17

Hubiera sido mejor atacar los suministros del enemigo la misma noche del compromiso matrimonial, pero el tiempo aconsejaba la espera.

—Los caminos estarán demasiado embarrados para los caballos y sólo un poco demasiado sólidos para las barcas —dijo Bertsa Wylum—. Además, nada puede arder con esta lluvia, suponiendo que consigamos prenderle fuego.

—Los centinelas estarán a cubierto con sidra tibia y campesinas calientes —intervino Patomaduro—. Nos será más fácil sorprenderlos hoy que mañana.

—Si logramos encontrarlos —dijo Gerik—. Pero recuerda que los humanos a caballo no se mueven en silencio como los kenders. Y no lo consideres un permiso para salir a hacer tú solo el trabajo —añadió, al ver que una familiar sonrisa se dibujaba en las angulosas facciones del kender.

—Oh, juro que no haré nada que tú no harías si intercambiáramos nuestras respectivas posiciones —dijo Patomaduro. Empezó jurar por los dioses verdaderos con sus nombres humanos y kenders. Gerik lo dejó repasar todos los que un kender podía citar legítimamente en un juramento, mientras pensaba que el de Patomaduro podía no ser tan restrictivo como era deseable.

Si un kender le dijera que se sentara a esperar que los enemigos se agruparan, decididos a darse un banquete con la sangre de las personas que amaba, encontraría excusas para hacer algo distinto. Pero todos los kenders se habían comportado correctamente y aquella era la noche siguiente, y Gerik de Tirabot bajaba las escaleras de sus aposentos para salir a caballo.

En el patio oía los caballos piafando nerviosamente. El cielo parecía encapotado, pero no había viento cuando se asomó a la ventana, tras levantarse de la cama y del último abrazo de Ellysta.

Ella bajaba las escaleras tras el, vestida con su ropa de viaje y ahora con tantas bolsas y botellas colgadas como Serafina. También llevaba a la vista dos dagas y aseguró que ocultaba otras en varios puntos de su anatomía.

—Eres el único que sabrá esos puntos sin que te clave uno de los puñales —le había dicho ella, sonriendo. Era un alivio que ya no hablara de huir para atraer sobre ella las iras de los enemigos de Tirabot. No era un alivio sospechar que ahora nada desviaría esas iras.

¿Dónde estaban los solámnicos prometidos? No había llegado ni siquiera una carta suya, aunque sin duda preferirían no utilizar el código cifrado con Gerik. Así, sus cartas podían haberse perdido o haber sido leídas, y tal vez hubieran interpuesto emboscadas o leyes, o ambas cosas, en su camino. Había innumerables de lugares donde incluso un grupo enviado por los alcázares podía desaparecer sin dejar rastro suficiente para despertar sospechas, y bastantes leyes para que un consejero astuto engañara a Takhisis y le arrebatara el mando del Abismo.

Gerik había escrito a su padre, en código cifrado, explicándoselo. Sólo esperaba tener aún un padre que recibiera la carta. La flota no podía haber sufrido una catástrofe; la noticia habría volado desde la isla como si tuviera las alas de un dragón. Pero un caballero más o menos quizá fuera otra cuestión.

Era hora, una vez más, de dejar a un lado los temores. Gerik salió al patio, con Ellysta a su lado, acomodando el paso al del joven y con la mano apoyada en su brazo. Varios de los guerreros empezaron a vitorearla; Bertsa Wylum los hizo callar con un gesto furioso.

Gerik se volvió hacia Ellysta y sus labios se unieron sin pensarlo. Esta vez los vítores no pudieron ser acallados. Incluso Wylum sonrió.

—Lo único que necesitamos para que seas una especie de héroe de leyenda es una guirnalda de flores con la que rodearte el cuello —dijo Ellysta.

—Eso y que nadie muera, o al menos que los que mueran se vayan sin dolor o sin miedo —dijo Gerik. No conseguía olvidar los rostros de los hombres que habían muerto la noche que habían dado en llamar «Noche de los Caballos Desbocados», aunque fueran enemigos.

—Encontraremos ese jardín de rosas —dijo Ellysta con dulzura—. Lo encontraremos, y allí podremos olvidar la muerte.

Si la besaba o volvía a hablarle, Gerik sabía que fallaría el salto hasta la silla. Para evitar semejante mal presagio, dio una palmada en el arco de la silla de montar y se impulsó por el aire.

Su caballo emitió un ruido ofensivo que pareció resumir las protestas de todos los caballos contra todos los hombres que los agotaban con fiorituras. Pero Gerik sintió también que su montura estaba tan firme como sus propios nervios, anticipando la partida.

Las puertas se abrieron sin apenas un murmullo de los goznes bien engrasados. Gerik se inclinó y susurró algo al oído de su caballo, tras lo cual el hombre y la montura, al unísono, emprendieron el trote hacia la salida.

Torvik pronto confirmó sus sospechas de que pocos buenos capitanes irían sin llevar al menos varios de los hombres a los que podían conducir hasta un lugar que sólo los dioses conocían. Mirraleen también lo sabía, pero todos parecían excesivamente cautos a la hora de mencionar su nombre en presencia de Torvik.

Todo guerrero y marinero a bordo del Elfo Rojo quería navegar hasta los escollos. Lo mismo les ocurría a todos los arqueros de Chuina. Y también a dos capitanes y veinte combatientes de Vuinlod que se hacían llamar voluntarios, pero Torvik sospechaba que habían sido escogidos cuidadosamente por Gildas Aurinius.

Había un buen grupo de los guerreros más veteranos de los bárbaros del mar, dispuestos a seguir a los hijos de Jemar el Blanco en honor de su padre. Había un grupo más reducido de karthayanos. Había más tripulantes del Garra de Alción de los que Sorraz el Arponero se alegró de ver partir, con Yavanna a la cabeza y Beeyona dispuesta a curar sus heridas.

Había incluso unos cuantos de Istar. Torvik no sabía si iban para conseguir para su ciudad la parte de la posible gloria que pudiera reportar esta empresa o para espiar a sus participantes. Pero no los rechazó. Estarían en abrumadora inferioridad numérica para causar problemas, suponiendo que lo desearan.

Los minotauros no mandaron guerreros, pero sí un bote entero cargado de provisiones y otro más pequeño lleno de pociones curativas embotelladas. Este último llevaba además una nota de Lujimar, confiado en que al final de la batalla Torvik se habría ganado un nombre comparable al que habían ganado sus padres en la batalla del Copa de Oro.

En total, el Elfo Rojo albergaba a casi doscientos combatientes y marineros armados cuando echó el ancla frente al escollo del Cubil del Pez Pluma y esperó la llegada de los dimernestis.

Gerik no esperaba que aquella noche lo acompañara ningún otro kender aparte de Patomaduro, por lo que se sorprendió, y al principio no le hizo ninguna gracia, cuando otros seis kenders salieron ágilmente del bosque al camino, interrumpiendo la marcha con la petición de sumarse a los jinetes.

Sin embargo, no se sorprendió del todo al descubrir que uno de ellos era un sacerdote de Branchala, cuyos obsequios a Patomaduro se remontaban a mucho antes de la Noche de los Caballos Desbocados. O al menos el kender le aseguró que el de la túnica era el sacerdote y los otros cinco, asimismo dignos de confianza en la lucha, aunque no en la magia.

Los cinco compañeros del sacerdote iban toscamente vestidos, para ser kenders, bien armados (dos dagas cuando menos, más una chapak o una jupak) y casi tan serios como enanos. El sacerdote vestía una túnica de lino fino y calzaba sandalias de cuero grabado al fuego. No llevaba más equipaje que su bastón y lucía una sonrisa invariablemente educada.

Ninguno de los kenders recién llegados quiso decir su nombre, pero eso dejó de importar cuando quedó claro que sólo obedecerían al sacerdote. Sí importaba que éste se negara también a revelar su nombre, pero por lo menos existía una solución a ese problema.

El sacerdote era el único kender calvo por causas ajenas a la edad que Gerik hubiera visto. Tenía exuberantes patillas y una larga melena que le llegaba por debajo de las paletillas, pero justo encima de las orejas no tenía más cabello que los nuevos sillares de granito de las murallas de la hacienda Tirabot.

Por eso Gerik bautizó al sacerdote como el Esquilado, y así se dirigió a él. Después de todo, era un nombre más educado que Calvito, y Gerik sospechaba que sería prudente mostrar educación con el sacerdote. Tal vez no llevaba materiales mágicos visibles, aparte de su bastón, pero si era un maestro en bromas pesadas letales como el conjuro de alergia, probablemente no los necesitaba.

Los kenders se encaramaron a distintos caballos, detrás de sendos jinetes nerviosos (los caballos recogieron a los kenders como de pasada). Con gestos de comprensión se negaron a ser atados, por lo que Bertsa Wylum declaró que la marcha no se detendría para recoger a los caídos. Quizá ni siquiera frenara para no pisotearlos si se caían en mal momento.

Por la respuesta que el aviso arrancó de los kenders, Wylum bien podía haber hablado en ergothiano antiguo. Gerik dio de nuevo la orden de marcha, esperando que aún tuviera enemigos sólo delante.

Medlesarn el Silencioso debía haber encontrado un profundo agujero en los escollos y luego nadado furiosamente hacia la superficie. Cuando salió, se propulsó por encima del agua hasta que sus tobillos apenas rozaron la superficie, antes de volver a zambullirse limpiamente. Cuando volvió a salir, Mirraleen creyó oír un aprobador coro de gritos y silbidos procedentes del Elfo Rojo.

El dimernesti recién llegado a la roca junto a ella, cuyo nombre no recordaba, parecía mucho menos agradable.

—Exhibicionista —masculló—. ¿Y de dónde habrá sacado el nombre de Silencioso? No ha guardado silencio desde que nos reunimos a mediodía.

Mirraleen pensó que Medlesarn estaba, probablemente nervioso. Se había esforzado mucho por dejar claro que mientras ella vivía desde hacía muchos años allí, en Suivinari, con el nombre de Caminante Roja, él era su maestro en el arte de la guerra. Lo cual significaba que mandaba él, por muy reacio que fuera y por mucho que necesitaran el conocimiento directo de Mirraleen sobre la isla y sobre los humanos y minotauros unidos.

La verdad llana era que ella no sabía nada de la guerra. Asimismo, era cierto que esto era por propia voluntad y que habría sido mucho más feliz si Wilthur el Pardo no hubiera ido nunca a Suivinari. Pero había ido y por lo menos la flota humana que acudía a derrocarlo había llevado consigo a Torvik Jemarson, por lo que ella tenía algo que llevarse de esta guerra, independientemente de cómo le fuera la vida después.

Además, incluso los moradores de los bajíos que refunfuñaban sobre Medlesarn aceptarían que mandara él. Varios de los recién llegados habrían luchado con ella a muerte si hubiese reclamado el primer puesto, y al hacerlo arruinarían cualquier esperanza de que los dimernestis proporcionaran más ayuda a los humanos. Aún esperaba que el acento de Medlesarn en lengua común no lo convirtiera en el hazmerreír de los humanos. Pocos guerreros seguirían a un jefe que los hace sonreír en cuanto abre la boca.

—Saludos, hermanos y hermanas en esta batalla por todas nuestras razas —dijo Medlesarn, empezando así su discurso. Al menos la elección de las palabras era impecable. Todavía conservaba en su acento un deje de kalanesti antiguo tan fuerte que Mirraleen oyó murmullos y varias risas procedentes del barco.

—¡Silencio! —se oyó desde el puente de proa. Debía de haber sido Torvik. Nadie más podía tener una voz tan joven y con tanta autoridad. Prueba de dicha autoridad: cuando ordenaba silencio, lo conseguía.

Medlesarn siguió explicando cómo los dimernestis y los humanos, trabajando juntos, podían penetrar a gran profundidad en la montaña llamada el Humeante…

—¡En el volcán! —gritaron varios hombres.

Medlesarn prosiguió sin necesidad de que Torvik ordenara silencio.

—Por los pasadizos por los que circula el mar hasta el corazón de la montaña. Esos pasadizos nos permitirán entrar con rapidez en la guarida del mago. Atacado por detrás y por delante al mismo tiempo, su fin está asegurado.

—¿Qué hay de esa maldita cosa que se come minotauros? —preguntó alguien, coreado con expresiones de aprobación.

—¿Qué pasa con ella? —replicó Medlesarn.

Mirraleen esbozó una sonrisa y sus manos le dijeron a su camarada que estaba haciendo un trabajo excelente.

—¿Qué pasa con ella? —repitió él, en voz tan baja que se hizo el silencio en el mar mientras todos a bordo del Elfo Rojo aguzaban el oído para escuchar—. Es una monstruosidad. Ni siquiera Wilthur puede confiar en ella, y los dioses la detestan. No tendrá amigos cuando se enfrente a guerreros de verdad, humanos y otros pies sec… otros moradores de tierra firme, ayudados por verdadera magia, obra de magos con honor. Sin amigos, ni siquiera la Creación de Wilthur puede sobrevivir.

Todos parecieron tan cautivados por esta profecía de victoria que nadie preguntó cuántos de ellos podrían celebrarla. Pero tampoco era una pregunta que los guerreros debieran hacerse la víspera de la batalla. Otra razón, pensó Mirraleen, para que no sintiera ninguna inclinación por ser guerrera.

Medlesarn continuó explicando que cada grupo debía contar como mínimo con un capitán que conociera la complejidad de los pasadizos que se internaban en el Humeante, pasando junto a la Creación y ascendiendo hasta la guarida de Wilthur. Torvik ya los había memorizado mediante la verdadera magia de los moradores de los bajíos. ¿Quién sería el siguiente?

Una esbelta figura saltó sobre la borda del Elfo Rojo, arrojó algo a un amigo y se zambulló grácilmente en el mar. Cuando Mirraleen vio que el voluntario llevaba un arco y una aljaba, sospechó quién era. Cuando vio una versión femenina de Torvik salir del mar y subirse a las rocas, supo que estaba ante Chuina, la hermana de su amante humano.

Antes de que pudiera saludar a la joven arquera, Mirraleen advirtió un movimiento brusco en cubierta. Alguien más saltó por la borda, pero no se zambulló grácilmente: cayó desmadejadamente y se debatió entre el agua y la superficie hasta que alguien le lanzó un cabo y lo izó de nuevo a bordo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó el elfo marino refunfuñón. Mirraleen recordó su nombre en el acto.

—¡Kuyomolan…! —espetó.

Chuina esbozó una sonrisa. Su sonrisa que era casi gemela de la de su hermano.

—Adivino que era un tipo que ha estado despotricando de Torvik y su dama elfa. Dijo algo como «veo que los gustos van por familias» y uno de mis arqueros lo arrojó por la borda. Mientras no esté herido, no necesitamos temer nada —añadió.

—Habla por ti —dijo Kuyomolan—. ¿Podemos confiar en dejar cabezas huecas como ése a nuestra espalda? Y no veo minotauros en esa lancha.

—El barco de mi hermano no es una lancha, los minotauros no nadan bien por pasadizos estrechos y yo nunca te apuñalaría por la espalda —dijo Chuina—. Pero quizá lo haga cara a cara si vuelves a decir tantos disparates.

Kuyomolan se quedó demasiado sorprendido para replicar, lo cual fue una suerte. En la mente de Mirraleen acababa de surgir una idea como una marsopa saltando en el aire. Hizo que Chuina se volviera y le susurró algo al oído. La sonrisa no abandonó el rostro de la joven mientras escuchaba; antes bien, se ensanchó a medida que Mirraleen continuaba.

Cuando la dimernesti hubo acabado, Chuina se estaba riendo a carcajadas. Ambas se volvieron y contemplaron a los combatientes que subían a un bote amarrado junto al Elfo Rojo.

—Será mejor que envíen ese bote de vuelta enseguida, en cuanto los capitanes estén aquí —dijo Chuina—. Además, Torvik tendrá que escribir una nota, no sólo tú. Darin y Rynthala son perspicaces de ojos y mente, pero a ti no te conocen y a mí, a duras apenas.

Mirraleen hizo un gesto de asentimiento. No le pasó desapercibido que Medlesarn tenía los ojos clavados en Chuina, cuyas ropas mojadas se ceñían estrechamente a su piel.

¿Se habría equivocado tanto el bromista grosero del Elfo Rojo, si Medlesarn y Chuina pasaran mucho rato juntos? Tal vez… y esa era otra razón para enviar el mensaje a sir Darin y su dama.

Gerik estaba a sólo dos hombres por detrás de la vanguardia cuando su grupo llegó a un claro ya ocupado por una patrulla enemiga.

Esto le salvó la vida, porque uno del otro bando estaba alerta y era hábil con la ballesta. El dardo alcanzó a una combatiente de Tirabot en la garganta, derribándola de su silla sin que pudiera proferir un grito. Sólo el ruido de su caída avisó de su baja en las filas del grupo.

Antes de que su montura fuera presa del pánico por la pérdida de su jinete, el Esquilado saltó desde detrás de Gerik, levantó su bastón y golpeó suavemente al caballo en el cuello.

En lugar de relinchar aterrorizado, el caballo pareció proferir una risita obscena. Una segunda ballesta chasqueó, pero unos ruidos tan poco naturales en un caballo desviaron la puntería del arquero. El dardo se clavó profundamente en un árbol, muy por encima de la cabeza de Gerik.

El joven espoleó su caballo, poniéndose a la cabeza y desenvainando la espada. Su cuerpo hizo todo aquello para lo que se había entrenado sin orden alguna de su conciencia, que bastante trabajo tenía. Había planeado desmontar y avanzar a píe la última milla más o menos hasta los suministros, pero esta inesperada refriega lo obligaba a cabalgar hasta allí.

Silbaron las flechas, gritaron los hombres y relincharon los caballos, y de pronto el flanco izquierdo de Gerik estaba libre de enemigos a caballo. Un enemigo seguía en pie, pero el bollik de un kender salió volando de la oscuridad y tres correas con plomos en la punta se enrollaron en las piernas del hombre, dejándolo con un único punto de apoyo inestable. El hombre cayó de bruces y un kender le golpeó con fuerza en mandíbula, tras lo cual quedó inmóvil.

Gerik se sintió aliviado al ver la clemencia del kender. Que unos kenders lucharan tanto como lo habían hecho en defensa de la hacienda Tirabot era poco frecuente. ¡Que se volvieran sanguinarios desquiciaría al propio Paladine!

A la derecha de Gerik, la patrulla enemiga se alejaba, a caballo o a pie, por el sendero más próximo. El Esquilado levantó su bastón y de las yemas de sus dedos surgió un fuego que salió volando, una bola del tamaño del puño de un kender, y se abalanzó por el sendero en persecución de los fugitivos. El estómago de Gerik se revolvió al recordar su reflexión sobre los kenders y la sangre.

Sin embargo, en lugar de aniquilar a los enemigos en fuga, la bola de fuego rebotó en un árbol, tocó el suelo, botó de nuevo para alcanzar una rama situada por delante de los hombres, aún rebotó una vez más para golpear una rama muy alta y precipitarse verticalmente entre los hombres, para rebotar y volver a ascender…

Los fugitivos se detuvieron mientras la bola de fuego tejía a su alrededor una jaula de barrotes ardientes.

—Eso los detendrá y los aturdirá —dijo el Esquilado, rompiendo su silencio—. Ahora debemos cabalgar con premura, a fin de que los centinelas sólo estén aterrorizados, no alerta, cuando lleguemos. Ah, por poco me olvido. Ésos de ahí atrás no deben oírnos montar y seguir avanzando. —El Esquilado volvió a levantar su bastón, esta vez apuntado al kender que recuperaba su jupak.

La jupak saltó en el aire y salió volando del mismo modo que la bola de fuego, tan deprisa que su propietario estuvo a punto de irse con ella. El kender dirigió una torva mirada al Esquilado, que se disolvió en un fruncimiento de ceño y se transformó en una sonrisa cuando vio que su jupak empezaba a rodar sobre sí misma en el aire, justo delante del lugar donde la bola de fuego botante seguía tejiendo su jaula alrededor de los hombres.

Una jupak utilizada por músculos corrientes de kender era un zumbador formidable. Éste, ayudado por la magia, inundó la noche y el bosque con un aullido imposible, como si una ciudad de minotauros se hubiera vuelto loca de repente. Gerik obligó a su caballo a dar la vuelta, pero dejó que Berna Wylum y uno de sus exploradores encabezaran la marcha, porque conocían el resto del camino mejor que él. Después picó espuelas para no quedarse atrás.

Decidió que era una suerte que los kenders no añadieran la sed de sangre a su inteligencia. Entonces, incluso los minotauros y los silvanestis podían descubrir que tenían otros rivales, además de los humanos, por el dominio de Krynn.