Desperté después de un par de horas de visiones confusas, más o menos reparadoras, desorientado, despistado, ansioso por encender un pitillo, con la boca seca y muy pastosa. Al abrir los ojos, pasearon por mi pensamiento Nadia y mi hijo Adrián. Una angustia indomable se apoderó de mí otra vez. Como casi siempre. Los aparté una vez más de mi mente, rogándoles que tuvieran piedad, que no regresaran. ¿Qué pensaría Adrián de todo esto, de las locuras de su padre? Y Nadia. ¿Cuánto estaría sufriendo ahora por mí, por nosotros? Sólo ella conocía los más recónditos recovecos de mi alma. Si alguien podía comprender mi proceder era ella, aunque eso no le estaría ahorrando, seguro, sufrimientos y una terrible intranquilidad.
Conocí a Nadia en París, a orillas del Sena, en la ribera de un verano inclemente, bochornoso, que ya se extinguía en su propia sed de invierno. A pesar de la extraordinaria luz que alumbraba esos días, todo se iba apagando en mi interior, a mi alrededor. De eso hacía ya ocho años. Ocho trazos, lapsos de tiempo breves, desertores, que ahora vistos desde las alturas, me recordaban la larga y gozosa existencia vivida a su lado. Ella tenía entonces apenas veinte años y unos ojos que superaban cualquier posible significado de la palabra belleza. Estaba sentada en el Café de Les Prodiges, en la Plaza del Alma. Yo deambulaba por allí mirando a través del objetivo de mi cámara, plenamente absorto en el trabajo, completamente ajeno al encuentro que se avecinaba, con su mirada, con su alma prodigiosa. Yo había llegado a París unos días antes, tres o cuatro, no recuerdo, con el encargo de fotografiar algunos museos para ilustrar dos libros, Arte en París y París todavía. Dos ejemplares de una lujosa colección. Ediciones extremadamente cuidadas con muchas y buenas fotos, eso esperaba yo, y con textos de algunos selectos escritores. Aquella mañana, la luz, como ella, parecía perfecta. El cielo amaneció teñido de un azul impecable, moteado de algodones blancos, inmaculados, precisos. Tras una noche de tormenta y aguaceros, todo el entorno había cobrado un brillo y un relieve espectacular. La vida y la ciudad relumbraban de forma insospechada dispuestas a embelesar, presumidas, vanidosas, a punto para la inmortalidad. Fascinado, decidí fotografiar primero algunos exteriores, algo que solía posponer hasta el atardecer. La edificación del antiguo Museo de Arte Moderno se recortaba imponente ante el asombroso ciclorama matinal. Busqué la mejor composición para la sobria arquitectura fascista. Me preguntaba cómo una construcción tan simétrica, tan parca, tan huraña, podía haber albergado en tiempos tanta creatividad, tanta libertad artística. Me hubiera gustado componer con la torre Eiffel desenfocada, omnipresente, pero quedaba detrás de mí, ajena a mis deseos, a mis encuadres. Majestuosa, altiva, cortejada por esos restos de nubes bajas. Tras fotografiar el museo desde varios ángulos, con diferentes ópticas, insatisfecho por el resultado, decidí retratar escenas de calle en los alrededores. Personas o personajes. Ensimismados parisinos que iban y venían con prisa o parsimonia. Desmonté la cámara del trípode, se lo pasé a mi asistente para que lo metiera en la funda, y cambié el angular por un teleobjetivo. Cargué un nuevo carrete de treinta y seis fotos, un 800 ASA. Comencé entonces a ojear a través de la lente, a disparar mi Nikon para resarcirme del fiasco con el edificio grisáceo. Fue entonces cuando la vi por primera vez. Mi ojo derecho deambulaba buscando gestos, instantes precisos, preciosos relámpagos de vida en personas completamente desconocidas. Una niña que correteaba tras un gato encrespado y huidizo; una pareja que paseaba de la mano su recién estrenada ternura; un grupo de chicas y chicos, estudiantes, que dibujaban sentados en un poyete de la plaza; el rostro de una joven, de una bellísima mujer que charlaba seria y distraída sentada en un café.
Tal vez por azar, el objetivo tropezó con su escorzo. Mis dedos enfocaron aquella mirada, y en ella me detuve sin pudor, como un ser invisible, privilegiado. Pulsé el disparador una y otra vez, hasta tirar una tras otra, en pocos segundos, todas las fotografías que guardaba el rollo recién estrenado. Bajé la cámara contrariado, fascinado y alcé la vista hacia ella. Completamente ajena a mi lente, a mi mirada, a mí, seguía allí, a menos de cien metros. El sueño era real. Mi buen compañero Salvatore, mi ayudante, tomó la cámara de entre mis manos, la cargó de nuevo y me la devolvió. Yo seguía absorto mirando a aquella mujer. Como sonámbulo, me aproximé unos metros y volví a enfocar su semblante ahora más pleno, más accesible, más cercano. Seguí disparando pero ya de forma más pausada, recreándome en sus facciones, en sus gestos. La chica se había girado levemente y su deliciosa imagen quedó enfrentada a mí en la composición. Era bellísima, bellísima, bellísima. La criatura más hermosa que jamás hubiera contemplado. Agoté los negativos otra vez y abandonado a su hipnótica beldad. Luego entregué definitivamente la cámara, «la placa y la pistola». «Guárdala por favor», le pedí a un cada vez más desconcertado Salvatore, «necesito tomar algo». No le invité a acompañarme. Dejándole atrás caminé hasta el lugar donde ella estaba. Necesitaba ir solo, verla de cerca, observarla con detalle, sin márgenes, con los dos ojos y al natural. Me senté en una mesa cercana a la suya, a la que ella compartía con un hombre de aspecto elegante. Hablaba con ese tipo del que de inmediato recelé, al que de inmediato detesté y envidié. Hubiera dado cualquier cosa por estar en ese instante en su lugar. Aturdido, desorientado, turbado por aquellos disparatados pensamientos, creo que pedí un café al camarero. Definitivamente, aquella mujer era la efigie que uno sueña cuando intenta poner rostro a la peregrina idea del amor.
Aquellos días, todavía tan amargos para mí, yo andaba muy solo y taciturno, callado y tremendamente confuso, perdido después de haberme separado de mi mujer y de… de mi hijo. Del que siempre será mi hijo, a pesar de cualquier pesar. Tras mi precipitada huida, vagué durante meses con el alma apagada, ahogada en todo aquel dolor recién desbocado. Sólo habían pasado unos ocho meses. Desde enero, todo había quedado difuminado, estancado, furtivo, incluso las lágrimas que rebosaban cada noche. Y todo me desasosegaba hasta el martirio. Los remordimientos por el abandono, por aquel rotundo fracaso, el sufrimiento que me provocaba el vacío, la colosal ausencia de mi pequeño Adrián, que entonces tenía ocho años y comprendía a duras penas. En ese año, los ochos parecían repetirse hasta la saciedad. Me echaba tanto de menos como yo a él, o más tal vez. Yo, culpable y doliente, paseaba mi desdicha en silencio, sin demasiados lamentos o desahogos, sin ningún consuelo. Tampoco creía merecerlo. Ante los demás, aunque mi vida hubiera saltado en pedazos, me mostraba impávido, abstraído por completo en el trabajo, en el ir y venir, en el mirar, encuadrar y disparar. Aquello, algo en apariencia tan irrisorio, se había convertido en mi tabla de salvación.
¿Cómo describir mi lamentable estado? Sentía todo aquel brutal tormento como la única realidad posible, y a la vez permanecía insensible ante cualquier otro estímulo, ante cualquier paliativo, ante cualesquiera fueran los alivios y los consuelos, vinieran de quien vinieran. Nada me interesaba demasiado, por no decir nada. Por supuesto tampoco ninguna hembra. Había dejado de sentir los envites del inevitable deseo carnal, del imperioso sexo, del que tanto me había alimentado. Sufría, sólo eso, nada más y nada menos. Ésa era en verdad mi única y oculta ocupación. Sufrir. Qué estúpido, ¿no? ¡Pero qué cierto! Así somos tantas veces los humanos, indescifrables, impenetrables, decididamente idiotas.
Tal vez por eso, aquella mañana pulcra y solícita en París, se convirtió en la primera de una nueva existencia. Mi alma ensimismada, encerrada en esa espiral de padecimientos y delirios, en esa demente y silenciosa carrera hacia la autodestrucción, resucitó por obra y gracia de una damita desconocida, apenas entrevista, de apariencia sagrada. Tal vez me había enamorado. Así lo hubieran dictado todos los manuales del amor, con rotundidad.
No sé cuánto tiempo pasé mirándola, admirándola, pero sí recuerdo que en un momento dado, Salvatore, cargado con todos los bártulos, me silbó desde lejos. Con un gesto un tanto contrariado me indicó que se largaba, que me esperaba en el coche. Asentí casi indiferente y seguí deleitándome en su contemplación. En sus pequeños ademanes, en el ir y venir de sus manos, de sus armoniosos dedos, en los mohínes y sonrisas que esbozaban sus labios, o en cómo se posaban besando el borde de la taza al beber un sorbo. En los pormenores de su rostro, sus rodillas o su cuello. En todas las deleitosas formas del precioso cuerpo que su ceñido vestido tocaba. En toda su piel que ya intuía suave como pétalos. Y por encima de todo en sus ojos, aquellos ojos lánguidos, indescriptibles, en su fantástica mirada de gacela enamorada. La brisa, de tanto en tanto, me traía su aroma, y yo, como un animal en celo, lo aspiraba extasiado. ¡Qué insólito deseo! ¡Cuánto deseo de amor!, por necio que suene. Qué inmenso desconsuelo.
De improviso, ella y su acompañante se levantaron. Él se abalanzó para retirar la silla de sus piernas y acarició levemente su espalda. Luego dejó unos francos sobre la mesa, junto a la nota que acababa de traer una camarera. Durante un instante ella volvió sus ojos hacia mí, tal vez incomodada por mi insistente mirar. No aparté la vista. Permanecí embelesado, observándola, mientras ella de algún modo me desafiaba, tal vez pensando que yo era sólo un cretino impertinente, uno más entre los muchos que, sin duda, la escudriñarían soeces cada día. Muy seria, musitando algo a su hombre, dio media vuelta, y él la siguió. Los dos se marcharon caminando despacio, cogidos de la mano. Unos minutos después, cuando aún los veía alejarse, salí de mi letargo sentenciado a no volverla a ver jamás. Aquella jovencísima diosa había desaparecido para siempre. La amé durante unos minutos. Regresé al coche repitiéndome que era un gilipollas, un auténtico gilipollas, y sin poder dejar de pensar en ella. Dentro, bastante contrariado, me esperaba Salvatore. Abrí la puerta, me senté a su lado e intenté fingir una sonrisa. No supe qué decir, no encontré una disculpa que ofrecerle.
«Ma cosa fai? Sei stronzo? Porca putana! Dai, andiamo! e tropo tardi!…».
Arrancó la «máquina» y blasfemando en napolitano, «managia!», aceleró para llegar cuanto antes al lugar en que nos esperaban desde hacía más de una hora y media, otro museo, el George Pompidou. Allí tendríamos trabajo para todo lo que quedaba de jornada. Olvidaría todo eso.
¡La olvidaría!
El subdirector del Pompidou, como imaginábamos, esperaba con gesto impertinente, visiblemente molesto por nuestra tardanza, por la falta de puntualidad. «¡Un español y un italiano tenían que ser!», seguro que rumió algo parecido. «¡Que te jodan!», pensé yo mientras apretando su mano le ofrecía mil disculpas y la mejor de mis sonrisas. Tras descargar todo el material y ofrecerle una serie de excusas fútiles, nos presentó al subalterno que nos iba a guiar por las salas del museo, un tipo espigado, hierático, celoso e impertinente. Tras firmar unos papeles, y escuchar una larga retahíla de advertencias, nos pusimos manos a la obra. Yo teniendo que lidiar con una creciente desgana, Salvatore aún un poco molesto conmigo. La apatía fue remitiendo una vez metido en faena, una tarea colosal, ya concentrado en plasmar gran parte de lo que guardaba aquel inmenso lugar poblado de arte. Con meticulosidad, fuimos fotografiando uno tras otro todos los cuadros seleccionados que figuraban en la lista. Pasamos de Modigliani a Kokoschka, de Picasso a Ernst, de Balhus a Mondrian, de Gris a Kandinski. Una ocupación tan interesante como lenta y pesada. Así fue pasando el día, maravillándome en las obras, aprendiendo, gozando en la contemplación del mejor arte, en el hallar la mejor manera de fotografiarlo, de evitar gente, brillos y reflejos. En mi abstracción conseguí no volver a pensar en la diosa que acababa de perder.
A la hora del almuerzo, después de trabajar a buen ritmo, habíamos recuperado casi todo el tiempo perdido. Necesitábamos más película. Salvatore salió a por material, traería carretes y aprovecharía para comer algo. Tardaría una hora más o menos. Yo tomé una baguette y un capuchino en la cafetería del museo. Después de salir a la calle a fumar un pitillo regresé y esperé paseando por las salas de la pinacoteca. En una de ellas habían instalado una exposición itinerante de Paul Klee. Un artista fascinante. Lejos de rendirse al realismo, a la realidad, no pintó un solo cuadro que la reflejara como la solemos entender los humanos. Con sus trazos, sus líneas, sus cuadrículas, sus opulentos colores, sus pequeños o grandes personajes, se movía como ningún otro por las regiones de lo oculto, por los territorios del miedo o la ternura. Sus obras, siempre ingenuamente hermosas, me decían irónicas que raramente nada es lo que aparenta ser. Me detuve ante Las villas florentinas. Si algo me cautiva de mirar fotografías o cuadros es indagar en sus secretos, descifrar el modo en que fueron creados. Imaginar el instante, el impulso que puso en marcha el mecanismo que condujo al prodigio. Qué roce de la mano del artista arrancó o detuvo la obra, cuál fue el último gesto antes de la última pincelada.
En esos pensamientos andaba sumido cuando, al entrar en otra estancia, la vi. ¡Era ella! Estaba allí, mirando una pequeña litografía azul y amarilla que colgaba de la pared destacando en la penumbra, a la altura de sus ojos. Mi corazón se aceleró hasta casi salir por la boca, me faltaba el aire. Intenté serenar el ánimo y apaciguar el pulso. ¿Cómo describir lo que sentí? Es imposible, no alcanzan a conseguirlo las palabras que conozco. Me acerqué a ella con cautela, muy lentamente, como una fiera se aproximaría a su presa. Una fiera mansa, desdentada, desuñada, estremecida. Sola, desarmada, enamorada. Conseguiré que se rinda, lo haré. Esta noche, pensé, saborearé en ella, uno a uno, todos sus deseos. ¿Creía yo acaso en el azar? Tal vez no, pero aquel nuevo encuentro, aquella nueva oportunidad, significaba mucho más que el eco de una simple casualidad. No podía ser casual que ella estuviera allí. Que la hubiera visto por primera vez en el Café de Les Prodiges, en la Plaza del Alma y que ahora, estando ya justo detrás de ella, un angelito de corazón alado sirviera a nuestros ojos «un pequeño desayuno». Nuestro primer desayuno.
Pude otra vez aspirar su aroma. Pude acariciar con la mirada su cuerpo, su cabello, toda su piel. Sentí la certeza de amarla. Quise detener el tiempo y el tiempo se detuvo en ella. Deseé poner mis manos en sus hombros y girarla hacia mí. Posar sin más mis labios en los suyos. Completamente embriagado, enajenado, era incapaz de pensar o actuar con coherencia. Un duendecillo vil y verde, tocado con chistera, me decía al oído burlándose de mí: «Pero ¿qué clase de estúpido eres? Ella será francesa y tú no conoces más de cuarenta palabras en su lengua… ¿Qué le vas a decir? ¿Eh? ¡Je t’aime! Así, sin más… Sólo eres un pobre cretino, un osado… Más vale que sigas tu camino… No la molestes… No te humilles ni la humilles…».
Acallé la impertinencia de ese agorero color guisante. En la portada de uno de los folletos que tomé al entrar en la sala, figuraba escrito un poema de Jean Arp. Me acerqué un poco más a ella y, con el mejor acento que supe poner, musité casi leyendo para mí: «Dans mon coeur de bouillard… meurt la chimère des roses… mes paumes rères ont perdu leurs ailes?».
Ella fingió no inmutarse pero se demoró aún más en la contemplación. Había percibido mi presencia, pero no se mostró inquieta o incómoda. Al contrario, su callada expectación parecía tentarme. Volví a susurrar cerca de su oído aquel verso sin comprender bien su significado, sin saber si las palabras tenían algún sentido. Lo cierto es que surtieron el efecto deseado. Consiguieron que ella, dándose la vuelta muy despacio, me mirara. En el encuentro con sus ojos fueron los míos los que hablaron primero. Nadia sonrió con sensual ternura, entre divertida y azorada, tocada tal vez. Ni mi presencia ni mi proximidad le molestaron. De algún modo ella parecía esperar, aguardar a que mi voz rompiera el silencio. Con sigilo, acompasados, retumbaron mis latidos y los suyos. Los dos sentimos el sordo rumor de dos corazones condenados a encontrarse. Durante un larguísimo minuto, nuestras miradas, desbocadas, perennes, conversaron ajenas a nosotros. Luego ella habló primero y por primera vez pude escuchar su voz divina:
«Est-ce que tu n’est pas d’ici, est-tu?». «Tú no eres de aquí, ¿verdad?», me preguntó con cierta sorna, divertida.
No, fue mi escuálida y tímida respuesta.
«Tu francés no es muy bueno, pero es hermoso lo que intentas decir» se anticipó. «¿Cómo era?, ¿dans mon coeur de bouillard…?».
Dijo aquello hablando en español con mucho acento, burlona, pero en mi propio idioma. Aquellas palabras, en su boca, cobraron una dimensión desesperadamente dulce para mí, dulcemente esperanzada. ¡Podríamos entendernos de alguna manera! Feliz, como si ya la conociera, cerré los ojos y, sin más, me aveciné a ella como quien se avecina a una flor. Su aliento olía a menta, a bienaventuranza, a jardín y a laberinto. Casi rocé sus labios. Al abrir los ojos ella ya no estaba. Caminaba sinuosa, esquiva y garbosa como una ese. Muy despacito, casi retándome a seguirla, hasta el siguiente cuadro en la pared, Como un cuento de Hoffman. Lo hice embelesado, dócilmente. Cuando llegué de nuevo a su lado, con un gesto delicioso, sonriente, coqueto y consciente, aunque nada convencida, me dijo: «Au revoir». Pero en aquel adiós nada sonó a despedida. Recordé un poema de Bécquer que, de niño, papá me recitaba apasionado: «Hoy la he visto… la he visto y me ha mirado, ¡hoy creo en Dios!». En aquel instante volví a creer en la vida, en el absoluto poder del universo, en Dios al fin y al cabo. La simple posibilidad de amar a Nadia me había salvado. De nuevo quería vivir. Al menos hasta haberla amado una vez.
¡Vivir!