16

Torvik durmió de agotamiento hasta casi el amanecer. Entonces despertó bajo los cuidados de Beeyona, a quien Yavanna había escoltado desde el Garra de Alción por orden de Sorraz. Despertó por completo cuando se enteró de que Mirraleen había desaparecido. De hecho, saltó de la cama y empezó a vestirse. Beeyona le dijo que si se volvía loco y perseguía a Mirraleen, tendría que dormirlo de nuevo a la fuerza. Y esta vez sería ella, y no la naturaleza, quien decidiría cuándo podía despertar.

—¡Pero puede haberle ocurrido algo! —exclamó Torvik.

—Hay tantas nutrias marinas a la vista como siempre —observó Beeyona—. No sería así si un dimernesti hubiera sufrido algún daño.

—También hay tantos de otras razas que detestan la paz como siempre —replicó Torvik.

—Por desgracia, eso también es verdad —dijo Beeyona, vaciando dos viales en un cuenco de madera y removiendo la mezcla con el pulgar—. Pero yo no soy una de ellos, por mucho que me mires como si lo fuera.

—Te pido disculpas, Beeyona —dijo Torvik—. Pero comprende que la paz es frágil. No todos los que nos atacaron la pasada noche han sido reducidos…

—Eso es cierto y todos lo saben —lo interrumpió Beeyona, lamiéndose el pulgar para probar la mezcla—. Incluso es el tema de una declaración firmada por sir Niebar, Gildas Aurinius, Zeskuk y Andrys Puhrad. En ella nombra a sir Pirvan de Tirabot «jefe militar de la flota expedicionaria a Suivinari» y promete el indulto a todos aquellos de tus secuestradores que se entreguen pacíficamente y lo confiesen todo antes de dos días. Transcurrido ese tiempo, serán proscritos, y cualquier hombre o minotauro tendrá bula para matarlos.

La declaración era una noticia alentadora si era cierta, y Beeyona era tan capaz de mentir en tales asuntos como un barco de hierro de flotar. Torvik realizó un último intento.

—Entonces, mayor razón para buscar a Mirraleen —dijo—. Tiene mejor memoria que yo para las caras.

—Sin duda. Tardaste tres semanas en dejar de llamarme Berilia. Pero cuando ella quiera que la encuentren, aparecerá. Hasta entonces, no puedes hacerle ningún bien poniéndote enfermo, ni atraerla aquí marchándote a otro lugar. Bebe esto.

Una orden del Príncipe de los Sacerdotes habría tenido menos fuerza, una de un dios un poco más. Torvik bebió.

No sabía a nada removido por el pulgar de una persona. De hecho, Torvik no estaba seguro de a qué sabía.

Seguía preguntándoselo cuando empezó a cerrar los ojos y respirar más despacio. Su último recuerdo fue el de querer reírse de lo limpiamente que lo había engañado Beeyona.

Un caluroso día de verano llegaba a su fin en la hacienda Tirabot, con el calor huyendo ante una ululante galerna. La lluvia martilleaba los postigos de los aposentos de Gerik, casi con la violencia suficiente para ahogar el fragor del trueno. Los relámpagos eran tan brillantes que se colaban por las rendijas de los postigos, haciendo palidecer las velas que colgaban por encima de la mesa y se erguían en su centro.

—Me sigue pareciendo una mala idea, que tú y Bertsa vayáis a quemar los suministros —dijo Alatorva el Tuerto—. Ahora no sólo tenemos que defender la hacienda, sino también ayudar a los aldeanos y a cualquiera que prefiera cruzar la frontera hasta Solamnia. Eso significa una caravana más, tal vez dos. Aquí hay trabajo para dos capitanes. Yo quizá tenga el volumen de dos hombres, pero no la pericia de dos capitanes, y tampoco puedo estar en dos sitios a la vez.

—Eres un buen capitán, digno de confianza —dijo Gerik—. Si logramos que nuestros enemigos tropiecen justo antes de atacar, con uno nos bastará. Si no lo conseguimos, ni siquiera veinte serían suficientes.

—Pues manda a Bertsa y quédate tú —replicó Alatorva—. Si estás aquí, atacar la hacienda es atacar la sangre y la propiedad de un caballero, cuando no al caballero mismo.

—Si a la Casa Dirivan le importaran las leyes, no se habría prestado a las conspiraciones del Príncipe de los Sacerdotes —intervino Wylum—. Nada alejará a sus tropas de la hacienda, salvo la llegada de los solámnicos que el alcázar de Dargaard se suponía que mandaría.

Su tono de voz dejaba claro que esperaba que llegasen cuando nevara en plena canícula.

—Pero los mercenarios que han contratado son un punto débil —prosiguió Wylum—. Primero debemos destruir los suministros que sus esbirros confían en que les faciliten el trabajo. Después, cuando se vuelvan remisos, Gerik y yo debemos aprovecharnos de su temor a recibir una recompensa escasa y un castigo serio. Gerik tiene el derecho legal. Yo conozco las leyes de los mercenarios. Quizás incluso conozca a alguno de los capitanes.

Su tono de voz sugería que, en otras circunstancias, no habría confesado que conocía a un mercenario capaz de caer tan bajo como para servir a la Casa Dirivan.

Alatorva soltó un bronco gruñido, como un oso al comerse un salmón que llevara demasiado tiempo muerto.

—No dudes de ti mismo, amor mío —dijo Serafina, palmeándole la mano—. ¿Quién fue el que, con una sola mano, salvó el pueblo?

—¿Y quién tuvo que ser salvado después por una niña que aún no ha cumplido los doce años? —refunfuñó Alatorva—. Menudo capitán.

Era evidente que la escapada de Rubina seguía siendo un punto sensible para el viejo marinero. Gerik dio unos golpecitos sobre la mesa con su anillo de sello.

—Tiene que ser como lo hemos planeado —dijo—. A menos que los solámnicos lleguen a nuestras puertas antes de la puesta de sol, e incluso entonces quizá les pida que a algunos de ellos se unan a nosotros en calidad de testigos. Pero hay algo más. Sería justo y conveniente ofrecer a lady Ellysta los derechos de compromiso matrimonial sobre mí y lo mío, aunque no la hubiera llamado «mi dama» delante de medio centenar de testigos. Soy mayor de edad y ella también. No tiene parientes y ninguno de los míos legalmente adulto lo desaprobaría. ¿Seréis todos testigos de nuestros votos de compromiso?

Si alguien de la mesa deseaba estar en otra parte, no tuvo el valor suficiente para decirlo. Gerik se puso en pie y se dirigió al asiento de Ellysta.

—Mi… mi señora, este compromiso es mi deseo, más que nada en mi vida. ¿Es también el vuestro? —dijo el joven, tras arrodillarse a su lado.

Ellysta apoyó las manos en los hombros de Gerik.

—Con todo mi corazón —susurró, poniéndose en pie a su vez—. Yo, Ellysta, mayor de edad y de familia legítima, aquí, bajo el techo de personas justas y el cielo de los dioses verdaderos…

Por un momento, un trueno retumbó tan brusca y fuertemente que el cielo pareció a punto de desplomarse sobre el tejado, con dioses y todo. Ellysta aumentó la presión de sus manos sobre Gerik.

—… En presencia de testigos honrados, declaro que soy, ante mis ojos y ante los ojos de los dioses, la prometida legítima de Gerik de Tirabot, con todos los deberes y derechos pertenecientes a dicha condición, y que perezca vilmente si cometo perjurio.

Era una forma abreviada de uno de los votos genéricos de compromiso matrimonial y Gerik reparó en que Ellysta había antepuesto los deberes a los derechos, en fugar de como con toda seguridad habría preferido su madre. Pero «derechos» significaba poco en un combate a muerte y no tenían tiempo para juramentos largos.

Por lo menos, el compromiso se había consumado hacía tiempo. Eso concedía a Ellysta más derechos aún de los que quizá concebía, incluyendo el de convertir a un posible hijo que ya llevara en su seno en un descendiente legítimo.

Ahora, si la lluvia se detuviera antes de que los caminos se convirtieran en pantanos…, o bien continuara hasta que arrastrara la tienda de suministros del enemigo y todo su contenido, y tal vez se llevara consigo unas cuantas decenas de mercenarios…

Torvik despertó viendo la rojiza luz del atardecer inundando su camarote, y oyendo unos quedos arañazos cerca de su oreja.

Acababa de recordar que una de las portillas del camarote estaba en esa dirección cuando se abrió de repente. Estuvo a punto de darle en la cabeza. Para esquivarla, Torvik rodó sobre su camastro hasta el suelo, buscando un arma que no llevaba encima, cuando Mirraleen asomó la cabeza y el torso.

Se arrancó una astilla de madera de debajo de una uña y saltó al suelo, se inclinó y empezó a escurrirse el cabello. El resto de su cuerpo también goteaba sobre el suelo y el camastro. Aparte del agua y la vieja daga en un cinturón nuevo de conchas unidas con alambre de bronce, no llevaba nada más.

Torvik se enfadó al ver que dedicaba tanto tiempo a acicalarse antes de explicarle su regreso de entre los muertos. Después recordó las palabras de su madre: «incluso la mujer más indómita se arreglará cuando esté inquieta, o cuando quiera lucir su mejor aspecto para el hombre que ha elegido. En eso, somos un poco como los gatos».

¿Cuáles eran los motivos de Mirraleen? A Torvik se le subió el corazón a la garganta; de hecho, sería incapaz de decir dónde lo tenía. Pero latía con mucha más fuerza.

—Bienvenida a bordo, querida amiga —dijo al fin—. No ordené que fueran en tu busca porque creí que tendrías tus razones para ocultarte.

—¿También porque querías salir tú a buscarme? —dijo Mirraleen. Desenganchó dos eslabones del alambre de bronce y colgó el cinturón de conchas de un clavo, y luego se incorporó—: Menos mal. Quería venir a ti sin que nadie lo sepa.

En ese momento, Torvik supo lo que un día contaría a sus nietos: «recordad, el deseo puede convertir en piedra la lengua más elástica». Sin duda, a la suya le había ocurrido.

Mirraleen se acercó, se arrimó a él y lo besó. Sus labios sabían a miel y sal, y a algo que Torvik sólo pudo comparar con un prado en verano floreciendo por alguna razón bajo el mar, con peces ramoneando entre las algas en lugar de ovejas pastando en la tierna hierba.

Sus brazos cobraron vida propia. Apretó a Mirraleen contra él sin preocuparse de que ninguno de los dos podía respirar así. Era apenas consciente de que otras manos se movían, cuando cayó en la cuenta de que estaba tan poco vestido como ella.

Después, durante mucho tiempo, no supo —ni le importó— dónde estaba o quién era, y ni siquiera si era una persona distinta de Mirraleen.

Wilthur el Pardo había aprendido el conjuro que ahora utilizaba cuando lo llamaban el Ojo de Uchuno. Que todavía mereciera ese nombre era algo que el mago no sabía. Sin duda, el propio Uchuno (un mago Túnica Roja) hubiera desaprobado el uso que Wilthur hacía de esta magia oracular si no llevara muerto cinco siglos.

Wilthur, por otra parte, estaba vivo. Lo mismo rezaba para una buena docena o más de los que habían seguido a los Siervos del Silencio que secuestraron a Torvik. Abandonados por sus amos, habían huido hacia el interior de la isla, prefiriendo la muerte entre los monstruos mágicos a lo que sospechaban que les esperaba en la flota.

Hubieran tenido razón, si el mago no hubiera liberado el Ojo de Uchuno. El conjuro requería una gran cantidad de vidrio volcánico fundido como elemento material, pero en el nuevo hogar de Wilthur eso abundaba como el musgo en un bosque. Cuando salía, adoptaba la forma de un gigantesco ojo rojo que podía abrasar con su fuego cuando su amo deseaba dejar de escrutar para alimentarse.

A través del Ojo, Wilthur podía nutrirse de muchas cosas. En aquel momento deseaba alimentarse del tercer hombre al que el Ojo perseguía. El hombre había pasado toda la noche anterior y todo aquel día dando traspiés por el monte Verde, cada vez a mayor altitud. En ocasiones se preguntaba por qué no lo atacaban ni las plantas ni los animales, y una vez se detuvo e intentó beber de un arroyo.

Wilthur hizo hervir el arroyo en aquel preciso instante, y el hombre corrió como un poseso profiriendo unos gritos que casi alertaron a los minotauros en sus puestos avanzados. Pero ahora sólo había cinco y, prudentemente, no salieron del conjuro protector de Lujimar. Tenían armas y alimentos suficientes para repeler cualquier agresión física, o al menos eso creían. Ya les llegaría su hora. Entre tanto, era la hora del hombre perseguido.

Era un tipo enjuto, de barba rala, que por su coronilla calva debía ser más viejo de lo que aparentaba. Pero corría bien, y ahora que veía el risco a su espalda, parecía dispuesto a darse la vuelta y luchar.

Sería un espectáculo patético cuando lo hiciera, y Wilthur pensaba prolongarlo cuanto le fuera posible. Ahora buscaba el miedo, como algunos hombres buscan el éxtasis.

Con unas cuantas sílabas y un movimiento de su bastón menor, Wilthur alentó un débil resplandor carmesí en la esfera de cristal que colgaba del techo. Ya estaba preparado para recibir, confinar y conservar el miedo del nombre como una bodega conserva un saco de nabos en invierno.

Algunos de los conjuros más potentes de Wilthur necesitaban miedo, igual que otros necesitaban sangre, en cantidades que jamás ningún nigromante hubiera podido imaginar. Pero las opiniones de los demás no eran vinculantes para Wilthur ya antes de llegar a la isla de Suivinari, y mucho menos una vez en ella.

En Suivinari era mucho más que un hombre, más incluso que un mago. Todavía no era un dios, pero dentro de sus propias fronteras (tanto físicas como mágicas) era prácticamente inmune a los ataques de los dioses.

Un buen primer paso.

El Ojo empezó a tejer una telaraña de fuego alrededor del hombre, infligiéndole dolor para añadir sabor al miedo. El hombre desenfundó su cuchillo… y el fuego lo derritió en su mano antes de que pudiera albergar alguna esperanza de quitarse la vida.

Mordiéndose el labio para soportar el dolor de su mano abrasada, el hombre avanzó tambaleándose hacia el risco, y atravesó la telaraña de fuego como si fuera de gasa. Wilthur dispuso que la telaraña se tensara para fundir la roca bajo los pies del hombre y retenerlo en su sitio.

Pero el suelo tembló. No fue más violento que el estremecimiento de una copa de cristal con el contacto de una cucharilla. Pero el temblor encontró una falla en el risco. Toda la pared de roca, más alta que el mástil de la fragata más alta, se desprendió y cayó, y el hombre con ella.

La última sensación que Wilthur recibió del hombre fue de alivio, mezclado con alegría porque iba a reunirse con su esposa, fallecida hacía largo tiempo. De algún modo, una muerte espantosa se había convertido en un apreciado regalo. Wilthur sabía que no era obra suya. Y dudaba de que la respuesta se encontrara en la isla.

Pero si el terremoto procedía de otra parte, ¿cómo había atravesado las defensas de la isla?

Estaba a punto de mandar el Ojo a espiar más lejos cuando el globo de cristal, preparado para el miedo del hombre muerto, cayó del techo. La mesa era de piedra; y el cristal se hizo añicos. Wilthur vio que empezaba a manar sangre de un corte que tenía en el dorso de la mano; goteaba sobre la mesa y desaparecía como si hubiera caído sobre arena.

El mago se alegró de no haber preparado más esferas de cristal. De lo contrario, una podía haber aspirado y retenido su propio miedo.

Torvik creyó que un dios podía haberse sentido como él si hubiera adoptado forma humana y se hubiera unido a alguien como Mirraleen… si es que había alguien como ella. El dios también descubriría que a la vida le faltaba algo después de aquello, como Torvik supo que le faltaría a la suya.

La diferencia, pensó el marinero, estaba a su favor. Él no tenía una eternidad para echar de menos a Mirraleen. En apenas cincuenta o sesenta años, él y sus recuerdos serían polvo, mientras que los de ella seguirían siendo hermosos y deslizándose por los mares de Krynn.

Eso no lo preocupaba ahora lo más mínimo. De hecho, poco podría preocupar a nadie en brazos de Mirraleen. Pero algo la preocupaba a ella. Su abrazo se había vuelto rígido y luego se había deshecho bruscamente. Con el silencio de un espíritu, atravesó el camarote y abrió la portilla por la que había entrado.

Torvik la contempló brevemente, hermosa en algunos aspectos por detrás como lo era en otros por delante. Enseguida decidió que lo que la había inquietado tanto quizá tuviera que ver con el mar… Y él seguía siendo el capitán del Elfo Rojo.

Sólo había espacio para uno en la portilla y, cuando Mirraleen dejó sitio a Torvik, el joven no sabía lo que podía ver. ¿Tormentas, monstruos, portentos o dimernestis nadando a la vista en su forma elfa entre los barcos?

En su lugar sólo vio la lenta masa reluciente de la marea, la confusa silueta de la isla con los dos picos apenas entrando en las sombras y los faroles encendiéndose en las naves. Nada que no hubiera visto decenas de noches.

—¿No lo oyes? —preguntó Mirraleen.

—¿Qué?

—El… grito de las montañas y la respuesta del mar.

Torvik sabía que Mirraleen dominaba la magia. ¿Cómo si no se habría curado de las secuelas de la paliza a manos de los Siervos del Silencio? Pero esto superaba lo que estaba preparado para creer.

O mejor dicho, lo que habría estado preparado para creer antes de ir a Suivinari por segunda vez.

Pero seguía sin ver ni oír nada. Se separó de la portilla y rodeó con un brazo a Mirraleen, pensando en llevarla de nuevo al camastro. Con ella no existía nada parecido al «agotamiento de la pasión».

De pronto la noche se rasgó por el fuego que brotaba de la isla y se reflejaba en el agua, iluminando las flotas como no podrían haberlo hecho las tres lunas juntas. Era como si se hubiera abierto una brecha en la ladera del Humeante, permitiendo que los ojos mortales contemplaran las fraguas del Abismo situado detrás. Bajo esa luz, la piel de Mirraleen se tiñó del mismo color que su cabello.

Torvik también agradeció el resplandor. Ocultaba la repentina palidez de su piel, cuando comprendió lo cerca que podían estar los dioses… y otros poderes, menos amistosos con los hombres.

Los tambores redoblaron y los dieciséis marineros que sujetaban el cabo empezaron a tirar. Solían ser doce los que izaban a bordo a un comandante en jefe de una flota, pero éste era un minotauro. Ni siquiera Thenvor habría sido más elocuente que Pirvan al recordar a los marineros lo que les ocurriría si Zeskuk sufría un «accidente».

Pirvan se hallaba frente a la pasarela del Escudo de la Virtud, justo a popa del palo mayor. Flanqueándolo estaban Gildas Aurinius y sir Niebar, que en realidad no parecía estar en condiciones de salir de la cama, pero había decidido ser el segundo al mando, aunque le fuera la vida en ello.

Los que iban a flanquear a Zeskuk ya estaban frente a Pirvan y sus acompañantes. Eran Lujimar y Juiksum, y el sacerdote no parecía demasiado cómodo. Pirvan conocía algunas de las razones de su incomodidad y sospecha otras.

Más a popa, lado a lado, estaban Fulvura y sir Darin. Los dos iban armados hasta los dientes, pero por una vez su papel estaba a la altura de su misión. Eran observadores de esta ceremonia de bienvenida a Zeskuk a bordo del buque insignia istariano.

Detrás de los observadores se hallaba sir Hermano Halcón y un joven capitán istariano, a la cabeza de una docena de guardias seleccionados a partes iguales de Vuinlod, Istar y los solámnicos. La hermana de Torvik, Chuina, estaba entre ellos. La reunión no sólo contaría con observadores, sino también con protectores.

No porque tuviera mucho sentido, a menos hasta que la recientemente confesada relación de Torvik con los dimernestis ofreciera una nueva manera de atacar la isla. Torvik aún no había dicho nada, por lo que mientras Pirvan confiaba en el hijo de Jemar tanto como en el que más, esa confianza no podía ser prueba de una victoria segura.

Pero Zeskuk había pedido ser recibido a bordo del Escudo de la Virtud, aunque sólo fuera para devolver el gesto de los humanos de subir a bordo del Surcador para celebrar la primera reunión. Era una cuestión de honor, y con las sospechas todavía frescas y espías probablemente a bordo (menos los que hubieran huido a tierra firme o por mar), ninguna cuestión de honor podía tratarse con demasiada delicadeza.

Los tambores retumbaron in crescendo, y Zeskuk se elevó con su silla por encima de la borda. Los marineros cambiaron su punto de apoyo y volvieron a tirar del cabo, y la silla se inclinó hacia la cubierta. A la luz de los faroles, Zeskuk parecía algo encogido y lo más pálido que podía estar un minotauro.

No era atribuible a un efecto de la luz. Lujimar había curado sus heridas exteriores, pero Zeskuk se había negado a guardar cama el tiempo suficiente para que su sangre y otros humores recobraran el equilibrio de forma natural, o a someterse a los agotadores conjuros que acelerarían la curación.

Darin habría hecho lo mismo, por honor. Pero una vez liberado de la tutela de Lujimar, quedó bajo los cuidados de Tarothin y Rynthala. Ellos no aceptaban un no por respuesta en lo que respectaba a su completa curación. Así, Darin parecía estar listo para combatir con cualquier minotauro o cualesquiera tres humanos de Krynn.

Coincidió con el último movimiento de Zeskuk antes de llegar a la cubierta cuando el fuego apareció en la ladera del Humeante.

Fieles a su disciplina (o por miedo a Pirvan), los marineros no se acobardaron. Bajaron a Zeskuk con la delicadeza que usarían para dejar a un bebé en la cuna o un huevo en la paja, para luego precipitarse como un solo hombre hacia la borda, observando y señalando. Un oficial consiguió bramar más que un minotauro y devolver a los marineros a sus puestos junto al castillo de popa.

Incluso entonces, Pirvan oyó murmuraciones sin querer.

—La fragua de Reorx está encendida —dijo un hombre. Otro masculló una obscenidad, seguida por el nombre del dios herrero de los enanos.

—Mmmm —gruñó un tercero—. Pienso tomarme muy en serio a Reorx. Los enanos lo hacen.

—¿Eso significa que te tomas en serio a los enanos? —preguntó el segundo hombre.

—Esto es una obra de enanos —dijo otro—, que será mejor que te tomes en serio antes de encontrártela entre las costillas. En mi pueblo, hablar mal de los enanos trae mala suerte, peor que escupir contra el viento.

El hombre amenazado no replicó. Ahora Pirvan condujo a sus compañeros hasta Zeskuk y todos se volvieron hacia la isla.

—Eso no es un fuego volcánico natural —observó Lujimar.

Pirvan se preguntó si todos los clérigos de todas las razas tenían que estudiar cómo expresar profundidades sin sentido. Por su expresión, Zeskuk opinaba lo mismo.

—Puedes hacer todo lo que quieras para averiguar la naturaleza del fuego —dijo Zeskuk—, y después nos dices lo que es, no lo que no es.

—¿Todo? —Pirvan hubiera jurado que oyó una anticipación casi juvenil en la voz de Lujimar, grave por la edad.

—Casi todo —respondió Zeskuk, y a continuación añadió lo que sonaba a prohibiciones en lengua minotauro, empleando palabras que Pirvan no reconoció. Deseó que Darin estuviera al alcance del oído…, pero el joven caballero podía pensar que sería deshonroso traducirlo.

Pirvan sabía que era muy real y atractiva la simplicidad de rechazar a todos los que no son como uno mismo. Lo mismo podía decirse de emborracharse hasta la locura y destrozarlo todo al paso. Algunas tentaciones eran inofensivas, y el odio no era una de ellas.

El fuego mantenía ahora el mar, la isla y las flotas tan brillantemente iluminados que se podía leer un pergamino sin dificultad. Pirvan vio que Lujimar rebuscaba en los bolsillos del chaleco que llevaba sobre su túnica, con una expresión también universal en los sacerdotes: el aspecto de alguien que necesita papel, pluma y tinta, pero no recuerda dónde los dejó.

Pirvan chasqueó dos dedos para llamar la atención de un marinero.

—A mi camarote y deprisa —dijo—. Trae material de escritura, todo el que encuentres. Lujimar lo necesita. —El marinero abrió la boca, se lo pensó mejor antes de decir algo y se alejó a toda velocidad.

Cuando regresó, el fuego del Humeante se estaba extinguiendo como brasas que se oscurecen bajo una fina lluvia. Pirvan se preguntó si el fuego era natural, después de todo, pero no se atrevió a formularle la pregunta a Lujimar.

El minotauro estaba demasiado ocupado haciendo preguntas a todos los que tenía cerca y escribiendo cada respuesta, tanto si eran razonables como si no.

Mientras la brillante luz del Humeante se apagaba lentamente, Torvik reparó en que la piel de Mirraleen parecía resplandecer. Era como si se hubiera empapado de luz como una esponja y ahora la expulsara como un alga fosforescente.

Las manos de Torvik se movieron como si tuvieran voluntad propia para buscar lugares cómodos en la piel de Mirraleen. Ella bajó la vista y se echó a reír.

—Tenía las manos frías —se excusó Torvik—. Es una noche muy extraña.

—Es verdad —dijo ella—. Pero puedo calentar más partes de ti que las manos. —Bajó la boca mientras él subía la suya y durante un rato estuvieron ocupados calentándose mutuamente.

Después durmieron otro rato. Mucho rato, porque cuando Torvik despertó, las primeras luces del alba teñían el horizonte por el este de un verde translúcido.

Mirraleen, que se había quedado dormida en sus brazos, estaba ahora en cuclillas en el suelo, provista otra vez de su cinturón y su cuchillo, y estudiaba una carta de navegación desenrollada. Torvik se preguntó cómo la había encontrado, hasta que vio la cerradura forzada del arcón que había al otro lado del camastro.

—Necesito saber el nombre humano para lo que nosotros… lo que yo llamo el escollo del Cubil del Pez Pluma —dijo—. Está a una media legua al sur del cabo del Humeante, en línea recta. Cuesta reconocerlo, a menos que el viento sople del sur, cuando está cubierto por la marea, pero…

Torvik se sentó al lado de Mirraleen y juntos examinaron la carta. Estaba mucho más claro afuera cuando finalmente coincidieron en que el escollo del Cubil del Pez Pluma era el mismo que los humanos llamaban el Daño de Yuon.

—Ve allí esta noche, a la puesta del sol —dijo ella—. Tú y suficientes capitanes de confianza para mandar… a un centenar de guerreros escogidos. No necesitas llevar a todos los combatientes, como es natural.

Torvik dudaba de que ningún capitán digno de confianza prometiera el servicio de sus hombres sin dejarles ver por sí mismos lo que se avecinaba. Pero afrontaría ese problema cuando supiera si iba a ser tal o no.

Por fin, Mirraleen se desenredó grácilmente y besó a Torvik, un suave roce de labios que pareció satisfacerlos a ambos. Después salió por la portilla y se zambulló en el mar.

Mientras observaba cómo se alejaba, Torvik vio un brazo alzado a modo de despedida. Enseguida, ella desapareció en la calma de la mañana y él volvió a su camarote para enfrentarse a la tarea de formar un grupo de combatientes dispuestos a tratar con dimernestis para infiltrarse con esos amigos en la guarida de un mago.