Desde la cabeza de la marcha humana, Pirvan pudo ver muy poco de la batalla de las aves contra las serpientes y no mucho más de la guerra de bolas de fuego contra las aves. Olió buena parte, tanto el acre olor a chamusquina que dejaban las bolas de fuego como el de fosa común de las cenizas flotantes de las aves.
Incluso tuvo que desenvainar su espada una vez para matar una serpiente que un ave dejó caer justo antes de morir. Un tajo limpio partió en dos la cabeza del reptil, con las mandíbulas superior e inferior volando en direcciones distintas, y el cuerpo se convulsionó repetidamente antes de acabar inmóvil. Haimya rozó su brazo, con un fogonazo de dientes en un rostro oscurecido por el polvo, el sudor y el sol.
—Diez años más y serás mejor espadachín de lo que yo he sido nunca —dijo.
—Diez años más y, los dioses mediante, ninguno de los dos tendrá que empuñar una espada, excepto para enseñar a nuestros nietos —replicó Pirvan, devolviéndole la sonrisa traviesa.
—Es posible. Hasta entonces, no irá mal que estemos en condiciones de ocupar nuestro sitio a la cabeza de una columna de asalto.
Pirvan no discutió el término técnico de asedio. La batalla por la isla de Suivinari se parecía más al sitio de Belkuthas que a ninguna otra batalla que él hubiera librado, pero no estaba tan seguro de que estuvieran a la cabeza de nada. Sin duda alguna, no veía a nadie delante de él, lo que probablemente significaba que había perdido de vista a los exploradores entre el tupido follaje del valle o que habían caído en una trampa de Wilthur.
Tampoco veía a nadie a su izquierda y muy pocos —demasiado pocos para llamarlos con propiedad una columna— a su espalda. A la derecha tenía un bloque más sólido de combatientes, en su mayor parte vuinlodanos, con una compañía de mercenarios elegidos justo detrás. Gildas Aurinius se hallaba entre los dos grupos para observar y dar órdenes, y estaría preparado para asumir el mando si Pirvan caía.
Tarothin y sir Niebar también estaban a la derecha, con una docena más de guerreros elegidos, solámnicos y bárbaros del mar. No habían pedido esta escolta personal, pero Pirvan la había enviado y ellos no la habían rechazado.
El mago Túnica Roja (ahora Túnica Roja Desteñida por el Sol) trastabilló al remontar una cuesta arenosa y traicionera debido a las zarzas espinosas que crecían en ella. Sin embargo, las zarzas no se movieron, sólo estaban a la espera de que los descuidados tropezaran y se arañaran o dislocaran algo.
—Wilthur juega con fuego, y no estoy haciendo un juego de palabras —dijo Tarothin. Necesitó respirar tres veces para completar la frase. Pirvan reparó en que sir Niebar guardaba silencio, fuera porque tenía aún menos aliento o porque no tenía nada que decir.
—Todos estamos en manos de los dioses —sentenció Pirvan.
—Sí, pero algunos desprecian esas manos como un avaro desprecia a un mendigo —replicó Tarothin—. El ataque de Wilthur a las aves me parece un desdén de ese estilo.
Pirvan sospechaba que las aves eran creación de los dioses al igual que las serpientes lo eran de Wilthur. Se alegró. Se habría alegrado más si las manos de los dioses estuvieran abiertas a Niebar, Tarothin o a ambos, otorgándoles como mínimo el conocimiento de que no debían abusar de sí mismos.
Por lo menos Niebar tenía fuerzas para andar con la armadura completa de caballero desmontado, pero Tarothin no parecía encontrarse mucho mejor que Sirbones el día en que murió. El mago Túnica Roja nunca sería tan flaco como el servidor de Mishakal, era de huesos demasiado gruesos para eso, pero no quedaba de él mucho más que piel y tendones tensados sobre esos huesos. Sus ojos parecían haber duplicado su tamaño y su nariz, antes protuberante y casi cómica, era ahora un pico afilado. En cuanto a su cabello, el que le quedaba era tan blanco como gris y sólo algún mechón suelto seguía siendo castaño.
Un horrible crujido de madera agrietada, como un gran buque embarrancando en un escollo, hizo volverse a Pirvan con la velocidad del rayo. Al remontar la última cuesta casi habían llegado al punto donde el sendero desaparecía entre un grupo de acacias abaniformes o algún pariente cercano suyo. Eran altas como mástiles, tanto los plantones como los árboles adultos.
Además, se inclinaban hacia Pirvan. Sus ramas se contorsionaban de una manera que sólo podía significar una cosa.
Cuando las raíces empezaron a arrancarse del suelo, Tarothin levantó su bastón. Un viento que soplaba verticalmente desde el cielo azotó a Pirvan, haciéndolo trastabillar, y él y Haimya tuvieron que abrazarse como los montantes de una puerta. Dos de las aves devoradoras de serpientes cayeron a plomo desde el cielo, para ser arrastradas por las serpenteantes ramas y desaparecer.
El viento soplaba desde lo alto, arrancando hojas tanto de las ramas móviles como de las inmóviles. Soplaba sobre las raíces en movimiento y la tierra las rodeaba como un soplido frío en una taza de té caliente. En aquel momento las raíces se estremecían en lugar de retorcerse, mientras que del suelo se elevaban nubes de polvo que se depositaban en montículos sólidos como la arenisca.
A la mayor distancia que Pirvan alcanzaba a ver al frente, el conjuro de inmovilización de Tarothin había congelado los árboles ante al último esfuerzo de Wilthur de convertirlos en armas letales.
Pirvan gritó órdenes a su izquierda para reagrupar a los invisibles e indemnes (eso esperaba) guerreros de ese flanco. Gritó a Gildas Aurinius que apresurara el avance. Después se volvió hacia sir Niebar con la intención de pedirle que enviara un mensaje a los solámnicos restantes con uno de sus escoltas para que emprendieran el galope. Tenían que llevar el mayor número posible de guerreros al otro lado de los árboles antes de que el conjuro de Tarothin se debilitara o Wilthur conjurara una nueva amenaza.
En lugar de dar órdenes, Pirvan se encontró evitando que Tarothin se desplomara. El mago Túnica Roja había soltado su bastón y le temblaban las manos de tal modo que apenas logró hacer un último ademán hacia el bastón caído de madera y mármol.
—Ya está —murmuró—. Estamos a salvo. ¿Puedo dejar…?
Se le quebró la voz, dando paso a un silencio que, Pirvan se dijo a sí mismo, sólo era por debilidad o desmayo, en el peor de los casos.
Se lo dijo muchas veces mientras ordenaba a los sanadores, camilleros y guardias que velaran por su viejo amigo y camarada. Las órdenes consiguieron todo lo que Pirvan quería. Su deseo, por el contrario, no consiguió nada, ni siquiera un pestañeo de los ojos de Tarothin.
Cuando los camilleros se llevaban su carga a hombros, el único movimiento de Tarothin era el apenas perceptible movimiento de su pecho, subiendo y bajando. Una mosca pasó zumbando junto a sus ojos, cerrados y hundidos, y Pirvan estuvo a punto de desenfundar su espada para ahuyentarla del mago moribundo.
—Más adelante podrás darle mejor uso —masculló. Y echó a andar con unas zancadas tan seguidas que Haimya a duras penas consiguió mantenerse a su altura y sir Niebar se quedó rezagado.
Los minotauros descendían del monte Verde de cuatro en fondo, marcando el paso con fuerza para desafiar la magia de Wilthur y también para aplastar las ocasionales serpientes o raíces que encontraban por el camino. Berreaban cantos guerreros y proferían maldiciones, golpeaban sus escudos con shatangs y clabardas, hacían sonar tambores, tocaban trompetas y se aplicaban con las gaitas de guerra que tanto gustaban a Thenvor.
En conjunto, armaban tal alboroto que Zeskuk pensó que los propios dioses debían estar tapándose los oídos con tapones de algodón para no quedarse sordos. El valor de un minotauro no necesitaba la inspiración de ese tumulto, o por lo menos ninguno lo admitiría en voz alta. Todos esperaban que avanzando por el valle de aquella guisa impulsarían a emprender la huida incluso a los seres más poderosos conjurados por Wilthur, o al menos los atraerían a todos hacia los minotauros.
Así, los minotauros obtendrían la gloria de la gran matanza, aunque perdieran el honor de ser los primeros en irrumpir en la guarida de Wilthur. A Zeskuk no le importaba lo más mínimo el honor que pudiera corresponderle, ya que probablemente habría suficiente para satisfacer a una tropa tres veces mayor que las fuerzas humanas unidas a las de los minotauros.
Más aún, incluso sin la gloria, tendría la sensación de haber realizado el trabajo necesario. Abandonar la isla de Suivinari, entonces lo comprendió Zeskuk, nunca había sido una opción aceptable. No después de que los minotauros hubieran derramado tanta sangre propia, incluso en la primera batalla.
Thenvor habría disfrutado acusándolo de cobarde.
Fulvura habría puesto en duda su juicio, ya que no su honor o su valor, y en privado.
Darin había hecho un gran servicio a los hombres y los minotauros por igual, aunque fuera prestando oídos a las zalamerías de Lujimar y sin pensar en las posibles consecuencias.
Zeskuk esperaba que Darin sobreviviera a su encuentro con la Creación de Wilthur, y que él y Rynthala tuvieran muchos hijos altos y con el conocimiento de la mentalidad de los minotauros inculcado en sus huesos. Incluso se permitió esperar que Lujimar se replanteara su intención de buscar la muerte.
Pero lo único que podía hacer el comandante en jefe era esperar. Contra un sacerdote decidido a lavar su honor con su propia sangre, hasta el emperador tenía las mismas posibilidades que un bebé emparejado en la arena del circo con un guerrero de primera.
Ocultándolo con su cuerpo, hizo un gesto de buena suerte para Darin y Lujimar. Justo acababa de hacerlo cuando oyó un grito más adelante.
—¡Hemos encontrado una cueva!
—¡Bastante grande para los minotauros!
—¡Tiene que conducir al corazón del Humeante!
Zeskuk apretó el paso. En aquella batalla no había nada parecido a «tiene que»; incluso las cuevas podían tener mente propia. Sin embargo, era una noticia prometedora.
El único problema era que el primero en descubrir la cueva había sido Lujimar. En cualquier caso, varios guerreros dijeron que lo habían visto entrar cuando llegaron y nadie lo había vuelto a ver. Zeskuk entró solo en la cueva hasta la mitad del alcance de un shatang. La caverna formaba un túnel que torcía, subía, bajaba y se comportaba, en general, como una serpiente borracha de mala cerveza. Pero dejaba espacio a los minotauros para luchar casi en toda su longitud, y se dirigía hacia las profundidades del Humeante.
Zeskuk volvió a salir a la luz y pidió voluntarios para que lo siguieran tras los pasos de Lujimar, en la etapa final de la expedición a la guarida de Wilthur.
A Darin no se le daba bien calcular las distancias bajo tierra, con pocos puntos de referencia para guiarse. A Rynthala se le daba mejor, a los marineros mucho mejor y los dimernestis no tenían rival. Menos mal que contaba con muchos observadores de confianza que le comunicaron que las fuerzas de ataque subterráneo habían recorrido aproximadamente una milla y un tercio cuando llegaron a una barrera.
No era un obstáculo insuperable, capaz de reducir a la nada todos sus esfuerzos. Era simplemente un desprendimiento de rocas que había bloqueado parte de un arco natural, dejando un espacio libre para pasar por encima… pero sólo a personas de estatura mediana. En la base del terraplén había una abertura medio obstruida que permitiría a un minotauro con un kender de pie sobre sus hombros pasar por ella sin inclinarse… en cuanto estuviera despejada.
No había una solución sencilla porque al otro lado podían oír el gorgoteo del agua. No como si fuera a desbordase como un dique roto cuando despejaran el camino; ése no era el peligro. Pero cualquier masa de agua considerable, a aquellas profundidades, podía estar ocupada por la Creación. Cualquier grupo que la cruzara por la superficie tendría que estar preparado para luchar.
—Yo iré delante —dijo Torvik—. Chuina, necesitaré sobre todo arqueros. Arqueros y lanceros, y si tienen flechas ígneas, mucho mejor. Cuanto mayor sea la distancia a la que podamos luchar, más tiempo resistiremos.
—¿En qué piensas, en elegir a mis mejores arqueros para que te ayuden a morir? —casi le gritó Chuina.
Torvik no respondió, sino que se limitó a rodear con un brazo el hombro de su hermana.
—De acuerdo —accedió ella—. Pero ten cuidado, o éste podría ser un mal día para mamá.
La expresión de Chuina decía que una orden directa de su madre no le habría impedido conducir a los suyos al combate. Darin supo que, de no haberse casado con Rynthala, podría haberse planteado la idea de convertirse en hermano político de Torvik. Chuina tenía un sentido del honor tan arraigado como un minotauro, la discreción de un humano y una pericia en combate como para desanimar a cualquiera que pensara en poner en duda ninguna de las tres virtudes.
El caballero y su dama se separaron. La persona más alta capaz de pasar por la abertura superior era medio palmo más baja que Rynthala. Por ahora, su labor estaba abajo, dando órdenes y, en caso necesario, defendiendo a los que retiraban las piedras.
Miró las piedras. Los enanos no tendrían una gran opinión de sus conocimientos sobre extracciones minerales, pero los había escuchado mientras hablaban, tanto si lo sabían como si no. Los canteros listos siempre apuntalaban las piedras superiores antes de empezar a trabajar con las inferiores…
Torvik bajó resbalando la última pendiente rocosa, coronó la duna de arena en miniatura y contempló el lago subterráneo. A su espalda oía el despliegue de la vanguardia para vigilar en todas direcciones. Después oyó una maldición en voz nada ahogada.
Mirraleen aún estaba en medio del pasadizo superior, no lo había cruzado como él esperaba. De hecho, parecía estar atascada.
Torvik volvió a escalar la pendiente. La escarpada roca había arañado la piel a Mirraleen hasta dejarle marcas del color de su cabello en varios puntos.
Entonces fue Torvik quien profirió una maldición.
—Si te cojo de las manos… —propuso.
—No me tientes —gimió Mirraleen—. Lo más probable es que cerrara el paso a todos los que vienen detrás, hasta alguien tirase de mí desde atrás. Y entonces ya no me quedaría piel de la que mereciera la pena hablar.
No servía de nada sugerirle que se transformara. Después no podría volver a hacerlo en varias horas. Y aunque fuera capaz de transformarse en nutria marina, estaría atrapada en esa forma —y casi indefensa en tierra— durante más horas aún.
—Bien, aprecio demasiado tu piel para desearle ningún mal —dijo Torvik con desenfado—. Pero necesitamos a uno de los tuyos a este lado. El agua parece demasiado profunda para que la exploren los humanos, a menos que tengan un bote.
En efecto, el lago parecía no tener fondo ni fin, pero eso podía deberse sólo al agotamiento de los globos de luz. El grupo aún no estaba escaso de luz, pero para no acabar sumidos en la oscuridad tenían que saber administrar la que tenían.
—Oh, deja de babear por tu amante y cede el paso a alguien cuyas pasiones no lo marean como un alga en un remolino —masculló alguien. Mirraleen desapareció casi con la misma velocidad que si la hubieran arrastrado por la fuerza desde atrás. Al cabo de un momento, Kuyomolan se deslizó por la abertura. No era más que un dedo, quizás el pulgar, más bajo que Mirraleen, pero eso bastaba para marcar la diferencia.
Chuina gritó al ver al dimernesti menos afable con los humanos.
—Pareces una marsopa en celo —gruñó Kuyomolan—. El primer signo de placer al verme que he oído en mucho tiempo.
Chuina lo miró con los dedos hormigueándole de ganas de atravesarlo con una flecha, o al menos darle una tunda con el arco sin cargar. El dimernesti no demostró tenerle mucha más simpatía.
—Paz, los dos —dijo Torvik. Por lo menos era lo que intentó decir. Los ecos de lo que ya se había dicho aún reverberaban por la caverna y relegaron al olvido la mitad de sus palabras.
A continuación oyeron un grave gorgoteo, como un barril del tamaño de Solinari vaciándose en una cuba infinitamente honda. Algo siseó como un clan de serpientes y un hedor indescriptible pasó junto a Torvik.
El joven capitán se volvió, sin sorpresa, para contemplar la Creación que surgía de las profundidades del lago.
Gerik calculaba que la línea de penachos de humo había llegado al pueblo, cuando un kender salió corriendo de entre los matorrales. Era uno de los compañeros del Esquilado y parecía que él mismo se hubiera esquilado de todo menos la vida misma… y el deseo de venganza.
—Jinetes en la senda amarilla —dijo el kender—. Se llama así por el color de la arcilla del suelo. En realidad, las hojas caídas lo ocultan la mayor parte del tiempo, pero el nombre no ha cambiado desde la época de mi bisabuelo.
—¿Dónde está? —preguntó Bertsa Wylum. Gerik iba a advertirle que no fuera tan impaciente con un kender con ganas de charlar, cuando el kender se arrodilló y empezó a dibujar un mapa en la tierra.
Gerik y Wylum juntos consiguieron interpretar el mapa y el resultado era una mala noticia. Bastantes mercenarios habían desertado de la Casa Dirivan. Algunos podían haber muerto o haberse detenido para saquear e incendiar. Pero más de ochenta se acercaban rápidamente, sin duda buscando un lugar donde pudieran atacar en todos los caminos posibles a los que se retiraban de Tirabot.
Mala noticia, pero no la peor. El enemigo estaba al sur, por lo que el grupo armado de Gerik se encontraba entre ellos y la mayoría de los refugiados. Los de más al sur habían partido los primeros, eran los más adelantados y tenían las mejores oportunidades de esconderse en el bosque sin ayuda de los kenders.
Además, un pequeño grupo de buenos arqueros disponía de varios puntos naturales desde donde tender una emboscada a una fuerza mayor procedente del sur. Para Gerik, el mejor lugar era donde el sendero empezaba a ascender, después del valle de la Fragua, donde se decía que en un tiempo había vivido una banda de enanos.
—Desde luego, eso debió ser en tiempos de Vinas Solamnus —añadió Gerik—. Pero también se cuenta que la mayor parte de esta tierra era entonces un pantano, de modo que quizá tenga algo de cierto.
Más importante era que el informe del kender fuese cierto. Gerik no sólo arriesgaba su vida y la de casi treinta de sus mejores hombres, sino también la última defensa segura para los de Tirabot. Escondiéndose en el bosque tenían más probabilidades de morir de hambre que de ponerse a salvo; incluso los kenders podían revelar su escondite o dejar de ayudarlos si el enemigo quemaba muchas de sus casas y mataba a un elevado número de sus parientes.
La Casa Dirivan ya había llegado demasiado lejos para echarse atrás, por lo que el único objetivo de Gerik era el ardor guerrero de sus hombres. Si mataba bastantes, ese ardor podía apagarse y poner fin a la persecución.
Gerik había empezado con la ley de su parte y esperaba seguir así. Ahora acabaría matando. Eso fue lo que le dijo a Bertsa Wylum.
—Nunca he visto que una hoja de pergamino pueda evitar una herida de espada —dijo. Después le dio una palmada en el hombro blindado—. Pero tampoco he visto que nadie blandiese una espada para hacer trizas el pergamino de leyes que hay detrás.