de DHL… En los 757. Dicen que es duro pero que te curtes bastante.

—Piénsatelo… No es que por aquí las cosas estén fáciles, pero hacen falta pilotos. Hace unos días salió una convocatoria en Air Europa, unas veinte plazas, a lo mejor esto te interesa más… El único inconveniente es que son con base en Canarias…

—Eso no importaría demasiado… Lo pensaré, aunque la oferta de aquí es segura, para empezar a trabajar el mes que viene. Un par de meses de curso y a volar, a hacer horas…

—Tengo muchas ganas de verte…, de que nos veamos…

—Es probable que lo hagamos muy pronto.

—¿Vas a venir?

—Creo que sí…, que no me queda otra…

—¿Qué pasa?… ¿Tienes algún problema?

—No sé por dónde empezar a contarte…

—No me llamabas para decirme que has terminado, ¿verdad?

—No… Te he llamado porque ha sucedido algo completamente insólito en relación con… con mi padre…

—¿Con tu padre?… ¿De qué hablas?

—Hace poco mi madre recibió en Madrid un paquete para mí. Llegaba desde África, desde Malí… Unos días después me lo envió aquí. Dentro había un cuaderno, una larga carta escrita en un cuaderno… Es de él…, de mi padre…

—Me dejas sin palabras… ¿Estás seguro?

—¿Cómo no voy a estarlo? ¿No reconocerías tú la letra de tu hermano? No hay la más mínima duda…, aún no he terminado de leerlo, pero…

—¿Cuándo está fechada?

—No está muy claro, pero parece que lo escribió en 1998…

—Dos años después de su muerte…

—Como lo oyes…

—No murió aquel día…

—No…

—¿Y qué dice?

—Es todo un poco absurdo… Un relato un tanto incoherente. Dice que vive dentro de un árbol, dentro de un formidable baobab… Cuenta cómo escapó de morir en el accidente, que el abuelo sí murió allí… Cómo llegó hasta ese árbol… No sé, Daniel, no te puedo explicar ahora, por teléfono, es todo tan extraño… No soy capaz, de resumírtelo… Aún intento asimilarlo…

—¡Joder!… No es fácil… no…

—Por lo que he leído hasta el momento deduzco que estaba muy mal…, que no debía quedarle mucha vida…, pero…

—Hay que joderse con tu padre…

—Eso mismo dijo Nadia al enterarse…

—¿Qué sabes de Nadia?

—Está aquí…, conmigo…, y no ha venido sola…

—Ésta es la llamada de las sorpresas, ¿no? Llevo meses sin hablar contigo y ahora todo de golpe… ¿Ha vuelto a casarse? ¿Cómo está?

—No…, no está con nadie…, y sigue igual…, incluso mejor… La sorpresa ha sido para mí…, piensa que hacía casi diez años que no la veía…

—Es verdad…, ¿y cómo es que ha aparecido por allí? ¿Con quién?

—Agárrate… que aún hay más…

—¿Más aún?

—Tengo una hermanita y tú una sobrinita.

—¡No me lo puedo creer!

—Ni yo… Se llama Paula…, va a cumplir diez años y es…

—¡Pero esto es increíble!

—Sí… Nadia ha sido quien me ha empujado a llamarte. Ella y lo escrito en el cuaderno, claro. Está segura de que sabrás qué hacer…

—¿En qué sentido?

—Pues… cree que es posible poner en marcha una búsqueda…, indagar… Tal vez llegar hasta él… si es que aún sigue vivo…

—¡Claro que se puede hacer! ¿Cómo no se va a poder? Me pongo a ello de inmediato… ¿Tienes algún dato fiable sobre la zona donde estaba?

—Tengo muchísimos datos, no sé si fiables o no, pero describe todo con pelos y señales… Si me das un número de fax te mando el cuaderno fotocopiado, o mejor dame tu correo electrónico, lo escaneo y te lo envío.

—Apunta: devaisse, todo junto y con minúsculas, arroba, hotmail punto es…

—Esta misma tarde te lo envío… Tienes que leerlo y tomar nota de todos los detalles, de todos los lugares que describe…

—¿Desde dónde te llegó la carta?

—Desde Malí, desde Bamako, aunque los matasellos no se leen demasiado bien, eso parece…

—¿Y quién te la mandó?

—Ése es otro misterio… No lo sé… En el remite sólo pone su nombre, nada más…

—¿La habrá enviado él mismo?

—No lo sé, Dani… Estoy jodido con todo esto. Debería estar dando saltos de alegría por todo…, por haber terminado de una puta vez…, por haber conseguido la mejor nota del curso…, por tener licencia para volar…, por haber reencontrado a Nadia y tener una preciosa hermana…, por saber que mi padre no murió de forma tan horrible…, por poder pensar otra vez que está vivo, aunque eso sea tan improbable… pero… algo por dentro…

—No me extraña… Tengo el estómago encogido y un nudo en la garganta… Mándame eso cuanto antes… Intentaré averiguar algo por vía diplomática, iré al Ministerio de Exteriores, tengo un buen amigo que es funcionario allí. Llamaré a las embajadas, a los consulados… Hablaré con mis antiguos jefes del SAR, ahora mismo varios amigos, pilotos de helicóptero, están de misión humanitaria en el norte de Chad con un par de Súper Pumas… No sé… Hay que intentarlo todo… O tal vez lo mejor será que regreses cuanto antes y salgamos juntos para Bamako, ¡pero ya!… Alquilar allí un avión…, organizar sobre el terreno una expedición de búsqueda…

—Menos mal que tú sabes reaccionar ante una noticia así… Yo debo ser medio gilipollas…, de verdad… no sabía qué hacer…

—¿Cuándo podrías estar aquí?…

—Mañana me pasaré por la escuela y dejaré todo arreglado… Lo del trabajo en DHL lo pondré de momento en stand-by… En cualquier caso tenía pensado tomarme dos semanas de vacaciones, ir a Madrid a ver a mi madre… Regresaré en el mismo vuelo que Nadia y Paula, dentro de dos días… Eso voy a intentar…

—Bien… Os espero impaciente… Ahora me voy a volar, tengo que hacer un par de puentes… pero entre salto y salto haré algunas llamadas… Y yo también me voy a coger un par de semanas de vacaciones… En cuanto acabe y me den la suelta. Cuando llegues nos ponemos en marcha… ¡Es acojonante todo esto!, ¿no te parece?…

—Sí… ésa es la palabra, acojonante…

—Si está vivo, lo encontraremos…, ¡verás! Y si no…, intentaremos averiguar qué le sucedió…, dónde acabó… Su muerte era lo único que teníamos, y ahora… Es extraordinario, extraordinario… Oye… dile a Nadia que estoy deseando abrazarla y a… ¿Paula?… que estoy impaciente por conocer a mi sobrina… Bueno, tengo que colgar, Adrián…, me están esperando… ¡Qué fuerte es todo! ¿No guardarás más sorpresas, verdad?

—Dame tiempo… y lo mismo… Tengo muchas ganas de verte, tío…

—Y yo a ti, sobrino…, ven cuanto antes…

—Lo haré… Un beso…

—Otro fuerte para ti…

Nadia, recién levantada, escuchó toda la conversación sollozando. Esa mañana parecía no poder parar de llorar por cualquier cosa. Y no quería que la niña la viera así cuando despertara. Debería sobreponerse. En cualquier caso los dos se sintieron muy aliviados después de esa llamada, de esa conversación con Dani. La maquinaria de las pesquisas se había puesto en marcha. Intentaron no volver a hablar de ello, y aparcaron la lectura del cuaderno, al menos hasta el viaje de regreso a España. Cuando Paula se levantó, desayunaron con ella y luego fueron a solucionar lo de los billetes. No volvieron a besarse o acariciarse, reprimieron cualquier pasión, y tampoco mencionaron nada de eso. Adrián arregló sus papeleos, y los tres pasaron el tiempo que quedaba divirtiéndose con la pequeña, divirtiéndola. No pensando demasiado, buscando no desearse, intentándolo. Ahogándose en la impaciencia, acallando la confusión que les desbordaba. Perseguidos por una legión de incertidumbres a las que procuraron no prestar demasiada atención. Prepararon sus equipajes y, llegado el momento, embarcaron rumbo a Miami. Desde allí, al atardecer, despegaron hacia Madrid. Durante el vuelo nocturno, bajo la tenue luz de sus lamparitas, retomaron la lectura. Esa vez en silencio, intentando leer a un tiempo, con una sola voz, armonizarse para llegar a la vez al final de cada página.

Qué chocante y aterrador puede ser el miedo, sobre todo cuando somos niños. Cuando yo tenía cinco o seis años, una tarde que recolectaba ranitas en una charca en compañía de mis dos mejores amigos, de improviso, me atacó un hervidero de sádicas avispas… Sólo me aguijonearon a mí. No sé de dónde salieron. De sopetón, sin motivo aparente, recibí decenas de picotazos que me provocaron un dolor insufrible. A punto estuve de morir a causa del veneno y la septicemia. Cuando salí del hospital ya no era el mismo niño despreocupado ante la presencia de esos malditos insectos. Se convirtieron en una íntima obsesión. Esos pequeños monstruos eran para mí la encarnación del mal. Recuerdo que preguntaba con insistencia dónde se escondían las avispas durante la noche o cuándo llegaba el frío. Suplicaba a mi padre que encontrara sus guaridas, que las exterminara en masa, al menos en un par de kilómetros a la redonda. Todos, también tu abuelo, me respondían con evasivas, con explicaciones más o menos plausibles o directamente estúpidas, excusas seudocientíficas que en nada saciaron mi inquietud, ni aliviaron mi curiosidad ni mi terror. En cualquier momento, pensaba, volvería a aparecer todo un enjambre con sus afilados aguijones dispuesto a atacarme de nuevo, a rematarme. Así es la vida, me advertía irónico tu abuelo. Pero yo lo tomaba muy en serio. Aprendí pronto que cuando menos te lo esperas, llega el sufrimiento a clavarte sus saetas. Que la desgracia está siempre ahí, acechando, revoloteando a tu alrededor, dispuesta a alistarte en sus filas, a hacerte cruzar la línea que la separa de la normalidad, de la quebradiza dicha. Voy a dibujarte aquí el árbol para que te hagas una idea…