—¡Tu armadura, maldito seas! —gritó Serafina a su marido. A Ellysta le sonó más a una pescadera escasa de género que a una esposa preocupada. Pero Serafina estaba cansada y asustada. Todos lo estaban, allí en el bosque, mientras esperaban el ataque enemigo.
Ellysta se abrió paso entre una maraña de enredaderas para ver a Alatorva, que forcejaba para colocar otra rama caída encima de la modesta barricada que habían construido. Bloqueaba el sendero, y a la izquierda el terrero era pantanoso, mientras que a la derecha un barranco dificultaría los ataques de caballería.
La barricada les haría ganar tiempo; no necesitaban otra cosa. La mayor parte de los enemigos no podía tener el corazón en ese trabajo y, en cualquier caso, Gerik llegaría para atacar su retaguardia en cuestión de minutos.
Ellysta intentaba convencerse a sí misma de ello mientras bajaba la cuesta apresuradamente en dirección a Alatorva. Si creyera lo contrario, se sentaría bajo un matorral, mordiéndose el dorso de la mano para no gritar o incluso gimotear. No tengo sangré de guerrero, Gerik —se dijo, como si estuviera hablando con el hijo de Pirvan—. ¿Estás seguro de que quieres tener hijos conmigo?
«Ser un guerrero puede llevarse en la sangre —oyó decir a Gerik en su interior—. O puede aprenderse. No dudes de que puedes aprender».
Pero antes había una barricada que reforzar.
Ellysta acababa de embutir una tercera piedra detrás de un tronco cuando el retumbo de unos rápidos cascos se hizo más audible en el sendero. Al ruido de cascos se unieron gritos de guerra y el sendero pareció elevarse ante su rostro y arrojar guerreros montados contra la barricada.
Alatorva agarró a Ellysta por el cuello de la túnica y el fondillo de los pantalones y la lanzó por encima de la barricada. La joven aterrizó desmadejadamente, sin aliento por el impacto, cuando el primer jinete enfiló su montura hacia los troncos y piedras y los saltó a rienda suelta. Un casco aplastó la tierra a un dedo de la cabeza de Ellysta y la joven rodó de lado desesperadamente, rezando para que fuera el lado seguro.
El jinete blandía un hacha de guerra de mango largo a su alrededor y dos hombres y una mujer del grupo de Ellysta habían caído ya. La joven se puso en pie con gran esfuerzo y desenvainó su cuchillo más largo, sabiendo que tenía muy pocas posibilidades contra el jinete, a menos que los sorprendiera, pero segura de que sus amigos aún tenían menos.
Un alarido a su espalda le hizo girar la cabeza. Alatorva había sujetado al segundo jinete por la pierna y se la había retorcido salvajemente hasta arrancarlo de la silla, quebrándole el hueso. El antiguo ladrón y marinero ya tenía la espada en alto para recibir al tercer jinete y destrozó el cráneo de su montura de un solo tajo, antes de que una flecha se clavara en su hombro.
Eso fue lo que vio Ellysta antes de volverse de nuevo como un torbellino y correr ciegamente hacia donde antes estaba el primer jinete. Sin embargo, el sitio estaba vacío y una flecha silbó junto a su oreja mientras giraba frenéticamente, hasta que vio al jinete.
Él y su montura estaban a medio camino de los árboles y una silueta menuda vestida de oscuro se había colgado de la brida. El jinete esgrimía el hacha de guerra como un mago su bastón mágico, pero su montura caracoleaba y corcoveaba, y no le dejaba apuntar bien.
Tampoco podía proteger su muslo desprovisto de armadura. Su atacante saltó, asestó un tajo desesperado y en el muslo del hombre se abrió una herida roja como una larga boca. El hacha relampagueó en su descenso, pero el atacante se escabulló por debajo de la barriga del caballo. El hombre se revolvía en la silla cuando Rubina agarró el estribo suelto, se dio impulso y clavó el cuchillo otra vez, ésta vez por debajo del canto del yelmo del jinete.
El hombre se desplomó, Rubina levantó el cuchillo ensangrentado, con un grito de victoria que heló la sangre en las venas de Ellysta.
—¡Necios! —gritó una voz cascada del otro lado de la barricada—. ¡No hemos venido a luchar contra niños! ¡Atrás, y rogad a los dioses que tengan piedad de vosotros! ¡Atrás, necios, o vuestra maldición será eterna!
El estruendo del Humeante y los temblores de tierra hicieron pensar a Torvik que se hallaba a bordo de un gran barco bajo una galerna moderada. Pero seguían en la isla de Suivinari y sería un puro milagro que todos llegaban sanos y salvos a una cubierta amiga antes de que la montaña entrara en erupción y abrasara toda la vida de la isla.
Pero no había cubiertas enemigas. Corrió la noticia de que los minotauros aceptarían a humanos en sus naves, y los humanos a minotauros. Ya resolverían quién pertenecía a qué barco cuando todos estuvieran a salvo y a flote.
Torvik dio su aprobación. También aprobó la siguiente noticia que llegó. Al principio, ni él ni Chuina la entendieron, pero Mirraleen, con su agudo oído dimernesti, lo captó enseguida.
—Desplegaos, dice Darin. Tenemos que buscar a todos los que han perdido el sentido por el calor o las heridas en nuestro camino de regreso a la costa.
Torvik miró dubitativo el paisaje. No era tan frondoso como antes, antes de que las armas de los hombres y los minotauros se hubieran cobrado su peaje. Además, la magia de Wilthur ya no convertían zarzas en monstruos.
Pero el tiempo…
—No me detendré por los minotauros —gruñó alguien.
—No sería justo —replicó otro—. Si ellos nos dejan subir a bordo de sus naves, nosotros podemos buscar a sus caídos.
—De acuerdo —dijo el primero—. Pero si el Caballero Gigante lo ordena, bien podría bajar a ayudarnos, condenación. Es el único lo bastante grande para arrastrar minotauros por este terreno.
Otro temblor obligó a Torvik a detenerse hasta que el suelo fuera más firme. Todos reanudaron la marcha con los guerreros desplegados en una línea de exploración y con un inconfundible olor a azufre en el aire.
Lady Eskaia refrenó su montura y observó a los caballeros solámnicos que discutían.
—¿Estáis seguro de que esas personas eran de Tirabot y dignas de confianza? —-decía el caballero alto y rubio a su superior.
—A menos que nos hayan engañado más de lo que me atrevería a creer posible, pronto oiremos ruido de lucha —respondió el más bajo de barba oscura—. Lo que significa que seguimos adelante y en silencio.
Eskaia dejó escapar un suspiro de alivio. Después de esta cuarta disputa, estaba dispuesta a conducir a sus vuinlodanos ella misma. La habrían obedecido, incluso sabiendo que si no volvían, su ciudad difícilmente sería capaz de montar guardia contra los ladrones vulgares, y mucho menos defenderse.
Al menos sería así hasta que regresara la flota. Cuando regresara. Las noticias del norte no eran tan malas que Eskaia temiera un desastre allí. Eran unas pocas noticias y muchísimos rumores sobre la situación en Istar lo que la había impulsado a abandonar su ciudad, cabalgando sin descanso y velozmente a la cabeza de los mejores cincuenta guerreros que quedaban en Vuinlod.
Por el camino se habían encontrado con los solámnicos, los prometidos dos caballeros y cuarenta hombres de armas, dos días atrás. Los caballeros guardaban silencio sobre las razones por las que no habían cruzado la frontera hacía mucho tiempo, pero Eskaia sabía que dos podían jugar al mismo juego de invocar leyes para adaptarlas a su conveniencia. Sin duda, los istarianos habían presentado argumentos convincentes a personas obligados a escuchar todo lo que los istarianos tuvieran que decir, incluso en defensa del asesinato.
Había sido su amenaza de seguir adelante sola, incluso sin sus vuinlodanos, lo que había decidido a los dos caballeros. Sir Shurifan de Geel, el de más edad y barba oscura, no necesitaba tanto moverse como una excusa. Pero la reticencia del caballero más joven, sir Rignar, era tan patente como su gallardía.
—Sir Shurifan, ¿avanzamos o esperamos aquí a nuestros amigos? —preguntó Eskaia.
El caballero se tironeó de la barba. Tenía una colección poco habitual de tales gestos nerviosos, pero ninguno parecía impedirle tomar decisiones rápidas y firmes.
—Será mejor que nos dividamos —dijo—. Dos caminos reducen el peligro de una emboscada.
—Muy bien —dijo Eskaia—. ¿Qué camino seguirá cada uno?
—Podemos dividir cada grupo… —empezó a proponer sir Rignar, pero Shufiran tosió. El caballero más joven guardó silencio. Eskaia dirigió una mirada agradecida al caballero de más edad.
Menos mal que tenía que decir que no se fiaba de que sir Rignar estuviera fuera de su vista, ni tampoco a la vista si mandaba tantos hombres como ella y Shufiran estaba en otra parte.
En pocos segundos acordaron que los vuinlodanos y los solámnicos enviarían diez combatientes a la columna del otro para que actuasen de mensajeros, y avanzarían enseguida, al trote.
A Eskaia se le antojó que quizá sir Rignar aún podía aprender sobre la guerra. Por ahora, bastaría con que supiera lo que podía ocurrir si por obra u omisión suya mataban a la hija de Josclyn Encuintras, la viuda de Jemar el Blanco y la esposa de Gildas Aurinius… con o sin alguno de sus jinetes vuinlodanos.
Gerik cabalgaba a la cabeza del grupo, jurando gratitud eterna a quienes se habían ocupado de los caballos, aunque el forraje escaseara en Tirabot. Los monturas parecían tener alas en las patas y galopaban a un paso tan ligero que parecían pegasos.
Por suerte, aún tuvieron tiempo de recobrar el aliento cuando finalmente Gerik condujo su grupo hasta llegar muy cerca de la retaguardia del enemigo. No lo recibió ninguno de los horrores que había temido, ni vio ninguna clase de batalla en curso. De hecho, el enemigo parecía arremolinarse delante de una tosca barricada, y varios guerreros discutían con su retaguardia.
En realidad, discutían tan acaloradamente que Bertsa Wylum se despojó del yelmo y las insignias de Tirabot y se acercó a caballo para escuchar furtivamente. Cuando regresó, lucía una amplia sonrisa.
—Esos doce tipos con lanzas y ballestas intenta impedir que el resto deserte —dijo—. Parece que hayan forzado un ataque, pero los nuestros los repelieron y han perdido el valor para iniciar otro. Si consiguiéramos desactivar esa retaguardia de bobalicones…
—¿Quieres el trabajo? —bromeó Gerik.
—Podría hacerlo. También podría llevarme unos cuantos guerreros para ayudar a nuestros amigos, en caso de que se produzca otro ataque. Puedo gritar insultos a los mercenarios de ambos lados que titubeen.
—Entonces la mano de los dioses te protege.
—Siempre que no den palmadas… —dijo Wylum—. No os preocupéis. Rubina tendrá su muñeca antes de la puesta de sol.
El talante de los dioses debía ser incierto. Cuando Wylum conducía ocho jinetes barranco abajo por la derecha de un sendero, una ballesta de la retaguardia enemiga disparó su flecha.
Bertsa Wylum salió despedida de su silla y aterrizó violentamente. Los jinetes que la acompañaban se volvieron en el acto, vacía su mente de toda idea que no fuera la venganza. Cargaron contra la retaguardia enemiga sin esperar que Gerik pusiera en marcha a sus jinetes.
Gerik no perdió tiempo en hacerlo. Pero era demasiado tarde para la mitad de los hombres de Wylum. Enfrentados a lanzas y arcos en terreno desfavorable, eran blancos lentos y sólo tres consiguieron llegar hasta el enemigo sobre su montadura. Después cayeron dos de ellos…
—¡Seguidme! —berreó Gerik, irguiéndose en sus estribos.
Su primer temor era que el enemigo se envalentonara con la derrota de Wylum. El segundo, que el terreno inseguro lo descabalgara antes de entrar en combate.
Llegó a la altura del enemigo sin tiempo de que le asaltara un tercer temor. A partir de ese momento no tuvo tiempo para nada más que la esgrima. Eso y procurar que su caballo no pisoteara a los caídos del grupo de Wylum.
Los guerreros de Wylum habían proporcionado la ventaja a Gerik, incluso a costa de su sangre. Las ballestas se recateaban lentamente y las lanzas tenían ventaja sobre las espadas en cuanto a alcance, pero una vez acortada esa distancia, los espadachines recuperaban la superioridad. Gerik condujo una masa sólida de seis o siete jinetes que penetró en las desordenadas filas de la retaguardia enemiga, sólo perdió un hombre y de pronto combatía demasiado cerca para los arqueros o los lanceros.
También estaba justo a la distancia adecuada para lanzar un ataque enloquecido.
A sólo la longitud de un caballo de él, nada le afectaba.
En su mente no quedaba nada de lo que hubiera ocurrido sólo unos minutos antes. El mundo se había reducido al enemigo que tenía delante y los amigos de sus flancos.
Propinar una estocada al brazo que sostenía una espada y verlo retirarse, desvalido y manando sangre. Descargar un torpe tajo a una pierna sin armadura y ver al adversario volverse, para que su cabeza acabase separada de sus hombros cuando otro combatiente de Tirabot lo decapitó con un hacha de guerra. Cabalgar en línea recta contra un tercer adversario y forcejear los dos con las manos desnudas, hasta que Gerik desenvainó un cuchillo y lo clavó salvajemente cinco, seis, siete veces, y luego siguió apuñalando el aire sobre una silla de montar vacía.
Un caballo relinchó. Su caballo. Gerik advirtió que los cascos de su montura se paraban y trastabillaban. Le salpicó la sangre de la garganta rajada del pobre bruto. El caballo cayó de costado, y Gerik intentó saltar para apartarse del cuerpo del animal.
En cambio, el caballo se desplomó con todo su peso sobre la pierna derecha de Gerik atrapándola, quebrándola, enterrándola en el blando suelo pero también contra una dura roca. Gerik quiso gritar de dolor, pero contuvo su grito y lo limitó a un jadeo.
Después una lanza se le clavó en la sien, justo antes deque el último superviviente de los mercenarios de Bertsa Wylum abatiera al lancero de un mandoble. A diferencia de Horimpsot Patomaduro, Gerik tuvo un momento de dolor y otro, más largo, de total confusión.
Después murió.
Eran prácticamente los últimos humanos de la isla de Suivinari, pero Pirvan y Haimya eran reacios a sacudirse los restos de arena de los pies. Demasiados amigos yacían enterrados en la isla, bajo su roca o en las aguas que la rodeaban.
La expedición a Suivinari sería considerada una victoria, pero sólo por quienes levantaban acta de tales opiniones. No mencionarían a los muertos, excepto con fórmulas honoríficas convencionales. Tal vez ni siquiera mencionarían lo que a Pirvan le parecía la mayor parte de la victoria: humanos y minotauros aceptando que los otros poseían valor y honor en abundancia.
Las dos razas volverían a encontrarse como enemigos, qué duda cabía, pero en ambas habría quien recordaría Suivinari.
El retumbo empezó de nuevo y aumentó de volumen. Al mirar hacia el este, Pirvan vio una abertura de bordes irregulares en la ladera del Humeante. Una gran bola de gas y lava incandescente salió de la abertura para caer y empezar a fluir hacia el mar. El resplandor hacía daño a la vista, el sonido atronaba en los oídos y Pirvan dudó de que unos pulmones mortales lograran sobrevivir al aliento de dragón del Humeante cuando lo exhaló sobre la playa.
—¡Subid al bote, insensatos! —se oyó bramar aún más alto que la montaña—. ¡Subid al bote o tendré que subiros a rastras!
Era Fulvura. Vendada por tres sitios y ensangrentada por otros cuatro, aún parecía muy capaz de cumplir su amenaza.
—Te prevengo: muerdo —dijo Haimya, intentando no reírse.
—Una manera dura de conseguir un bocado de carne de res —replicó Fulvura—. No soy tan joven como parecen creer los muchachos. Estaría más dura que la carne de Thanoi.
—Nos fiamos de tu palabra —intervino Pirvan. Se volvió y saludó con la mano. El bote que esperaba justo en el rompiente de las olas aceleró hasta encallar en la arena.
El oleaje era más ruidoso y espumeante cuando salían, pero Fulvura cogió un remo con cada mano y eso marcó la diferencia. Cuando abordaron el Escudo de la Virtud, una tercera parte de la ladera del Humeante era un fulgor naranja, y una muralla de calor se erguía alrededor de la isla. Incluso el monte Verde parecía expulsar vapor por su cima, y más vapor hervía a lo largo de la costa donde la lava alcanzaba el agua.
La seguridad estaba más lejos, en alta mar. Por toda la lava que se vertía en el agua, aún tenía que quedar mucha más debajo. Cuando el mar entrara en contacto con ella…
—¡A toda vela! —gritó Pirvan al capitán—. Nuestro trabajo aquí ha terminado.
Había sido prudente dirigirse al ruido del combate.
Lady Eskaia condujo a sus vuinlodanos hasta la barricada de los combatientes de Tirabot minutos después de la caída de Gerik. Además, el joven le había dejado mucho menos trabajo del que de otro modo habría tenido que realizar. Su furibundo ataque había acabado con la mitad de la retaguardia, convertido en presa fácil a la otra mitad y eliminado todos los obstáculos para la retirada inmediata de los restantes enemigos.
Todos menos un puñado de intransigentes. Aún defendían el sendero en el punto donde llegaba a un claro. Detrás de ellos, Eskaia vio otros veinte jinetes armados o más, todos con los colores de la Casa Dirivan. Sin duda, la llegada de sus amigos había renovado el valor de los intransigentes.
Era un fastidio tener que hacer el trabajo de Gerik otra vez desde el principio. Utilizó esa palabra porque el nudo que tenía en la garganta y el peso que le oprimía el pecho desde que se enteró de la muerte del joven no le permitía ni siquiera pensar en otra más fuerte.
Ya habría tiempo de sobra para eso más tarde. Palabras más fuertes, lágrimas, abrazos y consuelo… Todo llegaría más tarde, como ella había llegado demasiado tarde para el hijo de su amigo y los amigos de éste.
Eskaia formó a sus hombres y estaba a punto de dar la orden de avanzar cunado aparecieron los solámnicos a la carga. Al parecer, la paciencia de los caballeros con los mercenarios de la Casa Dirivan recalcitrantes se había agotado al mismo tiempo que la de Eskaia. Cuarenta solámnicos eran rival para treinta mercenarios, aunque éstos pusieran todo su corazón en la lucha. Pero los mercenarios no lo pusieron.
Además, sir Shufiran había desplegado a los solámnicos magistralmente. Sir Rignar encabezaba la verdadera carga, profiriendo gritos de guerra y haciendo bailar sus armas y su montura, pero como pudo observar Eskaia, dedicándose más a asustar que a matar.
Eskaia no sabía si habría que llegar a eso. Los mercenarios no se demoraron lo suficiente para facilitar una respuesta a la pregunta. Sólo dos de ellos se quedaron atrás, y como prisioneros heridos, tan aterrorizados de las torvas miradas de sir Shufiran que balbuceaban como si estuvieran drogados con flor de la verdad.
Eskaia dejó ese trabajo a los solámnicos. No se fiaba de sí misma cerca de nadie que pudiera tener las manos manchadas de sangre de sus amigos. Aparte, había mucho trabajo que hacer, ayudando a Ellysta y Serafina a mantenerse ocupadas curando a los heridos.
Caía ya el sol cuando el mar penetró en la cámara de la lava bajo el Humeante. Para entonces, la flota estaba tan lejos que la explosión no los alcanzó, y de hecho fue casi invisible tras el velo de cenizas y vapores en que había quedado envuelta la montaña.
Pirvan sabía que esas erupciones podían provocar olas gigantescas en costas lejanas, pero que los avisos mágicos y a tiempo, o incluso el mero sentido común, reducirían el coste de vidas. Aún tenía mucho que hacer, evitando que ninguno de los que todavía estaban vivos engrosara las ya nutridas listas de los muertos.
Lo hizo hasta bien entrada la noche, hasta que estaba tan cansado que Darin tuvo que guiar sus vacilantes pasos hasta su camarote. Ni siquiera allí durmió Pirvan, hasta que sintió el familiar cuerpo cálido abrazándolo por la espalda y el familiar aliento en su nuca.
Las tinieblas habían engullido el bosque hada mucho rato, por mucho que fuera una de las noches de verano mis cortas. La vida del bosque, ahuyentada o silenciada por la batalla de aquel día, regresaba lentamente.
Ellysta estaba sentada en un raigón, sintiéndose casi tan de madera como su asiento, y escuchaba el canto de un pájaro mientras curaba el hombro herido de un guerrero. Retirar el vendaje sucio, limpiar la herida, aplicarle más ungüento y volverla a vendar con un paño limpio empapado en más ungüento. El hombre viviría, tal vez incluso con la recuperación de la movilidad de los dos brazos, aunque su hombre estaba peor que Alatorva por la flecha.
Había sido el corazón lo que había podido con Alatorva el Tuerto, un corazón finalmente forzado una vez más. La herida no había contribuido, sino que fue su propio esfuerzo desde el final del invierno hasta la batalla de aquel día lo que abrumaba su corazón, cada vez más, hasta que se hundió como una mula sobrecargada.
Serafina había mantenido los ojos secos hasta la puesta del sol y luego se había apartado para llorar en privado. Ellysta se dijo que ella también necesitaba tiempo para hacer lo mismo, pero Gerik ya estaba muerto. No volvería a morirse por faltarle sus lágrimas, mientras que algunos de los vivos que habían luchado bien podían morir por no recibir sus cuidados.
El hombre dio un respingo y se mordió los labios. No gritó porque Rubina estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, sosteniéndole la mano. Era una cuestión de orgullo para todos los heridos no mostrarse débiles ante la Pequeña Guerrera, como habían apodado a Rubina. Algunos la consideraban un amuleto de buena suerte, otros una mascota, otros bendecida por los dioses y otros que había salido a Pirvan y Haimya. Nadie quería decepcionarla.
Una pequeña figura se materializó en la oscuridad: lady Eskaia con atuendo masculino. Llevaba algo en una mano que se parecía mucho a una muñeca.
—¡Zixa!
Rubina se puso de pie de un brinco hacia Eskaia, para arrebatarle la muñeca y abrazarla.
—Las personas que amortajaban los cadáveres encontraron esto en el de Bertsa Wylum —dijo Eskaia—. Creyeron que pertenecería a alguien de su familia.
—Bien, debían haberse informado mejor —dijo Rubina. Y guardó a Zixa en el interior de su túnica—. Tengo que ir a dar las gracias a Bertsa —añadió—: Lady Eskaia ¿me acompañáis?
—Los muertos no… —empezó a decir Eskaia.
—Los muertos están muertos —dijo Rubina, y Ellysta advirtió en su voz feroz autodominio—. Pero aun así tengo que darle las gracias.
—Yo puedo ir —dijo Ellysta—. Lady Eskaia parece fatigada.
—Bueno, tu aspecto es aún peor —dijo Rubina—. Además, tú quizá lleves en tu vientre al hijo de Gerik y deberías reservar fuerzas.
—El hijo… —empezó a exclamar Eskaia, estupefacta. Ellysta juró estrangular a la Princesa de Vuinlod si sonreía siquiera.
—Sí —dijo Rubina—. Espero que sea una niña porque así tendré una hermanita, aunque en realidad seré su tía. Puedo… puedo…
En silencio, Ellysta rodeó a Rubina con un brazo y Eskaia con el otro. Era un lugar más bien público para que las tres lloraran a un tiempo, pero todas lo necesitaban y nadie en su sano juicio diría ni una palabra.
Dos días de navegación habían conducido a la flota humana a mares limpios y una noche de lluvia había lavado la cubierta del Elfo Rojo. Las planchas todavía estaban mojadas bajo los pies descalzos de Torvik, cuando él y Mirraleen salieron a cubierta al amanecer.
Aún estaba mis oscuro que claro y tenían la cubierta para ellos solos, exceptuando al timonel y el vigía. Torvik quería rodear con sus brazos a Mirraleen y emplear toda su fuerza en el abrazo, para que así pudieran fusionarse en una misma carne y no separase nunca más.
En su lugar, puso las manos sobre las suyas cuando se apoyaron en la borda.
—Me parece que sabes que me voy —dijo ella.
—No lo sé con certeza. Pero no quería preguntar nada.
—¿Por miedo a la respuesta?
Torvik hizo un gesto de negación.
—Miedo a revelar que me sentía dividido respecto a tu marcha —dijo él.
Mirraleen estaba realmente perpleja.
—Creo que me debes una explicación —dijo.
—Después de anoche, dudo de que pueda pagarle nada a una mujer, pero lo intentaré. Te quiero, y no sólo cuando estamos en la cama. Habría proseguido mi vida alegremente, conocido como el capitán con una esposa dimernesti. Además, así las nutrias marinas estarán más seguras, al menos en aguas de Vuinlod. Nadie osaría herir a unos de mis parientes por matrimonio.
Eran las palabras correctas. La risa de Mirraleen era un gorgoteo, como un límpido arroyo corriendo sobre piedras en un día soleado.
—Yo irá por mi cuenta, naturalmente —dije él—, pero estaría cerca de mi familia, o al menos de los míos. Tú no sólo irías por ni cuenta, sino además sola.
—Excepto por ti.
—¿Tanto… significo para ti?
—Casi.
—¿Pero no del todo?
—No —tuvo que decir ella.
Torvik abrazó tiernamente a Mirraleen, con amor, gratitud, alivio y deseo turbulentamente mezclados. Ella le devolvió el abrazo. El joven capitán creía haberse quedado helado, pero ahora parecía recobrar el calor.
Fue Mirraleen quien interrumpió el abrazo y luego lo besó en las comisuras de los ojos. Saltó sobre a la borda y se quitó la túnica por la cabeza. La prenda flotó basta la cubierta, mientras la brisa matutina revolvía el cabello a la mujer.
Y se marchó con apenas un débil chapoteo junto al casco. Cuando Torvik consiguió levantar la cabeza y mirar la estela, sólo el mar le devolvió la mirada.