15

Pirvan no aprobaba el desafío de Darin a Zeskuk, pero ni él ni sir Niebar habían hecho valer su autoridad como Caballeros de la Rosa para impedir el torneo. Ambos dudaban de que tuvieran tanta autoridad, y las dudas de Niebar tenían un peso especial para Pirvan. El alto caballero había olvidado tanto sobre las leyes que rigen la conducta entre razas como Pirvan había aprendido.

Además, Pirvan se negaba a creer que Darin se hubiera vuelto loco de repente y olvidado de todo lo que sabía sobre los minotauros. Si Darin moría aquella noche, Pirvan sabía que el joven caballero moriría en su sano juicio, mirando al enemigo de frente y convencido de que lo que hacía era honorable para los caballeros y para el objetivo con el que todos ellos habían ido a la isla de Suivinari.

Pirvan se lo había dicho a sí mismo con tanta insistencia que había empezado a creérselo. Ahora, lo único que faltaba era convencer a los demás humanos de estas simples verdades, si de veras Darin acababa de presenciar su última puesta de sol.

Las últimas luces de aquella puesta de sol habían abandonado el cielo cuando Pirvan y Haimya desembarcaron de su bote. Sin embargo, las antorchas que señalaban los límites del cuadrilátero donde tendría lugar el combate estaban tan próximas unas a otras y ardían con tanta intensidad que un escarabajo no podría haber cruzado el área sin ser visto.

El cuadrilátero era un tramo de playa de arena removida, apisonada y rastrillada hasta quedar plana como la bolsa de un aprendiz de ladrón y dura como el corazón de un usurero. Medía sesenta pasos de lado, lo bastante grande para que un minotauro no se sintiera confinado y lo bastante pequeña para que un humano ágil no pudiera pensar en esquivar eternamente las embestidas de Zeskuk.

Sin embargo, Darin sabía más que suficiente sobre las artes marciales de los minotauros para esperar algo más que simples acometidas. Zeskuk, sin duda, sabía que Darin lo sabía… y que un humano del tamaño de un minotauro podía responder con sus propias variantes de las técnicas de los minotauros. Alguien que sólo tuviera el interés desapasionado de un observador de un raro emparejamiento de adversarios podía esperar una velada muy emocionante.

Después de la dolorosa pérdida de Sirbones —una pérdida a la que Pirvan se había obligado a no sucumbir hasta la consecución de la tarea que tenía entre manos—, estaba más nervioso por la posibilidad de la muerte de Darin de lo que quería reconocer. Pirvan confiaba en saberse morder los labios cuando no estuviera mandando sanadores al cuadrilátero.

El perímetro interior estaba acordonado por minotauros y humanos, distribuidos en varios grupos compactos, bien armados y alerta, convenientemente separados unos de otros. Por lo menos un centenar de pares de ojos escrutaban la oscuridad tierra adentro. Los minotauros habían quemado además hasta el último rastrojo de sotomonte, y tanto los minotauros como los humanos habían colocado más antorchas y encendido hogueras de vigilancia a lo largo del cordón de seguridad.

No quedaba nada cerca del cuadrilátero para que nadie que no fuera un dios le diera vida. Tampoco podía acercarse nadie por tierra sin ser visto a cien pasos de distancia; y desde el mar, la zona estaba vigilada por media docena de naves de cada flota y dos docenas de botes de remos o vela montando guardia.

Si el cuadrilátero hubiera sido la tienda de un emperador, no habría sido posible protegerla mejor, pero lo que más animaba a Pirvan era la presencia de Lujimar y de Revella Laschaar. Se situaron entre el cordón de seguridad y la arena, cada uno con dos asistentes y un escabel ceremonial, aunque ambos estaban en pie y parecían dispuestos seguir así un año entero. Los dos vestían sus túnicas más formales, pero tenían la cabeza descubierta e iban descalzos. Lujimar llevaba un amuleto colgado de su escabel, mientras que lady Revella había dejado su bastón apoyado en su asiento.

Todo el poder de curación necesario para todo menos la nigromancia estaba presente en ellos dos. También una memoria perfecta y un agudo sentido del honor. Probablemente Lujimar veía más lejos en el futuro de ambas razas, en lugar de limitarse a querer devolver un favor recibido hacía unos diez años.

O tal vez no. No consentirían que ninguno de los contendientes o ellos mismos conocieran el deshonor para salvar la vida. Mientras eso rigiera el duelo, sería limpio y el resultado, el que la habilidad y los dioses permitieran. Mientras eso existiera en Krynn, ni los sanguinarios Thenvors, ni los Príncipes de los Sacerdotes, ni los jinetes fantasmas conseguirían una victoria fácil, que era lo que siempre buscaba toda su ralea.

Pirvan y Hermano Halcón se habían ofrecido como asistentes de Darin, pero él había elegido a Rynthala, ya que ella podía entrar y salir libremente del territorio de los minotauros… y este cuadrilátero estaba en un territorio que incluso la mayoría de los humanos reconocía a los astados.

Por eso fue Rynthala quien sacudió ritualmente cada prenda de Darin mientras él se desvestía, hasta quedarse sólo con un taparrabos. Fue Rynthala quien untó de aceite la piel de Darin, en parte para prepararla para los conjuros de curación y en parte para evitar que Zeskuk pudiera agarrarlo con facilidad.

Fue también Rynthala quien debió untar de aceite la piel de su marido cien veces con anterioridad, en instalaciones más íntimas. Pirvan lo identificó sin problemas en los ojos embelesados de la mujer.

En el lado opuesto del cuadrilátero, el hijo de Thenvor, Juiksum, hacía los mismos honores a Zeskuk, aunque el minotauro sólo tuvo que quitarse el faldellín y las sandalias y ya estaba vestido para el duelo. Parecía apoyarse preferentemente en una pierna, pero podía ser un truco fácil de utilizar para un luchador experto y, de todos modos, Darin probablemente tenía ventaja en cuanto a velocidad. Seguiría hallándose frente a un adversario que podía atacar con el doble de fuerza y soportar el triple de castigo que casi cualquier humano.

Fulvura no estaba lejos, con los brazos cruzados sobre el pecho. Llevaba una sencilla túnica con brazaletes de cuero en las piernas y antebrazos. Como exigía la ley, iba desarmada, pero Pirvan confió en que ningún humano fuera tan tonto como para creerla un blanco fácil para la venganza si Darin sucumbía.

—No te preocupes, buen caballero —dijo Fulvura—. Cuando Zeskuk dice que una lucha no tiene que ser a muerte, su palabra vale tanto como un juramento.

—No lo he dudado ni por un momento —dijo envaradamente Pirvan, para impedir que Haimya dijera algo menos educado.

—No pensaría peor de ti si temieras por Darin —continuó Fulvura—. Si yo tuviera un pupilo como ése, capaz de entrar en el cuadrilátero con una posibilidad de salir de él como emperador… bueno, no amaría a nadie que pudiera derrotarlo ni por casualidad.

—Nosotros tampoco amamos a quienes… —empezó a replicar Haimya. Podía haber dicho algo desafortunado, de no ser por lo que ocurrió a continuación.

Antes de un trueno debería verse un relámpago, pero esta vez estalló sin previo aviso. Fue lo bastante fuerte como para ensordecer durante un momento a todos los presentes y, aunque no hubiera avisado de su llegada, lo acompañaba una racha de viento sólido como el puño de un gigante. Entre los ensordecidos por el trueno y los cegados por la arena arrastrada por el aire, pocos vieron lo que apareció en el interior del cuadrilátero como surgido de la nada.

Pirvan fue uno de esos pocos. Vio una lancha de desembarco, calculó que del tamaño aproximado de un bote de seis plazas. En él iban cuatro hombres armados y enmascarados delante y otro a popa. En medio había un hombre y una mujer encadenados a un banco y atados con sogas que los mantenían encogidos en posiciones forzadas.

Los cinco hombres armados vestían la túnica negra y la máscara blanca de los supuestamente desarticulados Siervos del Silencio.

El hombre atado era Torvik. Pirvan no reconoció a la mujer, pero era alta, de cabello castaño rojizo y tenía las orejas puntiagudas como los elfos.

El hombre de la popa de la lancha saltó a la arena y desenvainó su espada. Era otro utensilio ceremonial, una espada corta con una hoja de feo filo dentado, como una versión menor de clabarda minotauro. Levantó la espada.

—Escuchadnos, oh, esclavos de la iniquidad, mientras hablamos en nombre de la virtud que desconocéis —dijo el hombre enmascarado—. Oíd nuestras palabras y la virtud quizá venga a vosotros. Desoídlas y la muerte será el destino de estos seres corrompidos, mientras que la ignorancia y la derrota serán el vuestro.

El hombre hizo una pausa para asegurarse la atención de todo el mundo. A Pirvan le pareció innecesaria. Incluso la brisa marina parecía contener el aliento. Pero el silencio le dio ocasión de estudiar a los que rodeaban el cuadrilátero y a dos en particular.

Revella Laschaar, al parecer menos sorprendida de lo que debería… pero también enfadada, como si no debiera haberse sorprendido.

Zeskuk, que mantenía una expresión tan inescrutable que Pirvan creyó que debía costarle un gran esfuerzo conseguirlo… por razones que ningún humano sería capaz de adivinar.

Zeskuk no podía descifrar la expresión de lady Revella, pero no lo necesitaba. Lujimar estaba más cerca, tenía una vista más amplia y dominaba la magia.

Lo que expresaba el rostro del sacerdote minotauro era una acusación clara: lady Revella poseía información culpable que podía acarrearle sus conjuros a quien intentara poner fin a aquella farsa antes de que cayera el deshonor sobre todos los presentes.

O al menos lo que Zeskuk esperaba que se quedaría en simple farsa. Aquella hoja de filo dentado y el atuendo ceremonial de los Siervos del Silencio eran poco tranquilizadores. Tampoco era buena señal la capacidad de los secuestradores de Torvik y la mujer elfa de surgir de la nada. Ella era dimernesti, ¿era ése el secreto del joven capitán?

De haberse hallado en cualquier otro lugar, con cualquier arma en la mano, Zeskuk se habría sentido más libre de elegir lo que debía hacer a continuación. De haber sido diez años más joven, con los shatangs a punto, habría tenido la vida de los secuestradores en sus manos.

En las actuales circunstancias, juzgó prudente escuchar un momento, descifrar el rumbo que pensaba tomar aquella escoria de alcantarilla. Su líder era uno de esos tipos, enojosos en cualquier raza, que jamás usaba dos palabras cuando cinco irían el doble de mal. A pesar de ello, y de que hablaba con un acento que Zeskuk no reconoció, salvo que no era istariano puro, acabó dejando claras sus intenciones.

—Torvik Jemarson es culpable de traición, impudicia, falta de virtud… —y una lista completa de otros delitos. Zeskuk habría jurado que oyó «escupir en cubierta», pero dudó de la agudeza de su oído. La diatriba proseguía—: …y por todos estos crímenes contra los hombres y los dioses, su vida queda confiscada. Pero la caridad es una virtud. Yo y mis seguidores, defensores de la virtud, estamos dispuestos a ser piadosos si las flotas acceden a las condiciones que voy a enumerar: todo Suivinari reconocerá como máxima autoridad a estos cinco hombres…

Zeskuk reconoció sólo a dos de los nombres, y porque eran unos perros falderos del Príncipe de los Sacerdotes tan evidentes que incluso los minotauros habían oído hablar de ellos. Andrys Puhrad, con su fama de diplomático con todos, no era uno de los cinco. Tampoco había ningún amigo de sir Pirvan. Zeskuk se preguntó qué ejército tendrían aquellos defensores de la virtud para imponer sus disparatadas exigencias. ¿O acaso no les importaba si se cumplían tales exigencias, siempre que plantearlas causara problemas?

—Todas las fuerzas expedicionarias de Suivinari jurarán además luchar codo con codo hasta que la isla sea purificada. Torvik ha descubierto un camino hacia la victoria, aunque sea a través de su trato impúdico con la hembra dimernesti Mirraleen. En cuanto todos hayan prestado juramento a los nuevos dirigentes, ese camino será revelado. Después Torvik será puesto en libertad, para que redima su honor como humano enviando a sus combatientes a purificar Suivinari. Mirraleen será confinada como rehén para garantizar la continuidad de la ayuda de los dimernestis. Quizás espere la libertad en cuanto se obtenga la victoria, pero sólo para encontrar la mas cruel de las muertes si intenta huir o los suyos se rebelan contra la flota que defiende la virtud.

Varias ideas adicionales surcaron la mente de Zeskuk, la primera de ellas la supina ignorancia de aquellas personas sobre los minotauros. El líder parecía creer que la Raza Predestinada abandonaría la isla de Suivinari (y su parte de gloria), lucharía (y sería derrotada) o se sometería dócilmente al nuevo consejo (que probablemente no tenía conocimientos bélicos ni ninguna otra virtud).

La segunda idea de Zeskuk fue que tal vez el líder conocía mejor a los minotauros de lo que parecía a primera vista. Esta farsa probablemente sembraría disputas entre los humanos y los minotauros que ningún duelo de honor podría resolver.

Entonces la victoria sería imposible o, por el contrario, tan costosa que apenas merecía la pena. El único que saldría ganando si dejaban la isla de Suivinari en manos de su actual gobernante sería ese gobernante. ¿Sabían los Siervos del Silencio que eran servidores involuntarios de Wilthur el Pardo? ¿Lo sospechaba lady Revella?

Las respuestas a estas preguntas podían esperar. Zeskuk comprendió que, por el momento, era necesario que quienes conocían la verdad actuaran para poner fin a la farsa. Como él era el único…

Por un momento, el jefe minotauro habría dejado de respirar de buen grado si así hubiera llamado menos la atención. Arrastrando los pies, intentó dar la impresión de que estaba comprobando los músculos de una pierna débil en lugar de preparándose para saltar.

Arrebató la toalla de las manos de Juiksum, dios tres rápidas zancadas y saltó por encima de la línea de antorchas al interior del cuadrilátero.

El cristal oracular de Wilthur acababa de proporcionarle una imagen lo bastante clara del cuadrilátero cuando el comandante en jefe de los minotauros saltaba por encima de las antorchas. Las maldiciones del mago habrían descascarillado la pintura de las paredes de su fortaleza, si alguna estuviera pintada. En su lugar cayeron sólo esquirlas de roca y polvo fino.

Sus pensamientos avanzaron precipitadamente… para descubrir a su Creación tan reacia como siempre a salir a mar abierto. Ninguna distracción por esa parte.

Tampoco ninguna distracción por parte de los animales o las plantas próximos al cuadrilátero. Los humanos y los minotauros habían realizado su labor demasiado a conciencia para eso.

Por otro lado, no podía operar abiertamente con su magia por temor a que los Siervos del Silencio se preguntaran si contaban con otra ayuda que la de lady Revella. Eran orgullosos y obtusos; morirían antes de servirle a él conscientemente, aunque consiguiera, limpiar Krynn de los que carecían de virtud, así como de todo mago de la historia, y mejor que casi todo el mundo.

Sin embargo, si alguien mataba a Zeskuk, y de un modo que pareciera deberse al deshonor de algún humano…

Sí. La paz siempre tenía suficientes enemigos, y amigos odiados, para realizar esa labor.

Así, en esta ocasión, no sería necesario borrar el rastro de sus conjuros obnubiladores. Aquellos cuyas mentes había distorsionado, morirían pronto en la lucha o no tendrían recuerdos coherentes de la invasión de su mente por parte de Wilthur.

Pirvan se quedó tan sorprendido como el que más por la carrera de Zeskuk hasta el cuadrilátero. También pensó que los perplejos rostros boquiabiertos del público eran casi una copia idéntica del suyo. Entonces se movió Darin, con tanta rapidez que Pirvan comprendió que por lo menos un hombre no se había sorprendido. Lo cual no explicaba lo que se proponía.

Los movimientos de Darin fueron una reproducción casi exacta de los de Zeskuk, considerando que el humano saltaba mucho mejor que el minotauro. El brinco de Darin por encima de las antorchas lo llevó a medio camino de la lancha. Acto seguido, el hombre y el minotauro corrieron hacia la embarcación desde direcciones opuestas.

La comprensión iluminó como el amanecer la conciencia de Pirvan. Lo que intentaban Darin y Zeskuk, fuera lo que fuese, lo harían estando tan cerca que nadie podría atacar a uno desde lejos por miedo a herir al otro. Lanzas, flechas, piedras, cualquier cosa lanzada o disparada sería inútil.

Si alguien quería ayudar a los Siervos del Silencio, tendría que hacerlo muy de cerca. Eso significaba violar los sagrados límites del cuadrilátero, además de ponerse al alcance de un hombre corpulento y un minotauro aún más voluminoso, ambos luchadores bien entrenados y ninguno amigo de las visitas inesperadas.

Alguien fue lo bastante necio para no ver lo que era evidente. A unos pocos pasos de Pirvan, un hombre se había descolgado el arco y montaba una flecha. Tampoco había visto a Fulvura, que estaba justo a su lado. Como si extendiera el brazo para rascarse, la guerra minotauro descargó un puñetazo colosal que alcanzó al hombre entre las paletillas y lo derribó como un pelele. Antes de que pudiera levantarse o alguien acudiera en su ayuda, Haimya se situaba detrás de Fulvura, comprobaba con expresión seria si el hombre caldo estaba herido.

Apoyaba una rodilla en el brazo derecho del hombre y la otra en su pecho. Entre la multitud, nadie más que Pirvan y Fulvura vieron que también había desenvainado una daga, que apuntaba a la garganta del caído.

Habría sido esperar demasiado que el arquero fuese el único necio presente. El siguiente arrojó una lanza… Pero ahora había otros alerta.

Un conjuro protector cayó sobre el cuadrilátero con tanta violencia que la arena salió volando cuando sus bordes la golpearon. El escudo se extendía unos diez pasos en todas direcciones a partir de la lancha, con los cinco Siervos del Silencio y los dos prisioneros del interior, y los dos futuros duelistas, que ahora estaban lo bastante cerca como para estrecharse la mano.

La lanza rebotó en el escudo mágico y retrocedió violentamente, recorriendo el camino inverso. Ya era esperar demasiado que atravesara a quien la había arrojado, pero hizo algo mejor: clavarse inofensivamente en la arena.

Pirvan vio que era Lujimar quien formulaba el conjuro, si la postura del minotauro con los ojos bajos y ambas manos sobre el amuleto que colgaba alrededor de su cuello significaban algo. También vio que lady Revella desviaba la mirada del cuadrilátero a Lujimar… y luego a su bastón.

Los pies del caballero iban justo detrás de sus pensamientos. Pirvan arrancó desde las filas de espectadores, atravesó una equina del cuadrilátero y se arrojó sobre el bastón de lady Revella justo antes de que las manos de la mujer se cerraran a su alrededor.

Rodó con la agilidad de un hombre más joven, sólo ligeramente entorpecido por el bastón, y se levantó con él en una mano y una daga desenfundada en la otra. Lady Revella miró al caballero con sorpresa y levantó la mano.

Pirvan clavó la daga por debajo del anillo de plata con runas grabadas del mango del bastón. Tarothin le había enseñado que un anillo de plata significaba que los conjuros que contenía o que poseía el bastón podían neutralizarse con hierro frío. Por la expresión de lady Revella, Tarothin tenía razón.

—Pirvan, no puedes usar mi bastón —dijo la mujer—. Podrías morir si trataras de usarlo mientras lo empuñas.

Reírse a la cara de una hechicera Túnica Negra no parecía una idea sensata.

—¿Podríais utilizarlo después, si lo hago? —replicó Pirvan.

—No, pero ¿lo quieres inservible?

—Hasta que confíe en vos —respondió—, sí.

Revella reaccionó como si la hubieran abofeteado. Pirvan se planteó brevemente la posibilidad de entregar el bastón a Lujimar, pero sabía que eso podía provocar que los conjuros de la mujer y los del minotauro se neutralizaran mutuamente.

Además, ver que un minotauro recibía instrumentos de un mago humano podía sacar de quicio a algún humano de ideas alocadas, hasta el punto de atacar a Pirvan. Eso podía empeorar aún más la situación. Pirvan vio que tenía una ventaja y la aprovechó.

—Lady Revella —dijo—, no sé qué conspiración habéis urdido ni con quién. Sé todavía menos sobre lo que pretendéis, o hasta qué punto lo que ha ocurrido ya ha ido más allá de eso. Pero sí sé que, intencionadamente o no, habéis ayudado a poner en peligro la paz entre los hombres y los minotauros, nuestro trabajo aquí en la isla de Suivinari y las vidas de la mayoría de aquellos a quienes un día agradecisteis que ayudaran a vuestra hija Rubina.

La boca de lady Revella se abrió sin que saliera de ella ni una palabra (al menos que Pirvan oyera a pesar del tumulto). Después se arrodilló y ocultó el rostro entre las manos.

Pirvan se preguntó si debía aplaudirse por su conjetura afortunada o dejar que la hechicera Túnica Negra llorara sobre su hombro. Haimya le quitó de las manos el problema apresurándose a arrodillarse al lado de la hechicera.

—¿El arquero está…? —Pirvan no pudo concluir la pregunta.

La respuesta de Haimya fue una expresión lúgubre, como si el propio Pirvan Riera responsable del sufrimiento de Revella. El caballero decidió que la duración de cinco vidas no bastaría para que un hombre comprendiera cómo las mujeres se apoyan en la adversidad. También comprendió que ahora no obtendría una respuesta sensata de Revella y que Lujimar estaba demasiado ocupado para responder a pregunta alguna.

Pirvan se resignó a dejar que la lucha siguiera su curso en el interior del escudo. Al menos podía guardar las espaldas a Lujimar.

La lucha fue breve pero sangrienta. Cinco luchadores humanos bien entrenados no hubieran sido rival alguno para Zeskuk y Darin. Pero los Siervos del Silencio no eran simples matones y estaban armados con espadas rituales de filo dentado y dagas largas, contra dos oponentes de mayor tamaño pero desarmados y sin armadura. El combate bien podía acabar con la victoria de los esbirros del Príncipe de los Sacerdotes, de no haber sido porque Zeskuk y Darin pensaban casi lo mismo desde el momento en que el escudo se cerró a su alrededor.

Zeskuk se sorprendió por la rapidez con que él y Darin se habían convertido en un equipo, y luego comprendió que no había razón sorprenderse. Darin había sido educado como minotauro, hablaba la lengua minotauro y sin duda estaba observando a Zeskuk y oyendo hablar del estilo de lucha del otro desde el momento en que pensó en el desafío.

¿O alguien se lo habla sugerido? La rápida creación del escudo por parte de Lujimar podía ser sólo el sentido común que salva vidas. También era un poderoso conjuro para que ni siquiera Lujimar lo lanzara sin más de unos segundos de aviso.

En cuanto a Zeskuk, tenia que reconocer que había estudiado los movimientos de Darin, en el campo de batalla y fuera de él, para ver cómo se reflejaba en un humano la educación de Waydol. Después del desafío había afinado su escrutinio. Preparándose para ser adversarios, él y Darin hablan acabado prácticamente entrenándose para luchar en equipo.

Por eso Zeskuk se arrojó bajo la proa de la lancha y la levantó cuanto pudo, empujándola hacia atrás con toda su fuerza para que la sacudida fuera lo más violenta posible. Darin dio un salto atrás y se agachó por debajo de un tajo de espada, y ocupó su lugar en la popa de la embarcación inclinada.

Sólo en los relatos de caballerías habrían caído de bruces los cinco Siervos del Silencio y se habrían partido el cuello o el cráneo, cuando la lancha alcanzó la vertical. Todos cayeron; sólo permanecieron a bordo los dos cautivos, atados al banco.

No obstante, los cinco aterrizaron de pie, sin apenas perder el equilibrio. Zeskuk también supuso que eran demasiado duros de mollera y rígidos de cuello para hacerse daño aunque se hubieran caído por la borda dando volteretas.

Zeskuk y Darin estaban preparados para enfrentarse a sus adversarios. Zeskuk dejó que uno de los Siervos le clavara su filo en el brazo izquierdo. Antes de que el hombre pudiera retirar la espada, Zeskuk golpeó con el canto de la mano el brazo del hombre que sostenía la espada. Lo fracturó; el hombre profirió un alarido; Zeskuk convirtió los gritos en jadeos con un puñetazo en el estómago. Cuando el hombre se cayó de bruces, dejó al descubierto la nuca y Zeskuk volvió a golpear con el canto de la mano como si fuera un hacha sobre la columna expuesta.

Mientras tanto, Darin había retrocedido dos pasos, levantado un pie como una cigüeña y girado sobre el otro pie para descargar una patada en el pecho de uno de los oponentes. El acero de la espada desgarró la pierna de Darin, pero el pie tenía el tamaño de una pezuña de minotauro y casi la misma dureza. Zeskuk oyó el crujido de las costillas al quebrarse y vio al hombre salir volando hacia atrás para estrellarse contra un camarada y derribarlo. Zeskuk sólo tuvo que dar dos pasos y esquivar sólo un corte de espada antes de cocear al hombre en la cabeza, que estuvo a punto de separarse de su cuello.

Esto dejaba a Zeskuk y Darin con un solo contrincante cada uno. Darin recogió una espada del suelo y le tiró otra a Zeskuk para igualar las fuerzas. Zeskuk sonrió, pues de algún modo esperaba que el caballero acabara el combate con las manos desnudas, debido a alguna idea introducida en su cabeza por el Código, la Medida o sir Pirvan.

En cambio, Darin demostró que conocía los principios minotauros de no desperdiciar una lucha honorable con un oponente deshonroso. Hizo una finta, dejó que el líder se desequilibrara con una estocada precipitada y luego atacó con la espada y el puño a la vez. El líder describió un arco de sangre en el aire y se desplomó con un brazo casi seccionado por completo.

Cuando Darin se arrodilló y arrancó la máscara del rostro del líder para vendar el brazo mutilado con ella, Zeskuk ya había acabado con su adversario. El hombre intentó huir, pero Zeskuk aún tenía un brazo bien y un remo suelto de la lancha. También tenía la mayor parte de la habilidad que le había reportado premios de lanzamiento de shatang.

El remo no estaba tan bien equilibrado como un shatang, pero hizo su trabajo. Zeskuk oyó los dientes del hombre unirse de golpe cuando el remo lo golpeó en la base del cráneo. Le dio tan fuerte que el hombre resbaló con la arena calcinada de alrededor del escudo y cayó de bruces con la cara medio enterrada en la arena.

En esa posición era imposible que respirara, pero Zeskuk dudaba de que el hombre pudiera volver a respirar. El minotauro se volvió hacia Darin y vio que el humano terminaba de vendarle el brazo al líder, y se sentó a su lado.

—Servirá de prisionero —dijo Darin, jadeante— si conseguimos curarlo.

—Hay sanadores de sobra fuera del escudo, si son capaces de decidirse a retirarlo —dijo Zeskuk. No pensaba mencionar a Lujimar ante Darin, aunque dudaba de que el sacerdote minotauro y el guerrero humano tuvieran tantos secretos uno para el otro.

—Entonces dejémoslos —dijo Darin—. Esta noche no me importaría quedarme mucho rato sentado y tú necesitas los dos brazos.

—Cierto, pero hemos jurado batirnos en duelo y aún estamos en el cuadrilátero —recordó el minotauro al caballero—. ¿No deberíamos cumplir nuestro juramento?

—Naturalmente —respondió Darin. Cojeó hacia Zeskuk, unió los puños en una sola arma y le golpeó suavemente en la base del cuerno izquierdo.

El golpe simbólico hizo que Zeskuk girara la cabeza. Respondió con un puñetazo a Darin en la región lumbar con la mano buena.

—Declaro que Zeskuk no pretendía faltar al honor en nada de lo que planeaba —dijo Darin.

—Declaro que Darin ha demostrado valor en todo lo que ha hecho en el interior del cuadrilátero —replicó Zeskuk.

A continuación, ambos tuvieron que sentarse otra vez, para no caer desfallecidos. Intentaban recuperarse cuando el escudo cayó, dejando paso al fresco aire marino, y una muralla de sonidos de voces, humanas y de minotauros, estalló sobre ellos.

Durante un breve instante, después del final del conjuro protector, Lujimar se tambaleó y a punto de caer aún más desfallecido que los dos que había salvado.

Pirvan había decidido proteger al sacerdote minotauro situándose a su lado con la espada desenvainada si fuera necesario, y al Abismo con el escándalo. Lujimar se había ganado innumerables enemigos aquella noche. Si uno de ellos conseguía acercarse a él con un arma, todo el bien hecho hasta entonces podía desvirtuarse.

Pero Lujimar se dominó y caminó hacia el cuadrilátero, pasó por donde los humanos y los minotauros se afanaban por encender de nuevo las antorchas. La muchedumbre que se había abalanzado hacia los luchadores y los Siervos del Silencio caídos se abrió ante la presencia del minotauro, y el tamaño de los puños que mantenía en alto también le facilitaron el paso.

Lady Revella estaba de nuevo en pie, con los ojos enrojecidos clavados en el cuadrilátero.

—Me pregunto si Lujimar tiene un lugar para mí en su fortaleza —dijo en voz baja—. Aunque sea de esclava en la cocina. No merezco nada mejor.

—Eso deben juzgarlo los dioses, y quizá los hombres si se enteran de lo que habéis hecho —replicó Pirvan—. ¿Podéis contarme un poco, para que parezca que sé lo que está ocurriendo?

—Con mucho gusto… No, no con gusto —respondió Revella—. Nunca con gusto. Esto ha costado demasiada sangre. Pero te lo contaré. Aunque en un lugar más tranquilo y después de que me digas cómo sabías que Rubina era hija mía.

—Estabais dispuesta a ir contra el Príncipe de los Sacerdotes para aliaros con quienes salvaron a Rubina —dijo Pirvan—. Yo haría muchas cosas para devolver el favor a quien ayudó a un amigo o un pariente lejano, pero algo así, algo que va contra el Código y la Medida… sólo por Haimya o mis hijos.

—Te lo agradezco —dijo Haimya, en un tono medio cáustico y medio tierno—. Pero observa atentamente a Revella y dime si no te recuerda a Rubina.

—Tarothin también vio el lazo de sangre —dijo Revella—. Pero decidió respetar el secreto de una colega de profesión.

—En el momento menos oportuno, me temo —dijo Pirvan—. ¿Me equivoco si digo que Rubina se parecía más a su padre que a vos?

—No, pero quien busca puede encontrar el parecido.

No había un lugar donde hablar en privado sin alejarse peligrosamente de la luz y la protección, y Pirvan no podía alejarse ni para ir a un lugar seguro. Hasta que sir Niebar y Tarothin desembarcaran, era lo más parecido a un comandante que podía haber en aquellas costas.

Escuchó atentamente la explicación de lady Revella de cómo había ayudado a unos hombres que deseaban poner a prueba un conjuro que les permitiera viajar por tierra sin ser detectados. Tal vez no funcionara, y en ese caso estarían perdidos. Si triunfaban, sería un paso hacia la victoria.

Pero no había hablado directamente con aquellos hombres. Había tratado con ellos a través de un intermediario que, al parecer, había incluido a Lujimar en su círculo de confianza. El intermediario también sabía, o adivinaba, que los planes de los hombres iban mucho más lejos de lo que querían que él admitiera ante lady Revella.

—¿Por eso se lo dijo a Lujimar, pero no a vos, y por eso os sorprendisteis vos y Lujimar no? —preguntó Pirvan.

—Me parece una manera tan buena como cualquier otra de describir lo que sucedió —respondió Revella.

Pirvan masculló una retahíla de maldiciones seguidas.

—Me gustaría hablar con ese… con esa persona. A todos nos será útil saber que los Siervos del Silencio del Príncipe de los Sacerdotes no sólo vuelven a campar a sus anchas, sino que además reclutan espías minotauros y tratan de corromper a altos magos.

—Su nombre es un secreto que yo no…

Esta vez Pirvan no se limitó a mascullar las maldiciones.

—¡Se piensa demasiado en los secretos ajenos y no lo suficiente en que nuestro honor también se basa en mantenerlos a salvo! —espetó.

Señaló la lancha, donde Lujimar estaba ahora desatando a Torvik y Mirraleen, partiendo las sogas con las manos desnudas y arrancando las cadenas de los soportes de los remos.

—Si Torvik hubiera dicho una palabra más, ¿habrían sufrido él y su acompañante ese martirio? —continuó el caballero—. ¿Se habrían puesto en peligro Zeskuk y Darin en el cuadrilátero? ¿Habría tenido yo que amenazar con destruir un bastón de mago, algo que hace que un hombre parezca idiota si no puede y que muera si puede?

Torvik y Mirraleen se estaban poniendo en pie con dificultad, cada uno apoyándose en un brazo de Lujimar. Incluso a aquella distancia, Mirraleen presentaba una horrible colección de cortes y magulladuras. El dolor de Torvik parecía más interior, a juzgar por su expresión, y agarró la mano de Mirraleen como si con ello pudiera quitarle las heridas y sufrirlas él.

Revella parecía estar a punto de echarse a llorar de nuevo y Pirvan se preguntó si no habría sido demasiado brusco con ella. Se enteraría del nombre del espía aunque tuviera que pedir a sir Niebar que dedicara el gabitene de asuntos reservados exclusivamente a ese propósito. Cuando uno encuentra un punto vital en un oponente hasta entonces misterioso, uno no solicita humildemente el derecho a clavarle el puñal.

Pero por allí venía sir Niebar, caminando por la playa rodeado de guardias y con Tarothin descolgándose de la cola de la procesión para unirse a Lujimar en la tarea de curar a los dos duelistas y mantener con vida a los prisioneros. Pirvan envió a varios de sus guardias a proteger a los sanadores.

Tenía que haber demasiada gente entre la multitud dispuesta a utilizar el acero contra los Siervos del Silencio por venganza o para silenciarlos.

Siguió un largo y fatigoso informe para sir Niebar de lo que acababa de ocurrir, compuesto por lo que Pirvan había visto y lo que sospechaba. Sir Niebar rebosaba de orgullo y de preguntas, y formuló algunas a Haimya e incluso a Fulvura.

Cuando sir Niebar concluyó, Torvik estaba tendido en una camilla que varios tripulantes del Elfo Rojo llevaron a hombros hasta un bote y luego a su camarote. Los Siervos del Silencio muertos habían sido retirados con el resto de los escombros y los prisioneros, curados y atados. Rynthala se había hecho cargo del cuidado de Darin y Zeskuk estaba enfrascado en una conversación con Lujimar que Pirvan habría dado diez años de su vida por escuchar, si creyera que había alguna esperanza, por pequeña que fuera.

Mirraleen, sin embargo, parecía haberse evaporado como por ensalmo.

Wilthur el Pardo montó en cólera.

Algunos siervos del Príncipe de los Sacerdotes situados en lugares destacados de la administración pública hicieron lo mismo. No hubo silencio a su alrededor aquella noche ante las costas de Suivinari.

A mar abierto, cinco dimernestis se acurrucaron sobre una roca, esperando a que un sexto nadara hasta allí. Sabían que estaba vivo; deseaban saber cuándo llegarían.

A gran profundidad bajo las aguas, los pensamientos de Zeboim se agitaron como las corrientes marinas. La diosa estaba en todas partes, menos cuando no estaba en ninguna o, como en raras ocasiones, adoptaba su forma de tortuga.

Habbakuk escuchó los pensamientos de Zeboim, pero no encontró nada en ellos que lo perturbara. También lady Revella podría haber oído a Zeboim, pero dormía profundamente.

Mucho más al sur, Horimpsot Patomaduro trepó por la muralla de la hacienda Tirabot y estuvo a punto de caer en los brazos de Shumeen.

—Tienes que bañarte antes de comunicar tus noticias al joven señor —dijo ella—. Parece como si hubieras venido arrastrándote todo el camino, la mayoría a través de una letrina.

—He corrido casi durante todo el camino —dijo el kender—, pero supongo que no miraba por dónde iba. Mi tío, por parte de los Cortarraíces… No, tenía dos tíos, pero fue uno de ellos… Siempre decía que apresurarse demasiado acaba haciendo que al final seas más lento.

—¡Doy gracias a los tíos por decirlo! —exclamó Shumeen—. Aún se lo agradecería más si te hubieran enseñado a escuchar. Ahora quítate esas ropas antes de que te las haga a tiras con tu propia daga, y si me llevo un poco de tu pellejo de paso, no será menos de lo que te mereces.