18

No había espacio en el sendero para que todos los jinetes se adelantaran al aviso que había supuesto la lucha con la patrulla. Por ello, Bertsa Wylum eligió a seis jinetes que conocían el terreno y les ordenó que cortaran campo a través.

—Os acercaréis lo suficiente para que los centinelas os vean y luego os retiraréis para atraerlos —les dijo—. Cuando los hayáis despistado, atravesad el bosque hasta el camino de la Mina. Nosotros retrocederemos por allí y os recogeremos al pasar.

Gerik indicó a Wylum por señas que se acercara.

—Tendrán más posibilidades si tú los guías —dijo—, y no te perderás nada de la lucha seria.

—Me perderé a mercenarios que quizá me escuchen.

—Quizá los encuentres más fácilmente —replicó Gerik—. Lo que está claro es que no me encontrarás quejándome de que me han dejado solo.

—Quizás encuentre a vuestros padres diciendo algo al respecto.

—Cuando regresen y lo averigüen, y todos estemos vivos para oír lo que dicen, entonces podrás preocuparte.

La sonrisa de Wylum reveló a Gerik cuánto chocaban el deseo y el deber. La mujer hizo dar media vuelta a su montura y se puso a en la retaguardia de los seis guerreros, pero había avanzado hasta la vanguardia antes de que desaparecieran en la oscuridad.

Solo, a la cabeza de doce humanos y seis kenders, Gerik ordenó a todos que refrenaran sus monturas hasta el trote. El terreno absorbía bien el agua; estaba blando por la lluvia, más que enfangado. Las ramas húmedas seguían abofeteando los rostros y, a lo lejos, oían la jupak hechizada bramando sin descanso.

Si Gerik se hubiera permitido el lujo de temer perderse, ese miedo habría acabado momentos después. Más delante, entre los árboles, resonaron inesperadamente los gritos de cincuenta hombres y el estrépito del doble de armas entrechocándose.

Gerik oyó una suave risa detrás de el.

—¿Es obra tuya? —masculló sin volverse.

—Un sencillo conjuro ilusorio —dijo entre dientes el Esquilado—. Hay otro campamento entre nosotros y los suministros, pero debería estar vacío antes de que lo atravesemos. Nadie resultará herido, a menos que sean tan descuidados que no tengan derecho a llamarse mercenarios.

El campamento estaba a menos de media milla por el sendero. En efecto, estaba desierto de vida humana cuando Gerik condujo a sus guerreros hasta el claro, pero no por mucho tiempo. Cuando ordenaba por señas un nuevo avance, una recua de caballos y mulas salió de entre los árboles por el al otro extremo del claro, con sus arneses rechinando y tintineando, y los guardias arreando a los animales con gritos y restallidos de fustas.

De hecho, estaban tan concentrados en su trabajo que tardaron un instante en advertir que el campamento estaba desierto. Para entonces, Gerik había desplegado a sus jinetes y ordenado el ataque.

Cuando la carga llegaba a su meta, aparecieron jinetes enemigos y los combatientes de Gerik atravesaron la recua por media docena de puntos. El propio Gerik se encontró de pronto luchando contra dos espadachines montados, mientras que un hombre a pie con una lanza intentaba colarse entre los espadachines y sumarse a la lucha.

Era la primera vez que Gerik intervenía en una batalla de caballería pesada, una idea, que permaneció en su mente dos latidos de corazón enteros. Después estaba demasiado ocupando obteniendo estocadas y devolviéndolas, deseando tener un escudo y esperando que el lancero fuera pisoteado por uno de sus aliados antes de que lograra abatir la montura de Gerik.

Aquella noche, había advertido a los suyos, quizá no podrían permitirse el lujo de recoger a sus heridos. Esperó que nadie se sacrificara intentando hacer una excepción con él.

Uno de los hombres de Gerik se situó detrás de un enemigo y lo derribó de su silla. Una flecha alcanzó la montura del segundo y Gerik le asestó un mandoble cuando el hombre saltó para no ser aplastado, hendiéndole a la vez el yelmo y el cráneo.

El lancero ya estaba bastante cerca para atacar, pero de nuevo un bollik kender acudió al rescate de Gerik. Esta vez, las correas se enrollaron en la lanza, apartándola de golpe de su mortífero camino hacia el pecho del caballo de Gerik. El lancero se tambaleó y el camarada montado de Gerik lo ensartó por la nuca, entre el yelmo y el espaldar.

Esos fueron los detalles de la lucha que Gerik recordó más tarde. Durante los siguientes minutos, todo se disolvió en un caos de espadas estrellándose contra armaduras o hundiéndose en la carne, gritos de guerra, gritos de agonía, un centenar de animales relinchando y bramando, varios de ellos pisoteando a los caídos…

Lo primero que Gerik reconoció después fue un kender a pie, ocupado en revisar la carga de los animales caídos y las bolsas de los enemigos muertos. Fue un extraño alivio ver a los kenders entregándose a su curiosidad habitual por cualquier cosa que nadie reclamara o simplemente no vigilara.

El Esquilado reprendió a los suyos en una lengua que Gerik no comprendió, pero dudaba de que fuera traducible, al menos en compañía educada. Gerik contó las sillas vacías y descubrió que su grupo tenía otras dos bajas. Pero brillaban antorchas entre los árboles y más allá Gerik vio la abultada masa de una tienda de campaña. La recua que habían visto debía ser el primer envío de suministros a los hombres del campamento desalojado por el conjuro ilusorio del Esquilado.

—Puedo hacer casi todo lo que se necesita ahora —dijo el kender—. Tú sólo guárdame las espaldas. —Acto seguido, desmontó y corrió entre los árboles.

Sin saber qué otra cosa podía hacer, Gerik lo siguió, pero sin desmontar. Los árboles crecían allí muy juntos, y cuando él y su grupo se hubieron internado con esfuerzo por el último tramo de bosque, el Esquilado estaba en plena faena.

Corría alrededor de la tienda, saltando por encima de las correas de fijación, arrancando piquetas y palos, comportándose como la viva imagen de un kender fuera de sí. Pero Gerik observó que cada pocos pasos tocaba el suelo con un extremo de su bastón. Los guardias que no habían huido, por miedo o para ayudar a sus camaradas, contemplaban boquiabiertos al sacerdote kender. Seguían mirándolo fijamente con los ojos hundidos en la cabeza, cuando las flechas humanas y los cuchillos kenders acabaron con ellos.

Para entonces, el Esquilado había dado una vuelta completa a la tienda. Cuando finalizó el círculo, arrojó su bastón a gran altura. Voló como una lanza hasta la cúspide de la tienda y luego descendió flotando con la suavidad de un ave clueca que se posa en un nido lleno de huevos, para detenerse junto a un mástil en el que ondeaba, ahora abiertamente, el estandarte de la Casa Dirivan.

—¡Oh! —exclamó el Esquilado—. Querréis el estandarte. —Realizó un pase de manos; un humo repentino se enroscó en la base del mástil y lo partió como si fuera una ramita. Al cabo de un momento, cayó al suelo junto a Gerik.

A continuación, el Esquilado profirió un fuerte grito y, desde el suelo hacia arriba y de su bastón hacia abajo, empezaron a brotar gruesas zarzas recubiertas de espinas. Ascendieron y descendieron, se unieron enredándose unas con otras y exhalando un penetrante olor a resina.

Gerik no se acordó de respirar durante el rato que las zarzas tardaron en cubrir la tienda por completo como un sudario, hasta que nadie distinguía el lienzo y el cuero entre las espinas. Después respiró aguadamente cuando el Esquilado hizo una última serie de gestos y las zarzas cargadas de resina ardieron en llamas.

Eran sólo las brillantes llamas anaranjadas de algo rico en resina, pero se elevaron formando una pirámide de fuego cuya luz cegaba y cuyo calor abrasaba. Gerik gritó al Esquilado que se retirara e hizo recular a su montura.

Su advertencia llegó demasiado tarde o el kender nunca la oyó. La base de la pirámide de fuego se amplió, empujando un muro de fuego en todas direcciones. El Esquilado no se arredró, ni dejó de gesticular. Durante un breve instante fue una silueta oscura recortada contra el fulgor anaranjado, y después el fulgor lo engulló.

Si el kender gritó, Gerik no lo oyó, a causa del rugido de las llamas. Lo que sí oyó fue un ruido de cascos, cuando llegaron nuevos enemigos montados… demasiado tarde para salvar sus suministros, pero no para cortar la retirada a Gerik.

O eso debieron pensar, por el modo casual como montaban en sus sillas, con las armas colgadas o enfundadas. No hubo aviso previo de la lluvia de flechas que de repente brotó de la oscuridad, perforando las armaduras y la carne expuesta, y derribando a cuatro hombres de sus sillas.

El grupo de Bertsa Wylum sólo estaba integrado por seis exploradores. Pero sus enemigos, cogidos por sorpresa, no estaban en condiciones de ponerse a contar. Las flechas podían haber sido una lluvia procedente de un ejército kalanesti, por el efecto que tuvieron en los que Gerik tenía delante.

Estaban mirando desconcertados a su alrededor a todo excepto a sus enemigos, cuando Gerik ordenó cargar. Deseó disponer de una lanza de caballería; podía haber ensartado al cabecilla como a un ganso antes de que el hombre viera llegar la muerte. Enseguida, los jinetes de Gerik se abalanzaron contra las filas de sus enemigos, pasando de largo de Bertsa Wylum, que ya estaba preparando su arco.

—¡Kenders, a nosotros! —gritaba la capitana— ¡Mercenarios de la Casa Dirivan, ésta no es vuestra lucha! ¡Mirad la pira en que hemos convertido lo que os prometieron por esta guerra injusta! ¡Pensad en lo poco que conseguiréis aquí, aparte de una tumba deshonrosa!

Gerik contó tres kenders montados y diez jinetes, dos sobre el mismo caballo. A una seña de Wylum, uno de sus exploradores llevó al frente un caballo capturado sin jinete. El jinete que montaba en la grupa saltó sobre él en un abrir y cerrar de ojos, y todo el grupo picó espuelas y giró en dirección hacia el sur.

Detrás de ellos, las llamas habían empezado a extinguirse. Pero la mañana estaría bien entrada antes de que se enfriaran lo suficiente para hurgar entre los restos, y quienes hurgaran encontrarían bien poca recompensa por sus penosos esfuerzos. Incluso la Casa Dirivan podía tener problemas para mantener a cuatrocientos combatientes con suministros para sólo cincuenta. El Príncipe de los Sacerdotes tenía sus propios almacenes bien provistos, qué duda cabía, pero ¿sería tan liberal con su contenido por segunda vez, confiándoselo a quienes ya habían perdido tanto y con tanta rapidez?

De las respuestas a esas preguntas quizá dependieran muchas vidas. Una vida que Gerik se alegró de comprobar que se había salvado fue la de Patomaduro; el kender montaba ahora detrás de Bertsa Wylum. Gerik habría dado la bienvenida también al Esquilado, pero lo único que podía hacer por el sacerdote kender era recordar a Branchala que no debía olvidar y sí recompensar a un buen sirviente.

Era lo que Gerik esperaba que otros hicieran por él, si seguía los pasos del Esquilado en los próximos días.

Después del duelo, Pirvan agradeció aún más que la mitad de los guerreros de las fuerzas expedicionarias de la isla de Suivinari fueran minotauros. En teoría, estaban bajo su mando, pero en la práctica tenía que darles muy pocas órdenes y ésas las transmitía a través de Zeskuk, después de consultar con Fulvura.

Los minotauros no esperaban de él que los llevara de la mano, los consolara, aconsejara o resolviera problemas que, en su opinión, los hombres y mujeres adultos debían ser capaces de resolver por sí mismos. Por ello, Pirvan Wayward los tenía en gran consideración. La mitad humana de la flota no tenía tanta confianza en sí misma.

Como consecuencia, a la segunda mañana después del duelo, Pirvan había disfrutado quizá de tres horas de sueño reparador en dos días. No se tambaleó mientras escuchaba a Tarothin explicar por qué sir Niebar podía desembarcar sin peligro con los combatientes, pero era porque estaba sentado. Haimya le había llevado un escabel de campaña y montaba guardia detrás de él con una expresión en el rostro que resultaba más efectiva que una espada desenvainada para que nadie se le acercara sin invitación.

Tarothin, por el contrario, tenía derecho a acercarse, hablar, incluso intentar convencer a Pirvan de que dejara a sir Niebar cometer una insensatez. Ningún hombre de honor podían negar a un camarada tan antiguo y valioso esos derechos, y algunos más. Lo que Pirvan quería negar era que la ayuda de Tarothin proporcionaría a sir Niebar la resistencia necesaria para la batalla final en Suivinari. Podía durar días, incluso una semana, antes de que penetraran en la fortaleza de Wilthur y lo derrotaran… o antes de que lo consiguieran el grupo de Torvik y los dimernestis desde el mar.

Por su parte, Tarothin se dedicaba por entero a la lucha contra Wilthur. La pérdida de su amigo y camarada Sirbones eran una pesada carga visible en el mago. Wilthur se había creado otro poderoso enemigo.

Por fin, Pirvan levantó una mano. No tembló, para su gran sorpresa. Para mayor sorpresa aún, Tarothin se interrumpió a media frase.

—¿Será necesario que vigiles más… conspiraciones… de los istarianos? —preguntó Pirvan al mago Túnica Roja.

—Lady Revella ha pedido a todos los magos y sacerdotes istarianos que juren mantener la paz y el honor, o serán confinados mediante magia hasta que tomemos la isla —respondió Tarothin—. Dice que puede enfrentarse a enemigos declarados por débil que esté, pero no a falsos amigos. Creo que es de fiar. Y aunque no lo fuera, siempre está Lujimar para…

—Ni siquiera lo pienses en voz alta —lo previno Pirvan—. Todo el bien que hemos conseguido con los minotauros podría desaparecer en un momento si un sacerdote minotauro matara a un mago humano.

—Como quieras. Pero si tengo tanto trabajo en ciernes como sospecho, algún brazo fuerte para ayudar a sir Niebar será bienvenido. Sir Darin, por ejemplo, o sir Hermano Halcón.

Pirvan abrió la boca para prohibirle mencionar a Hermano Halcón, pero volvió a cerrarla. Su impulso tenía su origen en la certeza de que Eskaia la Joven insistiría en acompañar a su marido en el honorable deber de proteger a sir Niebar en el campo de batalla. Honorable y probablemente de los más peligrosos en la inminente batalla por Suivinari.

—Sir Darin es el primero con derecho a declinar ese puesto de honor —dijo finalmente.

—Entonces podemos resolver el asunto rápidamente —dijo Tarothin—. Veo un bote que se acerca, con sir Darin y su dama a bordo.

Tarothin había perdido peso con el calor del trópico y su sonrisa tenía cierto aire cadavérico. Pero el brillo burlón de sus ojos cuando se salía con la suya no había disminuido.

Pirvan se irguió rígidamente y caminó hasta la borda. Se aproximaba un bote, efectivamente, con cuatro remeros minotauros y con Darin y Rynthala a bordo. A sus pies había una pila de equipaje y ambos llevaban armadura.

El caballero decidió que la única manera de encontrar sentido a todo aquello era esperar y preguntarle a Darin. Por eso volvió a sentarse y trató de no ponerse nervioso, sin demasiado éxito, hasta que el bote chocó contra el costado del buque y Darin saltó a la pasarela. Cuando Pirvan vio la expresión del joven caballero y que Rynthala se mantenía detrás de él, supo que iba a oír malas noticias.

—Hablemos aparte, sir Darin —dijo Pirvan formalmente, levantando las manos a modo de saludo.

Una vez en el puente de proa, fuera del alcance del oído de todos, Darin relató a Pirvan cómo Lujimar había urdido el duelo entre Darin y Zeskuk revelando los planes del jefe de los minotauros. Lo había hecho por razones honorables, para poner al descubierto la traición istariana que él había conocido por boca de su propio agente. Pero eso implicaba ocultar información a su superior y también a otros con quienes Lujimar estaba comprometido en grado menor.

—Por ello, Zeskuk teme que Lujimar busque la muerte en la inminente batalla —concluyó Darin—. Si permanece entre los minotauros, tendrá que protegerlo de sus propios deseos.

Pirvan pensó que la falta de sueño debía afectarle al oído.

—¿Por qué tú? —preguntó—. No me imagino que seas el único entre los miles de minotauros llegados a Suivinari capaz de proteger a un viejo sacerdote.

—Soy el único que conoce su secreto, además de Zeskuk, que tiene otras obligaciones —respondió Darin—. Para que se encargase otro minotauro, tendría que conocer el secreto de Lujimar, lo cual aumentaría la deshonra del sacerdote y quizá contribuyera a las intrigas de Thenvor.

Ninguno de los dos resultados es deseable, reconoció Pirvan. Pero la muerte de Lujimar tampoco lo es.

—Los minotauros no temen la muerte, sobre todo cuando los libra de la deshonra —continuó Darin—. Zeskuk no desea interponerse en el camino de Lujimar.

Pirvan sospechó que eso se debía a que deseaba tanto que Lujimar guardara silencio para siempre como que tuviera un final honorable. También sabía que tal acusación sería una ofensa mortal.

—Darin, al seguir el juego a Lujimar te dejaste guiar por un impulso tanto como por el honor. Tienes suerte de estar vivo y tu dama tiene suerte de no ser viuda. La próxima vez, ten en cuenta que, por largas que sean tus piernas, no pueden sostenerte con un pie entre los minotauros y el otro entre los humanos.

Pirvan profirió un suspiro.

—Al menos, tenerte de vuelta con nosotros soluciona un problema —continuó—. Sir Niebar ha decidido bajar a tierra con el resto de los combatientes para librar una última batalla. No busca la muerte, que yo sepa, pero quizá la encuentre si no está bien protegido. Tarothin le procurará cierta defensa contra la magia. Si tú puedes hacer lo mismo contra el acero…

Darin ya estaba haciendo un gesto de negación. Lo hacía con tanto pesar que el impulso de Pirvan de enojarse con el joven caballero se extinguió en el acto.

—Guardar las espaldas de un caballero de la categoría de sir Niebar suele considerarse un gran honor —dijo, conservando cierta acritud en la voz—. ¿Quién te ha ofrecido algo más?

La boca de Pirvan se abrió irremediablemente cuando oyó la respuesta de Darin.

—Los dimernestis. Creen que entrar en el Humeante desde abajo será costoso, pero saldrá bien —explicó Darin—. Piensan que costará menos si los dirige un capitán con experiencia en combate y digno de confianza para los elfos.

—Comprendo —dijo Pirvan—. Supongo que una prueba de tu respeto por los elfos es la sangre de tu dama. ¿Te das cuenta de que la prueba no será del todo convincente, a menos que ella te acompañe?

—Eso tal vez no les importe a los dimernestis —replicó Darin—. Pero le importará mucho a mi dama. Rynthala aún os envidia a Haimya y a vos, por la cantidad de veces que habéis combatido hombro con hombro.

Pirvan apoyó ambas manos en la borda y contempló el agua, como si los peces o los dimernestis fueran a darle la respuesta. Al ver sólo el translúcido verdeazulado, profirió un suspiro.

—Un problema de envejecer, que espero viváis para descubrir por vosotros mismos, es cómo acabas viendo tus hazañas de juventud —dijo—. Ahora, casi siempre te hielan la sangre en las venas, mientras calientan la sangre de quienes sólo ven tu heroísmo.

—Nunca he visto nada más en vos y Haimya —dijo Darin con dignidad—. No, he visto más. Os he visto ser tan generoso con vuestro intelecto como con vuestra fuerza, vuestra sangre y vuestro acero. Ese tipo de heroísmo mejora con la edad, sir Pirvan.

El Caballero de la Rosa decidió que lo atacaban de frente, por los flancos y por la retaguardia unas fuerzas abrumadoramente superiores y que la rendición era aceptable. Palmeó a sir Darin en los hombros.

—Entonces dirigid bien a nuestros amigos marinos. Pero engrasaos bien, los dos, para no quedaros atascados en pasadizos estrechos.

Los hombres de Gerik, reagrupados, hicieron una breve acampada en el lindero del bosque para beber vino aguado y comer salchichas frías, dejar descansar los caballos y desear que sus perseguidores fueran en todas direcciones menos la buena. Para llegar al improvisado campamento siguieron una senda que la mayor parte del grupo ni conocía.

—Así, si alguien nos ataca, será por suerte o por traición —concluyó Bertsa Wylum.

—Traición no, legalmente —le recordó Gerik—. No somos vasallos de un rey.

—Mejor un rey que un Príncipe de los Sacerdotes —dijo Wylum—. Y que nos ataquen esta noche sería tan fatal como la traición, aunque legalmente se llame de otro modo.

No encendieron hogueras y se turnaron para montar guardia. El alba despuntaba gris por el este cuando levantaron el campamento y llevaron sus monturas por la brida hasta que estuvieron lejos del bosque, con buena visibilidad en todas direcciones. Al no ver enemigos, montaron y cabalgaron hacia Tirabot.

Para reducir aún más el peligro de ser descubiertos, para volver a casa dieron un rodeo por un terreno en parte boscoso, situado al sur de la mansión. Por el camino empezaron a ver bandas reducidas de hombres armados, la mayoría demasiado bien vestidos para ser bandidos, pero tan sigilosos como si lo fueran.

No fue hasta que llegaron justo al sur del puente de Livo cuando se tropezaron con una de esas bandas, tan inesperadamente que los hombres no tuvieron tiempo de huir. Los arqueros los dejaron mirando anonadados las puntas de una docena de flechas, mientras Gerik se adelantaba para hablar con ellos.

—No es ningún secreto que la Casa Dirivan nos ha metido en esto —dijo su jefe—. No es ningún secreto que nuestros pies nos están sacando. No sé si lo habéis oído, pero dicen que el cofre de la paga se quemó con el incendio de anoche. Por tanto, aunque los patronos sean honrados, ¿qué tienen para serlo? Mi consejo es que os llevéis a vuestra gente a casa, si la tiene, y que mantengáis el oído alerta. El Príncipe de los Sacerdotes es muy capaz de financiar el armamento privado a los Dirivan. Pero si no puede, yo pienso cruzar la frontera hasta Solamnia.

Gerik dio las gracias al hombre y le entregó plata suficiente para repartirla con sus camaradas. Después siguió adelante y, con esfuerzos heroicos, consiguió no prorrumpir en carcajadas antes de que estuvieran lejos de los mercenarios en retirada.

—Los dioses saben que has aterrorizado a todos los que no habíamos retirado del combate por la fuerza —le dijo a Bertsa Wylum—. Quizás aún podamos reconquistar nuestro hogar.

Al tomar la curva, sin embargo, las risas se apagaron y la esperanza se desvaneció. No habían incendiado la granja; habría dejado un rastro en el cielo a modo de aviso. El aviso era todo lo demás que habían hecho. La casa, el granero y el establo habían sido saqueados, y todos los animales robados o sacrificados y abandonados a las moscas, los aperos de labranza destrozados, el pozo cegado con estiércol y las paredes sucias de obscenidades garabateadas.

Encontraron al granjero en el granero, con la cabeza aplastada y la barriga perforada por una horca. Después de eso, Gerik tuvo que obligarse a entrar en la casa y no pudo contener los vómitos en cuanto volvió a salir.

—Todos muertos —dijo cuando recobró el dominio de la voz—. Incluso la abuela. Los han… al bebé… y la madre…

Gerik se negó a dar detalles. Bertsa Wylum entró y salió con la cara del color de la leche y más deprisa de lo que había entrado, para vomitar también todo lo que había comido en una semana.

A partir de ahí, nadie sintió bastante curiosidad para entrar. Gerik se preguntó qué se imaginarían. Dudaba de que fueran capaces de imaginar nada parecido a la realidad. Compasivamente, todo el mundo guardaba silencio, incluso los kenders.

Alguien, sin embargo, se lo había imaginado y lo había hecho. Si alguna vez se ponían al alcance del acero de Gerik, o incluso de sus manos desnudas, morirían.

Hasta entonces, había que ir a casa, a Tirabot…, aunque estaba a punto de dejar de ser su hogar. Todos tenían que cruzar la frontera con Solamnia, las mujeres, los niños y los aldeanos, para que no tuvieran que enfrentarse a aquello, con los guerreros protegiéndolos por el camino.

Cuando abandonaban el pueblo, el humo dejaba un rastro grasiento en el cielo.