A BORDO, RUMBO A VILLA LEOPOLDO

Llegué con retraso, suele sucederme. Teníamos ya el tiempo justo. Pensé en pedir al lerdo taxista que nos esperara abajo, por no demorar más, pero eso sólo habría hecho más exasperante la tardanza y la huida hasta el aeropuerto. Cogeríamos otro, con un poco de suerte mucho más hábil. Subí las escaleras de la casa de mis padres a grandes zancadas y cargado con mi equipaje, una bolsa de mano y una maleta no muy pesada, sin resuello, y convencido de que papá me tendría preparado algún numerito. Seguro de que estaría aún en la cama, dormido, o en pijama, o a medio vestir, negándose, blasfemando, discutiendo histérico con mamá. Seguro de que pondría todas las pegas posibles para hacer inviable nuestra partida. Pero me equivoqué. Mi madre abrió, como siempre, mucho antes de que yo pudiera llamar a la puerta. Papá aguardaba ya sentado en su sillón orejero, bien despierto, como un chaval que espera en su primer día de escuela, con gesto impaciente, ceñudo y resignado, con el bastón que le había regalado apoyado entre las piernas. Escuchaba la radio mientras limpiaba con meticulosidad los gruesos cristales de sus gafas. Mamá le había puesto el traje nuevo, el que compramos la tarde anterior. Le había metido el bajo del pantalón y ajustado un poco el tiro de la chaqueta, todo con gran habilidad, siempre se le dio bien la costura. Estaba hecho un pincel. Recién afeitado, muy repeinado y oliendo a su eterna colonia. Tenía buen aspecto. Junto a él, un vetusto neceser de viaje y una maletita de cuadros escoceses, escueta y también antigua, de las que cierran con una enorme cremallera alrededor. Tenía que haberle comprado una nueva, pensé, qué estúpido olvido. Del asa colgaba una etiqueta con sus datos, su nombre y su dirección. No había descuidado ningún detalle. En el fondo, pensé, estaba encantado de emprender el viaje.

La estampa me llenó de ternura. Pedí por teléfono y con urgencia otro taxi. Mientras llegaba y no llegaba, aún tuvimos tiempo de tomar con mi madre una taza de café recién hecho y unas galletas. Con aceptación, casi con nerviosismo, por increíble que pareciera, papá estaba listo para partir. Los dos lo estábamos.

Mamá, visiblemente preocupada, muy contrariada, sin dejar de regañarme no escatimó sin embargo su colaboración para que arrancáramos a tiempo. Bajamos los tres en el ascensor, luego volví a subir por los bártulos. Abajo, en la puerta, ya esperaba el coche. Esta vez tuvimos suerte con el conductor, era un mozalbete muy amable, un joven eficaz que nos llevó volando bajo y en silencio hasta la terminal internacional de Barajas. A las 9.50 estábamos facturando. Ya con las tarjetas de embarque en la mano y cargando sólo con el equipaje de mano me sentí mucho mejor, más ligero, esperanzado, casi convencido de que aquella chifladura era una buena idea. Papá parecía fortalecido. Me cogí de su brazo con cierto entusiasmo, con una mezcla de piedad y de fe en lo que hacíamos. Así, caminamos muy despacio con los pasaportes y los billetes en la mano, hasta el mostrador de embarque, casi sin cruzar palabra, y allí esperamos el momento de subir a bordo.

A las 11.50 horas, muy puntuales, despegamos en un MD-87 de Iberia rumbo a Amsterdam. Las poco más de dos horas de vuelo hasta Schiphol fueron muy placenteras. Al poco de despegar, hablé con una de las azafatas para que preguntara al comandante si podíamos acercarnos un momento a la cabina. Papá había trabajado más de media vida en esa compañía como instructor. Casi todos los pilotos veteranos habían pasado por sus manos en los simuladores. El comandante nos invitó muy amablemente, su padre había sido amigo y compañero de mi padre. Nos presentó a su colega a los mandos, el primer oficial, un chaval joven y simpático. Charlamos un rato y tomamos un café. Luego sacaron el trasportín, un asiento que hay pegado a la puerta, entre los dos pilotos, e invitaron a papá a hacer el vuelo allí con ellos en el cockpit. Papá aceptó fascinado como un niño. Volver a estar allí, en la cabina de mando, frente a todos esos instrumentos que gobernaron gran parte de su vida, pareció rejuvenecerle. Me mostré muy agradecido con ellos y pedí a mi padre que, por favor, no les molestara, que se portara bien. Yo regresé a mi asiento, la cabina del MD era demasiado angosta. Miré por la ventanilla durante casi todo el trayecto intentando quedar dormido un rato, pero estaba demasiado excitado para conseguirlo. En algún lugar bajo aquel imponente manto de nubes blancas, pensé dolorido, estaría ella, tal vez mirando su reverso gris y oscuro. Por alejar de mí ese pensamiento, me puse a revisar todos los documentos, los pasaportes, los billetes, los certificados de vacunación, los bonos con las reservas del hotel y del alquiler del coche. No había tenido demasiado tiempo para comprobaciones. Una cierta inquietud me carcomía. Habíamos partido sin visas, un enorme riesgo viajando a un país africano. En teoría, para «estancias inferiores a sesenta días», como turistas, con pasaporte válido para al menos tres meses y los billetes de ida y vuelta en el bolsillo, no era imprescindible el visado. El trámite, me aseguraron en la embajada, se podía «resolver» después de aterrizar en N’Djili, el aeropuerto de Kinshasa. Pero conociendo la exasperante burocracia africana, su acostumbrada podredumbre, cabía imaginarse muchos y muy variados problemas. En tal caso, pensé, encontraríamos un funcionario lo suficientemente corrupto dispuesto a ejercer, a aceptar unos dólares, a ser sobornado a cambio de dos permisos en regla. Ya pensaría en eso más adelante. Eran los inconvenientes de marchar con tanta precipitación. Yo estaba acostumbrado a resolver ese tipo de gestiones, formaban parte de mi trabajo. Después de aterrizar en Amsterdam, esperé a que desembarcara todo el pasaje. Una vez el avión quedó vacío, fui a la cabina a recoger a papá. Allí estaba feliz, charlando con sus colegas, recordando viejas anécdotas vividas en el cielo, mientras ellos terminaban de repasar la última lista de chequeo. En una hora volverían a Madrid, nosotros seguiríamos rumbo a África. Nos despedimos de la amable tripulación con un hasta pronto. Papá parecía otro después del aterrizaje. Me hablaba emocionado de la aproximación que acababa de hacer, de cómo habían actuado los pilotos, de cuánto añoraba ponerse a los mandos una vez más, con las manos en los cuernos y los pies en los pedales.

Así, nuestra escala en Amsterdam también transcurrió de forma muy agradable. Tuvimos tiempo de sobra para comer, cambiar dinero y hacer unas compras de última hora. Paseamos un rato por una de las mejores terminales de Europa. Los Países Bajos pueden resultar un lugar insólito si procedes de un país tan «profundo» como España. Allí, el orden, la limpieza, la educación y la amabilidad son siempre algo exquisito, auténtico, habitual. Todo es eficacia y fluidez. También estaba entre los aeropuertos favoritos para los pilotos. A pesar de su enorme complejidad, de las numerosas pistas y las condiciones climatológicas casi siempre adversas, todo funciona como un reloj holandés, por grande que sea la nevada o por densa que sea la niebla. Además, deambulando por Schiphol, si hay suerte, puedes contemplar a algunas de las mujeres más sublimes del planeta. Mi padre no se perdió una sola de las piernas ni uno de los traseros que se cruzaron en nuestro camino. ¡Viejo perturbado! Pero estaba mucho más voluntarioso, animado, cariñoso, simpático. Nadie podría decir, viéndole así, que era un pobre anciano casi fenecido, a sólo un paso de la muerte. Dormitó un momento mientras, sentados, esperábamos dar el salto definitivo hacia Kinshasa. Finalmente, a las 16.30 horas, embarcamos a bordo de un 747 de la KLM.

El par de asientos que nos correspondían estaba justo en el morro del gigante, en primera clase. Nos dispusimos a gozar de un vuelo de más de diez horas. Hacía muchos años que papá no lo hacía. Después de tantas horas de vuelo, de ser su forma de vida durante años, la experiencia de subir al cielo le hechizaba otra vez, le inquietaba casi tanto como la primera vez. El aparato rodó lento y silencioso hasta la cabecera de la pista. Al poco, bramó acelerando por ella hasta alcanzar la velocidad de rotación. La narizota del coloso ascendió con suavidad apuntando al infinito. Despegábamos. Las dieciocho ruedas de sus cinco trenes de aterrizaje abandonaron las tierras bajas de Holanda. Ya no había vuelta atrás, pensé. Mi padre, sentado junto a la ventanilla, miraba abajo a través del viento, del velo sombrío de la bruma. ¿Qué pensaría en ese instante?, me pregunté. En éste no podré pasar a la cabina, ¿verdad?, me preguntó. No papá, en éste no. Desde las alturas aún pudimos ver cómo se ponía el Sol en algún lugar del horizonte. Mientras el avión trepaba con ímpetu hasta su nivel de crucero, sus ojos verdes y oscuros, lacrimosos, me observaron con solemnidad a través de los cristales de «culo de botella» de las gafas. Tomó un instante mi mano apoyada en el reposabrazos, la apretó levemente, sollozó y murmuró algo que no llegué a comprender. Estaba dándome las gracias. De nada, papá.

Después de la cena, atenuaron las luces y nos dispusimos a surcar la oscuridad que quedaba por delante lo mejor posible, lo más cómodos posible. Aunque no se había quejado en ningún momento desde que saliéramos de Madrid, le administré su consuelo de coloridas pastillas. Se levantó a hacer un pis, otro pis. Su dolencia le forzaba a intentarlo una y otra vez aunque luego sólo consiguiera echar unas gotitas. Se eternizaba ante la taza del váter suspirando y sacudiéndosela. Cuando regresamos del baño, le desabroché el pantalón, le quité el cinturón y los zapatos, la corbata, las gafas, cualquier cosa que pudiera molestarle, y le calcé unos patucos de la compañía. Ajusté su asiento reclinándolo por completo y mullí un par de almohadas para que reposara en ellas la cabeza. Una vez acostado le arropé delicadamente con un par de mantas y le mesé el cabello con ternura. En un gesto muy suyo, colocó las manos cruzadas bajo la nuca y cruzó los pies bajo las frazadas. Sonreía satisfecho en la placidez que le proporcionaban la morfina y el instante, allí recostado, regocijado, embozado, volando sereno al lado de su hijo. Alejándose a novecientos kilómetros por hora de su tediosa rutina, de la siniestra oquedad de su vida a ras de suelo. Tal vez imaginando que así conseguiría burlar a la muerte, dejar atrás a esa tenebrosa dama encapuchada que ya recorría las calles, todas las calles del mundo, preguntando por él. El surtido de píldoras era un infalible sedante. Dormitaría varias horas seguidas, al menos eso era lo que yo esperaba. Pero aún tardó en conciliar el sueño. Mientras lo hacía charlamos quedamente sobre la vida y la muerte. «¿Habrá algo después, Luisito?, tiene que haber algo, ¿no crees?». Preguntándome esto se adormeció profundamente. Pobre papá. ¿Qué responderle? Claro que sí papá. Claro que habrá algo, le susurré. Puedes estar tranquilo, y será algo mucho mejor que esto. Yo también necesitaba dormir unas horas. Recosté mi asiento y me acomodé entre sus brazos. Pretendí ver la primera película que proyectaban en el vuelo, French Kiss, pero la pantalla y la modorra estaban demasiado cerca. Fui cerrando los ojos mientras Meg Ryan y Kevin Kline paseaban con la torre Eiffel al fondo. Ella Fitzgerald cantaba I love Paris… ¿Cómo no pensar en ti?, ¿cómo no soñar contigo?

Apenas llevábamos cuatro horas de vuelo cuando desperté sobresaltado, espantado por alguna pesadilla apenas olvidada. Ya estaríamos sobrevolando el desierto de Argelia. Pensé en tomar algo para combatir el desvelo, una pastilla que facilitara el descanso, pero no lo hice. Los pocos pasajeros que nos rodeaban dormían o lo intentaban. Una bendición volar en primera clase en trayectos tan largos como éste, pensé. Atrás, en la «clase económica», se hacinarían cientos de personas sin espacio apenas para estirar las piernas. Entre ellos decenas y decenas de «ñus», así llamaba mi padre a los turistas. Deseosos de aterrizar y emprender su loca carrera organizada por los ficticios escenarios de la jungla o la sabana. Ansiosos por devorar su porción de aventura africana, sin apenas saborearla. Todos ataviados con la misma estúpida indumentaria, todos disfrazados de aventureros de tres al cuarto, con sus cámaras de fotos colgando del cuello, afanados en lo único importante, captar con ellas la instantánea, la constancia de que estuvieron allí, aunque de poco les sirviera llegar tan lejos. Nada de África quedaría en ellos realmente, salvo una serie de fotografías ridículas, típicas, ramplonas, mal encuadradas y mal enfocadas. Qué lejos están los aborrecibles turistas de ser verdaderos viajeros.

Papá, inducido por los narcóticos, había entrado en un profundo sueño. Parecía ya muerto. Encendí la lamparita de lectura orientándola con cuidado de no molestarle. De tanto en tanto emitía unos leves ronquidos que parecían ser los últimos. ¿Tendría aún tiempo de confesarle el millón de sentimientos acallados que guardaba desde hacía tanto? ¿Sabría hacerlo? Saqué de la bolsa de viaje el libro que estaba leyendo, un texto sobre el Zaire que conoció mi padre, el Congo Belga se llamaba entonces. También una petaca llena de whisky de malta y un pequeño álbum con algunas fotografías de aquellos días ya tan lejanos. Di un par de buenos tragos y empecé a ojear las imágenes. Me moría por fumar un cigarrillo pero no estaba permitido en ese vuelo. El otro vicio, la otra tentación, la de volver a pensar en Nadia, era también cada vez más fuerte. Intentaba evitarlo a toda costa. La mantenía inanimada, detenida, terminantemente perdida en mi creciente resentimiento, en el férreo olvido que me había impuesto. Cada vez que ella o Adrián serpenteaban por la mente, precipitaba mis pensamientos hacia otra parte, hacia otras levedades, con todo mi ser. Una angustia indomable se apoderaba de mí al evocarlos, un mal encantamiento al que me enfrentaba demasiado vulnerable, con el estómago encogido y el alma y los ojos apretados. Como al descender las pendientes de las montañas rusas.