Los humanos no sólo habían montado la tienda en un claro del corazón del bosque, sino que habían asegurado los bordes a su alrededor, excepto por delante, que estaba vigilado. Así, Horimpsot Patomaduro entró por detrás de la tienda empleando una navaja afilada. No cortó el lienzo porque era duro y se trataba de su mejor navaja. Además, el corte se vería. En su lugar, cortó los vientos y las correas del borde de la tienda, levantó el lienzo y se coló a rastras. Si conseguía salir antes de que nadie lo viera, volvería a colocar el lienzo, los vientos y las correas en su lugar. Así nadie se daría cuenta de nada hasta el día siguiente, y él ya estaría lejos.
La abertura de la parte delantera de la tienda dejaba entrar la luz suficiente para que Patomaduro comprobara que el centinela estaba de servicio, pero no le ponía mucho empeño. Él y la joven campesina de la región parecían mucho más interesados el uno en el otro que el centinela en vigilar la tienda.
Así, Patomaduro pudo rebuscar en la tienda como si se paseara por un taller de alfarería en la dudad, al menos hasta que el alfarero lo viera y lo expulsara. Encontró toda clase de arreos de caballería, desde sillas de montar hasta bridas e incluso varias armaduras para caballos. Había yelmos y petos para más hombres de los que el kender nunca hubiera podido imaginar, también espadas, cuchillos, odres, botas, cinturones y vendas. Encontró cajas de pan duro, carne salada y frutos secos, barriles de vino y cerveza, e incluso unas cuantas botellas de aguardiente enano.
Quien hubiera reunido allí todo eso, sin duda estaba formando un pequeño ejército. Patomaduro reconoció el distintivo de la Casa Dirivan en las cajas y los barriles. Pero ¿por qué dejar los suministros allí, cuando los hombres estaban en otro lugar?
Tan al sur de Tirabot había menos ojos curiosos. Si veían los suministros sin hombres cerca… bueno, cajas y barriles sin hombres no constituían un ejército. Si veían llegar a los hombres desarmados y a pie, tampoco parecerían un ejército. Sólo cuando los hombres llegaran a la tienda, tendrían armas los enemigos de la hacienda Tirabot. Y entonces ya sería demasiado tarde para la hacienda.
Muy ingenioso, para ser obra de humanos. De hecho, Patomaduro se quedaba más impresionado cada día por el ingenio de los humanos. No por su juicio —utilizaban todo ese ingenio en una causa que para ningún kender merecía una copa del vino más barato—, sino por su ingenio.
Un kender puede ser más ruidoso que una docena de minotauros o más silencioso que la nieve al caer. Patomaduro fue de estos últimos cuando salió furtivamente de la tienda, borró sus huellas y se apresuró a avisar a sus amigos.
Torvik se había llevado el bote más pequeño de los que estaban amarrados junto al Elfo Rojo. Aun así, estaba diseñado para dos remeros, y ahogar el ruido del par de remos que utilizaba lo hacía aún más lento.
Las únicas opciones alternativas habrían sido ir acompañado, cuando había rechazado a su hermana, o nadar. La segunda opción no corría el riesgo de traicionar a Mirraleen, pero sí el de no llegar a su lado. Ella le había asegurado que la Creación de Wilthur no atacaría cerca de la flota, pero había mucha agua entre la flota y donde tenían que encontrase.
Además, la mascota de Wilthur quizá no fuera el único ser aficionado al sabor de la carne humana que nadara por aquellas oscuras aguas. Podían haber llegado tiburones, anguilas gigantes, nagas y krakens enanos, atraídos por la curiosidad, el ruido o la basura arrojada periódicamente al agua por los marineros.
Los remos sólo emitían el más leve de los rumores mientras el bote se deslizaba por las lisas aguas. De vez en cuando, Torvik se detenía a ceñirse bien la cinta que llevaba en la frente para que el sudor no lo cegara y miraba por encima del hombro en busca de los puntos de referencia.
Mirraleen le había proporcionado varios hitos para orientarse tanto en las noches oscuras como en las claras. La de hoy era clara, pero Nuitari era la más alta de las lunas, con Solinari apenas un débil resplandor detrás del Humeante. Torvik recibía más luz de un cráter secundario de la ladera del Humeante, que cada pocos minutos relucía, amarillo. Gracias a él pudo ver ceniza, vapor de agua y gas caliente expulsados al aire.
¿Era su imaginación o el Humeante se había esforzado mucho últimamente en hacer honor a su nombre? Sabía que los conjuros empleados fuera de las leyes y las costumbres que rigen la magia provocaban efectos impredecibles en la naturaleza. También esperaba que alguien de la flota, aunque fuera un minotauro, se estuviera ocupando de predecir lo que pudiera hacer el Humeante a continuación.
El bote pasó por un ajustado margen entre los prominentes dientes de un escollo antes de que Torvik se diera cuenta. Apartó bruscamente su mente de una agradable imagen de Mirraleen con el agua hasta la cintura, y flores en el pelo —blancas quedarían mejor con aquel tono rojizo, pensó—, y empezó a ciar. Enseguida cayó en la cuenta de que, a menos de treinta pasos, relucía una fosforescencia verde pálido, alrededor de una roca con forma de cabeza de cabra con un solo cuerno. Era el último punto de referencia. «Sube a la roca —había dicho Mirraleen— y luego nada en la dirección que señala el cuerno, hasta que llegues a una playa de arena negra gruesa».
Torvik dio la vuelta con el bote y encontró un lugar donde sería difícil verlo desde tierra y desde el mar. La marea estaba bajando, naturalmente, por lo que con el tiempo el bote se elevaría por encima de su escondite. Por eso dejó un buen largo de amarra para que al menos no se alejara a la deriva.
El agua era casi como leche caliente. Cuando Torvik se bajó de la roca y empezó a nadar, apenas le llegaba al pecho. Intentó moverse en silencio, pero estaba seguro de que hacía más ruido nadando que antes en el bote. Vio que la fosforescencia reverberaba alrededor de su torso y decidió empuñar la daga.
Con el arma desenfundada y en la mano se sintió mejor. Parecía haber un largo camino hasta tierra firme, y un poco de óxido en la hoja era un precio pequeño por su tranquilidad mental mientras avanzaba por el agua.
Zeskuk estaba amodorrado cuando oyó llamar a la puerta. La abrió tras envolverse apresuradamente en su faldellín.
Era Juiksum, el hijo de Thenvor. Por fortuna, no parecía llevar un desafío. Podía estar serio, incluso sombrío, pero no mostraba la ira ritual del portador de un desafío.
—Un mensaje de sir Darin —gruñó Juiksum—. ¿Mañana al atardecer es aceptable para tu duelo?
Zeskuk hizo un gesto de asentimiento.
Juiksum tosió.
—Debe ponerse por escrito —dijo.
—Pues tráeme pluma y papel… No, espera, aquí tengo un poco.
Con manos lentas por el sueño, Zeskuk sacó papel, pluma y tinta de la mesa plegable que usaba de mesita de noche. Con ojos turbios por el sueño, escribió su aceptación y se la entregó a su visitante.
—No has dicho nada de antorchas —observó Juiksum, tras leer la nota.
—Eso podemos decidirlo en el momento —replicó Zeskuk. Si iba a acabar una jornada ajetreada combatiendo contra un guerrero humano comparable a un minotauro, no quería pasar más rato de aquella noche charlando de asuntos triviales como si fuera una ardilla.
—Tienes fe en el honor de Darin —dijo Juiksum. No lo expresó en tono de pregunta.
—Sí —dijo Zeskuk—. ¿Y tú? —Y estuvo a punto de añadir: «Sí no tienes más cerebro que tu padre…».
—Sí —respondió Juiksum, esbozando una sonrisa—. Ninguno de los dos necesita temer una traición, y la visión nocturna de Darin debe ser comparable a la tuya, o no sería un guerrero de las Órdenes Solámnicas.
Tener una visión nocturna comparable a la de Zeskuk no era gran cosa. Si luchaban sin antorchas, el jefe minotauro sabía que podía acabar con unas cuantas contusiones que de otro modo se habría ahorrado. Pero el honor merecía algo más que unos cuantos huesos rotos, por no hablar de contusiones.
—Lujimar ofrece un sacrificio esta noche para que este combate traiga justicia y honor —comentó Juiksum—. No ha dicho a quien.
Con tantas orejas dispuestas a llevar noticias a Thenvor, probablemente era lo más juicioso.
—Espero que también haya paz con los humanos, aquí y por ahora —añadió Juiksum.
—¿Cómo? —exclamó Zeskuk—. ¿Eso no es discutir por miedo?
Por instinto, los ollares de Juiksum aletearon y sus puños se crisparon. Después hizo un gesto de negación.
—Es discutir por un deseo de alcanzar una gran victoria, en lugar de una pequeña —dijo—. Para limpiar Suivinari harán falta humanos y minotauros. Es un cobarde quien huye del combate o calcula las probabilidades cuando otro fuerza el enfrentamiento. Pero no es un cobarde quien se niega a luchar con alguien más débil que él cuando no lo ha desafiado e incluso puede ayudarle.
Zeskuk recogió el escritorio y se acostó.
—Juiksum —dijo—. Ojalá tu destreza en la arena del circo igualara tu sabiduría. Entonces seguro que llegarías a emperador.
—¿Entonces no temes que mi padre intente gobernar a través de mí —preguntó Juiksum—, o como mínimo que influya en mí regalándome las orejas?
—No. Creo que es más probable que tú tengas sus orejas… en un marco de oro, colgado en la pared de la sala del trono, para prevenir a los que ofrecen consejos no solicitados. Buenas noches, sabio joven guerrero.
—Buenas noches, sagaz comandante en jefe —respondió Juiksum.
Era agradable, reflexionó Zeskuk mientras la puerta se cerraba detrás de Juiksum, tratar de vez en cuando con alguien que no planteaba misterios.
Mirraleen estaba acuclillada detrás de un peñasco cuando Torvik salió del agua. Parecía que la noche contenía el aliento. Ni siquiera el agudo oído de la mujer nutria conseguía detectar ningún sonido más alto que el agua que goteaba del joven.
Parecía un pirata, con la daga de hermosa factura en la mano. De hecho, la única manera de parecerse más a uno era llevar la daga entre los dientes apretados. A pesar del efecto que ejercía en su aspecto, la daga indicaba sentido común. Nadie habría podido seguirla a ella bajo el agua, al menos no sin ser detectado, o cruzado la isla asolada por la magia para llegar hasta ella por tierra. Torvik no fue tan afortunado.
Ella debió hacer algún ruido, o quizá Torvik tenía el oído de una orea, porque de pronto se puso rígido y se acuclilló como un luchador. La daga brilló lentamente, reflejando el resto de la fosforescencia. Mirraleen no pudo dejar de advertir que los movimientos del joven eran seguros, gráciles y hablaban de alguien fuerte y peligroso a un tiempo, a pesar de su corta estatura.
También a pesar de sus cortos años. Era joven según el cómputo humano; según el de los elfos, era un niño, pero por lo que veía Mirraleen, era un hombre en cuanto a fuerza, destreza y prudencia. Podía confiar en él sin riesgo, hasta cierto punto, empezando por el secreto del camino submarino hasta el corazón del Humeante.
Mirraleen salió de detrás del peñasco. La daga subió como un rayo y ella vio que el joven tenía la destreza, y la daga el equilibrio, óptimos para lanzarla. Levantó ambas manos abiertas con las palmas hacia a delante y luego se tocó los labios con un dedo.
Torvik no dijo nada hasta que estuvieron muy adentro en el tramo de playa cubierto de peñascos. Incluso entonces, primero besó el dedo que ella se había llevado a los labios, con una sonrisa que lo hizo parecer mucho más joven o mucho más viejo, quizás ambas cosas a la vez.
A continuación, ella apoyó ambas manos en las sienes del joven. Supo que quería jugar con el cabello oscuro, ahora húmedo, pronto tieso por la sal. Dominó furiosamente el impulso que sabía que surgía debido a demasiados años de celibato y que impediría hacer un trabajo más importante aquella noche.
Torvik era un caballero. Sólo respondió al contacto con una sonrisa que indicó a Mirraleen que la caricia no había sido mal recibida.
—No podemos quedarnos mucho rato aquí —susurró ella—. Si te toco así, puedo introducir en tu memoria el camino que penetra en las cuevas por debajo del Humeante, donde vive la Creación de Wilthur. En cuanto esté muerta, la puerta trasera de la fortaleza del mago estará abierta y no logrará salvarlo ningún conjuro que pueda lanzar después.
—Ha vestido las tres túnicas, ¿por qué no puede lanzar conjuros de tres maneras? —observó con sensatez Torvik—. Además, matar a la Creación no será tarea fácil.
—Tendrás ayuda —dijo ella—. Eso espero.
—Sería mejor si pudieras hacer algo más que esperarlo —respondió él—. Mirraleen, ¿no deberías acercarte a la flota y hablar al menos con alguien más? Puedo garantizar el silencio de unos cuantos que ocultarían tu llegada y tu parada. Así, tanto si viene la ayuda que esperas como si no, tú y yo no estaríamos solos.
—Creía que los jóvenes siempre querían estar solos con las mujeres hermosas —comentó ella, provocativa.
—Sí, y cuanto más hermosas, más solos. Mucho más de lo que estaríamos en la isla de Suivinari, donde sólo unos miles de humanos y minotauros, algún mago que otro y sus monstruosas mascotas, y los dioses saben qué más perturbaría nuestra paz. Pero, bromas a parte —prosiguió él—, ¿qué me dices? Sé que será más peligroso que una taberna portuaria corriente, pero…
Ella se echó a reír muy a su pesar, intentando ahogarlo con las manos.
—No hasta que el camino esté grabado en tu memoria —dijo cuando pudo volver a hablar sin estorbos, haciendo un gesto de negación—. Tenemos que ser dos los que conozcamos la ruta desde el mar hasta las profundidades de la roca. Dos de nosotros, capaces de hablar con los amigos que espero que vendrán a ayudarnos. Es un conocimiento que no puede morir conmigo.
—Entonces lo que haces es mucho más peligroso que una taberna —dijo Torvik—. Siempre creí que había una razón para no frecuentarlas. —Alzó una mano y enredó en sus dedos los cabellos femeninos, con el tacto de alguien que habría dejado la mano más tiempo allí inmóvil, o incluso en movimiento.
Ella agradeció el contacto, pero le retiró la mano y se la apoyó en el regazo.
—Estate quieto —susurró—. Esto no durará mucho, y cuando acabe…
Ni ella misma sabía lo que pasaría después. Por ahora, ya era suficiente con presionarle las sienes con las manos otra vez y sentir cómo su memoria se preparaba para escuchar su mensaje y retenerlo.
El dimernesti conocido como Medlesarn el Silencioso aleteó torpemente para encaramarse a la roca. Con la mayor celeridad posible, se alargó y ensanchó fluidamente hasta adoptar su forma elfa.
En ocasiones deseaba que los dioses hubieran dado a los dimernestis una forma animal distinta de la de nutria marina. Las criaturas eran espléndidas en el agua, poco menos que los dargonestis, pero sólo eran un poco menos torpes que un marsopa en tierra.
Con la cabeza a un metro ochenta por encima de una roca ya tan alta sobre la superficie del agua, Medlesarn podía oír, oler y, si era necesario, ver mucho más lejos. También tenían a su disposición sentidos menos naturales, pero sólo moderadamente, y podía resultar demasiado peligroso utilizarlos hasta que descubriera lo que el enemigo local era capaz de percibir con su propia magia.
La brisa iba del mar a la tierra, por lo que el olfato y el oído no le servían. En sus aguas natales tal vez habría detectado a un compañero dimernesti en contra del viento y del agua por igual. En medio de este tumulto de sensaciones nuevas (pues Suivinari hacía mucho que no era visitada por su clan), no habría podido oler ni a pescado podrido.
Por lo menos había llegado hasta allí sin sufrir ningún percance. Era mejor esperar al menos a que llegaran algunos de los que habían oído la llamada. Después, si encontraban algún peligro en el interior, seguro que alguien conseguiría huir para prevenir al resto de los moradores de los bajíos. Sin duda, las nutrias marinas locales no habían sido cazadas con tanta insistencia recientemente como cabía esperar de una flota de aquel tamaño. Esto les daba derecho a cualquier asistencia que pudieran proporcionar los moradores de los bajíos, sin peligro para sí mismos.
En cuanto a más… Bien, por eso había nadado Medlesarn tanta distancia en tan poco tiempo, para responder a un aviso tan misterioso y amenazador. A quién, aún debía descubrirlo.
Torvik acababa de poner en palabras por tercera vez el camino hasta el cubil de la bestia. Ya estaba preparado para la siguiente prueba de memoria: dibujar un mapa.
Se preguntó para qué más estarla preparado después.
Si no regresaba a bordo del Elfo Rojo al alba, se produciría un escándalo, confusión y una búsqueda de su persona que podía dar al traste con todo su trabajo nocturno. Con renuencia, concluyó que lo más probable era que no hubiese un «después».
Esperaba que Mirraleen no se ofendiera.
Buscó en su bolsa para ver si el papel y el carboncillo envueltos en paño de escamas habían sobrevivido al viaje. Cuando sus manos desataban las correas, sus oídos captaron un débil chasquido de guijarros. Procedía del interior, no de donde llegarían otros dimernestis a ayudar, si al final acudían. En el interior se agolpaban las creaciones de Wilthur, con toda probabilidad capaces de cerrar el paso a cualquier humano o minotauro, por lo que no podía ser un amigo quien hacía aquel ruido.
Torvik apoyó un dedo en los labios de Mirraleen y luego en los suyos. Ella hizo un gesto de asentimiento. El se levantó… y la noche estalló en fuego puro en una decena de pavorosas sombras, mientras algo intentaba abrirle el cráneo por la fuerza.
Tuvo que apoyarse en la roca y agarró el brazo de Mirraleen para arrastrarla con él a la seguridad, como imaginaba. En cambio, ella se arrodilló, con las manos engaritadas sobre las sienes como si el mismo dolor también le estuviera partiendo el cráneo. Creyó que la había oído gritar.
Después el dolor disminuyó mientras la oscuridad que los rodeaba se convertía en un muro de cuerpos humanos. La mayoría iban vestidos de marineros. Todos iban armados. Se adelantaron dos, y lo que llevaban no era una indumentaria que hubiera pertenecido nunca a un marinero decente.
Vestían túnicas negras cortas y sin mangas y botas que Torvik pensó que debían ser muy incómodas en terreno abrupto. Se cubrían el rostro con máscaras de ojos y narices prominentes, pero sin boca. Las máscaras eran blancas, ofreciendo un vivo contraste con las túnicas negras.
Las máscaras y las túnicas juntas fueron en un tiempo las vestiduras ceremoniales de los Siervos del Silencio, los sanguinarios sembradores del terror del Príncipe de los Sacerdotes. Su orden había sido abolida formalmente; pero nadie afirmaba que todos los que habían servido en ella hubieran muerto. Ahora incluso dicha abolición parecía dudosa.
Torvik soportó como si le estuviera ocurriendo a otra persona que los marineros los ataran a él y a Mirraleen. Eran hábiles. Sabían que él no lograría romper sus ataduras y dudaban de que ella lo consiguiera con la rapidez suficiente para no ser descubierta.
Dos marineros pusieron en pie a Torvik con una sacudida y lo sujetaron mientras uno de los portadores de máscara daba un paso al frente y se inclinaba sobre Mirraleen. Tenía un palo de madera puntiagudo en la mano.
—Y bien —retumbó una voz desconocida desde detrás de la máscara—, tú que te llamas capitán y aun así tienes trato carnal con abominaciones, ¿conoces sus secretos?
—No —mintió Torvik—. Los mantiene bien…
El portador de la máscara abofeteó a Torvik con el dorso de la mano.
—Un castigo leve por lo que me parece una mentira —dijo el hombre enmascarado—. Ahora, presencia el de ella.
La madera —la porra— cayó sobre los hombros de Mirraleen.
Al cabo de poco, ella gritaba. Mucho antes de eso, Torvik deseó poder cerrar los ojos y luego taparse los oídos. Ahora deseaba poderse quedar sin sentido de un golpe u obligar a éstos —su propia palabra «abominaciones» era bastante buena— a hacerlo por él.
Al final comprendió que una escapada fácil sería un camino peligroso. Confirmaría al enemigo que él era débil, o que mentía, o peor aún, ambas cosas. Entonces el martirio de Mirraleen proseguiría hasta que uno de los dos se derrumbase y confesara, o hasta que ella muriera.
Miró al frente sin parpadear y trató de realizar cálculos de navegación mentalmente para mantener ocupada su conciencia. Le salió tan bien qué sólo oyó la respuesta a algo que masculló un marinero.
—No, hemos venido a castigar a los que tienen trato carnal con abominaciones. No a tenerlo nosotros.
Por esa respuesta, Torvik supo cuál debía haber sido la pregunta. Al menos Mirraleen se iba a ahorrar aquel horror. Pero la venganza por lo que estaba sufriendo sería igualmente despiadada por parte de Torvik. Sospechaba que también por parte de ella, si estaba en condiciones de cumplirla.
—¡Pirvan, Pirvan! ¡Despierta!
El caballero fue consciente de que Haimya ya no estaba en la cama acostada junto a él, sino al lado de la cama, de pie y sacudiéndolo a él. Aún no estaba vestida del todo, pero sí completamente despierta.
También parecía que el hecho de estar despierta a aquella hora —el amanecer no podía haber empezado todavía— no presagiaba buenas noticias. Su expresión era lo bastante lúgubre como para posar como modelo de una estatua de Takhisis.
—¿Wilthur el Pardo se ha entregado a la flota suplicando que lo salvemos de su mascota? —preguntó Pirvan. Algo tenía que decir.
Haimya parecía contenerse para no abofetearlo.
—Torvik se ha marchado —dijo.
—¿Que se ha marchado? ¿Cómo? ¿Dónde?
—Si lo supiera, habría dicho que está muerto, que lo han secuestrado o que le han salido alas y ha salido volando como un pegaso —gruñó Haimya—. Nadie lo sabe. Lo único seguro es que habrá problemas por ello.
Haimya describió a su marido la crisis que se avecinaba a la flota, brevemente pero así de un modo tan exhaustivo que Pirvan sólo tuvo que interrumpirla dos veces con preguntas. Torvik no había dormido a bordo del Elfo Rojo la noche pasada. Su hermana Chuina había confesado haberlo visto, pero no cuando se marchaba, y se negaba a revelar su conversación.
Por ello, los istarianos habían arrestado a Chuina como sospechosa de complicidad en la desaparición de su hermano. Eso había provocado protestas a bordo del Elfo Rojo, cuya tripulación se negaba a entregar a Chuina para ponerla bajo la custodia de los istarianos. En esta negativa recibían el apoyo de muchos más miembros de toda la flota, sobre todo los que en alguna ocasión habían navegado con Jemar el Blanco o su familia. Estaban convencidos de que Chuina no podía haber hecho una cosa así.
Igualmente seguros estaban los istarianos. Chuina quizá no lo había hecho, pero conocía a su autor. Protegerla no le había hecho ningún favor a su hermano, ni a su madre, ni a la memoria de su padre.
De hecho, se trataba de un motín. La pena por amotinamiento podía ser la muerte, la esclavitud o como mínimo la pérdida del barco, las armas, las propiedades y toda la esperanza de navegar con la bendición de Istar.
Los tripulantes del Elfo Rojo habían explicado a los istarianos lo que podían hacer con su bendición, detallada y ampliamente.
—¿Has dicho los tripulantes del Elfo Rojo? —preguntó Pirvan, frunciendo el entrecejo.
—Sí.
—¿Incluidos los istarianos alistados como combatientes?
—He oído que varios de ellos firmaron la declaración —respondió Haimya.
Pirvan se incorporó en el lecho.
—Bueno, eso es una buena noticia, que la tripulación del Elfo Rojo esté unida en defensa de su capitán y su hermana —dijo—. Menos cabezas que mandar a casa de Eskaia para nosotros y para Gildas, si Torvik no regresa.