22

Con la fuerza de la ira, Wilthur formuló conjuros sobre sus defensas. Los conjuros contenían la vitalidad robada a los muertos de Suivinari. Alimentadas con ella, las defensas serían inexpugnables.

Sin embargo, la mayoría de los conjuros se desvió, y los pocos que lograron alcanzar las defensas rebotaron en ellas como flechas en las armaduras del mejor acero. A medida que los conjuros se dispersaban, también lo hacía la vitalidad robada y encerrada. Como no penetró en las defensas desde el interior y los enemigos las atacaban desde el exterior, pronto se debilitaron.

Al final, Wilthur se vio obligado a descansar. Tendría que encontrar el punto (o los puntos, quizás hasta tres) de las defensas por donde el enemigo intentaba la irrupción final. Las reforzaría cuanto pudiera, allí y sólo allí.

Quizá no quebrara el cuerpo de todos sus enemigos, humanos o minotauros, pero podía causarles suficiente daño para quebrar su espíritu.

Era una lamentable rebaja en sus esperanzas, que habían pasado de ser elevado a las proximidades de los dioses a desanimar enemigos que estaban cerca de la victoria, pero la única alternativa seguía siendo luchar. Y esa alternativa era tan fútil como siempre.

Wilthur se rodeó de conjuros contra la desesperación y para aumentar la concentración, y se preparó para la batalla final.

Horimpsot Patomaduro no se atrevió a hacer más ruido que el de tirar de la manga de Gerik. Como así no conseguía llamar la atención del joven señor, ni siquiera hacer que volviera la cabeza, se sintió lo más cerca del desaliento que puede llegar un kender.

Aun así quería averiguar lo que sucedería a continuación; la curiosidad de un kender sólo muere cuando muere él. Pero no esperaba que lo siguiente fuera algo que le gustara. Imposible, si un segundo grupo de enemigos caía sobre la retaguardia de Gerik mientras su atención estaba centrada en la vanguardia.

Tendrían que hacer algo al respecto ellos solos, él y el kender que le había dado la noticia.

Patomaduro se deslizó entre los matorrales y regresó junto a su camarada. El otro kender lo recibió con una agria sonrisa.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó.

—¿Intentas evitar que tengamos que hacer esto solos? —respondió Patomaduro.

La sonrisa se agrió aún más.

—Su nombre era Fujindor Atavara —dijo el otro kender, haciendo un gesto de asentimiento.

Patomaduro tardó un momento en comprender que acababa de oír el nombre del sacerdote al que Gerik llamaba el Esquilado. El sólo conocía al kender muerto como el sacerdote de Branchala.

—Tienes las mismas probabilidades que yo de librarte de esto —recordó Patomaduro a su camarada.

—O de no librarme —replicó el otro—. Pero todo el resto de nuestra banda de los bosques también lo sabe. El nombre de nuestro amigo no morirá, a menos que muramos todos nosotros.

Los dos kenders no tardaron más tiempo del que se necesita para cocer un huevo duro en deslizarse entre los árboles hasta situarse a la vista del sendero por donde se acercaba el segundo grupo enemigo. De hecho, era más bien una serie de huecos entre los árboles que un sendero propiamente dicho, pero el terreno estaba húmedo, blando y cubierto de musgo en muchos sitios; los cascos de los caballos hacían poco ruido.

Patomaduro deseó tener más polvos de estornudar caballos de Atavara. Pero corría poco aire para dispersarlo y el que había podía transportarlo también hacia el grupo de Gerik. No querían que los enemigos de Gerik tuvieran la posibilidad de vencer ni siquiera yendo a pie, mientras que Gerik necesitaba poder montar y galopar.

No había tiempo para sutilezas, por lo que los kenders no tuvieron ninguna. El amigo de Patomaduro se limitó a hacer rodar su jupak del instrumento. La piedra golpeo a un jinete en la frente, derribándolo de la silla. Acto seguido el primer kender salió brincando de su refugio, clavando o golpeando con su jupak, según que extremo cerca del enemigo. Patomaduro lo siguió, pensando que ni él ni su amigo tenían muchas posibilidades de contar a nadie gran cosa sobre nada, pero si lo conseguían, sería un relato mucho mejor que el nombre de un simple sacerdote, y tan merecedor del recuerdo como él.

Algo golpeó a Patomaduro con fuerzas en el brazo derecho y toda la sensibilidad y la fuerza lo abandonaron. Por fortuna, una jupak era algo que se podía empuñar con cualquier mano. Se arrojó al suelo para recuperar el arma caída, rodó por debajo de la barriga de un caballo y clavó la jupak al animal antes de salir por el otro lado.

El caballo se encabritó, tirando por tierra a su jinete, que aterrizó de cabeza y el cuello se le quedó formando un ángulo imposible con sus hombros. Patomaduro no perdió tiempo, porque un jinete que no había visto que su amigo estaba muerto cargaba contra él. El kender mantuvo el jupak en alto con el brazo izquierdo sano, lo giró hacia un lado para desviar un tajo de espada, lo hizo rodar como un bárbaro del mar bailando la danza del sable y arremetió contra el muslo del jinete cuando pasó por su lado.

El muslo estaba acorazado, pero la punta del arma no había perdido su agudeza, ni el brazo izquierdo de Patomaduro su fuerza. El hombre gritó, maldijo y se retorció en la silla. Era zurdo, por lo que tuvo que blandir su hacha de guerra por encima de su montura.

Cuando el hacha descendía en un borrón sobre el cráneo de Patomaduro, el kender oyó algo que sonaba como el grito de muerte de un kender. Oyó un pavoroso alboroto que sonaba como el grito de muerte de muchos humanos. Incluso oyó durante un latido de corazón, el susurro del aire hendido mientras el hacha completaba su arco descendente.

Después oyó un ruido que no era un ruido, sino el final de todo, cuando el arco descendente acabó en su cráneo.

Pirvan pensó que unas cuantas personas que no estuvieran ansiosas por situarse en la vanguardia ayudarían más que el pequeño ejército de las que sí lo estaban. El túnel no presentaba signos de ensancharse lo suficiente para acomodar a más de dos humanos y dos minotauros. Cada raza quería tener el mayor número de combatientes en la vanguardia, y Pirvan y Zeskuk estaban siendo demasiado zarandeados, estrujados, y les faltaba el aliento, demasiado para celebrar y poner el más mínimo orden en aquel caos subterráneo.

Los magos podrían haberlo pasado igual de mal, pero nadie, de ninguna raza, deseaba negar a Lujimar su lugar al frente de todos los guerreros. Ciertamente no lady Revella, que no podría mantener el paso de la marcha a pie y cuyos porteadores ocupaban toda la anchura del túnel por donde pasaban.

Mentalmente, el caballero hizo gestos de buena suerte que el túnel no se volviera tan bajo que los porteadores tuvieran que poner en el suelo a la hechicera Túnica Roja. Pisotear a uno de los dos magos más poderosos de sus huestes no era una buena receta para la victoria.

En lugar de descender, el techo se elevó cada vez más y las paredes se separaron. Antes de que Pirvan fuera plenamente consciente de ello, la vanguardia se había desplegado por el interior de una vasta cámara subterránea, más alta que la torre más alta de Istar y tan ancha que un regimiento entero podía formar una línea de combate en su suelo. O mejor dicho, hubiera podido hacerlo si una vasta masa de telarañas blancas no se extendiera de lado a lado de la cámara. Colgaba a una distancia del suelo equivalente a la altura de un hombre y parecía extenderse por encima de al menos la mitad de la cámara.

Además, relucía con una luz perlada que no recordaba a ningún tipo de conjuro del que Pirvan hubiera oído hablar, y le hizo desear que Tarothin estuviera vivo, o que Lujimar no estuviera absorto en sus propios objetivos. El caballero estaba al mando de aquella tropa; necesitaba conocer a su enemigo.

Algo golpeó a varios combatientes de ambas razas en el mismo momento: la luz de las telarañas hacía innecesarios los globos, así que se deshicieron de los que llevaban y avanzaron precipitadamente. Nadie vio si fue un minotauro o un humano quien llegó primero a la telaraña, pero todos vieron lo que le ocurrió al primero de cada raza.

No sin razón había pensado Pirvan en arañas cuando vio la tela. Lo que salió correteando de ella tenía doce patas en lugar de ocho y garfios que goteaban veneno en la cara interior de las patas delanteras, en lugar de colmillos. También tenía más ojos de los que Pirvan se atrevía a contar, todos reluciendo con un color azul enfermizo que podía encontrarse en la parte más fría del Abismo o en alguna cueva de pesadilla en Nuitari.

Para aquellos simulacros de araña, los minotauros y humanos que las atacaban eran como moscas. Poco después, todos se retorcían por la cámara, apretándose el punto donde el veneno de los garfios de las patas delanteras devoraba su carne. Pirvan vio que las picaduras se ponían negras y la carne se desmigajaba mientras adquiría el color del carbón, al tiempo que desprendía un humo azul. Las víctimas cayeron al suelo, pero sus armas no cayeron con ellos. Los zarcillos de la telaraña ya se habían enrollado en las armas y las subían a lo más alto. Después, los mismos zarcillos descendieron bruscamente al suelo de cámara y empezaron a envolver a los muertos y moribundos, en una obscena parodia de unos pescadores recogiendo sus redes.

Pirvan mantuvo la vista fija en el horror, para no mostrar debilidad y para averiguar más sobre lo que tenían que afrontar, si unos ojos profanos como el suyos podían descubrir algo útil. A un lado, Pirvan vio a Lujimar, plantado con la solidez y la impasibilidad de un peñasco en la ladera de una montaña.

Quiso gritar al minotauro que hiciera algo. También quiso gritar a los hombres que murmuraban detrás de él que mostraran un poco de orgullo ante los minotauros. Probablemente, los guerreros de la Raza Predestinada estaban tan inquietos con aquella trampa mortal como sus camaradas humanos, pero lo disimulaban mucho mejor.

Fue entonces cuando sir Niebar dio un paso al frente, avanzándose a las filas de los humanos. Iba envuelto en su capa, todo menos el brazo con que empuñaba de la espada, y se movía como un hombre que acabara de levantarse de la cama después de una enfermedad casi mortal. Detrás de él se situó lady Revella —que debía ser diez años mayor que el caballero, pero ahora caminaba como si tuviera veinte años menos—, llevando sólo su bastón.

El caballero y la hechicera Túnica Negra intercambiaron una mirada, que Pirvan supo que jamás sabría describir. Tampoco deseaba hacerlo. Se suponía que los Caballeros de la Rosa no compartían secretos con los magos Túnica Negra, y en los alcázares había quien armaría un escándalo si sospechara lo contrario.

Sir Niebar se detuvo hasta que la telaraña engulló el último de los cadáveres. Después sacudió y retorció como las mantas encima de un durmiente intranquilo, y Pirvan tuvo la repugnante idea de que estaba digiriendo los cuerpos. Tal vez las arañas sólo eran los sirvientes, los mastines que acorralaban a la presa para su amo, la telaraña viviente.

Niebar dio los últimos tres pasos, hasta situarse al alcance de la araña más próxima. Por primera vez, Lujimar pareció ser consciente de lo que sucedía. Levantó una mano en un gesto apremiante.

Antes de que el minotauro completara el gesto, sir Niebar levantó su espada muy por encima de su cabeza y la mantuvo en alto, al alcance de la araña más cercada o de la telaraña. La araña no picó el anzuelo; la telaraña sí. Brotaron zarcillos gruesos como las correas de fijación de una tienda de campaña y se enredaron en la telaraña… y en el brazo armado de sir Niebar. Pirvan vio que el rostro de su superior se deformaba por el dolor; debía haber algo ácido en los zarcillos.

A continuación, la telaraña levantó del suelo al caballero. Al hacerlo, lo situó a un brazo extendido de la distancia de la araña. Su mano libre se introdujo velozmente bajo su capa y salió con un globo de luz. Con un gesto raudo como una flecha, lo arrojó a las fauces abiertas de la araña.

La telaraña volvió a tirar del caballero hacia el techo, con tanta violencia que Pirvan pensó —y esperó— que el movimiento le partiría el cuello. El cabello blanco cortado a cepillo desapareció en el interior de la telaraña; sir Hermano Halcón profirió un grito de rabia y desesperación. Mucho más cerca, Pirvan oyó a Haimya esforzarse para no hacer lo mismo… y lady Revella levantó su bastón.

No dijo nada, no hizo otros movimientos y de hecho permaneció inmóvil como si fuera de piedra. Pero detrás del fuego del Abismo que destellaba en los ojos de la araña brillaba algo que antes no estaba allí. Era de un color más cálido, casi del color de uno de los globos de luz. Pirvan cayó en la cuenta en el último momento antes de que brotara fuego de la boca y las articulaciones de la araña.

Durante un largo momento, la araña parecía una rueda de fuego: naranja, carmesí, color vino e incluso un verde encendido. Después, el fuego alcanzó la tela y la araña se evaporó en un torbellino de llamas, mientras ardía la telaraña.

Medio aturdido, Pirvan vio cómo el cuerpo parcialmente consumido de sir Niebar caía al suelo. No estaba demasiado aturdido para ver a Hermano Halcón y Eskaia apresurarse a recuperarlo. Tampoco dejó de observar que Haimya soltaba su espada y corría a unirse a la joven pareja.

Pirvan les dio alcance cuando la telaraña ya ardía por los cuatro costados. Nunca más, después de aquel día, recordaría los detalles: en el momento preciso en que oyó el grito de Eskaia, casi tropezó con una espada medio fundida que le abrasó la bota y aspiró una gran bocada de humo tan asfixiante que su aliento quiso abandonar su cuerpo por temor a sufrir otra parecida.

De algún modo se encontraron todos detrás de lady Revella. Ella se erguía ahora con su bastón aparentemente clavado en la roca maciza, con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión implacable en el rostro.

Sus facciones se suavizaron cuando los cuatro compañeros depositaron en el suelo los restos de sir Niebar. Pirvan se entretuvo sólo lo suficiente para comprobar que Eskaia sólo se había quemado un poco un brazo y el cuello, antes de encararse con la hechicera Túnica Negra.

—¿Mandasteis a sir Niebar a la muerte? —gritó el caballero.

—Aparta la mano de la espada cuando hagas preguntas a alguien de mi edad —replicó Revella.

Pirvan no se movió.

—¿Era él el padre de Rubina? —preguntó Haimya, situándose junto a él.

La respuesta de la hechicera fue una aguda carcajada casi adolescente.

—Ah, ojalá lo hubiera sido. Pero no lo era. —Se serenó—. Sólo un hombre que veía que le llegaba su hora y quería que su muerte mereciera la pena. La telaraña podía haber resistido el fuego exterior más tiempo del que podíamos permitirnos permanecer aquí. Pero el fuego en el interior de sus defensas, dentro de una araña… ni Lujimar ni Wilthur podían detenerlo.

—¿Lujimar? —preguntó Pirvan. Eso sonaba a una acusación de traición contra el minotauro. Pero lady Revella no lo oyó, no quiso oírlo.

—¡Hermano mágico! —gritó la hechicera, volviéndose hacia Lujimar y formando una bocina con las manos—. ¡Hunde el techo, por el amor de todos los dioses y por tu propia muerte verdadera antes de que nos asemos!

La emboscada del primer grupo enemigo recordó a Gerik una anécdota que había oído contar sobre los silvanestis. Había una vez un ambicioso rey humano que reclamaba parte del bosque de los elfos. Alardeaba de que podía mandar diez mil combatientes para obligarles a aceptar sus exigencias.

—Serán abatidos como ciervos —replicó el emisario silvanesti.

—¿Y si mando veinte mil?

—Nuestros arqueros tendrán que disparar dos veces —fue la respuesta del elfo, o al menos así era el cuento.

Gerik mandaba a veinte arqueros contra unos ochenta enemigos. Eso significaba que debían disparar cuatro veces… o lo hubiera significado si los arqueros hubiesen sido los silvanestis de la historia.

No lo eran. Pero cuatro flechas por cabeza hicieron el trabajo suficiente para obtener la victoria en cuestión de segundos. Cuando los hombres de Gerik las hubieron disparado todas, habían matado, herido o desmontado a más de la mitad de sus adversarios. Por lo menos diez murieron antes de darse cuenta de que corrían peligro.

Las aljabas estaban medio vacías cuando un mercenario que Gerik reconoció como uno de los cuidadores de los caballos salió corriendo de entre los árboles. Tenía una flecha clavada en el antebrazo y corrió primero hacia Bertsa Wylum, quien señaló a Gerik.

—Estamos perdidos, joven señor —dijo el hombre, acercándose a Gerik—. Teníamos un segundo grupo de enemigos detrás. Los kenders soltaron la trampa, pero no se dejaron atrapar.

—¿Los caballos están a salvo? —preguntó Gerik, y se sintió mal al darse cuenta de que debía haber preguntado primero por los kenders.

—Sí. Esos tipos estaban demasiado acalorados para seguir el rastro a los nuestros cuando se dieron cuenta de que los habíamos oído.

Gerik estampó un puño contra un árbol.

—¡Eh, buen señor! —gritó Wylum, disparando una flecha desde el árbol situado detrás del suyo—. No os fracturéis la mano de empuñar la espada. Aún no hemos acabado con esos tipos, ni con los que debemos perseguir.

Acabar con la banda de la Casa Dirivan en el valle de la Fragua fue más rápido de lo que Gerik nunca hubiera podido esperar. Unas cuantas flechas más fue lo único necesario para que los hombres empezaran a sujetar las espadas con la empuñadura por delante o a desmontar los arcos. Bertsa Wylum permitió que cinco de su grupo descabalgaran para recoger las armas, recibir juramentos de neutralidad de los mercenarios dispuestos a jurar y atar a los guerreros de la Casa Dirivan que se negaran a ello.

Wylum regresó con una torva sonrisa y los brazos cargados con las armas capturadas.

—Les he dejado cinco dagas y una espada para todos. Si alguno cambia de opinión, no les servirá de mucho hasta que se rearmen.

—Seguirán estando a nuestras espaldas —observó Gerik.

En su mente, un único pensamiento sombrío se repetía como un tambor.

El enemigo se hallaba entre él y Ellysta. No estarían allí si él hubiera estado atento o si hubiera hecho caso a Patomaduro.

—Tal vez, pero muy lejos y sin caballos —dijo Wylum—. Nos llevamos a todos los que estén en condiciones de cabalgar para que puedan ser utilizados por los nuestros. Además, si quebrantan el juramento de neutralidad, serán hombres muertos si volvemos a encontrarnos con ellos, y ninguna compañía de mercenarios los admitirá.

—Algo es algo, supongo.

—Es toda la maldita banda salida de la nómina de la Casa Dirivan, sin que tengamos que matarlos a todos —respondió Wylum—. Eso podría significar la mitad de la batalla ganada.

Miró a Gerik de soslayo y luego empezó a alborotarle el pelo. Apartó la mano enseguida, cuando él casi le enseñó los dientes.

—De acuerdo —gruñó la mujer—. Como queráis. Pero no os alborotéis tanto como para no servir de nada. Habéis cometido un error, pero esa clase de errores la comete varias veces cualquier capitán. Es difícil resistirse a un blanco fácil.

Tenía razón, preocuparse demasiado sería un segundo error, menos perdonable. Pero Bertsa Wylum no había abrazado a Ellysta durante sus pesadillas, por misericordia pocas.

Gerik inspiró profundamente.

—Entonces vamos a por otro blanco —dijo—. ¿Hay algún herido que no pueda montar, pero sí caminar?

—Dos.

—Bien. Dejémoslos para que encuentren los cuerpos de los kenders y los escondan. Los demás, ¡a caballo!

Al margen de lo que Lujimar hubiera hecho o dejado de hacer hasta entonces, obedeció a lady Revella al pie de la letra. Se volvió, levantó su bastón, señaló el techo de la cámara y bramó algo que podían ser palabras.

Gritó tanto que Pirvan tuvo que taparse los oídos con las manos. Sin embargo, el bramido fue un susurró comparado con el ruido de las rocas al agrietarse, desprenderse y finalmente estallar en todas direcciones.

En la cámara sopló un viento surgido de la nada que salió por el agujero del techo, del tamaño de un barco. Se llevaba los restos calcinados de la telaraña, las arañas y sus víctimas, armas medio fundidas y cascotes y restos inidentificables, ceniza suficiente para ennegrecer el aire durante un instante y todo lo que cualquiera hubiese dejado en el suelo sin recogerlo o atarlo.

Revella Laschaar también habría salido volando con los escombros si sus dos porteadores minotauros no se hubieran detenido y la hubieran sujetado cada uno por un brazo. Pirvan vio que intentaba quitárselos de encima, pero pareció resignarse a su ayuda.

Unos cuantos pedazos de roca, demasiado pesados para el viento o los conjuros, cayeron dentro de la cámara, pero no aplastaron a nadie. Cuando el viento se extinguió, pudieron respirar sin la sensación de que morirían asfixiados en unos pocos segundos.

—Salgamos de aquí —dijo Lujimar en cuanto la voz de un minotauro fue audible para tantos oídos medio sordos—. Wilthur no está lejos. Lady Revella, situaos detrás de mí a partir de ahora. Esta batalla…

—Esta batalla nos necesita a los dos y tú lo sabes, sesos de buey —espetó Revella—. No puedo…

Zeskuk profirió un bramido inarticulado.

—¡Si no tienes que ofrecer nada mejor que insultos, vieja, reserva tu aliento! —gritó el líder de los minotauros.

—Síííí —exclamó una voz. Era una voz que no podría pertenecer a nadie, ni siquiera a la serpiente gigante que sugería. Era una voz de más allá de cualquier reino donde la vida tiene cuerpo; de todas partes y de ninguna.

De Wilthur el Pardo, pensó Pirvan… y enseguida vio confirmada su sospecha por la expresión del rostro de los magos. Humana y minotauro ambos parecían estar a punto de que les arrancaran una muela sin el conjuro de sueño de un sanador o siquiera una jarra rebosante de aguardiente enano para aliviar el dolor.

Al instante siguiente, Pirvan vio el rostro de lady Revella deformarse por… ¿La sorpresa? ¿El horror? ¿Algo para lo que no había palabras? No lo sabía. Sólo vio su rostro deformado, la constante impasibilidad de Lujimar y el brusco movimiento del brazo del sacerdote minotauro cuando arrojó su bastón como una lanza al extremo opuesto de la cámara.

La pared de roca se abrió. Una garganta ni humana ni animal profirió un alarido que, entre los que lo oyeron, varios darían años de su vida por olvidar. El bastón regresó a su dueño, enroscado como una liana o una serpiente constrictora alrededor de una liviana figura que vestía una desteñida túnica marrón.

El rostro de la figura estaba oculto, al principio, en el interior de la capucha de la túnica. Después, el aire del bastón al pasar echó hacia atrás la capucha. Pirvan no fue el único guerrero veterano que se tambaleó o dejó escapar un grito al ver en qué se había convertido Wilthur. Varios se desmayaron al instante.

El bastón de Lujimar arrastraba a su presa en su camino de vuelta a su amo. Este lo cogió por el extremo libre, Wilthur le escupió en la cara y los que vieron a Lujimar juraron que sus ojos se volvieron rojos.

A continuación volvió a soplar el viento de la nada. Esta vez derribó literalmente a varios minotauros y estrelló a muchos humanos contra las paredes de piedra, con la fuerza suficiente para resquebrajar huesos. Dos guerreros que chocaron de cabeza habrían muerto de no haber llevado casco.

El propio Pirvan olvidó la dignidad de un caballero y se agarró desesperadamente a un saliente de roca que esperaba resistiera lo suficiente para salvarle la vida. Se habría avergonzado más de no haber visto a Zeskuk enroscándose como una bola de pelo y armadura… Todo excepto un brazo, con el que atrapó el tobillo de un guerrero humano para impedir que saliera volando.

Sin embargo, encogido como estaba, Zeskuk no podía ver lo que estaba haciendo Pirvan. Vio a Lujimar y a su adversario elevarse del suelo, rodeados por un fuego crepitante, mientras Wilthur intentaba liberarse del bastón. Los vio ascender hacia el agujero del techo de la cámara, ahora moviéndose más veloces que el propio viento. Los vio desaparecer en dirección al cielo. En ese mismo instante, sintió que la roca se estremecía bajo sus pies, casi inocentemente, como una recia mesa de taberna con la que un minotauro hubiera tropezado sin querer.

Pero nada era inocente, ni se hacía sin querer, en aquel lugar. En aquel momento no.

Desde todos los puntos de la isla de Suivinari y desde las flotas ancladas frente a sus orillas, pareció que el Humeante entraba en erupción. Primero escupió piedras que cayeron como antes las aves muertas, pero ahora con un impacto mucho mayor donde aterrizaban. Un hombre o un minotauro necesitaría ambas manos, y tal vez un pie, para contar los muertos o lisiados por las piedras caídas.

Momentos después, lo que parecía ser una estrella fugaz despegó de la ladera de la montaña. Subió directamente hacia el cénit, y refulgió en un tono azulado que nadie había visto jamás, o como mínimo negaría recordarlo.

Todos recordaron lo que sucedió a continuación. Varios espectadores con buena vista se limitaron a decir que la estrella era en realidad un minotauro y un humano estrechamente abrazados, y sólo recibieron una risotada desdeñosa cuando el cénit se volvió del mismo color azul que la «estrella naciente». Fulguró a través de medio cielo antes de desvanecerse. Pero para entonces ya había cegado de por vida a unos cuantos espectadores y dejó a muchos viendo puntitos azules bailando ante sus ojos durante muchos días.

Lo más aterrador de la estrella azul, sin embargo, fue que apareció y desapareció sin emitir un sonido. La luz cegadora parecía engullir incluso el ruido de los dos cuerpos ascendiendo y surcando el aire.

No tan silencioso fue el rugido de la montaña poco después. Tampoco desapareció… y el miedo por los que aún quedaban dentro o encima de la montaña se propagó entre quienes lo observaban.

En la cámara, la roca del techo ocultaba el cénit de la vista de los ocupantes. Por eso, el fulgor azul deslumbró a pocos y no cegó a nadie. Pirvan puso toda su atención en reagrupar a sus combatientes, hasta que de pronto cayó en la cuenta de que la cámara estaba mucho más atestada que antes.

Su primera idea fue descabellada: que Wilthur había dejado atrás una tropa más de criaturas esclavizadas con forma humana. Después vio una forma humana que no podía confundir —la imponente de Darin— y comprendió que los atacantes subterráneos se habían reunido con su propio grupo.

Darin llegó a levantar del suelo a Pirvan en el calor de su abrazo, algo que jamás había osado hacer antes. Pirvan no se preocupó por su dignidad, de la cual le quedaba ridículamente poca. Sólo confió en que Darin no lo soltara. El joven caballero estaba cansado y sucio, las piernas de Pirvan no estaban muy firmes y el suelo seguía siendo duro.

—La Creación está muerta —dijo Darin, y luego miró hacia el agujero del techo— ¿Y Wilthur…?

—Muerto —respondió Pirvan con dificultad—. Y Lujimar también, al igual que Tarothin, sir Niebar… Esta victoria es casi peor que una derrota.

—¡Al Abismo tu dolor! —exclamó lady Revella—. Wilthur quería alcanzar la divinidad. Lujimar sabía que si el Pardo asimilaba sus fuerzas, podía conseguirla. Por eso Lujimar se enlazó con él de un modo que el destino de uno fuera el destino del otro. Después se elevaron juntos hacia el cielo, por si lo que ocurría era tan violento…

—Que nadie diga nunca delante de mí que Lujimar carecía de honor —dijo Darin.

—Mi joven amigo —tronó Zeskuk—, un minotauro debería decir lo mismo. Pero por ahora es suficiente con que lo haya dicho alguien educado por un minotauro. Tenemos asuntos más urgentes, como abandonar esta montaña, mientras estamos a tiempo.

Pirvan observó en que ningún minotauro había utilizado la palabra huir ese día bajo las rocas del Humeante de Suivinari, pero obedecieron la orden de Zeskuk de partir con tal presteza, que si hubieran sido humanos se diría que corrían para salvar la vida.

En conjunto, los dioses estaban satisfechos con el resultado en Suivinari.

Takhisis era la excepción, pero los demás dioses, incluido su consorte Sargonnas, se reclinaron en sus tronos y dejaron a Zeboim hablar abiertamente con su madre. Fue el tipo de discusión entre madre e hija que, entre los mortales, se cobra un alto precio con la vajilla y demás utensilios domésticos.

Entre los dioses, la disputa divirtió a la mayoría, excepto a Mishakal, demasiado buena para desear desavenencias incluso donde el mutuo encono las hacía inevitables. Entre los mortales, hubo tormentas en el mar y portentos en tierra, incluyendo rumores de dragones despertando de su sueño mágico.

También entre los mortales —en concreto los que escapaban de la hacienda Tirabot—, Ellysta no se sentía satisfecha. Gerik tardaba demasiado en reunirse con ellos y ella ya pensaba en mandar mensajeros a los demás grupos, para enterarse de si se había visto obligado a quedarse con alguno. No vendría mal saber qué se interponía entre ellos y sus enemigos.

Acababa de calcular que había pocos jinetes de sobra para actuar de mensajero cuando Alatorva el Tuerto se le acercó con un mensaje propio nada agradable.

—Jinetes en el camino. Se acercan deprisa y son demasiados para ser hombres de Gerik —dijo—. Tendremos que ocultar a los nuestros en el bosque y abandonar los carros.