19

Pirvan y Haimya fueron los primeros en llegar a tierra desde el bote y por poco los últimos. Acababan de saltar a la arena compactada por la marea alta, cuando oyeron gritos a su espalda.

Se volvieron a tiempo de ver unas oscuras y sinuosas formas reptando por el agua. Una se agarraba a la pantorrilla de un hombre que estaba a punto de salir del agua. El hombre desenvainó su espada y partió en dos la serpiente. El mar se tiñó de sangre durante un breve instante… y enseguida brotó otra cabeza provista de colmillos de la cola cortada de la serpiente y ambas mitades reanudaron el ataque.

Mientras tanto, los ojos y la nariz del hombre chorreaban sangre. El infeliz volvió la cabeza ciegamente en todas direcciones, tosió y escupió más sangre. Sus ojos se abrieron desorbitadamente, se oprimió el pecho con las manos y se hundió en el agua con una serpiente aún aferrada a él.

Otro hombre que había saltado del bote detrás de Pirvan y Haimya fue más afortunado. Una de las serpientes lo persiguió por la arena, pero sólo mordió su bota. El grueso cuero trabó los colmillos y el hombre giró sobre sí mismo a toda velocidad para estampar el otro pie contra la cabeza del reptil. La criatura se quedó inmóvil y no le brotó una cabeza nueva.

—¡Apuntad a las cabezas! —gritó Pirvan, formando una bocina con las manos—. ¡No reviven si les arrancas la cabeza!

Pirvan nunca supo cuántos lo oyeron, con los gritos y alaridos de los combatientes envenenados agonizando de una forma horrible. Pero vio botes ciando y recogiendo a personas, mientras que los que estaban en el agua nadaban frenéticamente, en un desesperado intento de llegar a tierra firme. Muchos alcanzaron la seguridad, pero sólo podía haber un fin para los que fueron mordidos. El veneno de las serpientes era demasiado letal para cualquier remedio, aunque hubieran tenido un sanador en la playa por cada hombre mordido.

Al rato, Pirvan dejó de gritar y empezó a contar. Cerca de cuatrocientos combatientes habían llegado a tierra, con sus armas y armaduras pero escasamente equipados de agua y comida. El caballero dudaba de que hubiera nada de comer o beber en la isla, o al menos nada que Wilthur no pudiera envenenar.

Cuarenta o más cadáveres se mecían entre las olas y el reflujo, algunos todavía con una mancha de sangre a su alrededor. Pirvan se preguntó cuánto tiempo tardaría la sangre en atraer depredadores marinos capaces de subir a tierra, excitados por el olor de sangre fresca. Con suerte, una manada de tiburones o róbalos encontraría las serpientes de mar muy de su gusto.

Pirvan forzó la vista para escrutar en la distancia. Los botes más alejados de la costa se habían detenido. Dos veces vio centellear la acuosa luz del sol sobre el acero, mientras los marineros se debatían contra las serpientes de mar que intentaban trepar a bordo.

Tarothin se acercó a toda prisa, seguido por sir Niebar, que parecía encontrarse en condiciones de estar levantado y en tierra, aunque no empuñando una espada en una batalla desesperada. El mago Túnica Roja mostraba una expresión sombría.

—¿Nos han cortado la ayuda del mar? —preguntó.

—Estoy seguro de que existe un conjuro capaz de acabar con esas serpientes —respondió Pirvan—. Si tú no lo conoces, intenta ponerte en contacto con Lujimar o lady Revella.

—Puedo intentarlo, y probablemente funcionará. Pero ¿y si Wilthur oye lo que decimos?

—Haz ciertamente lo que consideres oportuno —dijo Pirvan—. Ciertamente, no deseamos regalar nuestros secretos. —Recorrió la playa con la mirada—. Mejor aún, ¿puedes hacer levitar unos cuantos troncos y rocas hasta aquel banco de arena, el que está justo debajo de la arboleda de alcornios?

Tarothin frunció el ceño.

—Unos pocos, sí, pero ¿por qué…? Ah, ya comprendo. ¿Un muelle para que los hombres puedan llegar a tierra sin mojarse los pies?

—Sí —dijo Pirvan—. Esas serpientes parecen estar ligadas a la magia del agua. Fuera de ella son más lentas y débiles, y tal vez no puedan regenerarse. Si no puedes construir un muelle seguro sin agotarte, lo intentaremos con botes alineados y una pasarela de tablas encima. Los caballeros utilizan este método de vez en cuando para desembarcar caballos.

—¿Por qué no probamos las dos cosas? —propuso Tarothin—. Sir Niebar, si podéis organizar un muelle flotante, quizá yo pueda hacer levitar los materiales para el otro.

Pirvan estaba a punto de advertir a Tarothin que no diera órdenes a sir Niebar, cuando vio al caballero de más edad esforzándose por no sonreír. Niebar conocía los usos de los magos y, además, estaba otra vez en el campo de batalla. Por ese privilegio estaría dispuesto a aceptar órdenes de Rubina, la hija de Pirvan.

Con la perspectiva de un desembarco seguro, Pirvan puso su atención en los hombres que ya estaban en tierra. Sería mejor que se resguardaran del sol, pero cualquier cosa lo bastante grande para proporcionarles sombra también se podía revolver contra ellos.

Por fortuna, había zonas de terreno despejado en el lugar donde se había disputado la última batalla, ya que aún no había crecido nada. En ellas, los guerreros estarían fuera del alcance de las plantas y verían a tiempo cualquier animal que se les acercara. Pero tarde o temprano tendrían que abrir nuevas sendas para enfrentarse a lo peor que Wilthur pudiera utilizar contra los hombres y los minotauros. Si el grupo de Darin, que se adentraba sigilosamente en el Humeante, o el de guerreros que avanzaban por tierra flaqueaba, Wilthur podría descargar toda su fuerza contra el otro.

Darin salió del agua haciendo un último esfuerzo, y extendió el brazo para ayudar a Rynthala a seguirlo. Pero ella no necesitaba ayuda; por el contrario, saltó sobre la roca como si fuera una dimernesti. La cornisa de roca sobre la que se encontraban se prolongaba al pie de la pared interior de una gran cueva marina. Con el actual estado de la marea, la boca de la cueva quedaba fuera del agua hasta el doble de la altura de un hombre. Al otro lado de la entrada, a media milla de agua dorada por el sol, Darin vio el Elfo Rojo.

Desde el barco y hacia la boca de la cueva avanzaba una fila de botes y nadadores en dirección a la costa. Los botes transportaban sobre todo hombres, aunque bastantes prefirieron ir nadando. Los botes también llevaban provisiones para el grupo de desembarco. A cada lado de los botes nadaban nutrias marinas, la mayoría de las cuales no podían ser dimernestis, a menos que los moradores de los bajíos fueran mucho más numerosos en aquellas aguas de lo que habían hecho creer a Darin.

Una nutria marina entró como una flecha en la boca de la cueva, se encaramó a una roca y se transformó… Mirraleen se zambulló desde la roca y nadó hasta donde estaba Darin.

—Tenemos noticias de las playas de los humanos y los minotauros —le dijo—. Wilthur ha conjurado serpientes marinas venenosas.

—¿Las nutrias marinas pueden proteger a nuestros nadadores? —preguntó Darin. Instantes después, tras una tos de Rynthala, se apresuró a añadir—: Es decir, sin exponerse a un peligro exagerado.

Mirraleen frunció el ceño.

—Seguro que algunas son lo bastante rápidas —dijo—. Pero sería más prudente que los humanos subieran a los botes, por bien que sepan nadar. Han informado de que las serpientes son torpes fuera del agua.

—Muy bien. Lo transmitiremos.

Mirraleen se acuclilló junto a la orilla y ladró como una nutria marina. Dos cabezas peludas hendieron la superficie; volvió a ladrar. Las nutrias saltaron fuera del agua, se arquearon como acróbatas y se sumergieron en dirección a la boca de la cueva.

La noticia de que Wilthur estaba contraatacando pareció dar alas a los remos y renovadas fuerzas a los nadadores. Todos se precipitaron hacia la boca de la cueva y, en pocos minutos, Darin vio un espejo centelleando desde el Elfo Rojo.

El último de los grupos de desembarco se dirigía a tierra, pero la nave esperaría hasta que todos hubieran llegado a la cueva sanos y salvos.

Torvik iba en el último bote. Cuando entró en la caverna, saltó por la borda y nadó hasta la comisa de la roca. Después, él y Mirraleen se abrazaron, lo más castamente posible teniendo en cuenta lo poco que ella llevaba encima.

Darin, por su parte, hubiera preferido, si no una armadura, al menos más ropa entre su piel y la roca. Pero no podía negar que la ropa mojada era un estorbo para un nadador, y quizá tuvieran que nadar mucho entre la cueva y la guarida de Wilthur.

La roca negra de la cueva estaba ahora teñida de naranja, desde que los humanos y los elfos marinos encendían globos de luz. Estas lámparas naturales eran un obsequio de los dimernestis para el grupo, fajos de algas marinas prensadas y empapadas en algún tipo de grasa que ardía, aparentemente, sin consumirse. No debían temer la oscuridad ni siquiera en las tenebrosas entrañas del Humeante.

Darin estudió la cueva con más atención, aprovechando la luz. Varias grietas de la pared eran pasadizos ascendentes; uno era llano, pero una boca negra que bostezaba detrás de un peñasco parecía descender. Si las direcciones introducidas en su memoria por Mirraleen eran correctas, la boca negra era el punto de partida de la primera parte de su viaje subterráneo.

Una ola más alta de lo normal penetró por la boca de la cueva, apagando varios globos de luz. Todos los que no se abalanzaron sobre las provisiones y los globos para no perderlos desenvainaron las espadas y las dagas. Una ola de ese tamaño no la provocaba una serpiente de mar, ni siquiera una manada entera. ¿Se había reservado Wilthur su Creación para ellos?

Un chirrido de roca contra roca desgarró sus oídos; los ecos siguieron reproduciendo y multiplicando el chirrido hasta que Darin y muchos otros tuvieron que oprimirse las sienes. Se abrió una grieta en la roca, justo encima de la boca de la caverna.

La grieta se ensanchó. Una losa de piedra del tamaño de un templo pequeño se ladeó y se desprendió. Cayó al agua justo delante de la boca de la cueva. Una ola más alta que las anteriores barrió la comisa, derribando a varios hombres. Esta vez, el ruido era como el de un enano picando roca, pero diez veces más fuerte. Otra losa de roca, mayor que la anterior, cayó sobre ésta. La siguió una tercera, luego llovieron peñascos y grava sobre el remolineante caos en que se habla convertido la entrada de la cueva, hasta que las lóbregas olas se estrellaron y remojaron toda la cueva.

Humanos y dimernestis por igual se retiraron cuanto pudieron de la orilla, contemplando con horror y angustia su retirada cortada. Darin había desenfundado la espada, pero la devolvió a la funda mientras los hombres se reagrupaban junto a él. Sólo Mirraleen y Medlesarn se quedaron cerca del agua, tan cerca que sus tobillos formaban un remolino en la lóbrega superficie. Mirraleen incluso se arrodilló y extendió la mano para tocar la sucia espuma flotante. Finalmente Darin se abrió paso entre la multitud para acercarse a los dimernestis y volvió a desenfundar su espada. Si la Creación sacaba un tentáculo por el remolino, los dimernestis sólo tenían una daga para defenderse.

Cuando las olas provocadas por el desplome se calmaron, una docena más de humanos y otros tantos dimernestis se habían unido a Darin, dispuestos a combatir a cualquier enemigo que se presentara.

—No creo que esto sea obra de Wilthur —dijo Mirraleen, irguiéndose y captando la atención de los presentes.

Darin no se habría librado nunca de la mala fama por haber dicho: «¿Uh?», si media docena de personas más no hubiera dicho exactamente lo mismo, al mismo tiempo y bastante alto para ahogar su exclamación.

—Si Wilthur quisiera mandar su Creación a esta cueva, no la habría cegado —prosiguió Mirraleen—. Quienquiera que haya provocado el desprendimiento de rocas, pretendía proteger nuestra retaguardia de la Creación y de cualquier otra cosa que pueda introducirse por las dirimas rendijas que quedan entre las rocas caídas.

—Pero el desplome cierra el paso a los refuerzos y los suministros —dijo Torvik. Su voz sonaba como la de un hombre a punto de perder los nervios, pero que sabe que debe conservar la calma por el bien de quienes dependen de él. Darin conocía esa sensación.

—No los necesitaremos —le recordó Mirraleen—. En cuanto al agua, hay manantiales potables en el interior de la montaña. Incluso podemos pescar, y los humanos podéis guisar los peces en las fuentes termales. Mientras tengamos que permanecer aquí, no nos faltará de nada. Si Wilthur hubiera querido utilizar rocas para derrotarnos, habría derrumbado el techo sobre nuestras cabezas, no cerrado la cueva.

Eso pareció convencer a todo el mundo, menos a un hombre que formuló en voz alta una pregunta, que Darin también se habla planteado.

—Si Wilthur no ha desprendido las rocas, ¿quién ha sido?

—El paso del tiempo, es una posibilidad —dijo Torvik—. Pero no olvidemos que los dioses verdaderos no sienten amistad por Wilthur. Si Reorx causó el fuego que todos hemos visto, tal vez Habbakuk pueda actuar sobre las rocas erosionadas por el mar para ayudarnos más directamente.

Torvik no mencionó a todo el mundo lo que le habla comentado a Darin en privado: que como mínimo los dimernestis creían que la propia Zeboim era enemiga de Wilthur. Eso habría provocado el pánico, e incluso Darin sintió un escalofrío al pensar que esa diosa pudiera estar actuando cerca de él. En lengua minotauro, el nombre de Zeboim podía traducirse como «la Gran Tortuga Hembra Traidora». También se decía que si alguien contaba con su amistad, debía buscar de inmediato la seguridad de un enemigo.

Desde la muralla de la hacienda Tirabot, Gerik no sólo veía el humo al sur y al este, sino también, más cerca, las llamas que ardían al pie de las nubes de humo.

Al alba, el humo aún se retorcía en el cielo como las runas de un aprendiz de mago escribiendo su primer conjuro original. Ahora, a mediodía, el cielo se parecía más al pergamino en el que ese aprendiz hubiera volcado descuidadamente el tintero. La negrura eclipsaba la luz del sol y el alma de Gerik.

Recordó a Rubina preguntándole, cuando el último grupo del castillo —excepto la retaguardia— formaba ante las puertas:

—Gerik, ¿volveremos alguna vez a casa?

—Cuando se haga justicia contra nuestros enemigos —fue su respuesta, la mejor que se le había ocurrido, y esperaba que también la verdad—, de modo que no tengamos que vivir siempre con la espada en la mano y la espalda contra la pared, podremos pensar en ello. Hasta entonces, debemos pensar en formar un hogar en Vuinlod.

Rubina tragó saliva y parpadeó, con aspecto de querer echarse a llorar. Gerik se habría alegrado de verla descargar su dolor y su miedo, si eso no lo hubiera ablandado.

—¿Lady Eskaia es honorable? —preguntó Rubina.

—Sí, pero ¿por qué lo preguntas?

—Si se ha vuelto a casar y nadie más me proporciona un hogar hasta que sea mayor y pueda…

—Calla —dijo Ellysta—. No llames a la mala suerte. Puede que tu madre, tu padre y tu hermana estén en la guerra, pero vivían la última vez que tuvimos noticias suyas. Tu hermano puede cabalgar en retaguardia, pero es un valiente guerrero y no estará solo.

—No, pero… Oh, sería llamar a la mala suerte otra vez. —Se puso de puntillas para besar a Gerik y dijo—: Ten cuidado, hermano. Y trae de vuelta a Alatorva. Ha prometido enseñarme la técnica marinera de luchar con cuchillo. —Y se apresuró a unirse al grupo de Ellysta.

Gerik se quedó mirando en su dirección hasta mucho después de que desapareciera de su vista. Había sido el toque correcto, las últimas palabras, y dignas de alguien mucho mayor que Rubina.

—¡Buen señor! —lo llamó Wylum desde abajo—. Es hora de partir.

En efecto, lo era. El aire estaba caliente e inmóvil, con apenas alguna racha de viento, pero Gerik podía oler el humo de los incendios. Se le antojó que incluso podía oler a carne asada… imploraba a los dioses que sólo fueran cerdos o gallinas encerrados.

Gerik estuvo a punto de tropezar con las escaleras cuando vio lo que Bertsa Wylum llevaba en el cinturón.

—¿Zixa?

—¿Es así como la llamaba Rubina? —La capitana de mercenarios entregó a Gerik la muñeca rellena de paja con cara de elfo—: La encontré en el pasillo cuando hacía la última ronda por si quedaba algún rezagado.

—Debió caerse de la mochila de Rubina en la oscuridad —dijo Gerik, abrazando la muñeca como si le fuera la vida en ello—. No me extraña que hiciera esfuerzos por no llorar. Tenía a Zixa desde los cinco años.

Ahora fue el turno de Gerik de tragar saliva y parpadear. Wylum se echó a reír.

—No te lo tendré en cuenta si derramas unas cuantas lágrimas, Gerik. Pero Ellysta me clavará una daga entre las costillas si no te dejo llorar antes sobre su hombro.

—¿Cómo está el pueblo? —preguntó Gerik, controlándose.

—Como esperábamos.

El pueblo prácticamente se había vaciado en cuanto empezaron a elevarse las nubes de humo. Sólo quedaban los que pensaban que gozaban del favor del Príncipe de los Sacerdotes. También estaban los que creían que tenía información para vender, o bien niños demasiado pequeños o ancianos o enfermos que no podían trasladarse. Por último, quedan algunos que no creían que una guerra privada pudiera repetirse en Istar y ser peligrosa para ellos.

Gerik se temía que descubrirían lo contrario cuando llegara la Casa Dirivan o quienquiera que enviase los jinetes. Quizá no sobrevivirían a la lección. Pero él había hecho por ellos cuanto había podido. Cuatro guardias con parientes entre los reacios habían pedido permiso para quedarse, y varios aldeanos también tenían armas. Quien lo desease, tendría además su permiso por escrito para entrar en la mansión y atrincherarse detrás de sus muros.

Eso podía bastar para mantener a raya a los palurdos y los sádicos hasta que los capitanes enemigos restablecieran la disciplina. Si estos últimos no intervenían, que los dioses ayudaran a los que se quedaban, porque Gerik no podía hacer nada.

—¿Qué se ve desde la muralla? —preguntó Wylum.

—Nadie a la vista por el este, todos ocultos de la vista por el oeste.

—Bien. Espero que los kenders hayan dicho la verdad sobre conocer el paradero de todos los bandidos que hay entre nosotros y la frontera.

—Seguro que sí —dijo Gerik—. Pero quizá no se hayan acordado de decirnos todo lo que saben.

Zeskuk se puso a la cabeza de la columna principal cuando se dividió el avance de los minotauros, al llegar al pie del monte Verde. Así animaría a cualquiera que se sintiera desfallecer internamente (ningún minotauro dejaría traslucir sus sentimientos) tras el ataque de las serpientes de mar.

La piel de los minotauros era dura y muchos de los que bajaban a tierra llevaban gruesas polainas para protegerse de los ataques de las espinas y las ramas de tierra firme. El doble grosor de dos pieles vacunas podía frenar los colmillos de cualquier cosa menos un dragón, y esos minotauros llegaron a tierra chapoteando furiosamente pero indemnes.

Otros llegaron por un muelle improvisado de botes alineados proa con popa. Muy pocos miembros de la Raza Predestinada fueron mordidos, pero los que lo fueron, recibieron una dosis letal de veneno. Uno que parecía haber sufrido una mordedura fue Thenvor, pero el rival de Zeskuk se había recobrado asombrosamente, con una simple poción casera que le preparó su hijo. No tomaría el mando ni lucharía aquel día, pero viviría.

Las serpientes marinas seguían atacando en los bajíos y Zeskuk sólo deseaba que las nutrias marinas amigas de los dimernestis se mantuvieran alejadas. La piel no era nada, comparada con el cuero, contra unos colmillos afilados, y las nutrias marinas podían morir con una sola gota de un veneno que se necesitaría a jarras para matar a un minotauro.

—Señales de Juiksum, señor —dijo el aprendiz de mago agregado a Zeskuk—. Tiene a la vista el puesto de vigilancia. Sólo han perdido dos guerreros. La vegetación ha vuelto a crecer, pero no parece tener la vitalidad de antes.

No fue una sorpresa. Wilthur era un mago y además humano, no un minotauro, y mucho menos un dios. Aquél tendría que exigir más a su magia de lo que tal vez diera de sí.

Juiksum avanzaría hasta el puesto de vigilancia y luego descendería por la vertiente septentrional del monte Verde.

Zeskuk conduciría su columna por la vertiente, meridional. Mientras, los humanos se abrirían camino entre las dos montañas para reunirse con los minotauros en el valle.

Hasta aquel momento, los minotauros habían avanzado más, como tenía que ser. Los humanos no sólo habían sufrido un retraso mayor por las serpientes de mar, sino que además tenían una ruta más larga, con menos tramos ya despejados. Zeskuk empuñó su clabarda. Dudaba de que fuera a necesitarla antes de los siguientes doscientos pasos, pero le reconfortaba tenerla en la mano y parecía más adecuado para un comandante en jefe.

Los bramidos de una docena de gargantas le hizo alzar la clabarda y adoptar una postura más agresiva por instinto. Estuvo apunto de ponerse en ridículo mirando en todas direcciones, antes de ver a alguien señalando. Después, su primera reacción instintiva fue gritar a los arqueros que dispararan.

En formación de cuña de entre cinco y siete por bandada, más de un centenar de grandes aves volaban hacia la isla procedentes del norte. Sobrevolaron el puesto avanzado y la columna de Juiksum a demasiada altura para los arqueros y luego iniciaron un descenso oblicuo atravesando la isla. Todas las aves exhibían unas plumas azules tan finas y relucientes que casi parecían escamas, y tenían una larga cresta blanca y un pico amarillo chillón y garras. Se graznaban unas a otras mientras volaban y cuando pasaron por encima de Zeskuk, el jefe minotauro vio que tenían afilados dientes en el pico.

Eran más de cien y sobrevolaron la columna de minotauros como si no fuera más que un puñado de rocas de la ladera. Zeskuk calculó que se dirigían a la playa humana y ordenó a los arqueros que apuntaran a la derecha. No quedaría bien que los minotauros hicieran caso omiso de las aves y les permitieran atacar a los humanos sin impedírselo.

Las aves volaron por encima de los humanos con el mismo desinterés que habían mostrado hacia los minotauros. Sólo se detuvieron cuando llegaron al mar. Ahora formaban un vasto semicírculo que casi cerraba el paso desde el mar hasta la playa humana. Instantes después, como si una sola mente controlara un centenar de cuerpos y un centenar de pares de alas de tres metros, las aves se lanzaron en picado. Se zambulleron en el agua y volvieron a salir, rociando el cielo de salpicaduras.

—¡Están cazando las serpientes! —gritó alguien.

Pocos segundos después, Zeskuk comprobó que las aves que se sumergían llevaban una serpiente en el pico cuando remontaban el vuelo. A veces atrapaban y trituraban cabeza directamente. Otras volaban en parejas, un ave sujetando la serpiente mientras la otra le aplastaba la cabeza.

Sólo dos aves cayeron del cielo, mordidas por su presa. El resto prosiguió su mortífera danza del cielo al mar y del mar al cielo, y los bajíos empezaron a hervir de serpientes desesperadas por escapar de una muerte segura.

—¡Adelante! —gritó Zeskuk. Con la retaguardia libre de serpientes, los humanos avanzarían mucho más deprisa. No convenía que se adelantaran a los minotauros, aunque con los humanos tuvieran Fulvura y seis guerreros minotauros elegidos como punta de lanza.

Un matorral situado a unos cincuenta pasos ladera arriba se estremeció de un modo que a Zeskuk no le gustó. No tenía nada que arrojar, pero había una roca del tamaño de un puño a la distancia adecuada de la planta sospechosa. Una clabarda giró como un torbellino y luego surcó el aire. La hoja dentada golpeó la roca y la proyectó contra el corazón del matorral.

Sus ramas se retorcieron, blancas donde la piedra las había quebrado o descortezado. El matorral intentó arrancarse del suelo, desde sus raíces, pero se desplomó como un kender borracho de aguardiente enano. Rodó por la cuesta, sólo para ponerse al alcance de otras clabardas, aparte de las de Zeskuk. Cuando las armas acabaron su trabajo, del diabólico matorral sólo quedaban astillas.

En aquel momento las aves volaban en círculos sobre la playa humana, mientras que la retaguardia humana mataba serpientes. Zeskuk vio a un humano saltar hacia atrás, empuñando una lanza sobre la que se contorsionaban no menos de tres serpientes. Antes de que pudieran reptar por el asta para morderlo, el hombre arrojó la lanza a un barril de, brea a la que alguien había prendido fuego. El humo paso del negro al color del vinagre y el hedor llegó hasta Zeskuk a pesar de la distancia.

Estaba estornudando cuando el Humeante escupió una bola de fuego, de todos los colores y de ninguno. Acertó en una de las aves y la consumió en un momento, como el barril de brea había consumido las serpientes. Zeskuk ni siquiera podía asegurar que hubiera cenizas flotando en la brisa.

—¿Tengo que repetirlo? —rugió—. ¡Adelante!

Wilthur no sabía de dónde venían las aves y no habría contenido el fuego aunque lo supiera. Sí sabía que su llegada era el fin de las serpientes, pero tal vez así dejarían de perjudicarlo a él. Por eso liberó el fuego, y las aves fueron arrastradas por el viento en forma de finas cenizas.

Con toda su magia y toda su mente concentradas en las aves, Wilthur se olvidó de su Creación. En ese instante, nada vivo en la isla de Suivinari tenía más magia de la que él le había insuflado.